«Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt. 18,20)

Mensaje de la Comisión Episcopal de Relaciones Interconfesionales para la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos.

18-25 de enero de 2006

1. La unidad, meta del ecumenismo cristiano, motivo de oración y súplica esperanzada

 

1.- La unidad visible de la Iglesia es el gran objetivo del movimiento ecuménico al que las Iglesias cristianas no pueden renunciar si han de ser fieles a la súplica de Cristo al Padre: “Que sean perfectamente uno como nosotros somos uno, para que el mundo conozca que tú me has enviado” (Jn 17,23). Los cristianos somos conscientes de que nuestra división resta credibilidad al anuncio del evangelio y es un signo visible del pecado de los discípulos de Cristo, llamados a superarlo con la gracia que nos ha sido dada por su sacrificio en la cruz. Cristo el Señor, llevando sobre sí mismo las marcas del pecado de los hombres, “de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba de la enemistad” (Ef 2,14).

 

La unidad vendrá como don sólo después de una larga andadura de conversión, cuya duración sólo Dios conoce. Por eso, la unidad visible de la Iglesia ha de ser objeto de nuestra oración y de nuestra esperanza. Hemos de tener fe en que la oración de Cristo no puede quedar sin la respuesta del Padre, porque la oración de Cristo, “único Mediador entre Dios y los hombres” (1 Tim 2,5) y “sumo sacerdote de los bienes futuros” (Hb 9,11) es escuchada siempre por el Padre. Las palabras de Jesús dirigidas al Padre son fuente de confianza plena para sus discípulos en el poder de la súplica del Redentor del mundo: “Padre te doy gracias por haberme escuchado. Ya sabía yo que tú siempre me escuchas” (Jn 11,41).

Sin esta confianza en la eficacia de la oración de Jesús no podremos mantener la firme esperanza de alcanzar la unidad anhelada por las Iglesias, sobre todo si atendemos a los síntomas de cansancio o escepticismo con que algunos cristianos acogen los pasos que se han ido dando desde la clausura del Vaticano II. Sólo después de muy grandes esfuerzos, en un clima de recíproca confianza entre los cristianos de diversas confesiones, han podido ser vencidos prejuicios históricos y agravios que exigían y aún exigen la purificación de la memoria.
 

2. Los logros del Ecumenismo, objeto de acción de gracias

 

2 A los cuarenta años, en efecto, de la clausura del Vaticano II, podemos mirar atrás con optimismo, y constatar el largo trecho recorrido por las Iglesias cristianas hacia la reconstrucción de la unidad visible de la Iglesia una y santa de Cristo. Hemos de dar gracias a Dios porque nos ha permitido hacernos conscientes de que la unidad visible de la Iglesia no llegará si no es mediante un hondo proceso de conversión a Dios de todos los cristianos, tal como desde los albores del ecumenismo moderno en el tránsito del siglo XIX al siglo XX, supieron verlo, no sin inspiración divina, los grandes apóstoles pioneros del movimiento ecuménico.

 

Sí, debemos de bendecir a Dios porque mediante las mociones del Espíritu Santo hemos adquirido clara conciencia de que es más lo que nos une que lo que nos separa; y, conscientes de ello hemos reconocido, con humilde confesión de nuestra culpa, que no hemos sabido mantenernos en la unidad que Cristo quiso para su Iglesia. Por eso, los cristianos nos sentimos hoy llamados a proseguir el camino de la conversión a Cristo y a no desfallecer en la empresa ardua pero esperanzadora de reconstrucción de la unidad cristiana.

