Benedicto XVI presenta un retrato de san Gregorio Nacianceno
Intervención en la audiencia general del miércoles 8 de agosto
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 22 agosto 2007 (ZENIT.org).-
Publicamos la intervención de Benedicto XVI durante la audiencia general del
miércoles 8 de agosto, celebrada en el aula Pablo VI del Vaticano, dedicada a
presentar un retrato de san Gregorio Nacianceno, obispo del siglo IV. En la
audiencia de este 22 de agosto el Papa ha recogido las enseñanzas de este Padre
de la Iglesia.
* * *
¡Queridos hermanos y hermanas!:
El miércoles pasado hablé de un gran maestro de la fe, el Padre de la Iglesia
San Basilio. Hoy quisiera hablar de su amigo Gregorio de Nacianzo originario
también, como Basilio, de Capadocia. Ilustre teólogo, orador y defensor de la fe
cristiana en el siglo IV, fue famoso por su elocuencia y también tuvo, como
poeta, un alma refinada y sensible.
Gregorio nació de una noble familia. Su madre lo consagró a Dios desde su
nacimiento, que ocurrió sobre el 330. Después de la primera educación familiar,
frecuentó las más célebres escuelas de la época: primero fue a Cesarea de
Capadocia, donde trabó amistad con Basilio, futuro obispo de aquella ciudad, y
vivió después en otras metrópolis del mundo antiguo, como Alejandría de Egipto
y, sobre todo, Atenas, donde de nuevo encontró a Basilio (cfr. «Oratio
43»,14-24; SC 384, 146-180). Evocando esta amistad, Gregorio escribirá más
tarde: “En aquel entonces, no sólo yo sentía una auténtica veneración hacia mi
gran Basilio por la seriedad de sus costumbres y por la naturaleza y sabiduría
de sus discursos, sino que animaba también a otros, que aún no le conocían, a
hacer potro tanto… Nos guiaba la misma ansia de saber. Y esta era nuestra
competición: no quién sería el primero, sino quién ayudaría al otro a serlo.
Parecía que tuviésemos una sola alma en dos cuerpos” (Oratio 43,16-20; SC 384
154-156.164). Son palabras, que de alguna manera, describen el autorretrato de
esta noble alma. Pero también puede imaginarse que este hombre, que estaba
proyectado fuertemente más allá de los valores terrenos, sufriera mucho por las
cosas de este mundo.
Cuando volvió a casa, Gregorio recibió el bautismo y se orientó hacia la vida
monástica: la soledad, la meditación filosófica y espiritual, le fascinaban. Él
mismo escribirá: “Nada me parece más grande que esto: hacer callar los propios
sentidos, salir de la carne del mundo, recogerse en uno mismo, dejar de ocuparse
de las cosas humanas, excepto de las estrictamente necesarias, hablar consigo
mismo y con Dios, llevar una vida que trasciende las cosas visibles; llevar en
el alma imágenes divinas siempre puras, sin mezcla de firmas terrenas y
erróneas, ser verdaderamente un espejo inmaculado de Dios y de las cosas
divinas, y serlo cada vez más, tomando luz de la luz…; gozar, en la esperanza
presente, el bien futuro, y conversar con los ángeles; haber abandonado ya la
tierra, aun estando en la tierra, transportados a lo alto con el espíritu” («Oratio
2»,7: SC 247,96).
Como confía en su autobiografía (cfr «Carmina [histórica] 2»,1,11 «de vita sua»
340-349: PG 37,1053) recibió la ordenación presbiteral con cierta duda, porque
sabía que después debería ejercer como pastor, ocuparse de los demás, de sus
cosas y, por ello, no podría estar ya recogido en la meditación pura. Sin
embargo, después aceptó esta vocación y asumió el ministerio pastoral en plena
obediencia, aceptando, como le sucedió a menudo durante su vida, el ser llevado
por la Providencia allí a donde no quisiera ir (cfr Jn 21,18). En el 371 su
amigo Basilio, Obispo de Cesarea, contra el deseo del mismo Gregorio, quiso
consagrarlo como Obispo de Samina, una región estratégicamente importante de
Capadocia. Sin embargo, y debido a distintas dificultades, no tomo nunca
posesión, y permaneció en la ciudad de Nacianzo.
Hacia el 379, Gregorio fue llamado a Constantinopla, la capital, para guiar a la
pequeña comunidad católica fiel al Concilio de Nicea y a la fe trinitaria. La
mayoría, por el contrario, se había adherido al arrianismo, que era
“políticamente correcto” y que los emperadores consideraban políticamente útil.
De esta manera, se encontró en minoría, rodeado de hostilidad. En la pequeña
iglesia de la «Anástasis» pronunció cinco «Discursos Teológicos» («Oraciones»
27-31; SC 250, 70-343), precisamente para defender y hacer inteligible la fe
trinitaria. Son discursos que se han hecho famosos por la seguridad de la
doctrina, la habilidad del razonamiento, que hace realmente comprender que ésta
es la lógica divina. Y también el esplendor de la forma lo hace hoy fascinante.
