LA ESPERANZA CRISTIANA
COMISIÓN EPISCOPAL PARA LA DOCTRINA DE LA FE
INDICE GENERAL
INTRODUCCIÓN
I. LA ESPERANZA AMENAZADA
a. Se cree en Dios y no se espera la vida eterna
b. Anunciar la esperanza de la vida eterna con toda su riqueza
c. La crisis de la moderna ideología del progreso
d. Vuelven formas ancestrales de esperanza
e. Jesucristo, esperanza para una humanidad nueva
II. LA RAZÓN DE LA ESPERANZA CRISTIANA
a. Quien cree en Dios espera la vida eterna
b. El antiguo testamento se abre a la resurrección
c. La base de nuestra fe en la resurrección y en la vida eterna
d. "Estaremos siempre con el Señor"
e. El ansia de inmortalidad
III. DESAFÍOS A LOS QUE SE ENFRENTA HOY LA ESPERANZA
CRISTIANA
a. La reencarnación es incompatible con la fe en la resurrección
- Las ideas reencarnacionistas y la sed de eternidad
- La reencarnación contradice el ser personal
b. Ciudadano del cielo que construyen la ciudad terrena
c. La libertad humana
d. "¿Dónde queda, muerte, tu victoria?"
IV. CONCLUSIÓN: anunciamos con la vida al vencedor de la muerte
* * * * *
INTRODUCCIÓN
"¿Cómo dicen algunos que los muertos no resucitan? Si los muertos
no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado. (...) Y si Cristo no ha
resucitado, vuestra fe no tiene sentido. (...) Si nuestra esperanza en
Cristo acaba con esta vida, somos los hombres más desgraciados.
íPero no! Cristo resucitó de entre los muertos: el primero de todos." (1
Cor 15, 12-13. 17. 19-20).
1. Sentimos la urgencia y el gozo de recordar hoy a los cristianos de
nuestros pueblos y ciudades -como el apóstol Pablo a los de Corinto-
la luminosa esperanza que brota de la fe en Jesucristo resucitado. Si
esta esperanza se oscureciera o se disipara, ya no podríamos
llamarnos de verdad cristianos; y perderíamos el sabor que nos
convierte en sal para una tierra amenazada de insipidez y de falta de
sentido verdaderamente humano para vivir (cf. Mt 5, 5-13).
Al proclamar y explicar de nuevo que creemos, con la Iglesia de ayer
y de hoy, en la resurrección de los muertos y en la vida eterna,
ofrecemos también a todos motivos fundamentales para la renovación
de la vida personal y para la regeneración de la convivencia social.
Porque "el don supremo de sí mismo al hombre por parte de Dios,
pleno y definitivo, en la vida eterna, es lo que da su justo valor a la vida
presente, jerarquiza todos los bienes de la tierra y evita que alguno de
estos bienes pase a ocupar el lugar de Dios, como realidad última y
bien supremo."1
Comenzaremos describiendo algunos fenómenos del momento
actual que suponen una amenaza para la esperanza (I); luego
recordaremos las razones de la esperanza cristiana, que se apoyan en
el acontecimiento glorioso de la resurrección del Señor Jesús (II); y, por
fin, mostraremos cómo la fe cristiana en la resurrección y la vida eterna
asume y responde cumplidamente a algunos desafíos que le son
planteados por el modo de vida de hoy (III).
I
LA ESPERANZA AMENAZADA
a.- Se "cree" en Dios y no se espera la vida eterna
2. A pesar de la mayor extensión que diversas formas de
indiferencia religiosa han ido adquiriendo en los últimos tiempos,
nuestro pueblo sigue siendo, gracias a Dios, muy mayoritariamente
religioso y católico, como es fácil constatar y como se recoge también
en diversas encuestas realizadas últimamente. Pero llama la atención
que no pocos de los que se declaran católicos, al tiempo que confiesan
creer en Dios, afirman que no esperan que la vida tenga continuidad
alguna más allá de la muerte.
¿Qué Dios es ése en el que dicen creer quienes piensan que no ha
vencido a la muerte y que es ella la que tiene la última palabra sobre la
vida del ser humano? No es, ciertamente, el Padre de nuestro Señor
Jesucristo, el Dios vivo y verdadero. No puede ser el Dios personal y
cercano a sus criaturas, en especial a los seres humanos, a quienes
ha creado a su imagen para establecer con ellos una relación mucho
más fiel aún que la que nosotros anudamos con nuestros seres
queridos.
La desconexión entre la fe en Dios y la esperanza en la vida eterna
no sólo pone de manifiesto una cierta crisis de esta esperanza, sino
también de la fe en Dios. La fe en la resurrección y en la vida eterna va
íntimamente unida a la verdadera fe en Dios. Proclamar de nuevo
nuestra fe pascual2 en que nuestras vidas, junto con la creación
entera, "libre ya del pecado y de la muerte"3, serán definitivamente
asumidas en la vida de Dios es alabar y reconocer de verdad al Señor
del cielo y de la tierra.
b.- Anunciar la esperanza de la vida eterna con toda su
riqueza
3. La predicación, la catequesis y la enseñanza de la religión
católica, si quieren ser alimento sano de una fe íntegra y viva, han de
proponer con toda su riqueza la esperanza cristiana en la vida eterna.
Es cierto que para hacerlo con la precisión teológica necesaria hay que
familiarizarse con el pensamiento cristiano madurado en el surco
trazado por el Concilio Vaticano II. Es verdad también que hay que
acabar de superar ciertas modas de interpretación del cristianismo en
clave inmanentista, es decir, tendentes a reducir la fe cristiana a una
simple estrategia para organizar mejor la vida en este mundo. Pero
ninguna de estas dificultades justifica el que se silencie o el que se
deforme la fe de la Iglesia en la vida eterna. El Credo concluye
solemnemente con esta proclamación de esperanza, tan unida a la fe
en Dios. Si no se habla de ella, o si se habla de un modo inapropiado,
el corazón mismo de la fe en Jesucristo resultará negativamente
afectado.
