Homilía del Papa en la misa de inauguración de la
Conferencia del Episcopado Latinoamericano
En el Santuario de Nuestra Señora Aparecida
APARECIDA, domingo, 13 mayo 2007 (ZENIT.org).-
Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI este domingo por la mañana en
la santa misa de inauguración de la Quinta Conferencia General del Episcopado
Latinoamericano y del Caribe en la explanada del Santuario de Nuestra Señora
Aparecida.
* * *
Venerables Hermanos en el Episcopado,
¡queridos sacerdotes y vosotros todos, hermanas y hermanos en el Señor!
No existen palabras para expresar la alegría de encontrarme con vosotros para
celebrar esta solemne Eucaristía, con ocasión de la apertura de la Quinta
Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe. A todos saludo
con mucha cordialidad, de modo particular al arzobispo de Aparecida, monseñor
Raymundo Damasceno Assis, agradeciendo las palabras que me fueron dirigidas en
nombre de toda la asamblea, y a los cardenales presidentes de esta Conferencia
General.
Saludo con deferencia a las autoridades civiles y militares que nos honran con
su presencia. Desde este Santuario extiendo mi pensamiento, con mucho afecto y
oración, a todos aquéllos que se nos unen espiritualmente en este día, de modo
especial a las comunidades de vida consagrada, a los jóvenes comprometidos en
movimientos y asociaciones, a las familias, bien como a los enfermos y a los
ancianos. A todos les quiero decir: «Gracia y paz de parte de Dios, nuestro
Padre, y de parte del Señor Jesucristo» (1Cor 1,13).
Considero un don especial de la Providencia que esta Santa Misa sea celebrada
este tiempo y en este lugar. El tiempo es el litúrgico del sexto Domingo de
Pascua: está próxima la fiesta de Pentecostés, y la Iglesia es invitada a
intensificar la invocación al Espíritu Santo. El lugar es el Santuario nacional
de Nuestra Señora Aparecida, corazón mariano del Brasil: Maria nos acoge en este
Cenáculo y, como Madre y Maestra, nos ayuda a elevar a Dios una plegaria unánime
y confiada.
Esta celebración litúrgica constituye el fundamento más sólido de la V
Conferencia, porque pone en su base la oración y la Eucaristía, «Sacramentum
caritatis». En efecto, solo la caridad de Cristo, emanada por el Espíritu Santo,
puede hacer de esta reunión un auténtico acontecimiento eclesial, un momento de
gracia para este Continente y para el mundo entero.
Esta tarde tendré la posibilidad de entrar en el mérito de los contenidos
sugeridos por el tema de vuestra Conferencia. Demos ahora espacio a la Palabra
de Dios, que con alegría acogemos, con el corazón abierto y dócil, a ejemplo de
Maria, Nuestra Señora de la Concepción, a fin de que, por el poder del Espíritu
Santo, Cristo pueda nuevamente «hacerse carne» en el hoy de nuestra historia.
La primera Lectura, tomada de los Hechos de los Apóstoles, se refiere al así
llamado «Concilio de Jerusalén», que consideró la cuestión de si a los paganos
convertidos al cristianismo debería imponerseles la observancia de la ley
mosaica. El texto, dejando de lado la discusión sobre «los Apóstoles y los
ancianos» (15,4-21), transcribe la decisión final, que viene colocada por
escrito en una carta y confiada a dos comisarios, a fin de que sea entregada a
la comunidad de Antioquia (vv. 22-29).
Esta página de los Hechos de los Apóstoles nos es muy apropiada, por haber
venido aquí para una reunión eclesial. Nos habla del sentido del discernimiento
comunitario en torno a los grandes problemas que la Iglesia encuentra a lo largo
de su camino y que vienen a ser aclarados por los «Apóstoles» y por los
«ancianos» con la luz del Espíritu Santo, el cual, como nos narra el Evangelio
de hoy, recuerda la enseñanza de Jesucristo (cf. Jn 14,26) ayudando así a la
comunidad cristiana a caminar en la caridad en búsqueda de la verdad plena (cf.
Jn 16,13). Los jefes de la Iglesia discuten y se enfrentan, siempre sin embargo
en actitud de religiosa escucha de la Palabra de Cristo en el Espíritu Santo.
Por eso, al final pueden afirmar: «Pareció bien al Espíritu Santo y a nosotros
...» (Hch 15,28).
Éste es el «método» con el cual nosotros actuamos en la Iglesia, tanto en las
pequeñas como en las grandes asambleas. No es una simple cuestión de
procedimiento; es el resultado de la misma naturaleza de la Iglesia, misterio de
comunión con Cristo en el Espíritu Santo. En el caso de las Conferencias
Generales del Episcopado Latinoamericano y el Caribe, la primera, realizada en
Rio de Janeiro en 1955, recurrió a una Carta especial enviada por el Papa Pío
XII, de venerada memoria; en las otras, hasta la actual, fue el Obispo de Roma
que se dirigió a la sede de la reunión continental para presidir las fases
iniciales.
