ARTE Y ESPIRITUALIDAD EN LA LITURGIA

la Capilla Redemptoris Mater del Vaticano

 

J. Castellano Cervera ocd.

Introducción

El 14 de noviembre de 1999, casi en la vigilia del Gran Jubileo del año 2000, Juan Pablo II inauguraba la Capilla Redemptoris Mater del Vaticano, añadiendo al patrimonio de las obras de arte de los palacios pontificios un singular monumento de arte y de piedad.

Los que participaban en aquella celebración y los que pudieron verla a través de la televisión, se encontraron de improviso ante una Capilla renovada, en un amplio espacio de mosaico, con unas figuras excepcionales de típica iconografía oriental, en las que se unían los grandes módulos del arte de la Iglesia de Oriente con un estilo nuevo. Se coronaba así una obra que había durado casi cuatro años y que tiene una historia. La idea se remontaba a unos providenciales contactos del Papa Juan Pablo II con los teólogos y artistas del centro E. Aletti de Roma, para el diálogo cultural y artístico entre Oriente y Occidente, entre ellos los jesuitas Marko Iván Rupnik y T. Spidlik. Ahora era ya una hermosa y sorprendente realidad.

Desde entonces la Capilla ha suscitado el interés de muchos artistas y fieles, sus imágenes se van difundiendo a través de las publicaciones oficiales, que se hicieron con motivo de la inauguración, con el hermoso volumen La Capella Redemptoris Mater" del Papa Giovanni Paolo II.

Contamos ahora con una reciente edición con las mismas características en lengua castellana.. Se está preparando un sito especial para una visita virtual en Internet, y existe una serie de 36 diapositivas con la explicación en italiano, español, inglés y esloveno.

A distancia de tres años de su inauguración, podemos decir que es uno de los monumentos más bellos del arte contemporáneo que encierra el ya incomparable patrimonio artístico de los palacios vaticanos. Y es un punto de referencia para la actualidad del arte litúrgico contemporáneo por su logrado programa iconográfico y las características singulares de la realización en mosaico.

Nada puede suplir una visita a la Capilla, que normalmente se hace a través de la Oficina de las celebraciones litúrgicas del Papa que preside Mons. Piero Marini. Se puede gozar de los detalles de los mosaicos contemplando las hermosas reproducciones del Libro o viendo las diapositivas con comentario en varias lenguas, entre ellas el español.

Para los lectores de "Phase" vamos a ofrecer una sucinta presentación desde el punto de vista del arte litúrgico y de la espiritualidad con una serie de claves fundamentales para su comprensión.

Para entender su conjunto hemos de notar que esta amplia Capilla tiene cinco amplios espacios cubiertos totalmente de mosaico. Entrando en la Capilla, de frente, está la pared de la Jerusalén celestial, a la izquierda la de la Encarnación o kénosis, a la derecha la de la Iglesia o anábasis, en la parte posterior la pared de la Parusía, y en lo alto la bóveda con el Pantocrátor-

En el umbral de la Capilla: para comprender una obra de arte

El espacio: una Capilla pontificia renovada

La Capilla Redemptoris Mater es uno de los espacios litúrgicos de los palacios vaticanos al servicio de la liturgia papal. Se trata de un amplio salón de la segunda "loggia", cerca de las salas donde el Papa recibe en audiencias colectivas. Llevaba el nombre de Capilla Matilde; se le cambió en 1987 con el de Redemptoris Mater con motivo del Año mariano, cuando se hicieron algunas reformas y se la enriqueció con varios vitrales artísticos. Es conocida como la capilla donde se predican los Ejercicios Espirituales a la Curia romana y se hace la predicación de Adviento y de Cuaresma.

No pudiendo la Capilla Sixtina, por su tradición y su atracción de visitantes y turistas, ser de ordinario un espacio para las celebraciones del Papa con grupos, se pensó habilitar otro espacio adecuado para esta finalidad. Por eso tenemos ahora ese espacio sagrado totalmente renovado.

La capilla, pues, es un templo latino y no oriental en sus estructuras litúrgicas, con los tres espacios fundamentales de la celebración: el altar, el ambón, la sede. Y con otros elementos característicos del mismo estilo como la cruz astil y la pila del agua bendita.

Estos espacios de la capilla están colocados con una cierta originalidad. El altar, como es natural, de cara a la asamblea, en el espacio del presbiterio junto a la pared de la Jerusalén celestial donde en el centro está la imagen de la Madre del Redentor, titular de la Capilla. El ambón está en el centro mismo de la Capilla, a la altura perpendicular de la imagen del Pantocrátor, que está en la cúpula de la capilla, en el centro de la bóveda. El trono del Papa en la parte posterior, junto la pared de la Parusía y cerca de la imagen de Pedro que abre las puertas del paraíso.

Altar, ambón, trono, pila del agua bendita y cruz han sido realizados en bronce dorado y con una piedra de mármol blanco de Macedonia.

El piso de la Capilla, en mármoles de diverso color, mantiene la belleza y la dignidad de los palacios pontificios. Los vitrales de alabastro, que han sustituido los dos vitrales de 1987, uno de laAnunciación, y otro del Pentecostés, de G. Hajnal, dan el tono justo al conjunto artístico de la Capilla.