Como pastores que desean la salud y el vigor de la fe, nos interesa
mucho que sea anunciada en toda su integridad y armonía; que se
evite presentar la posibilidad de la muerte eterna de un modo
desproporcionadamente amenazador; pero, ante todo, que no se deje
de anunciar a los fieles el destino glorioso que la Iglesia espera. El
anuncio de la gloria, al que se unirá prudentemente la seria
advertencia de su posible frustración a causa del pecado, servirá tanto
de aliento insustituíble de la esperanza como de necesario estímulo de
la responsabilidad. Descuidar este aspecto del mensaje evangélico
tendría, entre otras, la grave consecuencia de que los fieles, carentes
del alimento sólido de la fe, que viene a saciar con creces el hambre de
amor perenne que experimenta la naturaleza humana, se sientan
tentados de dar oídos a supersticiones o ideologías incompatibles con
la dignidad de quienes son hijos de Dios en Cristo.
c. La crisis de la moderna ideología del progreso
4. El mundo en el que nos toca vivir hoy presenta unas
características peculiares, que ejercen su influencia en el modo en el
que los creyentes entendemos y vivimos nuestra fe pascual y, también,
en la manera en la que nuestros contemporáneos se acercan o se
alejan de ella. El llamado "hombre adulto" de la modernidad se ha
entendido a sí mismo como el constructor prometeico4 de su futuro, de
un porvenir siempre mejor, según lo diseñado en diversos programas
utópicos que florecieron en los humanismos laicos que elaboraron un
modelo de esperanza secularista o de "trascendencia" reducida a este
mundo.
No es seguro que esa visión ilusoria del progreso histórico como
única meta de la vida humana haya sido realmente superada. Al menos
entre nosotros, palabras como "modernización", "progreso", etc. siguen
siendo utilizadas como señuelos con los que atraer todas las energías
de las gentes al servicio de determinados programas. El caso es, sin
embargo, que son cada vez más los que, aleccionados por el
derrumbamiento de grandes utopías (o "grandes relatos") y alarmados
por las consecuencias indeseables del "progreso" (en términos
ecológicos o de justicia social), han empezado a dudar de que el futuro
vaya a poder traer nada bueno. Se habla del "fin de la historia", no en
un sentido apocalíptico o escatológico5, sino para decir que se
perciben como agotados los grandes programas y que ya no se cuenta
con un hacia dónde, con una meta que confiera finalidad y sentido al
camino de la humanidad.
5. Uno de los resultados de esta "crisis de la modernidad" o incluso,
según algunos, del "fin del proyecto moderno" es la difusión de una
cierta desesperanza. Ahora se trata de orientar todos los deseos del
hombre al modesto horizonte de lo cotidiano, a la serena y lúcida
instalación en la fugacidad, con la convicción de que, incluso en su
obvia precariedad, sólo el presente cuenta verdaderamente.
Desde una visión cristiana del ser humano, no tenemos por qué
valorar esta situación de un modo puramente negativo. No es malo que
se tome realmente conciencia de que el poder que la ciencia y la
técnica han conferido a la humanidad no garantiza por sí solo un futuro
más digno del ser humano. No es malo que, abandonadas las grandes
palabras, basadas en una concepción ilusoria de lo que el hombre
puede darse a sí mismo, se valoren las mil pequeñas cosas que la vida
nos presenta y se disfruten como bienes que el Creador nos ofrece:
desde el paseo por la montaña hasta el encuentro con el amigo. No es
mala una esperanza humilde y hasta escondida en lo cotidiano6.
En cambio, es preocupante que vaya tomando cierta carta de
naturaleza la pura y simple desesperanza. No es extraño que la cultura
descreída, que había juzgado incompatibles el reino de Dios y el reino
del hombre, tienda a revelarse hoy como una cultura desesperanzada.
No nos sorprende, ya que es la fe en el Dios de la vida y de la promesa
(cf. Mc 12, 27 par.) la que, en realidad, hace posible la esperanza
fundada, la apertura confiada hacia el futuro. Pero nos preocupan las
consecuencias que se derivan de la falta de esperanza para la vida
personal y social.
d.- Vuelven formas ancestrales de esperanza
6. Ahí está, en primer lugar, el fenómeno del retorno de lo que
podríamos llamar nuevas formas primitivas de esperanza. El ser
humano necesita el futuro, no puede vivir sin proyectarse hacia el
porvenir. En lugar de caminar sereno bajo la guía providente de Dios,
Señor de la historia, intenta conocer y dominar lo que le espera de
cualquier modo. Una vez que las utopías modernas han entrado en
crisis, la cultura descreída echa mano con frecuencia de creencias
ancestrales o de supersticiones para tratar de responder a la inevitable
demanda de esperanza. Y paradójicamente, junto a la ciencia y la
técnica más avanzadas, florecen con cierto vigor la astrología, los
horóscopos, la quiromancia, etc. Al mismo tiempo, se recuperan, más o
menos adaptadas, diversas formas de antiguas creencias sobre la
supervivencia del hombre, tales como la de la reencarnación, que
implican en realidad una visión de la vida humana muy distinta de la
que, arraigada en la fe cristiana, ha hecho posible concebir al ser
humano como persona libre.
En segundo lugar, junto a estas "nuevas" formas de falsa
religiosidad, y a veces en estrecha convivencia con ellas, se encuentra
el fenómeno del culto más o menos cínico al propio provecho, como
única meta de la vida. Si no hay ya ni siquiera una "causa histórica" en
la que creer y por la que luchar; si, además, "todo está escrito en los
astros" o en las leyes del destino; si lo que cuenta y lo único seguro es
sacar partido a la situación en la que la vida nos ha puesto hoy, no hay
que extrañarse demasiado de que abunden las conductas insolidarias,
antisociales y corruptas. Y -lo que es más grave- no hay que
extrañarse de que no sea fácil vislumbrar la existencia de un terreno
firme sobre el que construir el edificio ético que dé cobijo a la vida
social.
e. Jesucristo, esperanza para una humanidad nueva
7. Por todo ello queremos anunciar de nuevo en medio de nuestro
mundo la esperanza hecha carne: Jesucristo crucificado y resucitado.
Queremos subrayar algunos rasgos de esta esperanza de la Iglesia,
para que la alegría de los que ya la comparten con nosotros sea
completa (cf. 1 Jn 1, 4); y para que, de este modo, podamos ser
realmente la sal que dé sabor a la humanidad y evite su corrupción.
Porque el ser humano sólo se encuentra realmente consigo mismo
cuando acoge a Jesucristo crucificado y resucitado: en él halla un
motivo real para no vivir sin esperanza, aprisionado por el presente
puramente vegetativo del comer y el beber, y para seguir luchando
contra los poderes que hoy esclavizan al hombre.
II
LA RAZÓN DE LA ESPERANZA CRISTIANA
a. Quien cree en Dios espera la vida eterna
8. El Credo de la Iglesia se abre con la confesión de la fe en Dios
Padre, Creador de todo, y se cierra con la proclamación de la
esperanza en la resurrección de los muertos y en la vida eterna. Entre
ambos artículos del Credo, el primero y el último, se da una estrecha
correspondencia. El primero contiene ya implícitamente el último; en
éste se expresa lo que en aquél se sugiere. De modo que no es
posible afirmar uno y negar otro, pues ambos están esencialmente
relacionados.
