Repuesta del Papa a
sacerdotes sobre problemas de vida sacerdotal (I)
CASTEL GANDOLFO, jueves, 21 septiembre 2006 (ZENIT.org).-
Publicamos la primera de las cinco respuestas espontáneas que ofreció Benedicto
XVI a otras tantas preguntas de los sacerdotes de la diócesis de Albano, donde
se encuentra la residencia pontificia de Castel Gandolfo. El encuentro tuvo
lugar el 31 de agosto.
Algunos problemas de vida de los sacerdotes
Padre Giuseppe Zane, vicario ad omnia, de 83 años: Nuestro obispo le ha
explicado, aunque brevemente, la situación de nuestra diócesis de Albano. Los
sacerdotes estamos plenamente insertados en esta Iglesia, viviendo todos sus
problemas y vicisitudes. Tanto los jóvenes como los mayores nos sentimos
inadecuados, en primer lugar porque somos pocos en comparación con las muchas
necesidades y procedemos de lugares muy diversos; además, sufrimos escasez de
vocaciones al sacerdocio. Por estos motivos a veces nos desanimamos, tratando de
tapar agujeros aquí o allá, a menudo obligados sólo a realizar "primeros
auxilios", sin proyectos precisos. Al ver las muchas cosas que habría que hacer,
sentimos la tentación de dar prioridad al hacer, descuidando el ser; y esto se
refleja inevitablemente en la vida espiritual, en el diálogo con Dios, en la
oración y en la caridad, en el amor a los hermanos, especialmente a los
alejados. Santo Padre, ¿qué nos puede decir al respecto? Yo soy de edad
avanzada..., pero estos jóvenes hermanos míos ¿pueden tener esperanza?
BENEDICTO XVI: Queridos hermanos, ante todo, quisiera dirigiros unas palabras de
bienvenida y de agradecimiento. Gracias al cardenal Sodano por su presencia, con
la que expresa su amor y su solicitud por esta Iglesia suburbicaria. Gracias a
usted, excelencia, por sus palabras. Con pocas frases me ha presentado la
situación de esta diócesis, que no conocía en esta medida. Sabía que es la mayor
de las diócesis suburbicarias, pero no sabía que hubiera crecido hasta los
cincuenta mil habitantes. Veo que es una diócesis llena de desafíos, de
problemas, pero ciertamente también de alegrías en la fe. Y veo que todas las
cuestiones de nuestro tiempo están presentes: la emigración, el turismo, la
marginación, el agnosticismo, pero también una fe firme.
No pretendo ser aquí ahora como un "oráculo", que podría responder de modo
satisfactorio a todas las cuestiones. Las palabras de san Gregorio Magno que ha
citado usted, excelencia, "que cada uno conozca infirmitatem suam", valen
también para el Papa. También el Papa, día tras día, debe conocer y reconocer "infirmitatem
suam", sus límites. Debe reconocer que sólo colaborando todos, en el
diálogo, en la cooperación común, en la fe, como "cooperatores veritatis",
de la Verdad que es una Persona, Jesús, podemos cumplir juntos nuestro servicio,
cada uno en la parte que le corresponde. En este sentido, mis respuestas no
serán exhaustivas, sino fragmentarias. Sin embargo, aceptamos precisamente esto:
que sólo juntos podemos componer el "mosaico" de un trabajo pastoral que
responda a la magnitud de los desafíos.
Usted, cardenal Sodano, ha comentado que nuestro querido hermano el padre Zane
parece un poco pesimista. Pero hay que reconocer que cada uno de nosotros pasa
por momentos en los que puede desanimarse ante la magnitud de lo que tiene que
hacer y los límites de lo que en realidad puede hacer. Esto sucede también al
Papa. ¿Qué debo hacer en esta hora de la Iglesia, con tantos problemas, con
tantas alegrías, con tantos desafíos que afronta la Iglesia universal? Suceden
tantas cosas cada día y no soy capaz de responder a todo. Hago mi parte, hago lo
que puedo hacer.
Trato de encontrar las prioridades. Y soy feliz de contar con muchos buenos
colaboradores. Puedo decir en este momento que constato cada día el gran trabajo
que lleva a cabo la Secretaría de Estado bajo su sabia guía. Y sólo con esta red
de colaboración, insertándome con mis pequeñas capacidades en una totalidad más
grande, puedo y me atrevo a seguir adelante.
