La carta
apostólica del Papa Benedicto XVI para
el Año de la Fe 2012-2013
Carta apostólica
en forma de
Motu
proprio
Porta fidei
del Sumo
Pontífice Benedicto XVI
con la que se convoca el
Año de la
fe
1. «La puerta de la fe» (cf. Hch 14,
27), que introduce en la vida de
comunión con Dios y permite la entrada
en su Iglesia, está siempre abierta para
nosotros. Se cruza ese umbral cuando la
Palabra de Dios se anuncia y el corazón
se deja plasmar por la gracia que
transforma. Atravesar esa puerta supone
emprender un camino que dura toda la
vida. Éste empieza con el bautismo (cf. Rm 6,
4), con el que podemos llamar a Dios con
el nombre de Padre, y se concluye con el
paso de la muerte a la vida eterna,
fruto de la resurrección del Señor Jesús
que, con el don del Espíritu Santo, ha
querido unir en su misma gloria a
cuantos creen en él (cf. Jn 17,
22). Profesar la fe en la Trinidad
–Padre, Hijo y Espíritu Santo –equivale
a creer en un solo Dios que es Amor (cf. 1
Jn 4,
8): el Padre, que en la plenitud de los
tiempos envió a su Hijo para nuestra
salvación; Jesucristo, que en el
misterio de su muerte y resurrección
redimió al mundo; el Espíritu Santo, que
guía a la Iglesia a través de los siglos
en la espera del retorno glorioso del
Señor.
2. Desde el comienzo de
mi ministerio como Sucesor de Pedro, he
recordado la exigencia de redescubrir el
camino de la fe para iluminar de manera
cada vez más clara la alegría y el
entusiasmo renovado del encuentro con
Cristo. En la homilía de la santa Misa
de inicio del Pontificado decía: «La
Iglesia en su conjunto, y en ella sus
pastores, como Cristo han de ponerse en
camino para rescatar a los hombres del
desierto y conducirlos al lugar de la
vida, hacia la amistad con el Hijo de
Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y
la vida en plenitud».1 Sucede
hoy con frecuencia que los cristianos se
preocupan mucho por las consecuencias
sociales, culturales y políticas de su
compromiso, al mismo tiempo que siguen
considerando la fe como un presupuesto
obvio de la vida común. De hecho, este
presupuesto no sólo no aparece como tal,
sino que incluso con frecuencia es
negado.2 Mientras
que en el pasado era posible reconocer
un tejido cultural unitario, ampliamente
aceptado en su referencia al contenido
de la fe y a los valores inspirados por
ella, hoy no parece que sea ya así en
vastos sectores de la sociedad, a causa
de una profunda crisis de fe que afecta
a muchas personas.
3. No podemos dejar que
la sal se vuelva sosa y la luz
permanezca oculta (cf. Mt 5,
13-16). Como la samaritana, también el
hombre actual puede sentir de nuevo la
necesidad de acercarse al pozo para
escuchar a Jesús, que invita a creer en
él y a extraer el agua viva que mana de
su fuente (cf. Jn 4,
14). Debemos descubrir de nuevo el gusto
de alimentarnos con la Palabra de Dios,
transmitida fielmente por la Iglesia, y
el Pan de la vida, ofrecido como
sustento a todos los que son sus
discípulos (cf. Jn 6,
51). En efecto, la enseñanza de Jesús
resuena todavía hoy con la misma fuerza:
«Trabajad no por el alimento que perece,
sino por el alimento que perdura para la
vida eterna» (Jn 6,
27). La pregunta planteada por los que
lo escuchaban es también hoy la misma
para nosotros: «¿Qué tenemos que hacer
para realizar las obras de Dios?» (Jn 6,
28). Sabemos la respuesta de Jesús: «La
obra de Dios es ésta: que creáis en el
que él ha enviado» (Jn 6,
29). Creer en Jesucristo es, por tanto,
el camino para poder llegar de modo
definitivo a la salvación.
4. A la luz de todo esto,
he decidido convocar un Año
de la fe. Comenzará el 11 de octubre
de 2012, en el cincuenta aniversario de
la apertura del Concilio Vaticano II, y
terminará en la solemnidad de
Jesucristo, Rey del Universo, el 24 de
noviembre de 2013. En la fecha del 11 de
octubre de 2012, se celebrarán también
los veinte años de la publicación del Catecismo
de la Iglesia Católica, promulgado
por mi Predecesor, el beato Papa Juan
Pablo II,3 con
la intención de ilustrar a todos los
fieles la fuerza y belleza de la fe.
