Textos sobre la pasión y muerte de Jesús

 

Cardenal Gomá

 

LA CRUCIFIXIÓN

Explicación. — Del viaje, fatigosísimo para Jesús, del pretorio al Calvario, no nos refieren los Evangelistas otros episodios que el del Cireneo y el de las compasivas mujeres de Jerusalén. De las narraciones relativas a la Verónica y al encuentro de la Virgen en la calle de la Amargura nada dicen los Evangelios: quizá contengan algún elemento histórico; pero es evidente el carácter legendario de muchos de sus detalles. Por lo demás, convienen los cuatro Evangelistas en la mayor parte de los hechos acaecidos en el lugar de la crucifixión, aunque se completan y explican mutuamente; mas no siguen el mismo orden en la narración. Marcos es en este punto el más ordenado y sintético de los sinópticos; Juan; el más completo en los dos hechos que de él tomamos.

LA CRUCIFIXIÓN (Mc, 23.25.27.28).—Léese en el libro de los Proverbios (31, 6.7): «Dad... vino a los que están en amargura de corazón: beban.., y no se acuerden más de su dolor»: fundada en la interpretación libre de este pasaje, introdújose entre los judíos la costumbre, que los romanos respetaron, de dar a los que iban a ser ajusticiados una bebida que, al tiempo que levantaba las caídas fuerzas del reo, por su carácter narcótico embotaba su sensibilidad: era el vino generoso, en el que se disolvían unos granos de mirra. Solían preparar este supremo obsequio a los infelices las mujeres nobles de la ciudad. Observóse en la crucifixión de Jesús esta costumbre: Y le daba a beber vino mezclado con mirra y hiel: si así fue, que echaran hiel en el vino, se contaría ello entre los especiales ultrajes que recibió el Señor en su hora suprema pero la voz griega equivalente indica más bien una hierba amarga, probablemente la adormecedora, cuyo jugo es de mucha fuerza narcotizante. Jesús, cuya amabilidad no le consentía rechazar totalmente el obsequio de las piadosas mujeres, recibió el vaso que le ofrecían los soldados, y habiéndolo gustado, lo rehusó por voluntad de experimentar en toda su acerbidad los dolores de la crucifixión: no lo tomó.

Había llegado ya el momento de la crucifixión: Era, pues, la hora de tercia cuando lo crucificaron. Analicemos estas breves palabras, que contienen la hora y el hecho de la ejecución de la sentencia terrible.

¿A qué hora del día fue crucificado el Señor? Marcos, tan preciso siempre en lo que a detalles se refiere, señala la hora tercia; Juan (19, 14) dice que era aproximadamente la hora sexta. Es indudable que ambos Evangelistas cuentan las horas desde la salida del sol: así, según Marcos, la crucifixión habría tenido lugar a las nueve de la mañana; según Juan, cerca de las doce. Para conciliar ambas narraciones han creído algunos que se debe a error de los copistas la diferencia de horas señaladas en ambos Evangelios; no es así, por cuanto el mayor número de los códices, y los mejores, llevan esta lección. Pretenden otros que la hora de tercia se extendía de nueve a doce, y la de sexta, de doce a tres de la tarde: la explicación sería fácil en esta hipótesis, ya que las inmediaciones del mediodía serían aún la hora tercia y aproximadamente la de sexta. Parece lo más aceptable tomar las horas que nos dan ambos Evangelistas en su sentido natural, pero no con precisión ni los Evangelistas disponían de cronómetros para precisar el tiempo, ni las horas tenían igual duración en todas las épocas del año.

iendo, pues, bastante vaga la indicación de Juan, y pudiendo correr la hora de tercia desde las ocho a las diez de la mañana, podemos situar el acto de la crucifixión sobre las diez; a más de que no sería tan breve la terrible escena desde que empezó hasta que quedó izada la cruz con la divina Víctima ante la multitud.

Por lo que a la misma crucifixión se refiere, baste decir que era suplicio de esclavos y que, según Cicerón, era el más atroz y cruel de los suplicios. El reo era clavado en cruz totalmente desnudo, aunque parece era práctica de los judíos cubrir la cintura de los desgraciados con un lienzo, y así se haría con Jesús, según testimonio de la tradición. No solía la cruz pasar en longitud del doble de la altura del cuerpo humano; así, no era raro que los chacales alcanzaran, llegada la noche, a devorar los cuerpos de los ajusticiados. Tenía la cruz, hacia la mitad del asta vertical, un apéndice horizontal saliente, donde, a guisa de caballete, descansaba el reo a horcajadas; ignoramos si lo tuvo la cruz del Señor. Era el reo a veces clavado sobre la cruz horizontal en el suelo, para ser luego izada junto con el ajusticiado; pero de ordinario se suspendía a la víctima con cuerdas o poleas en la cruz ya fija en tierra, hasta montar sobre el caballete, para ser luego clavado por las manos, y luego por los pies, que a veces sólo se ataban a la cruz: los de Jesús fueron clavados (cf. Sal. 21, 17; Lc. 24, 39.40). Es lo más probable que lo fueron con dos clavos, uno para cada pie, y que no descansaron sobre la pequeña peana con que algunos artistas les representan. Nada nos dicen los Evangelistas de todos estos detalles, velando la crudísima realidad con la simple consignación del hecho, para el que no tienen los cuatro más que una palabra: «Le crucificaron» (cf. Mt. 27, 35; Mc. 15, 24; Le. 23, 33; Jn. 19, 18).

Era la cruz suplicio de ladrones: dos de ellos fueron crucificados junto con el Señor: Y crucificaron con él dos ladrones, el uno a su derecha, y el otro a su izquierda, y en medio Jesús: así era mayor la ignominia, porque aparecía el Señor como el más significado de los ajusticiados. No serían los ladrones atados a la cruz, como nos los representa a veces el arte, sino cosidos a ella con clavos, como el Señor. Nota el Evangelista la realización de la profecía de Isaías (53, 12): Y se cumplió la Escritura, que dice: Y fue contado entre los malvados.