Una hermosa iluminación indirecta llena de luz la capilla y hace vibrar los colores. Recientemente han sido sustituidas las luces modernas de la bóveda por ocho hermosas lámparas que cuelgan de lo alto e iluminan todo el conjunto, más litúrgicas y nobles en su hechura.

 

El tiempo: en el paso del segundo al tercer milenio

La idea de la Capilla nace, como se ha dicho, de unos encuentros del Papa con los teólogos del Pontificio Instituto Oriental y del centro E. Aletti para profundizar en algunos temas de la teología, de la liturgia y de la espiritualidad del oriente cristiano. Se concretiza en un sueño: un monumento que realice y transmita este diálogo eclesial entre Oriente y Occidente al final del segundo milenio y como profecía y anhelo de la unidad para el tercer milenio. Es el año de la Carta Orientale Lumen (2 de mayo de 1995)y de la Encíclica Ut unum sint. ( 25 de mayo de 1995). Ese año el predicador de los Ejercicios Espirituales de la Curia será el P. T. Spidlik, uno de los hombres espirituales de más prestigio en Roma, por su conocimiento de la tradición oriental, muy apreciado también por los ortodoxos. Da un tono oriental a la espiritualidad con sus Ejercicios espirituales que suscitan el interés de la Curia.

En 1996 se encomienda el proyecto al centro Aletti. Es el año en que el Papa Juan Pablo II celebra sus bodas de oro sacerdotales y se destina a esta Capilla el donativo que los cardenales hacen al Papa. El Papa lo anuncia en uno de sus discursos de agradecimiento al Colegio Cardenalicio. Desde el-6 de febrero al 30 de junio de 1997 realiza el trabajo un artista ortodoxo ruso, Alexander Kornooukohv que completa la pared de la Jerusalén celestial. El equipo del centro Aletti trabaja desde el 5 de noviembre de 1997 al 30 de agosto de 1999 y completa la pared de la Kénosis, de la Anábasis con la Ascensión-Pentecostés y la más original, la de la Parusía. Otro grupo realiza con diseño de M.I. Rupnik la bóveda con el Pantocrátor, desde el 12 de enero al 16 de agosto de 1999. Completa la fusión del bronce y la escultura del mármol del altar, ambón y cátedra papal el artista Otmar Oliva desde el mes de 1998 al de 1999.

Así, como hemos dicho, el 14 de noviembre de 1999 se inaugura solemnemente la Capilla que Juan Pablo II bendice en una liturgia eucarística solemne con la presencia de los Cardenales.

Una inscripción en la pared posterior recuerda: Atelier del centro Aletti 1999. XXII año del Pontificado del Papa Juan Pablo II.

Es un monumento en memoria del Pontífice eslavo que ha invitado a la Iglesia a respirar con los dos pulmones.

La tradición de Oriente, el dinamismo de Occidente

En la Capilla se han fundido las dos tradiciones de Oriente y de Occidente. Del Oriente cristiano lleva el sello la misma tradición del mosaico de las grandes iglesias bizantinas que es la parte ornamental más vistosa. Son orientales los módulos iconográficos en general y algunos en particular, para representar los momentos de la historia de la salvación.

Pero tienen dinamismo occidental la forma de los rostros, algunos detalles iconográficos, algunas escenas características, sobre todo en la pared de la Parusía.

Oriente y Occidente dialogan en el mensaje teológico y espiritual del conjunto de la Capilla, en la armonía de santos orientales y occidentales de la Jerusalén celestial, en la serie de mártires, testigos de la fe, antiguos y recientes, de varias iglesias o confesiones cristianas, incluido un ortodoxo y una luterana, que interceden junto a la Virgen María y Juan el Bautista, en la escena de la Deisis de la Parusía por el cumplimiento del designio de Dios en la historia.

Un oriental, sensible a la modernidad como O. Clément, se conmueve ante la audacia del arte tradicional que se renueva en formas y mensajes; otros orientales que han comentado el arte de la capilla, se encuentran en su ambiente artístico y espiritual de los iconos de los grandes misterios y de los santos orientales. Un occidental recibe el don del arte de la tradición iconográfica que lanza mensajes para el hombre y la mujer de la postmodernidad en algunos detalles elocuentes de las escenas y de las figuras: la constante afirmación del amor misericordioso de Dios, el misterio del mal y de la libertad, la santificación del cosmos, la perspectiva de la esperanza, la cercanía de un Dios amigo.

La materia se espiritualiza: piedra y color

La Capilla en su conjunto es un canto a la espiritualización de la materia. En ella la piedra se hace mensaje, el mosaico ilumina la historia de la salvación. Modelada por el artista se transfigura y se convierte en "sacramento" de la presencia de los misterios, vehículo de la belleza, una especia de "eucaristía" de la materia al servicio del misterio que se revela y comunica lo que expresa. Se trata en este caso de piedra que cubre casi 600 metros cuadrados de la Capilla. Millones de piedrecillas de los más variados tipos. Piedras que vienen de lugares diversos: montañas donde fueron martirizados algunos testigos de la fe del siglo XX, cuevas con pinturas prehistóricas, playas de mares y de océanos, orillas de los ríos. Hay trozos de mármol travertino, de granito, de madreperla, fósiles de la Valcamonica, guijarros de playas de mar y de orillas de los ríos.

