Discurso del Papa a los artistas

 

Esta mañana del sábado 21 de noviembre en la capilla Sixtina

Señores Cardenales,

venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,

ilustres artistas, señoras y señores.

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Con gran alegría los recibo en este lugar solemne y rico de arte y de memorias. Dirijo a todos y cada uno mi cordial saludo y les agradezco por haber acogido mi invitación. Con este encuentro deseo expresar y renovar la amistad de la Iglesia con el mundo del arte, una amistad consolidada en el tiempo, dado que el Cristianismo, desde sus orígenes, ha comprendido bien el valor de las artes y ha utilizado sabiamente los multiformes lenguajes para comunicar su inmutable mensaje de salvación. Esta amistad debe ser continuamente promovida y sostenida, para que sea auténtica y fecunda, adecuada a los tiempos y que tenga en cuenta las situaciones y los cambios sociales y culturales. He aquí el motivo de nuestra cita. Agradezco de corazón a monseñor Gianfranco Ravasi, presidente del Pontificio Consejo de la Cultura y de la Pontificia Comisión para los Bienes Culturales de la Iglesia, por haberlo promovido y preparado, con sus colaboradores, así como por las palabras que me ha apenas dirigido. Saludo a los señores cardenales, a los obispos, a los sacerdotes y a las distintas personalidades presentes. Agradezco también a la Capella Musical Pontificia Sixtina que me acompaña en este significativo momento.

 

Protagonistas de este encuentro son ustedes, queridos e ilustres artistas, pertenecientes a países, culturas y religiones diversas, quizás lejanas a experiencias religiosas pero deseosas de mantener viva una comunicación con la Iglesia católica y de no restringir los horizontes de la existencia a la mera materialidad, a una visión reductiva y banal. Ustedes representan el variado mundo de las artes y, justamente por esto, a través de ustedes quisiera hacerles llegar a todos los artistas mi invitación a la amistad, al dialogo y a la colaboración.

 

Algunas significativas circunstancias enriquecen este momento. Recordamos el decenio de la Carta a los Artistas de mi venerado predecesor Juan Pablo II. Por primera vez, en la vigilia del Gran Jubileo del Año 2000, este Pontífice, también él artista, escribió directamente a los artistas con la solemnidad de un documento papal y el tono amigable de una conversación entre “cuantos- como reza la dedicatoria-, con apasionada dedicación, buscan nuevas ‘epifanías’ de la belleza”. El mismo Papa, hace veinticinco años, había proclamado patrono de los artistas al beato Angélico, indicando en él un modelo de perfecta sintonía entre fe y arte. Mi pensamiento lo dirijo ahora al 7 de mayo de 1964, cuarenta y cinco años atrás, en este mismo lugar, se realizaba un histórico evento fuertemente querido por el Papa Pablo VI para reafirmar la amistad entre la Iglesia y las artes. Las palabras que pronunció en aquella circunstancia resuenan todavía hoy bajo la bóveda de esta Capilla Sixtina, tocando el corazón y el intelecto. “Nosotros necesitamos de ustedes- dijo-. Nuestro ministerio necesita de vuestra colaboración. Porque, como ustedes saben, nuestro ministerio es el de predicar y de hacer accesible y comprensible, es más, conmovedor, el mundo del espíritu, de lo invisible, de lo inefable, de Dios. Y en esta operación….ustedes son maestros. Es vuestro oficio, vuestra misión; y vuestra arte es la de entender del cielo del espíritu sus tesoros y revestirlos de palabra, de colores, de formas, de accesibilidad” (Enseñanzas II, [1964], 313). Era tanta la estima de Pablo VI por los artistas, como para lanzarlo a expresiones verdaderamente audaces: “Y si nosotros prescindiéramos de vuestra ayuda –continuaba-, el ministerio se haría balbuciente e incierto, y tendría necesidad de hacer un esfuerzo, diríamos, para ser artístico en sí mismo, es más, convertirse en profético. Para elevarse a la fuerza de expresión lírica de la belleza intuitiva, necesitaría hacer coincidir el sacerdocio con el arte” (Ibid., 314). En aquella circunstancia, Pablo VI asumió el compromiso de “reestablecer la amistad entre la Iglesia y los artistas”, y les pidió hacer lo propio y compartirlo, analizando con seriedad y objetividad los motivos que habían turbado esa relación y asumiéndose, cada quien con valentía y pasión, la responsabilidad de un renovado y profundo itinerario de conocimiento y de diálogo, en pos de un auténtico “renacimiento” del arte en el contexto de un nuevo humanismo. Aquel histórico encuentro, como decía, tuvo lugar aquí, en este santuario de fe y de creatividad humana. No es por lo tanto casual nuestro reencuentro precisamente en este lugar, precioso por su arquitectura y por sus simbólicas dimensiones, pero, más aún, por sus frescos que lo hacen inconfundible, empezando por las obras maestras de Perugino y Botticelli, Ghirlandaio y Cosimo Rosselli, Luca Signorelli y otros, para alcanzar las Historias del Génesis y del Juicio Universal, obras excelsas de Miguel Ángel Buonarroti, que aquí dejaron una de las creaciones más extraordinarias de toda la historia del arte. Aquí también resonó con frecuencia el lenguaje universal de la música, gracias al genio de grandes músicos que han puesto su arte al servicio de la liturgia ayudando al alma a elevarse hacia Dios. Al mismo tiempo la Capilla Sixtina es un singular cofre de memorias, ya que constituye el escenario solemne y austero de eventos que signan la historia de la Iglesia y de la humanidad. Aquí, como ustedes saben, el Colegio de los cardenales elige al Papa; aquí he vivido también yo, con trepidación y absoluta confianza en el Señor, el momento inolvidable de mi elección a sucesor del apóstol Pedro.