EL TÍTULO DE LA CRUZ (Jn. 19-22). — Sobre la cruz y en el extremo superior del asta vertical solía fijarse una tablilla de madera en la que contaba la razón o causa de la condenación del reo, escrita en caracteres rojos o negros. Esta tablilla era llevada al lugar del suplicio a veces por el mismo reo, que la llevaba colgada al cuello, otras por uno de la comitiva, clavada la tablilla en lo alto de una pértiga, para que fuese fácilmente legible. El mismo Pilato, por su carácter de juez, redactó la inscripción y mandó ponerla sobre la cruz: Y Pilato escribió también el título de su causa; y lo puso sobre la cruz, sobre su cabeza.

Los cuatro Evangelistas dan con ligeras variantes el texto de la inscripción: los cuatro hacen constar el carácter de rey de los judíos por que era condenado Jesús; Juan es quien da la inscripción más completa: Y estaba escrito: Este es JESUS NAZARENO, REY DE LOS JUDIOS: consígnase en ella el nombre, el país y el supuesto crimen del ajusticiado. Razón tuvo Pilato de inscribir la realeza de Jesús como causa de su condenación, y no otro cualquiera de los motivos alegados por sus enemigos, la blasfemia sedición, etc.: como pretendiente a la realeza había sido acusado; él mismo había dicho que era rey; como rey le había saludado el pueblo hacía pocos días (Lc. 19, 38); a más de que con ello se vengaba Pilato de los sinedritas orgullosos, ofreciendo a la vista de todos aquel rey de aspecto tan desgraciado. Pero fue providencia especial de Dios la redacción del título de la cruz proclamando la realeza de Jesús: él es la proclamación del reinado del Mesías; él indica al restaurador del caído trono de David, a quien esperaba el pueblo de Israel (cf. Jer. 22, 30; 23, 5; Ez. 21, 27).

Solían los reos ser ajusticiados en las afueras de las ciudades, pero en lugares de mucho tránsito, para satisfacción de la pública vindicta y escarmiento de gente maleante. Así se hizo con Jesús, que padeció fuera de los muros de la ciudad, aunque posteriormente una nueva línea de defensa construida por Agripa encerró en el recinto de Jerusalén el lugar del Calvario y del sepulcro del Señor. Por la enorme concurrencia de peregrinos con motivo de la Pascua, fueron muchos los que pudieron leer la inscripción: Pilato la había mandado redactar en los tres idiomas más usados en el país, el arameo o hebreo vulgar, que era el lenguaje del pueblo, y el griego, y el latín, hablados por los extranjeros y los judíos de la Diáspora: Y muchos de los judíos leyeron este título: porque estaba cerca de la ciudad el lugar en donde crucificaron a Jesús. Y estaba escrito en hebreo, en griego y en latín: era ello como la proclamación de la universalidad de la realeza de Jesús.

Llevaron a mal los sinedritas la forma asertiva del cartelón, en el que no se habrían fijado, en la exasperación de su furor y en las prisas por la ejecución de la sentencia; de ello se quejan a Pilato: Y decían a Pilato los pontífices de los judíos: No escribas «rey de los judíos»: sino que él dijo: «Rey soy de los judíos». Pero Pilato, que se ha vengado de sus obstinados adversarios, gózase en la humillación que sienten ellos por tener ante sus ojos a tal rey, y, con firmeza y tenacidad tardía, niégase a enmendar la inscripción, que está como él la formuló: Respondió Pilato: Lo que he escrito, escrito queda.

SORTEO DE LAS VESTIDURAS (Jn. 23.24). — Según se desprende del versículo 23, fueron cuatro los soldados que llevaron a cabo la crucifixión del Señor. Las vestiduras de los ajusticiados quedaban de propiedad de los verdugos, según costumbre romana que más tarde se derogó; por esto vemos a los cuatro soldados repartirse por suerte, después de la crucifixión, las piezas que formaban la indumentaria del Señor; ellas eran cuatro, a más de la túnica, probablemente la túnica interior, el cíngulo, las sandalias y el palio o capa: Los soldados, después de haber crucificado a Jesús, tomaron sus vestiduras (y las hicieron cuatro partes, para cada soldado su parte) y la túnica.

Fueron dos los sorteos de las vestiduras, según se desprende de Marcos: el primero, para señalar la pieza que de las cuatro tocaría a cada uno de los soldados: Y dividiendo sus vestiduras, echaron suertes sobre ellas, para ver lo que llevaría cada uno, pues no eran todas del mismo valor. El segundo fue para adjudicar la túnica a uno solo, pues no estando formada por distintas piezas de tela cosidas, como de costumbre, sino que era de una sola pieza, del cuello a los pies, de poco hubiesen servido los trozos en que se hubiese partido: Mas la túnica no tenía costura, sino que era toda tejida desde arriba, del cuello a los pies, como suelen llevarla aún algunos en Oriente. Y dijeron unos a otros: No la partamos, mas echemos suertes sobre ella, para quién será: no faltarán espectadores que la compren a buen precio, con ganancia del soldado favorecido por la suerte; quizá querrá rescatarla la misma madre del Señor.

El Evangelista ve en este episodio el cumplimiento del vaticinio que contiene el Salmo 21, cuyas primeras palabras pronunció Cristo en la Cruz: Con lo que se cumplió la Escritura, que dice: Repartieron mis vestidos entre sí: y echaron suerte sobre mi vestidura (Sal. 21, 19). Fueron los soldados, inconscientes, atentos sólo a su codicia, los que realizaron aquella profecía: Y los soldados ciertamente hicieron esto; es testigo presencial quien lo refiere.

Lecciones morales. A) Mc. v. 23.—Y le daban a beber Vino mezclado con mirra... — Es amarguísimo el vino mezclado con mirra, dice San Agustín, y más si a la mirra se añadió la hiel, o alguna otra hierba amarga y narcotizante. Este amarguísimo vino es fruto de la amarguísima vid del pecado, dice San Beda, del que se propinó a Jesús para que se cumpliera la profecía: «Diéronme hiel para comida, y en mi sed me abrevaron con vinagre» (Sal. 68, 22). Pero con este vino, añade San Jerónimo, se limpia la mancha que en nosotros causó el jugo de la manzana prohibida.

