«Caminar desde Cristo.
Un renovado compromiso de la vida consagrada en el tercer milenio»

Éste es un resumen de la instrucción recientemente elaborada por la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica para conseguir la renovación de este importante sector de la Iglesia.

El Espíritu llama a las personas consagradas a una constante conversión para dar nueva fuerza a la dimensión profética de su vocación.

Verdaderamente merecen agradecimiento por parte de la comunidad eclesial las personas consagradas: monjes, contemplativos, religiosos dedicados a las obras de apostolado, miembros de los institutos seculares y sociedades de vida apostólica, eremitas y vírgenes consagradas. Su existencia da testimonio de amor a Cristo cuando se encaminan al seguimiento como viene propuesto en el Evangelio y, con íntimo gozo, asumen el mismo estilo de vida que Él eligió para Sí.

Por la santidad de todo el Pueblo de Dios

La llamada a seguir a Cristo con una especial consagración es un don de la Trinidad para todo un Pueblo de elegidos. Viendo en el Bautismo el común origen sacramental, consagrados condividen con los fieles la vocación a la santidad y al apostolado. En el ser signos de esta vocación universal manifiestan la misión específica de la vida consagrada.

En el mundo actual es urgente un testimonio profético que se base «en la afirmación de la primacía de Dios y de los bienes futuros, como se desprende del seguimiento de Cristo casto, pobre y obediente, totalmente entregado a la gloria del Padre».

Afrontar las pruebas

Una mirada realista a la situación de la Iglesia y del mundo nos obliga también a ocuparnos de las dificultades en que vive la vida consagrada. Todos somos conscientes de las pruebas y de las purificaciones a que hoy día está sometida. El gran tesoro del don de Dios está encerrado en frágiles vasijas de barro (cfr. 2Co 4, 7) y el misterio del mal acecha también a quienes dedican a Dios toda su vida.

Sentido de la vida consagrada

Con la disminución de los miembros en muchos institutos y su envejecimiento, evidente en algunas partes del mundo, surge la pregunta de si la vida consagrada es todavía un testimonio visible, capaz de atraer a los jóvenes. Si, como se afirma en algunos lugares, el tercer milenio será el tiempo del protagonismo de los laicos, de las asociaciones y de los movimientos eclesiales, podemos preguntarnos: ¿cuál será el puesto reservado a las formas tradicionales de vida consagrada?

Ante la progresiva crisis religiosa que asalta a gran parte de nuestra sociedad, las personas consagradas, hoy de manera particular, se ven obligadas a buscar nuevas formas de presencia y a ponerse no pocos interrogantes sobre el sentido de su identidad y de su futuro.

 

Junto al impulso vital, capaz de testimonio y de donación hasta el martirio, la vida consagrada conoce también la insidia de la mediocridad en la vida espiritual, del aburguesamiento progresivo y de la mentalidad consumista. La compleja forma de llevar a cabo los trabajos, pedida por las nuevas exigencias sociales y por la normativa de los Estados, junto a la tentación del eficientismo y del activismo, corren el riego de ofuscar la originalidad evangélica y de debilitar las motivaciones espirituales. Cuando los proyectos personales prevalecen sobre los comunitarios, pueden menoscabar profundamente la comunión de la fraternidad.

Son problemas reales, pero no hay que generalizar. Las personas consagradas no son las únicas que viven la tensión entre secularismo y auténtica vida de fe.

Si en algunos lugares las personas consagradas son pequeño rebaño acausa de la disminución en el número, este hecho puede interpretarse como un signo providencial que invita a recuperar la propia tarea esencial de levadura, de fermento, de signo y de profecía.

La vida espiritual en primer lugar

 

La vida consagrada nació por el impulso creador del Espíritu, que ha movido a los fundadores por el camino del Evangelio, suscitando una admirable variedad de carismas. Es preciso, por tanto, dejarse conducir por el Espíritu al descubrimiento siempre renovado de Dios y de su Palabra. La vida consagrada hoy necesita sobre todo de un impulso espiritual que ayude a penetrar en lo concreto de la vida el sentido evangélico y espiritual de la consagración bautismal y de su nueva y especial consagración.

Caminar desde Cristo significa proclamar que la vida consagrada es especial seguimiento de Cristo, memoria viviente del modo de existir y de actuar de Jesús. Caminar desde Cristo significa reencontrar el primer amor, el destello inspirador con que se comenzó el seguimiento. Suya es la primacía del amor. El seguimiento es sólo la respuesta de amor al amor de Dios.

Los votos con que los consagrados se comprometen a vivir los consejos evangélicos confieren toda su radicalidad a la respuesta de amor. La virginidad ensancha el corazón en la medida del amor de Cristo y les hace capaces de amar como Él ha amado. La pobreza les hace libres de la esclavitud de las cosas y necesidades artificiales a las que empuja la sociedad de consumo, y les hace descubrir a Cristo, único tesoro por el que verdaderamente vale la pena vivir. La obediencia pone la vida enteramente en sus manos para que la realice según el diseño de Dios y haga una obra maestra.

Oración y Eucaristía

 

La oración y la contemplación son el lugar de la acogida de la Palabra de Dios y, a la vez, ellas mismas surgen de la escucha de la Palabra.

Toda vocación a la vida consagrada ha nacido de la contemplación, de momentos de intensa comunión y de una profunda relación de amistad con Cristo. Toda vocación debe madurar constantemente en esta intimidad con Cristo.

Dar un puesto prioritario a la espiritualidad quiere decir partir de la recuperada centralidad de la celebración eucarística, lugar privilegiado para el encuentro con el Señor. Aquí se puede llevar a cabo en plenitud la intimidad con Cristo, la identificación con Él, la total conformación a Él, a la cual los consagrados están llamados por vocación.

En comunión con los pastores

En vano se pretendería cultivar una espiritualidad de comunión sin una relación efectiva y afectiva con los pastores, en primer lugar con el Papa, centro de la unidad de la Iglesia, y con su Magisterio.

No se puede contemplar el rostro de Cristo sin verlo resplandecer en el de su Iglesia. Amar a Cristo es amar a la Iglesia en sus personas y en sus instituciones.

Hoy más que nunca, frente a repetidos empujes centrífugos que ponen en duda principios fundamentales de la fe y de la moral católica, las personas consagradas y sus instituciones están llamadas a dar pruebas de unidad sin fisuras en torno al Magisterio de la Iglesia, haciéndose portavoces convencidos y alegres delante de todos.

Anunciar el Evangelio

La primera tarea que se debe tomar con entusiasmo es el anuncio de Cristo a las gentes. La vida consagrada no puede contentarse con vivir en la Iglesia y para la Iglesia. Se extiende con Cristo a las otras Iglesias cristianas, a las otras religiones, a todo hombre y mujer que no profesa convicción religiosa alguna.