Así, naturalmente, también un párroco que está solo ve que son muchas las cosas
que es preciso hacer en esta situación que usted, padre Zane, ha descrito
brevemente. Y sólo puede hacer una: tapar agujeros —como dijo usted—, dedicarse
a los "primeros auxilios", consciente de que se debería hacer mucho más. Pues
bien, la primera necesidad de todos nosotros es reconocer con humildad nuestros
límites, reconocer que debemos dejar que el Señor haga la mayoría de las cosas.
Hoy escuchamos en el evangelio la parábola del siervo fiel (cf. Mt 24, 42-51).
Este siervo, como nos dice el Señor, da la comida a los demás a su tiempo. No lo
hace todo a la vez, sino que es un siervo sabio y prudente, que sabe distribuir
en los diversos momentos lo que debe hacer en aquella situación. Lo hace con
humildad, y también está seguro de la confianza de su señor. Así nosotros
debemos hacer lo posible para tratar de ser sabios y prudentes, y también tener
confianza en la bondad de nuestro Señor, porque al fin y al cabo debe ser él
quien guíe a su Iglesia. Nosotros nos insertamos con nuestro pequeño don y
hacemos lo que podemos, sobre todo las cosas siempre necesarias: los
sacramentos, el anuncio de la Palabra, los signos de nuestra caridad y de
nuestro amor.
Por lo que respecta a la vida interior, a la que usted ha aludido, es esencial
para nuestro servicio sacerdotal. El tiempo que dedicamos a la oración no es un
tiempo sustraído a nuestra responsabilidad pastoral, sino que es precisamente
"trabajo" pastoral, es orar también por los demás. En el "Común de pastores" se
lee que una de las características del buen pastor es que "multum oravit pro
fratribus". Es propio del pastor ser hombre de oración, estar ante el Señor
orando por los demás, sustituyendo también a los demás, que tal vez no saben
orar, no quieren orar o no encuentran tiempo para orar. Así se pone de relieve
que este diálogo con Dios es una actividad pastoral.
Por consiguiente, la Iglesia nos da, casi nos impone —aunque siempre como Madre
buena— dedicar tiempo a Dios, con las dos prácticas que forman parte de nuestros
deberes: celebrar la santa misa y rezar el breviario. Pero más que recitar,
hacerlo como escucha de la Palabra que el Señor nos ofrece en la liturgia de las
Horas. Es preciso interiorizar esta Palabra, estar atentos a lo que el Señor nos
dice con esta Palabra, escuchar luego los comentarios de los Padres de la
Iglesia o también del Concilio, en la segunda lectura del Oficio de lectura, y
orar con esta gran invocación que son los Salmos, a través de los cuales nos
insertamos en la oración de todos los tiempos. Ora con nosotros el pueblo de la
antigua Alianza, y nosotros oramos con él. Oramos con el Señor, que es el
verdadero sujeto de los Salmos. Oramos con la Iglesia de todos los tiempos. Este
tiempo dedicado a la liturgia de las Horas es tiempo precioso. La Iglesia nos da
esta libertad, este espacio libre de vida con Dios, que es también vida para los
demás.
Así, me parece importante ver que estas dos realidades, la santa misa, celebrada
realmente en diálogo con Dios, y la liturgia de las Horas, son zonas de
libertad, de vida interior, que la Iglesia nos da y que constituyen una riqueza
para nosotros. Como he dicho, en ellas no sólo nos encontramos con la Iglesia de
todos los tiempos, sino también con el Señor mismo, que nos habla y espera
nuestra respuesta. Así aprendemos a orar, insertándonos en la oración de todos
los tiempos y nos encontramos también con el pueblo.
Pensemos en los Salmos, en las palabras de los profetas, en las palabras del
Señor y de los Apóstoles; pensemos en los comentarios de los santos Padres. Hoy
tuvimos el maravilloso comentario de san Columbano sobre Cristo, fuente de "agua
viva", de la que bebemos. Orando nos encontramos también con los sufrimientos
del pueblo de Dios hoy. Estas oraciones nos hacen pensar en la vida de cada día
y nos guían al encuentro con la gente de hoy. Nos iluminan en este encuentro,
porque a él no sólo acudimos con nuestra pequeña inteligencia, con nuestro amor
a Dios, sino que también aprendemos, a través de esta palabra de Dios, a
llevarles a Dios. Esto es lo que ellos esperan: que les llevemos el "agua viva",
de la que habla hoy san Columbano.