B) v. 27. — Y crucificaron con él dos ladrones... — Computado Jesús entre los malvados, dice San Jerónimo, dejó el de la izquierda, y tomó al de la derecha, como lo hará el día del juicio. He aquí que, con igual crimen, acaban con suerte distinta: uno precede a Pedro en el paraíso; otro antecede a Judas en el infierno. Con una confesión breve adquirió el primero una larga vida; el otro, por una blasfemia breve es castigado con eterna pena. Todos podemos ser reputados como malos ante Jesús; todos somos malhechores, porque todos hemos pecado; nuestra suerte dependerá de que la pongamos en manos de Jesús.

C) Jn. v. 19.— Jesús Nazareno, Rey de los Judíos. — Revela esta inscripción, dice San Beda, que el que moría no veía morir consigo su reino, sino que por su muerte lo inauguraba. Pero, añade San Agustín: ¿Es Jesús sólo rey de los judíos, o de todo el mundo? De todo el mundo, responde, según aquello: «Yo he sido constituido rey por él sobre la montaña santa de Sión: pídeme, y te daré todas las gentes en herencia» (Sal. 2, 6.8). Hay un gran misterio encerrado en este título: y es que el olivo silvestre de que nos habla el Apóstol, es decir, el pueblo gentil (Rom. 11, 17.24), ha sido hecho partícipe de la unción del verdadero olivo, que era el pueblo hebreo; pero el verdadero olivo no ha participado de la amargura del jugo del oleastro. Por lo mismo, Jesús es rey de los judíos, no según la circuncisión de la carne, sino del corazón y del espíritu (Rom. 2, 29). He aquí la manera de ser súbditos de este rey: sometiéndonos de pensamiento, voluntad, palabra y obra a las exigencias de su ley.

D) v. 20.— Estaba escrito en hebreo, en griego y en latín. — Es signo, dice Teofilacto, de la realeza teológica, física y práctica de Jesús: de la primera, significada por las palabras hebraicas, porque el pueblo hebreo era el custodio e intérprete de los oráculos de las Escrituras; la segunda, por las griegas, porque la civilización helénica se distinguió por el estudio de la naturaleza; la tercera, por las latinas, por cuanto los romanos sobrepujaron a los demás pueblos por la fuerza de sus armas y la prudencia de sus legisladores. Es el símbolo de la universalidad de la realeza de Jesús. Y de la universalidad de su sacrificio, que se ofrecerá desde oriente a occidente (Mal. 1, 11): remembranza de esta inscripción trilingüe es, en la Liturgia de la Misa Romana, el hecho de que tenga palabras de las tres lenguas: la latina, que forma el texto; el «Kyrie eleison», de la griega; y el «Sabaot» y «Amen» de la hebrea. ¡Qué sabia y minuciosa providencia en las grandes y pequeñas cosas de nuestra religión!

E) v. 23.— Mas la túnica no tenía costura... — Las cuatro piezas de la vestidura de Jesús significan las cuatro partes de la Iglesia, dice San Agustín, que se ha dilatado por los cuatro puntos cardinales; la túnica significa la indivisibilidad de la misma Iglesia cuyas partes están todas unidas por la caridad. Desde arriba está tejida la unidad, de la Iglesia, como la túnica de Jesús, porque es la caridad, que lo preside todo y es lo más excelso de todo, la que ha obrado el prodigio de la unidad, en la que están comprendidos todos los que están en comunión con la Iglesia católica. Es inconsútil la Iglesia, como la túnica del Señor, porque no puede partirse sin que deje de ser entera; o mejor, siempre es entera la túnica de la Iglesia, porque el que se divide de ella, ya a ella no pertenece. De ello debemos aprender a estimar cuanto valen la fe y la caridad, que nos hacen una misma cosa a todos, y a todos una misma cosa con Jesús; y a temer toda escisión que en la misma Iglesia pueda producirse, por falta de unidad en el pensamiento o de concordia de voluntad.

F) v. 24. — Y los soldados ciertamente hicieron esto. — No es cosa de extrañar que los soldados, codiciosos de tener la pieza entera, no la quisieran partir y la echaran suertes. Ni lo consignaría el Evangelista, si no fuera por la maravillosa manera cómo, durante la vida de Jesús, y especialmente en la hora de su pasión y muerte, iban realizándose las profecías antiguas, hasta las más inverosímiles y minuciosas. Porque esta de la partición de los vestidos y de su sorteo es tan rara, que sólo Dios la podía escribir porque sólo El pudo hacer que se realizara en la historia. En medio de la confusión trágica de aquellas horas, cuando los hombres estaban atentos cada uno a su quehacer, los escribas a regalarse en su triunfo, los indiferentes gozando de la gran fiesta ciudadana, los Apóstoles huyendo del peligro, Dios iba bordando en la trama de la historia, sin advertirlo nadie, el dibujo, al parecer caprichoso, de admirable unidad y belleza en la realidad, que é mismo había trazado centenares de años antes. Ninguna religión tiene estas maravillas, sino la nuestra santísima.

(Cardenal Gomá, El Evangelio Expilcado; Ed.Acervo; Barcelona 1967; p.641-647)

 


 

Manuel de Tuya

 


Camino del Calvario. 23,26-32 (Mt 27,31-32; Mc 15,20-22; Jn 19,16-17)

Lucas es el único que cuenta dos datos propios en esta Vía Dolorosa.

Viendo el desfallecimiento de Cristo, el centurión, seguramente, fue el que «requisó» a Simón de Cirene para que «llevase la cruz detrás de Jesús». Simón debió de llevar sólo el patibulum, que era lo ordinario, pero él solo. Con ello buscaba descargar del peso a Cristo desfallecido. Por lo que es error arqueológico presentar a Cristo cargado con la cruz y al Cireneo llevándola también, pero levantándola por la parte inferior. Con esto se lograba lo contrario de lo que se pretendía: cargar todo el peso sobre Cristo.

Luego de decir que le seguía gran «muchedumbre de pueblo» y «de mujeres que se herían en el pecho y lamentaban por El», va a narrar las palabras de Cristo a estas piadosas mujeres.

