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GETSEMANÍ

 

1. EN CAMINO HACIA EL MONTE
DE LOS OLIVOS

«Cantados los himnos, salieron para el Monte de los Olivos». Mateo y Marcos concluyen con estas palabras su narración de la Última Cena (Mt 26,30; Mc 14,26). La última comida de Jesús —fuera cena pascual o no— es sobre todo un acontecimiento cultual. En su centro está la oración de acción de gracias y de bendición, y desemboca al final de nuevo en la oración. Jesús sale con los suyos para orar en la noche, que recuerda aquella noche en la que mataron a los primogénitos de Egipto, e Israel fue salvado por la sangre del cordero (cf. Ex 12), la noche en la que Él debe asumir el destino del cordero.

Se supone que Jesús, en el contexto de la Pascua que había celebrado a su propio modo, haya cantado quizás algunos Salmos del Hallel (113-118 y 136), en los cuales se da gracias a Dios por la liberación de Israel de Egipto, pero en los que se habla también de la piedra que desecharon los constructores, convertida ahora prodigiosamente en piedra angular. En estos Salmos la historia pasada se convierte siempre en momento presente. La acción de gracias por la liberación es al mismo tiempo un grito de socorro en medio de las pruebas y las amenazas siempre nuevas; y, en las palabras sobre la piedra descartada, se hacen presentes tanto la oscuridad como la promesa de aquella noche.

Jesús recita con sus discípulos los Salmos de Israel: éste es un dato fundamental para comprender, por una parte, la figura de Jesús, pero, por otra, también los Salmos mismos, que en cierto aspecto adquieren en Él un nuevo sujeto, un nuevo modo de presencia y a la vez una expansión más allá de Israel hacia la universalidad.

Veremos que con esto surge también una nueva visión de la figura de David: en el Salterio canónico se considera a David como el autor principal de los Salmos. Aparece así como quien guía e inspira la oración de Israel, quien resume todos sus sufrimientos y esperanzas, los lleva consigo y los transforma en oración. Por eso, Israel puede rezar continuamente con él y expresarse en los Salmos, de los que siempre recibe también nuevas esperanzas en cualquier oscuridad. En la Iglesia naciente, Jesús fue considerado muy pronto como el nuevo, el auténtico David, y por eso, sin rupturas pero de modo nuevo, los Salmos podían ser recitados como una oración en comunión con Jesucristo. Agustín ha explicado perfectamente este modo cristiano de orar con los Salmos —un modo desarrollado muy tempranamente— diciendo que, en los Salmos, es siempre Cristo quien habla, a veces como Cabeza, a veces como Cuerpo (cf. p. ej. En. in Ps., 60,1s; 61,4; 85,1.5). Pero por Él, Jesucristo, nosotros somos ahora un único sujeto y podemos por tanto, junto con Él, hablar realmente con Dios.

Este proceso de asumir y trasponer que comienza cuando Jesús recita los Salmos caracteriza la unidad de ambos Testamentos, tal como Él nos la enseña. Jesús oró en perfecta comunión con Israel y, sin embargo, El mismo es Israel de un modo nuevo: la antigua Pascua aparece ahora como el anticipo de un gran boceto. La nueva Pascua, sin embargo, es Jesús mismo, y la verdadera «liberación» se realiza ahora mediante su amor que abarca a toda la humanidad.

Esta compenetración entre fidelidad y novedad, que hemos podido ver en la figura de Jesús a lo largo de todos los capítulos de este libro, se manifiesta también en otro detalle del relato del Monte de los Olivos. En otras noches Jesús se había retirado a Betania. En ésta, que celebra como su noche de Pascua, sigue la prescripción de no salir del territorio de la ciudad de Jerusalén, cuyos confines habían sido ampliados para aquella ocasión con el fin de dar la posibilidad a todos los peregrinos de ser fieles a esta ley. Jesús observa la norma, y precisamente por eso va conscientemente al encuentro del traidor y de la hora de la Pasión.

Si en este momento miramos retrospectivamente el camino de Jesús en su conjunto, podemos comprobar también aquí el mismo trenzado entre fidelidad y novedad total: Jesús es «observante». Celebra con los demás las fiestas judías. Ora en el templo. Se atiene a Moisés y los Profetas. Pero, al mismo tiempo, todo se hace nuevo: desde su explicación del sábado (cf. Mc 2,27; a este respecto, cf. también la primera parte, pp. 136-144), pasando por las prescripciones sobre pureza ritual (cf. Mc 7) y la nueva interpretación del Decálogo en el Sermón de la Montaña (cf. Mt 5,17-48), hasta la purificación del templo (cf. Mt 21,12s par.), que anticipa el fin del templo de piedra y anuncia el nuevo templo, la nueva adoración «en espíritu y en verdad» (Jn 4,24).