La impresión que ofrece la Capilla es que no nos encontramos sólo con mosaicos sino con piedras vivas, talladas y compuestas una a una, en remolinos de formas y figuras diversas, que se aprecian en la diversidad de diseños, de colores, de formas, de estructuras, de dibujos, con la fuerza de un bajorrelieve que hace de las paredes un hermoso vitral pero con la fuerza de una piedra que se sale de la pared. Y con la fuerza de piedras toscas que dibujan rostros de gran expresividad con pocos fragmentos de mosaicos de diversos colores.

Son piedras que se convierten en una policromía de colores, con una gama impresionante de tonalidades. Colores naturales, a veces, aunque en su mayoría colores obtenidos por una fusión a altísimo grado de calor.

Son de gran impacto los colores rojos vivos que son siempre una manifestación del amor, con la gracia del Espíritu Santo. Dan impresión de gloria los vestidos blancos del Resucitado y de los resucitados. Son expresivos los colores azules de los mares, los lagos y los ríos, el verde de la tierra, la variedad de la policromía de las flores. Pero todo tiene como una fuente de luz que es el color del oro. Oro de gran intensidad y que significa el mundo divino, que desde la bóveda, en el círculo en que se inscribe la imagen del Pantocrátor, se va difuminando por toda la Capilla, llega a todos los ángulos, vivifica las escenas con un mensaje evidente: la divinización de todo por la comunicación de la salvación. Cuando se entra en la Capilla y todavía queda en la penumbra, brilla toda ella con el color del oro. La técnica del "assist" de los iconos – líneas doradas en los vestidos de Cristo, de María y de los Santos - se hace presente también en esta divinización. Y junto al oro también el color plateado que brilla como ráfaga de luz y da toda la Capilla la fuerza del lenguaje de la divinización.

 

Cinco grandes escenarios de la historia de la salvación

Quien visita la Capilla Redemptoris Mater entra en un mundo misterioso y santo que invita ante todo a dejarse envolver por la cantidad de rostros, de episodios bíblicos, de colores, de formas de piedras. Casi con la incapacidad de abarcarlo todo con una sola mirada. Poco a poco se puede ir concentrando en la lógica del arte y de la teología que los mismos autores han querido plasmar. Por eso, tras la borrachera de las imágenes y del color que embriagan a quien entra por primera vez, empieza poco a poco a concentrase la mirada en esos cinco grande escenarios que la componen: la bóveda y las cuatro paredes, cuajadas todas ellas de mosaicos.

La bóveda del Pantocrátor: una fuente de revelación y de luz

Si todo es don y todo viene de lo alto, la contemplación de la Capilla puede empezar elevando los ojos hacia la bóveda, en la que impera como centro visivo, geográfico y revelador la figura de Cristo Pantocrátor, con la mano que bendice y el rollo de la revelación en sus manos, con su vestido de doble color – rojo y azul – que nos habla de la doble naturaleza en su única persona divina. Como en las cúpulas de los templos bizantinos o de los arcos de triunfo de las basílicas romanas, su imagen es el signo que garantiza la presencia en medio de la asamblea ( Mt 18, 18-20) y hasta el final de los tiempos ( Mt 28, 20). Él es el mediador de la revelación, de la palabra y de la vida divina. Y es el que, incrustado en un fondo dorado, que es el misterio insondable de la vida de Dios, hace estallar ese oro en toda la Capilla como una manifestación de la divinización que se realiza con todos los episodios de la historia de la salvación y que alcanza a todos, incluso a la tierra, al cosmos, destinados a la resurrección.

Del círculo de Cristo parten como cuatro amplios ramos de mosaico blanquecino con estrías doradas, que son como los cuatro lados de la cruz, que idealmente envuelven, en los cuatro puntos cardinales, como en un círculo, más bien, en un globo, toda la Capilla desde lo alto hasta el suelo .

Desde esta visión, que es como el Alfa y Omega de la Capilla, y presenta a l Cristo de la primera Encíclica de Juan Pablo II, "centro del cosmos y de la historia", se puede contemplar todo el esplendor de la Capilla, como una manifestación de la obra salvadora de Cristo. Él está en el centro siempre, como revelación del amor del Padre y transmisor del Espíritu, en todas y en cada una de las paredes, como icono central que atrae la atención y la mirada.

La pared de la kénosis: el dinamismo salvador de la Encarnación

Ante todo, entrando, a la derecha, encontramos la pared de la kénosis de Cristo, desde el Nacimiento hasta el Descenso a los abismos. Toda la escena tiene en su estructura geométrica el vuelo y el encanto de la tierra que se abre como una flor, tras haber recibido la fecunda acción de la encarnación del Hijo por el don del Padre y la fuerza del Espíritu.

Tiene un eje central que va desde el Nacimiento del Señor en la cima, bajando por el Bautismo en el Jordán y el Descenso glorioso a los abismos, donde Cristo es ya el Resucitado.

A sus lados la Anunciación de la Virgen, la Presentación de Jesús al templo, la predicación a los gentiles, con la escena de la cananea que pide insistentemente la curación de su hija y la imagen del Crucificado en el Calvario. En la base, de un lado al otro de la pared, dividida por la escena del Resucitado en los abismos, se abre una mesa que es la del banquete de la salvación. Por una parte la mesa de los pecadores con la Magdalena que lava los pies a Jesús, y por otra la de los discípulos en la que Jesús, de rodillas, lava los pies de Pedro, mesa de la Eucaristía y del servicio.