Gregorio recibió, como consecuencia de estos discursos, el apelativo de
“teólogo”: Así se le llama en la Iglesia ortodoxa: el “teólogo”, Y esto porque
la teología no es para él una reflexión meramente humana, o menos todavía el
fruto de complicadas especulaciones, sino que deriva de una vida de oración y de
santidad, de un diálogo constante con Dios. Y precisamente así hace que aparezca
ante nuestra razón la realidad de Dios, el misterio trinitario. En el silencio
contemplativo, transido de estupor ante las maravillas del misterio revelado, el
alma acoge la belleza y la gloria divina.
Mientras participaba en el Segundo Concilio Ecuménico de 381, Gregorio fue
elegido Obispo de Constantinopla, y asumió la presidencia del Concilio. Pero de
pronto se desencadenó una fuerte oposición contra él, hasta que la situación se
hizo insostenible. Para un alma tan sensible, estas enemistades eran
insoportables. Se repetía lo que Gregorio ya había lamentado con palabras llenas
de dolor: “¡Hemos dividido a Cristo, nosotros, que tanto amábamos a Dios y a
Cristo! ¡Nos hemos mentido los unos a los otros con motivo de la Verdad, hemos
alimentado sentimientos de odio a causa del Amor, nos hemos separado el uno del
otro!” («Oratio 6»,3: SC 405,128). Se llegó así, en un clima de tensión, a su
dimisión. En la concurridísima catedral Gregorio pronunció un discurso de adiós
de gran efecto y dignidad (cfr «Oratio 42»: SC 384,48-114). Concluía su dolorida
intervención con estas palabras: “Adiós, gran ciudad a la que Cristo ama… Hijos
míos, os lo suplico, custodiad el depósito [de la fe] que os ha sido confiado (cfr
1 Tm 6,20), acordaos de mis sufrimientos (cfr. Col 4,18). Que la gracia de
nuestro Señor Jesucristo esté con todos vosotros” (Cfr. «Oratio 42»,27: SC 384,
112-114).
Volvió a Nacianzo y se dedicó al cuidado pastoral de aquella comunidad cristiana
durante unos dos años. Después se retiró definitivamente a la soledad en la
cercana Arianzo, su tierra natal, dedicándose al estudio ya la vida ascética. En
este periodo compuso la mayor parte de su obra poética, especialmente
autobiográfica: El «De vita Sua», una relectura en verso de su camino humano y
espiritual, un camino ejemplar de un cristiano sufriente, de un hombre de una
gran interioridad en un mundo lleno de conflictos. Es un hombre que nos hace
sentir la primacía de Dios y por eso nos habla también a nosotros, a nuestro
mundo: sin Dios, el hombre pierde su grandeza, sin Dios no hay humanismo
auténtico. Por eso, escuchemos esta voz e intentemos conocer también nosotros el
rostro de Dios. En una de sus poesías, había escrito dirigiéndose a Dios: “Sé
benigno, Tú, más Allá de todo” («Carmina [dogmática]» 1,1,29: PG 37,508). Y en
el año 390 Dios acogía entre sus brazos a este siervo fiel, que le había
defendido en sus escritos con una aguda inteligencia y que le había cantado con
tanto amor en sus poesías.
[Al final de la audiencia, Benedicto XVI saludó en varios idiomas a los
peregrinos. En español, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas:
San Gregorio Nazianceno, Padre de la Iglesia del siglo IV, fue un ilustre
teólogo, orador y defensor de la fe cristiana. De noble familia frecuentó las
más celebres escuelas de su época. Poco después de su bautismo, Gregorio se
orientó hacia la vida monástica: le fascinaban la soledad, la meditación
filosófica y espiritual. En el año 381, mientras participaba en el segundo
Concilio Ecuménico, fue nombrado Obispo de Constantinopla, asumiendo la
presidencia del Concilio. Pero inmediatamente, al levantarse una fuerte
oposición contra él, tuvo que dimitir. Volvió a Nacianzo y durante dos años
dirigió aquella comunidad cristiana. Después se retiró definitivamente en
soledad hasta su muerte, dedicándose al estudio y a la vida ascética. San
Gregorio, llamado también el “teólogo”, afirma que la teología no es una
reflexión puramente humana, sino que nace de una vida de oración y de santidad,
de un diálogo asiduo con Dios. En el silencio contemplativo, entretejido de
estupor ante las maravillas del misterio revelado, el alma descubre la belleza y
la gloria divina.
Saludo cordialmente a los visitantes de lengua española. En particular, saludo a
las Misioneras Hijas de la Sagrada Familia de Nazaret, que celebran su Capítulo
General, a los seminaristas de la Diócesis de Granada, así como a los distintos
grupos venidos de España, México y de otros países latinoamericanos. Que vuestra
peregrinación a la tumba de los apóstoles Pedro y Pablo fortalezca vuestra fe y
acreciente vuestro amor a la Iglesia. ¡Gracias por vuestra visita!
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