Benedicto XVI presenta al
apóstol san Andrés, «el primer llamado»
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 14 junio 2006 (ZENIT.org).-
Publicamos la intervención de Benedicto XVI pronunciada este miércoles durante
la audiencia general --que se celebró en la Plaza de San Pedro del Vaticano--
dedicada a meditar sobre «Andrés, el protóclito».
* * *
Queridos hermanos y hermanas:
En las últimas dos catequesis hemos hablado de la figura de san Pedro. Ahora, en
la medida en que nos permiten las fuentes, queremos conocer un poco más de cerca
también a los otros once apóstoles. Por tanto, hoy hablamos del hermano de Simón
Pedro, san Andrés, quien también era uno de los doce.
Lo primero que impresiona en Andrés es el nombre: no es hebreo, como uno se
esperaría, sino griego, signo indicativo de una cierta apertura cultural de su
familia. Nos encontramos en Galilea, donde el idioma y la cultura griega están
bastante presentes. En las listas de los doce, Andrés se encuentra en segundo
lugar, en Mateo (10,1-4) y en Lucas (6,13-16), o en el cuarto lugar, en Marcos
(3,13-18) y en los Hechos de los Apóstoles (1,13-14). En todo caso, sin duda
tenía un gran prestigio dentro de las primeras comunidades cristianas.
El lazo de sangre entre Pedro y Andrés, así como la llamada común que les
dirigió Jesús, son mencionados expresamente en los Evangelios. Puede leerse:
«Mientras caminaba a orillas del mar de Galilea, Jesús vio a dos hermanos: a
Simón, llamado Pedro, y a su hermano Andrés, que echaban las redes al mar porque
eran pescadores. Entonces les dijo: "Seguidme, y yo os haré pescadores de
hombres"» (Mateo 4,18-19; Marcos 1,16-17). Por el cuarto Evangelio sabemos otro
detalle importante: en un primer momento, Andrés era discípulo de Juan Bautista;
y esto nos muestra que era un hombre que buscaba, que compartía la esperanza de
Israel, que quería conocer más de cerca la palabra del Señor, la presencia del
Señor. Era verdaderamente un hombre de fe y de esperanza; y un día escuchó que
Juan Bautista proclamaba a Jesús como «el cordero de Dios» (Juan 1, 36);
entonces, se movió, y junto a otro discípulo, cuyo nombre no es mencionado,
siguió a Jesús, quien que era llamado por Juan «cordero de Dios». El evangelista
refiere: «vieron donde vivía y se quedaron con él» (Juan 1, 37-39). Andrés, por
tanto, disfrutó de momentos de intimidad con Jesús. La narración continúa con
una observación significativa: «Uno de los dos que oyeron las palabras de Juan y
siguieron a Jesús era Andrés, el hermano de Simón Pedro. Al primero que encontró
fue a su propio hermano Simón, y le dijo: "Hemos encontrado al Mesías", que
traducido significa Cristo», y le condujo hacia Jesús (Juan 1,40-43),
demostrando inmediatamente un espíritu apostólico fuera de lo común. Andrés, por
tanto, fue el primer apóstol que recibió la llamada y siguió a Jesús. Por este
motivo la liturgia de la Iglesia bizantina le honra con el apelativo de «Protóklitos»,
que significa el «primer llamado». Por la relación fraterna entre Pedro y
Andrés, la Iglesia de Roma y la Iglesia de Constantinopla se sienten de manera
especial como Iglesias hermanas entre sí. Para subrayar esta relación, mi
predecesor, el Papa Pablo VI, en 1964, restituyó la insigne reliquia de san
Andrés, hasta entonces custodiada en la Basílica vaticana, al obispo metropolita
ortodoxo de la ciudad de Patrás, en Grecia, donde según la tradición, el apóstol
fue crucificado.
Las tradiciones evangélicas mencionan particularmente el nombre de Andrés en
otras tres ocasiones, permitiéndonos conocer algo más de este hombre. La primera
es la de la multiplicación de los panes en Galilea. En aquella ocasión, Andrés
indicó a Jesús la presencia de un muchacho que tenía cinco panes de cebada y dos
peces: muy poco --constató-- para toda la gente que se había congregado en aquel
lugar (Cf. Juan 6, 8-9). Vale la pena subrayar el realismo de Andrés: había
visto al muchacho, es decir, ya le había planteado la pregunta: «Pero, ¿qué es
esto para toda esta gente?» (ibídem) y se dio cuenta de la falta de recursos.