Son como nueve misterios de kénosis y de misericordia. Tres en vertical (nacimiento, bautismo, descenso a los abismos) cuatro en horizontal: anunciación, presentación en el templo, episodio de la cananea, crucifixión; dos en la base: el perdón de la pecadora y el lavatorio de los pies con la Eucaristía.

Son significativos los detalles. Los explicamos en el orden cronológico de los episodios evangélicos.

En la Anunciación María aparece de rodillas, recogida y silenciosa, como rendida a la voluntad de Dios, con su imagen puesta en una especie de rollo que significa la Escritura; en ella se cumplen las esperanzas y las promesas de las profecías mesiánicas. A la altura de su seno materno tiene una madeja de lana, signo de la carne del Verbo que se va a tejer en ella y de ella. El arcángel Gabriel, de pie, lleva la mano a su oído para indicar el mensaje que María acoge con fe y amor.

La escena de Navidad en lo alto, casi esencial en su difuminada blancura, representa la gruta, el Niño en el pesebre (altar, mesa y sepulcro a la vez), el buey y el asno como testigos, la madre-Virgen como descansando y meditando lo que en ella ha acontecido.

La "Presentación del Señor" nos ofrece un cuadro sencillo del episodio evangélico. Maria y José, con porte de pobreza y sencillez, van en procesión al templo. Simeón acoge al Niño en sus brazos con un rayo de luz que lo ilumina, la profetisa Ana contempla lo que acaece. Es el encuentro de Dios con su pueblo, en el templo, con el cumplimiento de la ley, a la que se somete Cristo, como premisa necesaria a esa apertura que vamos a contemplar en el episodio paralelo de la cananea.

El Bautismo retrata Cristo sumergido en el Jordán, como una anticipación de su muerte. Los cielos se abren con un rayo dorado para indicar la voz del Padre; aletea el Espíritu sobre la cabeza del Hijo Amado; Juan se inclina profundamente como siervo para bautizarlo, con un pie en el desierto y otro en el río, para indicar el paso del Antiguo al Nuevo Testamento. Un ángel contempla con estupor lo que ha acaecido.

El episodio de la cananea está, en simetría con la presentación dinámica de la predicación del reino a los gentiles. Jesús sale del templo, porque el mismo es el tempo, escucha con amor a la cananea, abre sus manos grandes para acogerla e invitarla al banquete del Reino, con esa mesa con dos panes y cinco peces. Bajo la mesa un perrito, y junto a él las migajas que caen de la mesa.

La mesa de los pecadores y de los discípulos se abre en la base de esta pared en dos escenas simétricas y contrastantes. La Magdalena, mujer pecadora y amante, lava los pies de Jesús y los seca con sus cabellos tras haber roto el vaso de perfume que aparece hecho añicos a sus pies. Jesús se inclina hacia ella con amor, y con él también uno de sus discípulos. Otro sin embargo con el rostro descompuesto y abrazando la bolsa del dinero, indica no tanto Judas sino el misterio de la libertad del hombre que puede siempre ser insensible a los gestos de amor de Dios, sobre todo cuando se encierra en sí mismo.

En la parte opuesta quien está de rodillas es Jesús con un vestido de intenso color rojo que significa su amor hasta el extremo (Jn 13, 1. Ahora es él quien lava los pies a Pedro el pecador, quien llevándose la mano hasta la cabeza le dice que le lave completamente. Juan, discípulo amado, con un rostro de ternura contempla el episodio. Sobre la mesa de la última Cena se ven el pan y el cáliz de la Eucaristía. Servicio de amor y memorial de la Eucaristía forman una unidad indisoluble.

En la escena de la Crucifixión, en simetría con el de la Anunciación, encontramos tres personajes esenciales del misterio. Jesús Crucificado, entre el cielo y la tierra, con la cruz que en su travesaño se inclina sobre el mundo, como una balanza donde prevalece la misericordia de Dio, con su aureola divina y gloriosa en la que se leen las tres letras griegas de la palabra "Fos", para indicar que es la luz del mundo. La sangre del Crucificado riega la tierra. La Madre, Virgen y Esposa, nueva Eva con el nuevo Adán, revestida de rojo, abraza a su Hijo y con la palma de la mano, gesto maternal y esponsal a la vez, recoge del costado la sangre y el agua que brotan de ese corazón traspasado por la lanza. El centurión romano aparece de perfil, sin que se adivine el rostro por parte de quien contempla desde fuera la escena. Pero se supone que está frente a María y a su Hijo que no pueden ignorar quien es. Cristo es el Salvador de todos los "sin rostro", despreciados y humillados por los totalitarismos que no reconocen en cada persona la imagen de Dios.

En la parte central de la pared entre las montañas que indican la tierra que se ha abierto para acoger a Cristo en su sepultura de los tres días, vemos al Resucitado, con su vestidura blanca, que aplasta las puertas del infierno, y con la fuerza de alguien que se ha sumergido hasta el abismo de nuestra muerte, con la fuerza de un nadador y de un pacífico guerrero, tomando a Adán y a Eva por los pulsos, los arranca de la muerte, como Resucitado y Resucitador. El hombre y la mujer se aferran a esa mano. Eva sobre todo ve en Cristo el árbol de la vida y por eso se pega la mano poderosa de Jesús. La kénosis de Cristo desemboca así en la gloria de su resurrección y en la victoria de nuestra redención. Parece resonar en nuestros oídos el tropario de Pascua, citado al final del n. 22 de la Gaudium et spes: "Cristo ha resucitado de entre los muertos, con la muerte ha aplastado a la muerte y a los que estaban en el sepulcro ha dado la vida".