El Dios creador, del que nos habla el primer artículo, es el Ser
paternal y personal que, siendo el Viviente por excelencia, da el ser a
las creaturas por puro amor. El amor es generador de vida; Dios, que
crea por ser él mismo el Amor (cf. 1 Jn 4, 8b), crea para la vida; para
una vida eterna, porque la vida surgida de ese Amor creador, que Dios
es, conlleva una promesa de perennidad.
b. El antiguo testamento se abre a la resurrección
9. El hecho amargo y contundente de la muerte oscureció durante un
tiempo, a causa del pecado, la comprensión plena de las
consecuencias últimas de la fe en el Creador. Pero la reflexión
creyente sobre la muerte, hecha por Israel a la luz de su elección por
Dios, acabó clarificando la relación del Creador con sus fieles más allá
de la muerte. Las promesas de Yahvé a Abraham se cumplirán en
plenitud después de su muerte, pues la alianza establecida con él es
inquebrantable (Cf. Gn 17, 6ss; Rom 11, 29). De la experiencia
liberadora del Exodo Israel aprende que cada vez que es amenazado
en su existencia, puede siempre acudir a Dios, que no le olvida. Job
comprende ya que la comunión con Dios es más fuerte que la
corrupción de la carne (Jb 19, 25-27). Por eso, cuando Israel se
plantea la cuestión de la suerte personal de los que respetan la alianza
incluso a costa de la entrega de la propia vida en el martirio, no le
resulta difícil creer que el Dios de la vida y de la alianza no se deja
ganar en fidelidad por aquellos que le han sido fieles hasta el final: "El
rey del mundo nos resucitará para una vida eterna a nosotros que
hemos muerto por sus Leyes" (2 Mac 7, 9; cf. Dn 12). La esperanza de
los hombres de la Antigua Alianza incluye, pues, la espera confiada en
una vida eterna junto a Dios para aquellos que le han sido fieles; una
vida en la que, por la resurrección, es la misma persona, con su
identidad psicosomática, la que disfruta de esa nueva existencia con
Dios y los suyos.
c.- La base de nuestra fe en la resurrección y en la vida eterna
10. Llegada la plenitud de los tiempos, el Dios de la creación y de la
alianza manifiesta plenamente su identidad como el Amor creador al
resucitar a Jesús de Nazaret, el Crucificado, de entre los muertos. El
anuncio de su resurrección es el acta pública del nacimiento de la fe
cristiana, como se ve en las palabras de Pedro el día de pentecostés:
"A ese Jesús lo resucitó Dios, cosa de la que todos nosotros somos
testigos. Así pues, una vez que ha sido elevado a la derecha de Dios y
ha recibido del Padre la Promesa (el Espíritu Santo), lo ha derramado,
que es lo que vosotros veis y oís" (Hech 2, 32-33). Es lo mismo que
Pablo les recuerda también a los de Corinto, sumándose a la multitud
de los testigos de la resurrección, base de toda su empresa apostólica
(Cf. 1 Cor 15, 1-11). La novedad absoluta de que aquel Crucificado "se
haya dejado ver" (ibid.) vivo ya en nuestra historia, como el Señor
resucitado y glorioso, es la confirmación por el Padre de su misión
divina -acreditada en la obediencia martirial hasta la cruz- y de su
identidad con el Logos eterno de Dios7. El Hijo de Dios, igual que
entregó libremente su vida, tuvo el "poder para recobrarla de nuevo"
(Jn 10, 17-18)8.
11. La resurrección de Jesucristo tiene, por tanto, un lugar central en
el Credo, es como su corazón, situado justo en medio, entre los
artículos primero y último. Tanto aquél como éste han de ser
entendidos desde esa clave de bóveda de la muerte y resurrección del
Señor, es decir, cristológicamente. El Dios creador, el que nos ha dado
el ser y la vida, es el Dios resucitador, el que no quiere que nada de lo
que ha hecho se pierda, muy en especial, la vida de sus fieles, con los
que ha sellado, en la sangre de Jesucristo resucitado, una alianza
eterna. La plenitud de la vida nueva del Resucitado es la garantía de
una vida que vence a la muerte y que, gracias al Espíritu vivificador -a
quien confiesa toda la última parte del Credo- se comunica a cuantos
viven en Cristo por la fe en él: "El que cree en el Hijo tiene vida eterna"
(Jn 3, 36. cf. Rom 8, 11).
Somos cristianos porque, en efecto, insertados "por el agua y el
Espíritu" en el Cuerpo de Cristo, participamos ya de su vida resucitada:
"Habéis resucitado con Cristo" (Col 3, 1); "vivo yo, más no yo; es Cristo
quien vive en mí" (Ga 2, 20). Por eso, "Dios, que resucitó al Señor, nos
resucitará también a nosotros mediante su poder" (1 Cor 6, 14). Como
decía San Agustín: "Cristo ha realizado lo que nosotros esperamos
todavía. Lo que esperamos no lo vemos. Pero somos el cuerpo de la
Cabeza en la que ya es realidad lo que esperamos"9. Así pues, sobre
el cristiano, como sobre Cristo, la muerte no tiene la última palabra; el
que vive en Cristo no muere para quedar muerto; muere para resucitar
a una vida nueva y eterna.
d.- "Estaremos siempre con el Señor"
12. La vida humana tiene, pues, un hacia dónde, un destino que no
se identifica con la oscuridad de la muerte. Hay una patria futura para
todos nosotros, la casa del Padre, a la que llamamos cielo. La
inmensidad de los cielos estrellados que observamos "allá arriba",
desde la tierra, puede sugerir, a modo de imagen, la inmensa felicidad
que supone para el ser humano su encuentro definitivo y pleno con
Dios. Este encuentro es el cielo del que nos habla la Sagrada Escritura
con parábolas y símbolos como los de la fiesta de las bodas, la luz y la
vida.
"Lo que ojo no vio, ni oido oyó, ni mente humana concibió" es "lo que
Dios preparó para los que le aman" (1 Cor 2, 9). No podemos, por eso,
pretender una descripción del cielo. Pero nos basta con saber que es
el estado de completa comunión con el Amor mismo, el Dios trino y
creador, con todos los miembros del cuerpo de Cristo, nuestros
hermanos (singularmente con nuestros seres queridos), y con toda la
creación glorificada. De esa comunión goza plenamente ya quien
muere en amistad con Dios, aunque a la espera misteriosa del "último
día" (Jn 6, 40), cuando el Señor "venga con gloria" y, junto con la
resurrección de la carne, acontezca la transformación gloriosa de toda
la creación en el Reino de Dios consumado (cf. Rom 8, 19-23; 1 Cor
15, 23; Tit 2,13; LG 48-51).