 

3 Entre las cosas importantes de las que hemos adquirido conciencia en estos cuarenta años transcurridos desde la clausura del Concilio Vaticano II, se encuentra la convicción de que, en verdad, la Iglesia una y santa fundada por Cristo está presente en la Iglesia Católica con plenitud de medios, sin excluir su presencia en grados diversos en otras Iglesias cristianas. Nuestra convicción de fe en la presencia del misterio de Cristo en la santa Iglesia Católica no excluye, en palabras del Concilio, que los católicos reconozcamos que “los que han recibido el bautismo están en una cierta comunión, aunque no perfecta, con la Iglesia Católica”; y que, “además de los elementos o bienes que conjuntamente edifican y dan vida a la propia Iglesia, se pueden encontrar algunos, más aún, muchísimos y muy valiosos, fuera del recinto visible de la Iglesia Católica” (Vaticano II: Decreto Unitatis redintegratio, n. 3).

 

Los católicos, reconociéndolo así, quisiéramos para todas las Iglesias históricas y Comunidades eclesiales, agrupadas en las grandes Comuniones confesionales, aquellos elementos de los que carecen y que nosotros creemos pertenecen a la identidad de la verdadera Iglesia tal como Cristo la quiso. Hoy, a pesar de las dificultades surgidas, gracias al diálogo teológico hemos podido constatar, con gozo y hondo sentimiento de gratitud a Dios, que nuestra comunión con las Iglesias orientales y ortodoxas es casi plena. Podemos reconocernos recíprocamente como «Iglesias hermanas» que, por la misericordia de Dios, han conservado la sucesión apostólica en la doctrina y el ministerio, y viven de aquella plenitud de vida sacramental que emana de la palabra y de las acciones de Cristo y de la acción del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia. Gracias sean dadas a Dios, pues “toda dádiva buena y todo don perfecto viene de arriba, desciende del Padre de las luces” (Sant 1,17).

 

Gracias hemos de dar a Dios por el acuerdo de 1998 sobre la doctrina de la justificación con las Iglesias de tradición luterana, que en estos últimos años nos ha permitido avanzar unidos hacia una comprensión del misterio de la Iglesia indisociable de Cristo, Mediador único, y prolongación de su humanidad para la salvación del mundo; pues la Iglesia, enseña el Concilio, es en verdad “como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (Vaticano II: Constitución Lumen gentium, n. 1).

 

El diálogo con la Comunión anglicana nos ha permitido ver hasta qué punto es sustancialmente convergente la comprensión del sacramento de la Eucaristía y del sacramento del Orden. Es de esperar, además, que el acuerdo de 1999 sobre la autoridad en la Iglesia se traduzca en tomas de decisión concordes por parte de ambas confesiones, en relación con el ejercicio del ministerio en la Iglesia, decisiones que nos permitan superar las legítimas reservas que persisten para lograr un acuerdo sustancial sobre el misterio de la Iglesia.

 

4 Aunque es mucho lo que hemos avanzado, queda todavía un largo camino por recorrer. Hemos de superar la tentación del cansancio y de la desesperanza, pensando que nunca lograremos la meta deseada y dando con ello mayor poder a pecado que a la gracia. Necesitamos reavivar en nosotros el diálogo de la caridad que alimenta el clima fraterno que identifica a los discípulos de Cristo y es el marco óptimo para proseguir en la ardua tarea de llevar adelante las conversaciones interconfesionales, a fin de alcanzar la unidad doctrinal que nos ha de llevar a recitar al unísono la confesión de fe. Sólo después podremos alcanzar la meta de la unidad que nos permitirá celebrar juntos la Eucaristía. Por esto, hemos de superar aquellas dificultades que surgen de nuestros malentendidos históricos que perviven en acontecimientos de hoy, dando lugar a los recelos entre las Iglesias, provocados por el puesto y la influencia de las Iglesias en la vida de las sociedades cristianas que han vivido iluminadas por la luz del Evangelio. Todas las Iglesias han de aunar hoy esfuerzos para proponer el Evangelio a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, profundamente afectados por una mentalidad secularizada y laicista, que parece tener la pretensión de desalojar a Dios y los mandamientos de su ley de la sociedad contemporánea, necesitada de principios morales seguros que salvaguarden la dignidad del ser humano.