El abajarse de Dios hacia el hombre, hasta tocar el límite de la muerte, se convierte en una fecunda acción salvadora que alcanza, con el poder del amor misericordioso del Dios de la vida, Padre de nuestro Señor Jesucristo, a la humanidad entera y al cosmos.

El misterio de la anábasis: el esplendor de la vida gloriosa en la Iglesia

Enfrente, a la derecha de quien entra, nos encontramos con la estupenda manifestación de la Iglesia.

También aquí nueve escenas con una lógica distribución y una armonía, con el vuelo de las llamas del Espíritu que suben y bajan, como misterio de santificación y culto, que lo envuelve todo. Es la pared de la "anábasis", de la Ascensión del Señor y de la constante venida del Espíritu en la Iglesia.

A los extremos de la pared las dos escenas de la presencia de Cristo después de la Resurrección: el sepulcro vacío, con las mujeres que van a embalsamar con sus aromas el cuerpo del Señor y el envío misionero de los discípulos-apóstoles junto al mar de Tiberíades.

Hay un eje central que contiene a la vez el misterio de la Ascensión del Señor y la venida del Espíritu en Pentecostés, con el icono en su parte alta de la Dormición de la Virgen, que es el culmen anticipado de la futura vida gloriosa de la Iglesia, realizada en su prototipo que es la Virgen María.

Y en torno a la escena de Pentecostés, con la mano del Padre, las llamas del Espíritu y la figura del Cristo glorioso, los doce apóstoles en un círculo ascendente de comunión, con María en el centro. Y a ambos lados cuatro representaciones de grandes carismas de la Iglesia: el del martirio con Pablo, el de la caridad con el buen samaritano, el de la vida conyugal con Joaquín y Ana, el de la vida consagrada con Edith Stein.

Veamos los detalles en el orden cronológico de los episodios.

En la parte extrema, junto a la pared posterior de la Parusía se ven a dos mujeres con sus frascos de perfumes que van al sepulcro y al ángel que anuncia la resurrección de Cristo. En el sepulcro vacío, lleno de destellos de luz, sólo se encuentran los vestidos de la mortaja; en torno a ellos las cuatro letras del nombre del viviente: o on; yo soy el que soy. Las mujeres, invitadas a anunciar la resurrección, se convierten, como en la liturgia pascual bizantina, en "evangelistas" del misterio, "miroforas" portadoras de aromas, e "isapóstolas", iguales a los apóstoles, o apóstoles de los apóstoles. En el otro extremo, se adivina la escena del lago de Tiberíades, con el azul de sus aguas, el verde de la orilla, el rojo de las llamas entre brasas en las que se están asando dos pececillos, el almuerzo que Cristo prepara para los suyos. Vemos a Jesús resucitado que se dirige a Pedro y a otros discípulos; un cordero y una oveja evocan las palabras del Maestro: Apacienta mis ovejas, apacienta mis corderos.

La imagen central funde a la vez la Ascensión y Pentecostés en una misma escena. La mano del Padre y las llamas del Espíritu desde el cielo dan sentido trinitario a todo el misterio. Cristo Resucitado, en un círculo azul, como se le pinta en los iconos en su subida al cielo, tiene el pecho, los pies y las manos marcados con las llagas gloriosas, pero una orla de su vestido traspasa en la parte inferior el círculo para indicar la comunión del cielo y de la tierra. El color de su vestido se refleja en el manto exterior de los apóstoles que en la unidad del mismo color hacen alusión al misterio del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Los doce apóstoles en un círculo ascendente tienen su rostro distinto, diverso también, una parte de su vestido, un objeto particular en sus manos. Cada uno tiene la llama del Espíritu que se manifiesta con la fuerza del fuego y el movimiento de unos rombos que se adivinan en el conjunto de la escena. Cuatro apóstoles, los más cercanos a derecha e izquierda miran a Cristo, cuatro se miran recíprocamente, dos miran a la Virgen, otros dos vuelven sus ojos hacia la asamblea y hacia el mundo. Son las miradas de una comunión eclesial. En el centro, hermosa y majestuosa, con su vestido rojo y azul, los mismos colores que los del Pantocrátor de la bóveda, está la Virgen María. En pie, orante, es la figura de la Iglesia, su rostro es virginal y maternal a la vez.

En torno a esta escena central, como hemos recordado, los carismas de la Iglesia nos indican, si cabe esta interpretación, que la Iglesia que nace de la Resurrección de Jesús y de la gracia de Pentecostés, evangeliza al mundo con las mujeres y los hombres, se hace presente en su estructura apostólica con su perfil mariano, y continua su misión en el mundo con los carismas del Espíritu.

Pablo representa el carisma del martirio, con la cabeza desgajada de su trono, tres hilillos azules que evocan las "tres fuentes" el lugar de su martirio en Roma, con un árbol que nace de su sangre derramada y que indica la fecundidad perenne del martirio.