Este documento, auténtico fruto del
Concilio Vaticano II, fue querido por el
Sínodo Extraordinario de los Obispos de
1985 como instrumento al servicio de la
catequesis,4 realizándose
mediante la colaboración de todo el
Episcopado de la Iglesia católica. Y
precisamente he convocado la Asamblea
General del Sínodo de los Obispos, en el
mes de octubre de 2012, sobre el tema de La
nueva evangelización para la transmisión
de la fe cristiana. Será una buena
ocasión para introducir a todo el cuerpo
eclesial en un tiempo de especial
reflexión y redescubrimiento de la fe.
No es la primera vez que la Iglesia está
llamada a celebrar un Año
de la fe. Mi venerado Predecesor, el
Siervo de Dios Pablo VI, proclamó uno
parecido en 1967, para conmemorar el
martirio de los apóstoles Pedro y Pablo
en el décimo noveno centenario de su
supremo testimonio. Lo concibió como un
momento solemne para que en toda la
Iglesia se diese «una auténtica y
sincera profesión de la misma fe»;
además, quiso que ésta fuera confirmada
de manera «individual y colectiva, libre
y consciente, interior y exterior,
humilde y franca».5 Pensaba
que de esa manera toda la Iglesia podría
adquirir una «exacta conciencia de su
fe, para reanimarla, para purificarla,
para confirmarla y para confesarla».6 Las
grandes transformaciones que tuvieron
lugar en aquel Año, hicieron que la
necesidad de dicha celebración fuera
todavía más evidente. Ésta concluyó con
la Profesión de fe del Pueblo de Dios,7 para
testimoniar cómo los contenidos
esenciales que desde siglos constituyen
el patrimonio de todos los creyentes
tienen necesidad de ser confirmados,
comprendidos y profundizados de manera
siempre nueva, con el fin de dar un
testimonio coherente en condiciones
históricas distintas a las del pasado.
5. En ciertos aspectos,
mi Venerado Predecesor vio ese Año como
una «consecuencia y exigencia
postconciliar»,8 consciente
de las graves dificultades del tiempo,
sobre todo con respecto a la profesión
de la fe verdadera y a su recta
interpretación. He pensado que iniciar
el Año
de la fe coincidiendo
con el cincuentenario de la apertura del
Concilio Vaticano II puede ser una
ocasión propicia para comprender que los
textos dejados en herencia por los
Padres conciliares, según las palabras
del beato Juan Pablo II, «no pierden
su valor ni su esplendor. Es
necesario leerlos de manera apropiada y
que sean conocidos y asimilados como
textos cualificados y normativos del
Magisterio, dentro de la Tradición de la
Iglesia. […] Siento más que nunca el
deber de indicar el Concilio como la
gran gracia de la que la Iglesia se ha
beneficiado en el siglo XX. Con el
Concilio se nos ha ofrecido una brújula
segura para orientarnos en el camino del
siglo que comienza».9 Yo
también deseo reafirmar con fuerza lo
que dije a propósito del Concilio pocos
meses después de mi elección como
Sucesor de Pedro: «Si lo leemos y
acogemos guiados por una hermenéutica
correcta, puede ser y llegar a ser cada
vez más una gran fuerza para la
renovación siempre necesaria de la
Iglesia».10
6. La renovación de la
Iglesia pasa también a través del
testimonio ofrecido por la vida de los
creyentes: con su misma existencia en el
mundo, los cristianos están llamados
efectivamente a hacer resplandecer la
Palabra de verdad que el Señor Jesús nos
dejó. Precisamente el Concilio, en la
Constitución dogmática Lumen
gentium, afirmaba: «Mientras que
Cristo, "santo, inocente, sin mancha" (Hb 7,
26), no conoció el pecado (cf. 2
Co 5,
21), sino que vino solamente a expiar
los pecados del pueblo (cf. Hb 2,
17), la Iglesia, abrazando en su seno a
los pecadores, es a la vez santa y
siempre necesitada de purificación, y
busca sin cesar la conversión y la
renovación. La Iglesia continúa su
peregrinación "en medio de las
persecuciones del mundo y de los
consuelos de Dios", anunciando la cruz y
la muerte del Señor hasta que vuelva (cf. 1
