POR UNA CORRECTA HERMENÉUTICA DEL CONCILIO

Discurso de Benedicto XVI a la Curia Romana con motivo de las felicitaciones navideñas (22-12-2005)

Fuente: www.revistaecclesia.com


Señores cardenales, venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado, queridos hermanos y hermanas:

«Expergiscere, homo: quia pro te Deus factus est homo» Despiértate, hombre, pues por ti Dios se hizo hombre» (S. Agustín, Discursos, 185). Con esta invitación de San Agustín a captar el sentido auténtico de la Natividad de Cristo, abro mi encuentro con vosotros, queridos colaboradores de la Curia Romana, cerca ya de las fiestas navideñas. Vaya a cada uno de vosotros mi más cordial saludo y mi agradecimiento por los sentimientos de devoción y de afecto de los que se ha hecho eficaz intérprete el Cardenal Decano, a quien va mi gratitud. Dios se hizo hombre por nosotros: éste es el mensaje que, año tras año, desde la silenciosa cueva de Belén se extiende hasta los más remotos rincones de la tierra. Es la Navidad fiesta de luz y de paz, día de estupor interior y de alegría que se expande por el universo, porque «Dios se hizo hombre». Desde la humilde cueva de Belén, el eterno Hijo de Dios, hecho Niño pequeño, se dirige a cada uno de nosotros: nos interroga, nos invita a renacer en él, para que, junto con él, podamos vivir eternamente en la comunión de la Santísima Trinidad.

Memoria de Juan Pablo II

Con el corazón lleno de la alegría que de este conocimiento se deriva, recorramos idealmente los acontecimientos del año próximo a su fin. Quedan detrás grandes acontecimientos, que han marcado profundamente la vida de la Iglesia. Pienso ante todo en el fallecimiento de nuestro amado Santo Padre Juan Pablo II, precedido por un largo camino de sufrimiento y de pérdida gradual de la palabra. Ningún Papa nos ha legado una cantidad de textos igual a la que él nos ha dejado; ningún Papa antes que él había podido visitar, como él, el mundo entero y hablar directamente a los hombres de todos los continentes. Pero, al final, fue el suyo un camino de sufrimiento y de silencio. Permanecen inolvidables en nuestra memoria las imágenes del Domingo de Ramos, cuando, con la rama de olivo en la mano y marcado por el dolor, se asomaba por la ventana y nos daba la bendición del Señor antes de encaminarse hacia la cruz. Después la imagen de cuando, en su capilla privada, sosteniendo en la mano el crucifijo, participaba en el Vía Crucis del Coliseo, donde tantas veces encabezó la procesión llevando él mismo la cruz. Por último, su muda bendición del Domingo de Pascua, en la que, a través de todo su dolor, veíamos resplandecer la promesa de la resurrección, de la vida eterna. El Santo Padre, con sus palabras y sus obras, nos ha dado cosas grandes; pero no menos importante es la lección que nos ha dado desde la cátedra del sufrimiento y del silencio. En su último libro, Memoria e identidad (La Esfera de los Libros, 2005) nos ha legado una interpretación del sufrimiento que no es una teoría teológica o filosófica, sino fruto madurado a lo largo de su personal camino de sufrimiento, que recorrió con el auxilio de la fe en el Señor crucificado. Esta interpretación, que había elaborado en la fe y que daba sentido a su sufrimiento vivido en comunión con el del Señor, hablaba a través de su mudo dolor, transformándolo en gran mensaje. Tanto al principio como, una vez más, al final de dicho libro, el Papa se muestra hondamente afectado por el espectáculo del poder del mal, poder que, durante el siglo recién terminado, pudimos experimentar de manera dramática. Dice textualmente: «No fue un mal en edición reducida […] Fue el mal en proporciones gigantescas, un mal que ha usado las estructuras estatales mismas para llevar a cabo su funesto cometido, un mal erigido en sistema» (págs. 206-207). ¿Es tal vez el mal invencible? ¿Es la
verdadera, definitiva potencia de la historia? Debido a la experiencia del mal, la cuestión de la Redención, para el Papa Woytila, se había transformado en la pregunta esencial y central de su vida y de su pensar como cristiano. ¿Existe un límite contra el que el poderío del mal pueda quebrarse? Sí, existe, responde el Papa en este libro, al igual que en su encíclica sobre la Redención. El poder que pone un límite al mal es la misericordia divina. A la violencia, a la ostentación del mal, se opone en la historia —como lo «totalmente otro» de Dios, como el poderío propio de Dios— la divina misericordia. El Cordero es más fuerte que el dragón, podríamos decir con el Apocalipsis.