Hemos visto cómo todo esto está en profunda continuidad con la voluntad originaria de Dios, a la vez que supone un cambio decisivo en la historia de las religiones, que se hace realidad en la cruz. Precisamente esta intervención —la purificación del templo— ha contribuido decisivamente a su condena a muerte en la cruz, y justamente así se ha cumplido su profecía, ha comenzado el culto nuevo.

«Fueron a una finca, que llaman Getsemaní, y dijo a sus discípulos: "Sentaos aquí mientras voy a orar"» (Mc 14,32). A este respecto, Gerhard Kroll observa: «En los tiempos de Jesús, en este terreno en la ladera del Monte de los Olivos había una finca con una almazara en la que se prensaban las aceitunas... ésta daba a la finca el nombre de Getsemaní... Muy cerca de allí había una gran cueva natural, que podía ofrecer a Jesús y sus discípulos un alojamiento seguro, aunque no precisamente cómodo para la noche» (p. 404). Ya a finales del siglo IV, la peregrina Eteria encontró aquí una «iglesia magnífica», que en los tiempos turbulentos que sobrevinieron después quedó en estado ruinoso, pero que fue redescubierta en el siglo XX por los franciscanos. «La iglesia actual de la agonía de Jesús, completada en 1924, abarca de nuevo, además del espacio de la "ecclesia elegans" [la iglesia de la peregrina Eteria], la roca sobre la que, según la tradición... oró Jesús» (Kroll, p. 410).

Éste es uno de los lugares más venerados del cristianismo. Ciertamente, los árboles no se remontan a la época de Jesús; durante el asedio de Jerusalén, Tito hizo talar todos los árboles en los vastos alrededores de la ciudad. El Monte de los Olivos, sin embargo, es el mismo de entonces. Quien se detiene en él, se encuentra aquí ante un dramático punto culminante del misterio de nuestro Redentor: Jesús ha experimentado aquí la última soledad, toda la tribulación del ser hombre. Aquí, el abismo del pecado y del mal le ha llegado hasta el fondo del alma. Aquí se estremeció ante la muerte inminente. Aquí le besó el traidor. Aquí todos los discípulos lo abandonaron. Aquí Él ha luchado también por mí.

San Juan recoge todas estas experiencias y da una interpretación teológica del lugar, diciendo: Fueron «al otro lado del torrente Cedrón, donde había un huerto» (18,1). La misma palabra clave retorna de nuevo al final del relato de la Pasión: «Había un huerto en el sitio donde lo crucificaron, y en el huerto un sepulcro nuevo donde nadie había sido enterrado todavía» (19,41). Es evidente que con la palabra «huerto» Juan alude a la narración del Paraíso y del pecado original. Nos quiere decir que aquí se retoma aquella historia. En aquel huerto, en el «jardín» del Edén, se produce una traición, pero el huerto es también el lugar de la resurrección. En efecto, en el huerto Jesús ha aceptado hasta el fondo la voluntad del Padre, la ha hecho suya, y así ha dado un vuelco a la historia.

Después de la oración habitual de los Salmos, todavía en camino hacia el lugar del reposo, Jesús hace tres profecías.

Se aplica a sí mismo la profecía de Zacarías, cuando dijo que se heriría al «pastor» —que sería asesinado— y que, consiguientemente, se dispersarían las ovejas (cf. Za 13,7; Mt 26,31). Zacarías había aludido en una misteriosa visión a un Mesías que sufre la muerte y, por tanto, a una nueva dispersión de Israel. Sólo esperaba la salvación de Dios a través de estas tribulaciones extremas. Jesús da una forma concreta a esta visión, en sí misma sombría y dirigida hacia un futuro desconocido: sí, se hiere al pastor. Jesús mismo es el Pastor de Israel, Pastor de la humanidad. Y toma sobre sí la injusticia, la carga destructiva de la culpa. Se deja golpear. Se pone de parte de los vencidos de la historia. Ahora, en esta hora, eso significa también que la comunidad de los discípulos se dispersa, que esta nueva familia incipiente de Dios se disgrega antes incluso de haber comenzado a establecerse verdaderamente. «El pastor da la vida por las ovejas» (Jn 10,11). Estas palabras de Jesús, basándose en Zacarías, aparecen bajo una nueva luz: ha llegado el momento en que se cumplen.

