Entendiendo la Biblia Una útil guía para conocer más a fondo el modo de obtener provecho de la lectura bíblica. |
1. La Biblia, Libro abierto
Nuestra época es testigo de un interés extraordinario por conocer la Palabra de
Dios. Se multiplican las ediciones de la Biblia, se escriben comentarios, se
celebran sesiones de estudios, cada vez se quiere conocer mejor los libros
sagrados...
Este interés llama más la atención porque sigue a una época en la que la Biblia
parecía un libro prohibido. En realidad, nunca ha sido un libro prohibido. Nadie
puede prohibir a Dios que hable, ni que conozcamos lo que Dios ha dicho.
Pero durante tiempo nos hemos mantenido muy alejados de la Biblia.
Como en tantas otras cosas, hemos sido víctimas de las circunstancias. La
Reforma luterana usó y abusó de la Biblia. Sometida al libre examen de cada uno,
sirvió para justificar doctrinas que nunca en ella se habían escrito. Esto fue
ocasión para que el Magisterio de la Iglesia exigiese una serie de condiciones
para la lectura de la Biblia, que pudiesen inmunizar de errores al lector. La
consecuencia fue que la Biblia apenas se leía. Así se evitaban falsificaciones,
mutilaciones y torcidas interpretaciones. Pero el pueblo cristiano se veía
privado del contacto directo con la Palabra de Dios.
Hoy la Biblia ha pasado a un primer plano.
Vamos a intentar una aproximación a la Biblia, llevados de la mano de la
Constitución sobre la Divina Revelación, del Concilio Vaticano II.
2. Dios habla a los hombres
Dios quiso, con su bondad y sabiduría, revelarse a sí mismo y manifestar el
misterio de su voluntad: por Cristo, la Palabra hecha carne, y con el Espíritu
Santo, pueden los hombres llegar hasta el Padre y participar de la naturaleza
divina. En esta Revelación, Dios invisible, movido de amor, habla a los hombres
como amigos trata con ellos para invitarlos y recibirlos en su compañía.
La Revelación se realiza por obras y palabras intrínsecamente ligadas; las obras
que Dios realiza en la historia de la salvación manifiestan y confirman la
doctrina y las realidades que las palabras significan; a su vez, las palabras
proclaman las obras y explican su misterio. La verdad profunda de Dios y de la
salvación del hombre que transmite dicha revelación resplandece en Cristo,
mediador y plenitud de toda revelación.
Div. Rev., 2.
-Dios intenta en la revelación, ante todo, la manifestación del misterio de
salvación realizado en Cristo. Ninguna realidad de este mundo es objeto de una
enseñanza divina, dada por modo de revelación, si no es desde el punto de vista
de su relación con la revelación de este misterio de salvación en Cristo. Éstas
son las enseñanzas que deben buscarse en la Escritura Sagrada. En ella no hay
ninguna verdad divinamente garantizada más que en los puntos que a ésta se
refieren; fuera de sí, no aporta enseñanza alguna positiva que exija de nuestra
parte una adhesión de fe.
-Dios nos habla como amigos. Con profunda intimidad y con progresiva lentitud.
El Antiguo Testamento fue una lenta preparación hasta que llegó la plenitud
total en Cristo. Incluso la revelación, ya acabada, ha de ser todavía
explicitada en la Iglesia e interpretada en su tradición bajo la acción del
Espíritu Santo, que lleva a los hombres a la entera verdad (Jn 16,13). El
contenido positivo de cada texto debe, por lo tanto, ser apreciado en una
perspectiva dinámica. La verdad de cada texto debe entenderse teniendo en cuenta
el conjunto de la revelación y su carácter progresivo.
-La Biblia, pues, debe entenderse en su totalidad, pues sólo así tiene verdadero
sentido. No podemos quedarnos en unas creencias de unos tiempos anteriores a
Cristo, ciertamente manifestadas en la Biblia, pero tendentes a una
manifestación ulterior más plena. Como tampoco es lícito citar simplemente una
frase aislada de contexto para demostrar una cuestión que nos interesa.