Al final del libro, en la mirada retrospectiva al atentado del 13 de mayo de 1981 y también sobre la base de la experiencia de su camino con Dios y con el mundo, Juan Pablo II profundiza aún más en la respuesta. El límite del poder del mal, la potencia que, en última instancia, lo vence es —son palabras suyas— el sufrimiento de Dios, el sufrimiento del Hijo de Dios en la cruz: «El sufrimiento de Dios crucificado no es sólo una forma de dolor entre otras […] Cristo, padeciendo por todos nosotros, ha dado al sufrimiento un nuevo sentido, lo ha introducido en una nueva dimensión, en otro orden: en el orden del amor […] La pasión de Cristo en la cruz ha dado un sentido totalmente nuevo al sufrimiento y lo ha transformado desde dentro […] Es el sufrimiento que destruye y consume el mal con el fuego del amor […] Todo sufrimiento humano, todo dolor, toda enfermedad, encierra en sí una promesa de liberación […] El mal […] existe en el mundo también para despertar en nosotros el amor, que es la entrega de sí mismo al servicio […] de los que se ven afectados por el sufrimiento […] Cristo es el Redentor del mundo: "Nuestro castigo saludable vino sobre él, sus cicatrices nos curaron" (Is 53, 5)» (págs. 207-208). Todo ello, lejos de ser mera teología docta, es en realidad expresión de una fe vivida y sazonada en el sufrimiento. Verdad es que hemos de hacer todo lo posible por aliviar el sufrimiento e impedir la injusticia que provoca el sufrimiento de los inocentes. Pero también hemos de hacer todo lo posible para que los hombres descubran el sentido del sufrimiento, para que así puedan aceptar el sufrimiento propio y unirlo al sufrimiento de Cristo. De esta manera, éste se funde con el amor redentor y se transforma, por consiguiente, en fuerza contra el mal del mundo. La respuesta que en el mundo entero suscitó la muerte del Papa fue una manifestación sobrecogedora de gratitud por el hecho de que él, en su ministerio, se ofreciera totalmente a Dios por el mundo; un agradecimiento por el hecho de que él, en un mundo lleno de odio y de violencia, nos enseñara nuevamente a amar y sufrir al servicio de los demás; por mostrarnos, por así decirlo, en estado natural al Redentor, a la Redención, y por darnos la certeza de que, en efecto, el mal no tiene la última palabra en el mundo.

