Una gran alegría para todo el pueblo


viernes, 25 de diciembre de 2009
Bernard Martelet
 



 

 

 

Bernard Martelet, José de Nazaret, el hombre de confianza, Ed. Palabra, Madrid 1999, pp.81-89

Navidad es una fiesta de luz y de alegría. Es verdaderamente la alegría para todo el pueblo, como el Ángel lo anunció a los pastores de Belén: alegría para los corazones, alegría para los espíritus, alegría para los ojos, alegría a veces paganizada y desconectada de su origen, pero alegría que da testimonio de un punto de arranque único: el nacimiento del Salvador. El pobre establo de Belén se agrandó hasta convertirse en una verdadera arca de Noé, en la que toda la creación encontró sitio. Las figurillas del Belén se multiplican, y así pequeños y grandes, jóvenes y viejos, ricos y pobres, santos y pecadores, humildes trabajadores y gente de ciencia, encuentran sitio cerca del Niño-Dios.

A pesar del aspecto folclórico de algunos nacimientos aspectos que puede velar la importancia del misterio del Belén, en ellos se afirma una gran realidad: todo el mundo encuentra sitio cerca de María y de José, todos y cada uno somos acogidos por María y por José. Abriendo su corazón al Salvador, lo han abierto a toda la humanidad. Aceptando a María como esposa y aceptándola como Madre del Mesías, Madre del que salva al mundo, José aceptó libremente y con alegría que todo el mundo entrase en su casa.

El texto de San Mateo es notable a este respecto. En el momento en que José delibera retirarse de una aventura que le espanta, el Ángel viene a tranquilizarle y a indicarle lo que Dios quiere de él. Debe tomar a María su mujer, y poner al niño el nombre de Jesús. El texto añade: José, al despertarse, hizo lo que le mandó el Ángel del Señor, y recibió a su mujer (Mt 1,24). Con frecuencia se traduce: Toma en tu casa a María, tu esposa..., Tomó en su casa a su esposa. Los dos sentidos: Acepta a María y toma en tu casa a María se completan y se ilustran por lo que sigue. Inmediatamente a continuación, San Mateo nos dice que, habiendo nacido Jesús en Belén, unos Magos vinieron de Oriente para adorarle. La casa de José está abierta para los extranjeros, para los paganos, para todos los pueblos. Esta casa no está situada en ningún sitio, pues el Hijo del hombre no tiene donde reposar su cabeza (Mt 8,20). Después de que partieron los Magos, el Ángel se presenta nuevamente a José: Toma al niño y a su Madre y huye a Egipto. José se levanta, toma al niño y a su Madre y parte para Egipto. José y María tienen una vocación universal; han recibido a Jesús para todo el mundo, es preciso que todo el mundo pueda conocerle.

Igual que San Mateo, San Lucas pone a plena luz el papel de San José con ocasión del nacimiento del Salvador José y María callan, actúan. No les corresponde a ellos hacer que el mundo sepa quién es el que acaba de nacer en Belén. El niño es suficientemente poderoso para proclamar él mismo su mensaje. El cielo habla por él y la alegría se extiende por todas partes. En todos los acontecimientos que rodean la Natividad, el Evangelio no menciona ninguna palabra de María o de José. Sin embargo, son ellos quienes tienen toda la iniciativa, puesto que el niño se deja poner en el pesebre, presentar en el Templo, y llevar a Egipto.

San Lucas, que no ha hecho más que una breve mención de José con ocasión de la visita del Ángel a María, nos los muestra tomando la iniciativa para la salida de Belén y actuando verdaderamente como jefe de familia. El Evangelista menciona el Decreto del Emperador de Roma ordenando un empadronamiento universal, y añade que todos iban a empadronarse a su respectiva ciudad. En vez de decir que José fue a Belén, Lucas emplea un circunloquio solemne para indicar la importancia de este viaje. Una formalidad de empadronamiento es un acontecimiento de mínima importancia. Pero en el caso de José es completamente distinto, es la comprobación oficial de que todas las profecías se realizaron perfectamente.