13. Conviene no olvidar que la vida nueva y eterna no es, en rigor,
simplemente otra vida; es también esta vida en el mundo. Quien se
abre por la fe y el amor a la vida del Espíritu de Cristo, está
compartiendo ya ahora, aunque de forma todavía imperfecta, la vida
del Resucitado: "Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único
Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo" (Jn 17, 3). El Papa
Juan Pablo II, al proponer en su carta encíclica Evangelium vitae la
integridad del gozoso mensaje de la fe sobre la vida humana, recuerda
que ésta encuentra su "pleno significado" en "aquella vida 'nueva' y
'eterna', que consiste en la comunión con el Padre" (EV 1). "La vida
que Dios da al hombre es mucho más que un existir en el tiempo" (EV
34). "La vida que Jesús promete y da" es eterna "porque es
participación plena de la vida del Eterno" (EV 37). Al mismo tiempo, el
Papa no deja de señalar que la vida eterna, siendo "la vida misma de
Dios y a la vez la vida de los hijos de Dios" (EV 38), "no se refiere sólo
a una perspectiva supratemporal", pues el ser humano "ya desde
ahora se abre a la vida eterna por la participación en la vida divina"
(EV 37). Todo esto tiene inevitables consecuencias para la relación
entre escatología y ética, entre vida en plenitud y vida en el bien,
relación sobre la que hablaremos más adelante.
e.- El ansia de inmortalidad
14. Nuestra espera de la resurrección y de la vida eterna no se
apoya, en última instancia, en ninguna especulación de la mente ni en
ningún deseo del corazón del hombre. La resurrección y el cielo son
inimaginables e inalcanzables para el ser humano de por sí. Su único
fundamento fiable es el acontecimiento de Jesucristo, en quien Dios
mismo nos abre la posibilidad de una vida resucitada como la suya.
Pero esta esperanza no llega a nosotros como un lenguaje extraño que
no pudiéramos entender; no es algo que nos venga puramente de
fuera. Al contrario, la esperanza cristiana responde de modo
insospechado a la naturaleza propia del ser humano.
En efecto, al hombre le es consustancial la apertura confiada a un
futuro mejor y mayor. Late en él una tenaz tendencia hacia esa plenitud
de ser y de sentido que llamamos felicidad. Nunca se encuentra el ser
humano perfectamente instalado en su finitud: si pretendiera dar por
saciado su apetito de verdad, de belleza y de bien, habría sofocado
todo aliento de humanidad. Por eso ha podido decirse de él que es,
por naturaleza, un "ser proyectado hacia el futuro" o "abierto". Dum
spiro, spero; o lo que es lo mismo: "mientras hay vida hay esperanza".
Lo que significa, a la inversa, que allí donde se deja de esperar, se
comienza a dejar de vivir.
15. La historia de las religiones atestigua el hondo arraigo de esta
dimensión esperante en los hombres de todas las épocas y de todas
las culturas, pues, sabiéndose mortales, los seres humanos no han
aceptado que la muerte fuera su último destino; habiendo
experimentado muchas veces la precariedad de sus proyectos, nunca
han dejado de planear y esperar un futuro mejor; conscientes de su
finitud y relatividad, jamás han dejado de aspirar a ser tratados no
como cosas, sino como fines absolutos. Esta paradójica polaridad de la
conciencia y del ser del hombre condujo a los griegos a verle como
trágicamente escindido entre una existencia terrena y un destino
celeste, y a las grandes religiones orientales, a subsumirle en el seno
de los procesos recurrentes de la naturaleza.
16. Con el cristianismo, la encarnación del Verbo ha esclarecido el
misterio del ser humano: la fragilidad e incluso la maldad de los logros
de los hombres no es impedimento para que Dios haga venir a esta
historia su Reino; la finitud y relatividad propia de todo lo humano, es
transcendida al ser habitada por el Dios infinito que se comunica
libremente a sí mismo en la misma carne de los mortales. Los Padres
de la Iglesia hablaron de la "divinización" del ser humano como don de
Dios, el cual, en Jesucristo, le hace partícipe de su misma vida
divina10.
Siendo, pues, connatural al hombre el esperar siempre algo, incluso
más allá de la muerte, y el no desesperar nunca del todo, la esperanza
cristiana es afín a ese modo de ser básico de la condición humana,
que recibe de ella un esclarecimiento definitivo. Por eso, al dar razón
de nuestra esperanza (cf. 1 Pe 3, 15), desvelamos para todos nuestros
hermanos los hombres una oferta de sentido y un horizonte último de
expectación que colma, en medida insospechada, el dinamismo de
deseo y de esperanza alojado en lo más íntimo del ser humano.
III
ALGUNOS DESAFÍOS A LOS QUE SE ENFRENTA HOY
LA ESPERANZA CRISTIANA
a. La reencarnación es incompatible con la fe en la
resurrección
17. Queremos fijar ahora nuestra atención en algunos fenómenos
particulares de nuestro tiempo que afectan a determinados contenidos
concretos de la esperanza cristiana: el nuevo atractivo que parece
presentar la idea de la reencarnación, opuesta en cuestiones
fundamentales a la fe en la resurrección y en la vida eterna; los
fenómenos del prometeísmo y del cinismo ético, que tienden a cegar
en algunos de nuestros contemporáneos las verdaderas fuentes de la
esperanza; el miedo a la libertad, que amenaza con despojar a la vida
humana de su verdadero carácter de suprema decisión entre salvación
y perdición; y la tendencia a ocultar o ignorar la muerte, que aparta la
mirada de las gentes de su condición y destino últimos.
18. Las encuestas sobre opiniones y creencias vigentes hoy en las
sociedades occidentales coinciden en señalar el retorno de la idea de
la reencarnación. Aparece con diversas variantes y adaptada a la
mentalidad evolucionista moderna, pero, en todo caso, con la
pretensión de ofrecer una respuesta más racional y válida que la fe
cristiana en la resurrección o que cualquier otra forma de esperanza en
la victoria sobre la muerte.
Esta vuelta de antiquísimas ideas sobre la vida y el destino del
hombre, rechazadas por la Iglesia como contrarias a su fe y a su
esperanza11, no deja también de ser ocasión para hacernos
recapacitar.