Era costumbre en los duelos funerales la presencia de plañideras (Mt 9,23), que con gritos y gestos desgarradores mostraban el dolor. En los duelos de alguna persona muy insigne tomaba parte el pueblo. Pero en los casos de condenados a muerte estaban prohibidas estas manifestaciones, que se podían interpretar o prestar a protestas. Este grupo de mujeres jerosolimitanas eran gentes afectas a El. Acaso podían ser parte de la «cofradía» que existía en Jerusalén para ofrecer «vino con mirra» a los ajusticiados, como un alivio narcotizante, como se lee en el Talmud 11 No debió de ser un grupo numeroso, y por eso pudo no llamar especialmente la atención, menos aún la preocupación de la escolta de la custodia. Pero Cristo, en su caminar, se «volvió» a ellas para agradecerles aquella compasión, acaso también para evitarles complicaciones legales de continuar así, y, sobre todo, para hacerles la profecía de la destrucción de Jerusalén. Sabe lo que es el dolor de madre. Por eso, ante el dolor de la muerte de sus hijos, guerreros muertos o cautivos en la destrucción de la ciudad, desearían no haber sido madres. Pero el castigo va a ser terrible. Si se hace esto con el «leño verde», que es El, qué ha de suceder con el «seco», que es Jerusalén, que no quiso recibir al Señor en las horas benéficas de su visitación.

La crucifixión y muerte. 23,33-46 (Mt 27,33-50; Mc 15,23-40; Jn 19,18-30)  
Cf. Comentario a Mt 27,33-50 y a Jn 19,18-30.

Dentro del cuadro general de la crucifixión de Cristo en el Calvario, con las pequeñas variantes, hay algunos elementos propios de Lc y otros más desarrollados.

Lc es el que recoge la primera palabra de Cristo en la cruz: «Padre, perdónalos, porque no saben qué hacen» (v.34). Este versículo tiene un problema crítico: falta en códices muy importantes (Alef, B), en minúsculos y en versiones. Sin embargo, las ediciones críticas lo admiten. Por crítica externa está incomparablemente más apoyada la genuinidad, y por crítica interna, nada está más en consonancia con la conducta de Cristo, que está muriendo por perdonar a los hombres. Se piensa que su supresión, sin que sea la razón del todo evidente, se deba al abuso que de esta palabra hacían los herejes, por pensar que era demasiada indulgencia para los judíos y los pecadores (Harnack).

Esta palabra debió de ser pronunciada por Cristo en diversos momentos de su crucifixión e incluso ya crucificado. Lc usa el imperfecto «decía» (élegen), que, puesto en función de otros actos reiterativos de esta misma escena (v.34-39), hace ver que aquí tiene no valor de acción pasada, sino repetida.

El perdón que Cristo pide a su «Padre»—la mejor invocación que podía hacer, ya que estaba siendo crucificado por haber revelado que era su «Hijo»—se refiere directamente a los dirigentes de Israel, los verdaderos culpables de su muerte. Los soldados romanos no sabían quién era Cristo; se limitaban a cumplir una ordenanza. Pero si los dirigentes sabían quién era Cristo, ¿cómo dice que «no saben qué hacen»? Cristo sólo presenta al Padre un hecho: el hecho actual pasional de su ceguera. No alude a su acto voluntario “en causa”. San Pablo dirá que, si lo hubiesen conocido como tal, nunca le hubiesen crucificado (1 Cor 2,8). Pero no lo conocieron, culpablemente. Y Cristo sólo presenta esta ceguera pasional como hecho actual. Es la misericordia de Cristo volcándose por los hombres.

Sin embargo, parece que esta palabra tiene en el intento de Cristo un mayor alcance. Pide perdón por todos los hombres, ya que el pecado de todos es la causa real de su crucifixión. Pues en todas las palabras de Cristo en la cruz, excepto en la segunda, al buen ladrón, que tiene un carácter más personal, todas las demás tienen, directa o indirectamente, un sentido universal por todos los hombres. En el «sentido pleno» de ella, probablemente, tiene este sentido universal.

Lc pone todavía ante el cuadro de los que escarnecen a Cristo a los «soldados» de la custodia, que repetían lo que oían a los príncipes de los sacerdotes: que, si era el Mesías, bajase de la cruz.

En boca de los príncipes de los sacerdotes pone, como sinónimo del Mesías, el «Elegido». En cambio, deja para lo último, para darle un desarrollo especial, la escena de los dos ladrones crucificados con El; los otros dos sinópticos sólo aluden a que estos «bandidos» le ultrajaban.

Según el derecho judío, no podían ser ejecutadas dos personas el mismo día 13, pero la crucifixión y la justicia aquí eran romanas. Y en el uso romano esto era frecuente, o por comodidad de no repetir más ejecuciones, o por ejemplaridad de la pena. En las “actas de los mártires” son frecuentes las ejecuciones colectivas. Quintilio Varo condenó una vez a 2.000 judíos a la cruz.

Estos que van a ser crucificados con Cristo eran «malhechores» y «salteadores», bandidos que asaltan a mano armada. Es la conducta que justifica su muerte en aquella época que Josefo refleja con numerosas alteraciones sociales 14.

Cuando Cristo estaba en la cruz, el mal ladrón le injuriaba. Mt-Mc ponen que lo injuriaban los crucificados con El. Se pensó, como solución fácil, que primero lo injuriaban los dos, y luego uno se convirtió. Pero psicológicamente es increíble que, de haber sido así en un principio, el buen ladrón censure al otro en la forma que lo hace. La razón es que Mt-Mc hablan de categorías de los que injuriaban a Cristo, y así los grupos anteriores condicionan esta redacción literaria en plural.

La escena debió de tener lugar algún tiempo después de la crucifixión. Pues supone el haberse este ladrón recuperado algo de los espasmos del suplicio; también requiere esto el ver que insultaba a Cristo con las palabras que oye a los asistentes.

La injuria era que, si era el Mesías, que había de estar dotado de poderes sobrenaturales, que bajase de la cruz y que tos bajase con El. Así sería más espectacular su triunfo. Era iniquidad. Pero probablemente también servilismo, a ver si lograba una conmiseración en los presentes, y que, excepcionalmente, un movimiento de masas le perdonase la vida (Act 7,56-58; Lc 4,28-30).