Jesús, sin embargo, supo hacer que fueran suficientes para la multitud de
personas que habían ido a escucharle.
La segunda ocasión fue en Jerusalén. Saliendo de la ciudad, un discípulo le
mostró el espectáculo de los poderosos muros que sostenían el Templo. La
respuesta del Maestro fue sorprendente: dijo que de esos muros no quedaría
piedra sobre piedra. Entonces Andrés, junto a Pedro, Santiago y Juan, le
preguntó: «Dinos cuándo sucederá esto y cuál será la señal de que ya están por
cumplirse todas estas cosas» (Marcos 13,1-4). Como respuesta a esta pregunta,
Jesús pronunció un importante discurso sobre la destrucción de Jerusalén y sobre
el final del mundo, invitando a sus discípulos a leer con atención los signos
del templo y a mantener siempre una actitud vigilante. De este episodio podemos
deducir que no tenemos que tener miedo de plantear preguntas a Jesús, pero al
mismo tiempo, tenemos que estar dispuestos a acoger las enseñanzas incluso
sorprendentes y difíciles que Él nos ofrece.
En los Evangelios se registra, por último, una tercera iniciativa de Andrés. El
escenario sigue siendo Jerusalén, poco antes de la Pasión. Con motivo de la
fiesta de la Pascua, narra Juan, habían venido a la ciudad santa algunos
griegos, quizá prosélitos o temerosos de Dios, para adorar al Dios de Israel en
la fiesta de Pascua. Andrés y Felipe, los dos apóstoles con nombres griegos,
hacen de intérpretes y mediadores de este pequeño grupo de griegos ante Jesús.
La respuesta del Señor a su pregunta parece enigmática, como sucede con
frecuencia en el Evangelio de Juan, pero precisamente de este modo se revela
llena de significado. Jesús dice a sus discípulos y, por su mediación, al mundo
griego: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. En
verdad, en verdad os digo: si el grano de trino no cae en tierra y muere, queda
él solo; pero si muere da mucho fruto» (Juan 12, 23-24). ¿Qué significan estas
palabras en este contexto? Jesús quiere decir: sí, mi encuentro con los griegos
tendrá lugar, pero el mío no será un coloquio sencillo y breve con algunas
personas, llevadas sobre todo por la curiosidad. Con mi muerte, comparable a la
caída en la tierra de un grano de trigo, llegará la hora de mi glorificación. De
mi muerte en la cruz surgirá la gran fecundidad: el «grano de trigo muerto»
--símbolo de mi crucifixión-- se convertirá, en la resurrección, en pan de vida
para el mundo: será luz para los pueblos y las culturas. Sí, el encuentro con el
alma griega, con el mundo griego, tendrá lugar en esa profundidad a la que hace
referencia el grano de trigo que atrae hacia sí las fuerzas de la tierra y del
cielo y se convierte en pan. En otras palabras, Jesús profetiza la Iglesia de
los griegos, la Iglesia de los paganos, la Iglesia del mundo como fruto de su
Pascua.
Tradiciones muy antiguas consideran que Andrés, quien transmitió a los griegos
estas palabras, no sólo es el intérprete de algunos griegos en el encuentro con
Cristo que acabamos de recordar, sino que es considerado como el apóstol de los
griegos en los años que siguieron a Pentecostés; nos dicen que en el resto de su
vida fue el anunciador y el intérprete de Jesús para el mundo griego. Pedro, su
hermano, llegó a Roma desde Jerusalén, pasando por Antioquía, para ejercer su
misión universal; Andrés, por el contrario, fue el apóstol del mundo griego: de
este modo, tanto en la vida como en la muerte, se presentan como auténticos
hermanos, una fraternidad que se expresa simbólicamente en la relación especial
de las sedes de Roma y de Constantinopla, Iglesias verdaderamente hermanas.