 

5 Por esta razón necesitamos orar juntos y no dejarnos vencer por la presión de grupos sociales que no ocultan su voluntad de oponerse a una civilización de inspiración  cristiana. Hemos de orar unidos, utilizando los cauces que nos ofrece nuestra común confesión de la trinidad de Dios y de la divinidad de Cristo Salvador, sin renunciar a la fidelidad que las distintas confesiones cristianas debemos a la propia conciencia eclesial. De modo habitual, todos los cristianos hemos de orar como miembros de nuestra propia Iglesia, en la cual hemos sido bautizados y vivimos la fe en Cristo como miembros vivos de su Cuerpo místico. La Iglesia de cada uno es el lugar donde hemos sido iniciados en la oración y donde ocupamos el lugar de orantes que nos corresponde. Después, ocasionalmente y cuando las circunstancias lo aconsejen, hemos de orar también unidos en la plegaria ecuménica, respetando lo que es posible hacer juntos y lo que no lo es todavía, sin quemar etapas y siempre con la mira puesta en la unidad visible que anhelamos, en todo momento conscientes de las palabras de Cristo Señor que constituyen el lema del Octavario de oración por la unidad de los cristianos elegido para este año: «Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20).

 


3. Un camino de unidad para el nuevo siglo

 

6 Mientras avanzamos por la senda del ecumenismo teológico y mientras el diálogo de la caridad nos acerca unos a los otros, la Iglesia se ve impulsada a la misión que le da razón de ser en el mundo. La Semana de Oración por la unidad nos sitúa este año ante la llamada al testimonio común de Cristo que está pidiendo de nosotros una sociedad que se aleja más y más de la visión cristiana de la vida. Por eso, con la búsqueda de la confesión de fe común, hemos de proseguir en llevar adelante la nueva evangelización de la sociedad de Europa a la cual proponer el Credo que da sentido a la vida, teniendo muy en cuenta que los países cristianos de la vieja Europa están hoy tentados por una cultura laicista y a los que el ángel del Señor vuelve a recordar que es preciso reavivar “el amor de antes” (Ap 2,4) por Cristo y por su Iglesia.

 

La presencia de Jesús en la Iglesia no permite la defección de los discípulos de Cristo, aun cuando la Iglesia haya de pasar épocas de oscuridad e inseguridad acerca de sí misma y de su futuro. Por esta razón, reunidos en el nombre de Cristo, los cristianos podrán afrontar con seguridad las dudas que el tiempo presente siembra en el corazón de tantos cristianos. Sólo permaneciendo en la Iglesia, asiduos en la oración y “con los ojos fijos en Jesús, iniciador y consumador de la fe” (Hb 12,2), podremos salir al encuentro del mundo dispuestos a dar testimonio de Cristo.

 

Nos hemos reunido en ocasiones diversas a lo largo de las últimas décadas y el camino emprendido que acabamos de evocar no tiene marcha atrás; pero sólo podremos proseguirlo, si  los pasos que hayamos de dar hacia la unidad visible de la Iglesia, por pequeños sean, son un logro vivido como resultado de la oración de quienes se saben, aun separados por la división, congregados en la única Iglesia, para bendecir y alabar el Nombre, que Dios otorgó a su Hijo, “que está sobre todo nombre” (Fil 2,9).

 

7 En este caminar juntos en la fe y en la oración, sintiéndonos llamados a reunirnos en la única Iglesia, los cristianos hemos de practicar un «ecumenismo cotidiano» que a todos es posible. Este ecumenismo de cada día consiste en reconocer en cada bautizado un ser humano injertado en Cristo y vivificado por su Espíritu gracias al común bautismo que nos aúna en la fe y nos introduce en el misterio de salvación de la Iglesia.