El texto dice: José, como era de la casa y familia de David, vino desde Nazaret, ciudad de Galilea, a la ciudad de David, llamada Belén, en Judea, para empadronarse con María, su esposa, la cual estaba encinta (Lc 2,4). Esta larga frase, con tantos incisos y tantas precisiones sobre las personas, las ciudades y las provincias, contrasta extrañamente con los versículos que siguen y que relatan estos hechos maravillosos con un laconismo desconcertante.

Y sucedió que, estando allí, le llegó la hora del parto. Y parió a su hijo primogénito, y le envolvió en pañales, y le recostó en un pesebre, porque no hubo lugar para ellos en el mesón (Lc 2,6). Nada se dice acerca del viaje, nada se dice de los sentimientos de José y de María en la espera de este nacimiento. ¿Quién podría decir la admiración silenciosa de María ante la Luz invisible revestida de su carne, pero que ella no conocía todavía? ¿Quién podría decir el silencio afectuoso de José hacia aquella que Dios había escogido y que le fue a él confiada? Para ambos es una vida de pura fe, pues humanamente nada les prueba que es un hijo el que va a nacer.

El punto importante, que subraya San Lucas, es la fe de José. Es sumamente consciente de su gesto y de las consecuencias que van a seguirse, poniéndose en viaje para hacerse inscribir con María y el niño. No duda ni un instante que el niño es el Mesías prometido y quiere hacer constar su existencia por la autoridad ocupante, que pretende ser la dueña del mundo. Se diría, en términos modernos, que José quiere dar un estado civil al niño. El empadronamiento no exigía la presencia de María. No todos los judíos acudieron al lugar de sus antepasados para su inscripción. No todo el mundo tuvo interés en hacerse empadronar, aunque tampoco tenían inconveniente en hacerlo.

Para José, el empadronamiento no era un acto de sometimiento a la autoridad extranjera, sino un medio de hacer que se reconocieran sus derechos y sus títulos de hijo de David. Precisamente durante los períodos turbulentos es cuando los documentos tienen un gran valor de testimonio. De hecho, jamás nadie ha negado a Jesús el derecho de llamarse hijo de David. No se sabe si la inscripción se hizo antes o después del nacimiento del niño. La tradición no es unánime en esto.

Nada se dice del viaje de Nazaret a Belén. Se debió de hacer en pequeñas etapas, para no fatigar a María. Aunque para ella la fatiga significaba bien poco, puesto que llevaba a aquel que sostiene al mundo. El pensamiento de que su hijo iba a nacer en Belén debía llenarla de alegría, y hacerle olvidar todas las fatigas del viaje. Podemos figurarnos a María sentada encima del burro; no se dice nada del burro, pero nada impide suponerlo, pues no parece posible que José no pudiera conseguir una montura para aquella a quien amaba. Se objeta que en Oriente son los hombres quienes montan en los borricos, mientras que las mujeres trotan detrás de ellos llevando los bultos. Es verdad, pero no de un modo absoluto. José tenía un ilustre antecesor, Moisés, del que está escrito: Tomó a su mujer y a su hijo y los hizo montar en un borrico (Ex 4,20).

Tampoco hay que exagerar la falta de hospitalidad de las gentes de Belén. Había una gran muchedumbre en la hostería, a causa del empadronamiento, y nadie sabía quién era ese niño que estaba a punto de nacer. Era más bien ignorancia que rechazo. Ciertamente José hizo todo lo que pudo, con el fin de encontrar el mejor sitio posible para la madre y para el niño, pero no olvidemos que, en definitiva, era el niño mismo el que había escogido el lugar y la hora de su nacimiento. En vez de traducir no hubo sitio para ellos, se podría decir: «No era aquél su sitio». Los gustos de Dios no son los nuestros.

El texto tan corto de San Lucas sobre el nacimiento de Jesús es de una gran riqueza teológica. Dice: María parió a su hijo primogénito. Es un parto en el pleno sentido de la palabra. Jesús es su hijo, es suyo más que ningún hijo lo es de su propia madre. Literalmente: Ella parió el hijo suyo, el primogénito. El primogénito no es el mayor de los que vienen detrás, sino «aquel delante del cual no hay nadie». Es el heredero del padre y es también el que, por derecho, corresponde al Señor Un hijo único es siempre un primogénito.