 

Queridos amigos, dejemos que estos frescos nos hablen hoy, acercándonos a la meta última de la historia humana. El Juicio Final que sobresale a mis espaldas, recuerda que la historia de la humanidad es movimiento y ascensión, es incansable tensión hacia la plenitud, hacia la felicidad última, hacia un horizonte que siempre sobrepasa el presente mientras lo atraviesa. En su dramatismo, sin embargo, este fresco coloca frente a nuestros ojos también el peligro de la caída definitiva del hombre, amenaza que incumbe sobre la humanidad cuando se deja seducir por las fuerzas del mal. El fresco lanza por lo tanto un fuerte grito profético contra el mal; contra toda forma de injusticia. Pero para los creyentes, el Cristo resucitado es el Camino, la Verdad y la Vida. Para quien fielmente lo sigue es la puerta que introduce en aquel “cara a cara”, en aquella visión de Dios de la que surge sin limitación alguna la felicidad plena y definitiva. Miguel Ángel ofrece de este modo a nuestra visión, el Alfa y el Omega, el principio y el final de la historia y nos invita a recorrer con alegría, valentía y esperanza el itinerario de la vida. La dramática belleza de la pintura de Miguel Ángel, con sus colores y sus formas, nos hace entonces anuncio de esperanza, invitación potente para elevar la mirada hacia el horizonte último. La relación profunda entre belleza y esperanza constituía también el núcleo esencial del sugestivo mensaje que Pablo VI dirigió a los artistas en la clausura del Concilio Ecuménico Vaticano II, el 8 de diciembre de 1965: “A todos ustedes- proclamó solemnemente-la Iglesia del Concilio les dice con nuestra voz: ¡si ustedes son los amigos del verdadero arte, ustedes son nuestros amigos!” (Enchiridion Vaticanum, 1, p. 305). Y agregó: “este mundo en el cual vivimos necesita belleza para no precipitar en la desesperación. La belleza, como la verdad, es aquello que infunde alegría en el corazón de los hombres, es el fruto precioso que se resiste a la degradación del tiempo, que une a las generaciones y las hace comulgar en la admiración. Y esto gracias a vuestras manos… Recuerden que ustedes son custodios de la belleza del mundo” (Ibid.).

 

El momento actual está lamentablemente marcado, además de por los fenómenos negativos a nivel social y económico, también por un debilitamiento de la esperanza, por una cierta desconfianza en las relaciones humanas, por lo que crecen los signos de resignación, de agresividad, de desesperación. El mundo en el que vivimos, corre el riesgo de cambiar su rostro por causa de la obra no siempre sabia del hombre, el cual en lugar de cultivar su belleza, explota sin conciencia los recursos del planeta en favor de unos pocos y con frecuencia desfigura las maravillas naturales. ¿Qué puede volver a dar entusiasmo y confianza, qué puede animar al alma humana para encontrar el camino, a levantar la mirada hacia el horizonte, a soñar una vida digna de su vocación sino la belleza? Ustedes saben bien, queridos artistas, que la experiencia de lo bello, de lo auténticamente bello, no efímero ni superficial, no es accesorio o algo secundario en la búsqueda del sentido y de la felicidad, porque tal experiencia no aleja de la realidad, más al contrario, conduce a una estrecha comparación con la vida cotidiana, para liberarla de la oscuridad y transfigurarla, para hacerla luminosa, bella.