-Dios se revela no sólo con palabras, sino también con obras, en una plena e
intrínseca dependencia de unas y otras. Lo más característico de nuestra
revelación cristiana es que Dios ha entrado en nuestra historia.
3. Respuesta a la revelación: la Fe
Cuando Dios revela, el hombre tiene que someterse con la fe. Por la fe el hombre
se entrega entera y libremente a Dios, le ofrece el homenaje total de su
entendimiento y voluntad, asintiendo libremente a lo que Dios revela. Para dar
esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos
ayuda, junto con el auxilio del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige
a Dios, abre los ojos del espíritu y concede a todos gusto en aceptar y creer la
verdad. Para que el hombre pueda comprender cada vez más profundamente la
revelación, el Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe con sus dones.
Div. Rev., 5.
-La respuesta a la Revelación es la fe, que se define como " entrega entera y
libre a Dios". El diálogo iniciado se convierte en verdadero encuentro entre
personas. Esto es lo más característico de la fe cristiana, cuyo fundamento
esencial no se encuentra en la aceptación de unas verdades, sino en la
aceptación personal que lleva como consecuencia la admisión de unas verdades. No
es, por tanto, la fe cristiana "creer que existe algo", sino abrirse
profundamente a una relación personal con Dios que se nos comunica. No ofrecemos
a Dios en el acto de fe una adhesión intelectual, sino una total aceptación
personal; es el hombre entero que se ofrece a Dios.
-Con ese espíritu de fe debemos acercarnos a la lectura de la Biblia. En nada se
parece a la actitud meramente apologética, que busca y rebusca en la Biblia unas
frases con las que demostrar unas verdades, o para arrojarlas en la cara a los
que consideramos "enemigos".
4. Escritura, Tradición y Magisterio.
La Tradición y la Escritura están estrechamente unidas y compenetradas; manan de
la misma fuente, se unen en un mismo caudal, corren hacia el mismo fin. La
sagrada Escritura es la Palabra de Dios, en cuanto escrita por inspiración del
Espíritu santo. La Tradición recibe la Palabra de Dios, encomendada por Cristo y
el Espíritu Santo a los Apóstoles, y la transmite íntegra a sus sucesores; para
que ellos, iluminados por el Espíritu de la verdad, la conserven, la expongan y
la difundan fielmente en su predicación. Por eso la Iglesia no saca
exclusivamente de la Escritura la certeza de todo lo revelado. Y así ambas se
han de recibir y respetar con el mismo espíritu de devoción.
La Tradición y la Escritura constituyen el depósito sagrado de la Palabra de
Dios, confiado a la Iglesia. Fiel a dicho depósito, el pueblo cristiano entero,
unido a sus pastores, persevera siempre en la doctrina apostólica y en la unión,
en la Eucaristía y la oración, y así se realiza una maravillosa concordia de
Pastores y fieles en conservar, practicar y profesar la fe recibida.
El oficio de interpretar auténticamente la Palabra de Dios, oral o escrita, ha
sido encomendado únicamente al Magisterio de la Iglesia, el cual lo ejercita en
nombre de Jesucristo.
Pero el Magisterio no está por encima de la Palabra de Dios, sino a su servicio,
para enseñar puramente lo transmitido, pues por mandato divino y con la
asistencia del Espíritu Santo, lo escucha devotamente, lo custodia celosamente,
lo explica fielmente; y de este depósito de la fe saca todo lo que propone como
revelado por Dios para ser creído.
Así, pues, la Tradición, la Escritura el Magisterio de la Iglesia, según el plan
prudente de Dios, están unidos y ligados, de modo que ninguno puede subsistir
sin los otros; los tres, cada uno según su carácter, y bajo la acción del único
Espíritu Santo, contribuyen eficazmente a la salvación de las almas.
Div. Rev., 9 y 10.
La Revelación de Dios tiene un destino universal en el espacio y en el tiempo,
en estrecha vinculación con la universalidad y continuidad de la comunidad
creyente, que es "sacramento de salvación" para la humanidad entera.
