Jürgen Moltmann

Teología de la esperanza

 

Sígueme, Salamanca 1965,

 

CONTENIDO

Introducción: Meditación sobre la esperanza

1. ¿Cuál es el logos propio de la escatología cristiana?

2. La esperanza de la fe

3. El pecado de la desesperación

4. ¿La esperanza arrebata engañosamente al hombre la felicidad del presente?

5. Esperar y pensar

1. ESCATOLOGÍA Y REVELACIÓN.

1. Descubrimiento de la escatología e ineficacia de ese descubrimiento

2. Promesa y revelación de Dios

3. Escatología trascendental

4. La teología de la subjetividad trascendental de Dios

5. La teología de la subjetividad trascendental del hombre

6. "Revelación progresiva" y escatología basada en la historia de la salvación

7. La "historia" como revelación indirecta de sí mismo por Dios

8. La escatología de la revelación

2. PROMESA E HISTORIA (falta)

1. Religión de epifanía y fe fundada en la promesa..
2. La palabra de promesa
3. La experiencia de la historia
4. Revelación y conocimiento de Dios
5. Promesa y ley
6. Promesa en escatología profética
7. La historificación del cosmos en escatología apocalíptica

3. RESURRECCIÓN Y FUTURO DE JESUCRISTO

1. Evangelio y promesa

2. El Dios de la promesa

3. Pablo y Abrahán

4. La eschatologia crucis y el primitivo entusiasmo cristiano del cumplimiento

5. La "muerte de Dios" y la resurrección de Cristo

6. La pregunta de la ciencia histórica por la resurrección de Cristo y el carácter de pregunta del trato científico-histórico con la historia

7. La pregunta histórico-formal por los relatos pascuales y el carácter de pregunta de su interpretación existencial

8. La pregunta escatológica por el horizonte de futuro en la predicación del resucitado

9. La identidad entre el que apareció como resucitado y el Cristo crucificado

10. El futuro de Jesucristo.

11. El futuro de la justicia

12. El futuro de la vida

13. El futuro del reino de Dios y de la libertad del hombre

14. Resumen y balance

4. escatología E HISTORIA

1. Crítica y crisis

2.El "enigma resuelto de la historia": El método de la ciencia histórica

3. Heurística de la ciencia histórica

4. Historiología

5. Escatología de la historia - Quiliasmo dé la filosofía de la historia

6. Muerte y culpa como resortes de la ciencia histórica

7. La peculiaridad de los conceptos universales de la ciencia histórica

8. Hermenéutica de la misión cristiana

1. Las pruebas de Dios y la hermenéutica

2. Misión y hermenéutica

a) Hermenéutica del apostolado

b) La humanación del hombre en la esperanza de la misión

c) La historificación del mundo en la misión

d) La tradición de la esperanza escatológica

5. comunidad en éxodo. Observaciones sobre la concepción escatológica de la cristiandad en la sociedad moderna

1. El culto de lo absoluto y la sociedad moderna

2. La religión como culto de la nueva subjetividad

3. La religión como culto de la projimidad

4. La religión como culto de la institución

5. La cristiandad en el horizonte de expectación del reino de Dios

6. El oficio de la cristiandad para la sociedad

Apéndice: El principio esperanza y Teología de la esperanza (falta)

Un diálogo con Ernst Bloch
1. La "meta-religión" de Ernst Bloch
2. Homo absconditits y
Deus absconditus.
3. La patria de la identidad y el reino de Dios
4. Extraterritorialidad frente a la muerte y resurrección de los muertos
5. Esperanza y confianza

 

 

Introducción

Meditación sobre la esperanza

(Págs. 19-44)

 

1. ¿Cuál es el logos propio de la escatología cristiana?

Durante mucho tiempo la escatología ha venido siendo definida como la "doctrina de las cosas últimas" o "doctrina acerca de lo último". Por muchas cosas últimas entendíase ciertos sucesos que, al final del tiempo, sobrevendrán al mundo, a la historia y a los hombres. Entre ellos se contaba el retorno de Cristo como Señor del universo, el juicio del mundo y el cumplimiento del reino, la resurrección de todos los muertos y la nueva creación de todas las cosas. Tales sucesos últimos habrían de irrumpir en este mundo desde un más allá de la historia, poniendo fin así a ésta, dentro de la cual se agita y se mueve todo aquí abajo.

Pero al retrasar hasta el "último día" tales acontecimientos, éstos perdían su significado de orientación, de aliento y de crítica para la totalidad de los días que el hombre pasaba aquí en la historia, más acá del final. Por ello las doctrinas acerca de este final llevaban una vida peculiarmente estéril, situadas al final de la dogmática cristiana. Eran como un apéndice suelto, como algo apócrifo, carente de toda importancia esencial. Tales doctrinas no tenían relación alguna con las referentes a la cruz y la resurrección, la glorificación y el dominio de Cristo, y no se deducían necesariamente de éstas. Estaban tan alejadas de ellas como los sermones del día de difuntos pueden estarlo de la fiesta de pascua. En la medida en que el cristianismo se fue convirtiendo en la organización que sucedió a la religión estatal romana, y sostuvo con obstinación las mismas pretensiones que ésta, la escatología, así como el efecto movilizador, revolucionario y crítico de ésta sobre la historia que el hombre debe vivir ahora, fueron abandonados a las sectas de fanáticos y a los grupos revolucionarios. En la medida en que la fe cristiana desalojó de su propia vida la esperanza en un futuro que le sirve de base, trasladando éste a un más allá o a la eternidad, a pesar de que los testimonios bíblicos que esa fe continuaba enseñando están llenos de una esperanza mesiánica en un futuro para la tierra, la esperanza emigró, por así decirlo, de la iglesia y se volvió contra ella, desfigurada de múltiples modos.

Mas, en realidad, escatología significa doctrina acerca de la esperanza cristiana, la cual abarca tanto lo esperado como el mismo esperar vivificado por ello. En su integridad, y no sólo en un apéndice, el cristianismo es escatología; es esperanza, mirada y orientación hacia adelante, y es también, por ello mismo, apertura y transformación del presente. Lo escatológico no es algo situado al lado del cristianismo, sino que es, sencillamente, el centro de la fe cristiana, el tono con el que armoniza todo en ella, el color de aurora de un nuevo día esperado, color en el que aquí abajo está bañado todo. Pues la fe cristiana vive de la resurrección de Cristo crucificado y se dilata hacia las promesas del futuro universal de Cristo. La escatología es el sufrimiento y la pasión que tienen su origen en el Mesías; por ello no puede ser, en realidad, un fragmento de doctrina cristiana. Por el contrario, el carácter de toda predicación cristiana, de toda existencia cristiana y de la iglesia entera tiene una orientación escatológica.

Por ello sólo existe un auténtico problema de la teología cristiana, un problema que su propio objeto le plantea a ella y que, mediante ella, se plantea a la humanidad y al pensar humano: el problema del futuro. Pues todo lo que en los testamentos bíblicos de la esperanza se nos aparece como lo otro, como aquello que nosotros no alcanzamos ni a pensar ni a imaginarnos basándonos en el mundo actual y en nuestras experiencias hechas con él, todo eso, decimos, se nos presenta como promesa de algo nuevo y como esperanza en un futuro asentado en Dios. El Dios de quien aquí se habla no es un Dios intramundano o extramundano, sino el "Dios de la esperanza" (Rom 15, 13); un Dios que tiene "el futuro como carácter constitutivo" (E. Bloch), un Dios tal como le conocemos por el Éxodo y por las profecías de Israel, un Dios que, en consecuencia, no podemos tener dentro de nosotros o por encima de nosotros, sino, en puridad, tan sólo delante de nosotros, un Dios que sale a nuestro encuentro en sus promesas para el futuro y al que, por tal motivo, no lo podemos tampoco "tener", sino sólo aguardar en una esperanza activa. Una teología auténtica debería ser concebida, por ello, desde su meta en el futuro. La escatología debería ser, no el punto final de la teología, sino su comienzo.

¿Mas cómo hablaremos de un futuro que todavía no está ahí, y de acontecimientos venideros, que aún no hemos presenciado? ¿No son todo esto sueños, especulaciones hueras, deseos y temores, que se quedarán necesariamente en algo vago e inconcreto, puesto que nadie puede comprobar tales cosas? La expresión "escatología" es errónea. No puede existir una "doctrina" de las cosas últimas, si por "doctrina" se entiende un conjunto de enunciados doctrinales, que podemos comprender basándonos en experiencias que se repiten siempre y que cualquier hombre puede tener. La expresión griega "logos" se refiere a la realidad que está ahí, que está siempre ahí y que es reducida a verdad en la palabra que le corresponde. En este sentido no resulta posible ningún logos del futuro, a no ser que éste sea la continuación o la repetición simétrica del presente. Pero si el futuro hubiera de traer algo nuevo y sorprendente, entonces no está permitido decir nada sobre él; no se puede decir nada con sentido sobre él, pues sólo en lo permanente y en lo que se repite con regularidad, y no en lo nuevo y contingente, puede residir una verdad expresable en un logos. Aristóteles puede afirmar, ciertamente, que la esperanza es el "soñar del hombre despierto", pero para los griegos la esperanza representa un mal salido de la caja de Pandora.

¿Cómo puede la escatología cristiana reducir el futuro a lenguaje? La escatología cristiana no habla del futuro en general. Arranca de una determinada realidad histórica 5 enuncia el futuro de ésta, la posibilidad y la potencialidad de futuro de ésta. La escatología cristiana habla de Jesucristo y del futuro de éste. Conoce la realidad de la resurrección de Jesús y predica el futuro del resucitado. Por esto, el fundar en la persona y en la historia de Jesucristo todos sus enunciados acerca del futuro representa la piedra de toque de los espíritus escatológicos y utópicos.

Pero si, merced a la resurrección, el Cristo crucificado posee un futuro, esto significa, inversamente, que todos lo; enunciados y juicios acerca de Cristo tienen que decir a la vez algo sobre el futuro que hay que aguardar de él. Así pues, el modo como la teología cristiana habla acerca de Cristo no puede ser el modo propio del logos griego o de los enunciados doctrinales basados en la experiencia, sino sólo el modo propio de proposiciones acerca de la esperanza las promesas para el futuro. Todos los predicados adjudicado; a Cristo dicen no sólo quién fue y quién es, sino que implican afirmaciones acerca de quién será y qué hay que aguardar de él. Todos esos predicados afirman: "El es nuestra esperanza" (Col 1, 27). En la medida en que, de este modo, tales predicados anuncian al mundo, en promesas, el futuro de Cristo, insertan la fe en éste en la esperanza en su futuro no sobrevenido aún. Las afirmaciones de la promesa que nos hablan de esperanza se anticipan al futuro El futuro oculto se anuncia ya en las promesas, y a través de la esperanza despertada influye en el presente.

Los enunciados doctrinales encuentran su verdad en la conformidad, controlable, que guardan con la realidad que está ahí y que puede experimentarse. Los enunciados de la promesa que nos hablan de esperanza tienen, en cambio que entrar en colisión con la realidad experimentable en el presente. No son resultado de experiencia, sino que constituyen la condición de posibilidad de experiencias nuevas. No pretenden iluminar la realidad que está ahí, sino la realidad que viene. No aspiran a copiar en el espíritu la realidad que existe, sino a insertar esa realidad en el cambio que está prometido y que esperamos. No quieren ir a la zaga de la realidad, sino precederla. De este modo la tornan histórica. Pero si la realidad es percibida históricamente, entonces tenemos que preguntar, con J. G. Hamann: "¿Quién pretende sacar del presente conceptos exactos, sin conocer el futuro?"

En la escatología cristiana lo presente y lo futuro, la experiencia y la esperanza entran en mutua contradicción, de tal manera que aquélla no le proporciona al hombre conformidad y armonía con lo dado, sino que lo introduce en el conflicto entre esperanza y experiencia. "Por esperanza hemos sido salvados: pero una esperanza que ve, no es esperanza pues lo que uno ve ¿cómo lo esperará? Y si esperamos algo que no vemos, aguardemos con paciencia" (Rom 8, 24-25).

En todo el nuevo testamento la esperanza cristiana se dirige a lo que todavía no se ve; es, por ello, "esperar contra esperanza"; por esa razón, condena lo visible y lo ahora experimentable, presentándolo como una realidad perecedera, como una realidad abandonada de Dios, que nosotros debemos dejar atrás. La contradicción en que la esperanza coloca al hombre con respecto a la realidad actual de sí mismo y del mundo, es precisamente la contradicción de la que nace esa esperanza, es la contradicción de la resurrección con respecto a la cruz. La esperanza cristiana es esperanza de resurrección, y manifiesta su verdad en la contradicción con que el futuro de la justicia —prometido y garantizado en ella— se enfrenta al pecado; la vida, a la muerte; la gloria, al sufrimiento; la paz, al desgarramiento. Calvino vio muy bien esta discrepancia en que la esperanza fundada en la resurrección nos coloca:

"Se nos promete la vida eterna; pero se nos promete a nosotros, los muertos. Se nos anuncia una resurrección bien aventurada; pero entretanto estamos rodeados de podredumbre. Se nos llama justos; y, sin embargo, el pecado habita en nosotros. Oímos hablar de una bienaventuranza inefable; pero entretanto nos hallamos oprimidos aquí por una miseria infinita. Se nos promete sobreabundancia de todos los bienes; pero somos ricos sólo en hambre y en sed. ¿Qué sería de nosotros si no nos apoyásemos en la esperanza, y si, en este camino a través de las tinieblas, iluminado por la palabra y por el espíritu de Dios, no se apresurase nuestro entendimiento a ir más allá de este mundo?" (Ad Hebreos, 211,1).

La esperanza debe demostrar su fortaleza en esta contradicción. Por ello la escatología no puede perderse en vaguedades, sino que tiene que formular sus enunciados acerca de la esperanza en contradicción con la experimentada presencia del sufrimiento, del mal y de la muerte. Por ello resulta siempre muy difícil desarrollar una escatología en sí misma. Mucho más importante es mostrar que la esperanza constituye el fundamento y el resorte del pensar teológico en general, e introducir la perspectiva escatológica en los enunciados de la teología que hablan de la revelación de Dios, la resurrección de Cristo, la misión de la fe, y la historia.

 

2. La esperanza de la fe

En esa contradicción con que la palabra de promesa se opone a la realidad perceptible del sufrimiento y de la muerte,; la fe se apoya en la esperanza y "se apresura a ir más allá de este mundo", decía Calvino. Con ello no quería afirmar que la fe cristiana huya del mundo, pero sí, desde luego, que anhela el futuro. Creer significa de hecho superar las barreras, trascender, encontrarse en éxodo. Pero de tal modo que no por ello quede suprimida o pasada por alto la realidad opresora. La muerte es muerte verdadera, y la podredumbre, podredumbre hedionda. La culpa sigue siendo culpa, y el sufrimiento continúa siendo, también para la fe, un grito que carece de una respuesta ya lista. La fe sobrepasa estas realidades, pero no para refugiarse en el ámbito celestial, en lo utópico; no se pierde, soñando, en una realidad diferente. Sólo puede sobrepasar las barreras de la vida construidas por el sufrimiento, la culpa y la muerte, allí donde tales barreras están realmente derribadas. Sólo siguiendo al Cristo resucitado de la pasión, al Cristo resucitado de la muerte en abandono de Dios y del sepulcro, llega la fe a tener una mirada despejada hacia el horizonte en que no existe ya tribulación alguna, hacia la libertad y la alegría.

La fe puede y debe dilatarse hasta la esperanza allí, sólo allí donde, con la resurrección del crucificado, están derribadas las barreras contra las que se estrellan todas las esperanzas humanas. Allí la esperanza de la fe se transforma en "apasionamiento por lo posible" (Kierkegaard), porque puede ser apasionamiento por lo posibilitado. Allí acontece, en la esperanza, la extensio animi ad magna, como se decía en la edad media. La fe ve el inicio de este futuro de amplitud y de libertad en el acontecimiento de Cristo. La esperanza que brota de él examina los horizontes que de esta manera se abren por encima de una existencia cerrada. La fe vincula al hombre a Cristo. La esperanza abre esta fe al futuro amplísimo de Cristo. La esperanza es, por ello, el "acompañante inseparable" de la fe.

"Si falta esta esperanza, entonces ya podemos hablar con mucho ingenio y con 'mucha afectación de la fe; podemos estar seguros de que no la tenemos. La esperanza no es sino . la expectación de aquellas cosas que, según el convencimiento de la fe, están verdaderamente prometidas por Dios. Por ello la fe está segura de que Dios es veraz, y la esperanza aguarda que Dios, a su debido tiempo, revele su verdad; la fe está segura de que Dios es nuestro Padre, y la esperanza aguarda que se comportará siempre con nosotros como tal; la fe está cierta de que se nos ha dado la vida eterna, y la esperanza aguarda que esa vida se desvelará alguna vez: la fe es el fundamento en que descansa la esperanza, y ésta alimenta y sostiene a la fe. Nadie puede aguardar algo de Dios si no cree antes a sus promesas; pero, de la misma manera, nuestra débil fe, para no desfallecer, tiene que ser apoyada y sostenida por nuestro paciente esperar y por nuestro aguardar. La esperanza renueva y reanima constantemente a la fe y se cuida de que se levante cada vez más fuerte, para perseverar hasta el final" (Calvino, Institutio III, 2,42).

De esta manera, en la vida cristiana la fe posee el prius, pero la esperanza tiene la primacía. Sin el conocimiento de la fe, fundado en Cristo, la esperanza se convierte en utopía que se pierde en el vacío. Pero sin la esperanza, la fe decae, se transforma en pusilanimidad y, por fin, en fe muerta. Mediante la fe encuentra el hombre la senda de la verdadera vida, pero sólo la esperanza le mantiene en esa senda. Así, la fe en Cristo transforma la esperanza en confianza. Y la esperanza dilata la fe en Cristo y la introduce en la vida.

Creer significa rebasar, en una esperanza que se adelanta, las barreras que han sido derribadas por la resurrección del crucificado. Si reflexionamos sobre esto, entonces esa fe no puede tener nada que ver con la huida del mundo, con la resignación y los subterfugios. En esta esperanza, el alma no se evade de este valle de lágrimas hacia un mundo imaginario de gentes bienaventuradas, ni tampoco se desliga de la tierra. Pues, para decirlo con palabras de Ludwig Feuerbach, la esperanza "sustituye el más allá sobre nuestro sepulcro en el cielo por el más allá sobre nuestro sepulcro en la tierra, lo reemplaza por el futuro histórico, por el futuro de la humanidad" (Das Wesen der Religión, 1840) En la resurrección de Cristo la esperanza no ve la eternidad del cielo, sino precisamente el futuro de la tierra sobre le que se yergue su cruz. Ve en la cruz precisamente el futuro de la humanidad por la que Cristo murió. Por ello para la esperanza es la cruz la esperanza de la tierra. Esta esperanza lucha por la obediencia corporal porque aguarda una resurrección corporal. Y se hace cargo, con dulzura, de la tierra destruida y de los hombres maltratados, porque le está prometido el reino de la tierra. Ave crux - unica spes.

Pero, a la inversa, esto no significa otra cosa sino que el que así espera no podrá conformarse jamás con las leyes y los sucesos inevitables de esta tierra, ni con la fatalidad de la muerte, ni con el mal que engendra constantemente otros males. Para ella la resurrección de Cristo no es sólo un alivio en una vida llena de asechanzas y condenas a morir, sino también la contradicción de Dios al sufrimiento y la muerte, a la humillación y la injuria, a la maldad del mal. Para la esperanza, Cristo no es sólo consuelo en el sufrimiento, sino también la protesta de la promesa de Dios contra el sufrimiento. Si Pablo llama a la muerte el "último enemigo" (1 Cor 15, 26), también hay que proclamar, a la inversa, que el Cristo resucitado —y, con él, la esperanza de la resurrección— es el enemigo de la muerte y de un. mundo que se conforma con ella. La fe se introduce en esta contradicción, y con ello se convierte a sí misma en una contradicción contra el mundo de la muerte. Por esto la fe, cuando se dilata hasta llegar a la esperanza, no aquieta sino que inquieta, no pacifica sino que impacienta. La fe no aplaca el cor inquietum, sino que ella misma es ese cor inquietum en el hombre. El que espera en Cristo no puede conformarse ya con la realidad dada, sino que comienza a sufrir a causa de ella, a contradecirla. Paz con Dios significa discordia con el mundo, pues el aguijón del futuro prometido punza implacablemente en la carne de todo presente no cumplido.

Si tuviéramos ante los ojos tan sólo aquello que vemos, entonces nos contentaríamos, alegres o tristes, con las cosas tal como son. Pero el que no nos conformemos, el que no se llegue a una armonía amistosa entre nosotros y la realidad, se debe a la esperanza inextingible. Esta mantiene disconforme al hombre, hasta que llegue el gran cumplimiento de todas las promesas de Dios. Le mantiene in statu viatoris, en aquella abertura al mundo que, por estar abierta por la promesa de Dios en la resurrección de Cristo, no puede ser abolida por ninguna otra cosa más que por el cumplimiento precisamente de ese Dios. Está esperanza transforma a la comunidad cristiana en una constante inquietud dentro de aquellas sociedades humanas que quisieran estabilizarse, convirtiéndose en la "ciudad permanente". Transforma a la comunidad cristiana en fuente de impulsos siempre nuevos que incitan a realizar aquí el derecho, la libertad y la humanidad, a la luz del futuro anunciado que debe venir. Esta comunidad cristiana está obligada a la "responsabilidad de la esperanza" que hay en ella (1 Pe 3, 15). Es acusada "a causa de la esperanza y la resurrección de los muertos" (Hech 23, 6). Siempre que esto ocurre, la cristiandad accede a su verdad y se convierte en testigo del futuro de Cristo.

 

3. El pecado de la desesperación

Así, pues, si la fe, para poder vivir, tiene que estar remitida a la esperanza, el pecado de la incredulidad se funda entonces, evidentemente, en la falta de esperanza. Es verdad que de ordinario se afirma que el pecado consiste, en su origen, en que el hombre quiere ser como Dios. Pero esto representa tan sólo una cara del pecado. La otra cara de tal arrogancia es la falta de esperanza, la resignación, la pereza, la tristeza. De ella brotan la tristesse y la frustración, que impregnan todo lo viviente con los gérmenes de una dulce putrefacción. El Apocalipsis de Juan 21, 8, menciona, entre los pecadores cuyo futuro es la muerte eterna, a los "cobardes" antes que a los incrédulos, que a los impíos, que a los asesinos y que a otros. Para la carta a los hebreos, la apostasía de la esperanza viva, en cuanto constituye desobediencia a la promesa en medio de la tribulación, en cuanto significa quedar alejado del pueblo peregrino de Dios, es el pecado que amenaza en su camino al que espera. La tentación no consiste tanto en querer ser, titánicamente, como Dios, sino en la debilidad, en el desaliento, en el cansancio de no querer ser aquello que Dios nos propone.

Dios ha elevado al hombre y le ha otorgado un horizonte despejado hacia lo libre, hacia lo abierto, pero el hombre queda rezagado, el hombre falla. Dios promete una nueva creación de todas las cosas en justicia y en paz, pero el hombre actúa como si todo permaneciese en lo antiguo. Dios juzga al hombre digno de sus promesas, pero éste no se atreve a aquello que se le propone. Este es el pecado que más hondamente amenaza al creyente. No el mal que hace, sino el bien que deja de hacer; no sus delitos, sino sus omisiones son las que le acusan. Le acusan de falta de esperanza. Pues los llamados pecados de omisión se fundan siempre en la falta de esperanza y en la pusilanimidad. "No es tanto el pecado, cuanto la desesperación la que nos arroja en la condenación", dijo Juan Crisóstomo. Por ello la edad media consideraba la acedía o tristitia como uno de los pecados contra el Espíritu Santo, que llevan a la muerte.

En su libro titulado Sobre la esperanza (1949), Joseph Pieper ha mostrado muy bellamente cómo esta falta de esperanza puede adoptar dos formas: puede ser presunción (praesumptio), y puede ser desesperación (desperatio). Ambas son formas del pecado contra la esperanza. La presunción es una anticipación inoportuna, arbitraria, del cumplimiento de lo que esperamos de Dios. La desesperación es la anticipación inoportuna, arbitraria, del no cumplimiento de lo que esperamos de Dios. Ambas formas de falta de esperanza, basadas en el cumplimiento anticipado o en el abandono de la esperanza, eliminan el carácter itinerante de ésta. Se rebelan contra la paciencia de la esperanza, que confía en el Dios de la promesa. Quieren, impacientes, el cumplimiento "ya ahora", o no quieren "en absoluto" esperanza. "Tanto en la desesperación como en la presunción se petrifica y congela lo verdaderamente humano, eso que únicamente la esperanza consigue mantener en una movilidad fluida" (p. 691).

De esta manera también la desesperación presupone la esperanza. "Aquello que no anhelamos no puede ser objeto ni de nuestra esperanza ni de nuestra desesperación" (Agustín).

El dolor de la desesperación consiste sin duda en que existe una esperanza, pero no aparece ningún camino que lleve hacia su cumplimiento. Y así la esperanza, excitada, se vuelve contra el que espera y le devora. "Vivir significa enterrar esperanza", se dice en una novela de Fontane, en la cual lo que se describe son las "esperanzas muertas". Piérdense la fe y la confianza en las esperanzas. Por ello la desesperación quisiera evitarle al alma los desengaños. "Esperar y aguardar vuelven locos a muchos". Por ello se intenta permanecer en el terreno de la realidad, "pensar con lucidez y no esperar ya" (A. Camus). Sin embargo, con este llamado realismo se cae en la peor de todas las utopías: la utopía del status quo, como lo denominó R. Musil.

El desesperar de la esperanza no necesita siquiera presentar un semblante desesperado. Puede ser también la simple y silenciosa ausencia de sentido, de perspectiva, de futuro y de objetivos. Puede mostrar el aspecto de la renuncia sonriente: Bonjour tristesse. Lo que queda es una cierta sonrisa de aquéllos que han repasado sus posibilidades y no han encontrado en ellas nada que pudiera proporcionar motivo de esperanza. Lo que queda es un taedium vitae, una vida que se acompaña a sí misma ya tan sólo un poco. Seguramente no existe ningún otro comportamiento cuya existencia pueda señalarse de un modo tan general entre los productos de descomposición de una cristiandad no-escatológica, aburguesada y, consecuentemente, de un mundo que ya no es cristiano, como la acedia, la tristesse, el cultivo y la frívola manipulación de la esperanza muerta. Mas cuando la esperanza no se transforma en fuente de posibilidades nuevas, desconocidas, entonces el juego intrascendente e irónico con las posibilidades que se tienen desemboca en el aburrimiento o en evasiones al absurdo.

A comienzos del siglo XIX encontramos en muchos lugares, en el idealismo alemán, la figura de la presunción. Para Goethe, Schiller, Ranke, Karl Marx y otros muchos, Prometeo convirtióse en el santo de la edad moderna. Prometeo, que robó el fuego a los dioses, era contrapuesto a la figura del obediente siervo de Dios. También Cristo podía ser transformado en una figura prometeica. Con esto iba unido, de múltiples modos, un quiliasmo filosófico, revolucionario, que se disponía a construir por fin aquel reino de la libertad y de la dignidad humana que en vano se había esperado del Dios de aquel siervo divino.

A mediados del siglo xx encontramos, en la literatura existencialista, la otra figura de la apostasía de la esperanza. Por esto el santo Prometeo se ha transformado en la figura de Sísifo, el cual conoce, sin duda, el camino, la lucha y la decisión, y también la paciencia del trabajo, pero carece de un horizonte de cumplimiento. Aquí el obediente siervo de Dios puede ser transformado en la figura del fracasado sincero. No hay ya ni esperanza ni Dios. Tan sólo resta aquel "pensar con lucidez y no esperar", y el amor y la solidaridad sincera con el hombre, como en Jesucristo. ¡Como si el pensamiento adquiriese lucidez sin la esperanza! ¡Como si hubiese amor sin esperanza para lo amado!

Ni en la presunción ni en la desesperación, sino sólo en la esperanza perseverante y cierta, reside la fuerza de la renovación de la vida. La presunción y la desesperación comen de esa esperanza y beben a cuenta de ella. "Pero el que no espera lo inesperado, no lo encontrará", dice una sentencia de Heráclito. "El uniforme del día es la paciencia, y la condecoración es la pobre estrella de la esperanza puesta sobre sus corazones" (I. Bachmann).

Sólo la esperanza merece ser calificada de "realista", pues sólo ella toma en serio las posibilidades que atraviesan todo lo real. La esperanza no toma las cosas exactamente tal como se encuentran ahí, sino tal como caminan, tal como se mueven y pueden modificarse en sus posibilidades. Las esperanzas terrenas tienen sentido tan sólo mientras el mundo y los hombres que viven en él se encuentran en un estado inacabado, en un estado de fragmento y experimentación. Ellas anticipan lo posible de la realidad histórica y móvil, y son las que, con su intervención, deciden los procesos históricos. Por ello, las esperanzas y las anticipaciones del futuro no son una aureola resplandeciente colocada sobre una existencia que se ha vuelto gris, sino que son percepciones realistas del horizonte de lo real posible, que ponen todo en movimiento y lo mantienen en variabilidad.

Ni la esperanza ni el modo de pensar que a ella corresponde pueden aceptar, por tanto, la acusación de que son utópicos, pues no se extienden hacia lo que no tiene "ningún lugar", sino hacia lo que "todavía" no lo tiene, pero puede llegar a tenerlo. Es ese realismo de los hechos desnudos, de los datos y las reglas ciertos y decididos, es ese aferrarse —por desesperación de sus posibilidades— a la realidad que está así, el que debe merecer mucho más, por el contrario, el reproche de utópico, pues para él no tiene: "ningún lugar" lo posible, lo nuevo futuro, ni, por tanto, la historicidad de la realidad. De este modo la desesperación que imagina estar al final, aparece como ilusoria, pues nada está ya al final, sino que todo se encuentra aún lleno de posibilidades. Y así, también el realismo positivista demuestra ser ilusorio, en tanto el mundo no sea un fixum de hechos, sino una encrucijada de procesos; en tanto el mundo no se mueva sólo conforme a leyes, sino que también ésta sean extraordinariamente móviles; en tanto lo necesario de mundo sea lo posible, pero no lo invariable.

También los enunciados de esperanza de la escatología cristiana deben triunfar sobre la petrificada utopía del realismo, si quieren mantener viva la fe y conducir la obediencia en el amor al camino que lleva hacia la realidad terrens corporal, social. Para ellos el mundo está lleno de todo lo posible, es decir de todas las posibilidades del Dios de la esperanza. Esta ve la realidad y los hombres puestos en manos de aquél que, desde el final, dice a la historia: "Mira, hago todo nuevo", y de esa palabra escuchada de promessa de la libertad para renovar la vida de aquí abajo y par transformar la figura de este mundo.

 

4. ¿Arrebata engañosamente la esperanza al hombre la felicidad del presente?

La acusación más dura contra una teología de la esperanza no proviene de la presunción o de la desesperación (pues estas dos actitudes básicas del existir humano presuponen esperanza), sino que surge de la religión de la humilde conformidad con el presente. ¿No es el hombre alguien que sólo en el presente es un existente, un ser real, un ser sincrónico consigo mismo, un ser conforme y seguro? El recuerdo le encadena al pasado, que ya no existe. La esperanza le proyecta al futuro, que todavía no es. El hombre recuerda haber vivido, pero no vive. Recuerda haber amado, pero no ama. Recuerda los pensamientos de otros, pero él no piensa. Algo semejante parece ocurrirle con la esperanza. Espera vivir, pero no vive. Aguarda llegar a ser feliz algún día, y esa esperanza le hace pasar al margen de la felicidad del presente. Nunca, ni en el recuerdo ni en la esperanza, está el hombre recogido del todo en sí mismo, íntegramente en su presente. Siempre va a la zaga del presente o se adelanta a él. Recuerdos y esperanzas parecen arrebatarle la felicidad de estar íntegramente en el presente. Le roban su presente y le arrebatan hacia tiempos que ya no existen o que todavía no son. Le entregan a lo que no existe y le abandonan a lo vano. Pues los tiempos le introducen en la corriente de lo pasajero, cuya resaca es la nada.

Pascal se lamentaba de este engaño de la esperanza: "Nunca nos limitamos al presente. Anticipamos el futuro, como si viniera demasiado lento, como si quisiéramos acelerar su marcha; recordamos el pasado como para retenerlo, pues desaparece tan pronto: es locura andar a la deriva en tiempos que no son nuestros, y olvidar el único tiempo que nos pertenece; y es frivolidad reflexionar sobre tiempos que no existen, y perder el único que está ahí. Apenas pensamos en el presente, y si lo hacemos, es tan sólo para encender en él la luz de que queremos disponer en el futuro. Nunca es el presente meta; el pasado y el presente son medios, únicamente el futuro es nuestra meta. Y así no vivimos nunca, sino que esperamos vivir, y disponiéndonos siempre a ser felices, es inevitable que no lo seamos jamás" (Pensamientos, n. 172).

La protesta contra la esperanza cristiana y contra la trascendencia de la conciencia forjada por ella se ha aferrado siempre al derecho del presente, al bien siempre cercanía y a la verdad eterna que hay en cada instante. ¿No es e "presente" el único tiempo en que el hombre existe íntegramente, el único tiempo que le pertenece y al que él pertenece del todo? ¿No es el "presente" tiempo y, a la vez más que tiempo en el sentido de llegar y pasar, es decir ni es un nunc stans y, en esa medida, también un nunc aeternum? Sólo del presente se puede afirmar que "es", y solí el ser actual es persistencia en presencia. Si somos total mente presentes —tota simul—, entonces estamos sustraídos, en medio del tiempo, al tiempo pasajero y aniquilador.

Así pudo decir también Goethe: "Conformémonos con todo eso que pasa; si lo eterno solo nos es presente en cada instante, no suframos por la fugacidad del tiempo".

Goethe había encontrado este presente eternamente quieto en la "naturaleza", pues entendía por "naturaleza la physis integrada por sí misma: "Todo existe siempre en la naturaleza. Ella no conoce pasado ni futuro. El presente es su eternidad". ¿No debería, en consecuencia, llegar el hombre a ser presente, lo mismo que ella?

"¿Por qué perderse en el vacío?

Mira, el bien está tan próximo.

Aprende sólo a atrapar la felicidad,

pues está siempre ahí".

Y así, decía el joven Hegel, el genuino presente no es otra cosa que la eternidad, que es inmanente al tiempo, lo que importa es reconocer, en la apariencia de lo temporal y pasajero, la sustancia, que es inmanente, y lo eterno, que está presente. De igual modo, Nietzsche intentaba liberarse del peso y del engaño de la esperanza cristiana buscando en el presente "el sí eterno del ser", y encontrando en la "fidelidad a la tierra" el amor a la eternidad. El ad-esse del ser mismo al tiempo es siempre sólo el presente, el instante, el Kairós, el ahora. Es como el mediodía, cuando el sol está en lo alto y nada arroja ya sombra ni está en la sombra.

Sin embargo, lo que la esperanza cristiana parece arrebatar no es sólo la felicidad del presente, sino que es algo más: el Dios del presente, el Dios eterno-presente; no es sólo el ser actual del hombre, sino, todavía más, el presente eterno del ser. Allí donde la esperanza no permite al hombre encontrar ningún presente, no es engañado sólo el hombre, sino que lo es el mismo Dios. Ahora es cuando alcanza su máxima grandeza la acusación del "presente" contra la esperanza de futuro. No se trata sólo de la repulsa de la vida contra el tormento de la esperanza que se le impone; se trata además del reproche del ateísmo en nombre de aquel Dios cuyo atributo esencial es el numen praesentiae. Pero ¿en nombre de qué Dios se levanta el "presente" contra la esperanza de lo que todavía no existe?

En el fondo se trata siempre, una y otra vez, del Dios de Parménides, del que se dice en el fragmento 8 (Diels): "El ser uno no ha sido nunca, ni será jamás, pues es ahora todo a la vez". Este "ser" no es "siempre", como ya decían Homero y Hesíodo, sino que "es" y es "ahora". No posee ninguna dilatación en los tiempos; su verdad está en el "ahora", su eternidad es el presente, "es" todo a la vez (tota símul). Los tiempos en que la vida nace y muere, se desvanecen ante la epifanía del presente eterno del ser, pasando a ser meros fenómenos en que ruedan confusos el ser y el no ser, el día y la noche, el permanecer y el pasar. Pero en la visión del presente eterno "el nacimiento queda extinguido y la destrucción es ignorada". En el presente del ser, en el hoy eterno, el hombre se torna inmortal, invulnerable e intocable (G. Picht). Si, como nos dice Plutarco, en la entrada del templo de Apolo en Delfo el nombre de Dios se expresaba con la palabra ei, este vocablo podría significar también, en el sentido del presente eterno, "tú eres". En la cercanía y la presencia eternas de Dios se llega a conocer al ser humano y a gozarse en él.

El Dios de Parménides es "pensable" porque es el ser eterno, uno y pleno. En cambio, lo que no es, lo pasado y el futuro, no son "pensables". En la contemplación de la presente eternidad de este Dios, se tornan impensables —pues no "son"— lo que no es, el movimiento y el cambio, la historia y el futuro. La contemplación de este Dios no permite una experiencia inteligente de la historia, sino sólo la negación de ésta. El logos de este ser libera y exonera, por el presente eterno, del poder de la historia.

En la lucha contra el presunto fraude de la esperanza cristiana, el concepto de Dios de Parménides penetró profundamente en la teología cristiana. Cuando Kierkegaard en el famoso capítulo tercero de El concepto de la angustia disocia la prometida "plenitud de los tiempos" del horizonte de expectación propio de la promesa y de la historia, y denomina a la "plenitud de los tiempos" el "instante" —en cuanto éste es lo eterno—, nos encontramos aquí más bien, bajo la influencia del pensamiento griego que bajo la idea del conocimiento cristiano de Dios. Es cierto que Kierkegaard modifica la concepción griega de la temporalidad median la visión cristiana de la condición pecadora radical, y eleva a la categoría de paradoja la diferencia griega entre logos y doxa. Pero ¿hay aquí realmente algo más que una modificación de la "epifanía del presente eterno"? "Lo presente no es un concepto del tiempo. Lo eterno, cuanto lo presente, es la abolida sucesión del tiempo. El instante designa a lo presente como un presente que no tiene ningún pasado y ningún futuro. El instante es un átomo la eternidad. Es el primer reflejo de la eternidad en el tiempo; es, por así decirlo, su primer ensayo de detener tiempo".

Resulta comprensible que entonces haya que describir también al creyente en paralelismo con el contemplativo, en el sentido de Parménides y de Platón. Es sincrónico consigo mismo y está unificado consigo mismo en grado sumo. "Y el que, con ayuda de lo eterno, podamos ser hoy totalmente sincrónicos con nosotros mismos, eso constituye el beneficio de la eternidad. El creyente vuelve la espalda, por así decirlo, a lo eterno, para poseerlo totalmente cabe sí en el día de hoy. El cristiano cree, y así está libre del día de mañana".

De modo semejante se expresa Ferdinand Ebner, cuyo pensamiento personalista y cuya pneumatología del lenguaje han influido sobre la nueva teología: "La vida eterna es, por así decirlo, la vida en presente absoluto, y es de hecho la vida del hombre en su conciencia del presente de Dios"

Pues la esencia de Dios consiste en ser absoluto presente de espíritu. Por ello el "presente" del hombre no es otra cosa que el presente de Dios. El hombre sale del tiempo y vive en el presente. Y así vive "en Dios". Fe y amor son, por ello, actos intemporales, que nos sustraen al tiempo, porque nos hacen totalmente "presentes".

La fe cristiana significa entonces adherirse a la cercanía de Dios en que Jesús vivió y actuó, pues vivir en el hoy intrascendente y cotidiano es, en efecto, vivir en tiempo pleno, y vivir en la proximidad a Dios. Aprehender el instante que nunca vuelve, estar unificado totalmente consigo mismo, estar íntegramente en sí y en la cosa, esto es lo que significa "Dios". Los conceptos de Dios que son excogitados en su lejanía y en su ausencia, desaparecen en su proximidad, de tal manera que ser totalmente presente significa que "Dios" acontece, pues el "acontecer" del presente íntegro es el acontecer de Dios.

Esta mística óntica del presente vivido presupone una inmediatez a Dios que no es posible atribuir a la fe que cree a Dios en virtud de Cristo sin que desaparezcan la mediación y la reconciliación históricas de Dios con el hombre en el acontecimiento de Cristo y, con ello, también la percepción de la historia en la categoría de la esperanza. Este no es el "Dios de la esperanza", pues éste se halla presente en la medida en que promete su futuro y también el futuro del hombre y del mundo, y en la medida en que envía a los hombres a la historia que todavía no es. El Dios del éxodo y de la resurrección no "es" presente eterno, sino que promete su presencia y su cercanía a aquél que siga su envío al futuro. JHWH como nombre del Dios que ante todo promete su presente y su reino, y que coloca al hombre en expectación del futuro, es un Dios cuyo "carácter constitutivo es el futuro", un Dios de la promesa y de la salida del presente hacia el futuro, un Dios de cuya libertad dimana lo venidero y lo nuevo. Su nombre no es una cifra para expresar el "presente eterno"; tampoco se lo puede traducido por el ei, el "tú eres". Su nombre es un nombre de común, nombre de promesa, un nombre que abre un futuro nuevo, y cuya verdad es experimentada en historia, en la medida en que su promesa manifiesta el horizonte de futuro propio de ella. Por esto es, como dice Pablo, el Dios que resucita a los muertos y hace ser a lo que no es (Rom 17). Este Dios está presente allí donde se aguardan sus promesas en esperanza y cambio. Merced al Dios que hace a lo que no es, también lo que todavía no existe, lo futuro se torna "pensable", porque se vuelve esperable.

El "ahora" y el "hoy" del nuevo testamento son diferentes del "ahora" del presente eterno del ser en Parménides, pues son un "ahora" y un "de repente" en los que fulge y aparece lo nuevo del futuro prometido. Sólo en este sentido se le puede calificar de hoy "escatológico". La "parusía" era para los griegos la suma del presente de Dios, la suma del presente del ser. En el nuevo testamento, en cambio, la parusía de Cristo es aprehendida sólo con categoría de expectación; por ello no se refiere a la praesentia Chisti sino al adventus Christi; la parusía no es el presente eterno de Cristo, un presente que detiene el tiempo, sino que es su "futuro", como dicen los himnos de adviento, un futuro que inaugura la vida en el tiempo, pues la vida en el tiempo es esperanza. El creyente no es colocado en el mediodía, sino en la aurora de un nuevo día, en la que combaten entre sí el día y la noche, lo que pasa y lo que viene. Por eso el creyente no vive al día, sino por encima de él, en la expectación de las cosas que habrán de llegar, según las promesas del creator ex nihilo y del resucitador de los muertos. Este presente de la venidera parusía de Dios y de Cristo en las promesas del evangelio del crucificado no nos saca del tiempo, y tampoco detiene el tiempo, sino que inaugura tiempo y mueve historia, pues no consiste en un amortiguar el sufrimiento por lo que no es, sino en una recepción y aceptación —en recuerdo y esperanza— de lo que no existe.

