Verdad y mentiras sobre el aborto

Por Luis Fernández Cuervo (luchofcuervo@gmail.com)

El 21 de febrero murió el doctor Bernard Nathanson. Seguir su vida, desde su ambiente familiar, pasando por su triste título de “Rey del Aborto”, su cambio a Pro-vida, hasta llegar a su conversión y muerte dentro de la Iglesia Católica, muestra uno de los ejemplos más trágicos y clarividentes de esa lucha de la verdad contra la mentira millonaria, prepotente y avasalladora del derecho al aborto.

Conmueve hondamente leer en su carta-testamento: “Soy responsable directo de 75.000 abortos lo que empuja a dirigirme al público poseyendo credibilidad sobre la materia. Fui uno de los fundadores de la asociación nacional para revocar las leyes sobre el Aborto en EE.UU., en 1968. Entonces una encuesta veraz hubiera establecido el hecho de que la mayoría de los norteamericanos estaban en contra de leyes permisivas sobre el aborto”.

Ante ésta confesión humillante que lo presenta con un hábil manipulador de la opinión pública, lo primero es preguntarse: ¿Qué le llevó a ese terrible precipicio moral? Él mismo, en su autobiografía –El dedo de Dios-, pone el comienzo en su ambiente familiar. A su padre, el doctor Joey Nathanson, el tono escéptico y positivista de la universidad pronto le destruyó lo inculcado de la religión judía. Su matrimonio con Harriet Dover -la madre de Bernard-, también judía, fue un fracaso. Antes de su boda, Joey quiso romper el compromiso pero Harriet lo amenazó con suicidarse. Habría sido un escándalo que habría manchado su brillante carrera de médico ginecólogo. Se casaron. La dote de Harriet resultaba un estímulo para ceder. Pero él sólo consiguió que los Dover, con la intervención de un juez, entregasen la mitad de la dote prometida. El ambiente del hogar era sórdido, "había demasiada malicia, conflictos y revanchismo y odio en la casa donde yo crecí", escribirá Bernard.

Pronto huirá a estudiar medicina en la Universidad de McGill (Montreal) y en 1945 se enamora de una bonita joven, Ruth, también judía. Conviven los fines de semana, hablan de matrimonio pero ocurre una desagradable sorpresa: Ruth quedó embarazada. Bernard escribió a su padre consultándole si debe casarse o no. “La respuesta fueron cinco billetes de 100 dólares junto con la recomendación de que eligiese entre abortar o ir a los Estados Unidos para casarse.” Así que Bernard puso su carrera por delante y convenció a Ruth para que abortase.

"Lloramos los dos por el niño que íbamos a perder y por nuestro amor que sabíamos iba a quedar irreparablemente dañado con lo que íbamos a hacer". Para esa intervención, Ruth va y vuelve sola. El abortista ha sido incompetente y Ruth, con una fuerte hemorragia, está a punto de morir. Se recuperará, pero pronto romperán su relación. Ese fue el primero –recordará Nathanson con tristeza- de sus 75.000 abortos y le servirá de entrada “al satánico mundo del aborto."

Bernard se inició como médico-residente en un hospital judío. Después pasó al Hospital de Mujeres de Nueva York y entró en contacto con el mundo del aborto clandestino. Contrae matrimonio con una joven judía “tan superficial como yo” y después de cuatro años y medio, se divorcian. Después conoce a Larry Lader, médico con una idea fija: conseguir una ley que permitiese el aborto libre. Ambos fundan, en 1969, la Liga de Acción Nacional por el Derecho al Aborto. Ambos trabajan dura y constantemente para cambiar la opinión pública norteamericana, muy opuesta a ese crimen. En 1971 Nathanson se mete de lleno en la práctica abortista. Se hace cargo de una clínica que estaba a punto de cerrar. Nathanson se da cuenta allí de una chocante paradoja pues también se atendían partos normales. Así, un día se estaba trabajando en un piso con el parto prematuro de un niño de 6 semanas y un piso mas abajo ¡abortando otro niño del mismo grado de desarrollo! Percibe la incoherencia de esa actitud pero sigue su gran actividad convenciendo y presionando para la liberación del aborto. Y a los cinco años, en 1973, su Liga consiguió que el Tribunal Supremo lo legalizara.

“¿Como lo conseguimos? Es importante conocer las tácticas que utilizamos, pues con pequeñas diferencias se repitieron con éxito en el mundo Occidental. Nuestro primer gran logro fue hacernos con los mass-media; les convencimos de que la causa proaborto favorecía a un avanzado liberalismo y sabiendo que en encuestas veraces seríamos derrotados, amañamos los resultados de supuestas encuestas y los publicamos en los mass-media; (…) Fue la táctica de exaltar la propia mentira y conseguimos un apoyo suficiente amañando el número de abortos ilegales que se producían anualmente en EE.UU. Esta cifra era de 100.000 aproximadamente, pero la que reiteradamente dimos a los "media" fue de 1,000.000. Y una mentira lo suficientemente reiterada la hace verdad el público.” ¡Terrible afirmación!