Jornada Mundial de la Juventud de Colonia

Quisiera ahora mencionar, si bien brevemente, otros dos acontecimientos emprendidos aún por el Papa Juan Pablo II: se trata de la Jornada Mundial de la Juventud celebrada en Colonia y del Sínodo de los Obispos sobre la Eucaristía que clausuró también el Año de la Eucaristía, inaugurado por el Papa Juan Pablo II. La Jornada Mundial de la Juventud ha quedado en la memoria  de todos los que la presenciaron  como un gran don. Más de un millón de jóvenes se dieron cita en la  ciudad de Colonia, a orillas del  Rhin, y en las ciudades cercanas,  para escuchar juntos la Palabra de  Dios, para orar juntos, para recibir  los sacramentos de la Reconciliación y de la Eucaristía, para cantar  y celebrar juntos, para disfrutar de  la existencia y para adorar y recibir al Señor eucarístico durante los  grandes encuentros de la noche  del sábado y del domingo. Durante  todos esos días reinó la alegría auténtica. Prescindiendo de los servicios de orden, la policía nada tuvo  que hacer: el Señor había reunido  a su familia, superando notablemente toda frontera y barrera, y,  en la gran comunión entre nosotros nos había permitido experimentar su presencia. El lema escogido para esas Jornadas —«Hemos  venido a adorarle»— contenía dos  grandes imágenes que, desde el  principio, favorecieron un enfoque  adecuado. En primer lugar, la imagen de la peregrinación, la imagen  del hombre que, trascendiendo sus  asuntos diarios, sale en busca de  su destino esencial, de la verdad, de la  vida justa, de Dios. Esta imagen del hombre que camina hacia la meta encerraba  en sí otras dos indicaciones patentes.  Ante todo, la invitación a no ver el mundo que nos rodea sólo como materia bruta con la que podemos hacer algo, sino a  tratar de descubrir en él la «caligrafía del  Creador», la razón creadora y el amor de  los que nació el mundo y de los que el  universo nos habla cuando prestamos  atención, cuando nuestros sentidos interiores se avivan y logran percibir las dimensiones más profundas de la realidad. Como segundo elemento, se añadía además la invitación a ponerse a la escucha de la revelación histórica, la única que puede proporcionarnos la clave de lectura del silencioso misterio de la creación, indicándonos concretamente el camino hacia el auténtico Amo del mundo y de la historia, oculto en la pobreza del establo de Belén. La otra imagen contenida en el lema de la Jornada Mundial de la Juventud era el hombre en adoración: «Hemos venido a adorarle». Antes de toda actividad y de toda modificación del mundo tiene que haber adoración. Sólo ésta nos hace realmente libres; sólo ésta nos da los criterios de nuestra acción. Precisamente en un mundo en el que se difuminan progresivamente los criterios de orientación y en el que existe la amenaza de que cada uno haga de sí mismo el propio criterio, resulta de fundamental importancia subrayar la adoración. Ninguno de los asistentes podrá olvidar jamás el intenso silencio de ese millón de jóvenes, un silencio que nos unía y elevaba a todos cuando el Señor en el Sacramento quedaba depositado en el altar. Guardemos en el corazón las imágenes de Colonia: son una indicación que permanece activa. Sin mencionar nombres concretos, quisiera en esta ocasión dar las gracias a todos los que hicieron posible la Jornada Mundial de la Juventud; pero, por encima de todo, demos gracias juntos al Señor porque, a fin de cuentas, sólo él podía obsequiarnos con esas jornadas tal y como las hemos vivido.


Año de la Eucaristía

La palabra «adoración» nos lleva al segundo gran acontecimiento del que quisiera hablar: el Sínodo de los Obispos y el Año de la Eucaristía. El papa Juan Pablo II, con su Encíclica Ecclesia de Eucharistia y con su Carta apostólica Mane nobiscum, Domine, ya nos había proporcionado las indicaciones esenciales y, contemporáneamente, con su experiencia personal de la fe eucarística, había concretado la enseñanza de la Iglesia. Además, la Congregación para el Culto Divino, en estrecha conexión con la Encíclica, había publicado la Instrucción Redemptionis Sacramentum como ayuda práctica para una aplicación correcta de la Constitución conciliar sobre la liturgia y de la reforma litúrgica. Además de todo ello, ¿era realmente posible decir aún algo nuevo, desarrollar aún más el conjunto de la doctrina? Precisamente ésta fue la gran experiencia del Sínodo cuando, en las aportaciones de los Padres, se vio reflejada la riqueza de la vida eucarística de la Iglesia actual y se manifestó la imposibilidad de agotar su fe eucarística. Lo que los Padres pensaron y expresaron habrá de presentarse, en estrecha conexión con las Propositiones del Sínodo, en un documento postsinodal. Aquí sólo quisiera subrayar una vez más ese punto que, hace poco, ya registrábamos en el contexto de la Jornada Mundial de la Juventud: la adoración del Señor resucitado, presente en la Eucaristía con carne y sangre, con cuerpo y alma, con divinidad y humanidad. Me emociona ver cómo en toda la Iglesia se va avivando la alegría por la adoración eucarística y se manifiestan sus frutos. Durante el período de la reforma litúrgica, a menudo la misa y la adoración fuera de ésta se veían como contrapuestas una a otra: según una objeción bastante extendida en aquella época, el Pan eucarístico no se nos habría dado para ser contemplado, sino para ser comido. Pero ya Agustín había dicho: «Nemo autem illam carnem manducat, nisi prius adoraverit; […] peccemus non adorando - Nadie come esta carne sin adorarla antes; […] pecaríamos si no la adorásemos» (cf. Enarr. in Ps. 98, 9: CCL XXXIX, 1385). En efecto, en la Eucaristía no nos limitanos a recibir simplemente una cosa. Es el encuentro y la unificación de personas; pero la persona que sale a nuestro encuentro y que desea unirse a nosotros es el Hijo de Dios. Semejante unificación sólo puede realizarse según la modalidad de la adoración. Recibir la Eucaristía significa adorar a aquél que recibimos. Precisamente así, y sólo así, nos convertimos en una cosa sola con él. Por eso el desarrollo de la adoración eucarística, tal y como fue forjándose durante la Edad Media, era la consecuencia más coherente del propio misterio eucarístico: sólo en la adoración puede madurar una recepción profunda y verdadera. Y precisamente en este acto personal de encuentro con el Señor madura también la misión social que la Eucaristía encierra y que no sólo quiere romper las barreras entre el Señor y nosotros, sino también —y sobre todo— las que nos separan a unos de otros.