¿Puede haber entonces un "sí eterno del ser" sin un sí dado a aquello que ya no existe y a aquello que todavía no es? ¿Puede haber armonía y sincronismo del hombre en el hoy, sin reconciliación, mediante la esperanza, con lo asincrónico y lo disarmónico? El amor no nos aparta del dolor del tiempo, sino que toma sobre sí el dolor de lo temporal. La esperanza prepara para llevar la "cruz del presente". Puede retener lo muerto y esperar lo inesperado. Puede afirmar el movimiento y querer la historia. Pues su Dios no es el Dios que "nunca fue y nunca será, porque es ahora todo a la vez", sino que Dios es el que "resucita a los muertos y hace ser a lo que no es". El hechizo del dogma de la desesperanza: ex nihilo nihil fit, queda roto allí donde se reconoce como Dios a aquél que resucita a los muertos. Allí donde, en la fe y en la esperanza, se comienza a vivir orientado hacia estas posibilidades y promesas de Dios, se abre la plenitud integral de la vida como vida histórica y, por ello, como vida que debemos amar. Sólo en el horizonte de este Dios resulta posible un amor que sea algo más que philia, algo más que amor a lo existente y a lo idéntico, un amor que es ágape, amor a lo no existente, amor a lo desigual, indigno, fútil, a lo perdido, pasajero y muerto; un amor que puede tomar sobre sí el elemento aniquilador del dolor y del extrañamiento, porque recibe su fuerza de la esperanza en la creatio ex nihilo. Este amor no aparta su vista de lo no existente, para decir que no es, sino que él mismo se convierte en el poder mágico que lo hace ser. En su esperanza, el amor mide las abiertas posibilidades de la historia. En el amor, la esperanza introduce todo en las promesas de Dios.

¿Arrebata engañosamente esta esperanza al hombre la felicidad del presente? ¡Cómo podría hacer tal cosa, si ella misma es la felicidad del presente! Llama bienaventurados a los pobres, se hace cargo de los miserables y oprimidos, de los humillados y ofendidos, de los hambrientos y moribundos, porque reconoce la parusía del reino para ellos. La expectación hace buena la vida, pues en ella el hombre puede aceptar todo su presente y puede encontrar alegría no sólo en la alegría, sino también en el sufrimiento, puede encontrar felicidad no sólo en la felicidad, sino también en el dolor. De esta manera la esperanza atraviesa la felicidad y el dolor, pues puede vislumbrar en las promesas de Dios un futuro también para lo pasajero, para lo moribundo y para lo muerto. Por ello habrá que decir que vivir sin esperanza es como no vivir ya. El infierno es carencia de esperanza, y no en vano a la puerta del infierno de Dante está escrito: "Los que entren aquí, abandonen toda esperanza".

Un sí dado al presente que no pueda ni quiera ver la muerte de éste es una ilusión y una escapatoria, que no encuentra apoyo alguno ni siquiera en la eternidad. La esperanza puesta en el creator ex nihilo se convierte en la felicidad del presente, cuando, en el amor, se vuelve fiel a todo y no abandona nada a la nada, sino que muestra a todo aquella apertura para lo posible, en lo cual ese todo puede vivir y vivirá; En la presunción y en la desesperación esto queda paralizado; y en el sueño del presente eterno, queda perdido.

 

5. Esperar y pensar

Ahora bien, podría ocurrir que todo lo dicho hasta aquí sobre la esperanza fuera sólo un elogio exagerado a un buen sentimiento del corazón. Podría la escatología cristiana recuperar su papel predominante en el conjunto de la teología, y seguiría siendo, sin embargo, un theologumenon estéril si no se lograse extraer de ella las consecuencias precisas para un pensar y un actuar nuevos en el trato con las cosas y con la circunstancia de este mundo. Mientras la esperanza no influya sobre el pensar y el obrar del hombre, transformándolos, permanece como invertida y sin eficacia. Por ello la escatología cristiana tiene que intentar llevar esperanza al pensar profano, y llevar pensar a la esperanza de la fe.

En la edad media Anselmo de Canterbury formuló para la teología este principio que desde entonces sigue siendo determinante: fides quaerens intellectum - credo ut intelligam. Este principio vale también para la escatología, y pudiera ocurrir que, para la teología cristiana de hoy, tuviese una importancia decisiva el prolongar aquel principio del modo siguiente: spes quaerens intellectum - spero ut intelligam. Si es la esperanza la que mantiene, sostiene e impulsa hacia adelante a la fe, si es la esperanza la que introduce al creyente en la vida del amor, entonces será también ella la que moviliza e impulsa el pensar de la fe, el conocimiento y la reflexión de ésta sobre el ser humano, sobre la historia y la sociedad. Por ello todo el conocimiento de fe, en cuanto conocimiento anticipador, fragmentario, que preludia el futuro prometido, estará sustentado por la esperanza. Y por ello, a la inversa, la esperanza abierta por la fe en la promesa de Dios se convertirá en el litigante del pensar, se convertirá en el resorte, en la inquietud y el tormento del pensar. La esperanza, ampliada cada vez más por la promesa de Dios, es la que pone de manifiesto la orientación escatológica y la provisionalidad escatológica de todo pensamiento en la historia. Si la esperanza introduce a la fe en el pensamiento y en la vida, entonces esa esperanza no puede, en cuanto esperanza escatológica, seguir distanciándose de las esperanzas pequeñas, orientadas a metas conquistables y a cambios visibles en la vida humana, relegando tales esperanzas a un reino distinto y considerando que su propio futuro es sobrenatural y de una naturaleza puramente espiritual.

La esperanza cristiana se dirige a un novum ultimum, a la nueva creación de todas las cosas por el Dios de la resurrección de Cristo. Abre con ello un amplísimo horizonte de futuro, que abarca también la muerte, un horizonte en el cual puede y debe integrar también, suscitándolas, relativizándolas y orientándolas, las esperanzas limitadas puestas en la renovación de la vida. Destruirá la presunción que hay en estas esperanzas de una mejor libertad del hombre, de una vida lograda, del derecho y la dignidad de los prójimos, del dominio de las posibilidades de la naturaleza, pues no encuentra, en esos movimientos, la salvación aguardada por ella, y no se deja reconciliar con la existencia en virtud de esa utopía y de su realización. Dejará atrás, pues, en virtud de sus "esperanzas mejores" (Heb 8, 6), esas visiones futuristas de un mundo mejor, más humano, más pacífico, pues sabe que, entretanto, nada es todavía "muy bueno", de igual modo que no todo se hace "nuevo". Pero no intentará destruir, en nombre de una "desesperación resignada", la presunción existente en esos movimientos de esperanza, pues en tales presunciones se esconde todavía más esperanza verdadera, y también más verdad, que en el realismo escéptico. Contra la presunción, de nada sirve la desesperación, que dice: todo sigue igual que antes; lo único que vale es la esperanza perseverante, restauradora, que se articula en el pensar y en el obrar. Ni el realismo, ni menos el cinismo, fueron nunca buenos aliados de la fe cristiana.

Pero si la esperanza cristiana destruye la presunción existente en los movimientos de futuro, lo hace no por razón de estos mismos, sino para destruir los gérmenes de resignación que hay en esas esperanzas, gérmenes que aparecen, lo más tarde, en el terrorismo ideológico de las utopías, con las cuales la esperada reconciliación con la existencia se convierte en una reconciliación lograda a la fuerza. Pero con ello los movimientos que propugnan el cambio histórico caen en el horizonte del novum ultimum de la esperanza. Tales movimientos son asumidos y proseguidos por la esperanza cristiana. Se convierten en movimientos precursores y, por lo mismo, también provisionales. Sus metas pierden su rigidez utópica, convirtiéndose en metas provisionales, penúltimas y, por ello, móviles. Para combatir tales bandazos en la historia de la humanidad, la esperanza cristiana no puede aferrarse a lo pasado y a lo dado, aliándose con la utopía del status quo. Antes bien, está llamada y autorizada a transformar creadoramente la realidad, pues tiene esperanza para la realidad entera. Finalmente, la esperanza de la fe se convertirá en la fuente inagotable de la fantasía creadora e inventiva del amor. Provoca y produce constantemente un pensar anticipador del amor al hombre y a la tierra, para configurar las nacientes posibilidades a la luz del futuro prometido, para crear aquí, en lo posible, lo mejor posible, pues lo prometido se encuentra en posibilidad. Así, pues, suscitará constantemente la "pasión por lo posible", la capacidad inventiva y la elasticidad en el cambiarse a sí mismo, en el salir de lo antiguo e instalarse en lo nuevo. En este sentido la esperanza cristiana ha tenido siempre una actuación revolucionaria dentro de la historia intelectual de las sociedades afectadas por ella. Con frecuencia, sin embargo, no era dentro de la cristiandad oficial donde sus impulsos actuaban, sino en la cristiandad exaltada y fanática. Esto produjo daños a ambas.

Mas ¿cómo puede la esperanza escatológica estimular el conocimiento y la reflexión acerca de la realidad? Sobre esto tuvo Lutero en una ocasión una iluminación súbita, la cual, sin embargo, no fue llevada a la práctica ni por él ni tampoco por la filosofía protestante. En 1516, a propósito de la "espera de las criaturas", de que habla Pablo en Rom 8, 19, escribe lo siguiente: "El apóstol filosofa y piensa sobre las cosas de modo diferente a como lo hacen los filósofos y metafísicos. Pues los filósofos dirigen su mirada al presente de las cosas y reflexionan sólo sobre las propiedades y esencias. Pero el apóstol aparta nuestros ojos de la visión del presente de las cosas, de su esencia y propiedades, y los dirige a su futuro. No habla de la esencia o del obrar de las criaturas, de actio, passio o movimiento, sino que habla, con un nuevo y extraño vocablo teológico, de la expectatio creaturae".

Dentro de nuestro tema resulta importante el que, basándose en la "expectación de las criaturas" y en su espera, entendidas teológicamente, Lutero postule un pensar nuevo y, por ello, un pensar expectativo sobre el mundo, que corresponda a la esperanza cristiana. Por ello, partiendo del horizonte prometido a toda criatura en la resurrección de Cristo, la teología deberá llegar a una reflexión propia y nueva sobre la historia de los hombres y de las cosas. En el campo del mundo, de la historia y de la realidad entera, la escatología cristiana no puede renunciar al intellectus fidei et spei. Resulta imposible un obrar creador basado en la fe, sin un nuevo pensar y proyectar desde la esperanza.

Para el conocimiento, la comprensión y la reflexión sobre la realidad, esto significa, cuando menos, que, en el ámbito de la esperanza, los conceptos teológicos no se convierten en juicios que fijan la realidad en aquello que existe, sino en anticipaciones que le ponen al descubierto a la realidad su horizonte y sus posibilidades futuras. Los conceptos teológicos no fijan la realidad, sino que son dilatados por la esperanza y anticipan el ser futuro. No van a la zaga de la realidad, ni tampoco la miran con los ojos nictálopes de la lechuza de Minerva, sino que la iluminan al mostrarle anticipadamente su futuro. Su conocimiento no se basa en la voluntad de dominar, sino en el amor al futuro. "Tantum cognoscitur quantum diligitur" (Agustín). Son, pues, conceptos que se ponen en movimiento y que suscitan movimientos y cambios prácticos.

Spes quaerens intellectum es el punto de arranque de la escatología; y donde ésta se logra, aquélla se convierte en docta spes.

 

 

1. Escatología y revelación

(Págs. 45-122)

 

1. Descubrimiento de la escatología e ineficacia de ese descubrimiento

El descubrimiento de la importancia central que la escatología tiene para el mensaje y la existencia de Jesús, y también para el cristianismo primitivo, descubrimiento que se inició a finales del siglo xix gracias a la obra de Johannes Weiss y de Albert Schweitzer, es, sin duda, uno de los acontecimientos más significativos», que han tenido lugar dentro de la moderna teología protestante. Produjo una sacudida y fue como un terremoto, no sólo en los fundamentos de la ciencia teológica, sino también en los fundamentos de la iglesia, de la piedad y de la fe en el marco de la cultura protestante del siglo XIX. Mucho antes de que las guerras mundiales y las revoluciones suscitasen en occidente la conciencia de crisis, teólogos como Enst Troeltsch tenían la impresión de que "todo se tambalea". El conocimiento del carácter escatológico del cristianismo primitivo hizo aparecer como una mentira la obvia y natural síntesis armónica de cristianismo y altura (Franz Overbeck). En este mundo, impregnado de seguridades religiosas y de evidencias en el pensar y el querer, Cristo aparecía como un extraño que traía un mensaje apocalíptico ajeno a ese mundo. A la vez nació el sentimiento de la extrañeza y de la perdición crítica de este mundo. "La marea sube - los diques se rompen", decía Martín Káhier. Tanto más sorprendente resulta el que lo "nuevo" que había en el descubrimiento de la dimensión escatológica de todo el mensaje cristiano, se concibiera sólo como "crisis" del cristianismo tradicional, establecido y vigente, como una crisis que había que estudiar, dominar y superar. Ninguno de los descubridores tomó verdaderamente en serio su descubrimiento. La llamada "escatología consecuente" nunca lo fue en realidad, y por ello ha tenido hasta hoy una vida fantasmal.

Ya los conceptos con que se intentaba aprehender lo peculiar del mensaje escatológico de Jesús revelan una inconmensurabilidad típica y casi imposible de salvar. En su innovador libro de 1892 Díe Predígí Jesu vom Reiche Gottes (La predicación de Jesús sobre el reino de Dios), Johannes Weiss expresó sus ideas con las siguientes palabras: "Tal como lo concibe Jesús, el reino de Dios (es) una entidad sencillamente sobreterrenal, que se contrapone a este mundo de una forma excluyente... La utilización ético-religiosa de esta concepción en la teología moderna, la cual la ha despojado completamente de su primitivo sentido escatológico-apocalíptico (es) injustificada. Sólo en apariencia se procede al modo de la Biblia, pues se utiliza la expresión en un sentido diferente de aquél en que la utilizaba Jesús" [1].

Este párrafo constituye una aguda antítesis respecto a la imagen que de Jesús tenía su suegro Albrecht Ritschl. ¿Pero lo "sobrenatural" es ya lo "escatológico"? Aquí Jesús no aparece ya como el maestro de moral del sermón de la montaña, sino que, con su mensaje escatológico, se convierte en un visionario apocalíptico. "No tiene nada en común con este mundo, se encuentra ya con un pie en el mundo futuro" [2]. Y así, Johannes Weiss retornó pronto de su asalto a la tierra de nadie de la escatología y volvió a la imagen liberal de Jesús.

Lo mismo le ocurrió a Albert Schweitzer. La grandeza de su obra consistió en que tomó en serio la heterogeneidad de Jesús y de su mensaje con respecto a todas las imágenes de Jesús propias del liberalismo del siglo XIX. "Con la escatología resulta imposible introducir ideas modernas en Jesús y recibirlas luego en feudo de él, a través de la teología del nuevo testamento, tal como lo hacía todavía, con toda naturalidad, Ritschl [3].

Pero lo terrible de la obra de Schweitzer es que, por otro lado, le faltaba todo sentido, tanto teológico como filosófico, para la escatología. Las consecuencias que sacó de su descubrimiento del carácter apocalíptico de Jesús tendían a superar y a aniquilar definitivamente el escatologismo, considerado como algo ilusorio. La filosofía de la vida y de la cultura está guiada por el intento de superar aquella molesta impresión que Schweitzer describía así en la primera edición de su Historia de la investigación de la vida de Jesús: "Calma en torno. De repente aparece el bautista y grita: haced penitencia. El reino de Dios está cerca. Poco después Jesús, que sabe que es el hijo del hombre que ha de venir, toca los radios de la rueda del mundo, para que ésta se ponga en movimiento, dé la última vuelta y ponga fin a la historia natural del mundo. Como no se mueve, Jesús se cuelga de ella. Esta gira y le destroza. En lugar de traer la escatología, Jesús la aniquiló. La rueda del mundo sigue girando, y los pedazos del cadáver del único hombre inmensamente grande, que fue lo bastante poderoso para creerse el domido espiritual de la humanidad y para violentar la historia, continúan colgados allí. Esta es su victoria y su dominación [4].

La "rueda de la historia", la figura simbólica del eterno retorno de lo mismo, sustituye a la orientación escatológica rectilínea en la historia. La experiencia de los mil años de parusía no llegada hace hoy imposible la escatología.

Después de la primera guerra mundial los fundadores de la "teología dialéctica" situaron en el centro de su labor no sólo exegética, sino también dogmática, a la escatología, que había quedado reprimida idealísticamente del modo antes dicho y condenada a la ineficacia. Programáticamente lo expresa Karl Barth en la segunda edición de su obra Der Römerbrief (La carta a los romanos) (1922):

"El cristianismo que no sea totalmente y en su integridad escatología, no tiene nada en absoluto que ver con Cristo" [5].

Mas ¿qué significa aquí "escatología"? No es la historia, que transcurre silenciosa e inabarcable, la que coloca en una crisis la esperanza escatológica de futuro, como decía Albert Schweitzer, sino que, al revés, ahora es el eschaton que irrumpe trascendentalmente el que sitúa en su crisis última a toda historia del hombre. Pero con ello el eschaton se vuelve igual de próximo e igual de lejano a la eternidad trascendental, al sentido trascendental de todos los tiempos, a todos los tiempos de la historia. Bien se conciba trascendentalmente la eternidad, como hace Barth, y se hable de lo ahistórico, sobrehistórico o "protohistórico", o bien se entienda existencialmente el eschaton, como hace Bultmann, y se hable del "instante escatológico", o bien se lo conciba axiológicamente, como hace Paul Althaus, y se vea cómo "cada ola del mar del tiempo viene a estrellarse, por así decirlo, contra la playa de la eternidad", por todas partes ocurría en estos años que, precisamente al intentar superar la pía escatología de la historia de la salvación, o la secularizada escatología de la historia propia de los que creen en el progreso, se era víctima de una escatología trascendental, con la cual el descubrimiento de la escatología cristiana primitiva era más bien encubierto que desplegado.

Precisamente fue la versión trascendentalista de la escatología la que impidió que las dimensiones escatológicas pudieran triunfar en la dogmática. Por ello hay que decir que el resultado que queda de la "lucha escatológica de la actualidad" es, por lo pronto, este resultado tan insatisfactorio: existe, ciertamente, una escatología cristiana en el marco de una concepción histórico salvífica de la historia, para la cual la escatología concierne sencillamente a la historia final y conclusiva; existe también, sin duda, una escatología trascendental, para la cual el eschaton significa lo mismo que el "presente trascendental de lo eterno"; y existe asimismo una escatología interpretada al modo existencial, para la que el eschaton es el Kairós de la influencia del kerigma; a pesar de todo ello, la escatología cristiana no se encuentra todavía en modo alguno en situación de forzar y romper el marco categorial de esas formas de pensar. Ahora bien, ésta es la tarea apremiante del pensamiento teológico, si es que a aquel "descubrimiento" del mensaje escatológico del cristianismo primitivo hecho hace sesenta años, deben seguir una comprensión y unas consecuencias apropiadas para la teología y para la existencia de la iglesia.

Ocurre, sin embargo, que estas formas de pensar, en las cuales el lenguaje propio de la escatología se halla todavía hoy encubierto, son en su totalidad las formas de pensar del espíritu griego, que en el logos experimenta la epifanía del presente eterno de ser, encontrando ahí la verdad. Incluso cuando la edad moderna piensa al modo kantiano, en el fondo es ese concepto de verdad el que se propugna. Pero el lenguaje propio de la escatología cristiana no es el logos griego, sino la promesa, tal como la han forjado el lenguaje, la esperanza y las experiencias de Israel. Israel encontró la verdad de Dios no en el logos de la epifanía del presente eterno, sino en la palabra de la promesa, palabra que fundamenta una esperanza. Por ello la experiencia de la historia se hizo aquí de una manera completamente distinta y abierta. Y por ello, la escatología como ciencia no es posible en el sentido griego, y tampoco en el sentido de la ciencia empírica moderna, sino sólo como un saber de esperanza y, en esa misma medida, como un-saber acerca de lambistona de la historicidad de la verdad.

Estas diferencias entre el pensamiento griego y el cristiano-israelita, entre logos y promesa, entre epifanía y apocalipsis de la verdad, han sido puestas de manifiesto hoy en muchos terrenos y con diversos métodos. Sin embargo, tiene razón Georg Picht cuando dice: "La epifanía del presente eterno del ser continúa desfigurando todavía la revelación escatológica de Dios" [6].

Para llegar a una comprensión efectiva del mensaje escatológico se necesita, pues, alcanzar una comparación y una apertura para lo que significa "promesa" en el antiguo y en el nuevo testamento, y para comprender cómo, en un sentido más amplio, experimentan a Dios, a la verdad, a la historia y al ser humano un hablar, un pensar y un espera] que vienen definidos por la promesa. Se necesita, además prestar atención a las constantes polémicas que la fe di Israel fundada en la promesa mantuvo en todos los campo de la vida con las religiones de epifanía del mundo que 1 rodeaba, polémica en las cuales se puso de manifiesto s propia verdad. Estas polémicas impregnan también el nuevo testamento, sobre todo allí donde el cristianismo tropezó con el espíritu griego. Tales polémicas están encomendados también a la cristiandad de hoy, y no sólo en la exposición que la teología hace de sí misma en la edad moderna, sir igualmente en la reflexión sobre el mundo y en la experiencia de la historia.

La escatología cristiana, expresada con el lenguaje de la promesa, será entonces una llave esencial para liberar la verdad cristiana. Pues siempre ha sido la pérdida de la escatología —no sólo como apéndice de la dogmática, sino como el centro del pensamiento teológico en general— la condición de posibilidad de que la cristiandad se acomodase al mundo que la rodeaba y, con ello, de que la fe se abandonase a sí misma. De igual manera que, en el pensamiento teológico, la inserción del cristianismo en el espíritu griego oscureció el saber cuál era el Dios de quien se hablaba propiamente, así el cristianismo recogió, en su figura social, la herencia de la religión estatal antigua. Se instaló como "corona de la sociedad", y como su "centro salvador", perdiendo su energía inquietadora y crítica de esperanza escatológica. En lugar del éxodo de los campamentos seguros y de la ciudad permanente, de que habla la carta a los hebreos, apareció el introito solemne en la sociedad, con el que se glorificaba religiosamente al mundo. Estas consecuencias deben tenerse también en cuenta, si se pretende liberar la esperanza escatológica de las formas de pensar y de los modos de comportamiento de las síntesis tradicionales del occidente.

 

2. Promesa y revelación de Dios

Al asociar nosotros temáticamente "promesa" y "revelación de Dios", no pretendemos sólo preguntar por la mutua relación existente entre ambas, sino que queremos desarrollar una concepción de la "revelación de Dios" que es "escatológica" en la medida en que intenta poner de manifiesto el lenguaje de la promesa. Los conceptos revelados de la teología sistemática han sido forjados en su totalidad por la aceptación y por la polémica con la metafísica griega de las pruebas de la existencia de Dios. Por ello hoy "teología revelada" representa ante todo la antítesis a la denominada "teología natural". Pero, con ello, estos conceptos revelados se encuentran constantemente prisioneros del problema de la demostrabilidad o indemostrabilidad de la existencia de Dios. La teología revelada puede tener a su lado en este frente, como interlocutor, una teología negativa, una teología natural, y conquistarse a sí misma a partir del dogma de la indemostrabilidad de Dios. Pero un concepto revelado obtenido de ese modo corre el riesgo de perder todos los contenidos. Su reducción al problema del conocimiento de Dios hace surgir el formalismo, tan lamentado, de la teología revelada.

Ahora bien, justamente la moderna teología veterotestamentaria ha mostrado que las palabras y frases que en el antiguo testamento hablan del "revelar de Dios" se encuentran asociadas continuamente con enunciados que hablan de la "promesa de Dios". Dios se revela en el modo de la promesa y en la historia de la promesa. Desde aquí se le plantea a la teología sistemática la cuestión de si la idea de revelación de Dios que la guía no deberá estar dominada por la índole y la orientación de la promesa. Las investigaciones realizadas por la historia comparada de las religiones acerca de la peculiaridad especial de la fe israelita destacan hoy cada vez más la diferencia existente entre su "religión de promesa" y las religiones de epifanía de los dioses manifiestos, propios del mundo que rodeaba a Israel Estas religiones de epifanía son todas "religiones de revelación" a su manera. Cada lugar del mundo puede convertirse en la epifanía de lo divino y en el simbólico transparente de la divinidad. La diferencia esencial se da aquí, por ello, no entre los llamados dioses naturales y un Dios d' revelación, sino entre el Dios de la promesa y los dioses de epifanía. La diferencia no consiste, pues, en la afirmación de una "revelación" divina en general, sino en las diversas ideas y modos de hablar acerca del revelar y mostrarse de la divinidad.

El contexto en el que se habla de revelación tiene, dése luego, una importancia decisiva. Una cosa es pregunta' ¿dónde y cuándo lo divino, eterno, imperecedero y originario se epifaniza en lo humano, temporal y caduco?, y otra distinta es preguntar: ¿cuándo y dónde el Dios de la promesa revela su fidelidad y, en ella, se revela a sí mismo y revela su presente? En el primer caso se pregunta por el presente de lo eterno; en el segundo, por el futuro de lo prometido. Y si la promesa es decisiva para lo que se diga sobre el revelar de Dios, entonces toda concepción teológica de la revelación bíblica contiene implícitamente una concepción básica de escatología. Pero entonces la doctrina cristiana sobre la revelación de Dios no debe pertenecer explícitamente ni a la doctrina sobre Dios —en cuanto respuesta a las pruebas de Dios o a la demostración de su in-demostrabilidad—, ni tampoco a la antropología —en cuanto respuesta a la pregunta del hombre por Dios, planteada ya con el carácter interrogativo de las existencias humanas—. La doctrina de la revelación debe ser concebida escatológicamente, es decir dentro del horizonte de promesa y de expectación del futuro de la verdad [7]. La pregunta por la comprensión del mundo y del hombre a partir de Dios —tal era el propósito de las pruebas de la existencia divina— sólo puede obtener una respuesta cuando quede claro cuál es el Dios de quien se habla y cuál es el modo —es decir cuáles son las intenciones y las tendencias— como Dios se revela. Por ello tendremos que investigar algunos recientes conceptos sistemáticos acerca de la revelación, de un lado en lo referente a la manera de entender la escatología que los guía, y, de otro, en lo referente a su conexión inmanente con las pruebas tradicionales de la existencia de Dios.

El otro motivo para entender la revelación a partir de la promesa se deriva de la teología reformadora. Para los reformadores el correlato de la fe no es una noción de revelación, sino que ellos lo designan como promissio Dei: fides et promissio Dei sunt correlativa. La promesa es la que da vida a la fe, y por ello ésta es esencialmente esperanza, seguridad y confianza en el Dios que no mentirá, sino que será fiel a su palabra de promesa. Para los reformadores, evangelio es idéntico a promissio. Sólo en la ortodoxia protestante, bajo la presión del problema "razón y revelación", "naturaleza y gracia", se convirtió el problema de la revelación en el tema central de los prolegómenos de la dogmática. El problema de la revelación, en la forma como nosotros lo conocemos, apareció tan sólo cuando se emplearon en teología un concepto de razón y un concepto de naturaleza que no habían sido extraídos de una comprensión de la promesa, sino que fueron tomados de Aristóteles. Surgió aquel dualismo de razón y revelación que hizo que lo que la teología decía sobre la revelación de Dios fuese cada vez más irrelevante para el conocimiento y el trato del hombre con la realidad. De esta lamentable historia se deriva la tarea de no seguir contraponiendo antitéticamente los enunciados de la revelación de Dios a la idea que en cada caso tiene el hombre sobre el mundo y sobre sí mismo, sino el integrar precisamente esta idea del mundo y del hombre en el horizonte escatológico de la revelación como promesa de la verdad, y abrirla a este horizonte.

El formalismo del concepto moderno de revelación que tanto destaca en todas partes, se basa en el principio metódico, que parece totalmente obvio, de extraer el contenido teológico de "revelación" del vocablo "revelación".

"De manera totalmente general, nosotros entendemos por revelación el descubrimiento de lo encubierto, la manifestación de lo oculto (R. Buitmann) 8. En el Nuevo Testamento apokaluptein alude a la remoción de un velo; janeroun, a la aparición de lo oculto; dhloun, a la notificación de lo desconocido de otro modo; y gnwrizein, a la comunicación de lo de otro modo no accesible (O. Weber) [9]. Una puerta cerrada es abierta; un velo es retirado. En la oscuridad se hace luz; una pregunta encuentra su respuesta; un enigma, su solución (K. Barth) [10].

De esta aclaración general de la palabra se deduce luego, para Buitmann, la cuestión decisiva para él: la cuestión de si la revelación es la comunicación de un saber, o si es un acontecimiento que me lleva a una nueva situación de mí mismo [11]. En la medida en que todo hombre conoce su muerte, y ésta hace de su existencia una pregunta radical, el hombre puede saber también anticipadamente qué es la revelación y qué es la vida. La revelación de Dios se presenta como un acontecimiento que afecta a la existencia propia de cada uno y, con ello, aparece como respuesta a lo preguntado por esa pregunta que es la existencia humana. Barth, en cambio, especificó el empleo lingüístico general del vocablo "revelación", en su sentido cristiano, diciendo que aquí revelación es la revelación de sí mismo hecha por el creador de todo ente, por el Señor de todo ser, y que, por ello, es revelación trascendente de sí mismo hecha por Dios. Mientras Buitmann se esfuerza por destacar, frente al concepto supranaturalista de revelación propio de la ortodoxia, su carácter histórico de acontecimiento, lo que a Barth le importaba era la absoluta independencia de la revelación de sí mismo hecha por Dios, la total imposibilidad de fundamentarla, o derivarla, o compararla con nada. Así como Buitmann desarrolló su concepción de la revelación en el marco de una nueva demostración de Dios basada en la existencia humana, así el concepto de revelación de sí mismo por Dios, desarrollado por Barth, se encuentra en correspondencia con el argumento ontológico de Anselmo, tal como él lo interpretó en 1931, en su libro Fides quaerens intellectum.

Este libro sobre Anselmo contiene prolegómenos muy esenciales para la Dogmática eclesial. Pero esto significa que ambos autores luchan con determinadas tradiciones teológicas, y toman el concepto de revelación como punto de arranque para hablar de un modo nuevo de la revelación de Dios, sin que, por lo pronto, se pregunten a qué se refieren las palabras que en el antiguo y el nuevo testamento se utilizan para designar el revelar de Dios. El partir de la aclaración general del vocablo deja, por el momento, las expresiones empleadas para designar "revelar", en el mismo lugar donde están, es decir allí donde se encuentran en virtud de su origen, y esto quiere decir: allí donde se encuentran en las religiones de epifanía. Tanto más difícil resulta luego el ver, precisamente en la "revelación de Dios", lo nuevo-real del mensaje bíblico. Se presta muy poca atención al hecho de que, en las escrituras bíblicas, las expresiones que designan la "revelación" son arrancadas completamente de su originario contexto religioso, utilizándoselas en un significado heterogéneo. Este significado heterogéneo está determinado preponderantemente por el acontecimiento de la promesa.

 

3. Escatología trascendental

¿Cuál es la idea de escatología que se esconde, dirigiéndolo y dominándolo, en el concepto de "revelación de sí mismo por Dios", tal como lo encontramos en Barth, y en la idea de la revelación como "manifestación del auténtico sí-mismo" del hombre, tal como lo encontramos en Bultmann?

Veremos que, tanto en su forma teológica como en su forma antropológica, la idea de la revelación de sí mismo se halla formulada dentro del ámbito de influencia de una "escatología trascendental". Elijo la expresión "escatología trascendental", que Jakob Taubes y Hans Urs von Balthasar han empleado para designar la doctrina de Kant sobre las cosas últimas, porque expresa, mejor que la calificación corriente de "escatología presentista", las categorías de pensamiento con las que aquí se formula la correspondiente manera de entender la revelación.

En el marco de una escatología trascendental, la pregunta por el futuro y por la meta de la revelación es contestada con una reflexión: el hacia-dónde es el desde-dónde, la meta es idéntica al origen de la revelación. Si Dios no revela otra cosa que a "sí mismo", entonces la meta y el futuro de la revelación de Dios están en él. Si la revelación se realiza por razón del hombre, entonces su meta consiste en que éste alcance su propia autenticidad y originariedad, es decir que llegue a ser él mismo. Con ello, revelación y eschaton coinciden en aquel punto que calificamos de "sí mismo" de Dios o del hombre. Entonces la revelación no manifiesta ya, en promesa, un futuro, y no tiene tampoco un futuro que sea algo más que ella misma; la revelación de Dios es entonces la venida de lo eterno al hombre o el acceso del hombre a sí mismo. Precisamente con esta reflexión sobre el "sí mismo" trascendente, la escatología se transforma en escatología trascendental. A consecuencia de esa reflexión, la "revelación" pasa a ser apocalipsis de la subjetividad trascendente de Dios o del hombre. La figura filosófica clásica de la escatología trascendental la tenemos en Kant. Sus rasgos fundamentales volvemos a verlos en todos los lugares en que, en la edad moderna, la teología de la revelación piensa de acuerdo con el módulo kantiano. En su breve y casi olvidado escrito titulado El final de todas las cosas, de 1794, Kant sometió la escatología cosmológica e histórico-salvífica del siglo XVIII a una crítica que se corresponde con las grandes críticas que hizo a la metafísica teológica [12]. No puede haber un saber intelectivo de las "cosas últimas", porque "estos objetos... se encuentran absolutamente fuera de nuestro campo de visión" [13]. Por ello, resulta vano el "cavilar sobre lo que esas cosas son en sí mismas y según su naturaleza" [14].

Si se las toma como objetos particulares, accesibles al entendimiento, entonces son "completamente vacías" [15]. No es posible alcanzar un saber demostrable y concluyente acerca de ellas. Sin embargo, no por ello se las ha de considerar como vacías en todos los aspectos. Pues lo que el entendimiento cree con seguridad tener que rechazar como vano, adquiere, merced a la razón práctica, un significado propio, un significado sumamente existencial, pues es un significado ético. Por ello, las ideas sobre las cosas últimas deben ser examinadas en la ética y deben ser actualizadas en el ámbito de la razón práctica, en la esfera de la posibilidad de ser prácticamente "sí mismo". Desde un punto de vista metódico, habrá que partir de considerar que "nosotros tenemos que habérnoslas aquí meramente con ideas... que la razón se crea a sí misma", como si "jugásemos" con esas ideas, que "la misma razón legisladora nos ha proporcionado con una intención práctica", a fin de que "pensemos sobre ellas según principios morales, dirigidos hacia el fin último de todas las cosas" [16].

Al apropiarse de esta manera crítica las ideas de la escatología tradicional, Kant llevó a cabo no sólo una reducción ética de la escatología. El primer efecto de esa reducción consiste, más bien, en que, al quedar excluidas las categorías escatológicas de esperanza, la realidad que se le presenta a la razón teórica y que ésta puede percibir se torna racionalizable a partir de condiciones eternas de experiencia posible [17]. Si de los eschata, entendidos como lo suprasensible, no es posible ningún conocimiento, entonces tampoco las perspectivas escatológicas tienen, por su lado, ninguna relevancia para el conocimiento del mundo experimentable. "Y como nuestra intuición es siempre sensible, nunca puede sernos dado en la experiencia un objeto que no se encuentre bajo la condición del tiempo" [18].

Mientras todavía para Herder la escatología significaba el impulso interno y el horizonte de futuro para un cosmos, dinámicamente abierto, de todo lo vivo, surge para Kant la impresión sensible de la "máquina de este mundo" y del "mecanismo de la naturaleza" [19]. Por ello, las res gestae de la historia son para el entendimiento radicalmente idénticas a las res extensas de la naturaleza. Y así, junto con la escatología cosmológica, también cae bajo la crítica toda escatología histórica o histórico-salvífica que pueda pensarse. En su lugar no aparece sencillamente una escatología ética de fines últimos morales. Esto es sólo una consecuencia. Ocurre, más bien, que los eschata se transforman en condiciones eternas, trascendentales, de una posible experiencia de sí mismo por el hombre en el aspecto práctico. El hombre, que "en cuanto pertenece al mundo sensible, se reconoce sometido necesariamente al mundo de la causalidad..., en lo práctico, en cambio, y simultáneamente, cobra conciencia de sí mismo por la otra cara a saber, como ser en sí mismo, cobra conciencia de su existencia determinable en un orden inteligible de cosas" [20].

El que obra moralmente, llega, "por encima del mecanismo de las causas que actúan de manera ciega" [21], "a un orden de las cosas completamente distinto del orden de un mero mecanismo de la naturaleza" [22]. Llega a aquel reino inobjetivo, inobjetivable, de la libertad y del poder ser "sí mismo". Y así, como señala con acierto Hans Urs von Balthasar, "la filosofía trascendental se convierte en la metódica del apocalipsis interno" [23]. En lugar de las escatologías cosmológicas e históricas aparece la realización práctica de la existencia escatológica. En su escrito juvenil, titulado Creer y saber, cuyo subtítulo es el siguiente "o la filosofía de la reflexión de la subjetividad", de 1802, Hegel describió de manera impresionante la insatisfacción por los resultados de esta filosofía de la reflexión.

"La gran forma del espíritu universal que se ha reconocido en estas filosofías es el principio del norte, y, visto desde una perspectiva religiosa, el principio del protestantismo, la subjetividad, en la cual la belleza y la verdad se presentan en sentimientos y reflexiones, en amor y entendimiento. La religión construye sus templos y altares en el corazón del individuo, y suspiros y oraciones buscan al Dios cuya contemplación se deniega, porque está presente el peligro del entendimiento, el cual consideraría lo contemplado como si fuera una cosa, el bosque como si fuera unos troncos. Es verdad que también lo interno tiene que exteriorizarse, y la intención debe hacerse real en la acción, y la sensación religiosa inmediata debe expresarse en el movimiento exterior, y la fe, que huye de la objetividad del conocimiento, tiene que objetivarse en pensamientos, conceptos y palabras. Pero el entendimiento separa netamente lo objetivo de lo subjetivo y resulta aquello que no tiene ningún valor, y es mera nada, así como lo lucha de la belleza subjetiva tiene que tender precisamente a defenderse adecuadamente de la necesidad según la cual se objetiva lo subjetivo... Precisamente por su huida de lo finito y por la firmeza de la subjetividad es por lo que, para ella, lo bello se reduce a cosas en general; el bosque, a troncos; las imágenes, a cosas que tienen ojos y no ven, oídos y no oyen; y si los ideales no pueden ser considerados, en la realidad completamente inteligible, como leñas y piedras, se reducen a fantasías, y toda relación con ellos aparece como juego inesencial o como dependencia de objetos y como superstición" [24].

Hegel amplió luego, en su crítica del romanticismo, esta crítica de la filosofía de la reflexión de la subjetividad trascendental de Kant [25]. Al hacer esto, tenía en cuenta lo que se ha llamado la "doble vía de la historia moderna del espíritu" (J. Ritter), en la cual, por necesidad dialéctica, a la metodización de la experiencia del mundo, realizada por Descartes, tiene que contraponerse la logique du coeur de Pascal; al sistema racional de la Ilustración, la subjetividad estética; al escepticismo científico-histórico, la mística no científico-histórica del alma solitaria; al positivismo de la ciencia sin valores (Max Weber), el pensar apelativo de la filosofía de la existencia (Karl Jaspers). Para la teología surgió de aquí el dilema de que, en la medida en que la historia de Cristo se convirtió para el entendimiento en una "verdad histórica contingente", la fe pasó a ser una visión inmediata de "eternas verdades de la razón": el dilema de que, en la medida en que la predicación histórica quedó rebajada a la categoría de "fe simplemente científico-histórica de la iglesia", la fe se elevó a la categoría de "fe racional pura, inmediata a Dios". Hegel se dio cuenta aquí de que ambas cosas —la cosificación y la subjetividad— son en este proceso productos de abstracción propios de la filosofía de la reflexión, y de que, por ello, se condicionan mutuamente de manera dialéctica. En ambas se realiza una negación y una evasión de la historia: "El mundo está como congelado; no el mar del ser, sino el ser se ha convertido en un reloj mecánico" [26].

Un nuevo concepto científico-natural del cosmos encubre la experiencia de la realidad como historia. Por el otro lado, la existencia del hombre se reduce a la subjetividad solitaria, inexpresable, que tiene que huir de todos los contactos y extrañamientos en la realidad, para permanecer cabe sí misma. No es posible escapar a esta dicotomía de cosificación y subjetividad —tampoco es posible teológicamente en la transmisión del evangelio al mundo moderno—, si se declara que una de las caras de ese pensar es nula, deficiente, distante y pasajera.

La teología deberá esforzarse, antes bien, por devolver su fluidez a las contraposiciones solidificadas, por introducir mediaciones y reconciliaciones en su contradicción. Pero esto sólo resulta posible si la categoría de la historia —que desaparece en ese dualismo— es redescubierta de tal manera que no niegue aquella contraposición, sino que la envuelva y la conciba como momento de un proceso que sigue adelante. La revelación de Dios no puede ser expuesta en el marco de la filosofía de la reflexión de la subjetividad trascendental —para la cual la historia se convierte en algo vacío, reducida al "mecanismo" de un nexo causal cerrado en sí mismo—, ni tampoco puede serlo en el anacronismo de una teología histórico-salvífica para la cual el "bosque" no se ha transformado todavía en troncos, y la "historia sagrada" no ha sido aclarada y despejada por la crítica de la ciencia histórica. Lo que importará será, más bien, devolver su fluidez a estos productos de abstracción de la moderna negación de la historia, y concebirlos como formas históricas del espíritu en un proceso escatológico, el cual es mantenido en marcha y en esperanza por la promesa que brota de la cruz y la resurrección de Cristo. Las condiciones de la experiencia posible, concebidas por Kant de manera trascendental, deben ser concebidas como condiciones históricas móviles. No es el tiempo inmóvil la categoría propia de la historia; es la historia, que es experimentada a base del futuro escatológico de la verdad, la que constituye la categoría del tiempo.

 

4. La teología de la subjetividad trascendental de Dios

Karl Barth justifica la total refundición de su Comentario a la carta a los romanos en la segunda edición de 1921, diciendo entre otras cosas que debía a su hermano Heinrich Barth una "mejor información sobre la auténtica orientación de los pensamientos de Platón y de Kant" [27]. Este influjo habrá que atribuir el que la escatología no carente 'de perspectivas dinámicas y cosmológicas que aparecía en su libro, en la primera edición de 1919, pase ahora en Barth a un segundo plano, y el que la primera fase de la teología dialéctica utilice los recursos intelectuales propios de la dialéctica tiempo-eternidad y se encuentre bajo el influjo de la escatología trascendental de Kant. El "final" se hizo aquí sinónimo del "origen", y el eschaton se convirtió en la limitación trascendental del tiempo por la eternidad. "El instante eterno se enfrenta, incomparable, a todos los instantes, precisamente porque aquél es el sentido trascendental de todos los instantes, comentaba Barth a propósito de la frase de Rom 13, 12: "La noche está avanzada, el día se acerca" [28]. "La efectiva historia del final tendrá que decir a cada tiempo: el final se acerca" [29].

