Benedicto XVI presenta a «Pedro, el apóstol»
Intervención durante la audiencia general
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 24 mayo 2006 (ZENIT.org).-
Publicamos la intervención de Benedicto XVI durante la audiencia general de este
miércoles dedicada al tema «Pedro, el apóstol».
* * *
Queridos hermanos y hermanas:
En estas catequesis estamos meditando en la Iglesia. Hemos dicho que la Iglesia
vive en las personas y, por ello, en la última catequesis comenzamos a meditar
en las figuras de cada uno de los apóstoles, comenzando por san Pedro. Hemos
visto dos etapas decisivas de su vida: la llamada en el lago de Galilea y,
después, la confesión de fe: «Tú eres el Cristo, el Mesías». Como dijimos, se
trata de una confesión todavía insuficiente, inicial, aunque abierta. San Pedro
se pone en un camino de seguimiento. Hoy queremos considerar otros dos
acontecimientos importantes en la vida de san Pedro: la multiplicación de los
panes --acabamos de escuchar en el pasaje que se ha leído la pregunta del Señor
y la respuesta de Pedro-- y después el pasaje en el que el Señor llama a Pedro a
ser pastor de la Iglesia universal.
Comencemos con la multiplicación de los panes. Sabéis que el pueblo había
escuchado al Señor durante horas. Al final, Jesús dice: están cansados, tienen
hambre, tenemos que dar de comer a esta gente. Los apóstoles preguntan: «Pero,
¿cómo?». Y Andrés, el hermano de Pedro, le dice a Jesús que un muchacho tenía
cinco panes y dos peces. «Pero,¿de qué sirven para tantas personas?», se
preguntan los apóstoles. Entonces el Señor pide a la gente que se siente y que
se distribuyan estos cinco panes y dos peces. Y todos quedan saciados. Es más,
el Señor encarga a los apóstoles, y entre ellos a Pedro, que recojan las
abundantes sobras: doce canastos de pan (Cf. Juan 6,12-13). A continuación, la
gente, al ver este milagro --que parecía ser la renovación tan esperada del
nuevo «maná», el don del pan del cielo--, quiere hacer de él su rey. Pero Jesús
no acepta y se retira a rezar solo en la montaña. Al día siguiente, Jesús
interpretó el milagro en la otra orilla del lago, en la sinagoga de Cafarnaúm.
No lo hizo en el sentido de ser el rey de Israel, con un poder de este mundo,
como lo esperaba la muchedumbre, sino en el sentido de la entrega de sí mismo:
«el pan que yo voy a dar es mi carne por la vida del mundo» (Juan 6, 51). Jesús
anuncia la cruz y con la cruz la auténtica multiplicación de los panes, el pan
eucarístico, su manera totalmente nueva de ser rey, una manera totalmente
contraria a las expectativas de la gente.
Podemos comprender que estas palabras del Maestro, que no quiere realizar cada
día una multiplicación de los panes, que no quiere ofrecer a Israel un poder de
este mundo, resultaran realmente difíciles, es más inaceptables, para la gente.
«Da su carne»: ¿qué quiere decir esto? Incluso para los discípulos parece algo
inaceptable lo que Jesús dice en este momento. Para nuestro corazón, para
nuestra mentalidad, era y es algo «duro», que pone a prueba la fe (Cf. Juan 6,
60). Muchos de los discípulos se echaron atrás. Buscaban a alguien que renovara
realmente el Estado de Israel, su pueblo, y no a uno que dijera: «Doy mi carne».
Podemos imaginar que las palabras de Jesús fueran difíciles incluso para Pedro,
que en Cesarea de Filipo se había opuesto a la profecía de la cruz. Y sin
embargo, cuando Jesús preguntó a los doce: «¿Queréis iros también vosotros?»,
Pedro reaccionó con el empuje de su corazón generoso, guiado por el Espíritu
Santo. En nombre de todos, respondió con palabras inmortales, que son también
palabras nuestras: « Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida
eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Cf. Juan 6,
66-69)
Aquí, al igual que en Cesarea, con sus palabras, Pedro comienza la confesión de
fe cristológica de la Iglesia y se convierte en voz también de los demás
apóstoles y de los no creyentes de todos los tiempos. Esto no quiere decir que
ya había comprendido el misterio de Cristo en toda su profundidad. Su fe era
todavía inicial, una fe en camino; sólo llegaría a su verdadera plenitud a
través de los acontecimientos pascuales. Si embargo, ya era fe, abierta a la
realidad más grande --abierta sobre todo porque no era fe en algo, era fe en
Alguien: en Él, en Cristo--. De este modo, también nuestra fe es siempre una fe
inicial y tenemos que recorrer todavía un gran camino. Pero es esencial que sea
una fe abierta y que nos dejemos guiar por Jesús, pues Él no sólo conoce el
Camino, sino que es el Camino.
La generosidad impetuosa de Pedro no le libra, sin embargo, de los peligros
ligados a la debilidad humana. Es lo que también nosotros podemos reconocer
basándonos en nuestra vida. Pedro siguió a Jesús con empuje, superó la prueba de
la fe, abandonándose en él. Llega sin embargo el momento en que también él cede
al miedo y cae: traiciona al Maestro (Cf. Marcos 14, 66-72). La escuela de la fe
no es una marcha triunfal, sino un camino salpicado de sufrimientos y de amor,
de pruebas y fidelidad que hay que renovar todos los días. Pedro, que había
prometido fe absoluta, experimenta la amargura y la humillación del que reniega:
el orgulloso aprende, a costa suya, la humildad. También Pedro tiene que
aprender que es débil y que necesita perdón. Cuando finalmente se le cae la
máscara y entiende la verdad de su corazón débil de pecador creyente, estalla en
un llanto de arrepentimiento liberador. Tras este llanto ya está listo para su
misión.