El buen samaritano del Evangelio es un santo que lleva en brazos un hombre en el que se adivina el rostro de Cristo Crucificado. Los dos se parecen. Hay un mensaje de gran fuerza en esta identificación. En el carisma de la caridad es Cristo quien ama y sirve a Cristo. Porque si es verdad que todo lo que se hace a un hermano lo hacemos a Él, es también cierto que sin él no podemos hacer nada.

Joaquín y Ana, los padres de la Virgen, según la escena de la Concepción de Ana de la iconografía bizantina, se nos ofrecen como figuras del carisma de la vida conyugal y familiar. Se abrazan en el gesto de la comunión corporal y fecunda de los esposos, con la fuerza del amor. Y Ana, en un gesto gozoso de danza, parece empujar a Joaquín hacia el centro del misterio. Es la vocación espiritual de la mujer respecto al hombre.

Finalmente Edith Stein, Santa Teresa Benedicta de la Cruz, con su hábito pardo de carmelita, devorada y ya casi quemada por llamas, con el vestido hecho ya carbón ardiente y en cenizas, abraza la zarza ardiente que es también "llama de amor viva", en la que se ve entrelazado el alambre que evoca el campo de concentración de Auschwitz-Birkenau donde fue quemada en el holocausto que la unía a su pueblo. Su mente ancha y su mirada profunda nos hablan de su sabiduría y de su ardiente búsqueda de la verdad. Es una digna representante del carisma de la virginidad y de toda la vida consagrada.

En lo alto, y siempre con la forma alusiva de un mosaico blanco con algún destello dorado y plateado, se insinúa el icono de la Dormición de María. Recostada en su lecho en la tierra, acogida como una niña por Cristo en la gloria, es imagen y profecía de la glorificación final de la Iglesia y del cosmos. Con ese juego característico de los dos iconos que se iluminan. El de la Madre de Dios que acoge a Cristo, el Verbo Encarnado, como un Niño, y el de la Dormición de María en el que Cristo acoge a la Madre como una niña. Si el cielo es acogido en la tierra con la Encarnación, la tierra es acogida en el cielo con la Asunción gloriosa de la Virgen, primicia e icono escatológico de la Iglesia.

La compleja escena de la Parusía: la recapitulación de todo en Cristo

El tercer muro, que queda a nuestras espaldas entrando, como el futuro que nos espera, en una aglomerada y compleja acumulación de imágenes. Y es más difícil de descifrar a primera vista

Nos ofrece la clave de comprensión en el centro de la pared, el Cristo Pantocrátor que viene a nosotros con la estola sacerdotal, el vestido blanco y las llagas gloriosas en su costado, en sus manos y en sus pies. Es el que viene siempre a su Iglesia desde la gloria. En torno a El se concentra, como Alfa y Omega de la historia, el pasado, el presente y el futuro.

En el presente histórico Cristo sigue viniendo y haciéndose presente a su Iglesia, ya que parusía significa presencia; viene siempre, misteriosamente, sacramentalmente, realmente en el altar de la palabra y de la Eucaristía. Es promesa del nuevo jardín de la vida eterna, con la cruz eslava con dos travesaños, plantada en un Edén que es profecía de la renovación del cosmos, de los cielos nuevos y de la tierra nueva. Y a ambos lados Adán y Eva. Por eso se representa a Cristo que sale de un círculo intensamente rojo con ráfagas de luz dorada y está encima del altar. A su lado derecho el evangelista Marcos, con el Evangelio de Pedro en sus manos, nos habla de la Palabra; a su izquierda el apóstol Felipe con el cáliz en las manos nos sugiere el misterio de la Eucaristía y del culto espiritual del sacerdocio de los fieles.

Con la mirada en la historia de la salvación antigua, el pasado que tiene su cumplimiento en Cristo y en su misterio pascual, reconocemos a nuestros progenitores Adán y Eva, como hemos dicho en actitud orante. Dos escenas majestuosas del Antiguo Testamento hacen alusión a la pascua y al bautismo, al misterio pascual vivido y actualizado por Cristo: Noé con el arca en medio del océano con plantas y animales dentro y fuera, con la paloma que anuncia el final de la tempestad. Y Moisés con los brazos extendidos en forma de cruz que hace retroceder las olas impetuosas del mar rojo, mientras él atraviesa por la parte seca el camino abierto por Dios para su Pueblo. Noé y Moisés son figuras de Cristo. Son también tipologías de Jesús, a ambos lados, José de Egipto con las gavillas de espigas y sus sacos rebosantes de trigo y también Jonás y la ballena, que precipita en el mar azul; son una tipología de la resurrección de Cristo.

Está presente en la majestuosa y compleja simbología de esta pared en la que las piedras del mosaico son más grandes y más desordenadas, el misterio del mal y del infierno. Miguel, el Arcángel de la justicia de Dios, lleva en sus manos la balanza en la que pesa más el plato de la misericordia divina que el de los pecados del hombre, pero sin escatimar el misterio del infierno, con la imagen de un diablo negro precipitado en el abismo. Un paño rojo cubre piadosamente el misterio para que nadie intente juzgar quiénes están o van a ir al infierno.