Su interpretación de 1 Cor 15 muestra el correspondiente desinterés por una escatología del final de la historia: "La historia del final debería ser sinónima de la historia del comienzo; el límite del tiempo de que Pablo habla debería ser el límite de todo tiempo y de cada tiempo y, por ello, debería ser necesariamente origen del tiempo" [30].

Desde el punto de vista de la filosofía de la historia, esta escatología trascendental trabajaba con una combinación de la frase de Ranke: "Toda época es inmediata a Dios", y la frase de Kierkegaard: "Frente a lo eterno sólo hay un tiempo: el presente". "Cada (instante) lleva en sí, innato, el misterio de la revelación; cada instante puede convertirse en instante cualificado", decía Barth en 1922 y dice Buitmann en 1958, en el capítulo final de Geschichte una Eschatologie (Historia y escatología); lo dice casi con las mismas palabras, sólo que añadiendo: "Tú debes despertarle" [31].

¿Qué significan estas afirmaciones escatológicas, si se las quiere denominar así, para la comprensión de la revelación de Dios?

Karl Barth desarrolló de manera extensa su doctrina de la "revelación de sí mismo" por Dios primeramente en su artículo sobre La doctrina de los principios dogmáticos de Wilheim Herrmann, 1925, en el que recoge y supera el famoso "sí mismo" de Herrmann [32]. La idea de la "revelación de sí mismo" tiene una prehistoria en el siglo xix, en la escuela teológica hegeliana. Mas para el siglo xx, y en concreto para Barth y para Buitmann, la acentuación del "sí mismo" en el contexto de la revelación procede de W. Herrmann, del cual ambos fueron discípulos en Marburgo. Sin querer exponer aquí con detalle la teología de W. Herrmann 33, podemos citar una frase tomada de su escrito Gotíes OJferabarung an uns (Revelación de Dios a nosotros), 1908, para mostrar cuál es el problema que se da en la idea de la "revelación de sí mismo": "Nosotros no podemos conocer a Dios de otro modo que por el hecho de que él se revela a nosotros mismos, al actuar en nosotros" [34].

Barth y Bultmann están de acuerdo con el actualismo que, en esta frase, auna el revelar, el obrar y el conocer de Dios. Pero lo discutido —no para la interpretación de esta frase en el sentido de W. Herrmann, sino para el punto de partida y para la separación de Barth y de Buitmann con respecto a W. Herrmann— es el modo de entender su contenido. ¿Quiere esa frase decir que Dios tiene que revelarse a sí mismo a nosotros mismos? ¿El "sí mismo" (Selbst) de la revelación de sí mismo se refiere de hecho a Dios, o se refiere al hombre?

Lo que W. Herrmann quería decir con esta frase es claro. La revelación no es enseñanza, y no es tampoco un movimiento sentimental. La revelación de Dios no es explicable de manera objetiva, pero sí puede ser vivida en el propio sí-mismo del hombre, es decir en la subjetividad no-objetivable que se da en la inerme oscuridad del instante vivido en que somos tocados por Dios. Por ello, el revelar de Dios a nosotros mismos en el obrar es algo tan imposible de fundamentar ni de deducir, y tan fundado en sí mismo, como la vida vivida, que nadie puede explicar, pero que todos pueden vivir y experimentar [35]. Por ello, ningún otro vocablo es más significativo de la teología de W. Herrmann que el "sí mismo" entendido en sentido antropológico. Pero Barth afirma en su artículo que la partícula "sí mismo" (seíbst) no puede ser, en este sentido, la última palabra en la teología de la revelación. "Herrmann sabe que el misterio de Dios —Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo— es precisamente algo que no se "experimenta". "Incluso allí donde se revela, Dios sigue habitando en lo oculto" [36].

Justamente en la doctrina de la trinidad, dice Barth, aparece ya en Herrmann una reserva, a pesar de lo mucho que él subraya la experiencia de sí mismo. Dejemos de lado el problema de si esta observación es acertada, referida a W. Herrmann. Para la evolución de la teología de Barth es importante el que él parta y arranque de aquí, pero vaya más lejos, poniendo, en lugar de la subjetividad del hombre a que se refería el "sí mismo" de Herrmann, la subjetividad de Dios. Barth pregunta: "¿No hay que pensar, cuando hablamos de la majestad del Dios trino, en la insuprimible subjetividad de Dios, el cual se pone exclusivamente a sí mismo, y es cognoscible exclusivamente por sí mismo en el actus purissimus de su ser personal trino? [37] ...El león rompe su jaula y entonces un "si mismo" completamente distinto ha aparecido con su veracidad... El hombre pregunta por su "sí mismo" sólo porque y cuando a Dios le place darse a conocer a "sí mismo" al hombre, sólo porque y cuando la palabra de Dios ha sido dicha al hombre. En la dogmática habría que comenzar por el Deus dixit, pero no habría que hacer el ensayo, condenado totalmente al fracaso, de conseguir una vez más, en lo posible, el Deus dixit como mero "pensamiento de fe", en la cúspide de una presunta "vivencia" (¡cómo si existiera una "vivencia" de eso!) [38].

Por ello, para Barth la ciencia teológica no se funda en la vivencia religiosa, sino en la autopistia, en el hecho de estar la verdad cristiana fundada en sí misma, y "lo que está fundado, eso debemos dejarlo infundado sin más" [39].

Herrmann —y ésta era su herencia kantiana— había aceptado como algo obvio y natural 'la imposibilidad de fundar objetivamente la revelación, su inmostrabilidad para la razón teórica. La no-objetivabilidad de Dios y la no-obje-tivabilidad de cada existencia particular o de cada propio "sí mismo" representaban para él un único e idéntico misterio. Para él fundíanse en una misma cosa la infundamentabilidad de Dios y la infundamentabilidad y gratuidad de la vida vivida. Por ello el conocimiento de Dios era para Herrmann la "expresión inerme de la vivencia religiosa". El "peligro" del entendimiento y de la objetivación lo vio Herrmann exactamente del mismo modo a como lo había descrito Hegel. "Todo lo que la ciencia puede apresar está muerto" [40]. Conocer significa tomar posesión de algo, ponerlo a nuestro servicio. Este mundo de lo vivo, que la ciencia no puede apresar..., nos es manifestado por la reflexión sobre nosotros mismos, esto es, por la sincera reflexión sobre lo que nosotros experimentamos vitalmente de hecho [41].

Por ello no es posible decir de Dios lo que él mismo es objetivamente, sino sólo lo que él hace en nosotros mismos.

Mas para Barth esta inerme infundamentabilidad de la vivencia religiosa no puede reivindicar todavía para sí la autopistia y autusía buscadas; sólo puede ser una señal que apunta hacia el fundamento fundamentado realmente en sí mismo, el cual, de hecho, "no es «objeto» en ningún sentido, sino sujeto ineliminable" [42]. Es la soberanía del Dios que existe por sí mismo, frente y en contra de todas las posiciones de la conciencia humana. Tampoco el hablar negativamente de la indemostrabilidad, de la infundamentabilidad y de la inobjetivabilidad de Dios alcanza todavía aquella inversión del pensamiento que Barth exige: aquella vuelta hacia la subjetividad trascendental, expresada de manera trinitaria, del Dios que se revela a sí mismo al hombre en el acto del Deus dixit. Es una inversión del pensamiento tal como se encuentra prefigurada en el argumento ontológico de Anselmo y luego, con mayor desarrollo, en Hegel, y que más tarde Barth prolongó en la idea de la revelación por Dios de sí mismo en su nombre.

Por esta vía, el "sí mismo" de Herrmann se transforma en Barth en un "sí mismo" teológico. No debemos olvidar, sin embargo, que conserva todas sus propiedades, todas las relaciones y delimitaciones que poseía en la formulación de Herrmann.

Dios no puede ser demostrado ni a base del cosmos ni a base de la falta de fundamento de la existencia humana. Dios se demuestra por sí mismo. Su revelación es la demostración de Dios realizada por Dios mismo [43]. Nadie muestra a Dios, sino él mismo. Quién es este Dios es algo que sólo se saca de su revelación. Dios no revela esto o aquello; se revela a sí mismo. En la medida en que, en la revelación, es Dios el que actúa, Dios es el que se describe a sí mismo [44]. En su revelación de sí mismo Dios no puede ser recomendado y defendido; únicamente puede ser creído, y ello por el hecho de que él se hace a sí mismo digno de fe [45]. Su palabra, en la cual está presente él mismo, no puede ni necesita ser demostrada. Esa palabra se impone a sí misma. Allí donde en Herrmann estaba el conocimiento de Dios como la "expresión inerme de la vivencia religiosa", se encuentra ahora, con igual indefensión, la revelación de sí mismo por Dios en la predicación del Deus dixit; se encuentra ahí in-fundamentable y por ello indestructible; indemostrable y por ello irrefutable; fundamentándose y demostrándose a sí misma.

Ahora bien, todas estas reflexiones acerca de la subjetividad de Dios podrían ser también meras especulaciones sublimes acerca de Dios. Pero Barth, cuando habla de la revelación de sí mismo por Dios, no podía referirse sino a "aquel pequeño ramillete de noticias" procedentes de la época imperial romana que hablan de la existencia de Jesucristo. Mas es precisamente aquí, con relación a esa historia, donde se plantean una serie de cuestiones:

¿"Revelación por Dios de sí mismo" significa comprensión eterna por Dios de sí mismo? ¿La doctrina de la trinidad significa la eterna reflexión trinitaria de Dios sobre sí mismo? ¿"Revelación de sí mismo" significa el puro presente de lo eterno, sin historia ni futuro? También en la idea de la revelación por Dios de sí mismo, el viraje hacia el "sí mismo" conserva aquel mismo matiz de reflexión que tenía en el pensamiento de W. Herrmann. Ese viraje retiene la reflexión, la cual aparece después de que Dios deja de ser demostrable a base del mundo, a la manera de las pruebas de la existencia de Dios; en ese aspecto es una expresión polémica que se encuentra presa en el nexo de cuestiones referentes a la demostrabilidad de Dios. Por ello resulta difícil aplicar esa idea a aquel ramillete de noticias sobre Jesús de Nazaret, pues las afirmaciones y noticias en él contenidas no surgieron sobre el suelo de la metafísica griega de las pruebas de Dios, sino que se encuentran en un contexto totalmente distinto.

De suyo aquí se insinúa la posibilidad de trasponer a Dios las estructuras de la personalidad, del ser personal, de la reflexión personal sobre sí mismo y de la manifestación personal de sí mismo. Sin embargo, Barth no recorrió este camino que lleva al personalismo teológico, sino que desarrolló el pensamiento de la revelación de sí mismo en el contexto de la doctrina de la trinidad y lo asoció con la predicación del dominio de Dios. La doctrina de la trinidad aparece al desarrollar la revelación de sí mismo, esto es, las cuestiones referentes al sujeto, predicado y objeto del acontecimiento Deus dixit. Dios mismo es el revelador, el revelar y lo revelado [46]. Mientras que en el primer esbozo de su dogmática —en la Dogmática, cristiana, 1, 1927— todavía resulta predominante la idea de la subjetividad tomada de Herrmann, esa idea pasa a segundo plano en la Dogmática eclesial, 1, 1, 1932, cediendo el paso a una doctrina desarrollada de la trinidad inmanente. Sin embargo, también aquí la contextura inmanente de la trinidad de Dios parece dar a su revelación el carácter de una oclusión y encierro trascendental, como si se tratara de un "novum cerrado en sí mismo" [47].

Pero más importante que el despliegue trinitario de la revelación de sí mismo por Dios aparece en este contexto su vinculación con el "dominio de Dios". Que Dios se revela a "sí mismo" quiere decir que se revela "como Dios y Señor". La revelación de sí mismo significa, por tanto, para Barth, no una manifestación personalística de sí mismo por Dios, según la analogía de la relación yo-tú entre hombres. Dios se revela, en su obrar, como "alguien" y como "algo" para el hombre, no como un tú puro, absoluto. Por lo demás, esto sería ineffabile, lo mismo que el individuum. Dios se revela "como" el Señor. La predicación de la basileia es el contenido concreto de-la revelación. Pero lo que el dominio de Dios significa es algo que, a su vez, se deduce del obrar concreto de Dios en su revelación con respecto al hombre, de tal manera que, también aquí, contenido y acto comienzan por coincidir. ¿Qué quiere decir, en este contexto, "revelación de sí mismo"? Quiere decir que Dios no se encubre en su revelación, no aparece con una máscara, no se identifica con algo distinto de lo que él mismo es; significa que Dios es "antes en sí mismo" aquello como lo que se revela, y que, en consecuencia, en la revelación de Dios como Señor el hombre tiene que habérselas con Dios mismo, puede confiarse a él mismo. Así, pues, Dios se revela a sí mismo en la medida en que revela "algo": su dominio, y a "alguien", a saber, a sí en su Hijo.

Si no se olvida este contexto, entonces se ve que es desacertada la crítica de G. Gloege y de W. Pannenberg [48] a la teología barthiana de la revelación de sí mismo, en la cual esos autores sospechan que se esconden una intelección gnóstica de la palabra y un personalismo moderno. Pero también aparece discutible la interpretación que W. Kreck da de la revelación de sí mismo:

"Por ello debemos permanecer aquí en el principio gnoseológico fundamental de Barth: Dios (y por lo mismo, también el hombre, en cuanto criatura y semejanza de Dios) sólo puede ser conocido por medio de Dios" [49].

Kreck contrapone este principio a todo conocimiento conseguido por la vía de la analogía entís. Este conocido principio no es, sin embargo, un principio propio de la teología cristiana, sino que procede de la gnosis neoplatónica, aparece asimismo en las reflexiones místicas de la edad media y se encuentra también en la filosofía de la religión de Hegel. Tomado en sí mismo, ese principio representa el grado supremo de la reflexión de lo absoluto sobre sí mismo, en el marco de la filosofía griega de la religión. Si se acepta este principio, la revelación y el conocimiento de Dios formarían un círculo cerrado en sí mismo que, tomando las cosas con rigor, sería imposible romper. El mencionado principio no es aplicable a aquel ramillete de noticias históricas que dan vida a la fe cristiana, sino que es aplicable más bien a una gnosis esotérica. Pero la "revelación", si es que ha de ser revelación, debería contener precisamente el salto de lo igual a lo no igual. Para el conocimiento de Dios basado en la revelación debería valer, más bien, el principio inverso: sólo lo no igual se conoce mutuamente. Dios es conocido como "Dios" y "Señor" tan sólo por el no-Dios, a saber, por el hombre. En la frase citada Kreck se refiere naturalmente a la pneumatología: "Nadie puede decir que Jesús es Señor sino por el Espíritu Santo" (1 Cor 12, 3). Pero este Espíritu se halla oculto en el acontecimiento de Cristo y en la palabra, y no en un círculo divino situado supra nos. La versión inmanente de la doctrina de la Trinidad corre siempre peligro de encubrir el carácter escatológico-histórico del Espíritu Santo, que es el Espíritu de la resurrección de los muertos.

El mismo Barth revisó más tarde la escatología trascendental de su fase dialéctica. "En esto se mostró que yo me atrevía, sin duda, a tomar totalmente en serio el carácter ultramundano del reino venidero, pero no, precisamente, su venida como tal" [50].

Sobre el pasaje citado del comentario a "Rom 13, 12, dice Barth ahora: "Se ve también cómo yo aquí... pasé por alto... lo particular de ese pasaje, a saber, la teleología que atribuye al tiempo, su marcha hacia un final verdadero... Precisamente la concepción unilateralmente sobretemporal de Dios que yo me había propuesto combatir, fue lo que quedó como único resultado palpable [51].

Pero esto significa que, en esta "concepción sobretemporal", la verdad de Dios, tanto en lo que respecta al concepto del eschaton como en lo que respecta al concepto de revelación, fue tomada como epifanía del presente eterno y no como apocalipsis del futuro prometido. Ahora bien, si, como hemos mostrado, el concepto barthiano de revelación de sí mismo por Dios está caracterizado precisamente por esa escatología trascendental, ¿no se debería ir entonces a una correspondiente revisión de la manera de entender la revelación? ¿Puede subsistir ya la impresión de que "revelación de sí mismo por Dios" significa el "presente puro de Dios", un "presente eterno de Dios en el tiempo", un "presente sin futuro"?52. ¿Se puede afirmar ya que la historia de pascua "no habla de manera escatológica"? Si esto fuera así, entonces el mismo acontecimiento de la resurrección de Cristo sería ya el cumplimiento escatológico y no apuntaría, por encima de sí misma, hacia algo que aún no ha llegado, hacia algo que debemos esperar y aguardar.

La concepción de la revelación de Cristo como revelación de sí mismo por Dios responde a la pregunta por el futuro y por la meta, mostrados por la revelación, con una reflexión sobre el origen de la revelación, con una reflexión sobre Dios mismo. Pero con esta reflexión casi se torna imposible hablar ya, en virtud de la revelación del resucitado, de un futuro de Jesucristo, no llegado aún. Si la idea de la revelación de sí mismo no ha de convertirse, subrepticiamente, en una expresión para designar el Dios de Parménides, entonces esa idea debe ser abierta a las palabras del tercer artículo de la fe que hablan de promesa. Sin embargo, no debe esto realizarse de tal manera que la redención futura, prometida en la revelación de Cristo, se transforme en el apéndice y en la desvelación noética de la reconciliación en Cristo; debe hacerse de tal modo que esa redención prometa su verdadera meta y su verdadera tendencia y, con ello, su futuro real, pero no llegado aún, su futuro no alcanzado y no realizado todavía. Entonces la palabra de Dios —Deus dixit— no sería ella auto demostración desnuda del presente eterno, sino que, en cuanto promesa de algo todavía no ocurrido, manifestaría y garantizaría un futuro.

Entonces a través de esta revelación en promesa aparecería una nueva percepción de la apertura de la historia hacia adelante. No todos los tiempos serían igualmente inmediatos a Dios, ni tendrían igual valor ante la eternidad, sino que serían percibidos en un proceso definido a partir del eschaton prometido. Si la revelación de Dios en la resurrección de Cristo contiene en sí misma una diferencia escatológica, entonces esa revelación inaugura historia en la categoría de la espera y del recuerdo, de la certidumbre y de la amenaza, de la promesa y de la penitencia.

 

5. La teología de la subjetividad trascendental del hombre

El hecho de que Rudolf Buitmann sea, con mucho, el discípulo más fiel de W. Herrmann es algo que unos' han señalado como algo positivo, mientras otros lo han visto como algo negativo. Unos afirman que en el planteamiento existencial del problema por Buitmann lo único que hace es elevar a conceptuación ontológica el punto de partida de W. Herrmann 53; otros aseguran, por el contrario, que ya en W. Herrmann se encuentra una superación del idealismo kantiano y una anticipación de las dimensiones propias del modo moderno de plantear y ver existencialmente los problemas 54. También la crítica de Barth tomó como punto de arranque la herencia de Herrmann en Buitmann 55.

De hecho el pathos apasionado del "sí mismo" que hay en Herrmann pasa a Buitmann en el modo como éste carga el acento sobre la "comprensión de sí mismo", y el problema, percibido intensamente por Herrmann, de la apropiación personal, por sí mismo, de la fe, aparece otra vez en el problema del comprender. Lo que hizo posible el paso del kantismo del joven Herrmann a la teología existencial de Buitmann fue, sin duda, el influjo de la filosofía de la vida sobre el viejo Herrmann.

De los principios herrmannianos, lo que con mayor fuerza se destaca en la teología de Buitmann es el referir de manera exclusiva a la existencia humana y al "sí mismo" todas las afirmaciones que hablan de Dios y de su obrar. Es cierto que, en su artículo de 1924, en que se adhería a la teología dialéctica, titulado Der libérale Theologie und die jüngste theologische Bewegung (La teología liberal y el más reciente movimiento teológico), Buitmann dice lo siguiente:

El objeto de la teología es Dios, y el reproche a la teología liberal consiste en que esa teología no trató de Dios, sino del hombre. Dios significa la negación y la abolición radicales del hombre. 56

Sin embargo, precisamente este artículo concluye con estas afirmaciones programáticas:

El objeto de la teología es, en efecto, Dios; pero la teología habla de Dios en la medida en que habla del hombre tal como éste se encuentra ante aquél, es decir a partir de la fe.57

Ocurre así que de Dios sólo puede hablarse en conexión con la propia existencia. Si la fe tiende a la aprehensión de la propia existencia, esto significa a la vez la aprehensión de Dios, y no al revés.

Si se quiere hablar de Dios, entonces es necesario, evidentemente, hablar de sí mismos. 58

Este referir a la existencia humana y al sí mismo todas las afirmaciones sobre Dios y sobre su obrar constituye algo exclusivo. También esto es herencia de Herrmann. La citada referencia incluye en sí el rechazo de todas las afirmaciones objetivas sobre Dios, de todas las afirmaciones tío verificables de manera existencial, de todas las afirmaciones basadas en mitologías o en una imagen del mundo, pero prescindiendo de la propia existencia. Más aún, se torna auténtica merced tan sólo a la antítesis —que hay que restablecer una y otra vez— entre visión del mundo y comprensión de sí mismo, entre enunciados objetivados y la no-objetivabilidad de Dios y de la existencia humana. Aquí reside, desde su recensión del libro de Barth Romerbrief (Carta a los romanos), 1922, el punto capital de su crítica de la evolución teológica de Barth.59

Examinemos en primer lugar la tesis de Buitmann de la correlación oculta, no intuible, existente entre el "sí mismo" de Dios y el del hombre. Para él, lo mismo que para W. Herrmann, Dios y el "sí mismo" del hombre se encuentran relacionados entre sí de una manera fija. El hombre está destinado, por su creación, a ser él mismo. Por ello su carácter de pregunta es la estructura propia de la existencia humana. El hombre se encuentra implantado esencialmente en la pregunta por sí mismo. En y con su pregunta por su existencia aparece la pregunta por Dios.

Nosotros no podemos hablar sobre nuestra existencia porque no podemos hablar sobre Dios; y no podemos hablar sobre Dios porque no podemos hablar sobre nuestra existencia. Nosotros sólo podríamos hacer una cosa junto con la otra...; si se pregunta cómo puede ser posible un hablar acerca de Dios, hay que responder: sólo como un hablar acerca de nosotros mismos. 60

Por ello, sólo en Dios se conquista el hombre a sí mismo, y sólo donde el hombre se conquista a sí mismo, gana a Dios. Característica de ambos —de Dios y del sí mismo humano, o de la existencia propia de cada uno— es la no objetivabilidad. Por ello el nexo causal cerrado del mundo de las cosas, que es un mundo cognoscible, explicable, mostrable objetivamente, queda abolido: a) cuando yo hablo acerca del obrar de Dios, y b) cuando yo hablo acerca de mí mismo.

En la fe, el nexo cerrado que el pensar objetivante presenta (o establece) queda abolido... cuando yo hablo acerca del obrar de Dios. En el fondo, suprimo ese nexo ya cuando hablo acerca de mí mismo. 61

Los enunciados de la Escritura hablan desde la existencia humana y a ella están orientados. No tienen que justificarse ante el tribunal de una ciencia objetivante sobre la naturaleza y la historia, pues esta ciencia no alcanza a ver en absoluto la existencia no-objetivable del hombre 62. Con ello queda expuesto el programa de la interpretación existencial y de la desmitologización. Esta interpretación está guiada por la pregunta acerca de Dios (pregunta que está dada conjuntamente con el carácter de pregunta propio de la existencia humana), y por ello no se orienta ni a un comprender de objetividad mítica, ni a un comprender de objetividad científica, sino que tiende hacia la apropiación personal, en la espontaneidad de aquella subjetividad que no es objetivable porque es trascendental. 63

Mientras que Barth se separó de W. Herrmann porque, como hemos mostrado, estableció una división entre subjetividad no-objetivable de Dios en el acto del Deus dixit y subjetividad del hombre, entre el "sí mismo" de Dios y el "sí mismo del hombre", Buitmann permanece dentro del ámbito de influencia de la correlación oculta entre Dios y el sí-mismo. Por ello, para él no es la doctrina de la trinidad la que se convierte en la medida y el despliegue de la revelación por Dios de sí mismo; en su lugar aparece la manifestación de la autenticidad o de la mismidad del hombre. Es verdad que el obrar de Dios, el revelar de Dios y el futuro de Dios son indemostrables, pero esto no significa en modo alguno que los enunciados que hablan de ello sean arbitrarios, sino que todas las afirmaciones correspondientes son verificadas —sin objetivarlas, por así decirlo— en el acceso del hombre a sí mismo.

En lugar de las pruebas de Dios basadas en el mundo y en la historia aparece, no una indemostrabilidad de Dios que dé lugar a la arbitrariedad, sino una demostración existencial de Dios, un hablar y pensar de Dios como lo Interrogado en la pregunta que es la existencia humana. Esto constituye una prolongación, una profundización y una versión nueva de la única prueba moral de la razón práctica. Objetivamente Dios es indemostrable; asimismo lo son su obrar y su revelar. Pero Dios se demuestra al "sí mismo" que cree. Esta no es una demostración de la existencia de Dios, sino una demostración de Dios por el existir humano en autenticidad. Es verdad que, en esta interpretación, la esperanza cristiana deja "vacío" el futuro en cuanto futuro de Dios ("vacío" en lo que respecta a imágenes mitológicas y pronósticos del futuro) y que renuncia a todos los sueños e ilusiones. Pero, sin embargo, existe un criterio muy riguroso para saber qué es "futuro" de Dios, a saber: "el cumplimiento de la vida humana" 64, por el cual se pregunta en la interrogación que es la existencia humana.

La escatología ha perdido íntegramente su sentido como meta de la historia, y es concebida en el fondo como meta del ser individual. 65

Por ello la escatología no puede ofrecer al proceso del mundo —como tampoco podía ofrecerlo para Kant— una doctrina de las "cosas últimas", sino que el logos del eschaton se transforma en el poder que libera de la historia, en el poder que desmundaniza la existencia humana en el sentido de liberarla de entenderse a sí misma a partir del mundo y de las obras.

Esta demostración de Dios a base de la existencia humana, dentro de cuyo marco se pregunta y se habla aquí teológicamente, posee una dilatada prehistoria en la historia de los dogmas. La observación de Karl Jaspers de que "existencia y trascendencia" en el lenguaje filosófico son la traducción del lenguaje mítico de "alma y Dios", y de que tanto en un lenguaje como en otro las definiciones se hacen a base de "no mundo" 66, nos remite —lo mismo que también algunas citas ocasionales que se encuentran en Bultmann 67— a Agustín. Desde Agustín, a través de la mística de la edad media, y pasando por la Reforma protestante, hasta el racionalismo de la Ilustración y hasta W. Herrmann, esta demostración de Dios basada en la existencia humana ha impreso su huella en la conciencia occidental.

El identificar la ocultación de Dios y la ocultación del sí-mismo del hombre, o de su alma (entendida no como sustancia en el sentido aristotélico, sino como sujeto), presupone, ya en Agustín, que el hombre está dado directamente a sí mismo y que, por ello, puede adquirir certidumbre inmediata de sí mismo, mientras que para él el mundo, las cosas de la naturaleza y los acontecimientos de la historia sólo resultan accesibles a través de la mediación de los sentidos.

Entre todas las cosas que podemos conocer, saber y amar, ninguna nos es tan cierta como que nosotros somos. Aquí no nos inquieta ningún engaño basado en la mera apariencia de verdad. Pues no aprehendemos esas cosas como las que están fuera de nosotros, y con sentidos corporales, sino que, sin que pueda intervenir de ninguna manera una imagen engañosa de la fantasía, me es totalmente seguro que yo soy, que yo conozco y que yo amo. 68

En esta inmediatez, tiene primacía sobre otras demostraciones de Dios —por ejemplo, la estético-cosmológica, conocida por Agustín— la siguiente: "Noli foras iré, in te ipsum redi, in interiore homine habitat veritas". Este camino que lleva al conocimiento de Dios desde el conocimiento de sí mismo hizo escuela en la mística agustiniana de la edad media, especialmente en Bernardo de Claraval. Las frases siguientes de Calvino hay que entenderlas a base del renacimiento agustiniano propio de los reformadores:

Toda nuestra sabiduría —en la medida en que merece realmente tal nombre, y es verdadera y de fiar— abarca en el fondo propiamente estas dos cosas: el conocimiento de Dios y el conocimiento de nosotros mismos. Pero estos dos conocimientos se encuentran relacionados de múltiples maneras, y por ello no resulta fácil en modo alguno el decir cuál se encuentra en primer lugar y, con ello, origina al otro desde sí mismo. 69

Calvino explica de una manera completamente dialéctica la relación existente entre ambos conocimientos: sin conocimiento de Dios no hay conocimiento de sí mismo, y sin conocimiento de sí mismo no hay conocimiento de Dios. También la siguiente fórmula lapidaria de Lutero se encuentra dentro del ámbito de influencia de la tradición agustiniana:

Cognitio Dei et hominis est sapientia divina et proprie theologica. Et ita cognitio Dei et hominis, ut referatur tándem ad deum justificantem et hominem peccatorem, ut proprie sit subjectum theologiae homo reus et perditus et deus justificans vel salvator. Quicquid extra istud argumentum vel subjectum quaeritur, hoc plane est error et vanitas in theologia. 70

Sin embargo, mientras en la mística agustiniana la correlación entre el conocimiento de Dios y el conocimiento de sí mismo podía ser concebida como inmediata e inmediada, para los reformadores —y todavía para Pascal— esos dos conocimientos estaban mediados por el conocimiento de Cristo: el Cristo crucificado es el espejo de la divinidad y el espejo de nosotros mismos. Con todo, también en los reformadores, como ya en Agustín, esta concentración de la teología en el conocimiento de Dios y en el conocimiento de sí mismo hace que no quede ya lugar alguno para una reflexión sobre el mundo de Dios. Es más, esta reflexión corre peligro de ser expulsada de la teología. En Descartes desaparecen todas las pruebas de Dios a base del mundo.

Semper existímavi duas quaestiones, de Deo et Anima, praecipuas esse ex iis quae philosophiae potius quam theologiae ope sunt demonstrandae.71

La tercera meditación cartesiana sobre la conciencia inmediata de sí mismo, y sobre la conciencia inmediata —puesta con aquella— de Dios, recoge, a través del renacimiento agustiniano francés del siglo XVII, la citada reflexión de Agustín. Pero mientras la demostración de Dios se lleva a cabo en la conciencia inmediata de sí mismo, y el que reflexiona se conoce a sí mismo y conoce a Dios "per eandem facultatem" y "simul", el campo de las res extensae queda abandonado a la calculabilidad atea, olvidada del ser. A partir de la Ilustración, que fue la época de las ciencias naturales y de la ciencia histórica, la teología se ha ido orientando cada vez con mayor fuerza, en su hablar y pensar y en su predicar acerca del obrar de Dios, hacia aquella subjetividad del hombre que había quedado franca precisamente por la mundanización del mundo en la Ilustración. También G. Ebeling se expresa de manera semejante a como se expresaba Buitmann en los pasajes mencionados:

Y así, en el carácter de pregunta de la identidad del hombre se anuncia el carácter de pregunta de Dios. 72

Esta demostración de Dios a base de la existencia humana, en forma de pregunta por Dios basada en el carácter de pregunta de la existencia del hombre, tiene el mismo presupuesto que las demostraciones de Dios a base del mundo y de la historia. Presupone una previa vinculación del alma, del sí-mismo, o de la existencia humana, a Dios, aun cuando esa vinculación no pueda ser demostrada objetivamente, sino sólo subjetivamente vivida en la experiencia de la certeza. En el cor inquietum por naturaleza, el hombre, lo sepa o no lo sepa, se encuentra implantado en la pregunta por Dios.

Esta demostración de Dios ha adquirido su radicalidad peculiar en la existencia humana, entendida a partir de la forma moderna de la subjetividad como producto de la filosofía de la reflexión. En la medida en que esa subjetividad se concibe a sí misma como la inaprensible inmediatez del existir, esa subjetividad se conquista a sí misma mediante el delimitarse frente al no-yo, frente al mundo de las cosas abarcables con la mirada, calculables, disponibles, y frente al mundo de las propias objetivaciones. Para poder ser persona en sentido auténtico, el hombre tiene que diferenciarse radicalmente de su mundo. Todos los enunciados que hablan de la relación de la persona con Dios son definibles tan sólo por su contrario, por la relación con el mundo. El hombre diferencia así constantemente su "ser mundo" de su propio "ser sí mismo", y de este modo transforma al mundo en mundo secularizado y se convierte a sí mismo en la pura concepción personal fundada en Dios. Este proceso para conquistar la propia subjetividad a base de la reflexión infinita, arrancándola de todas las referencias al mundo, es algo moderno.

Ni en Agustín ni en los reformadores aparecía todavía en esa antítesis la demostración de Dios a base de la existencia humana. Aquéllos conocían, por el contrario, un obrar —bien que oculto— de Dios en el mundo, en la naturaleza y en la historia, y explicaban ese obrar mediante la doctrina de los órdenes de la creación. En cambio, el concepto kantiano de ciencia, recogido por W. Herrmann y por R. Buitmann, no consiente ya esto. Para ellos el conocer científico es pensar objetivante y tiende categorialmente a un "nexo causal cerrado" y a un orden legal del mundo, tanto en la ciencia natural como en la ciencia histórica. Para la experiencia de la realidad hecha a base de estas categorías, Dios y su obrar permanecen ocultos por principio. Por ello se llega, como ocurre en Kierkegaard, a una alianza de ateísmo teórico e interioridad creyente. Este esfuerzo científico en cuanto tal puede tener importancia en teología tan sólo en lo que respecta al sujeto existente del conocer. Si este modo de pensar y de tratar científicamente con la realidad se basa en el pensamiento del trabajo y en la voluntad de dominio del hombre, en su anhelo de disponer, de abarcar con la mirada, de calcular, de afirmarse y asegurarse, entonces este adueñarse del mundo se aproxima teológicamente al cercioramiento de sí mismo por el hombre en virtud de sus obras. Esto significa que ahora, para el hombre afectado por la predicación de la gracia, la dimensión del "mundo" sólo tiene ya relevancia en el marco del problema de la justificación; en el problema de si el hombre quiere entenderse a sí mismo "desde el mundo", que es lo disponible de sus obras, o "desde Dios", que es lo indisponible.

Ello hace que, para el sujeto que interroga por sí mismo, "mundo" y "Dios" se enfrenten en una alternativa radical. El hombre viene a estar "entre Dios y el mundo" (Gogarten). No hace falta decir que esta situación de alternativa de "Dios" y "mundo" tiene una prehistoria en la gnosis y en la mística. Mayor importancia tiene el señalar que esa manera de entender teológicamente el "mundo" inserta tanto el trato científico como el trato práctico del hombre con la realidad, lo inserta, decimos, en una legalidad que no corresponde a esa realidad. ¿El conocimiento objetivo del mundo y de la historia cae teológicamente por necesidad bajo "la ley"? ¿Es pensable en absoluto una comprensión de sí mismo por el hombre que no esté determinada por la relación con el mundo, con la historia y con la sociedad? ¿Puede el vivir humano adquirir consistencia y duración sin exteriorizarse y objetivarse, y no se desvanece ese vivir, sin esto, en la nada de la reflexión infinita? Es misión de la teología el exponer el conocimiento de Dios basándolo en una correlación entre comprensión del mundo y comprensión de sí mismo.

El marco categorial de una subjetividad trascendental domina también el modo como Buitmann entiende la revelación. Según esto, de lo que se trata, en la revelación de Dios, es de llegar a sí mismo, del verdadero entenderse el hombre a sí mismo.

La revelación es... designada como aquella manifestación de lo oculto que resulta sencillamente necesaria y decisiva para el hombre, si es que éste ha de llegar a la "salvación", a su autenticidad. 73

Con ello se presupone, por un lado, que el hombre no puede llegar a su autenticidad a partir de sí mismo, sino que tiene que preguntar por la revelación; y por otro, que está necesariamente destinado a llegar a su autenticidad. Si su autenticidad le es mostrada por revelación, entonces en ello se le muestra la divinidad de Dios. La predicación cristiana y la fe cristiana responden a esta presupuesta pregunta del hombre por sí mismo —pregunta que él es con su propia existencia—, no con lo que ellas dicen y comunican, sino con lo que son.

La revelación no transmite un saber de visión del mundo, sino que interpela. Que en ella el hombre aprende a entenderse a sí mismo significa que aprende a entender cada "ahora" suyo, el instante, como un instante cualificado por la predicación. Pues el ser en el instante es su auténtico ser.74

La revelación es, en este sentido, el acontecer de predicación y fe. La revelación es el acontecimiento de la acohtez pisteoz.

La predicación es, ella misma, revelación; no es sólo que hable de revelación 75. Sólo en la fe se manifiesta el objeto de la fe; por ello la fe pertenece a la revelación misma.76

El acontecimiento de la revelación consiste, no en aquello que la palabra de la revelación dice y a lo que remite, sino en que "acontece" apostrofando, interpelando, prometiendo.

¿Qué es, pues, lo que ha sido revelado? Nada, mientras la pregunta por la revelación interrogue por doctrinas... Pero todo, en la medida en que al hombre le son abiertos los ojos sobre sí mismo, y puede de nuevo entenderse a sí mismo.77

Así, pues, aquí la revelación es el acontecimiento mismo de la predicación, que interpela, y de la decisión de fe, que comprende y asimila. Como la pregunta rectora por la revelación es el carácter de pregunta de la existencia humana, la revelación manifiesta una comprensión de sí misma en autenticidad, certidumbre e identidad consigo. El mismo acontecer actual de la revelación es el presente del eschaton, pues el "ser en el instante" propio de la predicación y de la fe es "ser auténtico" del hombre. Pero ser auténtico significa el restablecimiento de la originariedad humana en el sentido de la creaturalidad, y la conquista de la definitividad en el sentido de la escatología. Ambas cosas se cumplen en la historicidad determinada por palabra y fe. Creación y redención coinciden en el "instante" de la revelación 78. Aquello que es revelado es idéntico con el acontecer de que acontece revelación.

Aquí se plantean dos cuestiones:

1. En la medida en que el carácter de pregunta propio de la existencia humana es elevado de modo exclusivo a la categoría de pregunta rectora por la revelación y por la salvación, y esta pregunta es aguzada alternativamente, unas veces en el entenderse a sí mismo desde el "mundo" disponible, y otras veces en el entenderse a sí mismo desde el "Dios" indisponible, evidentemente ocurre que no se pone en cuestión —ni hermenéuticamente, a propósito de los textos transmitidos, ni tampoco teológicamente— el carácter obvio de la "comprensión de sí mismo". Mas ¿por qué la comprensión previa, que hace preguntar al hombre por la "revelación", ha de ser sólo un "saber que no sabe" "acerca de sí mismo", y no ha de ser "un saber del mundo"? 79. ¿Por qué la palabra, que fue desde siempre la luz de los hombres, es "naturalmente, no una teoría cosmológica o teológica, sino un entenderse a sí mismo en el reconocimiento del creador"? 80. ¿Por qué la revelación no proporciona una "visión del mundo", sino una comprensión nueva de sí mismo? Lo que, en este contexto, Buitmann presupone como alternativa "natural" y obvia, no es en modo alguno "natural", sino que describe exactamente una determinada "visión del mundo", y una determinada concepción de la historia, y un determinado análisis del tiempo, según el cual el hombre se ha hecho pregunta para sí mismo en sus relaciones sociales, corporales e históricas con el mundo, y conquista su sí-mismo por diferenciación frente al mundo externo y por reflexión a base de sus objetivaciones.

Por principio, "visión del mundo" y "comprensión de sí mismo" se encuentran en el mismo plano. Lo uno presupone lo otro y está indisolublemente ligado con ello. Sólo en la exteriorización en el mundo se experimenta el hombre a sí mismo. Sin objetivación no resulta posible ninguna experiencia de sí mismo. La comprensión humana de sí mismo tiene siempre una mediación en la sociedad, en las cosas y en la historia. Al hombre no le resulta posible tener una conciencia inmediata de sí mismo y una identidad a-dialéctica consigo mismo; precisamente la contraposición dialéctica de mundo y de sí-mismo en Buitmann manifiesta esto.

2. Se plantea teológicamente la cuestión de si, en el acontecer de la revelación en predicación y fe, el hombre accede realmente a "sí mismo" en aquella autenticidad que es a la vez originariedad y definitividad. En ese caso la fe misma sería evidentemente el final practicado de la historia, y el creyente mismo sería ya el hombre consumado. No le faltaría nada, y no existiría nada hacia lo cual caminase en el mundo, en su cuerpo y en la historia. La "futuricidad" de Dios sería una futuricidad "permanente", y también la apertura del hombre en su "estar en camino" sería "permanente" y no "tendría final"81. Mas, precisamente con ello, la existencia de la fe, entendida "escatológicamente" de ese modo, se volvería lo contrario, convirtiéndose en una nueva forma de la "epifanía del presente eterno" 82. Si en la fe Jesús mismo llegase ya con su palabra "a la meta" 83, entonces resulta difícil pensar que la fe se orienta a la pro-missio y que la fe misma tenga una meta (1 Pe 1, 9), hacia la cual se encuentra en camino; resulta difícil pensar que "todavía no se ha manifestado qué seremos" (1 Jn 3, 2) y, por tanto, que la fe se dirige hacia algo que le está prometido, pero que aún no se ha cumplido.

Si precisamente los creyentes aguardan, en virtud de las "arras del Espíritu" entendidas escatológicamente (arras de un Espíritu que es el Espíritu de la resurrección de los muertos) la redención del cuerpo, con ello declaran que todavía no han llegado a la identidad consigo mismos, sino que, en esperanza y confianza, tienen su vida dirigida hacia esa meta y se enfrentan aquí a la realidad de la muerte. En el contexto de la diferencia escatológica del "todavía no", en la cual la fe se dilata hacia lo futuro, es donde aparece precisamente una posibilidad de percibir el mundo, una posibilidad que no se identifica con la utilización del concepto "mundo" como síntesis de la caducidad, de la ley y de la muerte, en antítesis a la doctrina de la justificación. Si la fe aguarda la "redención del cuerpo", y la resurrección corporal de la muerte, y la aniquilación de ésta, entonces accede a la percepción de una profunda solidaridad corporal con la "espera de la criatura" (Rom 8, 20 s.), tanto en el sometimiento a lo vano y efímero, como en la esperanza universal. Entonces el mundo no se le presenta ya a la fe desde la perspectiva de la "ley". No es, para ella, sólo "mundo" en el sentido de la imperfecta posibilidad del entenderse a sí mismo desde el mundo, sino que la fe percibe el mundo en la perspectiva escatológica de la promesa. El mundo mismo está, junto con ella, sometido a lo vano y efímero y orientado hacia la esperanza. El futuro que la promesa del Dios de la resurrección abre a la fe está dado a la criatura con ella, y a ella con la criatura. La criatura misma se halla en camino, y el homo viator se encuentra, conjuntamente con la realidad, dentro de una historia abierta al futuro.