El último acontecimiento de  este año que quisiera examinar  en esta ocasión es la celebración de la  clausura del Concilio Vaticano II hace  ahora cuarenta años. Esta conmemoración suscita la pregunta: ¿Cuál ha sido el  resultado del Concilio? ¿Ha sido correctamente acogido? En su recepción, ¿qué ha  sido bueno y qué insuficiente o erróneo?  ¿Qué es lo que queda aún por hacer? Nadie puede negar que, en amplios sectores  de la Iglesia, la recepción del Concilio ha  tenido un desarrollo bastante difícil, incluso sin querer aplicar a lo acontecido  durante estos años la descripción que el  gran doctor de la Iglesia San Basilio traza  de la situación de la Iglesia tras el Concilio de Nicea, situación que él compara a  una batalla naval en la penumbra de la  tormenta, diciendo entre otras cosas: «El  grito bronco de quienes por la discordia  se yerguen uno contra otro, los parloteos incomprensibles, el ruido confuso de los clamores ininterrumpidos, han llenado ya casi toda la Iglesia falseando, por exceso o por defecto, la recta doctrina de la fe...» (De Spiritu Sancto, XXX, 77: PG 32, 213 A; SCh 17 bis, pág. 524). No queremos aplicar precisamente tan dramática descripción a la situación del posconcilio, pero no deja de ser cierto que la misma refleja algo de lo acontecido. Surge la pregunta: ¿Por qué la recepción del Concilio, en grandes zonas de la Iglesia, se ha desarrollado hasta ahora de forma tan difícil? Pues bien: todo depende de la correcta interpretación del Concilio o —como diríamos hoy en día— de su correcta hermenéutica, de su correcta clave de lectura y de aplicación. Los problemas de recepción surgen del hecho de que dos hermenéuticas contrarias se han visto enfrentadas y han reñido una con otra. Una ha causado confusión; otra, de manera silenciosa pero cada vez más visible, ha producido frutos y sigue produciéndolos. Por un lado existe una hermenéutica que denominaría «hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura», que con cierta frecuencia ha podido contar con la simpatía de los medios de comunicación y también con la de una parte de la teología moderna.

Por otro lado tenemos la «hermenéutica de la reforma», de la renovación en la continuidad del único sujeto-Iglesia, que el Señor nos ha dado; sujeto que crece con el tiempo y se desarrolla, sin dejar, con todo, de ser el mismo, el único sujeto del Pueblo de Dios en marcha. La hermenéutica de la discontinuidad corre el peligro de desembocar en una ruptura entre Iglesia preconciliar e Iglesia posconciliar. Afirma que los textos del Concilio propiamente dichos no serían aún la expresión auténtica del espíritu del Concilio, sino el resultado de transacciones durante las cuales, con vistas a alcanzar la unanimidad, hubo que seguir arrastrando y confirmando de nuevo cosas antiguas, inútiles ya. Con todo, el espíritu del Concilio no se revelaría en dichas transacciones, sino en los impulsos hacia lo nuevo que subyacen en sus textos: sólo dichos impulsos representarían el espíritu auténtico del Concilio, y partiendo de ellos y con arreglo a ellos habría que proceder. Precisamente porque los textos reflejarían sólo de forma imperfecta el espíritu auténtico del Concilio y su novedad, sería preciso trascenderlos con valentía, haciendo sitio a la novedad en la que se expresaría la intención más profunda —si bien aún indistinta— del Concilio. En una palabra, habría que seguir no ya los textos del Concilio, sino su espíritu. De esta forma, como es obvio, queda un amplio margen para preguntarse cómo definir entonces ese espíritu, y, por consiguiente, se hace sitio a toda excentricidad. Pero con ello se tergiversa radicalmente la naturaleza de un Concilio en cuanto tal, ya que, de esta forma, se lo considera como una especie de asamblea constituyente, que elimina una constitución antigua y crea otra nueva. Pero una asamblea constituyente necesita un poderdante y, sucesivamente, una ratificación por parte de éste, es decir del pueblo al que la constitución debe servir. Los Padres no tenían semejante poder, y nadie se lo había dado, ni nadie, a decir verdad, podía dárselo, pues la constitución esencial de la Iglesia procede del Señor y se nos ha dado para que podamos alcanzar la vida eterna y, partiendo de este enfoque, podamos alumbrar también la vida en el tiempo y el propio tiempo. Los obispos, gracias el sacramento que han recibido, son fiduciarios del don del Señor. Son «administradores de los misterios de Dios» (1 Co 4, 1); a fuer de tales, han de ser encontrados «fieles y sabios» (cf. Lc 12, 41-48). Ello significa que deben administrar el don del Señor de manera correcta, para que, lejos de quedar oculto en algún escondrijo, produzca fruto, de forma que el Señor, al final, pueda decir al administrador: «Como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante» (cf. Mt 25, 14-30; Lc 19, 11-27). En estas parábolas evangélicas queda expresada la dinámica de la fidelidad, que interesa en el servicio del Señor, y en ellas también resulta patente hasta qué punto, en un Concilio, dinámica y fidelidad han de convertirse en una sola cosa.