Pero el buen ladrón le reprende, y, reconociendo la justicia de la pena a sus culpas, proclama la inocencia de Cristo, al tiempo que, por los insultos que el otro dirige a un inocente, demuestra no temer a Dios, que le aguarda ya en su tribunal. Seguramente el buen ladrón había oído hablar de Cristo: de su vida de portentos y de su mesianismo. Y ahora, ante su majestad y conducta en la cruz, se confirmaba en ello. Aquella conducta era sobrehumana.

Y, volviéndose a Cristo, le pidió que se «acordase de él», no cuando llegase a su reino, como vierte la Vulgata (cum veneris in regnum tuum), sino conforme al texto griego: «cuando vengas con tu reino» (én te basileía sou). Le pide que se acuerde de él cuando venga a establecer su reino en el momento «escatológico», a la hora de la resurrección de los cuerpos.

Uno de los temas más oscuros del mesianismo es la concepción del mismo según las especulaciones rabínicas. Se lo concibe de varias formas. Una de las preferidas es la concepción mesiánica de «formas complejas o confusas». Es la de los que «confunden los días del Mesías y la consumación última escatológica; porque la resurrección y el juicio son situados en los tiempos mesiánicos» 15 Es la concepción que se refleja en este relato.

La respuesta de Cristo es prometerle, con gran solemnidad, que «hoy estarás conmigo en el paraíso». Este disponer Cristo de la muerte eterna de los hombres le presenta dotado de poderes divinos.

No es un profeta que anuncia una revelación tenida; es Cristo que aparece disponiendo él mismo de la suerte eterna de un hombre. Y esto es poder exclusivo de Dios.

El «paraíso», palabra persa, significa jardín. Los judíos conocían éste como lugar de las almas justas bajo el nombre de «Gran Edén», «Jardín del Edén» 16Sin embargo, aquí no es el cielo como lugar, ya que en éste no entró nadie hasta después que ingresó en él Cristo resucitado. No obstante, al descender Cristo ad inferos, confirió la visión beatífica a las almas ya justificadas 17 Los autores suelen valorar esta expresión no de lugar, sino de participación de la felicidad con Cristo (Fil 1,23). Se basan en la locución análoga «seno de Abraham», que no indica propiamente lugar, sino participación en la felicidad del padre de los creyentes. Lo mismo que en otras locuciones semejantes: «estar entre los santos», «congregarse con los padres» 18 Sobre el mediodía, es decir, desde la hora de la crucifixión de Cristo hasta la de nona, en que muere, una oscuridad se extiende por todo el Calvario y acaso por el horizonte perceptible. La frase «toda la tierras no exige una universalidad mundial, ni siquiera de Palestina. Son fórmulas rotundas, y más en Lc, tan propicio a expresar literariamente el volumen de algo por la expresión «todos. El significado de este fenómeno, puesto en función de los profetas, es signo de venganza divina por el deicidio. Los evangelistas presentan el fenómeno como prodigioso.

También Lc relata la rotura del velo del templo, que significaba que se hacía profano el viejo culto.

El grito que Cristo da al morir, si, en absoluto, podía ser natural, tal como lo describen los evangelistas, junto con las expresiones literarias que usan, hace ver que lo presentan como fenómeno sobrenatural, que acusa la libertad de Cristo en su muerte 19.

Lc es el único evangelista que recoge la séptima «palabras de Cristo en la cruz al morir. Con ese «gran grito», Cristo pronuncia esta «palabra», tomada del salmo 31,6, mesiánico. Cristo, al utilizarla, conecta mesiánicamente con ella y la enriquece de contenido. Libremente «depone» (paratíthemai) su «espíritu»—semitismo por vida—en las «manos»—semitismo por voluntad—de su Padre. Cristo muere libremente. Nada sucede en El al margen de su voluntad. Si el proceso natural de su muerte va a llegar, no llegaría si El no lo autorizase. Quiso sincronizar el proceso natural de su muerte con su voluntad de morir (Jn 10,17-18).

(Profesores de Salamanca, Manuel de Tuya, Biblia Comentada, B.A.C., Madrid, 1964, p. 921-925)


 

Juan Pablo II

 

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
X JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD
Domingo de Ramos, 9 de abril de 1995

«¡Bendito el rey que viene en nombre del Señor!» (Lc 19, 38).

1. Hoy, domingo de pasión o de Ramos, deseamos saludarte, Señor Jesucristo, como peregrino. Llegas a Jerusalén para la tiesta de Pascua, acompañado por muchos otros peregrinos.

En el Antiguo Testamento, Israel conservó siempre grabada en su memoria la peregrinación a través del desierto, bajo la guía de Moisés. Fue una experiencia constitutiva para Israel, el pueblo al que Dios sacó de la esclavitud de Egipto al servicio del Señor (cf. Dt 26, 1-11). Moisés hizo salir a su pueblo a través del mar Rojo y, a lo largo de un camino que duró cuarenta años, lo guié hasta la tierra prometida. Después, cuando los israelitas se establecieron en la patria que Dios les había asignado, el recuerdo de la peregrinación por el desierto se convirtió en parte viva y dinámica de su culto.

Los judíos solían ir en peregrinación a Jerusalén en diversas ocasiones, pero, sobre todo, para la fiesta de Pascua. También Jesús acudió allí como peregrino algunos días antes de la Pascua: peregrino del domingo de Ramos. Y nosotros, reunidos aquí, en la plaza de San Pedro, lo saludamos como al peregrino santísimo, que da un sentido definitivo a nuestro peregrinar.

2. La primera peregrinación de Jesús, cuando tenía 12 años, de Nazaret a Jerusalén, ¿no anunciaba ya ese cumplimiento? Por aquel entonces, habiendo llegado a la ciudad santa en compañía de su madre y de José, Jesús se sintió llamado a detenerse en el templo para «escuchar y preguntar» (cf. Lc 2, 46) a los doctores acerca de las cosas de Dios. Esa primera peregrinación lo implicó profundamente en la misión que marcaría toda su vida. Por eso, no ha de extrañarnos el hecho de que, cuando María y José lo encontraron en el templo, respondiera de modo significativo al reproche que le dirigió su madre: «¿No sabíais que yo debía ocuparme de las cosas de mi Padre?» (Lc 2, 49).