Así, pues, la fe no cae "en el aire" "entre Dios y el mundo", sino que cae, con el mundo, en aquel proceso que la promesa escatológica de Cristo ha abierto. No es posible hablar de la esperanza creyente en fe y en apertura radical, y a la vez considerar el "mundo" como un mecanismo o como un nexo causal cerrado, contrapuesto objetivamente al hombre. Con ello la esperanza se desvanece, convirtiéndose en la esperanza del alma solitaria encerrada en la cárcel de un mundo petrificado y transformándose en la expresión de un anhelo gnóstico de redención. El hablar de la apertura del hombre se vuelve inconsistente si el mundo mismo no está abierto, sino que es un edificio cerrado. Sin una escatología cosmológica no es posible hablar de la existencia escatológica del hombre. Por ello, la escatología cristiana no puede estar de acuerdo con el concepto kantiano de fe y de realidad. Tampoco el modo de la experiencia del mundo es un adiaphoron. Antes bien, la imagen del mundo y la fe son inseparables precisamente porque la fe no puede permitir que el mundo se convierta ni en la imagen de la divinidad ni en la imagen del hombre.

 

6. "REVELACIÓN PROGRESIVA"

Y ESCATOLOGÍA BASADA EN LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN

La vieja idea de concebir la revelación de Dios como una "revelación progresiva" iba guiada por el propósito de concebir la revelación históricamente, y la historia del mundo como revelación. Tales ideas proceden de la teología federal tardía (J. Coccejus), así como de la teología de la historia cultivada por el pietismo primitivo, es decir provienen de la llamada teología "profética" y "económica" de los siglos XVI y XVII 84. Frente a la concepción ortodoxa —supranaturalista y doctrinaria— de la revelación, la Biblia es leída aquí como un libro histórico, como el comentario divino a las acciones divinas aparecidas en la historia del mundo. Esta nueva concepción histórica de la revelación se hallaba fundamentada en un renacimiento del quiliasmo escatológico, que se dio en la época posterior a la Reforma. Era el comienzo de un pensamiento nuevo, escatológico, que dio vida al sentido de la historia. Por ello, la revelación en Cristo fue percibida históricamente como estadio de transición de un proceso del "reino de Dios", que seguía hacia adelante, y se entendió como un datum del futuro, como un datum último, pero que apuntaba más allá de sí mismo. La revelación de Dios no es, según esto, un "instante eterno", y el eschaton que en ella aparece no es un futurum aeternum, sino que la revelación en Cristo es el momento último, decisivo, en el proceso de una historia del reino, cuya prehistoria comienza con el pecado original, pero también ya con la creación —bien con el protoevangelio, Gen 3, 15, o con la promesa de la semejanza divina, Gen 1, 28—, y cuya historia final va, tanto histórica como noéticamente, más allá de la revelación en Cristo.

Esta revelación en Cristo queda integrada así en una historia superior de revelación, cuya progresividad se expresa en la idea del despliegue escalonado y graduado de la salvación, de acuerdo con un plan salvífico trazado de antemano. Esta teología histórico-salvífica del "plan" posee muchos paralelismos sorprendentes con el deísmo científico-natural de los siglos XVII y XVIII y es, en su totalidad, un piadoso retoño de la época ilustrada. Por ello puede presentarse tanto de un modo pietista como de un modo racionalista, tanto con categorías tomadas de la historia de la salvación como con categorías tomadas de la historia del progreso 85. Su auténtico pathos reside, sin embargo, no tanto en la aclaración del plan salvífico de Dios en la historia, sino más bien en el hecho de desarrollar un "sistema de esperanza" (J. A. Bengel) basado en los testimonios de la Escritura acerca de la historia —testimonios que históricamente se remiten unos a otros y apuntan por encima de sí mismos—, y en dar respuesta con ese sistema a la pregunta por el futuro y por la meta de la revelación de Cristo para los pueblos, para la corporeidad, para la naturaleza y para Israel.

Esta teología de una progresiva revelación histórico-salvífica de Dios en la historia —pensada como saber esotérico propio de círculos iniciados—, es "económica" en el sentido de que hace conocer las "economías", los actos salvíficos de Dios en el pasado, y de esta manera absorbe, en historia aprehendida, la historia pasada, y por otro lado deduce, de los caminos de Dios en el pasado, conclusiones para su obrar futuro. Esa teología es, en este último sentido, "profética", porque intenta proyectar y desvelar el futuro a base de las profecías y de los acontecimientos del pasado, que apuntan hacia más allá del presente.

La verdad de esa teología reside seguramente en que se decidió a preguntar por la tendencia interna y por el horizonte escatológico de futuro que se dan en la revelación histórica de Dios. Pero su tentación hay que verla en el hecho de que intentó experimentar la progresividad escatológica de la historia de la salvación a base de "signos de los tiempos" distintos de la cruz y de la resurrección: a base de una decadencia-interpretada de manera apocalíptica —de la iglesia y de un envejecimiento del mundo, o a base de un progreso-interpretado de manera optimista— de la cultura y del conocimiento; es decir su tentación estuvo en el hecho de que la revelación se convirtió en un predicado de la historia, y la "historia" pasó a ser, a la manera deísta, un sustituto de Dios.

La condición de posibilidad de esta teología histórico-salvífica se encuentra en el renacimiento del esperar y el pensar apocalípticos, renacimiento que tanto desde un punto de vista teológico como desde una perspectiva profana se encuentra asociado con el nacimiento de la "edad moderna".

Se trata, sin embargo, de una apocalíptica en sentido cosmológico e histórico-mundial, que descansa en una demostración histórico-teológica de Dios hecha a base de la historia. Esa apocalíptica no ha pasado por el fuego de la crítica kantiana y no se ha expuesto nunca a esa crítica, ni siquiera en sus representantes del siglo xix; y, a su vez, apenas ha criticado tampoco a esa crítica. Cuando aparece en la teología romántica de la historia de la salvación propia del siglo xix, mantiene totalmente ese carácter aerifico. Pero ello hizo que no se aviniese jamás realmente con el espíritu de la edad moderna y que cayese en el alejamiento propio de una esotérica doctrina eclesiástica. Con todo, el contenido de verdad de este pensar teológico no queda ya liquidado por esto. Su polémica oculta contra un materialismo abstracto y contra un historismo ahistórico debe ser tenida en cuenta, aun cuando, vista en su conjunto, esa polémica no tuviera éxito.

En el pietismo de Wurttemberg, en J. A. Bengel y en Fr. Oetinger, la historia fue entendida como un "organismo" viviente. La Theologia ex idea vitae deducía, 1765, de Oetinger, introdujo en la teología el concepto de vida, y con ello intentó hacer sitio a un pensamiento integral 86. Este concepto de vida y de organismo no tenía tanto una orientación naturalista, sino, más bien, una orientación escatológica, dirigida hacia la aguardada aparición de la gloria celestial de la vida en la resurrección. El concepto citado tenía su frente polémico en la imagen mecanicista del mundo, propia de la ciencia natural de la Ilustración, y en el subjetivismo idealista vinculado con aquella imagen. Lo histórico no debía ser sometido a cálculo, como si fuese una colección de hechos que se encuentran fuera del hombre, sino que debía ser entendido como una "corriente vital" que abarcaba "orgánicamente" al hombre. Aun cuando las expresiones utilizadas procedían de la vida de la naturaleza y parecían poco aptas para aprehender la historia, la crítica expresada en ellas a L'homme machine de Lamettrie y al ahistórico materialismo científico-natural de la Ilustración de Europa occidental es una crítica que merece consideración.

La impresión de la "máquina del mundo" y del "bosque" que se ha convertido en "troncos" es impugnada con la teología vitalista de estos cultivadores de la historia de la salvación. Con ello los nuevos conceptos centrales —es decir "historia" y "vida"— adquieren importancia en orden a superar la escisión moderna en "subjetividad y cosificación". Puede suponerse que Hegel tomó tales conceptos, también en este sentido, de la tradición württemburgense. En todo caso, está de acuerdo con las intenciones de Oetinger lo que Karl Marx dice al afirmar en su crítica al materialismo abstracto de las ciencias naturales y a Ludwig Feuerbach, lo siguiente:

Tan pronto como se expone este proceso vital activo, la historia deja de ser una colección de hechos muertos, como ocurre en los empiristas, que son todavía muy abstractos, o una acción imaginada de sujetos imaginados, como ocurre en los idealistas. 87

Ambas abstracciones —la subjetividad y la cosificación— adquieren realidad y pierden su carácter abstracto y ahistórico en el proceso dialéctico. El problema está tan sólo en saber en qué consiste ese proceso, de qué es proceso, y hacia dónde camina.

Por otro lado, la idea de la historia de la salvación encierra un matiz acentuadamente antihistoricista. Auberlen declaraba:

La tarea actual de la teología consiste en superar el ahistórico historicismo racionalista... mediante el conocimiento de la historia sagrada. 88

En esta frase es notable tan sólo la afirmación de que el historicismo es "ahistórico". Su superación por un conocimiento —evidentemente no racional— de la "historia sagrada" no pasa de ser algo ilusorio, en tanto no se pueda alcanzar una nueva comprensión de la ratio. La teología histórico-salvífica no logró jamás modificar con su crítica los principios mismos del entender histórico, y por ello, en la época de las investigaciones histórico-críticas, aparece siempre como un anacrónico encubrimiento de la crisis en que había caído, en la edad moderna, la teología de la revelación. El "desencantamiento" de la historia por la ciencia histórica no puede ser abolido de nuevo por un encantamiento romántico, metahistórico, creyente, de la historia. Sólo cuando a la ciencia histórico-crítica se la muestra que su presupuesto y su principio metódico están constituidos por su propia historicidad, puede realizarse en ella la posibilidad de entender "históricamente" la historia y de superar un "historicismo ahistórico". La teología histórico-salvífica tradicional se relaciona con la crítica de la ciencia histórica de modo semejante a como la doctrina de Goethe sobre los colores se relaciona con el análisis de la luz por Newton. Tiene en su favor categorías poéticas y estéticas, pero no categorías con las cuales sea posible aprehender y modificar la realidad de la historia actual.

Mas el auténtico propósito de la teología histórico-salvífica estaba no tanto en la aprehensión metahistórica de la "historia sagrada", sino, más bien, en la mostración de que el horizonte de la revelación es un horizonte escatológico e histórico-universal. Este propósito es el que se encuentra a la base del concepto de "revelación progresiva".

Como hemos mostrado, cuando se halla bajo la influencia de una escatología trascendental la revelación se vuelve indiferente con respecto a los tiempos de la historia. Todos los tiempos se tornan igualmente inmediatos a la eternidad, y la historia transfórmase en la síntesis de lo efímero y pasajero. Con razón dice R. Rothe, en su famoso artículo sobre la revelación:

Esta (la Escritura) nos muestra una revelación estructurada de un modo completamente distinto. La Escritura describe la revelación sobre todo como una serie —como una serie siempre coherente— de hechos históricos y de actos históricos prodigiosos, a los que se asocian luego de múltiples formas, en una determinada conexión pragmática con ellos, las inspiraciones sobrenaturales dadas a los profetas, las cuales son como visiones y como interpelaciones internas hechas por el Espíritu de Dios, no tanto para comunicar nuevos conocimientos religiosos doctrinales, cuanto para aludir a futuros acontecimientos históricos.89

Ambas formas de revelación, la "manifestación externa" y la "inspiración interna" —a las que frecuentemente se califica de "revelación por los hechos" y "revelación por la palabra"—, están condicionadas históricamente; de ello se sigue que la revelación divina se realiza poco a poco —mediante la dialéctica de acontecimientos que son anunciados de antemano y que ocurren— y tiende hacia un final en el cumplimiento de sí misma.

El desarrollo progresivo del reino del redentor es a la vez una revelación constantemente progresiva de la verdad y de la perfección absolutas del mismo. 90

Tenemos, pues, que R. Rothe —como luego, con modificaciones, también Biedermann y E. Troeltsch— entiende sin duda la revelación de Dios como revelación de sí mismo, pero vinculándola, sin embargo, con la idea —de orientación histórico-salvífica— de una realización progresivo-escatológica, dialécticamente progresiva, del sí-mismo del revelador. Pero esto significa que la historia actual, la historia de la edad moderna en su progresividad de cultura, ciencia y técnica, debe ser presentada como un momento en el proceso de la revelación —que se realiza a sí misma— de Dios y de su reino. La teología de la revelación progresiva, propia de la cultura protestante, tuvo por ello que responder a la pregunta apologética que un cristianismo superado y anticuado hacía por su propia actualidad, diciendo que ella mostraba el oculto cristianismo, o la oculta historicidad del reino, propios de la edad moderna, que supera el cristianismo tradicional. "¿Por qué la iglesia se niega al desarrollo actual?", preguntaba R. Rothe, y respondía:

Oh, lo escribo con sonrojo: por miedo de que peligre la fe en Cristo. Para mí esto no es fe, sino pusilanimidad. Pero ésta es precisamente la consecuencia de aquella falta de fe en el dominio real, en el dominio efectivo del salvador sobre el mundo.91

E. Troeltsch formulaba así la pregunta:

¿Podemos situarnos todavía en la continuidad del cristianismo, o avanzamos hacia un futuro religioso que no es ya cristiano? 92

Su respuesta era la idea de una revelación progresiva, que en cada época reduce a síntesis, de manera nueva, el espíritu del tiempo y el mensaje cristiano tradicional. Preguntas y respuestas similares estaban vivas en los círculos que rodeaban a los Blumhardts y entre los "religioso-sociales".

Aun cuando la teología de la revelación progresiva no ha conseguido realizar nunca una "superación de la edad moderna" (Rosenstock-Huessy), sin embargo en ella se encuentran ciertos factores que no quedan liquidados ya por el hecho de que una escatología trascendental vuelva indiferentes todos los tiempos de la historia. Aun cuando la idea de la historia de la salvación es anacrónica en filosofía y deísta en teología, en ella se ha conservado, sin embargo, la pregunta por el horizonte escatológico de futuro que la revelación de Cristo tiene para el mundo que se encuentra en historia. Es decir, los temas de la teología de la historia de la salvación —el envío a los pueblos, el diálogo sobre el futuro de Israel, el futuro de la historia universal, de la criatura y del cuerpo— son los auténticos temas de la escatología cristiana en cuanto tal; lo que ocurre es que esos temas no pueden ser pensados de manera histórico-salvífica en el sentido tradicional. La pregunta decisiva es la de si la "revelación" es la interpretación iluminadora de un oscuro proceso vital actual en la historia, o si es la revelación misma la que implanta, impulsa y dirige el proceso de la historia; es decir la cuestión, como Barth preguntaba, es si la revelación debe ser entendida experimentada, aguardada y querida —en obediencia— como un predicado de la historia, o la historia como un predicado, de la revelación escatológica.

 

7. LA "HISTORIA" COMO REVELACIÓN INDIRECTA

DE SÍ MISMO POR DIOS

Un ensayo, en muchos aspectos todavía no concluso, para desligar de la filosofía de la reflexión, propia de la subjetividad trascendental, el pensar teológico de la "revelación de sí mismo" por Dios lo tenemos en el folleto programático titulado Offenbarung ais Geschichte (Revelación como historia), 1961, de W. Pannenberg, R. Rendtorff, U. Wückens y T. Rendtorff.93

La impresión —surgida a partir de la crítica de Kant y del concepto de ciencia basado en esa crítica— de la indemostrabilidad de Dios y de su obrar en la historia, y de la incomprobabilidad objetiva de la revelación, había forzado a la teología a hablar de revelación ya tan sólo en el marco y en el contexto de la subjetividad trascendental. Pero no por ello la teología había accedido por fin a su asunto propio, sino que había caído, más bien, en una alianza negativa con una forma determinada —la forma moderna— de experimentar el mundo. Si se quiere romper ese círculo mágico y encontrar una alternativa a ese tipo de teología de la revelación, hay que presentar también, necesariamente, una alternativa al concepto moderno, poskantiano, de ciencia, una alternativa al concepto crítico de razón y a la intelección histórica del trato histérico-crítico con la realidad. Una alternativa a la teología revelada, propia de la fe, tiene que criticar, en ese caso, también aquella crítica del saber emprendida por Kant "para dejar sitio libre a la fe". Tiene que plantear la pregunta por Dios no ya, de modo exclusivo, a partir del carácter de pregunta de la subjetividad del hombre, sino, de manera inclusiva, a partir del carácter de pregunta de la realidad en su totalidad, y tiene que hablar del revelar y del obrar de Dios en ese contexto integral.

Por ello, el punto de arranque del escrito Revelación como historia no está en la demostración de Dios basada en la existencia humana, o en la mostración de que el carácter de pregunta de esa existencia plantea la pregunta por Dios, sino en la demostración de Dios a base del cosmos, o en la mostración de la pregunta por Dios a base de mostrar la pregunta por la realidad en su conjunto. En lugar de la "teología del kerigma" y de la idea de una revelación inmediata de sí mismo por Dios en la palabra que nos interpela, aparece, por ello, el conocimiento de una "revelación indirecta de sí mismo por Dios en el espejo de su obrar histórico".94

Los sucesos, en cuanto acciones de Dios, arrojan luz sobre éste, comunican indirectamente algo sobre Dios mismo. 95

Mas como cada acontecimiento particular, tomado como acción de Dios, ilumina sólo parcialmente la esencia de éste, la revelación —en el sentido de la plena revelación de sí mismo por Dios en su gloria— sólo puede ser posible allí donde el todo de la historia es entendido como revelación.

La historia en cuanto totalidad es, por tanto, revelación de Dios. Como todavía no ha concluido, sólo desde el fina] resulta cognoscible como revelación, 96

Por ello, la plena revelación de sí mismo por Dios "no tiene lugar en el comienzo, sino al final de la historia reveladora" 97. Los apocalípticos del judaísmo tardío previeron, en visiones extraordinarias, semejante final de la historia en la resurrección universal de los muertos. Por esto, el final de la historia ha acontecido ya anticipadamente en el "destino" (de resurrección) de Jesús de Nazaret. Pues con su resurrección ha ocurrido ya en él lo que todavía nos aguarda a todos los demás hombres 98. Si la resurrección de Jesús es la "realización anticipada", la anticipación, la proíepsis del final universal, entonces, consecuentemente, en el destino de Jesús Dios se ha revelado indirectamente como el Dios de todos los hombres."

Esta teología de la historia universal se presenta por lo pronto, evidentemente, como una ampliación y superación de la cosmoteología griega. Viene a sustituir al argumento cosmológico, el cual concluía, de la "realidad del cosmos", a la única arc h divina, y de esta manera mostraba un monoteísmo cosmológico, una teología basada en la historia, que, por el mismo procedimiento, concluía, de la unidad de la "realidad como historia", al Dios único de la historia 100.

El método gnoseológico sigue siendo el mismo, sólo que, en lugar del cosmos cerrado en sí mismo, que, en el eterno retornar de lo mismo, con su simetría y su armonía, se convierte en teofanía, aparece un cosmos abierto al futuro, dotado de una propensión teleológica. La "historia" se convierte de este modo en la síntesis de la "realidad en su totalidad" 101. En lugar de la cúspide metafísica de la unidad del cosmos, aparece el punto escatológico de la historia en que ésta alcanza su unidad y conquista su meta. Así como desde aquella cúspide metafísica de unidad podía conocerse el cosmos como revelación indirecta de Dios, así ahora al final de la historia se puede conocer la historia como revelación indirecta de Dios. Como aquí se conserva el mismo método de obtener el conocimiento a base de concluir "hacia atrás" —"en el espejo de sus acciones históricas"—, ello hace que, por principio, ese conocimiento sólo resulte posible post festum y a posterior!, volviendo la mirada hacia atrás, hacia los hechos consumados y hacia los vaticinios cumplidos en la historia.

Pero esto sería conocer a Dios con los ojos de la "lechuza de Minerva", que, según Hegel, sólo emprende su vuelo "cuando una figura de la vida ha envejecido y se ha consumado" 102. En lugar de la teología del kerigma, que percibe a Dios en el acontecer de la palabra que nos interpela, aparece ya ahora una teología de la historia, que escucha a Dios en el "lenguaje de los hechos". Así como en la cosmoteología griega el ser eterno de Dios aparece indirectamente en lo que es y puede ser averiguado a partir de esto, así aquí la esencia de Dios sería reconocida en el haber-sido de la historia. Es verdad que la circunstancia de que el "final de la historia" no esté todavía ahí, sino que, a lo sumo, haya ocurrido anticipadamente en el destino de Jesús, hace que también el conocimiento de Dios en la historia sea siempre un conocimiento tan sólo proléptico, anticipador. Sin embargo, el conocimiento fundamental veterotestamentario de que "la historia es el acontecer distendido entre promesa y cumplimiento", del cual partieron Pannenberg y Rendtorff, es abandonado, en el fondo, en favor de una escatología de la historia universal, que se confirma en la "realidad en su totalidad", superando así la cosmoteología griega.103

Esta escatología deriva su carácter escatológico tan sólo del hecho de que todavía no es posible contemplar la realidad en su totalidad, porque aún no ha llegado al final. Pero con ello el Dios de promesa del antiguo testamento corre peligro de convertirse en un Theos epiphanes, cuya epifanía será la totalidad de la realidad en su consumación. El mundo será alguna vez teofanía, revelación indirecta, en la totalidad de sí mismo por Dios. Como la totalidad no está aún ahí, surge una apertura de la realidad hacia el futuro y una "provisionalidad", cualificada escatológicamente, de todo conocimiento del mundo y de Dios. Pero esto significaría que subsisten básicamente las estructuras mentales de la cosmoteología griega, sólo que se las utiliza de manera escatológica. El conservado procedimiento conclusivo hacia atrás lleva aquí a una intelección del "hecho histórico" que, con el concepto —implícito en ella— de ser, de "espejo" y de "imagen", parece resistirse a una unión con el creer y el esperar e incluso con la "historia"104. No queda claro si en lugar de la teofanía en la naturaleza aparece sólo una teofanía en la historia en cuanto naturaleza abierta al futuro, o si se piensa en la condición, radicalmente distinta, de la posibilidad de percibir la realidad como historia a partir de la promesa.

Esta teología de la historia contrapuesta a la teología de la palabra, permanece expuesta a la crítica que Kant hizo a la metafísica teológica, en tanto ella misma no reflexione críticamente sobre la condición de posibilidad de percibir la realidad como historia en el sentido cualificado escatológica y teológicamente. Si se dice que este "teología de la historia" se distingue de la tradicional teología histórico-salvífica por el hecho "de que, por principio, quiere ser verificable en la ciencia histórica" 105, ocurre que es precisamente esa tesis la que no se puede sostener en tanto no se modifique el concepto de lo "científico-histórico" y no se le dé una nueva forma, a partir precisamente de la teología de la historia.

Mientras en esta teología de la historia "Dios" sea considerado como aquello por lo que se interroga en la pregunta por la unidad y la totalidad de la realidad, el punto de partida es aquí, evidentemente, distinto que en la pregunta por Dios y por su fidelidad a la promesa en la historia, pregunta que es suscitada tan sólo por la promesa y por la esperanza, tal como ocurre en el antiguo testamento. De aquí se deduce que la cuestión, elaborada por Pannenberg, de una paralela comprensión del mundo por la teología, o de una confirmación de las palabras de Dios en el todo de la realidad, es, a pesar de todo, tan irrelevante como la cuestión de una paralela comprensión de sí mismo, o de una confirmación de las palabras de Dios en la existencia humana, que encontramos en Buitmann. La "teología de la historia" es, más bien, un necesario complemento de la "teología de la existencia humana".

La polémica entre teología de la palabra y teología histórica de la revelación es insoluble en tanto estos dos productos últimos de la abstracción, basados en la filosofía de la reflexión, no sean superados en una tercera entidad que los envuelva y que esté abierta. Este intento lo tenemos en un segundo propósito del escrito Revelación como historia, en el concepto de historia de la tradición 106. Al entender la historia como historia de la tradición, no se pretende ya ofrecer una alternativa a la teología del kerigma, como en la expresión —pensada con intenciones polémicas— de "lenguaje de los hechos", sino que se realiza el intento de volver a reunir lo que se había separado —a saber, "palabra", acontecer de la palabra, interpretación, valoración, etc., por un lado, y factum, hechos y conexiones de hechos, por el otro—. La teología histórica del "lenguaje de los hechos" no se refiere a los bruta facta, tal como éstos se le aparecen a la ciencia histórica positivista, como productos últimos de una abstracción de la tradición, sino que se refiere a este divino "lenguaje de los hechos en el contexto del nexo de tradición y expectación, dentro del cual ocurren los sucesos" 107. En este sentido "la historia es siempre también historia de la tradición".108

La historia de la tradición debe ser considerada precisamente como el concepto más profundo de historia en general. 109

Los acontecimientos que revelan a Dios deben ser tomados en y con el contexto de la tradición, dentro del cual han ocurrido y junto con el cual tienen su significado originario. La separación moderna entre factum y "significado" es eliminada así en esta concepción de la historia como historia de la tradición, de manera análoga a como ocurre en la "teología del acontecer de la palabra" de G. Ebeling. Si en esta última teoría los acontecimientos adquieren vigencia con la palabra con la cual se anunciaron primigeniamente, aquí las palabras y las tradiciones adquieren vigencia con los acontecimientos históricos.110

Pero el problema decisivo está en cómo se supera la escisión cartesiana y kantiana entre la realidad y su percepción. El propósito de tomar los acontecimientos efectivos en su originario contexto de experiencia y de tradición, en el cual se dejaron oír entonces, puede tomar como punto de partida tanto —hermenéuticamente— el acontecer en la palabra, como —desde el punto de vista de la historia universal— el acontecimiento en el todo de la realidad histórica. Pero ambos procedimientos deben someterse a la crítica científico-histórica que la conciencia moderna ejerce y tiene que ejercer sobre las tradiciones. Jamás se ha discutido que el pasado sale a nuestro encuentro en el "lenguaje de la tradición", y que solamente en él es accesible. Lo que se discutía era sólo si este "lenguaje de la tradición" "armoniza" con respecto a la realidad accesible a la crítica científico-histórica. A partir de la Ilustración la crítica científico-histórica ejercida sobre las tradiciones cristianas presupone, con creciente radicalidad, una crisis de las tradiciones, cuando no una ruptura revolucionaria con la tradición. 111

A partir de esta crisis y de esta crítica, la "tradición" ha dejado de ser "lo obvio y normal". La relación con la historia como tradición se ha vuelto refleja y ha perdido su inmediatez. Por ello, si se quiere entender la "historia como tradición", es preciso conquistar un nuevo concepto de "tradición" que integre en sí tanto la crítica científico-histórica como la conciencia de crisis —propia de aquélla— acerca de la historia, sin negarlas ni banalizarlas. Este problema no queda solucionado ya por el mero hecho de mostrar que, a través de muchos caminos verdaderos y errados, también el moderno pensar histórico procede, desde el punto de vista de la historia como tradición, del pensar histórico de la Biblia, pues de lo que se trata no es, en efecto, de cuál sea el origen de la conciencia histórica moderna, sino más bien de su futuro.

Desde un punto de vista teológico aparece como especialmente difícil la tesis de que la resurrección de Jesús de entre los muertos es la prolepsis comprobable por la ciencia histórica, la anticipación y adelantamiento del final de la historia universal, de tal manera que en ella el todo de la realidad como historia pudo ser contemplado de manera provisional. La tesis de que este acontecimiento de la resurrección de Jesús tiene que ser, por principio, verificable por la "ciencia histórica", tendría que modificar antes el concepto de lo científico-histórico de tal manera que consienta una resurrección por Dios y pueda permitir conocer, en esa resurrección, el anunciado final de la historia. Decir que la resurrección de Jesús es verificable por la ciencia histórica es algo que presupone un concepto de historia que se halle dominado por la expectación de una resurrección universal de los muertos como final y como consumación de la historia. Por ello se da una circularidad de comprensión entre el concepto de historia y la resurrección.

Pero el problema relevante desde una perspectiva teológica es si semejante concepción apocalíptica de la historia —y además, reducida a la expectación de la resurrección universal de los muertos— basta para aprehender las apariciones pascuales del resucitado en el contexto de tradición y de expectación en que las percibieron los discípulos. Si únicamente el "destino" de resurrección de Jesús fuera la anticipación ocurrida del final de toda historia y la anticipación del "destino" que espera a todos los hombres, entonces el mismo Jesús resucitado no tendría ya ningún futuro. Tampoco sería Jesús aquel a quien aguardaría' la comunidad que le conoce; lo que ésta aguardaría sería sólo la repetición del destino de Jesús en ella misma. La comunidad esperaría que en ella se repitiese lo que ya ha acontecido en Jesús, pero no esperaría el futuro del resucitado.

Así como es cierto que las apariciones pascuales de Jesús fueron experimentadas y anunciadas con las categorías apocalípticas de la expectación de la resurrección universal de los muertos y como comienzo del final de toda historia, también lo es que la resurrección de Jesús fue concebida no sólo como el primer caso de la resurrección de los muertos al final de los tiempos, sino como el origen de la vida de resurrección de todos los creyentes. No se dice sólo que Jesús fue el primero en la resurrección, y que los creyentes encontrarán su resurrección como él, sino que se predica que él mismo es la resurrección y la vida, y que, en consecuencia, los creyentes encontrarán su futuro en él, y no sólo como él. Por ello los creyentes esperan su propio futuro al esperar el futuro de Jesús.

El horizonte apocalíptico de expectación no basta en modo alguno para entender la apocalíptica pos-pascual de la comunidad. En lugar de la autopreservación apocalíptica para el final, aparece el envío de la comunidad. Este envío sólo resulta inteligible si el mismo Cristo resucitado tiene todavía un futuro; un futuro universal para los pueblos. Sólo entonces puede tener un sentido histórico la vida de la comunidad enviada en apostolado a los pueblos. El horizonte apocalíptico, histórico-universal, de interpretación del todo de la realidad es secundario frente al horizonte de historia de promesa y de historia de envío propio de esa modificación del mundo.

Finalmente, vistas las cosas desde una perspectiva teológica puede ocurrir que el hecho de que el significado teológico de la cruz de Jesús quede pospuesto a su resurrección, dependa de la unilinealidad de la apocalíptica histórico-universal. Entre las expectaciones de la apocalíptica cristiana se encuentra la cruz de Jesús. Por ello toda escatología cristiana de la resurrección lleva impreso el carácter de una eschatologia crucis. Esto constituye algo más que una simple cesura en el contexto histórico tradicional de las expectaciones apocalípticas. La contradicción de la cruz impregna también la existencia, el camino y el pensamiento teológico de la comunidad en el mundo.

Si el propósito del programa expuesto en el escrito Revelación como historia quisiera ser el delinear, a partir de la esperanza de resurrección, conceptos teológicos y modos de trato teológico con la realidad, para no permanecer por más tiempo en la mencionada alianza negativa con el espíritu de la edad moderna, entonces ese propósito se halla en total correspondencia con la exigencia, planteada por Barth y por Bonhoeffer, de atestiguar y exponer consecuentemente el "dominio de Cristo" hasta en el interior de la realidad del mundo. Queda por resolver si es adecuado el hablar de la "confirmación de la divinidad del Dios bíblico en la totalidad de cada experiencia de la realidad" 112, pues esa tarea tenderá menos a una confirmación o a una superación, que al conflicto y la diferencia. La utilización acrítica de conceptos tales como "historia", "científico-histórico", "hechos", "tradición", "razón", etc., en un sentido teológico, parece indicar que el ateísmo metódico, práctico e ideológico de la edad moderna más bien es dejado de lado y evitado que tomado en serio. Pero si precisamente ocurre que ese ateísmo procede —como lo han comprendido de manera profundísima Hegel y Nietzsche— de una percepción nihilista del "viernes santo especulativo": "Dios ha muerto" 113, entonces, propiamente, la única manera de hacer teología frente a esta realidad, frente a esta razón y frente a una sociedad estructurada del modo como lo está, sería hacer teología de la resurrección; y ello, en forma de escatología de la resurrección como futuro del crucificado. Semejante teología debe aceptar la "cruz del presente" (Hegel), el ateísmo y el abandono de Dios, y demostrar práctica y teóricamente en ello el "espíritu de la resurrección". Pero entonces la revelación de Dios no se mostraría y confirmaría como historia de esta sociedad, sino que sería ella la que abriría a esta sociedad y a esta época el horizonte escatológico de la historia. Para los teólogos no se trata sólo de interpretar de otra manera el mundo, la historia y el ser humano, sino de modificarlos en la expectativa de una modificación divina.

 

8. LA ESCATOLOGÍA DE LA REVELACIÓN

El que la revelación de Dios, que es atestiguada en las Escrituras bíblicas, sea entendida como una "epifanía del presente eterno", representa siempre, en última instancia, un influjo de la forma griega de pensar y de preguntar. Esta epifanía alude más bien al Dios de Parménides que al Dios del éxodo y de la resurrección. La revelación del Cristo resucitado no es una forma de esta epifanía del presente eterno, sino que obliga a entender la revelación como apocalipsis del prometido futuro de la verdad. En este futuro de la verdad, manifiesto en la promesa, el hombre experimenta la realidad como historia en sus posibilidades y en sus peligros, y en ese momento se le desmorona la idea fija de la realidad como imagen de la divinidad.

La teología cristiana habla de la "revelación" cuando conoce y predica, en virtud de las apariciones pascuales del resucitado, la identidad del resucitado con el crucificado. Jesús es percibido en las apariciones pascuales como aquél que realmente fue. Esto es lo que sirve de fundamento al recuerdo "científico-histórico" de la fe, que rememora la vida, la obra, las pretensiones y la pasión de Jesús de Nazaret. Pero los títulos aplicados a Cristo, con los cuales se -expresa y se designa esa identidad de Jesús en cruz y en" resurrección, se adelantan todos, a la vez, hacia el futuro del resucitado, futuro que aún no ha aparecido. Así, pues, las apariciones pascuales y las revelaciones del resucitado son entendidas evidentemente como anticipo y promesa de su todavía futura gloria y de su todavía futuro dominio. En las apariciones pascuales Jesús es visto como el que realmente será. El punctum saliens de una comprensión cristiana de la revelación no se encuentra, por esto, ni en lo "que se dejó oír en el hombre Jesús" (Ebeling), ni tampoco en el "destino de Jesús" (Pannenberg), sino, uniendo ambas cosas, en la identidad de Jesús en la diferencia cualitativa de cruz y resurrección. Esta identidad en la contradicción infinita es entendida teológicamente como un acontecimiento de identificación, como un acto de la fidelidad de Dios. En esto se basa la promesa del futuro, no llegado aún, de Jesucristo. En esto se basa la esperanza que conduce a la fe a través de la asechanza de la muerte y del mundo abandonado por Dios.

La "revelación" dada en este acontecer no tiene el carácter de un esclarecimiento, mediante un logos, de la realidad actual del hombre y del mundo, sino que aquí tiene, de manera constitutiva, básica, el carácter de la promesa, siendo por ello de naturaleza escatológica. La "promesa" es, por principio, algo distinto de un "acontecer verbal", que reduce a verdad y a armonía al hombre y a la realidad que afecta a éste. La "promesa" es también, por lo pronto, algo distinto de una visión —orientada escatológicamente— de la realidad como historia universal. La promesa anuncia una realidad en virtud del futuro de la verdad que todavía no está ahí. La promesa mantiene una específica inodaequatio reí et intellectus con respecto a la realidad presente y dada. Por otro lado, no sólo se adentra anticipadamente en el vestíbulo histórico de lo real-posible y lo ilumina. Más bien, es "lo posible" —y con ello "lo futuro"— lo que surge completamente de la palabra divina de promesa, yendo con ello más allá de lo real-posible y de lo real-imposible. La promesa no sólo ilumina un futuro que de alguna manera es ya inherente siempre a la realidad. Más bien, el "futuro" es aquella realidad en la que la promesa se cumple y se sosiega, porque corresponde del todo y es íntegramente adecuado a ella.

En el acontecimiento al que se califica de "nueva creación de la nada", de "resurrección de los muertos", de "reino" y de "justicia" de Dios, es donde aquella promesa que hay en la resurrección de Jesús encuentra una realidad que es adecuada a ella y que le corresponde del todo. Por ello, la manifestación de la divinidad de Dios depende íntegramente del cumplimiento efectivo de la promesa, de igual modo que, a la inversa, el cumplimiento de la promesa tiene su fundamento de realidad y de posibilidad en la fidelidad y en la divinidad de Dios. En este aspecto, la "promesa" no tiene como función primera y principal la de iluminar la realidad existente del mundo o del ser humano, la de interpretarla, reducirla a verdad y, en una intelección adecuada, conseguir la concordancia del hombre con ella, sino que más bien, en la contradicción a la realidad presente, la promesa abre su propio proceso en torno al futuro de Cristo para el mundo y para el hombre. La revelación, conocida como promesa y aprehendida en esperanza, fundamenta e inaugura con ello un espacio libre de la historia, el cual queda lleno por la misión, por la responsabilidad de la esperanza, por la aceptación del sufrimiento en la contradicción a la realidad y por la partida hacia el futuro prometido.

No por ello se torna superflua, sin embargo, la necesidad de alcanzar una intelección apropiada del existir humano y una orientación en la historia universal. Sólo que ambas cosas —el esclarecimiento de la historicidad de la existencia humana, y la aclaración anticipadora de los nexos y perspectivas de la historia universal— tienen que ser ordenadas al proceso histórico apostólico, al que da vida, en promesa, la revelación de Dios. El acontecimiento de promesa de la revelación de Dios sólo puede ser articulado en y a base del carácter de pregunta propio de la realidad del mundo en su conjunto y propio también del ser humano, pero no se agota en esto ni tampoco se identifica con ello.- Asume a ambos en su propio círculo de problemas, en el cual el saber de la verdad se presenta en la forma de la pregunta abierta hacia el cumplimiento de la promesa.

Si es acertado decir que las apariciones del resucitado deben ser entendidas como anticipo de su propio futuro, entonces hay que concebirlas dentro del contexto de la historia de promesa del antiguo testamento, pero no en analogía con la epifanía —entendida a la manera griega— de la verdad. Los testigos de pascua no perciben al resucitado en el resplandor de la eternidad celestial, supraterrena, sino en el anticipo y el comienzo de su futuro escatológico para el mundo. No es para ellos el "Eternizado", sino el "Venidero". No le vieron como alguien que se encuentra en una eternidad intemporal, sino como a aquél que será en su dominio venidero. Por ello se puede decir que el resucitado aparece como el viviente, en la medida en que se encuentra en movimiento, en marcha hacia su meta 114. "El es todavía futuro para sí mismo" 115. Con la resurrección su obra "no está ya terminada, no está aún concluida" 116. Estas frases proceden de la obra tardía de K. Barth, y muestran claramente cuál es la dimensión que debe seguir la revisión de su escatología de eternidad. Las apariciones del resucitado fueron percibidas como promesas y anticipaciones de un futuro que está realmente por llegar. Como en esas apariciones se hizo perceptible manifiestamente un proceso, ellas dieron lugar a un testimonio y a una misión. El futuro del resucitado se hace, pues, presente aquí en la promesa, y es aceptado por la esperanza dispuesta al sufrimiento, y es concebido en un esperanzado pensar crítico sobre los hombres y sobre las cosas.

¿Pero qué significa que el resucitado sea en su revelación la promesa de su propio futuro? Tendría que significar que Jesús se revela y se identifica, en cuanto el Cristo, en identidad y diferencia consigo mismo. Se revela y se identifica como el crucificado y, en esa medida, en identidad consigo mismo. Se revela como el Señor que está en camino hacia su dominio venidero y, en esa medida, en diferencia con lo que será. Por ello, la revelación de su futuro es, en sus apariciones, una revelación "oculta". El es el Señor oculto y el salvador oculto. Gracias a la esperanza, la vida de los creyentes está escondida con él en Dios; sin embargo, lo está en una ocultación que se orienta hacia un desvelamiento futuro, que tiende y empuja hacia éste. El futuro de Jesucristo es, en este contexto, la revelación y manifestación de lo llegado. La fe se dirige, en esperanza y en espera, hacia la revelación de aquello que ha encontrado ya escondido en Cristo, Y, sin embargo, con el futuro del resucitado, con aquello que se promete, se pretende y se ofrece, con su resurrección, va aparejada no sólo una expectación noética.

El futuro del resucitado no es sólo el desvelamiento de algo oculto, sino también el cumplimiento de algo prometido. La revelación hecha en las apariciones de Cristo resucitado debe ser calificada por ello no sólo de "oculta", sino también de "inconclusa", y hay que referirla a una realidad que todavía no está ahí. El final de la muerte y la nueva creación en la cual Dios será todo en todo, en la vida y en la justicia de todas las cosas, no han llegado aún, no han ocurrido ni aparecido todavía, pero están prometidos y garantizados en su resurrección, más aún, están puestos como una consecuencia necesaria justamente con ella. Y así, con el futuro del resucitado va ligada también una expectación creatural.

La palabra en que esto se expresa es, por ello, a la vez evangelium y epangelia. Si, en el contexto de las apariciones pascuales, la "revelación" no se refiere a un proceso concluso en sí, o a la presencia de la eternidad, entonces esa revelación tiene que ser entendida como una revelación abierta, que señala y conduce hacia adelante. De todas maneras, esta apertura escatológica suya no es llenada, continuada y consumada por la iglesia subsiguiente y por su historia. Si la revelación del resucitado está abierta hacia el propio futuro y hacia la propia promesa de éste, entonces la apertura de la revelación al futuro supera toda la posterior historia de la iglesia y es sencillamente superior a ella. El recuerdo de la promesa hecha —de la promesa en su haber sido hecha, no en su haber ocurrido— barrena, como un taladro, en la carne de todo presente, abriéndolo al futuro. En este sentido la revelación del resucitado no es hecha "histórica" por la historia que nolens volens sigue hacia adelante, sino que se encuentra, por así decirlo, como primum movens en la cúspide del proceso histórico. La realidad del hombre y de su mundo se hace "histórica" en ella, y la esperanza puesta en ella se torna pasajera y supera toda realidad, en cuanto ésta es insuficiente. Es la promissio inquieta, de la cual brota en verdad el cor inquietum agustiniano. Es la promissio inquieta que no tolera que la experiencia humana del mundo se convierta en una cerrada imagen cósmica de la divinidad, sino que mantiene abierta la experiencia del mundo hecha en la historia.

Si la revelación es, en este sentido, promesa, hay que referirla al proceso que la misión entabla. El proceso de los testigos de la esperanza escatológica, que tienen que justificar su esperanza ante cada presente; el apostolado, que implica en este proceso al mundo de los pueblos; y el salir desde el presente de un existir humano cerrado hacia el futuro prometido: esta es aquella historia que "corresponde" aquí a aquel tipo de revelación, pues es esta revelación la que le da vida a ella. Conciencia de historia es conciencia de misión, y el saber acerca de la historia es un saber acerca del cambio y la modificación.