 

Reconociendo en los cristianos a quienes son miembros de la Iglesia y conscientes de que con ellos formamos el cuerpo místico de Cristo, estamos en condiciones de orar unos por los otros; y de hacerlo con aquella confianza que nos da la común invocación de Cristo como Salvador del mundo y Señor de la historia humana, aun cuando la historia que los hombres hacemos cada día escape aparentemente al señorío del Resucitado. La fe nos dará fuerza a todos los bautizados para sabernos unidos en él, sabiendo que “Cristo murió y volvió a la vida para ser Señor de muertos y vivos” (Rom 14,9).

 

Nunca como hoy se hace necesario un «ecumenismo espiritual» que nos ayude a todos los cristianos a vivir en la comunión de los santos, alentados por la común inspiración del Espíritu, que reparte dones y carismas para edificación común del Cuerpo de Cristo. Un ecumenismo en el que,“teniendo dones diferentes, según la gracia que nos ha sido dada” (Rom 12,6),  todos cooperemos en la búsqueda de la unidad. Si “mucho puede hacer la oración del justo”, la intercesión de unos por otros es, en efecto, participación común en la comunión que un día alcanzará plena visibilidad para el mundo.

 

8 El ecumenismo espiritual nos ayudará a dar pasos seguros hacia empresas comunes, sosteniendo con la oración los trabajos iniciados con miras a la celebración de la proyectada Tercera Asamblea ecuménica de Iglesias de Europa, que tendrá lugar Dios mediante en Sibiu (Rumanía) del 4 al 8 de septiembre de 2007. En esta nueva asamblea de Iglesias, los cristianos de Europa hallaremos sin duda nuevos caminos para el testimonio común, ahondando en los acuerdos ya logrados sobre la presencia de los cristianos en la vida pública y la actuación común de las Iglesias en la nueva sociedad europea que se está construyendo no sin dificultades y tensiones.

 

Los trabajos preparatorios de esta nueva asamblea de Iglesias de Europa se desarrollan ya bajo el lema elegido para tan gozoso encuentro: “La luz de Cristo ilumina a todos. Esperanza de renovación y unidad en Europa”. Sí, Cristo es la luz que ha iluminado la vida de Europa, continente primero evangelizado y evangelizador hasta los tiempos actuales. Hemos de orar para que esta luz de Cristo permanezca iluminando la vida de los pueblos de Europa. Hemos de contribuir a acrecentar la luz de Cristo aunando esfuerzos en pro de una nueva evangelización capaz de inspirar la vida de las personas y de los grupos sociales, la vida de los pueblos y las leyes de los Estados.

 

Hemos de hacerlo en un nuevo clima de libertad y compartiendo el bienestar de los europeos con cuantos han llegado hasta nosotros en busca de una vida más digna del hombre. Por esta razón, lo hemos de hacer con clara conciencia de que, cuando los europeos nos hemos apartado del evangelio, hemos sucumbido a las ideologías que han sembrado de odio y de muerte el espacio del que fue expulsado Cristo. Sin cejar en el testimonio del evangelio, los cristianos hemos de sembrar de esperanza la expectativa de futuro de una Europa asediada por su propio bienestar y por la insatisfacción de tantos grupos humanos que en ella han buscado dignidad y paz social y no han podido superar la marginación.

 

Hemos de buscar los medios de superar definitivamente las heridas de un pasado aún no plenamente digerido, abriéndonos al espíritu universal del Evangelio y a la reconciliación que Jesús trae a quienes acogen su palabra y aceptan su invitación a participar de la vida divina. Él la ofrece sin distinción a quienes creen en su nombre y le confiesan vivo y presente en la historia de la humanidad y en la historia personal de cada ser humano redimido por su sangre, acceso universal a Dios y fundamento de fraternidad. Sólo Cristo podrá sanar los corazones de los hombres y abrir el alma de los pueblos a la comunión que él ofrece a los hombres convocándolos a la congregación en su Iglesia una y santa.

 


Os saludan con afecto y bendicen vuestro esfuerzo por la unidad.


 

Adolfo, Obispo de Almería y Presidente

 

Santiago, Arzobispo de Mérida-Badajoz

 

José, Obispo de Tui-Vigo

 

Román, Obispo de Vic