Cuarenta años del Concilio Vaticano II

A la hermenéutica de la discontinuidad se opone la hermenéutica de la reforma, tal y como la presentaron primero Juan XXIII en su discurso de apertura del Concilio, el 11 de octubre de 1962, y después el Papa Pablo VI en su discurso de clausura del 7 de diciembre de 1965. Quisiera citar aquí sólo las bien conocidas palabras de Juan XXIII, en las que dicha hermenéutica queda inequívocamente expresada al decir que el Concilio «quiere transmitir la doctrina católica en su integridad, sin atenuaciones ni deformaciones», y prosigue: «Nuestra tarea no es únicamente guardar este tesoro, como si nos preocupáramos tan sólo de la antigüedad, sino también decididos, sin temor, a estudiar lo que exige nuestra época […] Esta doctrina es, sin duda, verdadera e inmutable, y el fiel debe prestarle obediencia, pero hay que investigarla y exponerla según las exigencias de nuestro tiempo. Una cosa, en efecto, es el depósito de la fe o las verdades que contiene nuestra venerable doctrina, y otra distinta es el modo como se enuncian estas verdades, conservando, sin embargo, el mismo sentido y significado» (Concilio Ecuménico Vaticano II. Constituciones. Decretos. Declaraciones, BAC, Madrid, 1993, págs. 1094-1095). Resulta evidente que este compromiso de expresar de forma nueva una determinada verdad exige una nueva reflexión acerca de ésta y una nueva relación vital con ella; también resulta patente que la nueva palabra sólo puede llegar a sazón si surge de una comprensión consciente de la verdad expresada, y que, por otro lado, la reflexión en torno a la fe exige también que se viva dicha fe. En este sentido, el programa propuesto por el Papa Juan XXIII era harto ambicioso, al igual que lo es la síntesis de fidelidad y dinámica.

Pero doquiera esta interpretación ha sido la orientación que ha guiado la recepción del Concilio, ha crecido una vida nueva y han madurado nuevos frutos. Cuarenta años después del Concilio, podemos detectar que lo positivo es mayor y más vivo de lo que podía parecer en la agitación de los años próximos a 1968. Hoy vemos que la buena semilla, aunque se desarrolla lentamente, crece, y con ella crece también nuestra profunda gratitud por la labor desempeñada por el Concilio.