Una función esencial de la verdadera belleza, de hecho, ya evidenciada por Platón, consiste en el comunicar al hombre una saludable “sacudida”, que le haga salir de sí mismo, le arranque de la resignación, de la comodidad de lo cotidiano, le haga también sufrir, como un dardo que lo hiere pero que justamente de este modo lo “despierta” abriéndole nuevamente los ojos del corazón y de la mente, poniéndole alas, empujándolo hacia lo alto. La expresión de Dostoevskij que voy a citar es sin duda audaz y paradójica, pero invita a reflexionar: “La humanidad puede vivir –decía- sin ciencia, puede vivir sin pan, pero sin la belleza no podría vivir más, porque no habría nada que hacer en el mundo. Todo el secreto está aquí, toda la historia está aquí”. Le hizo eco el pintor Georges Braque: El arte está hecho para turbar, mientras la ciencia tranquiliza”. La belleza golpea, pero por ello mueve al hombre hacia su destino último, lo pone en marcha, lo llena de nueva esperanza, de dona la valentía de vivir hasta el final el único don de la existencia. La búsqueda de la bellaza de la que hablo, evidentemente, no consiste en una fuga irracional o en un mero esteticismo.

 

No obstante, a menudo, la belleza de la que se hace propaganda es ilusoria y falaz, superficial y cegadora hasta el aturdimiento y, en lugar de hacer salir a los hombres de sí y abrirles horizontes de verdadera libertad empujándolos hacia lo alto, los encarcela en sí mismos y los hace todavía más esclavos, privados de esperanza y de alegría. Se trata de una seductora pero hipócrita belleza, que estimula el apetito, la voluntad de poder, de poseer, de prepotencia sobre el otro y que se transforma, rápidamente, en lo contrario, asumiendo los rostros de la obscenidad, de la trasgresión o de la provocación en sí misma. La auténtica belleza, en cambio, abre el corazón humano a la nostalgia, al deseo profundo de conocer, de amar, de ir hacia el otro, hacia más allá de sí mismo. Si aceptamos que la belleza nos toque íntimamente, nos hiera, nos abra los ojos, entonces redescubrimos la alegría de la visión, de la capacidad de aferrar el sentido profundo de nuestro existir, el misterio del cual somos parte y del cual podemos obtener la plenitud, la felicidad, la pasión del compromiso cotidiano. Juan Pablo II, en la Carta a los Artistas, cita, en este contexto, este verso de un poeta polaco, Cyprian Norwid: “La belleza es para entusiasmar el trabajo,/ el trabajo es para resurgir” (n.3). Y más adelante agrega: “Como búsqueda de lo bello, fruto de una imaginación que va más allá de los cotidiano, el arte es, por su naturaleza, una suerte de llamado al misterio. Incluso cuando escruta las profundidades más oscuras del alma o los aspectos más espantosos del mal, el artista se hace de alguna manera voz de la universal espera de redención”(n. 10). Y en la conclusión afirma: “la belleza es cifra del misterio y llamado a lo trascendente” (n. 16).

 

Estas ultimas expresiones nos llevan a dar un paso adelante en nuestra reflexión. La belleza, desde aquella que se manifiesta en el cosmos y en la naturaleza hasta aquella que se expresa a través de las creaciones artísticas, precisamente por su característica de abrir y ampliar los horizontes de la conciencia humana, de llevarla más allá de sí misma, de asomarla al abismo de lo infinito, puede convertirse en un camino hacia lo trascendente, hacia el misterio último, hacia Dios. El arte, en todas sus expresiones, en el momento en el que se confronta con las grandes interrogantes de la existencia, con los temas fundamentales de los cuales deriva el sentido de vivir, puede asumir una validez religiosa y transformarse en un recorrido de profunda reflexión interior y de espiritualidad. Esta afinidad, esta sintonía entre recorrido de fe e itinerario artístico, se confirma en un incalculable número de obras de arte que tienen como protagonistas los personajes, las historias, los símbolos de aquel inmenso depósito de “figuras”- en sentido amplio- que es la Biblia, la Sagrada Escritura. Las grandes narraciones bíblicas, los temas, las imágenes, las parábolas han inspirado innumerables obras maestras en cada sector de las artes, así como también, han hablado al corazón de cada generación de creyentes mediante obras de artesanía y de arte local, no menos elocuentes y conmovedoras.