Durante los años que siguieron a ese acontecimiento misterioso, Jesús, primero cuando era adolescente y luego siendo ya hombre maduro, subió muchas veces a Jerusalén como peregrino. Hasta que, el día que hoy celebramos, acudió allí por última vez. Por esa razón, la peregrinación del domingo de Ramos fue una peregrinación mesiánica en sentido pleno, en la que se cumplieron los oráculos de los profetas, en particular el de Zacarías, que anunciaba la entrada del Mesías en Jerusalén, montado en una cría de asna (cf. Za 9, 9) y rodeado por la multitud que lo aclamaba, por haber reconocido en él al enviado del Señor. Precisamente por eso, en el camino que Jesús estaba recorriendo, los discípulos y la gente extendían sus mantos, arrojaban palmas y ramos de olivo, y lo saludaban, cantando con entusiasmo palabras de fe y esperanza: «¡Bendito el rey que viene en nombre del Señor!» (Lc 19, 38).

Eso sucedió antes de la fiesta de Pascua. Pocos días después, las aclamaciones de júbilo, que habían acompañado la entrada de Cristo peregrino a la ciudad santa, se transformarían en un grito rabioso: «¡Crucifícale, crucifícale!» (Lc 23, 21).

3. Acabamos de escuchar el relato de la pasión del Señor según san Lucas. Sabemos que hoy Jesús de Nazaret sube a Jerusalén por última vez. También por eso lo saludamos, de modo particular, como peregrino.

¡Es un peregrino extraordinario, único! Su peregrinación no se mide con categorías geográficas. Él mismo habla de ella con su lenguaje misterioso: «Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre» (Jn 16, 28). ¡Esta es la justa dimensión de su peregrinación! Y la Semana santa, que comenzamos hoy, revela toda la «anchura y la longitud, la altura y la profundidad» (Ef 3, 18) de la peregrinación de Cristo.

Sube a Jerusalén para que se cumplan en él todas las profecías. Sube para humillarse y hacerse obediente hasta la muerte, y muerte de cruz, y para experimentar, después de haberse despojado completamente de sí mismo, la exaltación por parte de Dios (cf. Flp 2, 8-9).

En todo el año litúrgico sólo a esta semana se la llama, con razón, santa: encierra la realización del misterio de Cristo, peregrino santísimo, «unido, en cierto modo, con todo hombre» (Gaudium et spes, 22), peregrino que camina en nuestra historia. En efecto, ¿se puede decir algo más iluminador que esto acerca del sentido del peregrinar del hombre?: «Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre». ¿No está precisamente en Cristo la dimensión plena y definitiva de toda peregrinación humana?

4. Por esta razón, desde hace diez años, el domingo de Ramos se ha convertido en el punto de referencia central de la grande y articulada peregrinación de los jóvenes cristianos en todo el mundo. Existen importantes motivos para que la Iglesia considere este domingo como la «Jornada de los jóvenes». Fueron los jóvenes quienes corrieron al encuentro de Jesús cuando se dirigía a Jerusalén para la fiesta de Pascua. Fueron ellos los que extendieron sus mantos y ramos en medio de la calle y le cantaron: «¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!» (Mt 21, 9).

Los jóvenes manifestaron así el entusiasmo de su descubrimiento juvenil, descubrimiento que, de generación en generación, siguen experimentando hasta hoy: Jesús es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6). Es él quien da el sentido definitivo a la peregrinación terrena del hombre. En efecto, dice: Salí del Padre y he venido al mundo, y con estas palabras indica el comienzo de ese itinerario. Luego añade: Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre, mostrando de esta forma la meta de nuestro camino siguiendo sus pasos.

5. Éste es el motivo, oh Cristo, peregrino santísimo de la historia de los hombres, por el que los jóvenes dirigen su mirada hacia a ti, que eres el camino, la verdad y la vida. Al final del segundo milenio cristiano, han emprendido una gran peregrinación que, bajo el signo de la cruz itinerante, los conduce por los senderos de la civilización del amor. Es un peregrinaje que se articula en múltiples niveles: parroquial, diocesano, nacional, continental y mundial. Hoy, en la plaza de San Pedro, están sobre todo los jóvenes de la diócesis de Roma. Amadísimos jóvenes, os saludo a todos y, junto con vosotros, saludo a los jóvenes de todo el mundo, que en tantos rincones de la tierra, en comunión con nosotros, celebran la Jornada mundial de los jóvenes.

Contemplándoos a vosotros, no puedo menos de evocar la experiencia extraordinaria del encuentro mundial de la juventud que se celebró hace tres meses en Manila, Filipinas. Nuestra mirada se dirige también a la peregrinación de la juventud europea a Loreto, programada para el próximo mes de septiembre; y, más allá todavía, nos espera la celebración de la XII Jornada mundial, en París, en 1997.

Te saludamos, oh Cristo, Hijo del Dios vivo, que te hiciste hombre y, como hombre, caminas con nosotros en peregrinación a través de la historia. Te saludamos, Peregrino divino, por los caminos del mundo. Delante de ti extendemos palmas y ramos de olivo, como los hijos y las hijas de Israel hicieron un día en Jerusalén. Movidos por un mismo impulso de fe y esperanza, también nosotros exclamamos: «¡Gloria a ti, rey de los siglos!».

Tomado de: http://www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/index_sp.htm

 


 

San Alberto Magno

 

Crucifixión de Cristo

[…Allí, en el lugar denominado Calvario, lo crucificaron; significando esto, por la elección de este lugar, que la muerte sobre la cruz se practicaba para beneficio de los paganos diseminados en los campos y no solamente de los judíos que habitaban en la ciudad. Yo soy la flor de los campos y el lirio de los valles (Cantar de los Cantares, II). Después de sesenta y dos semanas, Cristo será muerto sin que tenga culpa (Daniel, IX). Y crucificaron con El a dos ladrones, uno a la derecha, que hizo penitencia, y el otro a la izquierda, que perseveró en su malicia.