María envuelve ella misma al niño en pañales y lo recuesta en un pesebre. Quedamos estupefactos ante la discreción de San Lucas. Tan sólo la palabra pesebre nos permite adivinar el marco en el que nació Jesús. Un pesebre, un comedero, supone un establo. Habríamos preferido que el «rey de gloria» hubiese sido recibido en un palacio digno de él. Pero sus gustos no son los nuestros. Prefirió pañales y un pesebre a todos los adornos que habríamos podido ofrecerle. María, mejor informada que nosotros acerca de los gustos de su hijo, le dio lo que él deseaba.

San Bernardo explica: «Las riquezas y la gloria se encontraban en el cielo, a su alcance, con abundancia inagotable, pero le faltaba la pobreza. Ahora bien, en la tierra esta mercancía abundaba y sobreabundaba, mas los hombres ignoraban su precio. Así pues, el Hijo de Dios, prendado de amor por esta pobreza, descendió del cielo para apropiársela, queriendo así hacernos descubrir su precio por la estima en que él la tenía. Adorna tu casa, Sión, pero decórala de humildad y de pobreza. María nos es testigo; en esos pañales es en los que él se complace, ésas son las sedas en las que quiere ser envuelto» (Vig. Nat. 1,5).

En el establo, ni luces, ni Ángeles que canten: todo es silencio y recogimiento. Nada se dice de los besos con que María y José cubrieron al recién nacido. Si toda madre se admira ante su hijo, hasta el punto que se dice que lo adora, ¡qué decir de María!; la palabra adorar no es una hipérbole en el caso de María y de José, aquella noche incomparable. Aquella noche de la primera Navidad fue una noche toda de intimidad y de fe. Ciertamente, hubo intercambio de impresiones, pero más hubo silencios cargados de amor y de agradecimiento.

Mientras José y María se extasiaban ante el niño, los textos de la Escritura cantaban en sus corazones: Un niño nos ha nacido, un hijo nos ha sido dado; el imperio sobre sus hombros; tiene por nombre: consejero maravilloso, Dios fuerte, Padre para siempre, Príncipe de la paz (Is 9,5). Y también: Eres hermoso, el más hermoso de los hijos de los hombres; en tus labios se derrama la gracia; sí, tú eres bendito del Señor para siempre (Ps 44,2). Y las horas transcurrían deliciosas.

Fuera, Belén dormía, pero el cielo estaba en fiesta. En el campo, los pastores velaban sus rebaños. El Ángel del Señor se mostró y les rodeó una luz de gloria. Se espantaron, pero el Ángel los tranquilizó: No temáis, pues vengo a daros una nueva de grandísimo gozo para todo el pueblo: hoy os ha nacido en la ciudad de David el Salvador que es el Cristo, el Señor (Lc 2,10). Inmediatamente, la alegría anunciada estalla en el cielo. Un numeroso ejército de espíritus celestes se suma al Ángel y canta: ¡Gloria a Dios en lo más alto del cielo, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad!.

Cuando los Ángeles hubieron subido otra vez al cielo, cuando la hermosa luz se matizó, los pastores discutieron entre sí, y decidieron ir a comprobar por ellos mismos lo que el Señor les había dado a conocer. El texto dice: Vinieron, pues, a toda prisa, y hallaron a María y a José, y al niño reclinado en el pesebre. Literalmente: «Descubrieron a la María y al José, y al recién nacido». Se trata, realmente, de un descubrimiento diferente de cada una de las personas. María es nombrada la primera; sin duda fue ella la primera que oyó ruido de pasos, o de voces, y que salió al encuentro de los pastores. José también los acoge y, juntamente con María, introduce a los que venían hasta donde estaba el niño.

María y José no tienen que dar explicación alguna, puesto que los pastores ya han sido informados directamente por los Angeles. Escuchan embelesados cómo los pastores comentan su alegría, al comprobar que todo estaba conforme a lo que les había sido dicho acerca de ese niño. Los pastores se convierten en mensajeros de la buena nueva y refieren a las gentes de Belén todo lo que han visto y oído. Todo el mundo se maravillaba dice San Lucas; y podemos estar seguros de que los primeros en maravillarse fueron María y José.