El mensaje de salvación, preparado y prefigurado en Israel como antiguo Pueblo
de Dios, se hizo eficazmente presente en el misterio de Cristo, y pasa a través
de los Apóstoles al nuevo Pueblo elegido en Cristo.
La Revelación sigue el mismo proceso histórico que la historia de salvación.
Lograda su plenitud con la venida de Cristo y consumado el misterio de Cristo
con su glorificación y con la misión del Espíritu de la verdad, esta revelación
se continúa en el seno de la comunidad creyente por la predicación y la fe en
primer lugar, y después por su consignación escrita en la Escritura, como libro
de la comunidad eclesial y en unión indisoluble con la Tradición oral.
El binomio Revelación-comunidad creyente radica en la constitución y existencia
misma de ambas realidades. El nacimiento del Pueblo de Dios, tanto en la Antigua
como en la Nueva Alianza, manifiesta una serie ininterrumpida de vínculos de
dependencia con el constituirse mismo de la revelación y con su desarrollo
progresivo a lo largo de la historia de la salvación.
El Pueblo de Dios recibe su existencia en la revelación, y la revelación supone
necesariamente el Pueblo de Dios, que la recibe y transmite vitalmente en su
peregrinar histórico. La Iglesia no puede existir sin la revelación, y la
revelación no puede transmitirse sino en la Iglesia. La Iglesia es la presencia
visible y actuación eficaz de la revelación en el mundo, preparada por Dios en
la antigua alianza, llevada a su plenitud en Cristo con su Espíritu, y destinada
a continuarse hasta su plena consumación en la visión gloriosa.
La revelación, pues, ha sido entregada a la Iglesia para que, en el seno de esta
comunidad de salvación, el mensaje cristiano llegue a todos sus destinatarios en
este tiempo medio, desde la entronización de Cristo Resucitado a la derecha del
Padre, hasta su segunda venida gloriosa al fin de los tiempos como juez glorioso
de la humanidad entera.
Una característica del comunicarse de Dios a los hombres, universalmente válida
en la historia de salvación, es que la revelación, tanto en su fase de
preparación y promesa como en su fase de plenitud, no se dirige primariamente a
un individuo aislado, sino a la comunidad de la que forma parte.
La revelación, en la fase de entrada en la historia y en la fase de su
transmisión continua en el tiempo y en el espacio, implica una comunidad de
creyentes que recibe y transmite la Palabra de Dios revelada, y esta comunidad
creyente implica por su misma naturaleza la revelación.
Si entendemos bien esta mutua vinculación de la revelación y de la comunidad
creyente, nos daremos cuenta de que no se puede concebir a la Iglesia como una
congregación de hombres ya existente y constituida en sí a la que posteriormente
se confía la revelación. La Iglesia, por el contrario, se constituye en la misma
revelación.
La revelación y la voluntad salvadora de Dios tienen como meta la salvación de
los hombres. Toda la revelación debe transmitirse íntegra a todos los hombres de
todas las edades, comenzando por la edad apostólica, porque a todas abraza la
voluntad salvadora de Dios.
El paso del Evangelio de Cristo a los apóstoles está garantizado por el mismo
Cristo. La obra reveladora de Cristo no se consuma sino con la misión del
Espíritu de la verdad. Aquellos días de convivencia del Cristo Resucitado con
sus apóstoles y demás discípulos fueron muy fecundos para completar la
revelación de los misterios del Reino comenzada en los días de su vida mortal.
El mandato dado por Cristo a los apóstoles de predicar este Evangelio significa
transmitir toda esta plenitud de la revelación.
Los apóstoles realizan su misión primero por la predicación oral. Ellos hicieron
eficazmente presente esta salvación de Cristo testimoniándola con su palabra,
con su actividad sacramental y con el ejemplo de su vida integralmente
cristiana.
Más tarde, los mismos apóstoles y otros de su generación pusieron por escrito el
mensaje de la salvación, inspirados por el Espíritu Santo. Para que el Evangelio
se conservara constantemente íntegro y vivo en la Iglesia, los apóstoles dejaron
como sucesores suyos a los obispos, entregándoles su propio cargo del
magisterio.