Sin embargo, a la profecía de adversidad sigue inmediatamente la promesa de salvación: «Pero cuando resucite, iré delante de vosotros a Galilea» (Mc 14,28). «Ir delante» es una expresión típica en el lenguaje de los pastores. Jesús, pasando a través de la muerte, vivirá de nuevo. Como el Resucitado, es plenamente ese Pastor que en la travesía de la muerte guía por el camino de la vida. Ambas dimensiones forman parte del Buen Pastor: dar la propia vida e ir por delante. Más aún, el dar la vida es ya un preceder. Él guía precisamente por este dar la vida. Justamente mediante este «dar», Él abre la puerta hacia la inmensidad de la realidad. A través de la dispersión se produce la reunión definitiva de las ovejas. Al comienzo de la noche en el Monte de los Olivos aparece la palabra sombría del golpear y del dispersar, pero también la promesa de que precisamente así Jesús se manifestará como el verdadero Pastor, reunirá a los dispersos y los guiará hacia Dios, introduciéndolos en la vida.

La tercera profecía es una ulterior modificación de las conversaciones con Pedro en la Última Cena. Pedro no se fija en la profecía de la resurrección. Percibe sólo el anuncio de muerte y dispersión, y esto le ofrece la oportunidad de ostentar su valor inquebrantable y su fidelidad radical a Jesús. Al ser contrario a la cruz, no puede entender la palabra resurrección y quisiera —corno ya en Cesarea de Felipe— el éxito sin la cruz. El confía en sus propias fuerzas.

¿Quién puede negar que su actitud refleja la tentación constante de los cristianos, e incluso también de la Iglesia, de llegar al éxito sin la cruz? Por eso se le ha de anunciar su debilidad, su triple negación. Nadie es por sí mismo tan fuerte como para recorrer hasta el final el camino de la salvación. Todos han pecado, todos necesitan la misericordia del Señor, el amor del Crucificado (cf. Rm 3,23s).


2. LA ORACIÓN DEL SEÑOR

De la oración en el Huerto de los Olivos, que viene a continuación, tenemos cinco relatos: en primer lugar los tres de los Evangelios sinópticos (cf. Mt 26,36-46; Mc 14,32-42; Lc 22,39-46; a los que se han de añadir un breve texto en el Evangelio de Juan, pero que el autor ha colocado en el conjunto de las palabras pronunciadas el «Domingo de Ramos» (cf. 12,27s); y, finalmente, un texto de la Carta a los Hebreos, basado en una tradición particular (cf. Hb 5,7ss). Tratemos ahora de acercarnos en lo posible al misterio de aquella hora de Jesús atendiendo al conjunto de los textos.

Después del rezo ritual en común de los Salmos, Jesús oraba solo, como había hecho antes tantas otras noches. Pero deja cerca al grupo de los tres, conocido también en otras ocasiones, y particularmente en el relato de la Transfiguración: Pedro, Santiago y Juan. Así, aunque vencidos continuamente por el sueño, éstos se convierten en testigos de su lucha nocturna. Marcos nos dice que Jesús comenzó a «entristecerse y angustiarse». El Señor dice a sus discípulos: «Me muero de tristeza: quedaos aquí y velad conmigo» (14,33s).

El llamamiento a la vigilancia había sido ya un tema central en el anuncio en Jerusalén, y ahora aparece con una urgencia muy inmediata. Pero aunque se refiere a aquella hora precisa, este llamamiento apunta anticipadamente a la historia futura del cristianismo. La somnolencia de los discípulos sigue siendo a lo largo de los siglos una ocasión favorable para el poder del mal. Esta somnolencia es un embotamiento del alma, que no se deja inquietar por el poder del mal en el mundo, por toda la injusticia y el sufrimiento que devastan la tierra. Es una insensibilidad que prefiere ignorar todo eso; se tranquiliza pensando que, en el fondo, no es tan grave, para poder permanecer así en la autocomplacencia de la propia existencia satisfecha. Pero esta falta de sensibilidad de las almas, esta falta de vigilancia, tanto por lo que se refiere a la cercanía de Dios como al poder amenazador del mal, otorga un poder en el mundo al maligno. Ante los discípulos adormecidos y no dispuestos a inquietarse, el Señor dice de sí mismo: «Me muero de tristeza». Estas son palabras del Salmo 43,5, en las que resuenan también expresiones de otros salmos.