Si de reconocer errores se trata, comenzaré por reconocer dos de mi anterior artículo sobre el doctor Bernard Nathanson. El primero es que su libro autobiográfico no se llama “El dedo de Dios”, como yo escribí, sino La mano de Dios. El segundo es que escribí semanas donde debí escribir meses. Un embrión humano de seis semanas no es viable para nacer. En cambio un feto de seis semanas puede ser viable, con un difícil parto prematuro.

Los errores de Nathanson no fueron equivocaciones de este tipo. Estremece saber que al ser responsable, directo o indirecto, de más de 75.000 abortos, tenga el valor de reconocer: yo fui un asesino en serie.

"He abortado a los hijos no nacidos de amigos, colegas, conocidos e incluso profesores. Llegué incluso a abortar a mi propio hijo". A mitad de la década de los sesenta dejó embarazada a una mujer que lo amaba mucho: Ella quería seguir adelante con el embarazo pero él se negó. Puesto que yo era uno de los expertos en el tema, yo mismo realizaría el aborto, le expliqué. Y así lo hice". Con ello, en la dureza de su conciencia surge una pequeña grieta. Sin embargo en 1971 se le conoce como “el Rey del aborto” porque está en el apogeo de ese crimen. Al final de 1972, está cansado y harto. Y en 1973, cuando su campaña para legalizar el aborto ha triunfado, será precisamente cuando deja los abortos y pasa a ser jefe de obstetricia del St. Luke´s Hospital. Empieza a tener experiencia con la novedosa técnica de las ecografías. Ve latir el corazón de los fetos. Decide reconocer la verdad. Escribe en 1974 un artículo en The New England Journal of Medicine. Allí explica que en el feto existe vida humana y concluye: el aborto debe verse como la interrupción de un proceso que de otro modo habría producido un ciudadano del mundo. Negar esta realidad es el más craso tipo de evasión moral

Alguien podría preguntar: ¿acaso los otros médicos abortistas no sabían que estaban matando a un ser humano cuando lo hacían? Nathanson contestaba que: a 300 dólares cada uno, un millón quinientos cincuenta mil abortos en los Estados Unidos, implican una industria que produce 500 millones de dólares anualmente. En el 2011 esas cifras se han multiplicado enormemente. A ese interés económico puede añadirse ahora todas las implicaciones que el aborto legal tiene para la ideología anticristiana globalizante, el feminismo radical, los lobbys antinatalistas, etc. Cuando hay un interés personal egoísta, una ideología destructiva, o un interés profesional millonario, es fácil no querer ver, no querer saber. Por eso la reacción a su artículo no se hizo esperar. Le llovieron cartas y llamadas telefónicas insultantes especialmente de grupos feministas, de los implicados en la millonaria industria del aborto. Incluso recibió amenazas de muerte.

Pero él no se detendrá. Ha dado el primer paso heroico hacia la verdad e irá a más. En 1984 saldrá a la publicidad -pronto mundial- su video El grito silencioso. Pronto le seguirá el documental Eclipse de la Razón (1987), que explica los distintos procedimientos de aborto en detalle gráfico. Empieza ahora para él una terrible etapa de conciencia. En su posterior libro La mano de Dios (1996) recordará: Durante diez años, pasé por un periodo de transición. Me despertaba cada día a las cuatro o cinco de la mañana, mirando a la oscuridad y esperando (pero sin rezar todavía) que se encendiera un mensaje declarándome inocente frente a un jurado invisible. Tuvo la tentación del suicidio y buscó las falsas soluciones del alcohol, los tranquilizantes, libros de autoestima, consejeros, e incluso cuatro años de psicoanálisis. En 1989 asiste a una manifestación de grupos pro-vida alrededor de una clínica de abortos. El ambiente pacífico que allí vio le conmueve profundamente. Estaban serenos, contentos, cantaban, rezaban… Los mismos medios de comunicación que cubrían el suceso y los policías que vigilaban, estaban asombrados de la actitud de esas personas. Nathanson recuerda que, por primera vez en toda mi vida de adulto, empecé a considerar seriamente la noción de Dios, un Dios que había permitido que anduviera por todos los proverbiales circuitos del infierno, para enseñarme el camino de la redención y la misericordia a través de su gracia.

En 1992 publica una carta testimonio, una dura confesión de su pasado abortista y una clara defensa de toda vida humana. Allí dice: Es un hecho claro que el Aborto voluntario es una premeditada destrucción de vidas humanas. Es un acto de mortífera violencia. Como científico, no es que simplemente lo crea, sino que yo sé y conozco que la vida humana comienza en la concepción. Y aunque no soy de ningún credo religioso determinado, creo con todo mi corazón que existe una divinidad que nos ordena finalizar para siempre este infinitamente triste y vergonzoso crimen contra la humanidad.