Co 11,
26). Se siente fortalecida con la fuerza
del Señor resucitado para poder superar
con paciencia y amor todos los
sufrimientos y dificultades, tanto
interiores como exteriores, y revelar en
el mundo el misterio de Cristo, aunque
bajo sombras, sin embargo, con fidelidad
hasta que al final se manifieste a plena
luz».11
En esta perspectiva, el Año
de la fe es
una invitación a una auténtica y
renovada conversión al Señor, único
Salvador del mundo. Dios, en el misterio
de su muerte y resurrección, ha revelado
en plenitud el Amor que salva y llama a
los hombres a la conversión de vida
mediante la remisión de los pecados (cf. Hch 5,
31). Para el apóstol Pablo, este Amor
lleva al hombre a una nueva vida: «Por
el bautismo fuimos sepultados con él en
la muerte, para que, lo mismo que Cristo
resucitó de entre los muertos por la
gloria del Padre, así también nosotros
andemos en una vida nueva» (Rm 6,
4). Gracias a la fe, esta vida nueva
plasma toda la existencia humana en la
novedad radical de la resurrección. En
la medida de su disponibilidad libre,
los pensamientos y los afectos, la
mentalidad y el comportamiento del
hombre se purifican y transforman
lentamente, en un proceso que no termina
de cumplirse totalmente en esta vida. La
«fe que actúa por el amor» (Ga 5,
6) se convierte en un nuevo criterio de
pensamiento y de acción que cambia toda
la vida del hombre (cf. Rm 12,
2; Col 3,
9-10; Ef 4,
20-29; 2
Co 5,
17).
7. «Caritas Christi
urget nos» (2 Co 5,
14): es el amor de Cristo el que llena
nuestros corazones y nos impulsa a
evangelizar. Hoy como ayer, él nos envía
por los caminos del mundo para proclamar
su Evangelio a todos los pueblos de la
tierra (cf. Mt 28,
19). Con su amor, Jesucristo atrae hacia
sí a los hombres de cada generación: en
todo tiempo, convoca a la Iglesia y le
confía el anuncio del Evangelio, con un
mandato que es siempre nuevo. Por eso,
también hoy es necesario un compromiso
eclesial más convencido en favor de una
nueva evangelización para redescubrir la
alegría de creer y volver a encontrar el
entusiasmo de comunicar la fe. El
compromiso misionero de los creyentes
saca fuerza y vigor del descubrimiento
cotidiano de su amor, que nunca puede
faltar. La fe, en efecto, crece cuando
se vive como experiencia de un amor que
se recibe y se comunica como experiencia
de gracia y gozo. Nos hace fecundos,
porque ensancha el corazón en la
esperanza y permite dar un testimonio
fecundo: en efecto, abre el corazón y la
mente de los que escuchan para acoger la
invitación del Señor a aceptar su
Palabra para ser sus discípulos. Como
afirma san Agustín, los creyentes «se
fortalecen creyendo».12 El
santo Obispo de Hipona tenía buenos
motivos para expresarse de esta manera.
Como sabemos, su vida fue una búsqueda
continua de la belleza de la fe hasta
que su corazón encontró descanso en
Dios.13 Sus
numerosos escritos, en los que explica
la importancia de creer y la verdad de
la fe, permanecen aún hoy como un
patrimonio de riqueza sin igual,
consintiendo todavía a tantas personas
que buscan a Dios encontrar el sendero
justo para acceder a la «puerta de la
fe».
Así, la fe sólo crece y
se fortalece creyendo; no hay otra
posibilidad para poseer la certeza sobre
la propia vida que abandonarse, en un in
crescendo continuo,
en las manos de un amor que se
experimenta siempre como más grande
porque tiene su origen en Dios.
8. En esta feliz
conmemoración, deseo invitar a los
hermanos Obispos de todo el Orbe a que
se unan al Sucesor de Pedro en el tiempo
de gracia espiritual que el Señor nos
ofrece para rememorar el don precioso de
la fe. Queremos celebrar este Año de
manera digna y fecunda. Habrá que
intensificar la reflexión sobre la fe
para ayudar a todos los creyentes en
Cristo a que su adhesión al Evangelio
sea más consciente y vigorosa, sobre
todo en un momento de profundo cambio
como el que la humanidad está viviendo.