Pablo VI, en su discurso de clausura del Concilio, indicó también una motivación específica por la que una hermenéutica de la discontinuidad podría parecer convincente. En la gran disputa acerca del hombre que caracteriza al mundo moderno, el Concilio debía dedicarse de especial manera al tema antropológico. Debía interrogarse acerca de la relación entre la Iglesia y su fe, por un lado, y el hombre y el mundo actual, por otro (ibíd., págs. 1176 ss.). La cuestión se vuelve aún más evidente si en lugar del término genérico de «mundo actual» optamos por otro más preciso: el Concilio debía determinar de manera nueva la relación entre Iglesia y Edad Moderna. Esta relación había conocido un inicio muy problemático con el proceso a Galileo. Después se había quebrado por completo cuando Kant definió la «religión dentro de la pura razón» y cuando, en la fase radical de la Revolución Francesa, se extendió una imagen del Estado y del hombre que a la Iglesia y a la fe no quería ya conceder prácticamente espacio alguno. El enfrentamiento de la fe de la Iglesia con un liberalismo radical y también con unas ciencias naturales que pretendían abarcar con sus conocimientos toda la realidad hasta sus propios confines, proponiéndose tercamente hacer superflua la «hipótesis Dios», había provocado en el siglo XIX, bajo Pío IX, por parte de la Iglesia, agrias y radicales condenas de dicho espíritu propio de la Edad Moderna. Por lo tanto, aparentemente, no quedaba ya ningún campo abierto para un entendimiento positivo y fructífero, y también eran drásticos los rechazos por parte de quienes se sentían los representantes de la Edad Moderna. Mientras tanto, sin embargo, también ésta había conocido desarrollos. Se tomaba conciencia de que la Revolución Estadounidense había ofrecido un modelo de estado moderno distinto del que teorizaban las tendencias radicales surgidas en la segunda fase de la Revolución Francesa. Las ciencias naturales empezaban, de forma cada vez más evidente, a reflexionar sobre su propio límite, impuesto por su mismo método, que, aun realizando cosas grandiosas, no estaba en condiciones de abarcar la totalidad de la realidad. Así, ambas partes empezaban progresivamente a abrirse una a otra. En el período entre las dos guerras mundiales, y aún más tras la segunda guerra mundial, algunos estadistas católicos habían demostrado que puede existir un estado moderno laico que, sin embargo, no sea neutro en relación con los valores, sino que viva alimentándose en las grandes fuentes éticas abiertas por el cristianismo. La doctrina social católica, en su desarrollo progresivo, se había convertido en un importante modelo entre el liberalismo radical y la teoría marxista del Estado. Las ciencias naturales, que profesaban sin reserva alguna un método propio al que Dios no tenía acceso, iban percatándose cada vez con mayor claridad de que dicho método no abarcaba la totalidad de la realidad, por lo que abrían de nuevo las puertas a Dios, sabedoras de que la realidad es mayor que el método naturalista y que lo que éste pueda abarcar. Podríamos decir que se habían formado tres círculos de preguntas que ahora, en la hora del Vaticano II, aguardaban una respuesta. Ante todo, procedía definir de manera nueva la relación entre fe y ciencias modernas; ello concernía, por otra parte, no sólo a las ciencias naturales, sino también a la ciencia histórica, ya que, en una determinada escuela, el método histórico-crítico reivindicaba para sí la última palabra en la interpretación de la Biblia, y, pretendiendo la plena exclusividad para su comprensión de las Sagradas Escrituras, se oponía en puntos importantes a la interpretación que la fe de la Iglesia había elaborado. En segundo lugar, había que definir de manera nueva la relación entre Iglesia y Estado moderno, que concedía espacio a ciudadanos de varias religiones e ideologías, comportándose con dichas religiones de manera imparcial y asumiendo simplemente la responsabilidad con vistas a una convivencia ordenada y tolerante entre los ciudadanos y a su libertad de ejercer la propia religión. Con ello, en tercer lugar, se relacionaba de forma más general el problema de la tolerancia religiosa,
cuestión ésta que demandaba una nueva definición de la relación entre fe cristiana y religiones del mundo. En particular, ante los recientes crímenes del régimen nacionalsocialista y, en general, en una mirada retrospectiva sobre una larga historia difícil, había que valorar y definir de manera nueva la relación entre la Iglesia y la fe de Israel.