Estas dos cruces, como dice San Agustín, recuerdan a los que reciben la cruz a su pesar y que, no obstante, son crucificados: éstos están a la izquierda; y los otros, los que crucifican voluntariamente la carne por Cristo, están a la derecha. Quienes están con Jesucristo, crucificaron la carne con sus pasiones y sus concupiscencias (Epístola a los Gálatas, V). De la otra cruz, se dice: el mundo es crucificado por Mí, como yo lo soy por el mundo (Epístola a los Gálatas, VI).

En medio ubicaron al Señor, como el más culpable. Se le reconocerá entre los animales (Habacuc, III), según la versión de los Setenta. De esta manera fue crucificado en tal lugar y con tales compañeros. Quitará la vida a los que lo traspasaron (Proverbios, XXII). Volverán los ojos hacia Mí, a quien horadaron (Zacarías, XII). ¿Osará un hombre afligir a su Dios, como vosotros me afligís? (Malaquías, III)… ]

(San Alberto Magno, Obras Selectas, Ed. Lumen, 2ª Ed., Bs. As., 1993, Pág. 71-72)

 


 

San Alfonso Maria de Ligorio

 

DEL PODER QUE TIENE LA PASION DE JESUCRISTO PARA ENCENDER EL AMOR DIVINO EN NUESTROS CORAZONES.