Tendremos la oportunidad de confesar la
fe en el Señor Resucitado en nuestras
catedrales e iglesias de todo el mundo;
en nuestras casas y con nuestras
familias, para que cada uno sienta con
fuerza la exigencia de conocer y
transmitir mejor a las generaciones
futuras la fe de siempre. En este Año,
las comunidades religiosas, así como las
parroquiales, y todas las realidades
eclesiales antiguas y nuevas,
encontrarán la manera de profesar
públicamente el Credo.
9. Deseamos que este Año suscite
en todo creyente la aspiración a confesar la
fe con plenitud y renovada convicción,
con confianza y esperanza. Será también
una ocasión propicia para intensificar
la celebración de
la fe en la liturgia, y de modo
particular en la Eucaristía, que es «la
cumbre a la que tiende la acción de la
Iglesia y también la fuente de donde
mana toda su fuerza».14 Al
mismo tiempo, esperamos que el testimonio de
vida de los creyentes sea cada vez más
creíble. Redescubrir los contenidos de
la fe profesada, celebrada, vivida y
rezada,15 y
reflexionar sobre el mismo acto con el
que se cree, es un compromiso que todo
creyente debe de hacer propio, sobre
todo en este Año.
No por casualidad, los
cristianos en los primeros siglos
estaban obligados a aprender de memoria
el Credo.
Esto les servía como oración cotidiana
para no olvidar el compromiso asumido
con el bautismo. San Agustín lo recuerda
con unas palabras de profundo
significado, cuando en un sermón sobre
la redditio
symboli, la entrega del Credo,
dice: «El símbolo del sacrosanto
misterio que recibisteis todos a la vez
y que hoy habéis recitado uno a uno, no
es otra cosa que las palabras en las que
se apoya sólidamente la fe de la
Iglesia, nuestra madre, sobre la base
inconmovible que es Cristo el Señor. […]
Recibisteis y recitasteis algo que
debéis retener siempre en vuestra mente
y corazón y repetir en vuestro lecho;
algo sobre lo que tenéis que pensar
cuando estáis en la calle y que no
debéis olvidar ni cuando coméis, de
forma que, incluso cuando dormís
corporalmente, vigiléis con el corazón».16
10. En este sentido,
quisiera esbozar un camino que sea útil
para comprender de manera más profunda
no sólo los contenidos de la fe sino,
juntamente también con eso, el acto con
el que decidimos de entregarnos
totalmente y con plena libertad a Dios.
En efecto, existe una unidad profunda
entre el acto con el que se cree y los
contenidos a los que prestamos nuestro
asentimiento. El apóstol Pablo nos ayuda
a entrar dentro de esta realidad cuando
escribe: «con el corazón se cree y con
los labios se profesa» (cf. Rm 10,
10). El corazón indica que el primer
acto con el que se llega a la fe es don
de Dios y acción de la gracia que actúa
y transforma a la persona hasta en lo
más íntimo.
A este propósito, el
ejemplo de Lidia es muy elocuente.
Cuenta san Lucas que Pablo, mientras se
encontraba en Filipos, fue un sábado a
anunciar el Evangelio a algunas mujeres;
entre estas estaba Lidia y el «Señor le
abrió el corazón para que aceptara lo
que decía Pablo» (Hch 16,
14). El sentido que encierra la
expresión es importante. San Lucas
enseña que el conocimiento de los
contenidos que se han de creer no es
suficiente si después el corazón,
auténtico sagrario de la persona, no
está abierto por la gracia que permite
tener ojos para mirar en profundidad y
comprender que lo que se ha anunciado es
la Palabra de Dios.
Profesar con la boca
indica, a su vez, que la fe implica un
testimonio y un compromiso público. El
cristiano no puede pensar nunca que
creer es un hecho privado. La fe es
decidirse a estar con el Señor para
vivir con él. Y este «estar con él» nos
lleva a comprender las razones por las
que se cree. La fe, precisamente porque
es un acto de la libertad, exige también
la responsabilidad social de lo que se
cree. La Iglesia en el día de
Pentecostés muestra con toda evidencia
esta dimensión pública del creer y del
anunciar a todos sin temor la propia fe.