Con devoto reconocimiento dirigimos nuestro pensamiento a los Siervos de Dios
Pablo VI y Juan Pablo II que, en las Conferencias de Medellín, Puebla y Santo
Domingo, testimoniaron la proximidad de la Iglesia universal en las Iglesias que
están en América Latina y que constituyen, en proporción, la mayor parte de la
Comunidad católica.
«Pareció bien al Espíritu Santo y a nosotros ...». Ésta es la Iglesia: nosotros,
la comunidad de fieles, el Pueblo de Dios, con sus Pastores llamados a hacer de
guías del camino; juntos con el Espíriu Santo, Espíritu del Padre mandado en
nombre del Hijo Jesús, Espíritu de Aquél que es «mayor» de todos y que nos fue
dado mediante Cristo, que se hizo «menor» por nuestra causa. Espíritu Paráclito,
Ad-vocatus, Defensor y Consolador. Él nos hace vivir en la presencia de Dios, en
la escucha de su Palabra, libres de inquietud y de temor, teniendo en el corazón
la paz que Jesús nos dejó y que el mundo no puede dar (cf. Jn 14, 26-27).
El Espíritu acompaña a la Iglesia en el largo camino que se extiende entre la
primera y la segunda venida de Cristo: «Voy, y vuelvo a vosotros» (Jn 14,28),
dijo Jesús a los Apóstoles. Entre la «ida» y la «vuelta» de Cristo está el
tiempo de la Iglesia, que es su Cuerpo, están ésos dos mil años transcurridos
hasta ahora; están también estos poco más de cinco siglos en los que la Iglesia
se hizo peregrina en las Américas, difundiendo en los fieles la vida de Cristo a
través de los Sacramentos y lanzando en estas tierras la buena semilla del
Evangelio, que rindió treinta, sesenta e incluso el ciento por uno. Tiempo de la
Iglesia, tiempo del Espíritu Santo: Es el Maestro que forma a los discípulos:
los hace enamorarse de Jesús; los educa para que escuchen su Palabra, a fin de
que contemplen su Faz; los conforma a su Humanidad bienaventurada, pobre en
espíritu, aflicta, mansa, sedienta de justicia, misericordiosa, pura de corazón,
pacífica, perseguida a causa de la justicia (cf. Mt 5,3-10).
Asimismo, gracias a la acción del Espíritu Santo, Jesús se vuelve el «Camino» en
la cual camina el discípulo. «Si alguien me ama, observará mi palabra», dice
Jesús en el inicio del trecho evangélico de hoy. «La palabra que habéis oído no
es mía, sino del Padre que me envió» (Jn 14,23-24). Como Jesús transmite las
palabras del Padre, así el Espíritu recuerda a la Iglesia las palabras de Cristo
(cf. Jn 14,26). Y como el amor por el Padre llevaba a Jesús a alimentarse de su
voluntad, así nuestro amor por Jesús se demuestra en la obediencia a sus
palabras. La fidelidad de Jesús a la voluntad del Padre puede transmitirse a los
discípulos gracias al Espíritu Santo, que derrama el amor de Dios en sus
corazones (cf. Rm 5,5).
El Nuevo Testamento nos presenta a Cristo como misionero del Padre.
Especialmente en el Evangelio de San Juan, Jesús habla de sí tantas veces a
propósito del Padre que Lo envió al mundo. Asimismo, también en el texto de hoy.
Jesús dice: « La palabra que habéis oído no es mía, sino del Padre que me envió»
(Jn 14,24). En este momento, queridos amigos, somos invitados a fijar nuestra
mirada en Él, porque la misión de la Iglesia subsiste solamente en cuanto
prolongación de aquélla de Cristo: «Como el Padre me envió, así también yo os
envío a vosotros» (Jn 20,21).
El evangelista pone de relieve, incluso de forma plástica, que esta consignación
acontece en el Espíritu Santo: «Sopló sobre ellos diciendo: ‘Recibid el Espíritu
Santo...’ » (Jn 20,22). La misión de Cristo se realizó en el amor. Encendió en
el mundo el fuego de la caridad de Dios (cf. Lc 12,49). Es el amor que da la
vida: por eso la Iglesia es invitada a difundir en el mundo la caridad de
Cristo, para que los hombres y los pueblos «tengan la vida y la tengan en
abundancia» (Jn 10,10). A vosotros también, que representáis la Iglesia en
América Latina, tengo la alegría de entregar nuevo idealmente mi Encíclica «Deus
caritas est», con la cual quise indicar a todos lo que es esencial en el mensaje
cristiano.