También en su pasión —tanto en el Monte de los Olivos como en la cruz— Jesús habla de sí mismo a Dios Padre usando las palabras de los Salmos. Pero estas palabras tomadas de los Salmos se han hecho del todo personales, palabras absolutamente propias de Jesús en su tribulación; en efecto, Él es en realidad el verdadero orante de estos Salmos, su auténtico sujeto. La plegaria totalmente personal y el rezar con las palabras de invocación del Israel creyente y afligido son aquí una misma cosa.

Después de esta exhortación a la vigilancia Jesús se aleja un poco. Comienza propiamente la verdadera oración del Monte de los Olivos. Mateo y Marcos nos dicen que Jesús cayó rostro en tierra: la postura de oración que expresa la extrema sumisión a la voluntad de Dios, el abandono más radical a Él; una postura que la liturgia occidental incluye aún en el Viernes Santo y en la profesión monástica, así como en la Ordenación de diáconos, presbíteros y obispos.

Sin embargo, Lucas dice que Jesús oró de rodillas. Introduce así, basándose en la postura de oración, esta lucha nocturna de Jesús en el contexto de la historia de la oración cristiana: mientras le lapidaban, Esteban dobla las rodillas y ora (cf. Hch 7,60); Pedro se arrodilla antes de resucitar a Tabita de la muerte (cf. Hch 9,40); se arrodilla Pablo cuando se despide de los presbíteros de Éfeso (cf. Hch 20,36), y también en otra ocasión, cuando los discípulos le dicen que no suba a Jerusalén (cf. Hch 21,5). Alois Stöger dice al respecto: «Todos éstos, de cara a la muerte, rezan de rodillas; el martirio sólo puede ser superado por la oración. Jesús es el modelo de los mártires» (Das Evangelium nach Lukas, p. 247).

Sigue después la oración propiamente dicha, en la que aparece todo el drama de nuestra redención. Marcos dice primero de modo sucinto que Jesús oró para que, «si era posible, se alejase de él aquella hora» (14,35). Después refiere la frase esencial de la oración de Jesús de la siguiente manera: «¡Abbá! (Padre): Tú lo puedes todo, aparta de mí este cáliz. Pero no lo que yo quiero, sino lo que tú quieres» (14,36).

En esta plegaria de Jesús podemos distinguir tres elementos. En primer lugar la experiencia primordial del miedo, el estremecimiento ante el poder de la muerte, el pavor frente al abismo de la nada, que le hace temblar e incluso, según Lucas, le hace sudar como gotas de sangre (cf. 22,44). En Juan (cf. 12,27), este estremecimiento se expresa, como en los Sinópticos, en referencia al Salmo 43,5, pero con una palabra que destaca de manera especialmente clara la dimensión abismal de temor de Jesús: tetáraktai, que es la misma palabra, tarássein, usada por Juan para describir la profunda turbación de Jesús ante la tumba de Lázaro (cf. 11,33), así como su conmoción interior al referirse a la traición de Judas en el Cenáculo (cf. 13,21).

Juan expresa sin duda con ello la angustia primordial de la criatura frente a la cercanía de la muerte, pero hay todavía algo más: el estremecimiento particular de quien es la Vida misma ante el abismo de todo el poder de destrucción, del mal, de lo que se opone a Dios, y que ahora se abate directamente sobre Él, que ahora debe tomar de modo inmediato sobre sí, más aún, lo debe acoger dentro de sí hasta el punto de llegar a ser él mismo «hecho pecado» (cf. 2 Co 5,21).

Precisamente porque es el Hijo, ve con extrema claridad toda la marea sucia del mal, todo el poder de la mentira y la soberbia, toda la astucia y la atrocidad del mal, que se enmascara de vida pero que está continuamente al servicio de la destrucción del ser, de la desfiguración y la aniquilación de la vida. Precisamente porque es el Hijo, siente profundamente el horror, toda la suciedad y la perfidia que debe beber en aquel «cáliz» destinado a El: todo el poder del pecado y de la muerte. Todo esto lo debe acoger dentro de sí, para que en Él quede superado y privado de poder.