Es el don del Espíritu Santo el que
capacita para la misión y fortalece
nuestro testimonio, haciéndolo franco y
valeroso.
La misma profesión de fe
es un acto personal y al mismo tiempo
comunitario. En efecto, el primer sujeto
de la fe es la Iglesia. En la fe de la
comunidad cristiana cada uno recibe el
bautismo, signo eficaz de la entrada en
el pueblo de los creyentes para alcanzar
la salvación. Como afirma el Catecismo
de la Iglesia Católica: «"Creo": Es
la fe de la Iglesia profesada
personalmente por cada creyente,
principalmente en su bautismo.
"Creemos": Es la fe de la Iglesia
confesada por los obispos reunidos en
Concilio o, más generalmente, por la
asamblea litúrgica de los creyentes.
"Creo", es también la Iglesia, nuestra
Madre, que responde a Dios por su fe y
que nos enseña a decir: "creo",
"creemos"».17
Como se puede ver, el
conocimiento de los contenidos de la fe
es esencial para dar el propio asentimiento,
es decir, para adherirse plenamente con
la inteligencia y la voluntad a lo que
propone la Iglesia. El conocimiento de
la fe introduce en la totalidad del
misterio salvífico revelado por Dios. El
asentimiento que se presta implica por
tanto que, cuando se cree, se acepta
libremente todo el misterio de la fe, ya
que quien garantiza su verdad es Dios
mismo que se revela y da a conocer su
misterio de amor.18
Por otra parte, no
podemos olvidar que muchas personas en
nuestro contexto cultural, aún no
reconociendo en ellos el don de la fe,
buscan con sinceridad el sentido último
y la verdad definitiva de su existencia
y del mundo. Esta búsqueda es un
auténtico «preámbulo» de la fe, porque
lleva a las personas por el camino que
conduce al misterio de Dios. La misma
razón del hombre, en efecto, lleva
inscrita la exigencia de «lo que vale y
permanece siempre».19 Esta
exigencia constituye una invitación
permanente, inscrita indeleblemente en
el corazón humano, a ponerse en camino
para encontrar a Aquel que no
buscaríamos si no hubiera ya venido.20 La
fe nos invita y nos abre totalmente a
este encuentro.
11. Para acceder a un
conocimiento sistemático del contenido
de la fe, todos pueden encontrar en el Catecismo
de la Iglesia Católica un
subsidio precioso e indispensable. Es
uno de los frutos más importantes del
Concilio Vaticano II. En la Constitución
apostólica Fidei
depositum, firmada precisamente al
cumplirse el trigésimo aniversario de la
apertura del Concilio Vaticano II, el
beato Juan Pablo II escribía: «Este
Catecismo es una contribución
importantísima a la obra de renovación
de la vida eclesial... Lo declaro como
regla segura para la enseñanza de la fe
y como instrumento válido y legítimo al
servicio de la comunión eclesial».21
Precisamente en este
horizonte, el Año
de la fe deberá
expresar un compromiso unánime para
redescubrir y estudiar los contenidos
fundamentales de la fe, sintetizados
sistemática y orgánicamente en el Catecismo
de la Iglesia Católica. En efecto,
en él se pone de manifiesto la riqueza
de la enseñanza que la Iglesia ha
recibido, custodiado y ofrecido en sus
dos mil años de historia. Desde la
Sagrada Escritura a los Padres de la
Iglesia, de los Maestros de teología a
los Santos de todos los siglos, el
Catecismo ofrece una memoria permanente
de los diferentes modos en que la
Iglesia ha meditado sobre la fe y ha
progresado en la doctrina, para dar
certeza a los creyentes en su vida de
fe.
En su misma estructura,
el Catecismo
de la Iglesia Católica presenta
el desarrollo de la fe hasta abordar los
grandes temas de la vida cotidiana. A
través de sus páginas se descubre que
todo lo que se presenta no es una
teoría, sino el encuentro con una
Persona que vive en la Iglesia. A la
profesión de fe, de hecho, sigue la
explicación de la vida sacramental, en
la que Cristo está presente y actúa, y
continúa la construcción de su Iglesia.
Sin la liturgia y los sacramentos, la
profesión de fe no tendría eficacia,
pues carecería de la gracia que sostiene
el testimonio de los cristianos. Del
mismo modo, la enseñanza del Catecismo sobre
la vida moral adquiere su pleno sentido
cuando se pone en relación con la fe, la
liturgia y la oración.