Pablo recomienda a todos los cristianos de Tesalónica que "oren para que la
Palabra de Dios corra" (2 Tes 3,1). La palabra predicada en la Iglesia no es
sólo la palabra de los apóstoles, de modo que todos los demás sean meros
oyentes, sino la palabra de toda la comunidad de creyentes, en la que los
ministros sagrados y el pueblo cristiano contribuyen mutuamente a hacerla
eficazmente presente al mundo y a conservarla en el tiempo. Algo parecido decía
también Pablo a los cristianos de Corinto (1 Cor 14, 26): "Cuando os reunís,
cada uno aporta su carisma: quien salmo, quien doctrina, quien revelación, quien
lengua, quien interpretación. Sea todo para aprovechar a otros".
Dada la dificultad de precisar los límites a los que puede extenderse la
tradición, y dada la indeterminación en que queda esa posibilidad de desbordar
el sentido histórico de la sagrada Escritura, es preciso un factor de
estabilidad que garantice la unidad de la fe. Es el Magisterio de la Iglesia a
quien compete interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o
transmitida oralmente.
La Iglesia recibió de Dios el encargo y el deber de conservar e interpretar la
Palabra de Dios.
Los exegetas y teólogos ayudan con sus estudios a la Iglesia para que madure su
conocimiento de la Palabra de Dios. Al Magisterio de la Iglesia corresponde, por
voluntad de Dios, el conservar e interpretar auténticamente esa Palabra de Dios.
De ninguna manera puede esto suponer que el Magisterio de la Iglesia esté por
encima de la Palabra de Dios: más bien está a su servicio, para descubrirla,
interpretarla y darla a conocer.
Las definiciones solemnes de los concilios y de los Papas son absolutamente
infalibles. Cuando exponen auténticamente el significado de un pasaje concreto
de la Escritura, queda definido que ése y no otro es su auténtico sentido.
Poquísimos son los textos que han recibido esta interpretación auténtica.
La transmisión de lo que los Apóstoles enseñaron y predicaron es el origen de la
Tradición eclesial. Esa tradición apostólica va creciendo en la Iglesia con la
ayuda del Espíritu Santo, al mismo tiempo que la comunión de fe la vive, la
testimonia, la celebra y la transmite. Crece la comprensión de las palabras e
instituciones transmitidas cuando los fieles las contemplan y estudian
repasándolas en su corazón, cuando comprenden internamente los misterios que
viven, cuando los proclaman los Obispos, sucesores de los Apóstoles en el
carisma de la verdad. La Tradición es así algo vivo, dinámico, en donde se
enraíza el Magisterio eclesial.
5. La Biblia, Palabra de Dios.
La revelación que la sagrada escritura contiene y ofrece ha sido puesta por
escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo. La santa madre Iglesia, fiel a
la fe de los Apóstoles, reconoce que todos los libros del Antiguo y del Nuevo
Testamento, con todas sus partes, son sagrados y canónicos, en cuanto que,
escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios como autor, y como
tales han sido confiados a la Iglesia. En la composición de los libros sagrados,
Dios se valió de hombres elegidos, que usaban de todas sus facultades y
talentos; de este modo, obrando Dios en ellos y por ellos, como verdaderos
autores, pusieron por escrito todo y sólo lo que Dios quería.
Div. Rev., 11.
La expresión "Dios es autor de la Escritura" se entendió en algún tiempo con el
sentido concreto de "autor literario", y en función de evitar todo error. Así
León XIII entendía la inspiración, como:
-iluminación del entendimiento para evitar el error de los juicios;
-influjo en la voluntad para moverla eficazmente;
-asistencia sobre las facultades ejecutivas, para que no se deslizara error
alguno en la redacción.
La Constitución de Divina Revelación del Concilio Vaticano II tiene una
perspectiva diferente. Sitúa la inspiración de la Biblia en el contexto de la
Revelación:
-la Revelación plena llegó a los Apóstoles de boca de Cristo;
-Cristo confió a esos mismos Apóstoles la misión de transmitir y conservar esa
Revelación (la recibida en el AT como preparación y la actual cristiana);
-esa transmisión se hace por una doble vía: por la predicación oral y por la
consignación escrita, realizada por inspiración del mismo Espíritu Santo enviado
por Cristo;
-la inspiración, en concreto, es la asistencia especial de Dios para la puesta
por escrito de esa Revelación.