Los profetas Daniel e Isaías con sus sentencias bíblicas en sendos rótulos que llevan en sus manos, nos aseguran la fidelidad de Dios hasta el final y la promesa de la resurrección de la carne: "Te has acordado de mí, no has abandonado a los que te aman" ( Dn.14,38); " Toda carne verá la salvación" Is. 40,5 (texto griego - 52, 10)..

Cristo da al futuro toda la esperanza aleccionadora. La tierra, al final de los tiempos, en el momento de la última y definitiva venida del Señor, devuelve a los muertos, que se encaminan como en una procesión de los resucitados hacia el Cristo Glorioso. Todos los resucitados, según la tipología del Apocalipsis, llevan vestidos blancos, lavados con la sangre del cordero. Todos llevan el signo rojo de la cruz-Tau, sello de posesión de Cristo; todos, como Jesús, por eso se parecen a Él, llevan las manos, los pies y el costado llagados con los estigmas gloriosos del amor: amor recibido de Dios, amor transmitido los hermanos. Tenemos varias topologías que son en parte autorretratos de los autores de la Capilla. El pintor artista vuelve con la paleta de colores en su mano; la ayudante artesana de la programación lleva un ordenador portátil; el profesor escritor lleva sus libros; un niño juega con un balón; el trabajador tiene en sus manos el martillo y un compás; un sacerdote – Juan Pablo II – con una maqueta de la iglesia en sus manos expresa su servicio eclesial; el esposo, la esposa y un hijo juntos vuelven a Dios. Es el premio que Dios ofrece a todo lo que por amor se ha hecho en esta tierra.

A ambos lados laterales en los ángulos superiores, en la típica imagen de la Deisis, María, la Esposa Madre, vestida de un manto rojo, y Juan el Bautista, el amigo del Esposo, con gesto de intercesión orante, piden que se cumplan misericordiosamente los designios de Dios, mientras detrás de ellos interceden los mártires de todos los tiempos y de todas las iglesias, representados por dos mártires de los primeros siglos, Esteban y Práxedes y cuatro de nuestro tiempo, hijos de diversas iglesias. Tras la Virgen María y Esteban tenemos a María Sveda, una joven ucraniana asesinada en Leópolis 1984 por guiar a un sacerdote clandestino a celebrar la eucaristía en una casa, y Pavel Florenskij sacerdote ortodoxo ruso, padre de familia, grande científico, filosofo y teólogo, muerto en un "gulag" de Rusia en 1937. Detrás del Bautista y la mártir Práxedes, vemos a Christian de Chergé, trapense francés, asesinado por extremistas del Islam en Argel en 1996 y a Elisabeth Von Tadden una noble luterana alemana muerta en los campos de concentración nazis. Los dos últimos mártires de cada escena, Pavel y Elisabeth, alargan sus brazos para indicar la gran procesión de los mártires que siguen y seguirán. Sus nombres están escritos en la lengua original de sus respectivas naciones, porque también las culturas entrarán en el Reino.

En la cima de la escena de la Parusía, contemplamos la Transfiguración del Señor, con Moisés y Elías, en mosaico blanco, como en los casos anteriores de la Natividad del Señor y la Dormición de la Madre de Dios, al final del brazo de la cruz que parte del Pantocrátor de la bóveda; es como el icono profético de la participación de todo y de todos en el misterio de la glorificación de Cristo anticipada en la luz y en la "metamorfosis" del Monte Tabor.

En la parte inferior,, junto al trono del Papa, se destaca la imagen sacerdotal de Pedro, con su vestido blanco y su estola. Es el que abre con la llave del Reino la puerta del paraíso en la que se destacan tres círculos entrelazados que simbolizan la Trinidad.

La Jerusalén celestial: el misterio de la comunión de los Santos

Idealmente esta imagen de Pedro que abre la puerta del paraíso, nos lleva a contemplar la pared central, la que el visitante ve delante de sus ojos cuando entra en la Capilla. Con la imagen central de la Virgen, Madre del Redentor, que en su majestuosa y tierna presencia es la sede de la sabiduría y nos ofrece a su Hijo sentado sobre sus rodillas. A sus pies dos ríos de agua viva que brotan de la fuente celestial del cordero.

En torno a ella, en el escenario de la Jerusalén celestial, con doce murallas y doce puertas, con cuatro columnas en las que están representados los símbolos de los cuatro evangelistas, dispuestos en grupos de tres, como un reflejo de la Trinidad, doce grupos de tres santos y santas cada uno, que hacen un total de 36 santos de Oriente y de Occidente, en representación de todos los santos del cielo. La comunión de los Santos de Oriente y de Occidente está marcada por la simetría; a veces son dos orientales y un occidental, otras dos occidentales y un oriental. Estos son los santos representados de arriba abajo y de izquierda a derecha de quien contempla la Jerusalén celestial. Son de diversas épocas y naciones. Se reconocen por su iconografía clásica o por algún detalle ornamental. Están como sentados en las mesas del banquete. Su colocación ha seguido varios criterios de unidad y de contraste. A veces por la afinidad de vocación carismática como Francisco, Clara y Serafín de Sarov, a veces por el contraste de las doctrinas reconciliadas como en el caso de Tomás de Aquino y Gregorio Palamás. Notamos sólo las nacionalidades menos conocidas:

Domingo de Guzmán, Pacomio y Juan de Rila (Bulgaria)

Vladimir (Rus de Kiev) Edwige (Polonia), Wenceslao (Rep. Checa)

Isabel de Rusia, Tomás Moro, Catalina del Sinaí

Gregorio Magno, Nicolás de Mira, Juan Crisóstomo

Cirilo apóstol de los eslavos, Agustín de Hipona, Ambrosio de Milán.