12. Así, pues, el Catecismo
de la Iglesia Católica podrá
ser en este Año un
verdadero instrumento de apoyo a la fe,
especialmente para quienes se preocupan
por la formación de los cristianos, tan
importante en nuestro contexto cultural.
Para ello, he invitado a la Congregación
para la Doctrina de la Fe a que, de
acuerdo con los Dicasterios competentes
de la Santa Sede, redacte una Nota con
la que se ofrezca a la Iglesia y a los
creyentes algunas indicaciones para
vivir este Año
de la fe de
la manera más eficaz y apropiada,
ayudándoles a creer y evangelizar.
En efecto, la fe está
sometida más que en el pasado a una
serie de interrogantes que provienen de
un cambio de mentalidad que, sobre todo
hoy, reduce el ámbito de las certezas
racionales al de los logros científicos
y tecnológicos. Pero la Iglesia nunca ha
tenido miedo de mostrar cómo entre la fe
y la verdadera ciencia no puede haber
conflicto alguno, porque ambas, aunque
por caminos distintos, tienden a la
verdad.22
13. A lo largo de este Año,
será decisivo volver a recorrer la
historia de nuestra fe, que contempla el
misterio insondable del entrecruzarse de
la santidad y el pecado. Mientras lo
primero pone de relieve la gran
contribución que los hombres y las
mujeres han ofrecido para el crecimiento
y desarrollo de las comunidades a través
del testimonio de su vida, lo segundo
debe suscitar en cada uno un sincero y
constante acto de conversión, con el fin
de experimentar la misericordia del
Padre que sale al encuentro de todos.
Durante este tiempo,
tendremos la mirada fija en Jesucristo,
«que inició y completa nuestra fe» (Hb 12,
2): en él encuentra su cumplimiento todo
afán y todo anhelo del corazón humano.
La alegría del amor, la respuesta al
drama del sufrimiento y el dolor, la
fuerza del perdón ante la ofensa
recibida y la victoria de la vida ante
el vacío de la muerte, todo tiene su
cumplimiento en el misterio de su
Encarnación, de su hacerse hombre, de su
compartir con nosotros la debilidad
humana para transformarla con el poder
de su resurrección. En él, muerto y
resucitado por nuestra salvación, se
iluminan plenamente los ejemplos de fe
que han marcado los últimos dos mil años
de nuestra historia de salvación.
Por la fe, María acogió
la palabra del Ángel y creyó en el
anuncio de que sería la Madre de Dios en
la obediencia de su entrega (cf. Lc 1,
38). En la visita a Isabel entonó su
canto de alabanza al Omnipotente por las
maravillas que hace en quienes se
encomiendan a Él (cf. Lc 1,
46-55). Con gozo y temblor dio a luz a
su único hijo, manteniendo intacta su
virginidad (cf. Lc 2,
6-7). Confiada en su esposo José, llevó
a Jesús a Egipto para salvarlo de la
persecución de Herodes (cf. Mt 2,
13-15). Con la misma fe siguió al Señor
en su predicación y permaneció con él
hasta el Calvario (cf. Jn 19,
25-27). Con fe, María saboreó los frutos
de la resurrección de Jesús y, guardando
todos los recuerdos en su corazón (cf. Lc 2,
19.51), los transmitió a los Doce,
reunidos con ella en el Cenáculo para
recibir el Espíritu Santo (cf. Hch 1,
14; 2, 1-4).
Por la fe, los Apóstoles
dejaron todo para seguir al Maestro (cf. Mt 10,
28). Creyeron en las palabras con las
que anunciaba el Reino de Dios, que está
presente y se realiza en su persona (cf. Lc 11,
20). Vivieron en comunión de vida con
Jesús, que los instruía con sus
enseñanzas, dejándoles una nueva regla
de vida por la que serían reconocidos
como sus discípulos después de su muerte
(cf. Jn 13,
34-35). Por la fe, fueron por el mundo
entero, siguiendo el mandato de llevar
el Evangelio a toda criatura (cf. Mc 16,
15) y, sin temor alguno, anunciaron a
todos la alegría de la resurrección, de
la que fueron testigos fieles.