Bultmann dice con razón: Jesús es aquí «no sólo el prototipo en el que se hace visible de manera ejemplar la actitud que se requiere del hombre..., sino que Él es también y sobre todo el Revelador, cuya decisión es la única que hace posible la opción humana por Dios en una hora como ésta» (p. 328). La angustia de Jesús es algo mucho más radical que la angustia que asalta a cada hombre ante la muerte: es el choque frontal entre la luz y las tinieblas, entre la vida y la muerte, el verdadero drama de la decisión que caracteriza a la historia humana. En este sentido podemos aplicarnos a nosotros mismos, como hace Pascal, de manera totalmente personal, el acontecimiento del Monte de los Olivos: también mi pecado estaba en aquel cáliz pavoroso. Pascal oye al Señor en agonía en el Monte de los Olivos que le dice: «Aquellas gotas de sangre, las he derramado por ti» (cf. Pensées, VII, 553).

Las dos partes de la oración de Jesús aparecen como una contraposición entre dos voluntades: una es la «voluntad natural» del hombre Jesús, que se resiste ante el aspecto monstruoso y destructivo de aquello a lo que se enfrenta, y quisiera pedir que el «cáliz se aleje de él»; la otra es la «voluntad del Hijo» que se abandona totalmente a la voluntad del Padre. Si queremos tratar de entender en lo posible este misterio de las «dos voluntades», es útil volver la mirada una vez más a la versión de Juan de aquella oración. También en Juan encontramos las dos peticiones de Jesús: «Padre, líbrame de esta hora»; «Padre, glorifica tu nombre» (12,27s).

En el fondo, la articulación entre las dos peticiones no es diferente en Juan de la que se ve en los Sinópticos. La aflicción del alma humana de Jesús («Mi alma está agitada», que Bultmann traduce como «tengo miedo», p. 327) impulsa a Jesús a pedir ser salvado de aquella hora. Pero la conciencia de su misión, de que Él ha venido precisamente para esa hora, le hace pronunciar la segunda petición, la petición de que Dios glorifique su nombre: justamente la cruz, la aceptación de algo terrible, el entrar en la ignominia del exterminio de la propia dignidad, en la ignominia de una muerte infamante, se convierte en la glorificación del nombre de Dios. En efecto, Dios hace ver claramente así precisamente lo que es: el Dios que, en el abismo de su amor, en la entrega de sí mismo, opone a todos los poderes del mal el verdadero poder del bien. Jesús pronunció las dos peticiones, pero la primera, la de ser «librado» se funde con la segunda, en la que ruega por la glorificación de Dios en la realización de su voluntad; así, el conflicto en lo más íntimo de la existencia humana de Jesús se recompone en la unidad.

 

3. LA VOLUNTAD DE JESÚS
Y LA VOLUNTAD DEL PADRE

Pero ¿qué significa esto? ¿Qué significa «mi» voluntad contrapuesta a «tu» voluntad? ¿Quiénes son los que se confrontan? ¿El Padre y el Hijo o el hombre Jesús y Dios, el Dios trinitario? En ningún otro lugar de las Escrituras podemos asomarnos tan profundamente al misterio interior de Jesús como en la oración del Monte de los Olivos. Por eso no es una casualidad que la búsqueda apasionada de la Iglesia antigua para comprender la figura de Jesucristo haya encontrado su forma conclusiva en la meditación creyente de esta oración.

En este punto quizás sea necesario echar una rápida mirada a la cristología de la Iglesia antigua, para entender su idea del entramado entre la voluntad divina y humana en la figura de Jesucristo. El Concilio de Nicea (325) había aclarado el concepto cristiano de Dios. Las tres personas —Padre, Hijo y Espíritu Santo— son uno en la única «substancia» de Dios. Más de cien años después, el Concilio de Calcedonia (451) trató de entender conceptualmente la unión de la divinidad y la humanidad en Jesucristo con la fórmula de que, en Él, la única Persona del Hijo de Dios lleva consigo y comprende las dos naturalezas —la humana y la divina— «sin confusión ni división».

Se preserva de este modo la diferencia infinita entre Dios y hombre: la humanidad permanece humanidad y la divinidad sigue siendo divinidad. La humanidad en Jesús no queda absorbida o reducida por la divinidad. Existe por completo como tal y, sin embargo, está sostenida por la Persona divina del Logos. Al mismo tiempo, en la diversidad no anulada de las naturalezas, con la palabra «única Persona» se expresa la unidad radical en la que Dios, en Cristo, ha entrado con el hombre. Esta fórmula —dos naturalezas, una única Persona— fue acuñada por el papa León Magno con una intuición que iba mucho más allá de aquel momento histórico, y que inmediatamente encontró el asentimiento entusiasta de los padres conciliares.