Una tradición sucesiva, como decía, narra la muerte de Andrés en Patras, donde
también él sufrió el suplicio de la crucifixión. Ahora bien, en aquel momento
supremo, como su hermano Pedro, pidió ser colocado en una cruz diferente a la de
Jesús. En su caso, se trató de una cruz en forma de equis, es decir, con los dos
maderos cruzados diagonalmente, que por este motivo es llamada «cruz de san
Andrés». Esto es lo que habría dicho en aquella ocasión, según una antigua
narración (inicios del siglo VI), titulada «Pasión de Andrés»: «Salve, oh Cruz,
inaugurada por medio del cuerpo de Cristo, que te has convertido en adorno de
sus miembros, como si fueran perlas preciosas. Antes de que el Señor subiera
sobre ti, provocabas un temor terreno. Sin embargo, ahora, dotada de un amor
celeste, te has convertido en un don. Los creyentes saben cuánta alegría posees,
cuántos regalos deparas. Confiado, por tanto, y lleno de alegría, vengo para que
tú también me recibas exultante como discípulo de quien fue colgado de ti...
Cruz bienaventurada, que recibiste la majestad y la belleza de los miembros del
Señor..., tómame y llévame lejos de los hombres y entrégame a mi Maestro para
que a través de ti me reciba quien por medio de ti me ha redimido. ¡Salve, oh
Cruz, sí, verdaderamente, salve!». Como podemos ver, nos encontramos ante una
espiritualidad cristiana sumamente profunda, que ve en la Cruz, más que un
instrumento de tortura, el medio incomparable de una asimilación plena con el
Redentor, con el Grano de trigo caído en la tierra. Tenemos que aprender una
lección muy importante: nuestras cruces alcanzan valor si son consideradas y
acogidas como parte de la cruz de Cristo, si son tocadas por el reflejo de su
luz. Sólo por esa Cruz también nuestros sufrimientos quedan ennoblecidos y
alcanzan su verdadero sentido.
Que el apóstol Andrés nos enseñe a seguir a Jesús con prontitud (Cf. Mateo 4,
20; Marcos 1, 18), a hablar con entusiasmo de Él a todos aquellos con los que
nos encontramos, y sobre todo a cultivar con Él una relación de auténtica
familiaridad, conscientes de que sólo en Él podemos encontrar el sentido último
de nuestra vida y de nuestra muerte.
[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la
audiencia, el Santo Padre saludó en varios idiomas a los peregrinos. Estas
fueron sus palabras en español:]
Queridos hermanos y hermanas:
Nuestra reflexión de hoy se centra en el apóstol san Andrés, el segundo entre
los Doce. Su nombre griego es signo de una cierta apertura cultural de su
familia. Fue el primero en ser llamado por Jesús. Después condujo ante Él a su
hermano Simón Pedro diciéndole «Hemos encontrado al Mesías», lo que demuestra su
gran espíritu apostólico. Gozó de preciosos momentos de intimidad con Jesús.
Los evangelios lo citan particularmente en tres ocasiones: en la multiplicación
de los panes, donde destaca por su realismo al indicar la insuficiencia de los
pocos recursos de que disponían; escuchando las palabras del Maestro sobre el
fin del mundo ante la vista de los muros del templo de Jerusalén; y antes de la
Pasión, cuando con Felipe hace de intérprete de la profecía sobre la extensión
del Evangelio a los paganos, a un pequeño grupo de griegos.
La tradición relata su muerte en Patrás, donde sufrió el suplicio de la cruz,
pidiendo al igual que Pedro, ser crucificado de manera diversa al Maestro, en
una cruz en aspa, que por eso se llama cruz de San Andrés.
Saludo a los peregrinos de España y América Latina, especialmente a los
feligreses de las parroquias de San José de Utrera, San Miguel Arcángel de Lima
y Emmanuel de Santiago de Chile. Como el Apóstol Andrés, seguid a Cristo con
prontitud, anunciadlo con entusiasmo, cultivad con Él una relación de verdadera
familiaridad, conscientes de que las cruces y los sufrimientos adquieren su
verdadero sentido si se acogen como parte de la Cruz de Cristo.
[© Copyright 2006 - Libreria Editrice Vaticana ]