Por la fe, los discípulos
formaron la primera comunidad reunida en
torno a la enseñanza de los Apóstoles,
la oración y la celebración de la
Eucaristía, poniendo en común todos sus
bienes para atender las necesidades de
los hermanos (cf. Hch 2,
42-47).
Por la fe, los mártires
entregaron su vida como testimonio de la
verdad del Evangelio, que los había
trasformado y hecho capaces de llegar
hasta el mayor don del amor con el
perdón de sus perseguidores.
Por la fe, hombres y
mujeres han consagrado su vida a Cristo,
dejando todo para vivir en la sencillez
evangélica la obediencia, la pobreza y
la castidad, signos concretos de la
espera del Señor que no tarda en llegar.
Por la fe, muchos cristianos han
promovido acciones en favor de la
justicia, para hacer concreta la palabra
del Señor, que ha venido a proclamar la
liberación de los oprimidos y un año de
gracia para todos (cf. Lc 4,
18-19).
Por la fe, hombres y
mujeres de toda edad, cuyos nombres
están escritos en el libro de la vida
(cf. Ap 7,
9; 13, 8), han confesado a lo largo de
los siglos la belleza de seguir al Señor
Jesús allí donde se les llamaba a dar
testimonio de su ser cristianos: en la
familia, la profesión, la vida pública y
el desempeño de los carismas y
ministerios que se les confiaban.
También nosotros vivimos
por la fe: para el reconocimiento vivo
del Señor Jesús, presente en nuestras
vidas y en la historia.
14. El Año
de la fe será
también una buena oportunidad para
intensificar el testimonio de la
caridad. San Pablo nos recuerda: «Ahora
subsisten la fe, la esperanza y la
caridad, estas tres. Pero la mayor de
ellas es la caridad» (1 Co 13,
13). Con palabras aún más fuertes —que
siempre atañen a los cristianos—, el
apóstol Santiago dice: «¿De qué le sirve
a uno, hermanos míos, decir que tiene
fe, si no tiene obras? ¿Podrá acaso
salvarlo esa fe? Si un hermano o una
hermana andan desnudos y faltos de
alimento diario y alguno de vosotros les
dice: "Id en paz, abrigaos y saciaos",
pero no les da lo necesario para el
cuerpo, ¿de qué sirve? Así es también la
fe: si no se tienen obras, está muerta
por dentro. Pero alguno dirá: "Tú tienes
fe y yo tengo obras, muéstrame esa fe
tuya sin las obras, y yo con mis obras
te mostraré la fe"» (St 2,
14-18).
La fe sin la caridad no
da fruto, y la caridad sin fe sería un
sentimiento constantemente a merced de
la duda. La fe y el amor se necesitan
mutuamente, de modo que una permite a la
otra seguir su camino. En efecto, muchos
cristianos dedican sus vidas con amor a
quien está solo, marginado o excluido,
como el primero a quien hay que atender
y el más importante que socorrer, porque
precisamente en él se refleja el rostro
mismo de Cristo. Gracias a la fe podemos
reconocer en quienes piden nuestro amor
el rostro del Señor resucitado. «Cada
vez que lo hicisteis con uno de estos,
mis hermanos más pequeños, conmigo lo
hicisteis» (Mt 25,
40): estas palabras suyas son una
advertencia que no se ha de olvidar, y
una invitación perenne a devolver ese
amor con el que él cuida de nosotros. Es
la fe la que nos permite reconocer a
Cristo, y es su mismo amor el que
impulsa a socorrerlo cada vez que se
hace nuestro prójimo en el camino de la
vida. Sostenidos por la fe, miramos con
esperanza a nuestro compromiso en el
mundo, aguardando «unos cielos nuevos y
una tierra nueva en los que habite la
justicia» (2 P 3,
13; cf. Ap 21,
1).
15. Llegados sus últimos
días, el apóstol Pablo pidió al
discípulo Timoteo que «buscara la fe» (cf. 2
Tm 2,
22) con la misma constancia de cuando
era niño (cf. 2
Tm 3,
15). Escuchemos esta invitación como
dirigida a cada uno de nosotros, para
que nadie se vuelva perezoso en la fe.
