ZAQUEO

Estamos ante un relato teológico que es una verdadera joya, aun en sentido literario. Lo que importa en él no es el acontecimiento en sí, sino el mensaje que a través de él quiere comunicar el evangelista, el Señor, en definitiva: sintetiza lo que es un proceso de conversión. En Zaqueo se cumple la parábola del fariseo y el publicano que escuchábamos el domingo pasado. Mientras los fariseos critican a Jesús por acoger a los pecadores y se empecinan en su pecado, Zaqueo se reconoce pecador y nace a una nueva vida.

El Señor sale al encuentro de todos para ofrecernos incondicionalmente su amistad. Es siempre el que, como en el caso de Zaqueo, toma la delantera. No importa que las personas sean un auténtico desastre. Como dice san Juan, "Él nos amó primero" (1 Jn 4,10). Desgraciadamente, a la hora de pensar en el amor divino, nos traiciona. aunque sea de forma inconsciente, la imagen que tenemos del amor humano. Nuestro corazón se va tras del que ha conquistado nuestro corazón.

Lo que proclama a gritos Jesús en este encuentro con Zaqueo es que ama y ofrece su amistad a todos, incluidos sus mismos enemigos, que le profesan un odio mortal, en sentido literal. Allá está Zaqueo encaramado en la higuera, con los ojos fijos en aquel profeta de Nazaret, cuando, de repente, ve que se detiene delante del árbol, levanta la cabeza, le mira con fijeza y dirigiéndose a él, le dice: "Zaqueo, baja de ahí que hoy quiero hospedarme en tu casa". En definitiva, le dice: Quiero ser tu amigo. Zaqueo no sabe si ve y oye o si está soñando. Baja con la rapidez de una ardilla y se pone a su lado. A él, a quien odian todos los vecinos porque es un vampiro; a él, que no es nada piadoso, que es un hombre bajito y lleno de complejos; a él, a quien ni le conocía el rabí de Nazaret... porque sí, por pura corazonada, cuando hay tanta gente piadosa y buena en aquella muchedumbre, a él le ha pedido hospedaje, sentarse a su mesa...

Todo empieza por esto, por la experiencia de un amor generoso, compasivo, misericordioso. Cuando todos le miran aviesamente como un mal bicho, el profeta de Nazaret le mira con otros ojos, con buenos ojos; cree en él, reconoce en él el rescoldo de bondad y de buena voluntad que lleva dentro. Y esto genera en él una autoestima de la que carece. Aquí empieza la gran revolución en el espíritu de Zaqueo. En realidad tiene vacío el corazón y trata de llenarlo con las riquezas, compensar el cariño que le falta con la falsa seguridad que dan las riquezas. Es un resentido y con complejos. Ahora acaba de descubrir un espíritu grande que le trastorna gozosamente ofreciéndole su amistad. Zaqueo cae en la trampa de la ternura divina de Jesús.

La figura de Zaqueo se ha repetido y se repetirá incontables veces a lo largo de la historia.

 

Pienso que, generalmente, diagnosticamos mal la situación de nuestra vivencia cristiana. Creemos que nuestro pecado capital es no tener fuerza de voluntad para cumplir nuestras obligaciones, para ser fieles a las consignas de Jesús, para vencer nuestras tendencias. No es verdad. Pienso que el pecado capital es que nos pasa como a Zaqueo antes de su conversión. No creemos de verdad que Dios nos ama por encima de nuestras truhanerias y mediocridades. La raíz de nuestras desgracias está en que no creemos que aquí y ahora Jesús nos dice lo mismo que a Zaqueo: "Baja de la higuera (deja de estar en Babia), acércate a mí, ábreme las puertas de tu casa. Tú no eres un anónimo en medio de la muchedumbre. Tú tienes un nombre propio para mí. Hoy quiero hospedarme en tu casa, ser tu amigo, tener una relación personalísima contigo". En el momento en que tengamos, como Zaqueo, esta experiencia de amor personal, nos sentiremos apremiante-mente urgidos desde dentro a corresponder a ese amor gratuito. Aquel día dirá Jesús lo mismo que a Zaqueo: "Hoy ha entrado la salvación en esta casa".

Es el Señor quien da el primer paso, el que se autoinvita a hospedarse, el que nos ofrece su amistad. Pero también es cierto que el hombre, como Zaqueo, ha de buscarle. El distinguido funcionario Zaqueo pierde la vergüenza, su dignidad, y como un chiquillo trepa y se sube a la higuera.

Hay en el encuentro de Zaqueo con Jesús una actitud sorprendente. Jesús no le ha reprendido por nada, no le ha reprochado sus latrocinios, no le ha invitado a confesar sus incontables saqueos a la gente, ni le apremia a que cambie de vida. Es él quien, al experimentar el amor gratuito y generoso, la magnanimidad del corazón del rabí de Nazaret, se siente avergonzado de sí mismo, se ve miserable, siente náuseas de su propio pecado y lo vomita. Nadie le ha pedido nada; le sale espontáneo del corazón: "Mira, Señor, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más". La experiencia del amor gratuito de Jesús le impulsa espontáneamente al amor gratuito a los demás. No se puede tener la experiencia profunda de ser amado gratuitamente sin sentir el impulso a amar gratuita-mente al pariente cascarrabias, al egoísta, al aprovechado, al tío o la tia cargoso, al que no ha hecho nada por ti. La experiencia de ser amado gratuitamente impele a tomar la delantera en ofrecer amor, amistad, ayuda. Zaqueo antes esquilmaba, ahora comparte; antes vivía aislado, atrincherado en su dinero, ahora dice "nosotros".

La conversión de Zaqueo no es intimista, sino que tiene una proyección social. Y, además, apenas le duele el desprendimiento. Ha encontrado la perla preciosa, el tesoro (Mt 13,44), y por eso se desprende de todo para adquirirlos. En él se cumple lo que, dieciséis siglos más tarde, escribiría Teresa de Jesús: "Al que a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta".

Si el hombre se aferra a sus cosas, si no ha aprendido a amar con generosidad a los demás, si la conversión y la práctica religiosa no pasa por el bolsillo, es que ésta todavía no se ha producido, es señal de que Jesús no llena todavía la vida del cristiano. "Creer es compartir", repite monseñor Casaldáliga. "Compartir" es expresión y camino de verdadera conversión.

Porque el encuentro con el Señor supone para Zaqueo el hallazgo del tesoro de la perla preciosa del Reino, porque supone empezar una vida nueva, por eso siente la necesidad de celebrarlo, de compartir su alegría porque no le cabe dentro. No se pone a lamentar los bienes económicos de los que se desprende, sino a festejar los bienes del espíritu que Jesús de Nazaret le ha proporcionado, sobre todo, su amistad. La comida festiva simboliza el banquete del Reino al cual se ha incorporado por la conversión.

Zaqueo no cabía en sí porque Jesús le había honrado sentándose a su mesa. Nuestra dicha es mucho mayor: Es el Señor quien se sienta a compartir su cuerpo y sangre. Brindemos felices con la sangre de la Nueva Alianza, brindemos por nuestra amistad con el Señor, por nuestra amistad mutua, porque somos comensales del banquete del Reino.