Ahora bien, esta revelación de Dios en el acontecer de la promesa sólo puede expresarse con referencia a y en polémica con la concreta experiencia del mundo y de la existencia humana que el hombre hace. En esto reside la justificación de las concepciones antes expuestas de la revelación en el marco de la demostración de Dios a base de la existencia humana o a base de la totalidad de la realidad. Si Dios no es expresado con referencia a la experiencia que el hombre tiene de sí mismo y del mundo, entonces la teología se encierra en el ghetto, y la realidad con la que el hombre trata es abandonada al ateísmo. Desde la época de los primitivos apologetas cristianos, la promissio Dei de que hablan las Escrituras bíblicas es pensada siempre en la forma del logos griego. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que, entre las dos posibilidades extremas del ghetto y de la asimilación, la promissio Dei ha actuado siempre como un fermento de disolución del logos griego, haciendo que la esclarecedora verdad de ese logos fuese escatologizada y, con ello, historificada.

En este proceso la teología puede mostrar también hoy su verdad, de un modo polémico y liberador. Sin embargo, precisamente cuando se pregunta —basándose en la percepción de la revelación de Dios en la promesa— cuál es la luz en que aparecen el ser humano del hombre y la realidad del mundo, se cae en la proximidad de los intentos de las demostraciones de Dios y de la "teología natural".

Según una vieja definición, entiéndese por "teología natural" una theologia naturalis, generalis et inmediata, es decir un conocimiento de Dios puesto conjuntamente con la realidad, un conocimiento accesible a todos, un conocimiento inmediato, no mediado. De él formaban parte el conocimiento de que el mundo es mundo de Dios, o de que lo interrogado al preguntar por el origen o la totalidad de la realidad, es Dios; y, por otro lado, el conocimiento de la especial posición del hombre en el cosmos, un concepto general del ser humano como un ser sometido a la ley de Dios, y el conocimiento de que lo que se busca en esa pregunta que es el existir humano, es Dios. Cualquiera que sea el modo como la teología cristiana presentó las demostraciones de Dios o las mostraciones de la pregunta por Dios, como accesibles a todos, siempre eran presentadas de tal manera que establecían una alusiva y adecuada correspondencia con el conocimiento de Dios "sobrenatural, especial y mediado históricamente".

Fuera lo que fuera lo que la teología occidental tomó y presentó de ese modo como "teología natural", lo cierto es que eso nunca fue "natural", ni "universal-humano" ni tampoco "inmediato". Observando las cosas con mayor rigor, se ve que la "teología natural" contenía siempre conocimientos mediados por la historia, basados en particulares tradiciones espirituales: la Estoa, Platón, Aristóteles, etc. El sano entendimiento humano al que se recurría, aparece siempre como un entendimiento humano que lleva la marca de occidente y que ha tenido un desarrollo histórico. Así, pues, lo "natural" en la "teología natural" no era en modo alguno natural "por naturaleza", sino siempre por historia, y representaba una asimilación de aquello que, en sentido social, se consideraba como natural, es decir como obvio. El Aristóteles al que se consideraba como "santo padre" de la teología natural, no era idéntico en modo alguno al Aristóteles histórico, sino que era una herencia aristotélica elaborada por la teología cristiana. Lo que el cristianismo calificó de "naturaleza" y de "conciencia universal" de Dios, estaba determinado ya desde siempre por aquel contenido hacia el que, como marco universal, debía apuntar. Y así la "teología natural" es de hecho un presupuesto de la teología revelada, en el sentido de que la revelación la presupone para sí, la crea y la traza en su forma especial.

El asunto de la teología natural no por ello queda ya liquidado en modo alguno. Es más, la teología natural forma parte de manera necesaria, de la reflexión sobre la naturaleza y sobre el ser humano a partir de la revelación. Por ello pertenece también, necesariamente, a la teología en general, si ésta quiere expresar la amplitud universal de la revelación de Dios. Mas como presuposición de la teología, forma parte de la exposición del horizonte universal, escatológico, de expectación propio de la revelación. En este sentido tiene razón H. J. Iwand cuando dice:

La revelación natural no es aquello de que venimos, sino la luz hacia lo que caminamos. El lumen naturae es el reflejo del lumen gloriae... La inversión que hoy se exige de la teología consiste en referir la revelación a nuestro eón, y, en cambio, la teología natural al eón venidero.117

En este sentido la "teología natural", la teología de la existencia humana y la teología de la historia, es una aureola, un resplandor de la futura luz divina, que aparece en el material insuficiente de la realidad actual, es un anticipo y un preanuncio de la prometida gloria universal de Dios, el cual se mostrará como Señor a todos y en todo. Lo que se califica de "teología natural" es, en verdad, theologia viatorum, anticipación del futuro prometido, anticipación en la historia a través del pensar obediente. Por ello es siempre histórica, provisional, mudable y abierta. Es un conocer y un reflexionar —basados en la fe y en la esperanza— sobre la realidad en la que cada hombre se encuentra, pero no por ello tiene tampoco en sí el pathos de que sus afirmaciones "se entiendan por sí mismas", sino que es esencialmente polémica o "erística", como dijo A. Brunner. Será preciso invertir las pruebas de Dios, y demostrar, no a Dios a base del mundo, sino el mundo a base de Dios, no a Dios a base de la existencia humana, sino ésta a base de aquél, realizando esto además en una permanente polémica con otras afirmaciones de verdad y otras mostraciones de sentido. En este aspecto la labor de la "teología natural" pertenece, no a los preámbulo, fidei, sino a la fides quaerens intellectum.

El hombre que es tocado por esa revelación divina en promesa, queda identificado —como lo que es—, y a la vez queda diferenciado —como lo que será. Llega a "sí mismo", pero llega en esperanza, pues no ha sido substraído aún a la contradicción y a la muerte. Encuentra el camino hacia la vida, pero oculto en el futuro prometido, no aparecido aún, de Cristo. De esta manera, el que cree se convierte, por su propia esencia, en alguien que espera. Es todavía futuro "para sí mismo", y se está prometido. Su futuro depende íntegramente del final del proceso del resucitado, pues ha apostado su futuro al futuro de Cristo. De esta manera se vuelve acorde consigo mismo in spe, pero desacorde consigo mismo in re. Precisamente el que se confía a la promesa se convierte para sí mismo en enigma y en pregunta abierta, se convierte para sí mismo en homo absconditus. Siguiendo la huella de la esperanza, cae en la búsqueda de sí mismo, se convierte para sí mismo en una pregunta abierta hacia el futuro de Dios. Por ello, el que espera no se encuentra acorde y centrado en sí mismo, sino que es excéntrico a sí, en aquella facultas standi extra se coram Deo, de que hablaba Lutero. Se precede a sí mismo en la esperanza de la promesa de Dios. El acontecimiento de la promesa no le introduce todavía en la patria de la identidad, sino que le inserta en las tensiones y diferencias de la esperanza, de la misión y del extrañamiento. Si la revelación le sale al encuentro como promesa, no le identifica, sin embargo, prescindiendo para ello de lo negativo, sino que le abre al dolor, a la paciencia y al "tremendo poder de lo negativo", como decía Hegel. La revelación le prepara para tomar sobre sí el dolor del amor y el extrañamiento en el Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos y que da vida a lo muerto.

Pero la vida del espíritu no es la vida que se asusta ante la muerte y que se mantiene pura de la desolación, sino la que sabe afrontarla y mantenerse en ella... La fuerza del, espíritu es sólo tan grande como la exteriorización de esa fuerza, su profundidad es sólo tan profunda como la medida en que el espíritu se atreve en su interpretación a extenderse y a perderse. 118

De esta manera la prometida identidad del hombre le introduce en la diferencia del extrañamiento. El hombre se conquista a sí mismo en la medida en que se abandona. Encuentra la vida en la medida en que toma la muerte sobre sí. Llega a la libertad en la medida en que asume figura de esclavo. Así llega a él la verdad que señala anticipadamente hacia la resurrección de los muertos.

Pero si el acontecimiento de promesa de la resurrección identifica al hombre en la medida en que le conduce al extrañamiento de sí mismo, esta experiencia de sí mismo se encuentra directamente asociada con una correspondiente experiencia del mundo. El hombre no se conquista a sí mismo por la distinción de "el mundo", sino por el extrañamiento en él.

Mas ¿de qué manera debe ser experimentado entonces el "mundo"? El mundo no puede ser concebido como un rígido cosmos de hechos acabados y de leyes eternas. Pues allí donde no puede ocurrir ya nada nuevo, la esperanza termina, perdiendo toda probabilidad de que lo esperado se realice. Sólo allí donde el mundo mismo está "lleno de todo lo posible" puede la esperanza actuar en el amor. De la esperanza forma parte el saber que, fuera, la vida está tan poco lista y acabada como dentro, en el yo que trabaja en ese fuera 119. De esta manera la esperanza sólo tiene probabilidad de llevar una existencia llena de sentido cuando la realidad misma se encuentra históricamente en flujo y la realidad histórica muestra un vestíbulo abierto de lo posible. La esperanza cristiana sólo tiene sentido cuando el mundo es modificable para aquél en el cual esa esperanza espera y, por tanto, está abierto para aquello en lo que la esperanza espera: cuando la esperanza está llena de todo lo posible (para Dios) y está abierta a la resurrección de los muertos. Si el mundo fuera un nexo causal cerrado en sí mismo, entonces la esperanza no podría considerarle como el cumplimiento de sí misma, ni tampoco trascenderse o reflexionar sobre sí en lo supramundano. Pero entonces renunciaría a sí misma.

En virtud del futuro prometido de la verdad, el mundo se vuelve experimentable como historia. El sentido escatológico del acontecimiento de promesa de la resurrección de Cristo abre, en recuerdo y expectación, el sentido para la historia. Por ello, todo pensamiento de entender el mundo como un cosmos cerrado en sí mismo, o de concebir la historia como un universum que la verdad divina oculta en sí misma y muestra a partir de sí, se resquebraja y es traspuesto al "todavía no" escatológico. El carácter —determinado por la promesa y por la espera— del trascender y de la provisionalidad de nuestro saber como un saber de esperanza, percibe el abierto horizonte del futuro de la realidad y de esta manera salvaguarda la finitud de la experiencia humana. Pensar conjuntamente a Dios y la historia, •» en base al acontecimiento de promesa de la resurrección de Cristo, no significa demostrar a Dios a base del mundo o a' base de la historia, sino, al revés, mostrar el mundo como historia abierta al futuro y a Dios.

Por ello la teología cristiana no podrá llegar a un acuerdo, sino que tendrá que disociarse del modo de pensar cos-mológico-mecanicista, tal como lo encontramos en las ciencias positivistas, tal como lo encontramos en el positivismo del desencantamiento científico del mundo (por el cual éste no sólo se vuelve "ateo", como decía Max Weber, sino que se convierte también en un mundo sin alternativa, sin posibilidades y sin futuro) y tal como lo encontramos en las realidades cosificadas e institucionalizadas de la civilización científica de la edad moderna, la cual, asimismo, al perder el futuro, corre peligro de perder también su propia historicidad.

Pero la teología sólo podrá desligarse y disociarse de ello disolviendo ese pensamiento y esas realidades y esforzándose en situarlas en el movimiento escatológico de la historia. No podrá liberarse retrocediendo a una glorificación romántica de la realidad. El "tronco" no se convierte de nuevo en "bosque", la "ciencia histórica" no se transforma otra vez en "historia sagrada", y las tradiciones de occidente no se convierten de nuevo en contextos inequívocos en la historia de las tradiciones. La experiencia del mundo como historia apenas resulta posible reflexionando otra vez sobre la experiencia de la historia como destino con la misma pasividad con que se sufre el nacimiento y la muerte, o reflexionando sobre la experiencia de la historia como azar. "El anhelo universal de la razón humana se orienta a aniquilar el azar", decía acertadamente W. von Humboldt. Los esfuerzos científicos y técnicos de la edad moderna tienden, al menos a partir de la revolución francesa, a provocar el final de esta historia, el final de la historia del azar, de la contingencia, de las sorpresas, las crisis y las catástrofes. Mostrar su propia historicidad a este cosmos científico-técnico que se redondea en sí mismo no significa mostrarle su propia condición crítica, sino mostrarle, a él y a los hombres que en él viven, aquella historia que es experimentada en virtud del futuro prometido de la verdad.

Ambas formas del espíritu —la cosificación del mundo y la subjetividad de la existencia humana— están fuera de la historia que es experimentada en virtud del futuro de la verdad. Por ello, para la teología cristiana "historia" no puede significar que ella anuncie de nuevo la verdad de Dios, en alianza con viejas experiencias de destino y de azar, sino en instalar a ese mismo mundo en el proceso de la promesa y de la esperanza que empuja hacia adelante. El problema de la historia se presenta en la "edad moderna" no tanto como diferencia entre la explicación griega del cosmos y la esperanza histórica de la Biblia, sino como diferencia entre un quiliasmo científico y técnico, que intenta terminar la historia en la historia, y una escatología de la historia, que brota del acontecimiento de promesa de la resurrección y para la cual el "final de la historia" en la "edad moderna" no representa el final prometido y aguardado, de igual modo que tampoco la "edad moderna" puede ser para ella el "tiempo nuevo" en el sentido apocalíptico, que es como se entendía esta expresión. El positivismo al cual Augusto Comte dio originariamente un sentido quiliástico, no puede ser historificado, en consecuencia, más que trascendiéndolo y superándolo escatológicamente por un nuevo horizonte de expectación. Entonces quedarán puestas al descubierto su figura y su significación, así como la finitud de su horizonte de conocimiento.

La teología cristiana puede mostrar su verdad en la realidad del hombre y en la realidad del mundo que afecta al hombre, aceptando la condición de pregunta propia tanto de la existencia humana como de la realidad en su totalidad, e introduciéndola en la condición escatológica de pregunta propia del ser humano y del mundo, abierta por el acontecimiento de la promesa. "Amenazado por la muerte" y "sometido a la nulidad": ésta es la expresión de la experiencia universal de la existencia humana y del mundo. "Remitido a la esperanza": ésta es evidentemente la manera como la teología cristiana asume esas preguntas y las dirige al futuro prometido de Cristo.

 

Notas:

1. J. Weiss

2. Weiss pretende ciertamente eliminar de la teología neotestamentaria el pensamiento ritschleano del Reino de Dios; mas ese pensamiento permanece todavía con firmeza en la teología sistemática y práctica"; 71: "Por tanto, para el cristianismo actual lo que tiene significado normativo no es la figura escatológica de Jesús, sino la imagen ideal propia de la tradición liberal, que lo concebía como maestro de sabiduría moral". "La limitación «histórico-temporal» en la concepción de J. Weiss acerca del significado del motivo escatológico consiste, pues, en que Weiss reconoce a ese motivo, en la predicación propia de Jesús, tan sólo el significado de ser una limitación histórico-temporal".

3. A. schweitzer, Von Reimarus zu Wrede. Eme Geschichte der Leben-Jesu-Forschung, 1906, 322.

4. Ibid., 367. Este pasaje fue eliminado en las ediciones posteriores.

5. Der Romerbrief, 21922, 298.

6. G. Picar, Die Erfahrung der Geschichte, 1958, 42.

7. Así se expresa también G. globge, en R.G.G. 3 IV, 1611: "Bl concepto de revelación pertenece a la escatología".

8. Gldllben wid Verstehen, 3, 1960, 1.

9. Gundiagen der Dogmatifc, 1, 1955, 188.

10. Das christiiche Verstdndnis der Offenbarung, nueva serie 12, 1948, Véase también 5: "En su sentido cristiano, el concepto de revelación signifa manifestación; descubrimiento de una realidad que al hombre le está oculta no sólo de hecho, sino por principio".

11. Glauben und Verstehen, 3, 1960, 2.

12. Cito por la siguiente edición: I. kamt, Zur Geschichtsphilosophie (1784-1798), ed. por A. Buchenau, Berlín 1947, 31 s. Para su análisis y critica véase: hans ubs von BALTASAR, Prometheus. Stud. zur Geschichte des deut-schen Idealismus, 1947, 91 s.; J. taubes, Abendiandische Eschatologie, 1947, 139 s.; H. A. salmony, Kants Schrift: Das Ende aller Dinge, 1962.

13. L. c., 40.

14. Ibid.

16. L. c., 44. El párrafo completo dice así: "Aquí tenemos que habérnoslas (o que jugar) meramente con ideas que la razón se crea a sí misma. Ideas cuyos objetos, si los tienen, se encuentran absolutamente fuera de nuestro campo de visión. Mas aunque son inaccesibles al conocimiento especulativo, no por ello debemos considerarlas como vacías en todos los aspectos. Pues. es la razón legisladora misma la que nos las proporciona con una intención y práctica, no para que cavilemos sobre sus objetos, sobre lo que éstos son en v si mismos y según su naturaleza, sino porque tenemos que pensar sobre ellas a propósito de los principios morales dirigidos al fin último de todas las cosas, con lo cual tales ideas, que de otro modo serían completamente vacías, adquieren una realidad práctica, objetiva. De esta manera se abre ante nosotros un campo libre para dividir este producto de nuestra propia razón, es decir el concepto general de un fin de todas las cosas, según la relación que guarda con nuestra facultad de conocer y para clasificar las ideas que le están subordinadas" (los subrayados son míos).

17. Kant: "El yo fijo y permanente (de la apercepción pura) constituye el correlato de todas nuestras representaciones" (Kr. d. r. Vemunft A 123) (trad. esp.: Crítica de la razón pura 1 y 2. Losada, Buenos Aires <1961 y '1965). "Así, pues, el tiempo, en el que debe ser pensado todo cambio de los fenómenos, permanece y no cambia" (Kr. d. r. Vemunft B 225). "El tiempo no es nada más que la forma del sentido interno, es decir de la intuición de nosotros mismos y de nuestro estado interno" (ibid., B 49). Sobre esto dice G. picht, 1. c., 40: "El presente constante de la eternidad es el fundamento del concepto de tiempo en Kant... Es la experiencia religiosa de la teología transmitida en la metafísica, la cual concibe a Dios como lo absoluto, es decir, como la sustancia inmutable en su presencia eterna".

18. Kritik der reinen Vemunft, B 52.

19. Krítik der praktischen Vemunft, A 174 (trad. española: Crítica de la razón práctica).

20. Ibid., A 72.

21. Ibid., A 191.

22. Ibid., A 74.

23. H. urs VON balThasaR, 1. c., 92.

24. Cito por la edición de la "Phllos. Bibttothek", F. Meiner, 62 b, 1962, 3. Obsérvese la referencia polémica, casi textual, al pasaje de Kant citado en la nota 15.

25. Sobre esto véase G. Rohrmoser, Subjektivitiit und Verdinglichung. Theologie und Geselischaft im Denken des jungen Hegel, 1961, 75 s.; O. Poc-geler, Hegeis Kritik der Romantik, Phil. Diss. Bonn 1956; 3. bíter, Hegel und die franzosische Revolution. AGF des Landes Nordrhein-Westfalen 63, 1956.

26. K. jaspers, Descartes und die Philosophie, 1948, 85.

27. Der Romerbrief, 21922, prólogo VI.

28. IMd., 484.

29. Die Auferstehung der Toten, 1192S, 60.

30. Ibíd., 59.

31. Compárese Der Rümerbrief, '1922, 483, con B. Bultmann, Geschichte und Eschatologie, 1958, 183 s.

32. En Díe Theologie und dte Kirche, Ges. Vortrage, 2, 1928, 240 s.

33. Sobre esto véase, últimamente, th. mahlmann, Das Axiom des Erieb-nisses bei Wllheim Herrmann: NZSTh 4 (1962) 11 s.

34. Gottes Oífentiarung an uns, 1908, 76.

35. Estos son pensamientos y paralelismos que Herrmann sacó de su con tacto con la naciente filosofía de la vida de Bergson, Simmel y Driesch. Veas th. mahlmanm, 1. c., 29: "La vida se crea su propia justificación mediante s' acto (ZThK 12 [1912] 75). Que la vida está fundada en sí misma, que tiene su origen sólo en sí misma, significa, por tanto, que la vida es autoafirmación que realiza continuamente la imposición de si misma, sin que para ello se posible aducir razones".

36. K. babih, 1. c., 262.

37. Ibid., 264.

38. Ibid., 267.

39. Ibid., 267.

40. BE 16, 592. Citado por th. maiomann, 1. c., 21.

41. ZThK 22 (1912) 73. Citado por th. mahlmamn, 1. c., 35.

42. kabl Barth, 1. c., 269.

43. Das christiiche Verstíindnis der Offenbarung, I,

44. Ibid., 9.

45. Ibid., 13.

46. Christiiche Dogmatifc, 1, 1927, 127, 154 s., 140.

47. KirchKche Dogmatifc, 1. 1, 1932, 323.

48. G. gloege, art. "Offenbarung dogm.", en RGG, 'IV, columna 1611. W. pannenberg, Offenbarung ais Geschichte, 1961, 14.

49. En Antwort. Festschr. fiir Karl Barth, 1956, 285.

50. Kirchitche Dogmatik, 2, 1, 716; véase también 1, 2, 55 s.

51. Ibid., 2, 1, 716.

52. Ibid., 1, 2, 125 s. También en Kirchiiche Dogmatik, 1, 1, 488 s., "escatológico" puede significar "la relación con la realidad eterna", y "futuro" significar lo "que viene de Dios a nosotros".

53. O. schnübbe, Der Existenzbegriff in der Theologie R. Buitmanns, 1959, 82..

54. E. fuchs, Hermeneutik, 1954, 30.

55. K. barth, Rudolf Buitmann. Ein Versuch ihn zu verstehen: ThSt 34 (1952) 47: "¿Se le puede hacer justicia si no se ve que —mucho antes de que se apropiase el método y los conceptos de Heidegger— él (Buitmann) pudo aprender, y probablemente aprendió de Herrmann la simplificación, concentración y eticización que le caracterizan, la antropologización del mensaje y de la fe cristianos, pero también su santo respeto a la autonomía "profana" del mundo y de su ciencia, y también su repulsa de una justificación por las obras consistente en considerar como verdaderas cosas que, en realidad, no es posible considerar como tales?"

56. Gteuben und Verstehen, 1, 1933, 2.

57. Ibid., 25.

58. Ibid., 28.

59. Christiiche Weit, 1922, n. 18-22. Ahora en Anfange dialektischer Theologie. 1, ThB 17, 2, 1962, 119 s.

60. Glauben und Verstehen, 1, 1933, 33.

61. Kerigma und Mythos, 2, 1952, 198.

62. Ibid., 187.

63. Sobre la equiparación que Buitmann establece entre la antropología teológica y la antropología de la subjetividad trascendental véase W. anz, Verkiindigung und theologische Reflexión; ZThK 58 (1961) supl. 2, 47 s., especialmente 68 s.

64. Glauben und Verstehen, 3, 1960, 90.

65. Ibid., 3, 102.

66. Philosophie, 2, 1932, 1.

67. Por ejemplo, Kerigma und Mythos, 2, 1952, 192.

68. De civitate Dei, XI, 26. De modo parecido se expresa también en De Kb. arb. II, 3, y en De trinitate, X, 10.

69. Institutio I, 1, 1.

70. WA 40, II, 327 s.

71. descartes, Meditationes de prima philosophia (ed. alemana en Ta-schenausgaben der philos. Bibllothek, 21, ed. A. Buchenau, 1947, III). Sobre la demostración de la existencia de Dios a base de la conciencia inmediata de sí, véase la meditación tercera, 27 s.

72. Wort und Glaube, 1960, 441 s. En 366 se ofrece una argumentación detallada de hasta qué punto el análisis integral de la realidad que hoy aboca al resultado de la percepción del "radical carácter de pregunta propio de la realidad", coincide con la empresa de las denominadas pruebas de la existencia de Dios. Pero Ebeling restringe inmediatamente esa analogía: "A nosotros nos parece que el problema de la verdadera trascendencia aflora en un lugar completamente distinto de aquel en que lo han fijado las llamadas pruebas tradicionales de la existencia de Dios: no en la cuestión del primum movens, o de cosas parecidas, sino en los problemas referentes al ser personal, tales como el problema del sentido, el problema de la culpa, el problema de la comunicación, etc." Pero estos problemas que afloran en el ser personal no son "completamente distintos" de los que plantea la experiencia del mundo.

73. Glauben und Verstehen, 3, 1960, 2.

74. Ibid., 30.

75. Ibid., 21.

76. Ibid., 23.

77. Ibid., 29.

78. Ibid., 29: "En Jesús no apareció una luz distinta de la que resplandecía ya desde siempre en la creación. A la luz de la revelación de redención el hombre no aprende a entenderse de manera distinta a como debía entenderse ya desde siempre a la vista de la revelación dada en la creación y la ley. a saber, corno criatura de Dios".

79. Ibid., 26: "Por tanto, existe una «revelación natural»... Pero... el saber acerca de ella no es saber acerca del mundo, una intuición teísta de Dios, sino que es un saber del hombre acerca de sí mismo".

80. Ibid., 26. Véase también Das Evangelium des Johannes, "1952, 27 s.

81. Glauben und Verstehen, 3, 121: "...su permanente futuricidad es su ultramundanidad"; 3, 165: "...el Dios de la historia... el Dios que está viniendo siempre". Das Urchristentum im Rahmen der antiken Religionen, WSi, 228: "La apertura de la existencia cristiana no acaba nunca".

82. Ya J. Schnlewind vio esto y lo criticó. KuM, I, 100 s., 103: "Cuando se entiende por «actitud escatológica» una vida que se alimenta de lo invisible, de lo indisponible, se concibe con demasiada amplitud el concepto de lo escatológtco, pues entonces coincide con el concepto de la religión en cuanto tal"; 105: "La escatologia pregunta por el eis tí, pregunta por el telos, por el sentido y la meta de este transcurso temporal, pero no por un presente eterno".

83. G. ebeling, Das Wesen des christiichen Glaubens, 1959, 68, 72; Wort und Glaube, 1960, 311. Esto no le impide entender la fe como "fe referida esencialmente al futuro" (248) y decir: "...la fe es futuro" (Wesen des christi. Glaubens, 231). Mas este futuro de la fe que aparece sólo en la reflexión sobre la dimensión de la te misma, es entendido como "futuro puro" (es decir no mediado), o como "futuricídad". Con ello, sin embargo, la fe como esperanza se eterniza. Futuro en cuanto futuricidad y esperanza en cuanto esperar se convierten asi en dimensiones o en dilataciones ex-státicas del "ahora de lo eterno". Véase Theologie und Verkündigung, 1962, 89 s., y la crítica de H. schmidt, Das Verhaltnis von neuzeitlichen WirkUchTceítsverstandnIs und christiichem Glauben in der Theologie G. Ebelings: KuD 9 (1963) 71 s.

84. G. scbbenk, Gottesreich und Bund im alteren Protestantismus, vor-nehmiich bei J. Coccejus, 1923; gr. molleb, Foderalismus und Geschichtsbe-trachtung im 17 und 18 Jh.: ZKG, serie tercera, 1, volumen L (1931) 397 s.; J. moltmann, J. Brocard ais Vorlaufer der Reich-Gottes-Theologie: ZKG, serie cuarta, IX, volumen LXXI (1960) 110 s.; G. weth, Die Heilsgeschichte, 1931; F. W. kantzenbach, Vom Lehensgedanken zum Entwickiungsdenken vn der Theologie der Neuzeit: ZRGG 15 (1963) 55 s.; E. fülling, Geschichte ais Offenbarung, 1956. Para una recensión crítica véase K. G. steck, Die Idee der Heilsgeschichte. Von Hofmann-SchIatter-Cullmann: ThSt 56 (1959). La observación final de Steck, que dice que hoy debemos repensar la afirmación de Fichte: "Sólo lo metafísico, y no, en modo alguno, lo científico-histórico nos hace felices; esto último noe hace únicamente razonables", me parece que no apunta ninguna solución si tenemos en cuenta el contexto en que se encuentra esa frase en Fichte.

85. Recordemos tan sólo el sorprendente paralelismo existente entre qut-Uasmo pietista y quiliasmo ilustrado; recordemos a Bengel y Lessing, Chr. Crusius y Oetinger, Herder y Menken, Hegel y von Hofmann, Rothe y Blum-hardt. Sobre esto véase fb. geblich, Der Kommunismus ais Lehre von Tau-fendjUhligen Reich, 1921.

86. W. A. hauck, Das Geheimnis des Leben. Naturanschauung und Gottes-auffassung F. Chr. Oetinger, 1947.

87. Frühschriften, ed. por Landshut, 1953, 350. Véase también 330: "Entre las propiedades innatas de la materia, el movimiento es la primera y la más destacada, no sólo como movimiento mecánico y matemático, sino aún más como impulso, espíritu vital, fuerza expansiva, como tormento de la materia —para emplear la expresión de BBhme—. ...En su ulterior evolución, el materialismo se vuelve unilateral... La sensibilidad pierde su flor y se convierte en la abstracta sensibilidad del geómetra. El movimiento físico es sacrificado al movimiento mecánico o matemático. El materialismo se vuelve hostil al hombre", porque, como se dice en otros lugares (338, 346, 354), "se excluye a sí mismo de la historia". Esta lucha romántica de Marx contra el materialismo sensible de Feuerbach y contra el materialismo abstracto de las ciencias naturales se repitió prácticamente, durante la revolución rusa, en el conflicto entre Trotzki y Stalin. Trotzkl no concebía al revolucionario como "ingeniero del poder", sino como "médico" en el proceso vital del organismo social. Este conflicto se repitió teóricamente en la discusión entre G. Lukács, K. Korsch y Lenin.

88. Citado por G. wbih, 1. c., 97.

89. R. rothe, Zur Dogmatik, 1863, 59.

90. Ethifc, 1867, 570. Véase también A. E. biedermann, ChristKche Dogma.-tifc, 1884, 987.

91. R. rothe, Vortrdge, 1886, 21.

92. Glaubenslehre, 1925, 49.

93. Véase además: W. pannenbebg, Heilsgescbehen und Geschichte: KuD 5 (1959) 218-237, 259-288; R. rendtorff, "Offenbarung" im Alten Testament: ThLZ 85 (1960) 833-838; kl. koch, S-patisraelitisches Geschichtsdenken: HistZ (agosto 1961); W. pannenbebg, Hermeneutik und Universalgeschichte: ZThK 60 (1963) 90 s.; R. rendtobff, Geschichte und Wort im Alten Testament: Ev. Th 22 (1962) 621 s.

94. Offenbarung ais Geschichte, 1. c; 15.

95. IMd., 17.

96. R. rendtorff: ThLZ, 1. e., 836.

97. Offenbarung ais Geschichte, 95.

98. Ibid., 104.

99. Ibid., 98, 104 s.

100. Sobre la utilización del método regresivo, del método de conducir hacia atrás, véase W. pannenberg, Die Aufnahme des philos. Gottesbegriffs ais dogmatisches Problem: ZKG 70, 1959, 11; id., Heilsgeschehen und Geschichte, 1. c., 129; id., Offenbarung ais Geschichte, 104. Este procedimiento regresivo presupone una vinculación fija de Dios con la historia, sobre cuya base se puede concluir de ésta a aquél. Como éste es también el fundamento de la prueba cosmológica de la existencia de Dios, la "historia" es entendida aquí como teofanía indirecta, de igual modo que lo fue, en su tiempo, el cosmos en la cosmología griega. Pero puede preguntarse si la historia, entendida en este sentido, es entendida bíblicamente.

101. Heilsgeschehen und Geschichte, 1. c., 222.

102. G. W. F. hegel, Grundiinien der Philosophie des Rechtes, ed. por J. Hoffmeister, Berlin «1956, prólogo 17.

103. J. robinsok, Heilsgeschichte llltd Ltchtungsgeschtchte: EvTh 22 (1962) 116, habla hecho ya una observación critica sobre el tema.

104. En esto tiene razón H. G. geyeb, Geschichte ais tíleologisches pto-Mem: EvTh 22 (1962) 103, cuando dice: "Un factum, en cuanto factum ya acabado, ha tenido su tiempo, y la conciencia correspondiente a él es el recuerdo y la forma metódicamente desarrollada de saber científico-histórico propia de éste; en cambio, la promesa tiene todavía su tiempo ante si". De todas maneras, también se da esperanza en el modus del recuerdo y como acontecer histórico que aún tiene ante si su futuro. Sólo que esto tendría que ser formulado con un concepto nuevo de recuerdo y de saber científico-histórico. Véase J. moltmann, Verkilndigung ais Problem der Escógese: MPTh 52 (1963) 24 s.; K. bahth, Rcirnerbrief, 21922, 298: "Lo que no es esperanza es cepo, trampa, traba, algo pesado y esquinado como la palabra realidad; no libera, sino que aprisiona". E. bloch, Das Prinztp Hoffnung, 1, 1959, 242: "El factum es una materia leñosa, ajena a la historia".

105. W. paknenberg, Heilsgeschehen und Geschichte, 1. c., 287.

106. Este giro lo subrayan de manera especial W. Pannenberg y R. Bend-torff en sus artículos publicados en Studien zur Theologie der alttestamentli-chen Vberlieferungen, 1961.

107. W. panmenberg, Offenbarung ais Geschtchte, 1. c., 112.

108. Offenbarung ais Geschichte, 1. c., 112.

109. W. pannembebg, Studien zut Theologie der alttestamentlichen Ober-Ueferungen, 1961, 139. ,

110. Theologie und Verkündigung, 1962, 55.

111. Véase el voto dado por J. Ritter en la discusión sobre la coníerencia de J. pieper, über den Begriff der Tradition: AGF NRW 72 (1958) 45 s.

112. Offenbarung ais Geschichte. 1. c., 104, nota 17.

113. G. W. F. hegel, Glauben und Wissen, Philos. Bibl., 62 b. F. Meiner, 1962, 123 s.

114. K. barth, Kirchiiche Dognzatilc, 4, 3, 377: "El mismo sale aquí a nuestro encuentro como el Viviente, también en el sentido concreto, de que... está, precisamente aquí, en movimiento, está en el camino que le corresponde como mediador humano-divino, está yendo desde su comienzo hacia la meta que ha sido ya acordada y señalada... Como revelador de su obra, él mismo no está todavía en su meta, sino que, más bien, se adelanta hacia ella: va desde su comienzo en la revelación de su vida, hacia la meta de su revelación —no acontecida todavía— de la vida —incluida en la suya— de todos los hombres, de toda criatura, de su vida como nueva creación en una nueva tierra y bajo un nuevo cielo". Mientras que, en la doctrina barthiana de la revelación el acontecimiento de la resurrección se encuentra bajo el signo del "puro presente de Dios", en su doctrina de la reconciliación viene a estar bajo el signo de la "anticipación" de la revelación y consumación universales.

115. Ibid., 378.

116. Ibid., 385.

117. H. J. iwand, Nachgelassene Werfce, 1, Glauben und Wissen, 1962, 290 s.

118. G. W. F. hjsgbl, Phiinomenologie des Geistes, ed. por J. Hoffmelster, PhB, 114, 1949, 29 y 15 (trad. esp.: Fenomenología del espíritu. Fondo de cultura económica. México - Buenos Aires 1966).

119. E. bloch, Das Prinzip Hoffnung, 1, 1959, 225.

 

Falta el capítulo 2: PROMESA E HISTORIA

 

3. Resurrección y futuro en Jesucristo

(Págs. 181-298)

 

1. Evangelio y promesa

Al preguntar por el modo como el nuevo testamento entiende la revelación de Dios, tropezamos con el hecho —que ya conocemos por el antiguo testamento— de que falta un concepto inequívoco de revelación. Por ello, también en este caso lo que en el nuevo testamento se entiende por revelación no debemos entenderlo nosotros a base del contenido y del sentido originario de las palabras utilizadas, sino tan sólo a base del acontecimiento a que tales términos se aplican aquí. El acontecimiento al que en el nuevo testamento se aplican las expresiones que significan "revelar" es el que nos transmite ese dinamismo único y peculiar propio del mesías y de una historia de promesa. En un primer momento podemos expresar la impresión general diciendo que con la cruz y con la resurrección de Cristo comienza a moverse hacia la humanidad la revelación única de Dios, la gloria de su dominio, que encierra justicia, vida y libertad [1]. En el evangelio del acontecer de Cristo, ese futuro es ya un presente en las promesas de Cristo. El evangelio anuncia la irrupción actual de ese futuro; y así, a la inversa, ese futuro se anuncia en las promesas del evangelio. La predicación de Cristo nos sitúa, por tanto, en un acontecer de revelación, que contiene la cercanía del Señor que ha de venir. Con ello vuelve "histórica" la realidad del hombre y pone históricamente en juego esa realidad.

La tendencia escatológica de la revelación de Cristo se pone de relieve en el hecho de que la palabra de revelación es a la vez evangelion y epangelia. J. Schniewind tiene razón al afirmar que la epangelia es en la teología paulina el "complemento del evangelio" 2. El evangelio de la revelación de Dios en Cristo corre, por ello, peligro de resultar incompleto y de quedar pervertido en absoluto, si no se tiene en cuenta en él la dimensión de la promesa. También la cristología se corrompe cuando no se ve que en ella la dimensión del "futuro de Cristo" es uno de sus elementos constitutivos.

Mas ¿de qué modo es anunciada en el nuevo testamento la "promesa", en contraposición a la historia veterotestamentaria, que es una historia de promesa? ¿De qué modo se hace valer, en el nuevo testamento, el horizonte de futuro de la promesa, en contraste con las ideas propias de las religiones mistéricas del helenismo?

En la dogmática cristiana se ha intentado acceder a la cristología por distintos caminos. Aquí vamos a destacar dos de los proyectos fundamentales que se han hecho, para mostrar mediante ellos en qué consiste el problema.

A partir de la formación griega de la dogmática cristiana, se ha accedido de ordinario al misterio de Jesús desde la idea general de Dios propia de la metafísica griega: el Dios único, al que todos los hombres buscan en base a su experiencia de la realidad, ha aparecido en Jesús de Nazaret; ya sea que la Idea eterna, suprema, de lo bueno y de lo verdadero ha encontrado en él su más perfecto maestro, ya sea que el Ser eterno, el origen de todas las cosas, se ha encarnado en él y ha aparecido en el mundo de lo caduco, de lo mortal, de lo que está disperso en lo múltiple. El misterio de Jesús es así la encarnación del Ser único, eterno, originario, verdadero e inmutable, divino. En la cristología de la vieja iglesia, este camino fue recorrido de múltiples maneras. Por ello sus problemas se derivaban del hecho de que se identificaba al Padre de Jesucristo con el Dios único de la metafísica griega, adjudicando a aquél los atributos de este Dios. Pero si se considera que la divinidad de Dios consiste en su inmutabilidad, en su inalterabilidad, en su incapacidad de sufrir y en su unidad, entonces la actuación histórica de este Dios en el acontecimiento de la cruz y de la resurrección de Cristo resulta tan inexpresable, como inexpresable resulta también su promesa de un futuro escatológico.

En la edad moderna se ha accedido con frecuencia al misterio de Jesús desde una manera general de entender el ser humano en la historia: existe historia desde el momento en que existe el hombre. Pero la posibilidad de percibir y de pensar la existencia del hombre también como una existencia histórica, y de desvelar radicalmente la historicidad de la existencia humana, es algo que sólo Jesús trajo al mundo. La palabra y la obra de Jesús introdujeron el giro decisivo en la manera como el hombre se entiende a sí mismo y al mundo, pues él fue quien redujo a verdad la manera de entenderse el hombre a sí mismo en la historia, al convertirla en intelección de la historicidad de la existencia humana. En lugar de una pregunta general por Dios y de una idea general de Dios, que Jesús redujo a verdad, quedando así verificadas, se presupone aquí un concepto general del ser humano, una problematicidad general de la existencia humana, que Jesús redujo a verdad, quedando así verificados.

Ambos accesos al misterio de Jesús arrancan de lo universal para reducir a verdad aquel misterio a base de lo concreto de su persona y de su historia. Es verdad que esos dos accesos a la cristología no tienen que pasar por fuerza al margen del antiguo testamento, dejándolo a un lado, pero no lo encuentran necesariamente en su camino. Mas el acceso de Jesús a todos los hombres tiene necesariamente como presupuesto el antiguo testamento, con la ley y la promesa. Por ello la cuestión consiste en preguntar si no hay que tomar en serio la relevancia teológica de los dos principios siguientes:

1. Quien resucitó a Jesús de entre los muertos fue Yavé, el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, el Dios de la promesa. Quién es el Dios que se revela por Jesús y en Jesús, es algo que se deduce exclusivamente de su diferencia e identidad respecto al Dios del antiguo testamento.

2. Jesús era judío. Quién es Jesús, y qué ser de hombre se revela a través de él, es algo que se deduce de su conflicto con la ley y la promesa del antiguo testamento.

Si tomamos en serio estos dos puntos de partida, entonces el camino del conocimiento teológico conduce irreversiblemente de lo particular a lo general, de lo histórico a lo universal escatológico.

El primer principio significaría que el Dios que se revela en Jesús debe ser concebido como el Dios del antiguo testamento, como el Dios del éxodo y de la promesa, como el Dios que tiene el "futuro como carácter constitutivo". Por esta razón, no es lícito identificarlo, tampoco en sus atributos, con la idea griega de Dios, con el "presente eterno" del ser de Parménides, con la idea suprema de Platón, con el motor inmóvil de Aristóteles. Quien es ese Dios no nos lo dice el mundo en su totalidad; nos lo dice la historia de Israel, que es historia de la promesa. Sus atributos no pueden ser expresados por negación de la esfera de lo terreno, humano, mortal y caduco, sino únicamente por el recuerdo y la narración de su historia de promesa. Pero en Jesucristo el Dios de Israel se reveló como Dios de todos los hombres. Y así tenemos que el camino va de lo concretum a lo concretum universale, pero no al revés. La teología cristiana tiene que reflexionar sobre ese camino. En Jesús no se hizo concreta una verdad general, sino que el acontecimiento concreto, irrepetible, histórico de la crucifixión y de la resurrección de Jesús por Yavé, Dios de la promesa, que crea el ser de la nada, se vuelve universal merced al horizonte escatológico universal que tal acontecimiento proyecta anticipadamente [3]. Por la resurrección de Jesús de entre los muertos, el Dios de las promesas de Israel se convierte en el Dios de todos los hombres. Por ello la predicación cristiana de ese Dios se moverá siempre en un horizonte anticipado y querido de verdad general, y postulará tener una generalidad adelantada y ser vinculante para todos, aun cuando su universalidad propia es de naturaleza escatológica y no proviene de abstraer lo particular a lo universal.

Si, por otra parte, la teología toma en serio el conocimiento de que Jesús fue judío, esto significa que debemos entender a Jesús no como un caso especial del ser humano general, sino sólo dentro del contexto y del conflicto con la historia de promesa del antiguo testamento. Merced al acontecimiento de la cruz y de la resurrección —el cual resulta inteligible tan sólo dentro del contexto del conflicto de ley y promesa—, Jesús se convierte en la salvación de todos los hombres, judíos y gentiles. Sólo en el acontecimiento de Cristo nace aquello que podemos calificar teológicamente de "el hombre", de el "verdadero hombre", de la "humanidad": "No hay judío ni griego, ni hay esclavo ni libre, no hay hombre ni mujer" (Gál 3, 28). Sólo en la medida en que las diferencias reales, históricas y religiosas, de los pueblos, grupos y clases sociales quedan destruidas en el acontecimiento de la justificación del pecador por Cristo, sólo en esa medida, decimos, se llega a divisar qué es lo que puede ser y será el verdadero ser humano. El camino marcha aquí de lo irrepetible-histórico a lo universal, porque marcha del acontecer concreto a lo general, en una dirección que tiene un sentido escatológico.