Dios es "autor de la Escritura" porque suya es la Revelación que contiene, y
suya la asistencia especial para que esa Revelación fuera puesta por escrito. No
es necesario entenderlo en el sentido estricto de "autor literario".
Los autores humanos no actúan como meros instrumentos inertes en manos de Dios.
De hecho, el concilio quiso evitar la palabra "instrumento" que aparecía en el
documento inicial. Por el contrario, dice que esos hombres actúan con todas sus
facultades y talentos, de modo que son "verdaderos autores", puestos al servicio
de Dios.
6. La verdad de la Biblia.
Como todo lo que afirman los hagiógrafos, o autores inspirados, lo afirma el
Espíritu Santo, se sigue que los Libros sagrados enseñan sólidamente, fielmente
y sin error la verdad que Dios hizo consignar en dichos libros para salvación
nuestra.
Div. Rev., 11.
La verdad de la Escritura es un hecho admitido por todos los cristianos de todos
los tiempos. Hasta el siglo XVI no se presentan problemas serios. Cuando -por
una parte- se sigue interpretando la Biblia "al pie de la letra", y -por otra
parte- avanzan las ciencias, surgen los conflictos. El "caso Galileo" fue
posible por no distinguir suficientemente entre la verdad de la Biblia y la
verdad de la interpretación.
No es camino adecuado querer restringir el campo de la inspiración, como si
fuesen solamente inspiradas las cuestiones importantes, las cosas "de fe y
costumbres". Toda la Biblia está inspirada por Dios. Necesitamos un criterio
teológico para interpretarla correctamente.
Ése ha sido el mérito fundamental del concilio Vaticano II cuando nos presenta
ese criterio: "La verdad que Dios hizo consignar en esos libros para nuestra
salvación".
No se habla ya de modo negativo: "ausencia de error", sino positivamente de la
"verdad". Una formulación nueva, que responde a lo que ya había dicho San
Agustín: "Dios no quiere hacer astrónomos o matemáticos, sino cristianos".
7. La Biblia, palabra humana.
Dios habla en la Escritura por medio de hombres y en lenguaje humano; por lo
tanto, el intérprete de la Escritura, para conocer lo que Dios quiso
comunicarnos, debe estudiar con atención lo que los autores querían decir y lo
que Dios quería dar a conocer con dichas palabras.
Para descubrir la intención del autor, hay que tener en cuenta, entre otras
cosas, los géneros literarios. Pues la verdad se presenta y enuncia de modo
diverso en obras de diversa índole histórica, en libros proféticos o poéticos, o
en otros géneros literarios. El intérprete indagará lo que el autor sagrado dice
e intenta decir, según su tiempo y cultura, por medio de los géneros literarios
propios de su época. Para comprender exactamente lo que Dios propone en sus
escritos, hay que tener muy en cuenta el modo de pensar, de expresarse, de
narrar que se usaba en tiempo del escritor, y también las expresiones que
entonces más se usaban en una conversación ordinaria.
Div. Rev., 12.
La primera labor del intérprete es descubrir en las palabras escritas el sentido
literal que el autor sagrado quiere expresar. Para esto, no basta conocer el
significado material de las palabras utilizadas. Conocer el sentido literal no
quiere decir que haya que leerlo al pie de la letra. Es necesario conocer los
géneros literarios, las distintas maneras de expresarse, propias de la época, y
el estilo empleado en este libro.
El sentido literal a veces será metafórico, hiperbólico, irónico...
Por poner algunos ejemplos, es muy distinto el modo de afirmar y el grado de
enseñanza en la historia, la novela, el teatro.
En la historia se trata de afirmar directamente lo ocurrido. Tendrá mayor valor
cuanto mayor sea el número de documentos que se citen para apoyar lo que se
afirma.