- Las ideas reencarnacionistas y la sed de eternidad
REENCARNACIÓN
19. Ante todo, hemos de pensar que si algunos de nuestros
contemporáneos parecen dispuestos a aceptar de nuevo antiguas
ideas que parecían ya superadas, es porque, hoy igual que ayer, el ser
humano sigue estando necesitado de una respuesta a su pregunta por
la brevedad y la precariedad de esta vida. La sed de eternidad, la
convicción de que esta etapa mortal de la vida no puede ser la
definitiva, está tan arraigada en el ser humano que, cuando las
personas no se encuentran en la fe con Jesucristo, en quien la
naturaleza humana ha sido realmente asumida en la vida eterna de
Dios, se entregan a las promesas y a las propuestas con las que las
modas pretenden saciar aquella sed. Por eso, el cultivo y el anuncio de
nuestra fe en Jesucristo resucitado y en la vida eterna es una gozosa
responsabilidad de cada uno de nosotros y de toda la Iglesia, que
responde perfectamente -como acabamos de recordar- a la demanda
de esperanza que se expresa también en el equivocado recurso de
algunos de nuestros contemporáneos a la idea de la reencarnación.
20. Además, también hay un elemento de verdad en la insistencia de
ciertas ideas reencarnacionistas en que la brevedad de esta vida
exige, a veces, una etapa ulterior de reparación o purificación. Es
cierto que, en algunas corrientes neognósticas12 contemporáneas, las
etapas y ciclos de la vida humana en diversos cuerpos son postuladas
desde una mentalidad prometeica que apunta a una salvación
autónoma del ser humano, entendida como un proceso, para cuyo
desarrollo pleno no bastaría la unicidad improrrogable de una
existencia temporal. No cabe duda de la incompatibilidad de esta
mentalidad con la fe cristiana, pues en ella no hay lugar ni para la
única mediación salvífica de Cristo, ni para la gracia que nos salva, ni
para el peso real de eternidad que tienen las decisiones libres de los
hombres.
Sin embargo, estos mismos errores pueden ayudarnos a recapacitar
sobre el lugar que ocupa en nuestro cultivo y anuncio de la fe en la
vida eterna la doctrina de la Iglesia sobre la purificación posterior a la
muerte, o del purgatorio. La existencia de una "eventual purificación
previa a la visión de Dios"13 presupone, en efecto, que el curso de la
vida mortal puede llegar a su término sin que sea posible alcanzar
inmediatamente la plena comunión con Él. El justo experimenta
entonces una purificación pasiva. No es él quien sigue activamente
recomponiéndose en otra vida reencarnada, como piensan
equivocadamente los modernos gnosticismos. Es la misma potencia del
amor de Dios la que, al presentársele de una manera definitiva y
suprema como "llama de amor viva"14, purifica a quien ha muerto en
amistad con Él de todas las imperfecciones procedentes todavía del
pecado15.
- La reencarnación contradice el ser personal
21. Las modernas ideas reencarnacionistas no dejan lugar para la
gracia de Dios, la única capaz de redimir al pecador y de purificar al
justo, porque son incompatibles de raíz con la fe en que el mundo y el
hombre son creación de Dios en Cristo. El ser humano, en efecto, ha
sido creado a imagen y semejanza de Dios. Por eso ni una ni mil
"reencarnaciones" bastarían de por sí para conducirle a su plenitud. No
es el esfuerzo por salvarse a sí mismo lo que plenifica al ser humano.
Pues es Dios mismo, su vida eterna gratuitamente compartida con sus
criaturas capaces de diálogo personal con él, la que constituye la
verdadera plenitud del hombre.
Y Dios llama a la comunión de vida con él no sólo a "una parte" del
hombre, sino a su criatura entera, en su unidad indivisible. No es
compatible con la antropología cristiana pensar que el ser humano
consista propiamente en un alma migratoria que peregrina de cuerpo
en cuerpo, llamada ella sola a la plenitud. Esta concepción comporta
un desprecio de la realidad corporal creada por Dios en el espacio y en
el tiempo: está lastrada por antiguas visiones dualistas del mundo que
la Iglesia ha rechazado por comprometer la bondad de la única
creación del único Dios16. El ser humano existe más bien como "uno
en cuerpo y alma"17, con un alma creada directamente por Dios, la
cual es la forma sustancial y única de un cuerpo también creado bueno
por Dios18. En esta unidad creatural el hombre es imagen de Dios,
interlocutor suyo para siempre, partícipe de su misma vida y libertad, y,
por eso, persona.
22. También la Iglesia habla del "alma" inmortal19, para expresar que
después de la muerte de cada hombre "susbsiste el mismo 'yo'
humano, aun careciendo por el momento del complemento de su
cuerpo"20. Pero este lenguaje, "indispensable para sostener la fe de
los cristianos"21, no debe ser entendido nunca de manera dualista; ha
de ir siempre unido a la proclamación de la fe en la resurrección de la
carne, en la que se expresa en su plenitud la esperanza cristiana:
todos "resucitarán con los propios cuerpos que ahora tienen"22. El
cuerpo, la carne, es decir, la dimensión de la persona en el tiempo y el
espacio que la relaciona con su entorno, con su mundo natural y
social, también es creación de Dios, y también será transformado (cf. 1
Cor 15, 42-44) y asumido en la vida eterna de Dios (cf. 1 Cor 15,
53)23. Será "en el último día", cuando Dios lo sea todo en todos (cf. 1
Cor 15, 28). Cada ser humano, muerto en el Señor, aguarda de
manera misteriosa, pero participando con su propio "yo" de la vida de
Dios, ese momento de la glorificación de la creación entera en el Reino
de Dios consumado (cf. Rom 8, 21ss)24. Esta dimensión comunitaria y
cósmica de la esperanza escatológica cristiana, que va unida a la fe en
la resurrección de la carne, está también ausente del esquema de
pensamiento reencarnacionista.
b.- Ciudadano del cielo que construyen la ciudad terrena
23. La comunión de vida con el Cristo resucitado, ya realmente
incoada en el creyente por la fe y los sacramentos, es el fundamento
de la esperanza cristiana en la resurrección de la carne y la vida
eterna. A su vez esa comunión y esa esperanza son el fundamento del
modo nuevo de vivir propio de los cristianos, es decir, tanto de su
visión del mundo y de la historia, como del aliento ético de una
existencia comprometida en el ejercicio de la caridad y de la justicia.
24. En cambio, los humanismos laicistas del siglo XIX sostuvieron que
"la religión, por su propia naturaleza, es un obstáculo" para la
liberación económica y social, "porque al orientar el espíritu humano
hacia una vida futura ilusoria, apartaría al hombre del esfuerzo por
levantar la ciudad temporal"25. Así recoge el Concilio, en su
Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual, una objeción a la que
fue muy sensible y a la que dio respuesta repetida y cumplida26. Que
"la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien
avivar la preocupación por perfeccionar esta tierra"27, es algo que tal
vez vuelva a resultar más comprensible a nuestros contemporáneos.