La Iglesia se siente discípula y misionera de ese Amor: misionera solamente en
tanto discípula, es decir, capaz de siempre dejarse atraer, con renovado
arrobamiento, por Dios que nos amó y nos ama primero (1Jn 4,10). La Iglesia no
hace proselitismo. Crece mucho más por «atracción»: como Cristo «atrae todo a
sí» con la fuerza de su amor, que culminó en el sacrificio de la Cruz, así la
Iglesia cumple su misión en la medida en la que, asociada a Cristo, cumple su
obra conformándose en espíritu y concretamente con la caridad de su Señor.
Queridos hermanos y hermanas. Éste es el rico tesoro del continente
Latinoamericano; éste es su patrimonio más valioso: la fe en Dios Amor, que
reveló su rostro en Jesucristo. Vosotros creéis en el Dios Amor: ésta es vuestra
fuerza que vence al mundo, la alegría que nada ni nadie os podrá arrebatar, ¡la
paz que Cristo conquistó para vosotros con su Cruz! Ésta es la fe que hizo de
Latinoamérica el «Continente de la Esperanza».
No es una ideología política, ni un movimiento social, como tampoco un sistema
económico; es la fe en Dios Amor, encarnado, muerto y resucitado en Jesucristo,
el auténtico fundamento de esta esperanza que produjo frutos tan magníficos
desde la primera evangelización hasta hoy.
Así lo atestigua la serie de Santos y Beatos que el Espíritu suscitó a lo largo
y ancho de este Continente. El Papa Juan Pablo II os convocó para una nueva
evangelización, y vosotros respondisteis a su llamado con la generosidad y el
compromiso que os caracterizan. Yo os lo confirmo y, con palabras de esta Quinta
Conferencia, os digo: sed discípulos fieles, para ser misioneros valientes y
eficaces.
La segunda Lectura nos ha presentado la grandiosa visión de la Jerusalén
celeste. Es una imagen de espléndida belleza, en la que nada es simplemente
decorativo, sino que todo contribuye a la perfecta armonía de la Ciudad santa.
Escribe el vidente Juan que ésta «bajaba del cielo, enviada por Dios trayendo la
gloria de Dios» (Ap 21,10). Pero la gloria de Dios es el Amor; por tanto la
Jerusalén celeste es icono de la Iglesia entera, santa y gloriosa, sin mancha ni
arruga (cf. Ef 5,27), iluminada en el centro y en todas partes por la presencia
de Dios-Caridad. Es llamada «novia», «la esposa del Cordero» (Ap 20,9), porque
en ella se realiza la figura nupcial que encontramos desde el principio hasta el
fin en la revelación bíblica. La Ciudad-Esposa es patria de la plena comunión de
Dios con los hombres; ella no necesita templo alguno ni ninguna fuente externa
de luz, porque la presencia de Dios y del Cordero es inmanente y la ilumina
desde dentro.
Esta imagen estupenda tiene un valor escatológico: expresa el misterio de
belleza que ya constituye la forma de la Iglesia, aunque aún no haya alcanzado
su plenitud. Es la meta de nuestra peregrinación, la patria que nos espera y por
la cual suspiramos. Verla con los ojos de la fe, contemplarla y desearla, no
debe ser motivo de evasión de la realidad histórica en que vive la Iglesia
compartiendo las alegrías y las esperanzas, los dolores y las angustias de la
humanidad contemporánea, especialmente de los más pobres y de los que sufren (cf.
«Gaudium et spes», 1).
Si la belleza de la Jerusalén celeste es la gloria de Dios, o sea, su amor, es
precisamente y solamente en la caridad cómo podemos acercarnos a ella y, en
cierto modo, habitar en ella. Quien ama al Señor Jesús y observa su palabra
experimenta ya en este mundo la misteriosa presencia de Dios Uno y Trino, como
hemos escuchado en el Evangelio: «Vendremos a él y haremos morada en él» (Jn
14,23). Por eso, todo cristiano está llamado a ser piedra viva de esta
maravillosa «morada de Dios con los hombres».¡Qué magnífica vocación!
Una Iglesia enteramente alentada y movilizada por la caridad de Cristo, Cordero
inmolado por amor, es la imagen histórica de la Jerusalén celeste, anticipación
de la Ciudad santa, resplandeciente de la gloria de Dios. De ella emana una
fuerza misionera irresistible, que es la fuerza de la santidad.
Que la Virgen Maria le alcance a América Latina y el Caribe la gracia de
revestirse de la fuerza de lo alto (cf. Lc 24,49) para irradiar en el Continente
y en todo el mundo la santidad de Cristo. A Él sea dada gloria, con el Padre y
el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.
[Traducción distribuida por el Consejo Episcopal Latinoamericano
© Copyright 2007 - Libreria Editrice Vaticana]