Por ello, una vez más, la predicación cristiana se moverá en este horizonte de verdad universal y postulará para sí el ser vinculante para todos. Tendrá que desarrollar esa exigencia en conflicto con los otros conceptos universales antropológicos de la humanitas, también y precisamente porque su propio concepto general del ser humano tiene un contenido escatológico. Y así, por ejemplo, la predicación cristiana no podrá tomar como punto de partida que el hombre es el ser que tiene logos y lenguaje, para luego verificar ese rasgo esencial en el acontecimiento de la justificación, sino que partirá, a la inversa, del acontecimiento de la justificación y de la llamada, para luego justificar ese acontecimiento —que es el que teológicamente convierte al hombre en hombre— ante otras afirmaciones de la esencia del hombre.

 

2. EL DIOS DE LA PROMESA

Si tenemos en cuenta este acceso a la cristología, entonces posee una importancia especial el hecho de que en el nuevo testamento Dios sea conocido y designado como el "Dios que hace la promesa".

La esencia de Dios no consiste en que sea absoluto en sí, sino en su fidelidad, con la cual se identifica y se revela como "el mismo" en la historia de su promesa. Su divinidad reside en la constancia de su fidelidad, que se torna digna de fe en la contradicción de juicio y gracia. Así, pues, la palabra que revela a Dios tiene fundamentalmente el carácter de promesa, siendo, por ello, de naturaleza escatológica. Se encuentra asentada y está abierta al acontecimiento de la fidelidad de Dios. Esa palabra nos coloca en un camino cuya meta nos muestra y nos garantiza con su promesa. Esa palabra sitúa al que la recibe en una diferencia y en una enemistad insalvables con respecto a la realidad actual de este mundo. Justifica la esperanza y la crítica y aguarda la perseverancia en la esperanza.

De aquí se deduce un conocimiento de Dios radicalmente distinto del conocimiento del Zeos epifanes, que aparece en el ámbito de las religiones de epifanía, de las religiones mistéricas del helenismo y, finalmente, de la metafísica griega, aunque de facto en el nuevo testamento aparezcan sincretismos por todas partes. En consecuencia, la vida, actuación, muerte y resurrección de Jesús son narradas no según el criterio de la aparición de los dioses de epifanía, sino con las categorías de expectación propias del Dios que hace promesas. Jesús no es un Zeios anep, aunque nociones de ese tipo sean utilizadas en múltiples capas de la tradición. Los evangelios no son leyendas cultuales, sino que ofrecen un recuerdo histórico bajo los auspicios de una esperanza escatológica, aunque también en ellos sea posible encontrar rasgos propios de las leyendas cultuales. El lenguaje cristiano acerca de la misión no es el lenguaje de una revelación gnóstica [4], aunque también en ocasiones se utilice ese modelo.

Así, pues, aunque el cristianismo se encuentra en medio de la vida religiosa de su tiempo, la fe de epifanía puede influir en él, por lo pronto, sólo como elemento formal de la expresión. Pues se encuentra bajo la protección de la idea veterotestamentaria de Dios, la cual aguarda la acción única y total de Dios en el mundo [5].

La palabra Epavelia procede del vocabulario helenístico . En él se emplea de manera general para designar promesas, votos, compromisos que los hombres contraen con sus dioses. Evidentemente aquí no se conoce que Dios es el "Dios que hace la promesa". En lo referente al vocabulario parece faltar una pre-historia del mismo en el antiguo testamento, aunque propiamente esa prehistoria está anticipada únicamente en las tradiciones veterotestamentarias.

Del judaísmo recibió Epavelia su peculiaridad como palabra de revelación de Dios en la historia de la salvación.

Desarrollóse aquí una teología de las promesas de Dios, y ello tanto en la teología de la Thorá rabínica como en las tradiciones apocalípticas. Si en la primera la promesa designa la suerte prometida del justo y está ligada a la justicia de la Thorá, en las segundas designa, dentro del contexto de elección y ley, el "mundo futuro" en contraposición a este mundo, que no puede ser la base de lo que le está prometido al justo. En ambas tradiciones se conoce a Dios como el Dios que hace la promesa y cuya fidelidad garantiza su cumplimiento.

De igual manera que, para los rabinos y para la apocalíptica, en el foco de su interés por la promesa, la ley y la justicia de Dios se encuentra la figura de Abraham, en cuanto él es el modelo del justo, también Pablo coloca esa misma figura en el centro de su interpretación del evangelio y la promesa 8. Sin embargo, su recurso a Abraham como "padre de la promesa", frente a Moisés y la ley, se encuentra basado en el hecho de que para él el acontecimiento de Cristo no es una renovación del pueblo de Dios, sino que da vida a un "nuevo pueblo de Dios", compuesto de judíos y gentiles. La disputa de Pablo con el cristianismo judaico trata, sin duda, de la ley y el evangelio, pero propiamente gira en torno a la promesa. Para Pablo Cristo es, sí, el "final de la ley" (Rom 10, 4), pero no es el final de la promesa; antes bien, es el renacimiento de ésta, su liberación y puesta en vigor. Pablo fusiona las promesas tradicionales de Abraham con la promesa de la vida, e, indudablemente, no entiende ya "vida" en el contexto de tierra, fecundidad y multiplicación, sino como "vida salida de la muerte" (Rom 4, 15. 17). Al igual que para el judaísmo, también para Pablo es seguro que Dios mantiene sus promesas. Sin embargo, es nueva la justificación de esta confianza: el cumplimiento de la promesa de Dios es posible porque Dios tiene el poder de resucitar a los muertos y de llamar al ser a lo que no existe; el cumplimiento de la promesa de Dios es seguro porque Dios resucitó a Cristo de entre los muertos. Por ello, la falta de confianza y la duda de que Dios tiene voluntad de cumplir su promesa, es un ataque al honor de Dios. La incredulidad es duda de la veracidad de Dios, duda de su omnipotencia y su fidelidad (Rom 4, 20). La incredulidad no permite que Dios sea Dios, pues duda de su fiabilidad, que garantiza sus promesas. Pablo ve evidentemente la figura concreta de semejante incredulidad en la teología de la justicia propia de la Thorá, en la cual la fuerza de la promesa para ser cumplida está ligada al cumplimiento de la ley. Mas si la promesa de Dios está ligada a la ley, entonces la promesa queda desvalorizada: no se apoya ya en la fuerza del Dios que la hace, sino en la fuerza del hombre que obedece. Pero la cólera de Dios se manifiesta sobre todos aquellos que no cumplen la ley o que la infringen.

Por ello ley y promesa se excluyen, lo mismo que se excluyen la gloria basada en las obras de la ley y la gloria de Dios, que justifica a los pecadores y resucita a los muertos. La ley no tiene en sí la fuerza de la vida prometida ni la fuerza de la resurrección, sino que pone al descubierto la vida para la muerte, llevando aquélla a ésta. La ley no tiene en sí la fuerza de la justificación, sino la fuerza de descubrir los pecados y de exagerarlos. Pues, en la figura de la ley, la promesa ha quedado sin vigor. Así como para Pablo la justificación del impío y la vida basada en la resurrección de entre los muertos son dos cosas que van unidas, así también van juntas para él la justicia de la ley y la puesta en vigor —en la resurrección de Cristo— de la promesa. "Pues si son herederos los de la ley, se ha vaciado la fe y se ha desvalorado la promesa" (Rom 4, 14). Si, a la inversa, es Dios quien pone en vigor la promesa, entonces la promesa otorga justicia por fe.

Por ello se dice "por fe", para que sea según gracia, y a fin de que la promesa sea firme (pepaíav) a toda la posteridad, no solamente a la que está bajo la ley, sino también a aquella que es de la fe de Abraham, el cual es padre de todos nosotros (Rom 4, 16).

La promesa no sería ya la promesa de Dios, que da vida a los muertos y que hace ser lo que no existe, si tuviera algo que ver con la ley. "Si la herencia viene de la ley, entonces no viene ya de la promesa" (Gál 3, 18). Si se quisiera alcanzar la herencia de la promesa mediante el cumplimiento de la ley, se perdería esa herencia, pues Dios concedió su gracia a Abraham por medio de la promesa (Gál 3, 18). Por ello, los herederos de la promesa y los hijos de Abraham son en verdad aquéllos que, en la fe en Cristo, son hechos partícipes de la promesa (Gál 3, 29). Pues por medio del evangelio son hechos los pueblos partícipes de la promesa en Cristo (Ef 3,6).

Resulta fácil ver cómo aquí el evangelio, en su antítesis respecto a la ley, es referido a la promesa. Pablo no utiliza a Abraham como una figura modelo de su nueva manera de entender la justicia por fe; cuando el evangelio de la resurrección del Cristo crucificado y la Thorá se disputan la herencia de Abraham, lo que está en juego es "la fuerza de la promesa". Cristo es el "final de la Thorá" (Rom 10, 4) ; mas para Israel Cristo está ahí "por razón de la veracidad de Dios, para poner en vigor las promesas de los padres" (Rom 15, 8). Si los verdaderos herederos de Abraham, padre de la promesa, son aquéllos a propósito de los cuales la promesa de Abraham se manifiesta —en el acontecimiento de Cristo— en la fuerza del Dios que justifica y que crea la vida sacándola de la muerte, entonces la primacía histórico-" salvífica de los judíos sobre los gentiles desaparece. Lo que se prometió a Israel, está prometido ahora a todos los que creen, tanto judíos como gentiles. La promesa no es ya exclusiva, sino que se vuelve inclusiva. Se torna universal.

Esta universalización de la promesa se debe a que deja de estar envuelta y abrazada por la ley y la elección de Israel. Si en la fuerza de Dios, tal como ésta se manifiesta en la resurrección del crucificado y, consiguientemente, en la justificación y llamada de los impíos, la promesa se ha liberado de todo presupuesto —por gracia, y no por la ley—, entonces se ha liberado también de sus límites y, por ello, vale "sin diferencia". Así, pues, si en el acontecimiento de Cristo ocurre la puesta en vigor de la promesa, .esto significa nada menos que en Cristo la promesa ha sido hecha verdadera merced a la fidelidad y la veracidad de Dios; ha sido hecha verdadera de un modo total, inviolable, para siempre y para todos. Nada se opone a su cumplimiento, pues los pecados están perdonados en Cristo (Heb 9, 15). Entre esta puesta en vigor de la promesa —que ha ocurrido de una vez por todas— y su cumplimiento en la glorificación de Dios, se interpone ya tan sólo la lealtad de Dios mismo. Por ello ahora es la promesa la que define la existencia, el obrar y el padecer del que la recibe. No ocurre al revés, es decir que el cumplimiento de la promesa sea determinado por la existencia y por el comportamiento de su receptor. El evangelio tiene su presupuesto irrenunciable en la historia de promesa del antiguo testamento. Esa historia encuentra en él no simplemente su cumplimiento, que la consuma, sino que encuentra en él su futuro: "Todas las promesas de Dios son sí en él, y son amén en él" (2 Cor 1,20).

En Cristo esas promesas se han convertido en la confianza escatológica, pues han sido liberadas y puestas en vigor, han sido despojadas de todo presupuesto y hechas universales. No queda anulada la historia de promesa que el evangelio presupone. No queda paganizado el Israel que nosotros vemos junto con la promesa presupuesta [9]; antes bien, en el evangelio se le abre a ese Israel el futuro y la confianza de sus propias promesas. El acontecimiento de Cristo puede ser entendido como una inversión de la historia de la promesa: los primeros serán los últimos. No serán los gentiles los que vendrán y adorarán, cuando en los últimos tiempos Sión sea redimida de su ignominia, sino que será Israel el que vendrá, cuando la plenitud de los pueblos haya sido hecha, en Cristo, partícipe de la promesa (Rom 9-11). Y así, no podemos entender el evangelio como derogación y mucho menos como finalización de las promesas de Israel. En un sentido último, escatológico, de esas promesas, el evangelio es incluso idéntico a ellas.

Por la otra parte, el evangelio mismo resulta incomprensible si no se ven en él las estructuras de la promesa. El evangelio perdería su fuerza —que tiene una orientación escatológica— y se convertiría en la palabra de una revelación gnóstica o en una predicación moral, si no estuviese claro que es, en la tierra y en el tiempo, promesa del futuro de cristo. El evangelio es promesa, y en cuanto promesa, es prenda del futuro prometido.

En Cristo la palabra de Dios es nueva tan sólo porque su cumplimiento no puede ya correr peligro como antes, o ser destruido, pues se ha vuelto irrevocable; y a pesar de la multiplicidad de su movimiento y de su testificación en la tierra, y de su prolepsis en el antiguo testamento, a esa palabra vale como única, porque, en Cristo, no sólo revela de nuevo la única salvación escatológica, sino que, por encima de ello, garantiza también, de manera concluyente, la realización de esa salvación. En cuanto tal, esa palabra está ya ahí en la historia, podemos aprehenderla en ella; pero no está más que como promesa, es decir como orientación y referencia hacia un futuro que todavía no ha llegado [10].

 

3. PABLO Y ABRAHAM

¿Cómo debemos imaginar la conexión existente entre evangelio y promesa, y, con ello, en un sentido más amplio, la relación del nuevo testamento con el antiguo? Dos concepciones se ofrecen aquí, dos concepciones que se contradicen de un modo radical. Se puede entender la continuidad en el marco de una concepción de la historia concebida como historia de salvación [11]. Y se puede entender la discontinuidad en el marco de una interpretación existencial del evangelio [12]. Ambas concepciones utilizan unos conceptos de historia con los cuales resulta muy difícil aprehender las múltiples perspectivas desde las cuales aclara Pablo la relación existente entre el evangelio, por un lado, y la ley y la promesa, por otro.

Para una concepción de la continuidad basada en una historia de salvación o de elección —entiéndanse éstas del modo que se quiera—, el evangelio es concebido como cumplimiento o consumación de la historia anterior. Por ello no es lícito tomar el acontecimiento de Cristo como un hecho aislado en sí. Para resultar inteligible en su sentido de salvación escatológico-universal, el evangelio necesita del testimonio de aquella historia de la cual es consumación. Sólo mediante el testimonio de la "Escritura" del antiguo testamento manifiesta el evangelio que el acontecimiento de Cristo es el cumplimiento de la historia de elección de Dios. Esto se realiza no sólo convirtiendo el acontecimiento salvífico del nuevo testamento en hilo conductor de la interpretación del antiguo, sino también, a la inversa, haciendo del acontecimiento salvífico veterotestamentario el criterio para entender el acontecimiento de Cristo. Es verdad que Pablo situó la promesa hecha a Abraham en el antiguo testamento dentro de un horizonte escatológico-universal; el "país" quedó convertido en mundo, y la "semilla" o descendencia de Abraham pasó a ser todos los pueblos [13]. Pero esta interpretación nueva debe mostrar que ella constituye la verdad de la cosa que se pretende interpretar. La interpretación cristiana de Abraham tiene necesariamente que reclamar que "este comienzo de la historia de elección, iniciado con la promesa de Dios y la fe de Abraham, apunta esencialmente hacia su final como a su cumplimiento" [14]. De aquí se sigue, por un lado, una intelección, basada en la "historia de la elección", del cumplimiento que se da en el acontecimiento de Cristo y, por otro lado, una intelección "esencial" del sentido de esa historia, es decir una intelección que desde el final de la historia resulta evidente y que se encuentra "en verdad" a la base del acontecimiento de Abraham. Con ello el acontecimiento de Cristo se encuentra situado dentro de una historia determinada, cuya esencia y cuya verdad lo revelan como su cumplimiento. La fe cristiana se basa en la historia; ella misma está en la historia y se fía de ella. Fe e historia son dos realidades que van juntas. La fe no es una posibilidad de cada individuo y, por lo mismo, una posibilidad universal, sino que se siente obligada a una determinada historia de elección y es una confianza concreta en el futuro obrar de Dios.

Lo que aquí se afirma como continuidad —basada en la historia de salvación o de elección— desde Abraham hasta Cristo, es, sin ninguna duda, algo que noéticamente sólo resulta accesible desde el acontecimiento de Cristo. La explicación y apropiación de la promesa de Abraham en la fe cristiana no puede presentarse, sin embargo, como visión de una conexión "esencial" de Abraham con Cristo. La fe cristiana no es una visión esencial de la historia, una visión que penetra con su mirada más allá de las expresiones temporales y concretas de la tradición veterotestamentaria. Lo "nuevo" del nuevo testamento no resulta inteligible ya por el mero hecho de mostrar la esencia y la verdad del antiguo testamento. La continuidad no se deja determinar ya por una esencia de la historia, que se hace evidente a partir del final.

En cambio, para una interpretación existencial de la discontinuidad, la "historia" es trasladada desde el horizonte de aclaración de la promesa al horizonte de la ley. La historia se convierte aquí en la síntesis de la existencia sometida a la ley, del hecho de tener el hombre que entenderse a sí mismo a partir de sus obras, y, en analogía con esto, a partir de conexiones aseguradas, comprobables, de la historia. La "historia" es entendida aquí como un poder de generación. Se convierte en la síntesis de la caducidad y de la degeneración. Se transforma en el ámbito propio de las cosas que el hombre tiene a mano, de las cosas que se pueden calcular, comprobar de manera objetiva, de las cosas de que se puede disponer. Todas las concepciones de la historia que nos proporcionan conexiones abarcables con la mirada, pertenecen, pues, por principio, al ámbito del pensar deficiente, del pensar objetivante. Por ello, entenderse el hombre a sí mismo a partir de la historia equivale a entenderse a partir del mundo.

Si la historia es entendida así desde la ley, entonces la fe y la historia no marchan nunca a la par; la fe se encuentra, más bien, "atravesada", transversal con respecto a la historia, y destruye toda forma de continuidad histórica, también la continuidad entendida a base de la historia de salvación y de elección. La fe nos libera de la historia, y ella misma es la crisis escatológica de la historia en el individuo. Por ello, el continuum entre Abraham y los creyentes no puede ser visto como un "producto de evolución histórica", sino que hay que entenderlo tan sólo como "un contra-proyecto de la fe" [15], el cual no es demostrable históricamente, razón por la cual él mismo tiene que ser, a su vez, objeto de la fe.

Pero en esta antítesis de historia y fe, la fe queda fijada ahora, dialécticamente, a un concepto negativo de historia, del cual debe diferenciarse constantemente. Por otro lado, la historia queda fijada dialécticamente a un concepto subjetivista de fe, el cual le obliga a someterse, una y otra vez, a aquella nivelación de pensar legalista y objetivante. Resulta manifiesto que, en esta nivelación de pensar legalista y objetivante, se hace notar con fuerza el concepto positivista de historia propio de la edad moderna. Ese concepto es el que hace que el sujeto que investiga, conoce y objetiva, se libere a sí mismo, mediante esa reflexión, del poder de la historia, del poder del abolengo y de la tradición, y se adentre en el trasfondo —inaprensible de manera objetiva— de una subjetividad y espontaneidad trascendentales. Lo que la fe, subjetivizada de esa manera, conoce en la historia, tiene que convertirse luego, por ello, en la "expresión" de la fe misma. Lo que la fe, así entendida, dice sobre Abraham, se convierte en el "proyecto" de la fe, en el cual, dada su indemostrabilidad, cree la fe.

Mas con ello se torna ininteligible el por qué Pablo no sólo ejemplifica en la figura de Abraham su propia manera de entender la justicia por fe, sino que se disputa con el judaísmo y con el cristianismo judaico la herencia de Abraham. En esta antítesis a la "historia" en cuanto tal (bajo la cual cae luego también, eo ipso, la historia de promesa del antiguo testamento), lo "nuevo" del nuevo testamento resulta tan inexpresable como inexpresable es lo "nuevo" en la gnosis. Pero en la medida en que lo "antiguo" es fijado así en antítesis a la historia, entendida como lo objetivo, como lo comprobable y disponible, lo "nuevo" se identifica sencillamente con la fe, en su figura de subjetividad inmediata, de su pura concepción a partir de lo indisponible. Considerado de esta manera, lo "nuevo" no es muy nuevo; no lo es al menos en relación con el pathos de novedad propio de la gnosis y del entusiasmo cristiano primitivo. El antiguo testamento no es tenido presente entonces, como testimonio histórico de la promesa, junto con el cumplimiento en el nuevo, sino que sólo puede ser presentado, antitéticamente, como lo siempre superado por la fe en Cristo, entendida de manera trascendental.

Ahora bien, no cabe duda de que Pablo no admite que la conexión histérico-generacional de los judíos con Abraham sea una conexión soteriológica per se. Sin embargo, apenas opone a ello un proyecto (hecho por la fe cristiana) de Abraham, sino que considera evidentemente a Abraham y a su promesa como un litigio, necesario teológica y objetivamente, con el judaísmo de la Thorá. Sobre proyectos de fe, que son indemostrables y que simplemente hay que creer, no se puede discutir. Una visión esencial de la historia es algo que, propiamente, tan sólo se puede o verla, o no verla. Pero Pablo trata a Abraham y a su promesa "como cosas", en el sentido de que los considera como objeto de litigio en un proceso necesario con el judaísmo. Lo que la exigencia de la Thorá y la exigencia del evangelio se disputan es, en realidad, la recta interpretación de la promesa de Abraham.

Por ello, la continuidad con la promesa de Abraham no puede ser concebida ni como producto de evolución histórica ni como contraproyecto de la fe. Según Pablo, la continuidad de la promesa de Abraham está allí donde la promesa es puesta en vigor escatológicamente. Si, en este sentido, lo que a Pablo le importa es la "cosa" de la promesa de Abraham, sin embargo su interpretación y apropiación de ésta no vienen dadas de antemano por la evolución histórica ni tampoco están hechas por la fantasía de su fe. Su evangelio no se deduce necesariamente de la historia de la promesa, pero la promesa de Abraham aparece en su evangelio, y esto no ocurre de manera arbitraria y caprichosa. Como su evangelio anuncia que la promesa ha sido puesta en vigor en el acontecimiento de Cristo, ese evangelio traspone la promesa tradicional de Abraham a una historia nueva. La promesa encuentra en el evangelio su futuro escatológico; en cambio, la ley encuentra su final. Así, pues, lo "nuevo" del evangelio no es "totalmente nuevo". Manifiesta su novedad porque logra triunfar frente a lo antiguo, frente a la humanidad presa en el contexto de ley, pecado y muerte, convirtiendo con ello lo antiguo en "antiguo". Pero muestra su novedad escatológica en el hecho de explicitarse en la promesa de Dios anunciada anteriormente. Pablo reconoce en el evangelio de Cristo la promesa de Abraham y, por ello, con ese evangelio recuerda también aquella promesa. La historia de ley y evangelio se orienta por el problema teológico del pasado. La historia de promesa y evangelio se orienta, en cambio, por el problema escatológico del futuro. Si no tuviera esa relación de referencia a lo que fue prometido anteriormente, el evangelio perdería su propia referencia al futuro escatológico y correría peligro de transformarse en la palabra de una revelación gnóstica. Y sin referencia a la promesa que .hay en el evangelio, la fe perdería la fuerza de la esperanza, que es la fuerza que la mueve, y se convertiría en credulidad.

En la medida en que el evangelio se presenta como la puesta en vigor, por el mismo Dios, de la promesa del Dios de Abraham, tiene que entablar un proceso judicial con el judaísmo, disputándose con él el futuro de la promesa, y tiene, por otro lado, que llevar a los gentiles a tener esperanza en el Dios que hace la promesa. Entonces el evangelio no tiene ya junto a sí el antiguo testamento, ni como comprobación histórica de su cumplimiento, ni como historia de ejemplos del fracaso humano ante Dios. Así como la promesa es puesta en vigor en el evangelio, así también el antiguo testamento, en la medida en que testifica una historia de promesa, es puesto en vigor y es renovado en el nuevo.

Considerando el asunto de manera formal, tenemos que entre la promesa de Abraham, atestiguada en múltiples capas del antiguo testamento, y el evangelio de Cristo, atestiguado en el nuevo, se desarrolla una "historia de la palabra" 16, una historia de la tradición o una historia del influjo producido por la esperanza transmitida. Esta historia de la palabra y de la tradición está determinada de hecho por aquel futuro anunciado y prometido por la promesa que es transmitida y concebida de manera siempre nueva. Por ello Pablo considera evidentemente que aquella continuidad viene dada en la "Escritura", cuyo sentido y cuya meta él encuentra en la esperanza actual (Rom 15, 4). Lo que la Escritura, "escrita antes para nosotros", nos ofrece, tiene que contener, por tanto, unas posibilidades y un futuro hacia los cuales pueda orientarse el esperar actual. Por ello, la interpretación y actualización de lo escrito "antes" tiene que tener en cuenta lo que en ello está prometido, lo que está sin amortizar y apunta hacia el futuro. Como el evangelio orienta a los hombres hacia el futuro de la salvación escatológica, tiene su presupuesto en las promesas hechas y escritas antes; y por ello, con el futuro de Cristo, actualiza también el futuro de lo prometido antes (Rom 1, 2) [17]. Entronca con promesas hechas, pero todavía no cumplidas, y las recoge dentro de sí.

Este es un modo de proceder propio de la historia de promesa. La promesa prometida antes no es interpretada desde la historia de la salvación; tampoco es tomada como una incitación ocasional para realizar un nuevo proyecto de fe, sino que es puesta en vigor. Con ello en esa promesa acontece algo —y así lo entiende el nuevo testamento— escatológicamente "nuevo", pero ese algo nuevo acontece con ella. El recuerdo de la promesa hecha antes interroga por el futuro existente en el pasado. Está dominado por aquella expectación que es inaugurada por la puesta en vigor y la liberación escatológicas de la promesa. Se recuerda la promesa de Abraham para predicar el evangelio de Cristo a judíos y gentiles, y para llamarlos a formar el nuevo pueblo de Dios. Por ello, ese recuerdo pertenece necesariamente a la predicación del evangelio. A este modo de recordar las promesas hechas, y a esta esperanza que aparece en el modus del recuerdo, no se les plantea ya la alternativa de una conexión histórico-salvífica testificada por la historia, y de indemostrables proyectos de fe, orientados hacia adelante y engendrados por la fe subjetiva. Las promesas hechas son asumidas en el propio futuro escatológico, abierto por el evangelio, y son así introducidas en un espacio lleno de amplitud. No se interpreta la historia pasada. No nos emancipamos de la historia en general, sino que nos introducimos en la historia definida desde el es-chaton prometido y garantizado, y de ella esperamos no sólo el futuro del presente, sino también el futuro del pasado.

 

 

4. LA ESCHATOLOGIA CRUCIS

Y EL PRIMITIVO ENTUSIASMO CRISTIANO DEL CUMPLIMIENTO

El carácter de promesa propio del evangelio es algo que puede ponerse de manifiesto no sólo a base del vocabulario usado principalmente por Pablo y por la carta a los hebreos. Con mayor claridad se muestra incluso en los conflictos en que Pablo se vio implicado con diferentes tendencias del cristianismo primitivo. Mientras el cristianismo permaneció en el ámbito del judaísmo apocalíptico, que aguardaba al mesías, le resultaba obvio y natural el entender en sentido escatológico tanto el acontecimiento de Cristo como el evangelio. Sólo que precisamente también aquí el cristianismo permanecía dentro de los límites de las expectaciones judías y se concebía a sí mismo como el "pueblo de Dios renovado", afirmándose que el evangelio era la "alianza renovada" de Israel.

Fue el paso dado hacia los gentiles el que forzó a entender el evangelio de un modo nuevo. El evangelio muestra su eficacia en la medida en que justifica a los impíos y llama a los gentiles al Dios de la esperanza. La iglesia, que se compone aquí de judíos y de gentiles, no puede ser ya concebida como el "renovado pueblo de Dios", sino tan sólo como el "nuevo pueblo de Dios". Mas esta transición a un terreno extraisraelita, al terreno helenístico, hizo surgir problemas nada pequeños. Ya no se podía entender a la iglesia como sinagoga cristiana; mas por otro lado acechaba el peligro de entenderla erróneamente como una religión mistérica cristiana. Se plantea la cuestión de qué es lo que impide al cristianismo presentarse a sí mismo como religión mistérica cristiana dentro del helenismo. ¿Qué fue lo que, en su herencia, se opuso y resistió a semejante asimilación?

La intelección de la fe cristiana como una religión mistérica la encontramos de manera palpable en aquel entusiasmo helenístico al cual se enfrenta Pablo en Corinto [18]. Sin embargo, también los diferentes himnos y fragmentos de confesiones que aparecen en las cartas paulinas y deuteropaulinas muestran que ideas semejantes constituyeron presumiblemente nociones básicas de toda la cristiandad que vivía en el ámbito de influencia de las religiones mistéricas helenísticas. Trátase aquí del influjo que sobre el cristiano ejerció la piedad de epifanía de aquella época, piedad de la que puede decirse lo siguiente:

Como el hombre mítico vive tan sólo para el presente, la epifanía es para él ya cumplimiento. A ese hombre le es ajeno un pensamiento escatológico [19].

El influjo de esa piedad aparece no sólo como elemento formal en el modo de presentarse el cristiano a sí mismo en el ámbito helenístico, sino que penetra totalmente en el modo de entender el acontecimiento de Cristo. Este puede ser entendido aquí, de una manera completamente a-escatológica, como epifanía del presente eterno en la figura del Kyrios cultual que muere y resucita. Pero entonces la manifestación de verdad cata taz graraz es sustituida por la epifanía cultual como manifestación de sí misma en un sentido intemporal. Al ser el hombre bautizado en la muerte y la resurrección de Cristo, se ha alcanzado ya la meta de la redención, pues en el bautismo la eternidad es presente sacramental. El que, en la fe, participa de esto es sacado del reino de la muerte, de los poderes y del viejo eón de la caducidad, y trasladado al reino eterno-presente de la libertad, de la vida celestial y de la resurrección. Ese hombre no tiene que hacer ya otra cosa que representar en la tierra su nuevo ser, su ser celeste en libertad. En el presente sacramental y pneumático de Cristo se les ha otorgado ya, a los que reciben al sacramento, la resurrección de entre los muertos, la cual es para ellos presente eterno. El cuerpo terreno y las circunstancias mundanas se desvanecen para ellos, convirtiéndose en una apariencia inesencial; la libertad celestial hay que demostrarla no prestando atención a esa apariencia [20].

Como muestra perfectamente 1 Cor, entre estos cristianos paganos está en boga una intelección integral de la tradición, cuyo marco de ideas no es —como en Pablo mismo— la primitiva escatología cristiana de la antigua tradición judía, sino, evidentemente, la idea helenística de epifanía. Partiendo de aquí, todas las vivencias y todos los pensamientos religiosos están de tal manera orientados al suceso presente y actual del espíritu como actualización epifánica del Kyrios exaltado, que los contenidos de la tradición que tenía una orientación escatológica quedan incluidos en este aspecto total [21].

¿Cuál es la relación existente entre esta religión mistérica cristiana que aquí hemos brevemente delineado y las expectaciones apocalípticas del primitivo cristianismo, las cuales nacían del enigma y de la pregunta abierta que eran las apariciones de Jesús en pascua? ¿Existían ya en la apocalíptica originaria condiciones de posibilidad de transformarse en la piedad de epifanía propia de las religiones mistéricas helenísticas? ¿Continuó siendo la religión mistérica helenística, al cristianizarse, aquello mismo que había sido en su origen?

No cabe duda de que el entusiasmo de la religión mistérica cristiana tiene su presupuesto en un entusiasmo apocalíptico propio de la cristiandad primitiva, entusiasmo que creía poder conocer, en la experiencia del espíritu, el cumplimiento de promesas largamente aguardadas. Este entusiasmo apocalíptico, no helenístico, que surgió en la conciencia de vivir en la época de cumplimiento de las promesas divinas, se encontró de todos modos en condiciones de identificar posteriormente este cumplimiento con la epifanía intemporal del presente eterno de Dios. Se encontraba teológicamente en condiciones de traducir las originarias expresiones teleológico-temporales del cumplimiento de promesas, a lo típico intemporal de la presencia de lo eterno. Con ello se encontraba, a la inversa, en condiciones de ofrecer al presente eterno, buscado por los griegos en los cultos mistéricos, el culto cristiano como el presente verdadero de lo eterno. Se trata, pues, de un proceso recíproco, que, de un lado, podía presentar su resultado como "escatología presentista", pero, por otro lado, también, como "presencia de la eternidad". La escatología entusiástica del cumplimiento se podía presentar a la manera griega, y a su vez la idea griega de la presencia de la eternidad se pudo ofrecer como cumplimiento de expectaciones escatológicas.

Por ello también en la religión mistérica cristiana se mantuvo el pathos de lo definitivo y de lo irrepetible, aun cuando se perdió la conexión expresa con las antiguas esperanzas escatológicas de futuro. Sin embargo, lo último en el tiempo se convirtió en definitivo, y lo definitivo, en lo eterno 22. Desde este proceso de reconversión resulta inteligible el pathos de absoluto propio de la antigua iglesia; la cual, al quedar suprimidas las categorías escatológicas de expectación, no por ello se relativizó en absoluto, integrándose en las religiones y cultos existentes, sino que unió perfectamente la confesión del Dios único —que entonces se puede formular con los medios de la metafísica griega— con el pathos de la revelación escatológica e irrepetible del Dios único en Cristo. Este proceso de reconversión, que ha sido expuesto con frecuencia, no se llevó a cabo tanto en el marco de una escatología abandonada por razón del desengaño sufrido por la expectación próxima y la no llegada de la parusía de Cristo, sino más bien, y con más fuerza, en el marco de un entusiasmo de cumplimiento, el cual transforma el eschaton que debemos aguardar en el presente de la eternidad, tal como es experimentado en culto y en espíritu. La aguda helenización del cristianismo y la igualmente aguda cristianización del helenismo acontecieron no tanto en virtud del desengaño de una expectación próxima, cuanto más bien en virtud del presunto cumplimiento de todas las expectaciones.

La expectación próxima y la parusía han dejado de tener sentido aquí, porque todo lo esperado por la apocalíptica aparece ya realizado [23].

¿Qué consecuencias se derivan de este modo de entender la escatología presentista como presencia de la eternidad? El acontecimiento de promesa, que fue el modo como se entendieron las palabras y las obras, la muerte y la resurrección de Jesús, se convierte ahora en un acontecimiento de redención, que puede ser repetido cultualmente a la manera de un drama mistérico. El acontecimiento sacramental nos hace participar en la muerte y la resurrección de la divinidad. La representación solemne consideró como ya realizada la resurrección de Jesús entendida como su entronización como Kyrios exaltado y, por ello, como algo que sólo debe ser representado.

En lugar del Señor del mundo, Señor oculto y, en verdad, únicamente designado, cuya venida en gloria a tomar posesión del mundo aguarda todavía la comunidad, aparece el Señor que reina ya ahora sobre los poderes y las potencias y, de este modo, sobre el mundo gobernado hasta ahora por aquéllos [24].

Con este cambio de la apocalíptica del dominio de Cristo —prometido, pero aún no llegado— a la presencia cultual de su dominio eterno, celestial, la percepción teológica de la cruz de Cristo pasa a un segundo plano. La resurrección de Cristo es entendida como su exaltación y entronización, y es puesta en relación con su encarnación. Es verdad que su rebajamiento hasta la cruz puede ser entendido como consumación de su encarnación, por la cual atrae todo a su dominio; mas con ello la cruz se convierte en un estadio de paso en su camino hacia el dominio celestial. La cruz no es ya la signatura —que permanece hasta el eschaton que trae cumplimiento— de su dominio en el mundo. Al ser entendida su resurrección, en este sentido, como su entronización celestial, el acontecimiento sacramental-cultual que la representa queda puesto en paralelo con su encarnación y es concebido como reflejo y victoria terrena de su dominio celestial, de su vida celestial, en el ámbito de lo terreno, caduco y desgarrado en la multitud de los poderes.

La historia pierde con ello su orientación escatológica. No es el campo del sufrimiento y de la esperanza, en la mirada sollozante hacia el futuro de Cristo para el mundo, sino que se convierte en el campo de la manifestación eclesial y sacramental del dominio celeste de Cristo. En lugar del escatológico "todavía no", aparece un "aún" cultual, que se convierte en la signatura de la historia post Christum. Es comprensible el que esta desvelación del dominio eterno, celestial, de Cristo pueda ser concebida entonces como prolongación de su encarnación. En ella lo perecedero está iluminado continuamente por la luz de lo imperecedero-celestial; lo mortal, por la luz de lo inmortal-eterno; y lo desgarrado en la pluralidad queda esclarecido en el dominio de lo uno-divino. Una expectación histórico-salvífica y sacramental de futuro sustituye entonces a la expectación escatológico-terrena: la iglesia impregna el mundo, de manera sucesiva, con verdad celestial, con fuerzas vitales celestiales y con salvación celestial. A través de la iglesia una, el mundo es conducido al Cristo unido con el Dios único, y de esta manera es llevado a la unidad y a la salvación. La espera escatológica de aquello que "todavía no" ha sucedido se convierte en una espera noética de la desvelación y transfiguración universales de aquello que ha ocurrido ya en el cielo. El viejo dualismo apocalíptico, que establecía una diferencia entre el eón que pasa y el eón que viene, se transforma en un dualismo metafísico, que entiende lo venidero como lo eterno, y lo pasajero como lo caduco. Los ciudadanos del reino venidero se transforman en los redimidos desde el cielo. Los ciudadanos del eón que pasa se convierten en los hombres terrenales, que son del mundo. La cruz, en fin, se convierte en un intemporal sacramento del martirio, que perfecciona al mártir y lo une con el Cristo celestial.

Podemos cortar aquí, contentándonos con estas pocas indicaciones. Es bien visible la tendencia que existe hoy hacia el catolicismo primitivo y hacia la vida y el pensamiento de la antigua iglesia. El entusiasmo de cumplimiento escatológico en el acontecimiento de Cristo es el presupuesto de este proceso de conversión del cristianismo en una forma entusiástica de la religión mistérica helenística y en una iglesia ecuménica universal. Podemos calificar de eschatologia gloriae —en la medida en que, en general, todavía es posible aprehenderla con categorías escatológicas— a esta forma de la "escatología presentista", o a una religión —determinada escatológicamente ya tan sólo de manera inconsciente— de la presencia de lo eterno.

En este contexto la apasionada polémica de Pablo contra el entusiasmo helenístico de Corinto, así como la corrección que hizo a aquella teología helenística de la cristiandad, que desde entonces se volvió predominante, tienen un significado permanente. La crítica de Pablo tiene, sin duda alguna, dos puntos importantes: representa, por un lado, una "reserva escatológica"25 que él contrapone a ese entusiasmo de cumplimiento. Estos son los llamados "residuos de teología apocalíptica", que influyen en su concepción de la resurrección de Cristo, del sacramento de la presencia del Espíritu, de la obediencia terrena del creyente y, naturalmente, en su expectación de futuro. Pero está, por otro lado, su teología de la cruz, con la cual se opone a aquel entusiasmo que deja abandonada la tierra en la cual se yergue esa cruz. Ambos puntos de arranque de la crítica mantienen entre sí una conexión profunda y real. Por ello denominamos eschatologia crucis al fundamento de la crítica de Pablo y con ello nos referimos a la vez a las dos objeciones que él puso.

La interpretación que R. Buitmann ofrece de Pablo coloca en el centro de la teología paulina la interpretación antropológica y existencial que éste hace de la peculiaridad de la escatología presentista. No cabe duda de que con ello se pone al descubierto una importante modificación de la teología del presente eterno, pero propiamente no se ofrece ninguna alternativa fundamental frente a ella. La escatología presentista puede aparecer tanto con el ropaje mitológico como en una interpretación existencial. El "presente de la eternidad" puede ser expresado en un lenguaje mitológico, propio de una imagen del mundo, y puede también ser expresado, de manera paradójica, como un nunc aeternum histórico-existencial.

Si la crítica paulina consistiera sólo en esta transformación, tendríamos en ella, ciertamente, una importante modificación de la teología de la comunidad helenística, pero no una corrección que introdujera un verdadero cambio. Ahora bien, ocurre que la polémica con que Pablo se enfrenta al helenismo se encuentra tanto bajo el signo de un nuevo conocimiento del significado de la cruz de Cristo, como también bajo el signo de un nuevo conocimiento de verdadera escatología futurista, convirtiéndose con ello en crítica de la escatología presentista en cuanto tal [26].

La lucha del apóstol contra el entusiasmo es llevada a cabo en última instancia, y en lo más profundo, bajo el signo de la apocalíptica [27].

Con ello no se quiere decir que en Pablo tengamos nuevas repeticiones o simples residuos de la apocalíptica del judaísmo tardío; con ello se apunta a su propia apocalíptica, la cual se alimenta de una escatología de la cruz y, por ello, se opone a todo entusiasmo escatológico de cumplimiento.

Frente a la unificación mistérica del creyente con el Señor cultual, que muere y resucita, Pablo afirma una diferencia escatológica: el bautismo hace participar en el acontecimiento de la crucifixión y de la muerte de Cristo. La comunión con Cristo es comunión con el sufrimiento del crucificado. Los bautizados mueren con Cristo, al ser bautizados en su muerte. Pero no han resucitado ya con él, ni han sido trasladados ya al cielo con él, en un perfecto cultual. Se hacen partícipes de la resurrección de Cristo mediante nueva obediencia que se despliega en el ámbito de la esperanza en la resurrección. En la fuerza del Espíritu que resucitó a Cristo de entre los muertos, los bautizados pueden tomar sobre sí, en obediencia, el sufrimiento de la imitación, y aguardar precisamente en ello la gloria futura.

De la participación de la resurrección no se habla en pretérito, sino en futuro [28].

Cristo resucitó y fue arrebatado a la muerte, pero los suyos no han sido aún sacados de ésta; únicamente a través de su esperanza obtienen aquí participación en la vida de resurrección. Y así la resurrección está presente para ellos en la esperanza y como promesa. Esto constituye una presencia escatológica de lo futuro, y no un presente cultual de lo eterno. El creyente no encuentra ya, en el culto y en el espíritu, participación plena en el dominio de Cristo, sino que es introducido por la esperanza en las tensiones y diferencias de la obediencia y del sufrimiento en el mundo. Por ello la vida diaria se convierte, según Rom 12, 1 s., en la esfera de la verdadera liturgia. En la medida en que la llamada y la promesa remiten al creyente a la obediencia corporal y terrena, el cuerpo y la tierra quedan situados dentro del horizonte de expectación del dominio venidero de Cristo.

La realidad de la nueva vida depende de la promissio, depende de que Dios permanezca fiel y no abandone su obra [29].