La gente tiene sed. Y trata de apagar esta sed con diversas diversiones. Pero
comprende bien que esas diversiones no son el "agua viva" que necesitamos. El
Señor es la fuente del "agua viva". Pero en el capítulo 7 de san Juan nos dice
que todo el que cree se convierte en una "fuente", porque ha bebido de Cristo. Y
esta "agua viva" (v. 38) se transforma en nosotros en agua que brota, en una
fuente para los demás.
Así, tratemos de beberla en la oración, en la celebración de la santa misa, en
la lectura; tratemos de beber de esta fuente para que se convierta en fuente en
nosotros, y podamos responder mejor a la sed de la gente de hoy, teniendo en
nosotros el "agua viva", teniendo la realidad divina, la realidad del Señor
Jesús, que se encarnó. Así podremos responder mejor a las necesidades de nuestra
gente.
Esto por lo que se refiere a la primera pregunta: ¿Qué podemos hacer? Hagamos
siempre todo lo posible en favor de la gente —en las otras preguntas tendremos
la posibilidad de volver a este punto— y vivamos con el Señor para poder
responder a la verdadera sed de la gente.
Su segunda pregunta era: ¿Tenemos esperanza para esta diócesis, para esta
porción de pueblo de Dios que es la diócesis de Albano y para la Iglesia?
Respondo sin dudarlo: sí. Naturalmente, tenemos esperanza: la Iglesia está viva.
Tenemos dos mil años de historia de la Iglesia, con tantos sufrimientos, incluso
con tantos fracasos. Pensemos en la Iglesia en Asia menor, la grande y
floreciente Iglesia de África del norte, que con la invasión musulmana
desapareció. Por tanto, porciones de Iglesia pueden desaparecer realmente, como
dice san Juan en el Apocalipsis, o el Señor a través de san Juan: "Si no te
arrepientes, iré donde ti y cambiaré de su lugar tu candelero" (Ap 2, 5). Pero,
por otra parte, vemos cómo entre tantas crisis la Iglesia ha resurgido con nueva
juventud, con nueva lozanía.
En el siglo de la Reforma, la Iglesia católica parecía en realidad casi acabada.
Parecía triunfar esa nueva corriente, que afirmaba: ahora la Iglesia de Roma se
ha acabado. Y vemos que con los grandes santos, como Ignacio de Loyola, Teresa
de Ávila, Carlos Borromeo, y otros, la Iglesia resurgió. Encontró en el concilio
de Trento una nueva actualización y una revitalización de su doctrina. Y revivió
con gran vitalidad. Lo vemos también en el tiempo de la Ilustración, en el que
Voltaire dijo: "Por fin se ha acabado esta antigua Iglesia, vive la humanidad".
Y ¿qué sucedió, en cambio? La Iglesia se renovó. En el siglo XIX florecieron
grandes santos, hubo una nueva vitalidad con tantas congregaciones religiosas:
la fe es más fuerte que todas las corrientes que van y vienen.
Lo mismo sucedió en el siglo pasado. Hitler dijo en cierta ocasión: "La
Providencia me ha llamado a mí, un católico, para acabar con el catolicismo.
Sólo un católico puede destruir el catolicismo". Estaba seguro de contar con
todos los medios para destruir por fin al catolicismo. Igualmente la gran
corriente marxista estaba segura de realizar la revisión científica del mundo y
de abrir las puertas al futuro: "la Iglesia está llegando a su fin, está
acabada". Pero la Iglesia es más fuerte, según las palabras de Cristo. Es la
vida de Cristo la que vence en su Iglesia.
También en tiempos difíciles, cuando faltan las vocaciones, la palabra del Señor
permanece para siempre. Y, como dice el Señor mismo, el que construye su vida
sobre esta "roca" de la palabra de Cristo, construye bien. Por eso, podemos
tener confianza. Vemos también en nuestro tiempo nuevas iniciativas de fe. Vemos
que en África la Iglesia, a pesar de todos sus problemas, tiene una gran
floración de vocaciones que estimula. Y así, con todas las diversidades del
panorama histórico de hoy, vemos —y no sólo, creemos— que las palabras del Señor
son espíritu y vida, son palabras de vida eterna. San Pedro, como escuchamos el
domingo pasado en el evangelio, dijo: "Tú tienes palabras de vida eterna;
nosotros hemos creído y conocido que tú eres el santo de Dios" (Jn 6, 69). Y
viendo a la Iglesia de hoy; viendo la vitalidad de la Iglesia, a pesar de todos
sus sufrimientos, podemos decir también nosotros: hemos creído y conocido que tú
tienes palabras de vida eterna y, por tanto, una esperanza que no defrauda.