En la novela de fondo histórico, el autor expone un hecho histórico, pero con
libertad para vestirlo con su imaginación.
En una obra de teatro -lo mismo que en una novela- el autor no se hace
responsable de lo que dice cada uno de los personajes, sino sólo de la enseñanza
global. Por ejemplo, Cervantes no afirma directamente cuanto dicen Don Quijote o
Sancho Panza. Para hablar de los "libros de caballería" trata de interpretar lo
que los "quijotes" o los "sanchopanzas" dirían en cada circunstancia
determinada.
En la Biblia tienen cabida todos los modos de hablar, con la única excepción de
la mentira. En cuestiones relacionadas con la ciencia, se puede hablar según las
apariencias de los sentidos, por ejemplo cuando decimos que "el sol sale y se
pone". La historia es válida cuando nos narra cosas realmente sucedidas, aunque
no sea una historia documentada al modo científico.
Lo importante será averiguar, no lo que dice al pie de la letra, sino lo que los
autores quieren decir con eso.
5. Resumen.
Resumiendo lo dicho, y tratando de reducirlo a esquema, podríamos decir que en
la Biblia es verdad:
a) lo que dice la Biblia;
b) en el sentido en que lo dice;
c) en orden a nuestra salvación.
a) Lo que dice la Biblia:
Este enunciado parece una perogrullada. Naturalmente que, si hablamos de la
Biblia, será verdad lo que dice la Biblia. La realidad es que muchos problemas
que se plantean a la Biblia se refieren o tienen su punto de partida en cosas
que no están en la Biblia. Adiciones que se han podido hacer a lo largo de los
tiempos, o interpretaciones tergiversadas. El primer paso, normalmente reservado
a los especialistas, será un estudio crítico sobre el texto, su traducción y su
interpretación.
b) El sentido en que lo dice:
No basta, para conocer la verdad de la Biblia, saber lo que en ella se dice
materialmente. Unas mismas palabras materiales pueden tener significados muy
diversos, según el uso del lenguaje.
El Hijo de Dios se hizo hombre, un hombre concreto. Encarnándose en un cuerpo
humano determinado. Con las características propias de una raza: la judía.
Acomodándose a las formas de vivir propias de su época. Pudo haber elegido
cualquier otra raza y cualquier otro tiempo; pero si decide encarnarse ha de
hacerlo de un modo concreto, puesto que no existe el hombre universal, sino
hombres determinados.
De la misma manera, la Palabra de Dios se encarna en la palabra humana.
En la palabra concreta, con el vocabulario, la sintaxis y los giros propios de
la lengua y de la época en que fue escrita, con las diferencias propias de los
distintos autores que la transcribieron. Lo mismo se emplea el estilo poético de
Isaías que el lenguaje sobrio del evangelista Marcos. Es necesario conocer la
manera de pensar y de hablar de aquellos hombres para poder interpretar
correctamente la Palabra de Dios.
En el lenguaje común de los hombres no siempre se afirma de la misma manera. Es
más, hay veces que una afirmación se expresa con una pregunta, una duda, una
exageración o hipérbole. Por ejemplo, una madre puede pedir silencio a su hijo
diciendo:
-ya te he dicho que te calles;
-¿no te he dicho que te calles?
-no sé cómo hay que decirte que te calles;
-te he dicho mil veces que te calles...
La afirmación directa, la pregunta, la duda, la hipérbole son distintas maneras
de significar lo mismo. Estas mismas maneras de afirmar se encuentran en la
Biblia:
-Os aseguro que cielos y tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán (Mt 24,
35).
-¿Quién de vosotros podrá acusarme de pecado? (Jn 8,46).
-No recuerdo si bauticé a alguno más... (1 Cor 1,14-16).
-Es un país de gigantes: a su lado parecemos saltamontes. Sus ciudades tienen
unas murallas que llegan hasta el cielo (Num 13, 33).
c) En orden a nuestra salvación
Ésta es la finalidad propia de los libros sagrados. Se trata de libros
religiosos. Todo lo demás pierde interés. Ése es el aspecto propio, el prisma
bajo el que se consideran todas las verdades expuestas en la Biblia.
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