Ella es compañera de vida que nos
permite distinguir con ojos siempre
nuevos las maravillas que Dios hace por
nosotros. Tratando de percibir los
signos de los tiempos en la historia
actual, nos compromete a cada uno a
convertirnos en un signo vivo de la
presencia de Cristo resucitado en el
mundo. Lo que el mundo necesita hoy de
manera especial es el testimonio creíble
de los que, iluminados en la mente y el
corazón por la Palabra del Señor, son
capaces de abrir el corazón y la mente
de muchos al deseo de Dios y de la vida
verdadera, ésa que no tiene fin.
«Que la Palabra del Señor
siga avanzando y sea glorificada» (2
Ts 3,
1): que este Año
de la fe haga
cada vez más fuerte la relación con
Cristo, el Señor, pues sólo en él
tenemos la certeza para mirar al futuro
y la garantía de un amor auténtico y
duradero. Las palabras del apóstol Pedro
proyectan un último rayo de luz sobre la
fe: «Por ello os alegráis, aunque ahora
sea preciso padecer un poco en pruebas
diversas; así la autenticidad de vuestra
fe, más preciosa que el oro, que, aunque
es perecedero, se aquilata a fuego,
merecerá premio, gloria y honor en la
revelación de Jesucristo; sin haberlo
visto lo amáis y, sin contemplarlo
todavía, creéis en él y así os alegráis
con un gozo inefable y radiante,
alcanzando así la meta de vuestra fe; la
salvación de vuestras almas» (1 P 1,
6-9). La vida de los cristianos conoce
la experiencia de la alegría y el
sufrimiento. Cuántos santos han
experimentado la soledad. Cuántos
creyentes son probados también en
nuestros días por el silencio de Dios,
mientras quisieran escuchar su voz
consoladora. Las pruebas de la vida, a
la vez que permiten comprender el
misterio de la Cruz y participar en los
sufrimientos de Cristo (cf.Col 1,
24), son preludio de la alegría y la
esperanza a la que conduce la fe:
«Cuando soy débil, entonces soy fuerte»
(2 Co 12,
10). Nosotros creemos con firme certeza
que el Señor Jesús ha vencido el mal y
la muerte. Con esta segura confianza nos
encomendamos a él: presente entre
nosotros, vence el poder del maligno (cf. Lc 11,
20), y la Iglesia, comunidad visible de
su misericordia, permanece en él como
signo de la reconciliación definitiva
con el Padre.
Confiemos a la Madre de
Dios, proclamada «bienaventurada porque
ha creído» (Lc 1,
45), este tiempo de gracia.
Dado en Roma, junto a San
Pedro, el 11 de octubre del año 2011,
séptimo de mi Pontificado.
BENEDICTUS PP. XVI
______________________
1 Homilía
en la Misa de inicio de Pontificado (24
abril 2005): AAS 97
(2005), 710.
2 Cf.
Benedicto XVI, Homilía
en la Misa en Terreiro do Paço,
Lisboa (11 mayo 2010), en L’Osservatore
Romano ed.
en Leng. española (16 mayo 2010), pag.
8-9.
3 Cf.
Juan Pablo II, Const. ap. Fidei
depositum (11
octubre 1992): AAS 86
(1994), 113-118.
4 Cf. Relación
final del Sínodo Extraordinario de los
Obispos (7
diciembre 1985), II, B, a, 4, en L’Osservatore
Romano ed.
en Leng. española (22 diciembre 1985),
pag. 12.
5 Pablo
VI, Exhort. ap. Petrum
et Paulum Apostolos, en el XIX
centenario del martirio de los santos
apóstoles Pedro y Pablo (22 febrero
1967): AAS 59
(1967), 196.
6 Ibíd.,
198.
7 Pablo
VI, Solemne
profesión de fe, Homilía para la
concelebración en el XIX centenario del
martirio de los santos apóstoles Pedro y
Pablo, en la conclusión del "Año de la
fe" (30 junio 1968): AAS 60
(1968), 433-445.
8 Id., Audiencia
General (14
junio 1967): Insegnamenti V
(1967), 801.
9 Juan
Pablo II, Carta ap. Novo
millennio ineunte (6
enero 2001), 57: AAS 93 (2001), 308.
10 Discurso
a la Curia Romana (22
diciembre 2005): AAS 98
(2006), 52.
11 Conc.
Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium,
sobre la Iglesia, 8.
12 De
utilitate credendi, 1, 2.
13 Cf.
Agustín de Hipona, Confesiones,
I, 1.