Pero se trataba de una anticipación: su significado concreto no había sido todavía sondeado a fondo. ¿Qué quiere decir «naturaleza? Pero, sobre todo: ¿Qué significa «persona»? Como esto no se había aclarado en modo alguno, muchos obispos decían después de Calcedonia que preferían pensar como pescadores y no como Aristóteles; la fórmula seguía siendo oscura. Ésta es la razón por la que la recepción de Calcedonia ha avanzado de un modo muy complicado y entre enconadas discusiones. Finalmente ha quedado la división: sólo las Iglesias de Roma y Bizancio han aceptado definitivamente el Concilio y su fórmula. Alejandría (Egipto) ha preferido mantener la fórmula de «una naturaleza divinizada» (monofisismo); en Oriente, Siria permaneció escéptica ante el concepto de «una única persona», en cuanto parecía comprometer precisamente la humanidad real de Jesús (nestorianismo). Pero más que los conceptos, influían ciertos tipos de devoción, que se oponían entre sí y hacían crecer el contraste con el ímpetu propio de los sentimientos religiosos, haciéndolo así insoluble.

El Concilio ecuménico de Calcedonia sigue siendo para la Iglesia de todos los tiempos la indicación vinculante de la vía que introduce en el misterio de Jesucristo. Pero debe ser adquirida de nuevo en el contexto de nuestro pensamiento, en el que los conceptos de naturaleza y persona han asumido un significado distinto del que tenían entonces. Este esfuerzo por adquirirlo de nuevo debe ir acompañado por el diálogo ecuménico con las Iglesias pre-calcedonenses, para reencontrar la unidad perdida precisamente en el centro de la fe, en la confesión del Dios hecho hombre en Jesucristo.

En la gran lucha que se desarrolló después de Calcedonia, especialmente en el ambiente bizantino, se trataba esencialmente de la siguiente cuestión: si en Jesús hay una sola persona divina que comprende las dos naturalezas, ¿cómo quedan las cosas respecto a la naturaleza humana? ¿Puede subsistir ésta como tal, en su particularidad y su esencia propia, si está sostenida por la persona divina? ¿No debe acaso ser absorbida necesariamente por lo divino, al menos en su componente superior, la voluntad? Y así, la última de las grandes herejías cristológicas se llama «monotelismo». Dada la unidad de la persona —afirma— sólo puede existir una única voluntad: una persona con dos voluntades sería esquizofrénica; la persona, en última instancia, se manifiesta en la voluntad, y si hay una sola persona, no puede haber más que una sola voluntad. Pero contra esto surge la pregunta: ¿Qué hombre es el que no tiene su propia voluntad humana? Un hombre sin voluntad, ¿es verdaderamente hombre? ¿Se ha hecho Dios verdaderamente hombre en Jesús si este hombre resulta que no tenía una voluntad?

El gran teólogo bizantino Máximo el Confesor (+ 662) ha elaborado la respuesta a esta pregunta en su esfuerzo por comprender la oración de Jesús en el Monte de los Olivos. Máximo es ante todo y sobre todo un decidido adversario del monotelismo: la naturaleza humana de Jesús no queda amputada por su unidad con el Logos, sino que permanece completa. Y la voluntad es parte de la naturaleza humana. Esta incontestable dualidad de la voluntad humana y divina en Jesús no debe, sin embargo, llevar a la esquizofrenia de una doble personalidad. Por tanto, se ha de ver naturaleza y persona cada una en su propio modo de ser. Esto significa que hay en Jesús la «voluntad natural» propia de la naturaleza humana, pero hay una sola «voluntad de la persona», que acoge en sí la «voluntad natural». Y esto es posible sin destruir el elemento esencialmente humano, porque, partiendo de la creación, la voluntad humana está orientada a la divina. Al asumir la voluntad divina, la voluntad humana alcanza su cumplimiento, y no su destrucción. Máximo dice a este propósito que la voluntad humana, según la creación, tiende a la sinergia (a la cooperación) con la voluntad de Dios, pero, a causa del pecado, la sinergia se ha convertido en contraposición. El hombre, cuya voluntad se cumple en la adhesión a la voluntad de Dios, siente ahora comprometida su libertad por la voluntad de Dios. No ve en el «sí» a la voluntad de Dios la posibilidad de ser plenamente él mismo, sino la amenaza a su libertad, contra la cual opone resistencia.

El drama del Monte de los Olivos consiste en que Jesús restaura la voluntad natural del hombre de la oposición a la sinergia, y restablece así al hombre en su grandeza. En la voluntad natural humana de Jesús está, por decirlo así, toda la resistencia de la naturaleza humana contra Dios. La obstinación de todos nosotros, toda la oposición contra Dios está presente, y Jesús, luchando, arrastra a la naturaleza recalcitrante hacia su verdadera esencia.

Christoph Schönborn dice que «la transición de la oposición a la comunión de ambas voluntades pasa por la cruz de la obediencia. En la agonía de Getsemaní se cumple este paso» (El icono de Cristo, p. 114). Así, la petición: «No se haga mi voluntad sino la tuya» (Lc 22,42), es realmente una oración del Hijo al Padre, en la que la voluntad natural humana ha sido llevada por entero dentro del Yo del Hijo, cuya esencia se expresa precisamente en el «no yo, sino tú», en el abandono total del Yo al Tú de Dios Padre. Pero este «Yo» ha acogido en sí la oposición de la humanidad y la ha transformado, de modo que, ahora, todos nosotros estamos presentes en la obediencia del Hijo, hemos sido incluidos dentro de la condición de hijos.

Con esto llegamos a un último punto de esta oración, la verdadera clave para comprenderla, al apelativo «Abbá, Padre» (Mc 14,36). Joachim Jeremias escribió en 1966 un libro importante sobre esta palabra de la oración de Jesús, un libro del que quisiera citar dos ideas esenciales: «Mientras que en la literatura judía de la plegaria no hay prueba alguna del apelativo Abbá dirigido a Dios, Jesús (exceptuada la exclamación en la cruz, Mc 15,34 par.) lo ha llamado siempre así. Por tanto, estamos ante un signo absolutamente evidente de la ipsissima vox Jesu» (Abbá, p. 59). Jeremias demuestra además que esta palabra, Abbá, pertenece al lenguaje de los niños. Es la forma con la que el niño se dirige a su padre en familia. «Para la sensibilidad judía habría sido irreverente, y por tanto impensable, dirigirse a Dios con esta expresión familiar. Era algo nuevo e inaudito que Jesús osara dar este paso. Él hablaba con Dios como un niño habla con su padre... El Abbá usado por Jesús para dirigirse a Dios revela la íntima esencia de su relación con Dios» (p. 63). Por tanto, es del todo absurdo que algunos teólogos sostengan que, en la oración en el Monte de los Olivos, el hombre Jesús haya invocado al Dios trinitario. No, precisamente aquí habla el Hijo, que ha tomado sobre sí toda voluntad humana y la ha transformado en voluntad del Hijo.

 

4. LA ORACIÓN DE JESÚS
EN EL MONTE DE LOS OLIVOS
EN LA CARTA A LOS HEBREOS

Finalmente debemos ocuparnos del texto de la Carta a los Hebreos que se refiere a la oración en el Monte de los Olivos. En él leemos: «Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, y por su actitud reverente fue escuchado» (5,7). En este texto se puede reconocer una tradición autónoma del acontecimiento en Getsemaní, pues los Evangelios no hablan de gritos y lágrimas.

Ciertamente hemos de tener presente que el autor no se refiere, como es obvio, sólo a la noche de Getsemaní, sino a todo el recorrido de la Pasión de Jesús hasta la crucifixión, hasta el momento, por tanto, en el que Mateo y Marcos nos dicen que Jesús pronunció «con gran voz» las palabras iniciales del Salmo 22. Ambos dicen también que Jesús expiró con un fuerte grito; Mateo utiliza explícitamente la palabra «grito» (27,50). Juan habla de las lágrimas de Jesús con ocasión de la muerte de Lázaro, y esto en relación con la «turbación» de Jesús, expresada con la misma palabra utilizada en la narración del Monte de los Olivos para describir su angustia, de la cual habla Juan en el contexto del «Domingo de Ramos».

Se trata siempre del encuentro de Jesús con el poder de la muerte, cuyo abismo, como el Santo de Dios, percibe en toda su profundidad y terror. La Carta a los Hebreos ve así toda la Pasión de Jesús, desde el Monte de los Olivos hasta el último grito en la cruz, impregnada de la oración, como una única súplica ardiente a Dios por la vida, en contra del poder de la muerte.

