TODO TERMINARÁ BIEN


Estadísticas realizadas en diversos países de Europa muestran que sólo un cuarenta por ciento de las personas creen hoy en la vida eterna y que, además, para muchas de ellas esta fe ya no tiene fuerza o significado alguno en su vida diaria.

Pero lo más sorprendente en estas estadísticas es algo que también entre nosotros he podido comprobar en más de una ocasión. No son pocos los que dicen creer realmente en Dios y, al mismo tiempo, piensan que no hay nada más allá de la muerte.

Y, sin embargo, creer en la vida eterna no es una arbitrariedad de algunos cristianos, sino la consecuencia de la fe en un Dios al que sólo le preocupa la felicidad total del ser humano.

Un Dios que, desde lo más profundo de su ser de Dios, busca el bien final de toda la creación.

Antes que nada, hemos de recordar que la muerte es el acontecimiento más trágico y brutal que nos espera a todos. Inútil querer olvidarlo. La muerte está ahí, cada día más cercana.

Una muerte absurda y oscura que nos impide ver en qué terminarán nuestros deseos, luchas y aspiraciones. ¿Ahí se acaba todo? ¿Comienza precisamente ahí la verdadera vida?

Nadie tiene datos científicos para decir nada con seguridad. El ateo «cree» que no hay nada después de la muerte, pero no tiene pruebas científicas para demostrarlo. El creyente «cree» que nos espera una vida eterna, pero tampoco tiene prueba científica alguna. Ante el misterio de la muerte, todos somos seres radicalmente ignorantes e impotentes.

La esperanza de los cristianos brota de la confianza total en el Dios de Jesucristo. Todo el mensaje y el contenido de la vida de Jesús, muerto violentamente por los hombres pero resucitado por Dios para la vida eterna, les lleva a esta convicción: «La muerte no tiene la última palabra. Hay un Dios empeñado en que los hombres conozcan la felicidad total por encima de todo, incluso por encima de la muerte. Podemos confiar en él.»

Ante la muerte, el creyente se siente indefenso y vulnerable como cualquier otro hombre; como se sintió, por otra parte, el mismo Jesús. Pero hay algo que, desde el fondo de su ser, le invita a fiarse de Dios más allá de la muerte y a pronunciar las mismas palabras de Jesús: «Padre, en tus manos dejo mi vida.» Este es el núcleo esencial de la fe cristiana: dejarse amar por Dios hasta la vida eterna; abrirse confiadamente al misterio de la muerte, esperándolo todo del amor creador de Dios.

Esta es precisamente la oración del malhechor que crucifican junto a Jesús. En el momento de morir, aquel hombre no encuentra nada mejor que confiarse enteramente a Dios y a Cristo: "Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino." Y escucha esa promesa que tanto consuela al creyente: «Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso. »