 

Se habla, en este contexto, de una via pulchritudinis, un camino de la belleza que constituye al mismo tiempo un recorrido artístico, estético, y un itinerario de fe, de búsqueda teológica. El teólogo Hans Urs von Balthasar abre su gran obra titulada Gloria. Una estética teológica con estas sugestivas expresiones: “Nuestra palabra inicial se llama belleza. La belleza es la última palabra que el intelecto pensante puede osar pronunciar, porque ella no hace otra cosa que coronar, cual aureola de esplendor inalcanzable, el doble astro de lo verdadero y del bien y su indisoluble relación”. Después observa: esa es la belleza desinteresada sin la cual el viejo mundo era incapaz de entenderse, pero que se ha apartado de puntillas del moderno mundo de los intereses, para abandonarlo a su oscuridad, a su tristeza. Esa es la belleza que ya no es amada y custodiada ni siquiera por la religión”. Y concluye: “Quien, en su nombre, crispa los labios en una sonrisa, juzgándola como el juguete exótico de un burgués, de éste se puede estar seguro que –secretamente o abiertamente- no es capaz de rezar y, pronto, ni siquiera de amar”. El camino de la belleza nos conduce, entonces, a tomar el Todo en el fragmento, el Infinito en lo finito, Dios en la historia de la humanidad. En este sentido, Simone Weil escribía: “En todo aquello que suscita en nosotros el sentimiento puro y auténtico de lo bello, está realmente la presencia de Dios. Hay casi una especie de encarnación de Dios en el mundo, del cual la belleza es un signo. Lo bello es la prueba experimental de que la encarnación es posible. Por esto, cada arte de primer orden es, por su esencia, religiosa”. Todavía más cáustica es la afirmación de Hermann Hesse: “Arte significa: dentro de cada cosa mostrar a Dios”. Haciendo eco a las palabras del Papa Pablo VI, el siervo de Dios Juan Pablo II reafirmó el deseo de la Iglesia de renovar el diálogo y la colaboración con los artistas: “Para transmitir el mensaje confiado por Cristo, la Iglesia necesita del arte” (Lettera agli Artisti, n. 12); pero preguntaba inmediatamente después: “¿El arte necesita a la iglesia?”, animando a los artistas a encontrar en la experiencia religiosa, en la revelación cristiana y en el “gran código” que es la Biblia una fuente de renovada y motivada inspiración.

 

Queridos Artistas, llegando a la conclusión, quisiera dirigir también yo, como ya lo hizo mi predecesor, un cordial, amigable y apasionado llamamiento. Ustedes son los custodios de la belleza, ustedes tienen, gracias a vuestro talento, la posibilidad de hablar al corazón de la humanidad, de tocar la sensibilidad individual y colectiva, de suscitar sueños y esperanzas, de ampliar los horizontes del conocimiento y del compromiso humano. ¡Sean gratos por los dones recibidos y plenamente concientes de la gran responsabilidad de comunicar la belleza, de hacer comunicar en la belleza y a través de la belleza! ¡Sean también ustedes, a través de vuestro arte, anunciadores y testimonios de esperanza para la humanidad¡ ¡Y no tengan miedo de relacionarse con la fuente primera y última de la belleza, de dialogar con los creyentes, con quien, como ustedes, se siente peregrino en el mundo y en la historia hacia la Belleza infinita¡. La fe no quita nada a vuestro genio, a vuestra arte, es más, los exalta y los nutre, los anima a atravesar el umbral y a contemplar con ojos fascinados y conmovidos la meta última y definitiva, el sol sin crepúsculo que ilumina y hace bello el presente.

 

San Agustín, cantor enamorado de la belleza, reflexionando sobre el destino último del hombre y casi comentando ante litteram la escena del Juicio que tienen hoy ante sus ojos, escribía: “Gozaremos, entonces de una visión, o hermanos, nunca contemplada por los ojos, ni oída por las orejas, nunca imaginada por la fantasía: una visión que supera todas las bellezas terrenas, aquella del oro, de la plata, de los bosques y de los campos, del mar y del cielo, del sol y de la luna, de las estrellas y de los ángeles; la razón es esta: que esa es la fuente de cualquier otra belleza” (In Ep. Jo. Tr. 4,5: PL 35, 2008). Deseo a todos ustedes, querido artistas que lleven en sus ojos, en sus manos, en su corazón ésta visión, para que les dé alegrìa e inspire siempre sus bellas obras. Mientras de corazón les bendigo, les saludo, como lo hizo Pablo VI, con una palabra: ¡Hasta pronto! ¡Hasta la vista!