Por ello, la tentación del cuerpo y la contradicción del mundo no son entendidas como signo de un paradójico presente de lo eterno, sino que son aceptadas como pregunta y como llamada por la libertad venidera en el reino de Cristo. La esfera de la caducidad no es ya la esfera en que el creyente debe demostrar su libertad celestial, sino que es la realidad en la cual la comunidad, juntamente con toda la creación, solloza por ser redimida de los poderes de la nada en el futuro de Cristo, y aguarda expectante esa redención (Rom 8, 18 s.). El imperativo paulino de la nueva obediencia debe ser entendido, por tanto, no sólo como exhortación a demostrar el indicativo del nuevo ser en Cristo; ese imperativo tiene también su presupuesto escatológico en el futuro prometido y aguardado del Señor en juicio y reino. Por ello, no deberíamos traducir ese imperativo sólo con esta frase: ¡llega a ser lo que eres!, sino preponderantemente con esta otra: ¡llega a ser lo que serás!

Lo que al creyente le ha sido dado no es el espíritu eterno del cielo, sino las escatológicas "arras del espíritu"; entiéndase: del Espíritu que resucitó a Cristo de entre los muertos y que dará vida a los cuerpos mortales (Rom 8, 11). Pues la palabra que introduce al creyente en la verdad es promissio de la vida eterna, pero no es todavía esa vida misma. La percepción de esta diferencia escatológica se pone de manifiesto también en la cristología del apóstol. En 1 Cor 15, 3-5, Pablo recoge una primitiva tradición cristiana del kerigma de la resurrección, pero sus interpretaciones, en los versículos siguientes, son originales. Pablo subraya las líneas que llevan al futuro y presenta lo que hay que aguardar, porque fue dejado entrever en la resurrección de Cristo y se convirtió así en confianza (1 Cor 15, 25):

Pues es preciso que él reine hasta que ponga a todos sus .enemigos bajo sus pies [30].

Con ello se señala, en lo posible-futuro, algo necesario, en el sentido de algo en que se puede confiar y que debemos aguardar. Se subrayan las líneas de tendencia y las latencias del acontecimiento de la resurrección que llevan hacia el futuro inaugurado por ese acontecimiento. No todo ha ocurrido ya al resucitar Jesús. Falta todavía que acabe el dominio de la muerte. Falta aún que la contradicción contra Dios sea superada en aquella realidad futura de la que Pablo dice que "Dios será todo en todo" (1 Cor 15, 28). Finalmente, también el venidero dominio universal de Cristo sobre todos los enemigos puede quedar superado una vez más de manera escatológica, pues tampoco su dominio es ya en sí mismo el eterno presente de Dios, sino que, en provisionalidad escatológica, sirve al dominio único y universal de Dios.

Si tenemos en cuenta estas perspectivas, resulta claro que las apariciones pascuales del Señor resucitado hacen saltar por los aires la respuesta teológica que dice que él es el presente de lo eterno, y obligan a desarrollar una nueva escatología. La resurrección del Señor ha puesto en marcha un proceso histórico, definido escatológicamente, el cual tiende a la aniquilación de la muerte en el dominio de la vida basada en la resurrección y apunta hacia aquella justicia en la cual Dios conquista su derecho en todo, y la criatura recibe así su salvación. Sólo desde el ángulo de visión de una escatología presentista o de una teología del presente eterno se puede entender el pensamiento anticipador-escatológico que Pablo muestra en 1 Cor 15 como una recaída en una mitología apocalíptica ya superada. Sin embargo, no es una interpretación existencial de la religión del presente eterno la que supera la mitología de ésta. Únicamente una escatología de promesa puede superar la consideración mística e ilusionista del mundo y de la existencia humana dentro de él, pues sólo ella toma en serio, de una manera llena de sentido, la tentación, la contradicción y el ateísmo de este mundo, porque ella hace posible la fe y la obediencia en el mundo no dejando para ello desatendidas las contradicciones, sino en virtud de la esperanza de que Dios superará esas contradicciones.

La fe no se gana a sí misma en una desmundanización radical, sino que se convierte en una ganancia para el mundo mediante un extrañamiento —lleno de esperanza— en el mismo. Al asumir la cruz, el sufrimiento y la muerte con Cristo, al asumir la tentación y la lucha por la obediencia corporal, y entregarse al dolor del amor, la fe proclama el futuro de la resurrección, de la vida y de la justicia de Dios en la vida diaria del mundo. El futuro de la resurrección adviene a la fe al tomar ésta la cruz sobre sí. De esta manera se entrelazan la escatología futurista y la teología de la cruz. Ni la cristología futurista queda aislada, como ocurría en la apocalíptica del judaísmo tardío, ni la cruz se convierte en la signatura del presente paradójico de la eternidad en cada momento, como ocurre en Kierkegaard. La espera escatológica del dominio universal de Cristo para el mundo corporal, para el mundo terreno, engendra la percepción y la aceptación de la diferencia existente entre cruz y resurrección.

Finalmente hay que tener en cuenta que Pablo no se esfuerza tanto por lograr un equilibrio entre escatología presentista y escatología futurista, es decir entre apocalíptica y helenismo. Pablo, más bien, futuriza el contenido de la idea helenística del presente de lo eterno y lo aplica al eschaton que todavía no ha llegado. Aquella verdad universal, en la cual la criatura llega a la santa adecuación con Dios; aquella justicia universal, en la cual Dios obtiene su derecho en todo, y todo se hace justo; aquella gloria de Dios, en cuyo resplandor quedan esclarecidas todas las cosas y se pone al descubierto el rostro oculto de los hombres: esto es lo que Pablo sitúa dentro del horizonte de esperanza de aquel futuro al que la fe dirige su mirada, en virtud de la resurrección del crucificado. La plenitud de todas las cosas desde Dios, en Dios y hacia Dios, se encuentra, para Pablo, en el cumplimiento —no llegado aún— de las promesas garantizadas en Cristo. "Presente eterno" es, por ello, la escatológica meta de futuro de la historia, no su íntima esencia. Por lo mismo, la creación no es lo dado, lo que está ahí a mano, sino el futuro de esto, la resurrección y el nuevo ser.

Dios no se halla en alguna parte en el más allá, sino que viene; y en la medida en que es el que viene, está presente. Promete un nuevo mundo de la vida universal, de la justicia y de la verdad, y con esta promesa pone constantemente al mundo en cuestión: no porque éste sea nada para el que espera, sino porque todavía no es para él aquello que le ha sido ofrecido. En la medida en que el mundo y el hombre prisionero de él son puestos en cuestión de esta manera, se vuelven "históricos", pues son puestos en juego y sometidos a la crisis del futuro prometido. Allí donde lo nuevo es prometido, lo viejo se vuelve perecedero y superable. Allí donde lo nuevo es esperado y aguardado, lo viejo puede ser abandonado. De esta manera se origina "historia" desde el final de ésta, en aquello que acontece y que es perceptible por la promesa que se adelanta e ilumina.

La escatología no se hunde en la arena movediza de la historia, sino que mantiene la historia en vida mediante la crítica y la esperanza; ella misma es algo así como la arena movediza de la historia desde hace mucho tiempo. La impresión de caducidad general, que se entrega a una llorosa mirada retrospectiva hacia aquello que no se deja retener, no tiene en verdad nada que ver ya con la historia. Historia es, más bien, aquella caducidad que surge de la esperanza, del éxodo y de la partida hacia el futuro prometido, todavía invisible. La comunidad de Cristo no tiene aquí una "ciudad permanente", porque busca la "ciudad futura", y por ello sale del campamento, para soportar la ignominia de Cristo. No es que la comunidad de Cristo no tenga aquí ninguna ciudad permanente debido precisamente a que no existe en absoluto en la historia nada permanente; "pasajero" se vuelve para la esperanza cristiana no sólo aquello que, según la impresión general, está sometido al destino del perecer, sino precisamente aquello que, según la impresión general, existe siempre y precipita a toda vida en el perecer, a saber: la muerte y el mal. En la resurrección prometida la muerte se vuelve pasajera, y pasajero se vuelve el pecado en la justificación del pecador y en la justicia que hemos de aguardar.

Ni la historia devora a la escatología (Albert Schweitzer), ni la escatología devora a la historia (Rudolf Bultmann). El lagos del eschaton es promesa de aquello que todavía no es; y por ello hace historia. La promissio que anuncia el eschaton, y en la cual éste se anuncia, es el motor, el motivo, el resorte y el tormento de la historia.

 

5. LA "MUERTE DE DIOS" Y LA RESURRECCIÓN DE CRISTO

El cristianismo depende íntegramente de que sea realidad que Dios resucitó a Jesús de entre los muertos. No existe en el nuevo testamento ninguna fe que no arranque a priori de la resurrección de Jesús. Pablo recoge evidentemente una forma básica del credo cristiano primitivo cuando, en Rom 10, 9, dice:

Porque si confesares con tu boca a Jesús por Señor y creyeres en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvado.

El confesar por Señor la persona de Jesús y el confesar la obra de Dios, que le resucitó de entre los muertos, son dos confesiones que se encuentran indisolublemente unidas, si bien esas dos fórmulas no coinciden, sino que se explican. mutuamente. La fe cristiana que no sea fe en la resurrección no puede, en consecuencia, ser llamada ni cristiana ni fe. El conocimiento del resucitado y la confesión del que lo resucitó son los elementos que en los evangelios mantienen despierto y que formulan el recuerdo de la vida, obra, pasión y muerte de Jesús. De la percepción de Cristo resucitado surge la percepción de la propia misión dentro de la misión a los pueblos. En el recuerdo de la resurrección de Cristo se basa la esperanza inclusiva en el futuro universal del mismo. Por ello, las fórmulas nucleares de la primitiva predicación misional cristiana dicen así: 1. "Al Jesús crucificado Dios le resucitó de entre los muertos" (Hech 2, 24; 3, 15; 5, 31; 1 Cor 15, 3; etc.); 2. "Nosotros somos testigos de ello"; 3. En esto se basan el futuro de la justicia para los pecadores, y el futuro de la vida para los sometidos a la muerte. La cosa, el testimonio y la esperanza escatológica forman una única realidad en el kerigma pascual. Es cierto que, en las cuestiones que la investigación plantea acerca de las circunstancias más concretas, así como acerca de las nociones y expectaciones, es posible establecer una distinción entre aquellos tres elementos, pero lo que no se puede hacer es separarlos. En este aspecto no es posible separar la pregunta: ¿qué puedo saber yo de un modo científico-histórico?, ni de la pregunta ética y existencial: ¿qué debo yo hacer?, ni de la pregunta escatológica: ¿qué me es lícito esperar? Y de igual manera, tampoco las otras preguntas podemos aislarlas. Sólo en el acorde de las tres se nos abre la realidad de la resurrección.

Cuando hoy nos preguntamos por la realidad de la resurrección de Cristo, nuestra pregunta se dirige preponderantemente a este punto: ¿resucitó Cristo? ¿Con qué modus esse hay que entender la realidad de la resurrección? ¿Resucitó Cristo en el sentido de una realidad accesible "a la ciencia histórica"? ¿Resucitó en el sentido de una realidad de la que existe una historia de nociones y tradiciones? ¿Resucitó en el sentido de una realidad que afecta a nuestra propia existencia? ¿Resucitó en el sentido de una realidad que otorga esperanzas al desear y esperar humanos?

Tenemos, pues, que la pregunta por la realidad de la resurrección de Cristo puede ser guiada por modos muy diferentes, posibles hoy, de entender la realidad. Por este motivo se encuentra en cuestión no sólo el modus de la realidad de la resurrección, sino también aquella realidad a partir de la cual se guía, motiva y formula la pregunta por la realidad de la resurrección.

A esto se debe el que aquí debamos buscar primero el lugar de la pregunta, merced al cual pueda hacerse evidente la respuesta a la pregunta por la realidad de la resurrección de Cristo. Esto no puede constituir un problema particular dentro del contexto de aquello que, partiendo de la realidad actual, puede ser interrogado; por el contrario, no puede ser sino una pregunta tal que englobe a toda la experiencia actual del mundo, del hombre y del futuro; una pregunta que somos nosotros mismos junto con nuestra realidad. El fijar más concretamente la pregunta por la realidad de la resurrección, por ejemplo en la pregunta por la actualidad y el significado de esta doctrina de la iglesia, o en la pregunta por la verosimilitud científico-histórica de la facticidad de la resurrección de Jesús, o en la pregunta por su significado real para nuestro corazón y nuestra conciencia, o en la pregunta por su posible contenido de esperanza, todas esas fijaciones dejan intacta la situación desde la cual y hacia la cual se interroga, la dejan tal como existe allí donde se la toma como algo obvio y natural. Pero pudiera ocurrir que el conocimiento de la realidad de la resurrección hiciera problemática precisamente esa situación.

No cabe duda de que resulta difícil reducir a un común denominador la situación desde la cual hoy nos interrogamos, de esta o de la otra manera, por la realidad de la resurrección de Cristo. Sin embargo, no es casual que esta situación sea aclarada en la interpretación de la frase de Hegel y de Nietzsche que dice: "Dios ha muerto".

Esta es una frase que no pertenece sólo a la filosofía metafísica o a la teología. En los fundamentos de la experiencia moderna del mundo y del hombre, esta frase parece proporcionar también el ateísmo metódico de las ciencias. Todas las posibilidades de preguntar por la realidad de la resurrección, que dan a esa realidad, por la misma orientación de la pregunta, una fijación "científico-histórica", o "existencial", o "utópica", se basan en la figura a-teísta de la aprehensión científico-histórica de la historia, de la autoaprehensión del hombre, y de su aprehensión utópica del futuro. En ninguno de estos modos de tratar con la realidad aparece como necesaria la idea de Dios. Esta idea se ha vuelto en parte superflua y en parte arbitraria, al menos en su forma tradicional, esto es, en su forma metafísica y teológica. Por lo mismo, también se ha vuelto en parte superflua y en parte arbitraria la predicación de que Dios resucitó a Jesús de entre los muertos, en tanto se entienda por "Dios" algo que nosotros conocemos a base de la historia, a base del mundo o a base de la existencia humana. Únicamente si con la "muerte de Dios" conocida por la historia, por el mundo y por la propia existencia se puede demostrar que el "Dios de la resurrección", junto con el conocimiento de la resurrección de Jesús, es "Dios", sólo entonces, decimos, es la predicación de la resurrección y son la fe y la esperanza en el Dios de la resurrección algo necesario, algo nuevo y algo posible de manera real y objetiva

La génesis de la impresión de que "Dios ha muerto" nos proporciona algunas indicaciones en este sentido. En su visión terrorífica titulada El discurso del Cristo muerto, que desde lo alto del edificio del mundo anuncia que Dios no existe, el poeta Jean Paúl, perteneciente a la época primitiva del romanticismo, puso apropiadamente esta afirmación en boca del Cristo resucitado y que vuelve al mundo [31]. De suyo Jean Paúl quería dar tan sólo una idea de lo que se sentiría si el ateísmo fuera verdadero; sin embargo, influyó como ningún otro en el nihilismo romántico de la edad moderna. Sus huellas podemos encontrarlas en Stifter, en Keller, en Dostoievski y en Nietzsche. Los "monjes del ateísmo" (H. Heine), los mártires de la "dictadura de la nada" (Fr. Schiegel), así como los "demonios" de Dostoievski se hallan influidos por Jean Paúl 32. En su obra ha llegado la hora del juicio final. El Cristo a quien los muertos esperan, llega y anuncia que Dios no existe. He sufrido un error, dice. Por todas partes se encuentra tan sólo la nada muda y rígida, la mortal rigidez de la infinitud. La eternidad yace sobre el caos, lo devora y se rumia a sí misma. Esta visión es como un comentario a 1 Cor 15, 13 s. Por ello es significativo que el anuncio de que "Dios no existe" sea hecho como desesperación de la esperanza de la resurrección. Evidentemente, para Jean Paúl la realidad de Dios y la esperanza de la resurrección son dos cosas que van juntas, y ello tanto para la fe como para la incredulidad.

En 1802 Hegel caracterizó la "muerte de Dios" como el sentimiento fundamental de la religión de la edad moderna, y vio en ella una nueva interpretación del viernes santo:

Pero el concepto puro, o la infinitud como abismo de la nada en el que se hunde todo ser, tiene que calificar puramente como momento, pero también nada más que como momento de la idea suprema, el dolor infinito —el cual antes era histórico sólo en la educación, y sólo existía como sentimiento en el cual se basa la religión de la edad moderna, el sentimiento de que Dios mismo ha muerto (aquello que había sido expresado sólo de una manera empírica, por así decirlo, en la frase de Pascal: La nature est telle qu'elle marque partout un Dieu perdu et dans l'homme et hors de l'homme)—, y de esta manera debe dar una existencia filosófica a aquello que existía acaso también, o como precepto moral de un sacrificio de la esencia empírica, o como el concepto de abstracción formal, y, por tanto, dar a la filosofía la idea de la libertad absoluta y, con ello, la pasión absoluta o el viernes santo especulativo, que, por lo demás, pertenecía a la ciencia histórica, y restaurar a este mismo en la entera verdad y en la entera dureza de su ausencia de Dios, ya que sólo partiendo de esa dureza —pues tienen que desaparecer los elementos más alegres, más superficiales y más particulares de las filosofías dogmáticas, así como de las religiones naturales— puede y debe resucitar la totalidad suprema en toda su seriedad, y desde su fondo más profundo, abarcando todo a la vez, resucitar a la más alegre libertad de su figura [33].

Con esto quería Hegel decir que el ateísmo y el nihilismo modernos, que hacen desaparecer todas las filosofías dogmáticas y todas las religiones naturales, pueden ser entendidos como una universalización del viernes santo histórico, en el que Dios abandonó a Jesús, el cual se convertiría en un viernes santo especulativo, en el que todo ente es abandonado por Dios. Sólo entonces la resurrección —en cuanto resurrección de la totalidad del ser de la nada— y el nacimiento de la libertad y de la alegría llegan, desde un dolor infinito, a una perspectiva necesaria a todo ente. Y si bien de esta manera el moderno mundo a-teísta cae bajo la sombra del viernes santo, y éste es concebido, a través de aquél, como abismo de la nada en el que todo ser se hunde, por otro lado, sin embargo, queda dada así la posibilidad de concebir teológicamente este mundo que se hunde en la nada como momento procesual de la revelación de Dios en la cruz y en la resurrección de la realidad (revelación que se hace universal y se extiende a la historia entera del mundo) . Entonces la depravación del mundo no consiste todavía en la dureza de su a-teísmo; sino que su perdición surge tan sólo cuando del proceso dialéctico de Dios aquél abstrae el momento procesual de la enajenación y de la muerte de Dios, y se fija en él. El nihilismo romántico de la "muerte de Dios", lo mismo que el ateísmo metódico de las ciencias (etsi Deus non daretur), son así un momento procesual arrancado de la dialéctica y, por ello mismo, no concebido ya en su movimiento procesual. En todo caso, desde una perspectiva teológica Hegel nos pone en claro, de un modo inolvidable, que la resurrección y el futuro de Dios no deben mostrarse sólo en el abandono del Jesús crucificado por Dios, sino también en el abandono del mundo por Dios [34].

Kierkegaard no entendió esta dialéctica especulativa de la causa de Dios o de la idea suprema misma. Kierkegaard retornó al dualismo de Kant, y lo radicalizó. La época de la reflexión infinita no consiente ya una certeza objetiva con respecto al ser o al automovimiento del objeto. La duda y la crítica disuelven toda mediación del absoluto en lo objetivo. Y por ello resta tan sólo, como dialéctica irreconciliable, la contraposición paradójica de ateísmo teórico e interioridad existencial, de ateísmo objetivo y creencia subjetiva. A la interioridad de la inmediata e inmediable relación entre existencia y trascendencia se añade el desprecio de lo externo como algo absurdo, carente de sentido, ateo.

El "único" de Kierkegaard abandona la dialéctica de la mediación y la reconciliación y recae en la pura inmediatez. Hasta en sus paralelismos verbales, la "interioridad" de Kierkegaard es la "conciencia infeliz" de la Fenomenología del espíritu de Hegel, pero arrancada de la dialéctica y abstraída de su movimiento. En la medida en que la conciencia infeliz del "alma bella" se fija en sí misma y busca tanto la gloria como la trascendencia en su propia inmediatez, fija a la vez el mundo objetivo en la rígida inmutabilidad de éste y sanciona sus relaciones inhumanas y ateas. Como no es posible esperar una reconciliación entre lo interior y lo exterior, también la enajenación en el dolor de lo negativo, la asunción de la cruz de la realidad resultan absurdas. El abandono divino y el absurdo de un mundo que se ha convertido en un mundo de mercancías, sujeto al cálculo y a la teoría, sólo puede servir ya como impulso negativo para conquistar la interioridad pura. Esta dialéctica, congelada en una paradoja eterna, en la característica propia del romanticismo y de toda teología romántica.

En Nietzsche y en Feuerbach la frase "Dios ha muerto" aparece con una explicación diferente.

¡Dios ha muerto! ¡Dios sigue estando muerto! ¡Y somos nosotros los que le hemos matado...! ¿No es demasiado grande para nosotros la grandeza de esa hazaña? ¿No debemos convertirnos nosotros mismos en dioses, para parecer dignos de ella? Jamás hubo una hazaña mayor, y todo el que nazca después de nosotros pertenece, en razón de aquélla, a una historia superior a lo que fue hasta ahora toda la historia [35].

La muerte de Dios es atribuida aquí al hombre que le mata, no a la enajenación de Dios mismo. La muerte de Dios es la elevación del hombre por encima de sí mismo. La historia que el hombre mismo toma en sus manos se yergue sobre el cadáver de Dios. La cruz se convierte en el símbolo de la victoria del hombre sobre Dios y sobre sí mismo. "Muertos están todos los dioses: ahora queremos que viva el superhombre".

Este hecho de fundar el sentimiento propio de la edad moderna: Dios ha muerto, en la afirmación: nosotros le hemos matado, se aproxima mucho a la supresión feuerbachiana de Dios, mediante la cual el hombre llega a ser él mismo. Sólo que Nietzsche habla de un acontecimiento y de un nuevo destino del ser, y no sólo de una re-subjetivización de objetivaciones religiosas. La consecuencia que se saca no es que el hombre llegue a ser él mismo, en su presencia e inmediatez sensibles, sino que el hombre se trasciende a sí mismo, va más allá de sí mismo. Sin embargo, también aquí, en Nietzsche, el lugar que correspondería a Dios en el pensamiento metafísico, en cuanto lugar de la originación causadora, no es experimentado ya en la pasividad, sino en la actividad del sujeto humano.36

El "mundo" se convierte en el proyecto y el objeto de la subjetividad. En consecuencia, queda "desencantado" y pasa a ser materia de posibles modificaciones. El mundo no es ya capaz de mediar la subjetividad consigo misma. El omnipotente sí-mismo se transforma en identidad abstracta. Esta nueva autotrascendencia, que se da en la experiencia de que el mundo es dominable, constituye sin duda el final de toda metafísica y de toda teología cosmológicas, pero no es en modo alguno el final de la metafísica en cuanto tal, pues contiene una metafísica de la subjetividad. Su ateísmo es un ateísmo sólo teórico, en relación al mundo de los objetos. En cambio, el sujeto, el fundamentum inconcussum seguro de sí mismo en la actividad del hombre, arrastra hacia sí todos los predicados que la teología y la metafísica tradicionales atribuían a Dios (causa sui en Feuerbach y en Marx, trascendencia en Nietzsche).

Si la fe cristiana es asentada teológicamente en esa subjetividad, entonces esa fe tiene que convertirse necesariamente en creatrix divinitatis, en la fuerza que crea y que osa crear a Dios. Esta mística de la fe pasa a ser el necesario complemento de la matemática, con la cual el hombre prescribe sus leyes al mundo. Mas con ello también esta interpretación de la frase: Dios ha muerto, vuelve a las contradicciones de la conciencia moderna, a reconciliar las cuales estuvo dedicada la dialéctica de Hegel. Tanto el desdiosamiento matemático del mundo, como la revelación del hombre que corresponde a ese desdiosamiento, Hegel se esforzó por entenderlos y asumirlos en la subjetividad inmediata como momentos procesuales del automovimiento del espíritu absoluto. Los párrafos siguientes, con los cuales caracteriza Feuerbach la solución hegeliana, intentando reducirla ad absurdum, son muy merecedores de que la teología reflexione sobre ellos:

La filosofía hegeliana es el último intento grandioso de restaurar, mediante la filosofía, el cristianismo perdido, desmoronado, y ello a base de identificar, tal como se hace en la edad moderna, la negación del cristianismo con. el cristianismo mismo... Sólo por ello queda esta contradicción en Hegel sustraída a la vista, oscureciendo el hecho de que la negación de Dios, el ateísmo, es convertido en una determinación objetiva de Dios. Dios es definido como un proceso, y el ateísmo, como un momento de ese proceso. Pero así como la fe restaurada desde la incredulidad no es una fe verdadera, ya que es siempre una fe que lleva aneja su contraposición, así tampoco el Dios restaurado desde su negación es un Dios verdadero, sino que es, más bien, un Dios que se contradice a sí mismo, un Dios ateo [37].

Aquí se pone de manifiesto que Feuerbach conoce tan sólo el Dios de la filosofía dogmática y de la religión natural, pues sólo este Dios, en su identidad abstracta, es reducible al hombre. Mas la fe cristiana se levanta constantemente sobre el suelo de la incredulidad superada y, como tentación, tiene siempre a ésta cabe sí. El Cristo resucitado es y continúa siendo el Cristo crucificado. El Dios que en el acontecimiento de la cruz y de la resurrección se revela como "el mismo", es el Dios que se revela en la contradicción de sí mismo. Desde la noche de la "muerte de Dios" en la cruz, desde el dolor de la negación de sí mismo, ese Dios es experimentado en la resurrección del crucificado, en la negación de la negación, como el Dios de la promesa, como el Dios que ha de venir. Si el "ateísmo" tiene su radicalidad en el conocimiento del significado universal del viernes santo, entonces el Dios de la resurrección es, de hecho, algo así como un Dios "a-teo". Sin duda es esto lo que también D. Bonhoeffer quiere decir cuando escribe, en el sentido de Hegel —no en el de Feuerbach—:

Y no podemos ser honrados sin conocer que tenemos que vivir en el mundo etsi Déus non daretur. Y esto lo conocemos precisamente ¡ante Dios!... Dios nos da a conocer que tenemos que vivir como hombres que resuelven su vida sin Dios. El Dios que está con nosotros es el Dios que nos abandona... Ante Dios y con Dios, vivimos sin Dios. Dios se deja arrojar del mundo, para ir a parar a la cruz; Dios es impotente y débil en el mundo, y precisamente así y únicamente asiles como está junto a nosotros y como nos ayuda [38].

Sólo que la cruz del abandono divino no puede convertirse, como en Hegel, en un momento de un proceso inmanente a Dios. Una teología del automovimiento dialéctico del espíritu absoluto sería tan sólo una modificación de la epifanía dialéctica de lo eterno como sujeto. Hegel intentó reconciliar la fe y el saber, pero al precio de eliminar la historicidad del acontecer de la revelación y entenderlo como un acontecer eterno. "Pues el concepto anula el tiempo". Mas la cruz —la ocultación de Dios y la autonomía del hombre— no queda ya "suprimida" en el logos de la reflexión y de la conciencia, sino que queda provisionalmente absorbida en la promesa y en la esperanza y tiende hacia un eschaton real, no llegado aún, el cual es un estimulante para la conciencia, pero que no se diluye en la conciencia de la fe. La cruz designa una apertura escatológica, que no está cerrada ya ni por la resurrección de Cristo ni por el Espíritu de la comunidad, sino que, por encima de ambos, permanece abierta hacia el futuro de Dios y el aniquilamiento de la muerte. El que precisamente en Nietzsche el "hombre loco" no deje de gritar: "Busco a Dios, busco a Dios", es algo que apunta sin duda en ese sentido. No es lo mismo que la "muerte de Dios" lleve a entronizar al hombre endiosado, o que, merced al anticipo de la resurrección que se da en la resurrección de Cristo, "la muerte de Dios" permita preguntar por la resurrección, la vida, el reino y la justicia, permita buscarlos y esperarlos, y con ese preguntar, buscar y esperar, y con las consecuencias de crítica, resistencia y sufrimiento que de ellos se derivan, sitúe al mundo —que se asienta sobre el cadáver de Dios— en el proceso histórico del futuro de la verdad. Entonces el mundo no se hunde en el abismo de la nada, sino que su elemento negativo será absorbido en el "todavía no" de la esperanza. El mundo no es estabilizado en el ser eterno, sino "mantenido" en el no-ser-todavía de una historia abierta al futuro.

 

6. LA PREGUNTA DE LA CIENCIA HISTÓRICA POR LA RESURRECCIÓN DE CRISTO Y EL CARÁCTER DE PREGUNTA DEL TRATO CIENTÍFICO-HISTÓRICO CON LA HISTORIA

La pregunta primera por la realidad de la resurrección de Cristo se dirigirá siempre hacia la realidad que los testigos pascuales cuentan y predican. Dado que esta realidad se nos cuenta como un acontecimiento, es decir como "la resurrección de Jesús por Dios de entre los muertos", la pregunta por la realidad de ese acontecimiento adoptará en primer término la forma de la pregunta de la ciencia histórica. Aun cuando los testigos no intentasen narrar tan sólo aquello que ocurrió al modo como lo hacen los cronistas antiguos o los historiadores modernos, hablaron, sin embargo, de una cosa y de un acontecimiento cuya realidad se encontraba para ellos fuera de su propia conciencia y de su propia fe, siendo esa realidad la que inflamaba su conciencia en recuerdo y esperanza. Los testigos no quisieron anunciar tan sólo, con la fe pascual, su propia manera nueva de entenderse a sí mismos, sino que además, en esa fe y desde esa fe, narraron algo acerca del camino de Jesús y del acontecimiento de la resurrección en Jesús.

Sus afirmaciones contienen no sólo certidumbre existencial, expresada de este modo: "Yo estoy seguro de...", sino que, en ella y con ella, contienen también una certidumbre objetiva, expresada así: "Es cierto que..." Los testigos no sólo anunciaron que ellos creían y lo que ellos creían, sino también, con ello y en ello, lo que habían conocido. Son, por así decirlo, "testigos desinteresados" [39]. Por este motivo, no está decidido sin más que el sentido de sus afirmaciones sea la nueva manera de entenderse la fe a sí misma [40]. Los relatos pascuales obligan, antes bien, a preguntar por la realidad del acontecimiento que anuncian. No es su propia fe, ni tampoco la exigencia de fe o la oferta de fe, que ellos vinculan con su predicación, lo que otorga a sus afirmaciones su garantía de realidad; únicamente la realidad de lo expresado y anunciado por ellos es lo que debe garantizar su afirmación y su predicación. Se despojaría a los textos pascuales de su intención propia si el "sentido" de sus enunciados se buscase tan sólo en el nacimiento de la fe. Por ello no puede nadie prohibir que se los interrogue para ver qué es lo que hay detrás de su kerigma, para buscar la realidad que garantiza sus enunciados y los hace verídicos y dignos de fe [40].

Ahora bien, desde el día en que quedó rota la afirmación ortodoxa de la verdad, ese preguntar retrospectivamente, para asegurarse de la realidad que garantiza, legitima y hace digno de fe el mensaje de la resurrección, ha asumido siempre la forma de la pregunta retrospectiva de la ciencia histórica. Esto se halla en correspondencia con los textos, en la medida en que estos mismos hablan de un acontecimiento al que se le puede asignar una fecha. Pero esto es extraño a los textos si y en la medida en que la forma científico-histórica de esa pregunta retrospectiva implica una determinada forma previa de entender lo posible para la ciencia histórica, la cual, desde el nacimiento de la edad moderna, no coincide con el modo de entender lo posible para la ciencia histórica como lo posible para Dios, que es el modo como esos textos lo entienden.

El concepto de lo científico-histórico, de lo posible y verosímil para la ciencia histórica, es un concepto que en la edad moderna se ha desarrollado a base de unas experiencias históricas distintas de la experiencia de la resurrección de Jesús de entre los muertos; en efecto, se ha desarrollado, a partir de la Ilustración, a base de la experiencia de que la historia es calculable y hacedera por el hombre. La disputa entre los discípulos y los judíos giraba en torno a esta cuestión: ¿ha resucitado Dios a Jesús de entre los muertos, de acuerdo con sus promesas, o no puede Dios haberle resucitado, de acuerdo con su promesa? En cambio, la disputa moderna acerca de la resurrección gira en torno a la pregunta de si la resurrección es posible en el sentido de la ciencia histórica. Si es cierto, como se ha subrayado en múltiples ocasiones [42], que las experiencias históricas a base de los cuales se han formado los conceptos de lo científico-histórico, tienen en la edad moderna un carácter antropocéntrico, si es cierto que la historia es aquí historia del hombre, y el auténtico sujeto de la historia, entendido en el sentido del hypokeimenon metafísico, es el hombre, entonces resulta evidente que, bajo este presupuesto, la afirmación de la resurrección de Jesús por Dios es una afirmación imposible para la "ciencia histórica" y, por ello, carente de sentido para la misma. Sin embargo, también bajo este presupuesto constituye un acto lleno de sentido el preguntar hasta qué punto y con qué grado de verosimilitud podemos averiguar todavía los acontecimientos objetivos y su modo de transcurrir [43], aun cuando al hacerlo se choque con aquellos límites de lo científico-histórico, que vienen puestos cuando se presupone el mencionado modo de entender la objetividad histórica en general. Los resultados de las preguntas retrospectivas dentro del horizonte de esclarecimiento de lo científico-histórico en el sentido moderno no conducen ni a una demostrabilidad básica de la resurrección, ni tampoco a un escepticismo científico-histórico por principio. Pero impiden a la teología el postular, desde razones dogmáticas, hechos "científico-históricos" y le prohíben también el abandonar, desesperada, el terreno de la historia en general. Ni para el historiador ni para el teólogo son admisibles métodos que se guíen por este principio: "No puede ser aquello que no debe ser".

Ahora bien, la pregunta científico-histórica por la realidad de la resurrección de Jesús es confrontada por los textos bíblicos no sólo con hechos reales históricos, sino también con un distinto horizonte de experiencia y de significación de la historia, en el cual los acontecimientos narrados quedan iluminados por una luz diferente. A la experiencia de la historia que se expresa en las perspectivas de la pregunta científico-histórica se le enfrentan no sólo acontecimientos más o menos bien atestiguados, más o menos adornados por la fantasía; a esa experiencia de la historia se le enfrenta también otra experiencia distinta de ésta. Por ello, la pregunta científico-histórica por la realidad de la resurrección de Jesús se vuelve también hacia el que hace esa pregunta y pone en cuestión su experiencia básica de la historia, desde la cual plantea él su pregunta científico-histórica.

La pregunta científico-histórica por la historicidad científica de la resurrección de Cristo se amplía de este modo e incluye el carácter de pregunta del trato científico-histórico con la historia en cuanto tal. Pues en la pregunta científico-histórica por la resurrección se introduce siempre también, junto con esa pregunta, un modo científico-histórico de entender el mundo, que se amplía a los textos que hablan de la resurrección de Jesús. En el proceso del entender es preciso poner en juego también esto, de igual manera que se pone en juego, por la ciencia histórica, la anunciada resurrección de Jesús. Así, pues, ahora debemos volver la espalda a la pregunta científico-histórica por la resurrección de Jesús y dirigirnos hacia el que hace esa pregunta.

En general todo el mundo acepta que la comprensión científico-histórica que se da en la edad moderna es siempre una comprensión análoga y que por ello debe permanecer en el ámbito de lo comprensible por analogía. Este método de la analogía en la comprensión científico-histórica lo había basado E. Troeltsch ontológicamente en la "correlación existente entre todos los procesos de la ciencia histórica".

Pues el medio mediante el cual resulta posible en absoluto la crítica, es la aplicación de la analogía. La analogía de lo que ocurre ante nuestros ojos... es la llave de la crítica. Ilusiones..., formaciones míticas, engaño, partidismo, que nosotros vemos ante nuestros ojos, son los medios de conocer también cosas similares en lo transmitido. La coincidencia con procesos normales, corrientes, o atestiguados de múltiples modos..., tal como nosotros los conocemos, es el signo de la verosimilitud de procesos que la crítica puede aceptar o admitir como ocurridos realmente. El observar analogías entre procesos homogéneos del pasado hace posible el atribuirles verosimilitud y el explicar lo desconocido de lo uno a base de lo conocido de lo otro. Pero esta omnipotencia de la analogía incluye la homogeneidad básica de todo acontecer científico-histórico, la cual no es ciertamente igualdad..., pero presupone en todo caso un núcleo de homogeneidad común, desde la cual podemos concebir y comprender las diferencias [44].

Si la comprensión científico-histórica y la crítica científico-histórica dependen, por tanto, del postulado y del presupuesto de una homogeneidad que se encuentra a la base de todo, entonces es evidente que ambas dependen de un determinado modo de concebir el mundo. En esta concepción del mundo se da por supuesto, lo mismo que en la cosmología griega, que a la base de todos los cambios y variaciones históricas se encuentra un "núcleo de homogeneidad común", y que "todo está eternamente emparentado en lo íntimo". Mas, en el marco de esta homogeneidad nuclear, lo histórico se convierte ya en lo meramente accidental. Los acontecimientos históricos resultan comprensibles si se los concibe como "fenómenos" o apariciones de aquel núcleo de homogeneidad común. Con lo cual queda abolido su carácter de acontecimiento, y la historicidad de la historia es eliminada en favor de una metafísica sustancialista del universo científico-histórico. En L. von Ranke y en la gran historiografía romántica este núcleo fue vislumbrado de una manera panteísta: todos los tiempos y todos los acontecimientos se siguen unos a otros, de una manera llena de sentido, para que acontezca en todos los que no es posible en ninguno particular, para que la entera plenitud de la vida espiritual, inhalada al género humano por la divinidad, pueda manifestarse en la sucesión de los siglos [45].

Para H. von Sybel la homogeneidad tenía un aspecto mecanicista:

El presupuesto del que depende íntegramente la seguridad del conocer es la regularidad absoluta en la evolución, la unidad común en la consistencia de las cosas terrenas [46].

También en la hermenéutica científico-espiritual de la historia de las manifestaciones de la vida humana, tal como la entiende W. Dilthey, el comprender científico-histórico se basa en la presupuesta homogeneidad de la vida insondable que se encuentra a su base. Es cierto que no hay una esencia fija del hombre, que esté ahí ante la historia, e independiente de ésta, como una esencia idéntica consigo misma. "El tipo hombre se desvanece y deshace en el proceso de la historia" [47]. Pero que el existir humano tiene en sí mismo una estructura hermenéutica, eso es lo que aparece como el núcleo permanente y básico en la historia de las manifestaciones y autoexplicaciones de la vida humana.

Que el hombre, partiendo de su insondabilidad creadora, tiene que buscarse y encontrarse constantemente a sí mismo, tiene que configurarse y determinarse constantemente a sí mismo, eso es lo que constituye el núcleo de aquella común homogeneidad que hace posible y también necesario el comprender científico-histórico.

A la vista de esta fundamentación del comprender científico-histórico en una determinación metafísica del núcleo, de la sustancia o del sujeto de la historia, la teología cristiana, que intenta repensar el mensaje de la resurrección, cae en graves dificultades. A la vista de la determinación panteísta de la esencia de la historia, según la cual la idea eterna no gusta de manifestarse íntegramente en un individuo, se le hace imposible a la teología cristiana tomar como absolutos una persona y un acontecimiento de la historia 48. A la vista de la interpretación positivista y mecanicista de la esencia de la historia, que se concibe como un nexo operativo, cerrado en sí mismo, de causalidad y consecuencia, la afirmación de una resurrección de Jesús por Dios aparece como un mito que habla de una intervención sobrenatural, con la cual se halla en contradicción la experiencia toda del mundo. A la vista, en fin, de la determinación que la filosofía de la vida ofrece del fondo vital como algo creador, que se manifiesta y objetiva en la historia, los textos pascuales sólo pueden ser tomados como expresión de actos vitales de una fe insondable en sí misma.

Una teología de la resurrección puede intentar solucionar de muchos modos el problema de la historia que se le plantea en esa forma. Si, como ha quedado claro ya por las pocas indicaciones hechas, el resucitado no encaja en nuestro concepto de lo científico-histórico [49], la teología puede admitir como "no científico-históricas" las palabras que hablan de la resurrección de Jesús por Dios, y buscar otros accesos y otras apropiaciones de la realidad de la resurrección par el hombre moderno, definido por la ciencia histórica [50]. Mas precisamente con ello la teología abandona a las explicaciones científico-históricas del mundo el campo del conocer y del tratar con la historia. Si la realidad de la resurrección resulta inaprehensible con medios científico-históricos de la edad moderna, también el trato moderno, cognoscitivo, con la historia resulta, a la inversa, teológicamente inaprehensible para la fe. La fides quaerens intellectum tiene que renunciar entonces, en el campo de la historia, al intellectus fidei. Esto se realiza ante todo renunciando en teología a la pregunta científico-histórica por la realidad de la resurrección, y concentrándose en la segunda pregunta, en la pregunta por el carácter de testimonio y por el carácter de demanda que posee la predicación de la fe pascual. Se abandona entonces el conocer de la historia a todos los posibles principios panteístas o ateístas, para concentrarse en el encuentro personal, en la vivencia no objetivable o en la decisión existencial a que conduce el kerigma de pascua.

De esta manera a nosotros se nos pregunta sencillamente si creemos que Dios actúa en esas (vivencias visionarias de pascua) tal como ellas mismas lo creen y tal como la predicación lo afirma [51].

Con este "sencillamente" se recomienda, sin duda alguna, dar el salto desde el conocer científico-histórico, que es un conocer mediador, objetivante, a la decisión personal. La resurrección de Cristo no puede ser aprehendida entonces ni de manera mítica ni de manera científico-histórica, sino "sólo en la categoría de la revelación" [52]. Mas con ello la predicación de la resurrección queda flotando en el aire, y lo mismo ocurre con la existencia afectada por ella, sin que se hagan comprensibles ni el carácter forzoso de la predicación ni la necesidad de tomar en absoluto una decisión a la vista de ella.

Otra posibilidad consiste en no seguir considerando por más tiempo como definitivos e inevitables el método científico-histórico y su forma de entender la historia, en su aspecto metafísico-sustancialista o positivista, mas no para luego dar el salto, al apartarse de él, a la decisión subjetiva de fe, sino para buscar nuevas vías a fin de seguir desarrollando los métodos científico-históricos mismos de tal manera "que permitan aprehender el todo de la historia en su pluralidad" [53].

Semejante ampliación del acceso científico-histórico y de la mediación científico-histórica de la historia puede dirigirse al otro aspecto del modo analógico del proceder en la comprensión científico-histórica. En efecto, la potencia cognoscitiva del comprender comparativo no tiene necesariamente que consistir tan sólo en conocer sólo lo homogéneo y común en lo no homogéneo de acontecimientos científico-históricos y de manifestaciones de la vida, sino que puede orientarse también a percibir, en lo homogéneo y semejante, lo no-homogéneo e individual, lo casual y súbitamente nuevo [54]. Un interés unilateral por lo homogéneo, por lo que se repite una y otra vez, por lo típico y regular, aplanaría lo auténticamente histórico, que consiste en lo contingente y nuevo, y con ello perdería totalmente, al final, el sentido para la historia.