Juan Damasceno, Tomás de Aquino, Gregorio Palamás

Francisco y Clara de Asís, Serafín de Sarov

Basilio el Grande, Benito, Sergio de Radonez,

Antonio el Grande, Juan Clímaco, Jerónimo

 

Juan de la Cruz, Dionisio Areopagita, Teresa de Lisieux

Melania, José Moscati (médico napolitano) Catalina de Siena

Gregorio Iluminador (Armenia) Teresa de Jesús, Ignacio de Loyola.

Una escena magnífica, casi petrificada en el silencio de la contemplación, con una fuerza estática y colores menos vivos que los del resto de la Capilla. Toda la escena está coronada por lo que es la fuente y la meta de todo, el misterio de la Trinidad, representada por los tres Ángeles que aparecieron a Abraham en el encinar de Mambré, según la visión mística del pintor ruso Andrej Roubliëv. El paraíso está abierto y un serafín en la puerta da acceso a todos los llamados.

 

arte y liturgia

La Capilla pontificia Redemptoris Mater está pensada para las celebraciones pontifícias, restringidas en número, pero con la posibilidad de acoger hasta un centenar de personas que pueden estar cómodamente sentadas en hermosas sedes de terciopelo blanco. Está prevista para la celebración de la eucaristía y de los sacramentos, de la liturgia de las horas y de la liturgia de la palabra, así como para los ejercicios espirituales y los sermones para la Curia romana de Adviento y Cuaresma.

Hay una unidad convergente entre el misterio que se celebra y la gama icnográfica de los misterios de Cristo y de la Virgen que se representan. Hay abundancia de presencias trinitarias, cristológicas y, marianas.

Aunque todo lleva el sello de la Trinidad se insinúa el misterio de las tres personas divinas en el Bautismo, en Pentecostés, en los tres Ángeles que presiden desde los alto la Jerusalén celestial.

Cristo aparece en la bóveda como Pantocrátor, en el Nacimiento y la Presentación en el templo como Niño, en el Bautismo y en la Cruz como el Redentor, sumergido en las aguas de la muerte con los ojos cerrados, obediente a la voluntad del Padre. Es salvador del hombre y de la mujer en su vida pública en el episodio de la cananea, en la mesa de los pecadores con la Magdalena y junto a Pedro en el Cenáculo, junto a la mesa del lavatorio de los pies y de la Eucaristía. Está representado en el esplendor de la luz en la Transfiguración; como Señor glorioso en el descenso a los abismos, Resucitado junto al lago de Tiberíades, como cabeza de la Iglesia en la Ascensión-Pentecostés, como "Erchómenos", el que viene, en la Parusía, como Hijo glorificado y glorificador cuando acoge a la Madre en el cielo, en la escena de la Dormición.

La Virgen María está representada ocho/nueve veces: en la Anunciación, Nacimiento, Presentación en el templo y junto a la Cruz, en Pentecostés y en la Dormición ( dormida y en los brazos del Hijo), en la Deisis de la Parusía y en el centro de la Jerusalén celestial como Madre del Redentor.

San Pedro está presente en el lavatorio de los pies, en la escena del lago de Tiberíades, en Pentecostés y abriendo las puertas de paraíso.

Todo tiene una fuerte connotación cósmica. Una salvación que nos llega a través de la presencia de Dios en la creación (humanidad y cosmos) y una creación que vuelve transfigurada al Padre.

La Capilla nos ayuda a comprender como todo tiene su fulcro en el misterio pascual, en la clave de la salvación como misterio del Dios que se hace hombre para que el hombre quede divinizado. Todo está presente en cada fragmento y cada fragmento remite a la compleja y rica presencia del misterio total que va de la Trinidad a la Trinidad.

Con los ojos iluminados lo que la palabra proclama y el misterio hace presente en la fe, la iconografía de la Capilla lo acerca a los ojos en ese misterio de visibilidad que es la liturgia, celebración del misterio que nos lleva de lo visible a lo invisible. Todo está presente en la Palabra del ambón, en la plegaria de la sede, en la eucaristía del altar.

Conclusión

Ya hay quien llama a este monumento la Capilla Sixtina del siglo XX, por la cercanía a la Capilla de Miguel Angel en los mismos palacios vaticanos y por representar ciertamente una espléndida obra original que recoge la teología de finales del siglo XX con proyección hacia el tercer milenio en el diálogo fecundo entre Oriente y Occidente. Esta Capilla es ciertamente un don hecho al Papa y un don que el Papa ha hecho al pueblo de Dios.

En la presentación del volumen de la Capilla, Mons. Piero Marini ha querido recordar que así como en el siglo V el Papa Sixto III quiso dedicar la Basílica de Santa María Mayor con sus espléndidos mosaicos del Arco de Triunfo al pueblo de Dios ("plebi Dei") así también esta Capilla en mosaico, dedicada a la Madre del Redentor, es un don permanente y un monumento de belleza para la gloria de la Trinidad y para la edificación y el gozo del pueblo de Dios.