Hoy, en efecto, la fuerza de los hechos ha ido haciendo perder
virulencia a aquellas visiones reductivas del hombre y de la historia que
dejaban altaneramente "el cielo para los gorriones" y reservaban la
tierra para una humanidad concebida como única dueña y señora de
sus destinos. Las utopías que pretendieron construir la ciudad terrena
sin el cielo, o incluso contra él, han dado paso a una extendida
desesperanza: son cada vez menos los que confían con ingenua
certeza que el futuro que la humanidad pueda construir, con denodado
esfuerzo prometeico, vaya a ser indefectiblemente mejor que lo
construido hasta hoy entre injusticias, violencias y fracasos de todo
tipo. Las grandes utopías inmanentistas han entrado en crisis dejando
tras de sí un amplio campo a la desesperanza; y, con la desesperanza,
al cinismo ético, que establece, consciente o inconscientemente, el
provecho propio de los individuos y de los grupos como criterio último
de la conducta humana.
Es el momento de recordar que no es posible una cimentación sólida
de la moralidad cuando se marginan y olvidan aspectos centrales de la
verdad sobre el hombre, como es su dimensión escatológica. No cabe
duda de que todo hombre es capaz de distinguir el bien del mal gracias
a la luz de la razón28. Pero "una ética altruista es difícilmente
sostenible, de manera general y permanente, sin la fe en el Dios de
Jesucristo, que es Amor. En cambio, una ética del servicio incondicional
a los hermanos es la forma normal de realización moral cristiana.
Porque Alguien ha muerto por nosotros y de esa muerte ha brotado
vida nueva, nosotros podemos vivir y morir con nuestros hermanos y
por ellos."29
25. La conexión indisoluble entre escatología y ética, entre finalidad
última y razón del ser y del deber ser de la vida humana, está
abundantemente testimoniada en el Nuevo Testamento (cf. 1 Cor 7,
29ss; Flp 3, 13ss; 1 Pe 4, 7ss; 2 Pe 3, 11ss) y en la tradición patrística
y teológica30. No puede ser de otro modo: quien no vive esclavo de la
muerte, porque su vida goza de una dimensión de eternidad, es capaz
de empeñar la existencia confiado en el futuro, pues sabe que "ni la
muerte ni la vida (...) ni criatura alguna podrá separarnos del amor de
Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro" (Rom 8, 38-39).
Con su esperanza escatológica, el cristiano está habilitado para
percibir los valores morales en un horizonte de ultimidad: es capaz de ir
haciendo entrega diaria de su vida al servicio de esos valores, sin
excluir ni siquiera una entrega hasta la sangre, martirial. Y lo hace lleno
de profundo gozo, asumiendo las variadas experiencias de éxito y de
fracaso en las que se va tejiendo su proceso de conformación con
Cristo; siendo consciente de que, igual que a su Señor crucificado, no
le serán ahorrados ni el sufrimiento ni las negatividades de la
existencia. No profesa, por eso, ningún vacuo optimismo histórico, pues
conoce las limitaciones de todo proyecto intramundano. Pero está
también muy lejos de ignorar que esta historia nuestra es el crisol en el
que se fragua un destino eterno; en medio de sus lados oscuros e
ingratos, la realidad se le ofrece como digna de crédito no
precisamente en virtud de los meros poderes humanos, sino del Amor
providente, creador, redentor y consumador de este mundo.
26. La regeneración de la vida social no puede hacerse sin una
adecuada constitución del sujeto moral. Es necesario que cada
persona abra su existencia a la dimensión última de su vida, que es la
vida en comunión con Dios, para que todas sus potencialidades
morales entren realmente en ejercicio. Es verdad que hay que
distinguir entre el ámbito de la fe y el de la vida pública. La confusión
de estas dos realidades lleva a soluciones integristas en la
organización de la vida social que son incompatibles con la verdadera
tradición cristiana31. Pero no es correcto establecer una separación tal
entre el ámbito de lo público y el de la conciencia personal que se
llegue a suponer que las normas que rigen la vida social son de un
orden totalmente diverso de las que rigen la vida personal. El bien
común, norma suprema de la vida social, es el bien de las personas
que componen el cuerpo social. Dicho bien común no podrá ser, pues,
realmente tal si no responde, al menos en lo que toca a los derechos
fundamentales, a la verdad integral de las personas. Y, a la inversa, no
será fácil buscar eficazmente el bien común, si las personas se cierran
a alguna de sus dimensiones fundamentales, como es la de su
esperanza en Dios y en la vida eterna32.
c.- La libertad humana
27. No se puede entender el régimen de gracia querido por Dios
para su creación si no se toma realmente en serio el misterio de la
libertad. La oferta de salvación contenida en el mensaje evangélico
supone la respuesta libre de sus destinatarios; sin esta respuesta,
dicha oferta caería en el vacío. El ser humano tiene, pues, la
capacidad de acoger libremente la oferta de comunión de vida con
Dios. Pero ello significa, a la vez, que está capacitado también para
rechazarla. Lo cual quiere decir que es necesario contar con la
posibilidad real de la perdición eterna. Tal posibilidad no reposa, pues,
sobre la voluntad de Dios, que "quiere que todos los hombres se
salven" (1 Tim 2, 4), sino sobre la libertad del hombre.
28. El hombre moderno ha valorado tanto la libertad que ha llegado
a caer en la absurda exageración de pretender hacer de ella un
absoluto, erradicándola de "su relación esencial y constitutiva con la
verdad."33 Pero, "paralelamente a la exaltación de la libertad, y
paradójicamente en contraste con ella, la cultura moderna pone
radicalmente en duda esta misma libertad"34. El escepticismo frente a
la real capacidad humana para la libertad se debe tanto a una
valoración exagerada de los descubrimientos de las ciencias humanas
sobre los condicionamientos de todo tipo en los que se desarrolla la
vida del hombre, como a un curioso fenómeno de reacción frente a la
absolutización de la libertad que se manifiesta en el llamado "miedo a la
libertad". No son pocos hoy quienes no creen en el libre albedrío del
ser humano o quienes consideran que las opciones y decisiones por él
tomadas son en realidad insignificantes. De aquí que la doctrina de la
Iglesia referente a la posible frustración total de la vida en virtud de un
mal uso de la libertad resulte para algunos especialmente difícil de
comprender y de aceptar.