Así, pues, el método comparativo de comprender puede ser ampliado a fin de que haga visible lo incomparable, lo que no se ha dado nunca, lo nuevo. Es verdad que esto se torna visible tan sólo en la comparación. Mas para poder verlo en ella, es preciso desembarazarse de todas las presupuestas fijaciones del núcleo o de la sustancia de la historia, y considerar como provisionales y cambiables esas mismas subordinaciones. Pero si la teología cristiana, en contraposición a los métodos científico-históricos, se mostrase interesada por lo individual, contingente y nuevo, mas lo hiciera sencillamente para complementar a los primeros, tendríamos que esto no constituiría otra cosa que una variante interesante en la imagen científico-histórica del universo histórico, pero esa variante sería también posible y pensable en todo caso sin una teología de la resurrección.

El redescubrimiento de la categoría de lo contingente no va unido necesariamente con el descubrimiento de una categoría teológica 55. Pues la resurrección de Cristo no va asociada con la categoría de lo nuevo contingente, sino con la categoría de expectación de lo nuevo escatológico. Ahora bien, lo nuevo escatológico de la resurrección de Cristo aparece como un novum ultimum, comparado tanto con lo homogéneo de la realidad que se repite una y otra vez, como con lo comparativamente no-homogéneo de posibilidades históricas nuevas que se abren. Una ampliación de la consideración científico-histórica, consistente en tener en cuenta la contingencia, no llega todavía a ver la realidad misma de la resurrección. La superación, completamente posible, de la forma antropocéntrica de la analogía científico-histórica no otorga a ésta, de modo incondicional, un carácter teológico. Sólo si se pudiera mostrar el universo científico-histórico entero con su contingencia y su continuidad, sólo si se pudiera mostrar que no es en sí mismo necesario, sino contingente, sólo entonces, decimos, se divisaría aquello que podemos calificar como lo nuevo escatológico de la resurrección de Cristo. Esta no significa una posibilidad en el mundo y en la historia de éste, sino una nueva posibilidad del mundo, de la existencia humana y de la historia en general. Sólo si se puede entender el mundo como creación contingente nacida de la libertad de Dios y ex nihilo (contingentia mundi), resulta comprensible la resurrección de Cristo como nova creatio. Por ello, a la vista de lo que se dice y se promete cuando se habla de la resurrección de Cristo, es necesario mostrar la profunda irracionalidad del cosmos racional del mundo moderno, del mundo de la ciencia y de la técnica. La resurrección de Cristo no significa un proceso posible en la historia del mundo, sino el proceso escatológico de esa historia.

A la teología le queda finalmente la posibilidad de obtener un concepto propio de historia y una concepción propia de la ciencia histórica de la historia, sacándolos de la realidad de la resurrección entendida en sentido teológico y escatológico [56]. Con ello la teología de la resurrección no seguiría estando encajada en un concepto ya existente de historia, sino que, mediante la comparación y la discusión con los modos ya existentes de entender la historia, habría que realizar el ensayo de conquistar una nueva intelección de la historia en sus últimas posibilidades y esperanzas, bajo el presupuesto de la resurrección de Cristo de entre los muertos. En el conflicto con otros conceptos de la historia es preciso desarrollar entonces un intellectus fidei resurrectionis que capacite para hablar "cristianamente" sobre Dios, sobre la historia y sobre la naturaleza.

La resurrección de Cristo carece de todo paralelo en la historia conocida por nosotros. Mas precisamente por ello puede ser vista como un "acontecimiento que funda historia", a partir del cual toda la historia restante queda iluminada, puesta en cuestión y modificada 57. El modo de predicar y de recordar en esperanza ese acontecimiento debe ser visto entonces como un modo de recuerdo científico-histórico dominado íntegramente, en cuanto a su contenido y en cuanto a su proceso, por ese acontecimiento. De este recordar en esperanza el citado acontecimiento no se derivan entonces leyes generales del acontecer del mundo; con el recuerdo de ese acontecimiento único y singular se recuerda la esperanza en el futuro del acontecer total del mundo. La resurrección de Cristo no se presenta ya entonces como analogía con lo que es experimentable siempre y también en otros sitios, sino como analogía con aquello que sobrevendrá a todo. La expectación de lo que vendrá en virtud de la resurrección de Cristo convierte necesariamente toda realidad experimentable y toda experiencia real en una experiencia provisional y en una realidad que no contiene todavía en sí aquello que le está esperando.

En expectación debe contradecir, por ello, a todas las fijaciones metafísico-sustancialistas del núcleo de homogeneidad común existente en el acontecer del mundo y, por lo mismo, contradecir también al entender científico-histórico basado en tales fijaciones, que se guía por el criterio de la analogía. Deberá idear un entender científico-histórico que se desarrolle al hilo de la analogía escatológica, como preludio y anticipación de lo futuro. En este caso no hay que decir que la resurrección de Cristo es "histórica" porque ha acontecido en la historia (cualesquiera que sean las categorías con que se manifieste ésta), sino que hay que decir que es histórica porque funda historia en la que se puede y se debe vivir, pues señala el cauce al acontecer futuro. La resurrección de Cristo es histórica porque abre un futuro escatológico. Esta afirmación deberá acreditarse luego en el conflicto con otros conceptos de historia, en cuyo trasfondo se encuentran siempre, fundándolos, otros acontecimientos, terrores o revoluciones históricos "fundadores de historia".

Naturalmente aquí se plantea, como objeción, la pregunta por la fuerza obligatoria universal de tales afirmaciones teológicas. Si se supone que el acceso moderno, el acceso científico-histórico a la historia es el único hoy posible, el único hoy honesto y obligatorio, entonces nos vemos forzados a aceptar que el modo —presupuesto en ese acceso— de entender la realidad y la historia es también el destino propio del pensar teológico. Ese modo de entender la realidad nos viene entonces "impuesto más bien con nuestra situación histórica" [58]. El constituye lo obvio y natural para esa sociedad en que conviven cristianos y no cristianos; únicamente en su marco se puede y se quiere "comprender". Si en este modo de entender la realidad —que hoy es obligatorio para todos y que une a todos— los dioses callan en las ciencias naturales y en la ciencia histórica, o dicho de otro modo, el escuchar lo que éstos dicen es algo arbitrario, dejado a la libre disposición del individuo, entonces una teología de la resurrección sólo puede explicarse ya en aquel lugar que permanece intocado por ese modo de entender la realidad y que está encomendado a la subjetividad del individuo.

Pero esto significa que sólo puede explicarse en aquella subjetividad e interioridad del hombre que es liberada por la racionalización del mundo y por la historización científica de la historia. La teología de la resurrección no puede hablar ya entonces de hechos de resurrección en el marco de una metafísica de la historia, pero sí puede hablar todavía, en el marco de una metafísica de la subjetividad, de una fe pascual, para la cual la "resurrección de Cristo" es sólo una expresión históricamente superable de fe. De este modo el creer en la resurrección, sin afirmarla, encaja exactamente en el modo de entender la realidad propio del mundo moderno y es algo así como la última religión de esta sociedad. Pero si la teología se esfuerza por conquistar, a la inversa, una intelección teológica de la historia y una revolución del modo científico-histórico de pensar, entonces está justificada la objeción que dice que la teología es empujada con ello al gueto de una ideología intracristiana y ya no puede entenderse con nadie [59].

Ahora bien, ocurre que la iglesia, y la teología con ella, no es ni la religión de esta o de aquella sociedad, ni tampoco una secta. Ni se puede exigir de ella que se acomode al modo concreto, vinculante para todos, de entender la realidad que tiene la sociedad, ni es lícito esperar que se presente como lenguaje arbitrario de un convertículo exclusivo y, que está ahí tan sólo para los fieles del mismo. Así como la iglesia tiene entablado un proceso con la sociedad en que vive, referente a la verdad, así también la teología participa de la misión de la comunidad. La teología tiene que encontrarse enfrentada a las concepciones de la historia y a las cosmovisiones científico-históricas, en un proceso referente al futuro de la verdad y, por ello, debe hallarse también en polémica con aquéllas acerca de la realidad de la resurrección de Jesús. Esa lucha que acontece en la polémica con y en la destrucción de los conceptos científico-históricos modernos acerca de la realidad, lucha entablada en torno a la realidad enigmática de la resurrección de Jesús, no es en modo alguno tan sólo una lucha en torno a un detalle de un pasado lejano; por el contrario, esa realidad pone en cuestión también los medios científico-históricos de asegurarse de la historia. Se lucha por el futuro de la historia y por el modo de conocer, esperar y trabajar en ese futuro. Se lucha por conocer la misión del presente y por determinar y conocer la tarea del ser humano.

El sentido de la polémica científico-histórica en torno a la resurrección de Cristo no ha sido jamás un sentido únicamente científico-histórico. Y así, la pregunta especial por la realidad científico-histórica de la resurrección, que dice: ¿qué puedo yo saber?, apunta, por encima de sí misma, hacia estas otras preguntas, próximas a ella: ¿qué debo hacer? y ¿qué me es lícito esperar?, ¿qué horizonte de futuro, poblado de posibilidades y de peligros, se nos abre desde la historia pasada? Una pregunta por la resurrección, si se plantea de un modo exclusivamente científico-histórica, es extraña, como ya hemos mostrado, a los textos de los relatos pascuales. Pero, como también hemos mostrado, éstos son extraños al contexto de experiencia del mundo que tiene el historiador y dentro del cual él se esfuerza por leer los textos. Toda comprensión real comienza con tales extrañezas.

 

7. LA PREGUNTA HISTÓRICO-FORMAL POR LOS RELATOS PASCUALES Y EL CARÁCTER DE PREGUNTA DE SU INTERPRETACIÓN EXISTENCIAL

El interrogar críticamente a los relatos que hablan de la resurrección en orden a su exactitud científico-histórica, cosa corriente desde la Ilustración, ha quedado modificado, e incluso ha quedado desvanecido también en gran parte en el interés de los investigadores, al interrogar ahora a esos relatos según el método de la historia de las formas 60. Desde las perspectivas histórico-formales no se pregunta ya por los sucesos, accesibles a la ciencia histórica, a que se refieren los relatos y que posiblemente obligaron a narrarlos, sino que se pregunta por los motivos kerigmáticos que han configurado a esos relatos y por el puesto que ocuparon en la vida y en los modos de comportamiento de determinadas comunidades. Se concluye de las formas a la vida de las comunidades, y de éstas a aquéllas. El auténtico sujeto de los relatos no es ya, por tanto, la cosa que se narra, sino la vida de la comunidad, vida que encuentra su expresión en aquéllos. El método de la historia de las formas es, en su origen, un método sociológico.

Desde estas perspectivas los textos pascuales se presentan ante todo como kerigma, como predicaciones de la comunidad, dichas desde la fe y para la fe. Los textos los encontramos en una específica tradición kerigmática, en cuyo seno pudieron ser variados con mucha libertad, en los diferentes estadios de la tradición, según cuál fuera la situación y según cuáles fueran los destinatarios o los enemigos a quienes se hablaba, y pudieron también ser enriquecidos y transformados teológicamente, de acuerdo con el condicionamiento aportado por situaciones nuevas. El subrayar esas transformaciones kerigmáticas de determinados tesoros de la tradición y el destacar la historia de las formas de su expresión en el culto, la catequesis, la parénesis, la polémica, etc., han permitido lograr un gran número de conocimientos nuevos. Ciertamente no por ello quedaba eliminada la pregunta por los acontecimientos que se encontraban a la base y que justificaban esos relatos. Pero el interés de la investigación sufrió un desplazamiento decisivo. No se preguntaba ya, en el antiguo sentido de la crítica científico-histórica, por la historicidad científica de lo dicho, sino que se preguntaba científico-históricamente por los motivos y las formas, por el cambio de los motivos y de las formas de esos textos. Mas el conocimiento de que estos textos no constituyen únicamente relatos científico-históricos, sino que son testimonios de fe de las comunidades cristianas primitivas, es también un conocimiento de la ciencia histórica.

El problema teológicamente relevante se plantea tan sólo cuando los resultados de los análisis histórico-formales de la primitiva predicación cristiana tienen su fundamento teológico en un suelo histórico distinto, que no es ya la realidad expresada por ellos; cuando ya no se pretende saber qué fue lo que realmente aconteció, sino tan sólo cómo lo vieron los creyentes y cómo lo expusieron, en correspondencia con su fe; es decir cuando no se toman ya los textos como un enunciado que habla de una realidad, sino que se los entiende tan sólo como expresión de la fe de la comunidad. ¿Se fundan estos testimonios y estas predicaciones en una nueva comprensión de sí misma por parte de la existencia de los testigos y predicadores? ¿El carácter kerigmático de esos enunciados se encuentra basado en un encargo de revelación, que ya no resulta aprehensible para la ciencia histórica? La perspectiva histórico-formal ofreció evidentemente la posibilidad de pensar que esos enunciados estuvieron fundamentados en algo distinto de la realidad de los sucesos que se trataba de predicar; de entenderlos no ya como "afirmación sobre...", sino como "expresión de" una fe personal o comunitaria. Este cambio del sujeto se' llevó a cabo al establecerse una alianza entre la investigación histórico-formal y la teología dialéctica y principalmente la interpretación existencial que surgió hacia los años veinte.

Si la realidad de la resurrección no se puede aprehender como una realidad accesible a la ciencia histórica, puede ser hecha real para el hombre, sin embargo, en un sentido distinto de "realidad". Puede ser realidad para el hombre en el sentido en que éste es realidad para sí mismo. Tampoco el hombre se cerciora de su propia realidad existencial en la distancia propia de la ciencia histórica, sino sólo en una experiencia inmediata de sí mismo como una realidad que hay que ejecutar a cada instante.

En correspondencia con esto, la resurrección de Cristo no se le aparece ya al hombre en la imagen dudosa de la narración histórica y de las reconstrucciones propias de la ciencia histórica; en la fe pascual de los discípulos y en la predicación, la resurrección de Cristo se convierte para el hombre en una realidad que le afecta en el carácter de pregunta de su propia existencia y le coloca ante la decisión. Aunque la resurrección aparezca como algo muy dudoso si se la contempla a la manera objetivante de la ciencia histórica, la fe pascual de los discípulos establece contacto con el hombre de una manera cercana e inmediata, en la interpelación de la predicación y en la pregunta de decisión de la fe. La fe pascual de los discípulos se presenta como una posibilidad de existencia humana que nosotros podemos repetir y contestar en la pregunta que es nuestro propio existir. Nosotros nos cercioramos de la realidad de la resurrección tan sólo en este ser afectados inmediatamente por la predicación actual de la fe, en la visión actual del Señor, en la obediencia actual a su interpelación absoluta, en la cual se manifiesta la salvación actual [61]. La "realidad" de la resurrección la encontramos como palabra de Dios, como kerigma, frente al cual no podemos plantear ya la pregunta —propia de la ciencia histórica— por su legitimación, sino que es ella la que nos interroga a nosotros, queramos o no [62]. La predicación que proclama que Jesús es el resucitado tiene que convencer a "nuestro corazón y a nuestra conciencia". Esa predicación debe hablar de la resurrección de Jesús de tal manera, que ésta no aparezca como un suceso científico-histórico o mítico, sino como "una realidad que afecta a nuestra propia existencia" [63].

Aquí nos preguntamos por la "realidad" de la resurrección de manera diferente a como lo hace la ciencia histórica. El que pregunta no se esfuerza por llegar a una imagen de aquel acontecer que sea segura en el sentido de la ciencia histórica; la pregunta que él plantea a los relatos pascuales es la pregunta que constituye su propio existir histórico. El que pregunta no se encuentra fuera de la historia, de tal manera que pueda contemplar desde lo alto sus conexiones, sino que, con su existencia y sus decisiones, se encuentra en medio de ella. Su interés por la historia es, por ello, idéntico a su interés por su propia existencia histórica. Y así, al enfrentarse a los textos pascuales buscará una exégesis existencial, en la cual la explicación de la historia y la explicación de sí mismo se encuentren en correspondencia. Pero si es el radical carácter de pregunta de su propia existencia histórica el que proporciona la pregunta dirigida al kerigma de la resurrección, entonces su pregunta no se dirige ya al haber-sucedido en otro tiempo la resurrección, en el marco de posibles analogías de la historia del mundo, sino que se dirige a la comprensión de la existencia humana que encuentra su expresión en esos relatos [64]. Aquel núcleo—pensado según la metafísica sustancialista— de la homogeneidad común de todo acontecer, núcleo que posibilita el comprender analógico, es sustituido por una homogeneidad pensada según la ontología fundamental— de la historicidad del existir humano, homogeneidad que hace posible un entender de existencia a existencia en encuentro.

No por ello se niega, en modo alguno, el haber sido de la resurrección, pero no ocupa ya el centro de la atención. El que Dios no sea visible fuera de la fe no tiene por qué significar de ninguna manera que no exista fuera de la fe, y tampoco que "Dios" sea sólo una "expresión" para significar la existencia creyente; pero este extra nos de Dios y de su obrar no ocupa el centro del interés. La fe pascual de los testigos y la comprensión de la existencia humana, que apareció en el cristianismo primitivo como nueva posibilidad del existir humano, son, en cambio, las que poseen un interés que afecta a la existencia. Este modo de entender la "realidad" como un acontecimiento que afecta a la existencia, o como un acontecimiento que ocurre "en el corazón y en la conciencia", puede llevar luego también a una nueva forma del comprender propio de la ciencia histórica. El suceso pascual, como resurrección de Cristo, no es un suceso de la ciencia histórica; sólo la fe pascual de los primeros discípulos es aprehensible como suceso perteneciente a la ciencia histórica. A esta comprobación de la ciencia histórica corresponde totalmente la comprobación teológica de que la fe pascual no se interesa por la cuestión científico-histórica.

Para ella el suceso científico-histórico de la génesis de la fe pascual significa, lo mismo que significaba para los primeros discípulos la manifestación de sí mismo por el resucitado, la acción de Dios, en la cual se consuma al acontecimiento salvífico de la cruz [65].

Mas con ello la "realidad" de la resurrección se desplaza, de ser un acontecimiento ocurrido en el Jesús crucificado, a ser un acontecimiento ocurrido en la existencia de los discípulos. La acción de Dios es entonces el surgimiento de la fe pascual, en la medida en que esa fe se entiende como causada por la manifestación de sí mismo por el resucitado. La "realidad" de la resurrección no es ya, en ese caso, una realidad que se dé en Jesús, sino que es idéntica con la realidad de kerigma y fe en un "hoy" sin pasado ni futuro, hoy que la ciencia histórica no puede mostrar, pero que está siempre presente.

El conocimiento incontestable de que los relatos pascuales no quieren ser "relatos", sino predicación para la fe, y de que de la realidad de la resurrección forma parte, de manera inseparable, el testimonio de la predicación misionera universal, puede llevar, por la vía descrita, a no seguir preguntando ya por la legitimación científico-histórica de esa predicación, sino a sustituir esa legitimación por una verificación existencial de dicha predicación, bien en el corazón y en la conciencia, o bien en una comprensión histórica de sí mismo en el marco de la pregunta histórica general que es el existir humano. El tránsito de la investigación histérico-formal a la interpretación existencial transcurre con frecuencia de acuerdo con la siguiente serie de preguntas:

1. La pregunta ¿qué dicen objetivamente los relatos? es sustituida por esta otra: ¿quién habla en esos relatos?

2. Una vez que se ha comprobado que, en esos relatos y en sus formas, la comunidad expresa su relación con Cristo, se sigue preguntando: ¿cómo entiende la comunidad esa relación suya con Cristo?

3. Una vez que se han comprobado las ideas cristológicas que la comunidad tiene acerca de Jesús, se pregunta:¿cómo se entiende la comunidad a sí misma? Su comprensión de Cristo se funda en este caso en su comprensión de la fe, y su comprensión de la fe se funda en su comprensión de sí mismo y es entendida como expresión de la comprensión de sí mismo por la cual preguntan todos los hombres. La cristología es entonces la variable; y la antropología, la constante.

La pregunta de la ciencia histórica, con su presupuesto horizonte científico-histórico, enajena la predicación de la resurrección, convirtiéndola en un simple relato acerca de sucesos. Pero también la pregunta por la comprensión de sí mismo que se expresa y se manifiesta en esos relatos, con su presupuesto horizonte del carácter general de pregunta del existir humano, enajena esos textos. En este horizonte, en el cual la "realidad" es entendida como una realidad que afecta a la existencia humana, se pasa por alto que esos textos hablan y quieren hablar de Dios y de su acción realizada en Jesús; se pasa por alto que hablan del mundo y del futuro, y que no entienden esto en modo alguno tan sólo como "expresión" de una comprensión nueva de sí mismo. La interpretación existencial interroga los textos en orden al "sentido" de sus enunciados, y por este sentido entiende de antemano una verdad existencial y no una verdad referida a cosas. Esto es, ciertamente, una manera, hoy "llena de sentido", de apropiarse la predicación de entonces, pero no corresponde en absoluto a la propia intención de esa predicación. Por otro lado, no es evidente sin más que "entender" tenga que darse hoy tan sólo en el contexto de la "comprensión de sí mismo" de la existencia propia de cada uno. Esto es algo tan poco evidente por sí mismo como la moderna fijación de la realidad del mundo en una "imagen del mundo", y como la retroyección de la época de la imagen del mundo a épocas anteriores, que tenían una relación completamente distinta con el mundo.

Los relatos pascuales del nuevo testamento predican narrando, y narran historias predicando. La alternativa moderna de si hay que leerlos como una fuente científico-histórica o como una llamada kerigmática a adoptar una decisión, les resulta tan extraña, como les resulta extraña la separación moderna de verdad de cosas y verdad de existencia. Por ello habría que preguntarse si no sería necesario unir otra vez, de una manera nueva, los conocimientos de la investigación histórico-formal, que dicen en resumen que no fueron archiveros, sino misioneros, los que dieron forma a esa tradición, unir esos conocimientos, decimos, con la intención de la pregunta científico-histórica, que interroga por los sucesos que esa predicación proclama con sus palabras. Si la realidad de la resurrección nos ha sido transmitida y comunicada tan sólo en el modo de la predicación misionera, y esa forma de tradición y de comunicación pertenece evidentemente a la realidad de la resurrección misma, hay que plantearse el problema de si la forzosidad interna de adoptar ese modo de expresión y de comunicación no se encuentra fundada en la peculiaridad del acontecimiento mismo. Pues, propiamente, no resulta explicable ni como añadido ni como casualidad.

La realidad que se encuentra detrás de los relatos kerigmáticos tiene que ser evidentemente una realidad tal, que forzó a la predicación a todos los pueblos y a concepciones cristológicas siempre nuevas. El encargo y la autorización para esa misión universal deben ser entonces un elemento constitutivo del acontecimiento mismo de que esa misión habla. Si no se pregunta ya tan sólo cómo predicó la comunidad y a qué cambio de formas estuvo expuesta su predicación, sino que se pregunta por qué se habló así y qué fue lo que llevó a la predicación, entonces nos encontraremos en una nueva vía para plantear la cuestión científico-histórica y para ver la verdad existencial de la fe como fundada en la verdad objetiva de lo que hay que creer. Entonces el problema no es ya si esa predicación es cierta, en el sentido de la "ciencia histórica", sino si y cómo la predicación es legitimada y necesariamente engendrada por el acontecimiento de que habla. Entonces no se puede preguntar ya sólo, en el sentido de la ciencia histórica, por lo que ocurrió en aquel tiempo pasado, y tampoco se puede interpretar la interpretación actual únicamente de manera existencial, sino que hay que preguntar por lo abierto, por lo no concluso, por lo todavía no liquidado, por lo que falta y, en consecuencia, por el futuro que ese acontecimiento anuncia.

Si en ese acontecimiento hay algo que todavía no se ha realizado, sino que está referido a un futuro determinado, entonces se vuelve inteligible el que no se pueda hablar de ese acontecimiento con la distancia propia de la ciencia histórica, a la manera de un relato que se refiere a un suceso concluso en sí mismo, sino sólo a la manera de una esperanza en recuerdo. Si este acontecimiento de la resurrección de Cristo sólo puede ser bien entendido tomándolo conjuntamente con su futuro escatológico-universal, esto significa que la única forma de comunicación que corresponde a este acontecimiento es necesariamente la predicación misionera a todos los pueblos sin distinción; una misión que se sabe a sí misma puesta al servicio del futuro prometido de ese acontecimiento. Sólo la predicación misionera hace justicia al carácter científico-histórico y al carácter escatológico de ese acontecimiento. Ella representa la forma correspondiente a este acontecimiento de la experiencia de la historia, de la existencia histórica y de la expectación histórica.

Lo que enlaza el tiempo de hoy con tiempos pretéritos de la historia no es —en la medida en que se trata de una relación "histórica"— el núcleo de homogeneidad común, y tampoco una historicidad general del existir humano en cuanto tal, sino el problema del futuro. El sentido de cada presente se torna claro tan sólo a la luz de las esperanzas de futuro. Por ello, una relación "histórica" con la historia no pretenderá aclarar tan sólo posibilidades sidas de existencia, para repetirlas en lo posible, sino que preguntará, en la realidad pasada, por las posibilidades que en ella están ocultas. En el pasado yace un futuro no devenido. Del futuro se puede esperar un pasado cumplido. El historicismo positivista reduce la historia a realidades datables y localizables, pero no presta atención al vestíbulo de lo posible, que rodea a esas realidades en tanto se trate de realidades "históricas". El historicismo representa un procedimiento de distracción y de abstracción que el historiador puede y debe utilizar para llegar a resultados inequívocos; pero también debe tener siempre clara conciencia de la perspectividad de su esquema.

La interpretación existencial busca, en cambio, la posibilidad existencial de la existencia ya sida, para repetirla y replicarla, pero no presta atención, sin embargo, a su posibilitación por sucesos que fundan historia y que inauguran la historicidad de la existencia humana. También éste es un procedimiento de distracción y de abstracción, que el hermeneuta tiene que utilizar para obtener resultados, pero también él debe tener siempre clara conciencia de la perspectividad que es aneja precisamente a este esquema. Más allá del historicismo y del existencialismo se encuentra el intento de no fundamentar los fenómenos históricos ni en una legalidad positivista, ni en la historicidad del existir humano, sino el percibirlos en su significación para su futuro [66]. Esto no quiere decir que la significación futurista e incluso escatológica de los fenómenos históricos quede prisionera dentro de una teleología histórico-universal. Tampoco quiere decir que el futuro de los acontecimientos históricos se agote en el presente llamado a responsabilidad por el futuro. "Significar" es algo que atrae y que se reproyecta hacia aquello que pretende significar, anunciar y anticipar, y que, por lo mismo, no está todavía ahí plenamente. Conocemos los fenómenos históricos en la historicidad que les es propia tan sólo cuando percibimos su significado para su futuro, para el futuro de esos fenómenos. Sólo de aquí se deduce luego una percepción de su significado para nuestro futuro, así como la percepción de nuestro significado para el futuro de ellos mismos.

En este sentido el acontecimiento de la resurrección de Cristo de entre los muertos es un acontecimiento que sólo se entiende en el modus de la promesa. Tiene su tiempo todavía delante de sí, es concebido como "fenómeno histórico" tan sólo en su referencia a su futuro, y notifica al que lo conoce un futuro al cual éste debe marchar históricamente. Por ello habrá que leer siempre también escatológicamente los relatos de la resurrección en el horizonte de esta pregunta clave: ¿qué me es lícito esperar? Sólo con esta tercera pregunta penetran el recuerdo, así como el saber científico-histórico que le corresponde, en un horizonte adecuado a la cosa que se trata de recordar. Sólo desde esta pregunta penetran la historicidad de la existencia humana, y la comprensión de sí mismo correspondiente a ella, en un horizonte apropiado a la historia que fundamenta e inaugura la historicidad del existir humano.

 

8. la PREGUNTA ESCATOLÓGICA POR EL HORIZONTE FUTURO EN LA PREDICACIÓN DEL RESUCITADO

La experiencia y el juicio van siempre unidos con un horizonte de apertura a la realidad, en el seno del cual aparece y se hace experimentable algo, y llegan a tener sentido los juicios. Semejante horizonte contiene un cierto pre-conocimiento de aquello que es reducido a experiencia. Ese horizonte no es un sistema cerrado, sino que aporta también preguntas abiertas y anticipaciones y, por ello, está abierto a lo nuevo y lo desconocido 67. Los horizontes mencionados pueden sernos comunicados por mediación de tradiciones, y pueden proceder también del contexto de la propia experiencia y de la propia familiaridad con el mundo. Pueden derivarse de la inabarcable significación de determinados sucesos que han ocurrido, y pueden también ser puestos por nuestros propios esquemas, con los cuales reducimos conscientemente la historia a experiencia. Sin un horizonte de ese tipo, o si se abstrae de él, ningún suceso puede ser experimentado ni expresado.

En los relatos de la resurrección la experiencia y el juicio se encuentran, sin duda, en un horizonte decididamente escatológico de expectaciones, experiencias y preguntas dirigidas al futuro prometido. Ya las mismas expresiones "resucitar", "despertar", etc., encierran en sí todo un mundo de recuerdos y de esperanza. Tenemos, pues, que los relatos de la resurrección no están directamente dentro de un horizonte cosmológico de las preguntas por el origen, el sentido y la esencia del mundo. Tampoco se encuentran directamente dentro de un horizonte existencial en el que se pregunte por el origen, el sentido y la esencia del existir humano. Por fin, tampoco se hallan directamente dentro de un horizonte teológico general de la pregunta por la esencia y la aparición de la divinidad. Esos relatos se encuentran directamente dentro del horizonte especial de las expectaciones proféticas y apocalípticas, de las esperanzas y de las preguntas dirigidas a aquello que, según las promesas de ese Dios, debe venir.

Lo que se manifiesta en las apariciones de la resurrección es explicado, por tanto, a base de lo prometido antes, y esta explicación se lleva a cabo, a su vez, al modo de la predicación profética y de la mirada escatológica hacia el futuro de Cristo, que fue vislumbrado en aquellas apariciones. La escatología cristiana nació de la experiencia pascual, y la profecía cristiana determinó la fe pascual. Pero la escatología cristiana explicó y expresó en palabras las experiencias de pascua, recordando y asumiendo lo prometido antes, lo predicado antes, con referencia a Jesús mismo. Las apariciones pascuales van unidas con este horizonte escatológico tanto en aquello que presuponen y recuerdan, como en aquello que ellas mismas proyectan y suscitan de antemano para sí mismas. La pregunta por la divinidad de Dios, la pregunta por la mundanidad del mundo y la pregunta por la humanidad del hombre no son por ello irrelevantes; pero, a la luz de las apariciones pascuales, quedan situadas en un horizonte especial, tanto en lo que respecta a los planteamientos del problema como en lo que se refiere al lugar en el que se busca la respuesta. En la medida en que lo prometido antes se vuelve universal y general en el acontecimiento de la resurrección, esas preguntas referentes a lo general adquieren relevancia. Pero en la medida en que, en el acontecimiento de pascua, esa universalidad y esa generalidad aparecen escatológicamente, es decir en esperanza y en perspectiva hacia adelante, esos planteamientos del problema quedan modificados; ya no se les da respuesta desde la experiencia del mundo, desde la experiencia humana de sí mismo o desde el concepto de Dios, sino desde el acontecimiento de la resurrección y dentro del horizonte escatológico de ese acontecimiento.

La escatología cristiana se distingue tanto de la fe de promesa del antiguo testamento, como de la escatología profética y apocalíptica, por el hecho de ser escatología cristiana y hablar de "Cristo y de su futuro" 68. Está referida objetivamente a la persona de Jesús de Nazaret y al suceso de su resurrección, y habla del futuro que se halla establecido en esta persona y en ese acontecimiento. La escatología cristiana no investiga las posibilidades generales de futuro de la historia. Tampoco despliega las posibilidades generales del ser humano, orientado hacia lo futuro. Por ello hay que subrayar bien que la escatología cristiana es, en su núcleo, cristología en perspectiva escatológica.69

Aun cuando los modos de experiencia y las formas de comunicación de la "revelación de Jesucristo" en las apariciones pascuales recogen en sí ideas y esperanzas apocalípticas procedentes de la tradición judía tardía, el contenido de esa revelación hace desbordar, sin embargo, el marco de la apocalíptica del judaísmo tardío. Pues, según la expresión de los relatos pascuales. Dios no dejó ver el decurso de la historia, ni los misterios del mundo celestial superior, ni el resultado del futuro juicio universal, sino el futuro del Cristo crucificado para el mundo 70. La escatología cristiana, o cristología escatológica, no debe entenderse, por ello, como un caso especial de la apocalíptica general. La escatología cristiana no es apocalíptica cristianizada. El entronque con el material de ideas apocalípticas y con esperanzas apocalípticas acontece de un modo evidentemente ecléptico en los relatos pascuales y en la teología pascual del cristianismo primitivo. Determinados recuerdos se despiertan a propósito de este acontecimiento y son recordados en la predicación acerca de pascua; otros, en cambio, se hunden en el olvido. Se emplean determinadas imágenes de la revelación de Dios al final de los tiempos, pero no se restaura la entera visión del mundo ni la entera actitud ante la vida propias de la apocalíptica del judaísmo tardío. La "resurrección de entre los muertos" forma parte también, sin duda, de las expectaciones apocalípticas de la revelación de Dios al final de los tiempos, pero no pertenece a ellas de manera necesaria y ni siquiera ocupa en ellas un puesto central. Cuando Jesús es designado como "la primicia de lo sacado del sueño", esto rebasa el marco de la apocalíptica en la medida en que con ello se afirma que, en esta única persona, se ha realizado ya para todos los resurrección de los muertos, y que esa resurrección no ha tenido lugar en alguien fiel a la ley, sino en el crucificado, y que por ello la resurrección futura no hay que esperarla de la obediencia a la ley, sino de la justificación del pecador y de la fe en Cristo.

El lugar central que la Thorá tenía en la apocalíptica del judaísmo tardío lo ocupan ahora la persona y la cruz de Cristo. En lugar de la vida en la ley aparece la comunidad con Cristo en el seguimiento del crucificado. En lugar de la autopreservación del justo ante el mundo aparece la misión o envío del creyente al mundo. En lugar de la Thorá, que aparece con el resplandor de la plenitud divina del Kabod, tenemos la apokalypsis kiriou, el tribunal de Jesucristo, ante el cual todo se hará manifiesto. No se desvelan anticipadamente, según el plan divino, los misterios cósmicos e histórico-universales de los últimos tiempos —"lo que acaecerá a tu pueblo al final de los días" (Dan 10, 14)—, sino que lo que se vislumbra en las apariciones pascuales es el futuro universal del dominio del Cristo crucificado sobre todas las cosas. Pero se mantiene la expectación veterotestamentaria, profética y apocalíptica de una revelación y glorificación universales de Dios en todas las cosas. Así, pues, la asunción y el recuerdo de material de ideas apocalípticas y de expectaciones apocalípticas no nivela y aplana en modo alguno la unicidad e irrepetibilidad del acontecimiento de Cristo, sino que el escatológico "de una vez para todas" puede ser expresado mediante el recuerdo de lo prometido antes.

La esperanza cristiana de futuro surge de la percepción de la resurrección y aparición de Jesucristo. Sin embargo, el saber teológico de esperanza sólo puede percibir este acontecimiento en la medida en que intenta imaginar el horizonte de futuro que ese acontecimiento delinea. Conocer la resurrección de Jesús significa, por ello, conocer en este acontecimiento el futuro de Dios para el mundo, así como el futuro del hombre, futuro que el hombre encuentra en este Dios y en su obrar. Allí donde se realiza ese conocimiento, tiene lugar también el recuerdo de la historia de promesa del antiguo testamento en una actualización crítica y transformadora. La escatología cristiana, que intenta imaginar el futuro inagotable de Cristo, no coloca el acontecimiento de la resurrección en un marco apocalíptico, histórico-universal. Pregunta, más bien, por la tendencia interna del acontecimiento de la resurrección, pregunta por aquello que, en justicia, puede y debe ser esperado del resucitado y exaltado. Pregunta por la misión o envío de Cristo y por la intención de Dios, que le resucitó de entre los muertos. Conoce como tendencia interna de este acontecimiento el dominio futuro de Cristo sobre todos sus enemigos, también sobre la muerte. "Pero él tiene que dominar..." (1 Cor 15, 28). Conoce como tendencia externa o como consecuencia el propio envío o misión. "El evangelio tiene que ser predicado a todos los pueblos" (Me 13, 10).71

La escatología cristiana habla del futuro de Cristo, que saca a luz al hombre y al mundo. No habla, a la inversa, de una historia universal y de un tiempo que saquen a luz a Cristo, y tampoco habla de un hombre cuya buena voluntad sea la que saque a luz a Cristo. Por ello queda excluido el insertar el acontecimiento de la resurrección en la historia universal o en lo apocalíptico, así como el poner una fecha a su futuro o a su retorno. No es "el tiempo" el que saca a luz a Cristo, y no es la historia la que le otorga su derecho, sino que es él el que saca a luz a los tiempos. El retorno de Cristo no viene "por sí mismo", como el año 1969, sino que viene de Cristo mismo, viene cuando Dios quiere y como él, de acuerdo con su promesa, quiere. Por ello está excluida la eternización de la apertura al horizonte de la esperanza cristiana. La apertura de la existencia cristiana tiene un final, pues no es apertura para un futuro que permanece vacío, sino que tiene como presupuesto el futuro de Cristo, y en ese futuro encuentra su cumplimiento.

Podría decirse que la escatología cristiana es el conocimiento de la tendencia de la resurrección y del futuro de Cristo, y por ello pasa inmediatamente al saber práctico de la misión. En este caso es falsa la alternativa: o cálculo apocalíptico del tiempo y fe apocalíptica en el destino final, o ética de la esperanza. La interpretación especulativa de la historia, propia de la apocalíptica cósmica, no es sustituida simplemente por una escatología moral. Es verdad que alternativas de ese tipo aparecen en muchas frases: no conocéis el futuro; por ello vigilad y orad. Sin embargo, las experiencias históricas son relevantes para la escatología cristiana. Son las experiencias que fueron hechas con Jesús y con el envío o misión, a saber: persecuciones, acusaciones, sufrimientos y martirio. El Apocalipsis de Juan y también el breve Apocalipsis que hay en Me 13 muestran que aquí no se trata, en modo alguno, de especulaciones apocalípticas o de apelaciones morales solamente, sino de una aprehensión apocalíptica de aquella historia que debemos aguardar y que es experimentada en el envío de Cristo en el martirio.

El contenido de experiencia de la escatología Cristian, no es, por tanto, aquella "historia universal" que surge di la averiguación, de la comparación y de la enumeración temporal de grandes sucesos de la historia universal, que quedan así convertidos en un sistema apocalíptico histórico universal, sino que son experiencias que son hechas en e horizonte del envío histórico-universal "a todos los pueblos". La conciencia cristiana de la historia no es la con ciencia de los siglos del universo histórico en el saber misterioso acerca de un plan divino para la historia, sino que es una conciencia de misión en el saber acerca del encargo divino, y es, por ello, la conciencia de la contradicción d este mundo irredento y la conciencia del signo de la cruz, en el cual se apoyan la misión cristiana y la esperanza cristiana.

Las apariciones pascuales de Jesús son, evidentemente apariciones en que se hace una llamada. Por esto coincide en ellas el conocimiento de Jesucristo y el conocimiento c su misión y de su futuro. Y por esto coinciden también conocimiento de sí mismo y el conocimiento de la propia llamada y del propio envío o misión a su futuro, al futuro de Cristo. El horizonte dentro del cual se hace conocible resurrección de Cristo como "resurrección" es el horizonte de promesa y de envío hacia adelante, hacia su futuro y hacia el futuro de su dominio. Sólo en este contexto, desde y hacia él, surgen aquellas preguntas que se refieren al futuro de la historia universal. Y por ello aparecen en la forma de la pregunta por el destino de "Israel y de los pueblos", y obtienen respuesta en aquel punto eje de la historia de la crucifixión de Cristo por judíos y gentiles y de su resurrección para judíos y gentiles. Reciben respuesta en horizonte de la misión de Cristo y de la misión de la comunidad, compuesta de judíos y gentiles.

Sólo en este contexto aparece también la pregunta por la "verdadera humanidad", por aquello que hace hombre al hombre, y se la contesta con la manifestación de un camino, de una promesa y de un futuro, en los cuales "la verdad" viene al hombre y éste mismo llega a la verdad. La comunidad con Cristo, el nuevo ser en Cristo, se muestran como el camino hacia la humanización del hombre. En ellos se anuncia el verdadero ser humano, y en ellos podemos buscar el futuro todavía oculto y no cumplido de la humanidad. Esta apertura al mundo y esta apertura al futuro de la existencia humana son fundamentadas, inauguradas y mantenidas en vida por la apertura de la revelación de Dios que se anuncia en el acontecimiento de la resurrección de Cristo, en la cual este acontecimiento apunta, por encima de sí mismo, hacia un eschaton de la plenitud de todas las cosas.

La apertura de la existencia cristiana no es un caso especial de la apertura humana general. No es una forma especial del cor inquietum de la criatura. Más bien el cor inquietum del hombre, que es histórico e impulsa a la historia, surge de la promissío inquieta y pende de ella, está remitido a ella. La resurrección de Cristo es promissio inquieta hasta que encuentre reposo en la resurrección de los muertos y en una totalidad del nuevo ser. El conocimiento de la resurrección del crucificado introduce la contradicción de un mundo irredento, percibida continuamente y en todas partes, introduce el duelo y el sufrimiento que ese mundo produce, en la confianza de la esperanza; y por otro lado, la confianza de la esperanza se vuelve terrena y universal. Todo docetismo en la esperanza que deje invalidarse las circunstancias terrenas o la corporeidad en su contradicción, y se reduzca a la iglesia, al culto o a la interioridad creyente, representa por ello una negación de la cruz. La esperanza nacida de la cruz y de la resurrección transforma lo nulo, lo contradictorio y doloroso del mundo en su "todavía no", y no permite que acabe en la "nada".

 

9. LA IDENTIDAD ENTRE EL QUE APARECIÓ COMO RESUCITADO Y EL CRISTO CRUCIFICADO

¿De qué manera son unidas, en la predicación pascual la cruz y la resurrección de Jesús, es decir lo científico-histórico y lo escatológico?

Ninguno de los relatos pascuales se remonta más allá de las apariciones del resucitado. En ningún lugar el acontecimiento de la resurrección de Jesús mismo es descrito de una manera historizante o mitológica. Lo que ocurrió propiamente entre la experiencia de su crucifixión y enterramiento y sus apariciones pascuales permanece en la oscuridad del Dios todavía desconocido y todavía oculto. Sir embargo, este acontecimiento ocurrido entre las dos experiencias de la cruz y de la aparición viviente de Jesús es calificado ya muy pronto de "resurrección de entre los muertos". Se le designa con una expresión para la cual no existe hasta ahora, en ningún lugar, una base empírica. