Homilía de Benedicto XVI al
clausurar el Año Paulino
El Papa anuncia que
se han encontrado restos humanos del siglo I en la tumba de Pablo
CIUDAD DEL VATICANO, lunes, 29 junio 2009 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI en la tarde de este domingo en la Basílica de San Pablo Extramuros al presidir la celebración de las primeras vísperas de la solemnidad de los santos Pedro y Pablo con motivo de la clausura del Año Paulino.
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Señores cardenales,
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
ilustres miembros de la delegación del patriarcado ecuménico,
queridos hermanos y hermanas:
Dirijo a cada uno mi saludo cordial. En particular, saludo al cardenal
arcipreste de esta basílica y a sus colaboradores, saludo al abad de la
comunidad monástica benedictina; saludo también a la delegación del
patriarcado ecuménico de Constantinopla. Esta tarde se concluye el año
conmemorativo del nacimiento de san Pablo. Nos encontramos recogidos ante la
tumba del apóstol, cuyo sarcófago, conservado bajo el altar papal,
recientemente ha sido objeto de un atento análisis científico: en el
sarcófago, que no había sido abierto nunca en tantos siglos, se hizo una
pequeñísima perforación para introducir una sonda especial, mediante la cual
se han encontrado restos de un precioso tejido de lino de color púrpura,
bañado en oro, y de un tejido de color azul con filamentos de lino. Se
encontraron también granos de incienso rojo y de sustancias proteicas
calcáreas. Además, se han descubierto pequeñísimos fragmentos óseos, sometidos
al examen del carbono 14 por parte de expertos que, sin saber la procedencia,
pertenecían a una persona que vivió entre los siglos I y II. Esto parece
confirmar la unánime e incontrovertida tradición de que se tratan de los
restos mortales del apóstol Pablo. Todo esto llena nuestro ánimo de profunda
emoción. Durante estos meses muchas personas han seguido los caminos del
apóstol, los exteriores y más aún los interiores que él recorrió durante su
vida: el camino de Damasco hacia el encuentro con el Resucitado; los caminos
en el mundo mediterráneo que él atravesó con la llama del Evangelio,
encontrando contradicciones y adhesiones, hasta el martirio, por el cual
pertenece para siempre a la Iglesia de Roma. A ella dirigió también su Carta
más grande e importante. El Año Paulino se concluye, pero estar en camino
junto a Pablo --con él y gracias a él venir a conocer a Jesús y, como él, ser
iluminados y transformados por el Evangelio-- formará siempre parte de la
existencia cristiana. Y siempre, yen do más allá del ámbito de los creyentes,
sigue siendo el "maestro de las gentes", que quiere llevar el mensaje del
Resucitado a todos los hombres, porque Cristo los ha conocido y amado a todos;
y murió y resucitó por todos ellos. Queremos, por tanto, escucharlo también en
esta hora en la que iniciamos solemnemente la fiesta de los dos apóstoles
unidos entre sí por un estrecho lazo.
Como parte constitutiva de su estructura, las cartas de Pablo -haciendo
referencia al lugar y a la situación particular- explican ante todo el
misterio de Cristo, nos enseñan la fe. En una segunda parte, sigue la
aplicación a nuestra vida: ¿qué se deriva de fe? ¿Cómo se plasma nuestra
existencia día a día? En la Carta a los Romanos, esta segunda parte comienza
con el capítulo XII, en cuyos dos primeros versículos el apóstol resume
rápidamente el núcleo esencial de la existencia cristiana. ¿Qué nos dice san
Pablo en ese pasaje? Ante todo afirma, como algo fundamental, que con Cristo
se inició una nueva manera de venerar a Dios, un nuevo culto, que consiste en
el hecho de que el hombre viviente se transforma él mismo en adoración,
"sacrificio" hasta en el propio cuerpo. Ya no se ofrecen cosas a Dios. Nuestra
propia existencia debe convertirse en alabanza de Dios. ¿Pero cómo sucede
esto? En el segundo versículo se nos da la respuesta: "No os acomodéis al
mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra
mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios..." (12, 2).
Las dos palabras decisivas de este versículo son: "transformar" y "renovar".
Debemos convertirnos en hombres nuevos, transformados en un nuevo modo de
existencia. El mundo siempre está a la búsqueda de la novedad, porque con
razón está siempre descontento de la realidad concreta. Pablo nos dice: el
mundo no puede ser renovado sin hombres nuevos. Sólo si hay hombres nuevos,
habrá también un mundo nuevo, un mundo renovado y mejor. En el inicio está la
renovación del hombre. Esto vale después para cada uno. Sólo si nos
convertimos en hombres nuevos, el mundo se convertirá en nuevo. Esto significa
también que no basta adaptarse a la situación actual. El apóstol nos exhorta a
no ser conformistas. En nuestra Carta se dice: no hay que someterse al esquema
de la época actual. Tendremos que volver a hablar de este punto al reflexionar
sobre el segundo texto en el que en esta tarde quiero meditar. El "no" del
apóstol es claro y también convincente para quien observa el "esquema" de
nuestro mundo. Pero llegar a ser nuevos, ¿cómo se puede conseguir? ¿Somos de
verdad capaces? Al explicar cómo convertirse en hombres nuevos, Pablo alude a
la propia conversión: a su encuentro con Cristo resucitado, encuentro del que
la Segunda Carta a los Corintios dice: "El que está en Cristo, es una nueva
creación; pasó lo viejo, todo es nuevo" (5,17). Era tan convulsionante para él
este encuentro con Cristo que dice: "Estoy muerto" (Gálatas 2, 19; Cf. Romanos
6). Él se convirtió en nu evo, en otro, porque ya no vive para sí en virtud de
sí mismo, sino por Cristo que está en él. En el curso de los años, sin
embargo, pudo ver que este proceso de renovación y de transformación continúa
durante toda la vida. Nos convertimos en nuevos, si nos dejamos conquistar y
plasmar por el Hombre nuevo, Jesucristo. Él es el Hombre nuevo por excelencia.
En Él la nueva existencia humana se convierte en realidad, y nosotros podemos
verdaderamente convertirnos en nuevos si nos ponemos en sus manos y nos
dejamos plasmar por Él.
Pablo hace aún más claro este proceso de "refundición" diciendo que nos
convertimos en nuevos si transformamos nuestro modo de pensar. Esto que aquí
ha sido traducido como "modo de pensar", es el término griego "nous". Es una
palabra compleja. Puede ser traducida como "espíritu", "sentimiento", "razón"
y, también, como "modo de pensar". Nuestra razón debe convertirse en nueva.
Esto nos sorprende. Tal vez habríamos esperado que tuviera que ver con algu na
actitud: aquello que en nuestra acción debemos cambiar. Pero no: la renovación
debe ser completa. Nuestro modo de ver el mundo, de comprender la realidad,
todo nuestro pensar, debe cambiar a partir de su fundamento. El pensamiento
del hombre viejo, el modo de pensar común está dirigido en general hacia la
posesión, el bienestar, la influencia, el éxito, y la fama. Pero de esta
manera tiene un alcance muy limitado. Así, en último análisis, queda el propio
"yo" en el centro del mundo. Debemos aprender a pensar de manera profunda. Qué
significa eso. Lo dice san Pablo en la segunda parte de la frase: es necesario
aprender a comprender la voluntad de Dios, de modo que plasme nuestra
voluntad, para que nosotros queramos lo que Dios quiere, porque reconocemos
que aquello que Dios quiere es lo bello y lo bueno. Se trata, por tanto, de un
viraje de fondo en nuestra orientación espiritual. Dios debe entrar en el
horizonte de nuestro pensamiento: aquello que Dios quiere y el modo según el
cu al Él ha ideado al mundo y me ha ideado. Debemos aprender a participar en
la manera de pensar y querer de Jesucristo. Entonces seremos hombres nuevos en
los que emerge un mundo nuevo.
Este mismo pensamiento sobre la necesaria renovación de nuestro ser como
persona humana, Pablo lo ilustró ulteriormente en dos párrafos de la Carta a
los Efesios, sobre los cuales queremos reflexionar ahora brevemente. En el
cuarto capítulo de la Carta, el apóstol nos dice que con Cristo tenemos que
alcanzar la edad adulta, una humanidad madura. No podemos seguir siendo
"niños, llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina"
(4, 14). Pablo desea que los cristianos tengamos una fe "responsable", una fe
"adulta". La palabra "fe adulta" en los últimos decenios se ha transformado en
un eslogan difundido. Con frecuencia se entiende como la actitud de quien no
escucha a la Iglesia y a sus pastores, sino que elige de forma autónoma lo que
quiere creer y no creer, es decir, una f e "hecha por uno mismo". Esto se
interpreta como "valentía" para expresarse en contra de Magisterio de la
Iglesia. En realidad para esto no es necesaria la valentía, porque se puede
siempre estar seguro del aplauso público. En cambio la valentía es necesaria
para unirse a la fe de la Iglesia, incluso si ésta contradice al "esquema" del
mundo contemporáneo. A esta falta de conformismo de la fe Pablo llama una "fe
adulta". Califica en cambio como infantil el hecho de correr detrás de los
vientos y de las corrientes del tiempo. De este modo forma parte de la fe
adulta, por ejemplo, comprometerse con la inviolabilidad de la vida humana
desde el primer momento de su concepción, oponiéndose con ello de forma
radical al principio de la violencia, precisamente en defensa de las criaturas
humanas más vulnerables. Forma parte de la fe adulta reconocer el matrimonio
entre un hombre y una mujer para toda la vida como ordenado por el Creador,
reestablecido nuevamente por Cristo. La fe adulta no s e deja transportar de
un lado a otro por cualquier corriente. Se opone a los vientos de la moda.
Sabe que estos vientos no son el soplo del Espíritu Santo; sabe que el
Espíritu de Dios se expresa y se manifiesta en la comunión con Jesucristo.
Pero Pablo no se detiene en la negación, sino que nos lleva hacia el gran
"sí". Describe la fe madura, realmente adulta de forma positiva con la
expresión: "actuar según la verdad en la caridad" (cfr Efesios 4, 15). El
nuevo modo de pensar, que nos ofrece la fe, se desarrolla primero hacia la
verdad. El poder del mal es la mentira. El poder de la fe, el poder de Dios,
es la verdad. La verdad sobre el mundo y sobre nosotros mismos se hace visible
cuando miramos a Dios. Y Dios se nos hace visible en el rostro de Jesucristo.
Al contemplar a Cristo reconocemos algo más: verdad y caridad son
inseparables. En Dios, ambas son una sola cosa: es precisamente ésta la
esencia de Dios. Por este motivo, para los cristianos verdad y caridad van
unidas. La car idad es la prueba de la verdad. Siempre seremos constantemente
medidos según este criterio: que la verdad se transforme en caridad para ser
verdaderos.
Otro pensamiento importante aparece en el versículo de san Pablo. El apóstol
nos dice que, actuando según la verdad en la caridad, contribuimos a hacer que
el todo -el universo- crezca hacia Cristo. Pablo, en virtud de su fe, no se
interesa sólo por nuestra personal rectitud o por el crecimiento de la
Iglesia. Él se interesa por el universo: "ta pánta". La finalidad última de la
obra de Cristo es el universo -la transformación del universo, de todo el
mundo humano, de la entera creación. Quien junto con Cristo sirve a la verdad
en la caridad, contribuye al verdadero progreso del mundo. Sí, es
completamente claro que Pablo conoce la idea del progreso. Cristo, su vivir,
sufrir y resucitar, ha sido el verdadero gran salto del progreso para la
humanidad, para el mundo. Ahora, en cambio, el universo tiene que crecer hacia
Él. Do nde aumenta la presencia de Cristo, allí está el verdadero progreso del
mundo. Allí el hombre se hace nuevo y así se transforma en nuevo mundo.
Esto mismo Pablo hace que sea evidente desde otro punto de vista. En el tercer
capítulo de la Carta a los Efesios, habla de la necesidad de ser "fortalecidos
en el hombre interior" (3, 16). Con esto retoma un argumento que
anteriormente, en una situación de tribulación, había tratado en la Segunda
Carta a los Corintios: "Aún cuando nuestro hombre exterior se va desmoronando,
el hombre interior se va renovando de día en día" (4,16). El hombre interior
tiene que reforzarse -es un imperativo muy apropiado para nuestro tiempo en el
que los hombres a menudo permanecen interiormente vacíos y por lo tanto tienen
que aferrarse a promesas y narcóticos, que después tienen como consecuencia un
ulterior crecimiento del sentido de vacío en su interior. El vacío interior
-la debilidad del hombre interior- es uno de los más grandes problemas de n
uestro tiempo. Tiene que reforzarse la interioridad -la perspectiva del
corazón; la capacidad de ver y comprender el mundo y el hombre desde dentro,
con el corazón. Tenemos necesidad de una razón iluminada desde el corazón,
para aprender a actuar según la verdad en la caridad. Pero esto no se realiza
sin una íntima relación con Dios, sin la vida de oración. Tenemos necesidad
del encuentro con Dios, que se nos ofrece en los sacramentos. Y no podemos
hablar a Dios en la oración, sino le dejamos que hable antes Él mismo, si no
le escuchamos en la palabra que Él nos ha donado. Sobre esto, Pablo nos dice:
"que Cristo habite por la fe en sus corazones, para que arraigados y
cimentados en el amor, puedan comprender con todos los Santos cuál es la
anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo
que excede a todo conocimiento" (Ef 3,17). El amor ve más allá de la simple
razón, esto es lo que Pablo nos dice con sus palabras. Y nos dice además que
sólo en la comun ión con todos los santos, es decir en la gran comunidad de
todos los creyentes -y no en contra o en ausencia de ella- podemos conocer la
enormidad del misterio de Cristo. Esta enormidad la describe con palabras que
quieren expresar la dimensión del cosmos: anchura, longitud, altura y
profundidad. El misterio de Cristo es una enormidad cósmica: Él no pertenece
sólo a un determinado grupo. El Cristo crucificado abraza el entero universo
en todas sus dimensiones. Toma el mundo en sus manos y lo eleva hacia Dios.
Empezando por san Ireneo de Lyon -es decir, desde el siglo II- los Padres han
visto en esta anchura, longitud, altura y profundidad del amor de Cristo una
alusión a la Cruz. El amor de Cristo ha abrazado en la Cruz la profundidad más
honda, la noche de la muerte, y la altura suprema, la elevación del mismo
Dios. Y ha tomado entre sus brazos la amplitud y la enormidad de la humanidad
y del mundo en todas sus distancias. Él abraza siempre al universo, a todos
nosotros.
Oremos al Señor para que nos ayude a reconocer algo de la enormidad de su
amor. Oremos para que su amor y su verdad toquen nuestro corazón. Pidamos que
Cristo viva en nuestros corazones y nos haga ser hombres nuevos, que actúan
según la verdad en la caridad. Amen.
[Traducción del original italiano por Jesús Colina
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