El gran Siervo de Dios, Padre Baltasar Alvarez, enseñaba: «No creamos haber hecho provecho alguno en los caminos de Dios, si no logramos tener siempre en nuestros corazones a Jesús Crucificado» (1).
Y San Francisco De Sales escribía que «el amor que no nace de la Pasión es un amor casi nulo» (2).
Sí, porque no puede haber motivo que más nos obligue a amar a nuestro Dios, que la Pasión de Jesucristo, sabiendo como sabemos que el Eterno Padre, para declararnos el exceso de amor que nos tiene, mandó a su Unigénito a la tierra para morir por nosotros pecadores. Que por eso escribía el Apóstol, que Dios, movido del inmenso amor que nos tenía, quiso que la muerte del Hijo nos alcanzase a nosotros la vida (3).
Y lo mismo insinuaron Moisés y Elías, en el monte Tabor, hablando de la Pasión de Jesucristo, pues no supieron llamarla con otro nombre que con el de exceso de amor (4).
Al venir al mundo nuestro Salvador para morir por los hombres, oyeron los pastores que los Angeles cantaban:
¡Gloria a Dios en las alturas! (5).
Pero humillándose el Hijo de Dios a hacerse hombre por amor al hombre, más bien parece oscurecer, que manifestar, la gloria de Dios. Pero no. La gloria de Dios no puede revelarse al mundo de modo más eficaz que con la muerte de Jesucristo por la salvación de los hombres, puesto que la Pasión de Jesucristo, nos ha hecho conocer cuán grande ha sido la divina Misericordia, muriendo Dios por salvar a los pecadores y muriendo con muerte tan dolorosa y deshonrosa. Dice San Juan Crisostomo que el sufrimiento de Jesus no fue un sufrimiento común, ni su muerte sencilla y parecida a la muerte de los demás hombres (6).
Además nos da a conocer la divina Sabiduría. Si el Redentor fuera sólo Dios, no podía satisfacer por el hombre, porque no podía Dios darse a sí mismo satisfacción en vez del hombre y siendo impasible, no podía satisfacer con el sufrimiento. Por el contrario, si era sólo hombre, no podía el hombre satisfacer a la divina Majestad por las graves injurias que el hombre mismo cometiera. ¿Qué hizo entonces Dios? Mandó a su mismo Hijo, verdadero Dios como el Padre, que tomase carne humana para que, como hombre satisficiese con su muerte la divina Justicia, y como Dios, le diera una satisfacción que fuera plena.
También nos hizo conocer cuán grande ha sido la divina Justicia. Decía San Juan Crisostomo que el infierno con que castiga Dios a los pecadores demuestra menos la grandeza de su Justicia, que la vista de Jesus Crucificado, porque en el infierno son castigadas las criaturas por sus propios pecados, mientras que en la Cruz, el castigado es el mismo Dios, que toma sobre sí los pecados de los hombres. ¿Qué obligación tenía Jesucristo de morir por nosotros? Se entregó a la muerte porque quiso (7).
Con toda justicia podía abandonar al hombre a su perdición, pero el amor que nos tenía no le permitía dejar que nos perdiéramos, y por eso prefirió entregarse a una muerte tan dolorosa, a fin de conseguirnos la salvación (8).
Dios amó al hombre desde toda la eternidad (9).
Pero como su justicia lo obligaba a condenarlo y a tenerlo lejos de Sí condenado en el infierno, he aquí que su Misericordia lo movió a encontrar el modo de salvarlo. ¿Y cómo? Satisfaciendo El mismo a la divina justicia con su muerte. Por eso determinó que en la misma cruz en que moría quedase el decreto de condenación a muerte eterna que merecíamos, para que se diese por cancelada la deuda por medio de su sangre (10).
De donde resulta que por los méritos de su sangre se nos perdonan nuestras culpas (11).
Y al mismo tiempo, quitó a los demonios el derecho que tenían adquirido sobre nosotros, llevando El en triunfo, lo mismo a sus enemigos que a nosotros, que éramos su presa (12).
Palabras que comenta así Teofilacto: Lleva tras Sí en triunfo, como victorioso y triunfador, la presa y los enemigos (13).
Por eso, puesto Jesucristo así a satisfacer a la divina justicia, al morir en la cruz no habló más que de misericordia; rogó al Padre que tuviera misericordia de los judíos que habían tramado su muerte y de los verdugos que lo estaban matando (14).
Estando en la cruz, oyó que los dos ladrones, crucificados con El, le estaban insultando (15),
y en vez de castigarlos, por sólo oír que uno de ellos le pedía perdón (16),
lleno de misericordia le promete para aquel mismo día el cielo (17).
Y allí en la cruz, antes de expirar, nos entregó en la persona de Juan a su misma Madre como madre nuestra (18).
Y allí en la cruz declaró su satisfacción por cuanto había hecho en favor nuestro y coima el sacrificio con su muerte (19).
Con la muerte de Jesus, quedó el hombre libre del pecado y del dominio del demonio, y además levantado a una gracia mayor de la que perdiera con Adán; porque escribe San Pablo: Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia (20).
Y añade: Lo que debemos hacer, es recurrir confiadamente a este trono de la gracia, que es Jesucristo Crucificado, para que recibamos de su misericordia la gracia de la salvación, juntamente con el auxilio oportuno para vencer las tentaciones del mundo y del infierno (21).
Oh Jesús mío, te amo más que a ninguna otra cosa, porque, ¿a quién puedo amar si no te amo a Ti que eres bondad infinita y que has muerto por mí’? Cada vez que pienso que te he arrojado de mi alma con mis pecados y que me he separado de Ti, que eres mi único Bien y que tanto me amas, quisiera morir de puro dolor. ¿Quién me separará de la caridad de Cristo? (22).
Sólo el pecado me puede apartar de Ti. Pero, por la sangre que derramaste por mí, espero que no permitirás que vuelva a separarme de tu amor y pierda tu gracia, que aprecio más que cualquier otro bien. A Ti me entrego por entero, acéptame y recibe todos mis afectos para que nada ame fuera de Ti.
¿Es por Ventura demasiado exigente Jesucristo, al querer que nos demos completamente a El, siendo así que El ha dado por nosotros toda su sangre y su vida sacrificada por nosotros en la cruz? La caridad de Cristo nos hace fuerza (23).
Oigamos el comentario de San Francisco De Sales a estas palabras: Saber que Jesús nos ha amado hasta la muerte y muerte de cruz, ¿no es bastante para sentir nuestros corazones obligados por una fuerza, que es tanto más fuerte, cuanto es más amable? Y añade: Mi Jesús se da todo a mí y yo me doy todo a El; viviré y moriré sobre su pecho y ni la vida ni la muerte, me apartarán jamás de El (24).
Murió
Jesucristo, escribe San Pablo, con el fin de que nadie viva para el mundo ni para sí mismo, sino para Aquel que se ha dado todo a nosotros (25).
El que vive para el mundo, procura agradar al mundo; el que vive para sí mismo, se esfuerza por agradarse a sí mismo; pero el que vive para Jesucristo, no quiere agradar más que a Jesucristo y sólo teme darle disgustos; sólo goza viéndolo amado y se aflige si lo ve ofendido. Esto es vivir para Jesucristo y esto es lo que quiere de cada uno de nosotros. Pregunto de nuevo, ¿por ventura pretende demasiado Jesus, después de dar por cada uno de nosotros la sangre y la vida?
¡Señor! Y ¿por qué habíamos de emplear nuestros afectos en amar las criaturas, los parientes, los amigos, los poderosos del mundo si por nosotros no han sufrido ni azotes, ni espinas, ni clavos, ni dieron una gota de sangre; y en cambio no hemos de amar a un Dios que por nosotros bajó del cielo a la tierra, se hizo hombre, derramó toda su sangre por nosotros entre tormentos, y finalmente murió de dolor en una cruz para ganarse nuestros corazones?, ¿y que además, para unirse más fuertemente con nosotros, después de la muerte, se quedó en los altares donde se hace una sola cosa con nosotros para darnos a entender el amor ardiente que nos tiene? Unióse a sí mismo con nosotros, exclama San Juan Crisostomo, para que seamos una sola cosa; pues esto es propio de los grandes amadores (26).
Y San Francisco De Sales añade a propósito de la Comunión: En ninguno oto acto puede verse a nuestro Salvador ni más tierno, ni más amoroso, que en éste, donde se aniquila, por decirlo así, y se reduce a comida para unirse al corazón de sus fieles (27).
Pero ¿cómo es, Señor, que yo, después de ser amado por Ti con tan especiales finezas, tuve valor para despreciarte, según Tú justamente me reprochas diciendo: Hijos tuve y los alimenté y ellos me han desdeñado? (28).
¡Tuve valor para volverte la espalda a trueque de satisfacer mis gustos! (29).
¡Tuve valor para arrojarte de mi alma! Dijeron los impíos a Dios: apártate de nosotros (30).
Y tuve valor para afligir tu Corazón que tanto me amó. ¿Y qué? ¿Voy a desconfiar de tu misericordia? Maldigo los días en que te deshonré. Ojalá hubiera muerto mil veces antes de haberte ofendido, Salvador mío. Oh Cordero de Dios, tú has querido desangrar- te en la cruz para lavar nuestros pecados en tu sangre. ¡Pecadores!, ¡cómo vais a pagar cada una de estas gotas de sangre en el día del juicio! Jesus mío, ten piedad de mí y perdóname. Pero ya sabes, mi debilidad, apodérate de mi voluntad para que ya no se rebele contra Ti. Vacíame de todo amor que no sea el tuyo. A Ti sólo quiero por mi tesoro y mi único bien; Tú me bastas y nada deseo fuera de Ti, Oh Dios de mi corazón y mi herencia por toda la eternidad (31).
Oh María, Ovejita predilecta de Dios (32) que eres la Madre del Cordero de Dios, encomiéndame a tu Hijo; después de Jesus Tú eres mi esperanza, porque eres la esperanza de los pecadores y en tus manos confío mi eterna salvación. Esperanza nuestra, ¡salve!

(San Alfonso Maria de Ligorio, Meditaciones sobre la Pasión, Madrid 1977, p. 375-379) 


 EJEMPLOS PREDICABLES

 

La Fuerza de la Cruz II

El hoy Beato Juan Castelli era jefe de soldados mercenarios cuando decidió entregarse a Dios en un convento de Franciscanos.

A causa de su genio vivísimo, le costaba mucho reprimirse, y toda la disciplina le imponía verdaderos esfuerzos. Se indignó tanto un día porque el superior le riñó severamente, que determinó vengarse dándole muerte. Pero al pensar que estaba en un convento para hacer penitencia fue a postrarse ante un crucifijo.

Una oleada de sangre llenó su boca. Tanto era el esfuerzo exigido a su naturaleza por el vencimiento, que se le había roto una vena.

- Mirad lo que me cuesta serviros- dijo a Cristo Crucificado.
Y Cristo, desprendiendo de la cruz la mano derecha, le respondió:
Y a mi lo que me ha costado amarte.

(Del Vademécum de ejemplos predicables, editorial Herder, 1962, Barcelona).