La Razón / Cardenal Ricardo Mª Carles
Tengo un gran amigo que
se me ha muerto. «Tengo», no «tenía», puesto que ambos creemos en la vida
eterna. A cuantos le conocimos nos dio la lección de cómo muere un cristiano. Un
problema fundamental de la antropología es la contradicción de que un ser, el
hombre, que es radicalmente autoposesión y autodisposición, llega a un momento
en que pierde radicalmente esa condición: al quedar plenamente a disposición de
la muerte. Ante este problema hay tres soluciones. La primera no es solución.
Afirmar la muerte puede ser un acto de desesperación última, la aceptación de la
nada definitiva del ser.
Otra postura es un acto
de obediencia para que el absolutamente Otro pueda disponer de él. Eso ya es
cristiano. Pero hay un paso más que mi amigo y tantísimos otros han dado. Es un
acto de fe en la respuesta, en la eliminación de la situación radical de la
muerte por el Dios de la vida eterna. Una eliminación gratuita, no fruto de
nuestra naturaleza humana. Y ésta es la posición más cristiana, porque sucede
que la realidad de esta vida para mí tiene una inmediatez empírica: la poseo, la
palpo, la vivo. Y la otra vida, que mi Padre Dios me ha prometido, solamente la
poseo en fe. Y Él me pide esa fe total en el momento en que soy desposeído de la
autoposesión y de la autodisposición: el de la muerte. Por eso la muerte es la
más radical situación existencial de la fe y de la esperanza. Podemos realizar
en nuestra vida actos heroicos de fe y de esperanza, pero la situación más
radical, en la que los hijos de Dios nos apoyamos sólo en el amor que Él nos
tiene, es en ese momento.
San Pablo no hablaba del día de la muerte, sino del día del Señor. Ciertamente caminamos hacia un día que será totalmente suyo. Y uno puede asumirlo con resignación o con gozo. Esto es un don, pero es un don para el que nos podemos preparar, porque esa actitud no es un suceso puntiforme, de aquel momento, sino que es una actitud que se viene preparando, cuando se intenta realizar la voluntad de Dios en el día a día. Y la voluntad última de Dios, acerca de nosotros, no es la muerte, sino la vida eterna y la resurrección.