Una hermenéutica apropiada

Todos éstos son temas de gran alcance —eran los grandes temas de la segunda parte del Concilio— sobre los que no es posible extenderse más en este contexto. Resulta evidente que en todos estos sectores, que en su conjunto constituyen un único problema, podía surgir alguna forma de discontinuidad, y que, en cierto sentido, se había manifestado, de hecho, una discontinuidad, en la cual, una vez hechas las debidas distinciones entre las situaciones históricas concretas y sus exigencias, resultaba no abandonada la continuidad en los principios, hecho éste que fácilmente escapa a una primera percepción. Precisamente en este conjunto de continuidad y discontinuidad en diferentes niveles consiste la naturaleza de la reforma auténtica. En este proceso de novedad en la continuidad teníamos que aprender a comprender de manera más concreta que antes que las decisiones de la Iglesia respecto a cosas contingentes —por ejemplo, ciertas formas concretas de liberalismo o de interpretación liberal de la Biblia— habían necesariamente de ser en sí mismas contingentes, precisamente por hacer referencia a una realidad determinada, en sí misma variable. Había que aprender a reconocer que, en semejantes decisiones, sólo los principios expresan el aspecto duradero, permaneciendo en el fondo y motivando la decisión desde dentro. No son, en cambio, igualmente permanentes las formas concretas, que dependen de la situación histórica y que, por lo tanto, pueden sufrir cambios. De esta forma, las decisiones de fondo pueden seguir siendo válidas, al tiempo que las formas de su aplicación a contextos nuevos pueden cambiar. Así, por ejemplo, si se considera la libertad de religión como expresión de la incapacidad del hombre de encontrar la verdad y se convierte por consiguiente en canonización del relativismo, entonces la misma, de necesidad social e histórica que era, queda elevada de manera impropia a nivel metafísico, por lo que se ve privada de su sentido auténtico, con la consecuencia de no poder ser aceptada por aquél que cree que el hombre es capaz de conocer la verdad de Dios y, sobre la base de la dignidad interior de la verdad, está ligado a dicho conocimiento. Cosa completamente distinta es, en cambio, considerar la libertad de religión como una necesidad derivada de la convivencia humana, es más, como una consecuencia intrínseca de la verdad, que no puede imponerse desde fuera, sino que el hombre ha de hacer propia sólo mediante el proceso de la convicción. El Concilio Vaticano II, al reconocer y hacer suyo, con el Decreto sobre la libertad religiosa, un principio esencial del Estado moderno, recuperó el patrimonio más profundo de la Iglesia. Esta puede ser consciente, con ello, de hallarse en plena sintonía con la enseñanza del propio Jesús (cf. Mt 22, 21), al igual que con la Iglesia de los mártires, con los mártires de todos los tiempos. La Iglesia antigua, con naturalidad, oró por los emperadores y por los responsables políticos, considerando éste un deber suyo (cf. 1 Tm 2, 2); empero, al tiempo que oraba por los emperadores, se negó en cambio a adorarlos, y con ello rechazó claramente la religión de Estado. Los mártires de la Iglesia primitiva murieron por su fe en el Dios que se había revelado en Jesucristo, y precisamente así murieron también por la libertad de conciencia y por la libertad de profesión de la propia fe, una profesión que ningún estado puede imponer, y que, por el contrario, sólo puede hacerse propia con la gracia de Dios, en libertad de conciencia. Una Iglesia misionera, que se sabe obligada a anunciar su mensaje a todos los pueblos, debe necesariamente comprometerse con la libertad de la fe. Quiere transmitir el don de la verdad, que existe para todos, y asegura contemporáneamente a los pueblos y a sus gobiernos que no pretende destruir con ello su identidad y sus culturas, sino llevarles una respuesta que, en su fuero más íntimo, aguardan; una repuesta con la que la multiplicidad de las culturas no se pierde y con la que crece en cambio la unidad entre los hombres y, por ende, también la paz entre los pueblos