Repaso ahora la agitada vida del Doctor Bernard Nathanson. Su hundimiento profesional y moral al ser “rey del aborto” y artífice principal de NARAL. el movimiento fraudulento, que consiguió legalizar el aborto. Su terrible hallazgo científico de que en todo aborto provocado se está matando a un ciudadano en ciernes, a un ser humano indefenso y absolutamente inocente. Su valiente proclamación pública de esa verdad que conllevaba reconocer su pasado como el de un “criminal en serie”. Después, su terrible lucha interior para obtener el perdón y la paz de su conciencia. Y por último el hallazgo de la fe cristiana dentro de la Iglesia Católica. Repaso reflexivamente toda esa trayectoria y otros datos que conozco de su vida y llego a una serie de conclusiones que estimo pueden ser útiles para muchas lectoras y lectores.

La primera, y creo que la más importante, es que los hombres y mujeres no somos ríos. Podemos cambiar el cauce de nuestras vidas. Podemos entrar en la carrera de la vida con una serie de carencias, defectos y obstáculos negativos, pero no estamos fatalmente destinados al fracaso. Tampoco al triunfo. Siempre seremos timoneles de nuestro barco. Tenemos libertad para cambiar su rumbo, incluso con un giro en “u”, antes impredecible, que les parecía imposible a los que creían conocernos. Pero ese golpe de timón requiere un gran esfuerzo de voluntad, de valentía, de sinceridad. La clave está en dos cosas importantísimas en toda vida: el arrepentimiento y el perdón. Ya escribí no hace mucho sobre eso, glosando las declaraciones de una teóloga alemana recientemente fallecida. Tema importantísimo para la salud moral de nuestro pueblo, donde muchos aquí siguen insistiendo, con odio y resentimiento, en el duro castigo de los pecados y delitos de los otros, y amnistía y olvido para los propios, autocalificados como simples “errores de juventud”.

La segunda es la importancia del hogar y el amor de los padres para la buena formación en humanidad de todo niño. Al leer su autobiografía, espanta la carencia de amor que tuvo Bernard Nathanson en su niñez y juventud. Crece en un hogar sórdido, egoísta, donde, según él, "había demasiada malicia, conflictos y revanchismo y odio”. Allí estaba dado el peor cimiento para el edificio de su posterior personalidad.

La tercera es la necesidad de una buena formación religiosa viva y profunda desde la infancia. Ver que el papá y la mamá la practican y la hacen coherente con la vida ordinaria. Nathanson no la tuvo. Su formación religiosa fue muy deficiente, casi nula. Sus padres practicaban rutinariamente algunos ritos del judaísmo, pero sus vidas estaban muy poco acordes con el Decálogo de Moisés. No sé si en su infancia algún maestro o rabino le enseñó las facetas más amables, paternales y profundas de Yahvé. Si lo hizo, no calaron en él, o las olvidó, porque de adulto dirá: Mi imagen de Dios era como la figura amenazadora, majestuosa y barbuda del Moisés de Miguel Ángel. Sentado en lo que parecía ser su trono, considerando mi destino y a punto de lanzar su juicio inexorablemente condenatorio. Así era mi Dios judío: terrible, despótico e implacable.

La cuarta, o la primera, según se mire, es que Dios siempre espera y ayuda. En la vida del doctor Nathanson la oculta mano de Dios, paciente y bondadosa, le va acercando a Él, poco a poco.

Cuando cumplía el servicio militar en la aviación, le sobra el tiempo y para llenarlo lee un libro sobre la Biblia. Allí descubre que el Dios del Nuevo Testamento “era una figura amable, clemente, e incomparablemente cariñosa”. También influirá el recuerdo de un profesor universitario al que siempre admiró, el psiquiatra judío Karl Stern. Transmitía una serenidad y una seguridad indefinibles. Entonces yo no sabía que en 1943, tras largos años de meditación, lectura y estudio, se había convertido al catolicismo. Nathanson leyó después su famoso libro El pilar de fuego donde Stern cuenta su conversión. Entonces comprende que Stern poseía un secreto que yo había buscado durante toda mi vida: El secreto de la paz de Cristo.

Ironía de su vida: Al final, la Iglesia Católica, (la que él había vilipendiado sistemáticamente en su campaña para legalizar el aborto, diciendo que era sólo su jerarquía la que se oponía, en contra de la mayoría de los católicos), será la que lo acogerá en su seno. En diciembre de 1996, Bernard Nathanson recibió el Bautismo, la Eucaristía y la Confirmación en la fiesta de la Inmaculada Concepción en la Catedral de San Patricio de Nueva York. Allí obtendrá el perdón de todos sus pecados. Allí encontrará por fin la paz de su conciencia y la alegría de vivir en una fe viva y verdadera.