La Carta a los Hebreos, al considerar el conjunto de la Pasión de Jesús como un forcejeo en la oración, con Dios Padre y al mismo tiempo con la naturaleza humana, manifiesta con ello de un modo nuevo la profundidad teológica de la oración en el Monte de los Olivos. Para la Carta, este gritar y suplicar es el ejercicio del sumo sacerdocio de Jesús. Precisamente en su gritar, llorar y orar, Jesús hace lo que es propio del sumo sacerdote: Él lleva la zozobra del ser hombre hacia lo alto, hacia Dios. Lleva al hombre ante Dios.

El autor de la Carta a los Hebreos ha puesto de manifiesto este aspecto de la oración de Jesús con dos palabras. La palabra «llevar» (prosphérein: llevar ante Dios, llevar hacia lo alto; cf. Hb 5,1) es una expresión de la terminología del culto sacrificial. Con esto, Jesús hace lo que en lo más hondo acontece en el acto del sacrificio. «Él se ofreció para hacer la voluntad del Padre», dice Albert Vanhoye (Accogliamo Cristo, p. 71). La segunda palabra importante aquí dice que Jesús aprendió la obediencia con lo que sufrió, y así ha sido hecho «perfecto» (cf. Hb 5,8s). Vanhoye hace notar que la expresión «hacer perfecto» (teleioün) es utilizada en el Pentateuco, en los cinco libros de Moisés, exclusivamente con el significado de «consagrar sacerdote» (p. 75). La Carta a los Hebreos hace suya esta terminología (cf. 7,11.19.28). Así pues, este pasaje dice que la obediencia de Cristo, el extremo «sí» al Padre, al que llega combatiendo interiormente en el Monte de los Olivos, por decirlo así, lo ha «consagrado sacerdote»; precisamente en esto, en su auto-donación, en el llevar a la humanidad hacia lo alto, a Dios, Cristo se ha convertido en sacerdote en el verdadero sentido, «según el rito de Melquisedec» (cf. Hb 5,9s; Vanhoye, p. 74s).

Pero ahora tenemos que adentramos aún en la afirmación central de la Carta a los Hebreos en lo que se refiere a la oración del Señor afligido. El texto dice que Jesús suplicó a quien podía salvarlo de la muerte y, «por su actitud reverente fue escuchado» (5,7). Mas ¿fue realmente escuchado? De hecho, ¡murió en la cruz! Por eso, Harnack ha sostenido que en este caso debería haberse puesto un «no» —no fue escuchado—, y Bultmann dice lo mismo. Pero una explicación que convierte el texto en su contrario no es una explicación. Debemos tratar más bien de entender esta forma misteriosa de «ser escuchado» para acercarnos así también al misterio de nuestra salvación.

Se pueden identificar distintas dimensiones de esta escucha. Una posible traducción de este texto es: «Fue escuchado y liberado de su angustia». Esto se correspondería con el texto de Lucas, según el cual vino un ángel que le confortaba (cf. 22,43). En ese caso, se trataría de la fuerza interior que se había dado a Jesús en la oración, de modo que fuera capaz de afrontar con decisión el arresto y la Pasión. Pero el texto significa claramente algo más: el Padre lo ha levantado de la noche de la muerte; en la resurrección lo ha salvado definitivamente y para siempre de la muerte: Jesús ya no muere más (cf. Vanhoye, p. 71s). Y, probablemente, el texto significa todavía más. La resurrección no es sólo un salvar personalmente a Jesús de la muerte. En efecto, esta muerte no le incumbía solamente a Él. La suya fue una muerte «por los otros», fue la superación de la muerte en cuanto tal.

Así puede entenderse ciertamente este ser escuchado partiendo también del texto paralelo en Juan 12,27s, en el que a la oración de Jesús —«Padre, glorifica tu nombre»—, responde la voz del cielo, que dice: «Lo he glorificado y volveré a glorificarlo». La cruz misma se ha convertido en la glorificación de Dios, una manifestación de la gloria de Dios en el Hijo. Esta gloria va más allá del momento e impregna toda la amplitud de la historia. Esta gloria es vida. En la cruz misma aparece, de manera velada y sin embargo insistente, la gloria de Dios, la transformación de la muerte en vida.

Desde la cruz viene a los hombres una vida nueva. En la cruz, Jesús se convierte en fuente de vida para sí y para todos. En la cruz, la muerte queda vencida. El que Jesús fuera escuchado afecta a la humanidad en su conjunto: su obediencia se convierte en vida para todos. Y, así, este pasaje de la Carta a los Hebreos concluye coherentemente con las palabras: «Se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna, proclamado por Dios Sumo Sacerdote según el rito de Melquisedec» (5,9; cf. Sal 110,4).