El Concilio Vaticano II, con la nueva definición de la relación entre la fe de la Iglesia y determinados elementos esenciales del pensamiento moderno, revisó o incluso corrigió algunas decisiones históricas, pero en esta aparente discontinuidad mantuvo, en cambio, y profundizó su naturaleza íntima y su identidad auténtica. La Iglesia es, tanto antes como después del Concilio, la misma Iglesia una, santa, católica y apostólica que camina a través de los tiempos; ella continúa «su peregrinación en medio de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios», anunciando la muerte del Señor hasta que vuelva (cf. Lumen gentium, n. 8). Quienes habían esperado que con ese «sí» fundamental a la Edad Moderna todas las tensiones se esfumaran y la «apertura al mundo» así realizada lo transformara todo en pura armonía, habían infravalorado las tensiones internas e incluso las contradicciones de la propia Edad Moderna; habían infravalorado la peligrosa fragilidad de la naturaleza humana, que en todos los períodos de la historia y bajo toda constelación histórica constituye una amenaza para el camino del hombre. Estos peligros, junto con las nuevas posibilidades y con el nuevo poder del hombre sobre la materia y sobre sí mismo, lejos de desaparecer, adquieren, por el contrario, nuevas dimensiones: una mirada a la historia actual lo demuestra claramente. También en nuestro tiempo la Iglesia sigue siendo «signo de contradicción» (Lc 2, 34): no en vano el Papa Juan Pablo II, cuando aún era cardenal, había dado este título a los ejercicios espirituales que predicó en 1976 al Papa Pablo VI y a la Curia Romana. No podía ser intención del Concilio abolir esta contradicción del Evangelio respecto a los peligros y a las errores del hombre. En cambio, era desde luego su intención arrinconar contradicciones erróneas o superfluas, con el fin de presentar a este mundo nuestro la exigencia del Evangelio en toda su grandeza y pureza. El paso dado por el Concilio hacia la Edad Moderna, paso que de forma harto imprecisa se ha presentado como «apertura al mundo», forma parte, en última instancia, del perenne problema de la relación entre fe y razón, que vuelve a presentarse bajo formas siempre nuevas. La situación que el Concilio había de afrontar es, desde luego, comparable a acontecimientos de épocas anteriores. San Pedro, en su Primera Carta, había exhortado a los cristianos a estar siempre dispuestos a dar respuesta (apología) a todo aquél que les hubiera pedido el logos, la razón de su fe (cf. 3, 15). Ello significaba que la fe bíblica debía entrar en discusión y en relación con la cultura griega y aprender a reconocer mediante la interpretación la línea de distinción, pero también el contacto y la afinidad entre ellas en la única razón otorgada por Dios. Cuando en el siglo XIII, por mediación de filósofos judíos y árabes, el pensamiento aristotélico entró en contacto con la cristiandad medieval formada en la tradición platónica, y fe y razón corrieron el peligro de entrar en una contradicción inconciliable, fue sobre todo Santo Tomás de Aquino quien medió en el nuevo encuentro entre fe y filosofía aristotélica, poniendo con ello a la fe en relación positiva con la forma de razón dominante en su época. La complicada disputa entre razón moderna y fe cristiana, que, en un primer momento, con el proceso a Galileo, había empezado de forma negativa, pasó en verdad por muchas fases, pero con el Concilio Vaticano II llegó la hora de exigir un amplio replanteamiento. Su contenido, en los textos conciliares, está delineado desde luego sólo a grandes rasgos, pero con ello queda determinada la dirección esencial, de forma que el diálogo entre razón y fe, hoy particularmente importante, ha encontrado su orientación sobre la base del Vaticano II. Ahora hay que desarrollar este diálogo con gran apertura mental, pero también con la claridad en el discernimiento de los espíritus que el mundo con razón espera de nosotros precisamente ahora. Así podemos hoy volver la mirada con gratitud al Concilio Vaticano II: si lo leemos y acogemos guiados por una hermenéutica correcta, puede ser y llegar a ser cada vez más una gran fuerza para la necesaria renovación de la Iglesia.

El Cónclave de abril

Por último, ¿debo tal vez recordar ese 19 de abril de este año, en el que el Colegio Cardenalicio, con no pequeño sobresalto mío, me eligió como sucesor del Papa Juan Pablo II, como sucesor de San Pedro en la cátedra del Obispo de Roma? Semejante tarea quedaba totalmente fuera de lo que jamás hubiera podido imaginar como vocación mía. Por eso, sólo con un gran acto de confianza en Dios pude decir en la obediencia mi «sí» a esa elección. Al igual que entonces, hoy también os pido a todos oración, con cuya fuerza y apoyo cuento. Al mismo tiempo, deseo dar las gracias de todo corazón en este momento a todos los que me han acogido y siguen acogiéndome con tanta confianza, bondad y comprensión, acompañándome día tras día con su oración.

La Navidad ya está cerca. A las amenazas de la historia, el Señor Dios no se opuso con el poder externo, tal y como nosotros los hombres, según las perspectivas de este mundo nuestro, habríamos esperado. Su arma es la bondad. Se reveló como niño, nacido en un establo. Precisamente así contrapone su poder completamente distinto a las potencias destructivas de la violencia. Precisamente así él nos salva. Precisamente así nos muestra aquello que salva. Queremos, en estos días navideños, salir a su encuentro llenos de confianza, como los pastores, como los sabios de Oriente. Pidamos a María que nos lleve al Señor. Pidámosle a él mismo que haga brillar su rostro sobre nosotros. Pidámosle que venza él mismo a la violencia del mundo y nos deje experimentar el poder de su bondad. Con estos sentimientos, imparto cordialmente a todos vosotros la bendición apostólica. n

(Original italiano procedente del archivo informático de la Santa Sede; traducción de ECCLESIA)