En una mañana de primavera, esta misión le será confiada por Jesús resucitado.
El encuentro tendrá lugar en las orillas del lago de Tiberíades. El evangelista
Juan nos narra el diálogo que en aquella circunstancia tuvo lugar entre Jesús y
Pedro. Se puede constatar un juego de verbos muy significativo. En griego, el
verbo filéo expresa el amor de amistad, terno pero no total, mientras que
el verbo agapáo significa el amor sin reservas, total e incondicional. La
primera vez, Jesús le pregunta a Pedro: «Simón…, ¿me amas más que éstos (agapâs-me)?»,
¿con ese amor total e incondicional? (Cf. Juan 21, 15). Antes de la experiencia
de la traición, el apóstol ciertamente habría dicho: «Te amo (agapô-se)
incondicionalmente». Ahora que ha experimentado la amarga tristeza de la
infidelidad, el drama de su propia debilidad, dice con humildad: «Señor, te
quiero (filô-se)», es decir, «te amo con mi pobre amor humano». Cristo
insiste: «Simón, ¿me amas con este amor total que yo quiero?». Y Pedro repite la
respuesta de su humilde amor humano: «Kyrie, filô-se», «Señor, te quiero
como sé querer». A la tercera vez, Jesús sólo le dice a Simón: «Fileîs-me?»,
«¿me quieres?». Simón comprende que a Jesús le es suficiente su amor pobre, el
único del que es capaz, y sin embargo está triste por el hecho de que el Señor
se lo haya tenido que decir de ese modo. Por eso le responde: «Señor, tú lo
sabes todo, tu sabes que te quiero (filô-se)». ¡Parecería que Jesús se ha
adaptado a Pedro, en vez de que Pedro se adaptará a Jesús! Precisamente esta
adaptación divina da esperanza al discípulo, que ha experimentado el sufrimiento
de la infidelidad. De aquí nace la confianza, que le hace ser capaz de seguirle
hasta el final: «Con esto indicaba la clase de muerte con que iba a glorificar a
Dios. Dicho esto, añadió: "Sígueme"» (Juan 21, 19).
Desde aquel día, Pedro «siguió» al Maestro con la conciencia precisa de su
propia fragilidad; pero esta conciencia no le desalentó. Él sabía, de hecho, que
podía contar a su lado con la presencia del Resucitado. De los ingenuos
entusiasmos de la adhesión inicial, pasando a través de la experiencia dolorosa
de la negación y del llanto de la conversión, Pedro llegó a fiarse de ese Jesús
que se adaptó a su pobre capacidad de amor. Y nos muestra también a nosotros el
camino, a pesar de toda nuestra debilidad. Sabemos que Jesús se adapta a esta
debilidad nuestra. Nosotros le seguimos, con nuestra pobre capacidad de amor y
sabemos que Jesús es bueno y nos acepta. Pedro tuvo que recorrer un largo camino
para convertirse en testigo seguro, en «piedra» de la Iglesia, al quedar
constantemente abierto a la acción del Espíritu de Jesús. Pedro mismo se
presentará como «testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de la gloria
que está para manifestarse (1 Pedro 5, 1). Cuando escribe estas palabras ya es
anciano, abocado a la conclusión de su vida, que sellará con el martirio. Será
capaz, entonces, de describir la alegría verdadera y de indicar dónde puede
encontrarse: el manantial es Cristo, en quien creemos y a quien amamos con
nuestra fe débil pero sincera, a pesar de nuestra fragilidad. Por ello,
escribirá a los cristianos de su comunidad estas palabras que también nos dirige
a nosotros: «Le amáis sin haberle visto; creéis en él, aunque de momento no le
veáis, rebosando de alegría inefable y gloriosa; y alcanzáis la meta de vuestra
fe, la salvación de las almas» (1 Pedro 1, 8-9).
[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la
audiencia, el Santo Padre dirigió estas palabras a los peregrinos de lengua
española:]
Queridos hermanos y hermanas:
Pedro, así como los otros apóstoles, tuvo que recorrer un camino lento, no
exento de dificultades, para seguir al Maestro. Con su respuesta de fe superó la
prueba que la predicación de Cristo sobre la Eucaristía supuso para muchos de
los discípulos. Sin duda la suya era una fe inicial, que llegaría a su plenitud
en el momento de la Pascua. Sin embargo, el camino de la fe está lleno de
sufrimientos y de amor, de pruebas y de fidelidades. Incluso Pedro llegó a
conocer la amargura y la humillación de la negación, llegando a la conversión a
través del arrepentimiento.
Junto al lago de Tiberíades Pedro descubre cómo Cristo resucitado se adapta a su
pobre capacidad de amar y cómo podrá contar siempre con su presencia. De esto
nace la esperanza y la confianza que le permitirán seguirlo hasta el final de su
vida, que sellará con el martirio. Y así, él será capaz de describir la
verdadera alegría e indicar la fuente dónde se puede conseguir, que es Cristo,
creído y amado.
Saludo con afecto a los visitantes de lengua española, en especial a las
Hermanas Hospitalarias del Sagrado Corazón de Jesús, que celebran su Capítulo
General. Saludo también a los diversos grupos parroquiales y asociaciones de
España, así como a los peregrinos de Argentina, Colombia, México y a los
dominicanos de Santiago de los Caballeros, con su Arzobispo Mons. Ramón de la
Rosa y Carpio. Confiad siempre en Cristo, que os ama y está presente en vuestra
vida.
¡Muchas gracias!
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