29. Sin embargo, la existencia de esa real posibilidad de perdición,
es decir, del infierno, nunca ha sido puesta en duda por la Iglesia35.
También el Concilio Vaticano II exhorta a la vigilancia para que
podamos llegar a participar de la gloria de Dios y no "ir, como siervos
malos y perezosos (cf. Mt 25, 26), al fuego eterno (Mt 25, 41), a las
tinieblas exteriores, donde habrá llanto y rechinar de dientes (Mt 22, 13
y 25, 30)."36 Estas serias advertencias del Señor, y otras que el
Concilio no recoge aquí, han movido siempre a la Iglesia a rechazar
una supuesta certeza de la salvación final de todos. Tal certeza
implicaría, en efecto, introducir un automatismo en la esperanza de la
salvación que desposeería al ser humano, interlocutor libre de Dios, de
su genuina responsabilidad. Lo que es un diálogo de dos libertades,
diversas, pero reales (la divina y la humana) quedaría de ese modo
convertido en el monólogo de una única libertad: la divina.
Pero aunque sea temeraria la certeza, es segura, en cambio, la
esperanza. Confiados en la sobreabundacia de la gracia salvadora de
Cristo (cf. Rom 5, 15-21), los cristianos no sólo podemos, sino que
debemos esperar la salvación de todos y orar por ella. De hecho el
Magisterio de la Iglesia, al tiempo que enseña inequívocamente la
doctrina del infierno, y que confirma la participación de algunos de
nuestros hermanos en la gloria -los santos-, nunca ha declarado que
alguien se haya condenado. Lo cual no nos da derecho a pensar que
no pueda darse en absoluto la condenación, disolviendo la realidad de
una posible respuesta negativa del hombre al amor de Dios. Por eso,
no nos ayudan especulaciones como la teoría de la apocatástasis37 o
la de la aniquilación38. El mensaje de la fe nos invita más bien a la
vigilancia seria y a la esperanza gozosa.
"El que me rechaza y no sigue mis palabras, ya tiene quien lo
condene: la palabra que yo he hablado, ésa le condenará en el último
día" (Jn 12, 48). El juicio divino condenatorio no lo decide Aquel que ha
venido a salvar, no a condenar (cf. Jn 12, 47); lo decide una posible
repulsa humana a la oferta salvífica39. La antropología cristiana
afirma, pues, vigorosamente el carácter personal del hombre y su
condición de interlocutor libre de Dios, cosas ambas que resultan
insostenibles allí donde se ignora o trivializa la capacidad de quien es
imagen de Dios para optar libremente incluso por la negación del Amor
creador.
d. "¿Dónde queda, muerte, tu victoria?"
30. La muerte es ciertamente el "último" enemigo del hombre (cf. 1
Cor 15, 26). Aguarda siempre en el horizonte de la vida e introduce en
ella una dimensión de incertidumbre y, al mismo tiempo, de gravedad.
No es extraño que cuando no se puede ver en la muerte más que el
final de nuestra existencia, su presencia resulte inquietante e incluso
desesperante. De hecho, nuestra sociedad tiende a ocultar, a convertir
en tabú el hecho de la muerte.
La fe nos ofrece una inestimable ayuda para afrontar con realismo y
esperanza nuestro destino mortal. La piedad cristiana no ha tenido
nunca dificultad incluso en proponer la meditación de la muerte
("acuérdate que has de morir") como un medio de maduración en la
libertad. "La realidad de la muerte exige que nos decidamos en cada
momento. A la luz de la muerte el creyente descubre el sentido de la
vida."40 Saber entregar confiadamente la vida en manos de Dios es el
acto supremo de la libertad humana.
Pero el arte de morir presupone que se ha vivido ejercitándose en la
sabiduría cristiana de la esperanza. "Toda nuestra ciencia consiste en
saber esperar."41 Así expresa un joven místico de nuestros días el
secreto de la vida cristiana: saber esperar el encuentro con el Amor
vencedor de la muerte. Eso es lo que nos permite vivir con verdadera
libertad y fraternidad la vida y la muerte.
IV
CONCLUSION:
ANUNCIEMOS CON LA VIDA AL VENCEDOR DE LA
MUERTE
31. Hemos querido volver a exponer los fundamentos de la
esperanza cristiana en la resurrección y en la vida eterna, junto con las
respuestas que desde ella se obtienen para algunos problemas de
nuestro tiempo. No podemos dejar languidecer la esperanza. Es
urgente que aprendamos de nuevo esta "ciencia" fundamental del
esperar. Nuestras comunidades cristianas serán de este modo
verdadera sal de la tierra en medio de una sociedad muy
deseseperanzada y desmoralizada.
Tenemos entre nosotros a los verdaderos expertos en la ciencia de
la esperanza: son los santos. La vocación cristiana es vocación a la
santidad. Y la santidad es la realización y el disfrute anticipado de los
bienes futuros. Los santos son la transparencia de la vida eterna; su
vida proyecta ya en este tiempo de nuestra vida en la historia la
eternidad todavía no alcanzada. Ellos nos ayudan a recordar que
nuestra existencia cristiana es una existencia escatológica, abierta
hacia lo alto. Quien ha hecho en verdad la experiencia de la vida nueva
de Cristo resucitado puede también hacer suyas -como los santos- las
palabras del Apóstol: "estimo que los sufrimientos del tiempo presente
no son nada comparados con la gloria que se ha de manifestar en
nosotros" (Rom 8, 18).
32. En nuestro caminar hacia la patria del cielo contamos
especialmente con la presencia maternal de María. Ella, "la Madre de
Jesús, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es la imagen y
comienzo de la Iglesia que llegará a su plenitud en el siglo futuro.
También en este mundo, hasta que llegue el día del Señor (cf. 2 Pe 3,
10), brilla ante el Pueblo de Dios en marcha, como señal de esperanza
cierta y de consuelo."42 Por eso la invocamos como "madre de la
esperanza" y "causa de nuestra alegría".
La presencia de María adquiere una particular significación en el
tiempo litúrgico del Adviento, en el que la Iglesia revive con ella la
espera gozosa del Salvador. Además, el Papa ha comparado estos
años que quedan de siglo con el tiempo del Adviento, un tiempo de
arrepentimiento y de esperanza, en el que nos disponemos, ya desde
ahora, para el Gran Jubileo del año 2000, que ha de ser un encuentro
renovado con "Aquel que era, que es y que viene constantemente" (Ap
4, 8). 43
Por medio de María, pedimos al Señor de la gloria que nuestra vida,
junto con nuestra palabra, dé verdaderamente razón de nuestra
esperanza (cf. 1 Pe 3, 15). Ofrecida con la modestia y el
convencimiento de la vida misma a nuestros hermanos, esa esperanza
será la mejor contribución a la construcción de una sociedad cada vez
más habitable, más cercana al Reino de Dios que esperamos y por
cuya venida oramos siguiendo la eseñanza del Salvador.
Madrid, 26 de noviembre de 1995
Solemnidad de Jesucristo, Rey del universo
Ricardo Blázquez Pérez, Obispo de Bilbao,
Presidente de la C.E. para la Doctrina de la Fe
Jose Manuel Estepa, Arzobispo Castrense
Antonio Palenzuela, Obispo emérito de Segovia
Antonio Cañizares, Obispo de Avila
Francisco Javier Martínez, Obispo auxiliar de Madrid
Rafael Palmero, Obispo auxiliar de Toledo
Juan A. Martínez Camino, Secretario
* * * * *
NOTAS FINALES
1. Conferencia Episcopal Española, Intruc. past. "La verdad os hará libres"
(22.XI.1990) 49, 5.
2. La fe en la vida eterna basada en el misterio pascual de Cristo, es decir, en
que "si morimos con Él, viviremos con Él" (2 Tim 2, 11).
3. Misal Romano, Plegaria eucarística IV.
4. Prometeo, que, según la mitología griega, robó el fuego de los dioses y
sufrió por ello duro castigo, suele ser tomado como símbolo de la actitud trágica
de quienes creen que se pueden salvar a sí mismos por medio de grandes obras
supuestamente autosuficientes.
5. La apocalíptica se imaginaba un cambio de época en la historia del mundo
por intervención directa de Dios. La escatología cristiana espera que la creación
será transformada y asumida en la vida misma de Dios. En uno y otro caso el fin
de la historia es algo muy distinto que simple agotamiento o aniquilación.
6. Cf. Pablo VI, Exhort. Apost. Gaudete in Domino, 6-8.
7. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 653.
8. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 649.
9. Enarr. in Psalm. 85, CCL 39, 1176-77.
10. Cf. S. Juan Damasceno, De fide ortodoxa, 4, 13: "El Hijo de Dios se hizo
partícipe de nuestra pobre y enferma naturaleza a fin de hacernos a nosotros
partícipes de su divinidad."
11. Cf. Concilio Vaticano II, Const. Lumen gentium, 48, donde se habla de "la
única carrera que es nuestra vida en la tierra (cf. Heb 9,27)."
12. El gnosticismo, concepción del mundo que ya desde la época apostólica se
manifestó como especulación poco respetuosa de la concreta revelación histórica
de Dios en Jesucristo, se caracteriza, entre otras cosas, por presentarse como un
saber "espiritual" para el que lo material y lo corporal no es más que un lugar de
paso y un lastre del que el hombre podría y tendría que liberarse totalmente. Hoy
vuelven concepciones semejantes, por lo general impregnadas de prometeísmo
moderno.
13. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Recentiores episcoporum
Synodi (17.V.1979) 7. Cf. Concilio de Trento, Decreto Cum hoc tempore, sobre la
justificación, canon 30 y Concilio Vaticano II, Constitución Lumen gentium, 51.
14. Cf. S. Juan de la Cruz, Obras Completas, B.A.C., Madrid 1982, 40.
15. Por eso hay que insistir en que esta purificación es "del todo diversa del
castigo de los condenados": Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta
Recentiores episcoporum Synodi, 7. El purgatorio no es una situación intermedia
entre el cielo y el infierno, sino más bien una introducción purificatoria para el
cielo.
16. El Sínodo de Constantinopla del año 543 condenaba las doctrinas
origenistas sobre la preexistencia de las almas, que por sus pecados habrían
sido después arrojadas a los cuerpos (cf. DS 403). Lo mismo rechaza el primer
Concilio de Braga (561) frente al priscilianismo (cf. DS 456).
17. Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 14.
18. Cf. Pío XII, Enc. Humani generis, 29 (DS 3896) y Concilio de Vienne, Const.
Fidei catholicae (DS 902).
19. Cf. Concilio Lateranense V (DS 1440)
20. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Recentiores episcoporum
Synodi, 3.
21. Ibid.
22. Concilio Lateranense IV, Professio fidei (DS 801)
23. Expresión de esta convicción de fe es el modo como "la Iglesia honra en las
exequias el cuerpo del difunto, porque ha sido instrumento del Espíritu Santo y
está llamado a la resurrección gloriosa" (Ritual de Exequias, Coeditores
Litúrgicos, 1989, n. 18; cf. también 19 y 49).
24. Cf. Benedicto XII, Const. Benedictus Deus (DS 1000).
25. Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 20, 2.
26. Cf. Gaudium et spes, 21, 3; 34, 3; 39, 2.3; 43, 1; 57, 1.
27. Gaudium et spes, 39, 2.
28. Cf. Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 40 y 42.
29. Conferencia Episcopal Española, Instr. past. "La verdad os hará libres", 48,
4.
30. S.S. el Papa Juan Pablo II lo ha subrayado de nuevo en Veritatis splendor,
12 y Evangelium Vitae, 37-38.
31. Cf. Juan Pablo II, Discurso ante el Parlamento Europeo (11.X.1988), n¦ 10,
Ecclesia (1988) 1546-1549.
32. Cf. Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 101 y Evangelium Vitae, 69-71.
33. Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 4.
34. Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 33.
35. Cf. Denzinger-Sch÷nmetzer, Enchiridion symbolorum, definitionum et
declarationum, 15, 76, 801, 839, 859, 1002, 1306.
36. Const. Lumen gentium, 48, 4.
37. Los defensores de la apocatástasis aseguran que la misericordia infinita de
Dios acabará por reconciliar a todos en la eternidad, haciendo desaparecer todo
rastro de mal y de pecado. Es una especulación antigua, sin base en la
revelación, que ha sido rechazada como herética por el Magisterio de la Iglesia (cf.
DS 411, 801, 1002).
38. La muerte de los pecadores, según especulan algunos, significaría para
ellos la aniquilación total, el volver a la nada; con lo cual se excluye la posibilidad
real de la condenación eterna.
39. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 678-679.
40. Conferencia Episcopal Española, "Ésta es nuestra fe". Catecismo III de la
comunidad cristiana, Madrid 1986, 205.
41. Hermano Rafael (Bto. Rafael Arnáiz Barón), Obras Completas, Burgos/San
Isidro de Dueñas 1988, n¦ 484.
42. Concilio Vaticano II, Const. Lumen gentium 68. Cf. Const. Sacrosanctum
Concilium 103.
43. Cf. Juan Pablo II, Exhort. Apost. Tertio millennio adveniente, 20.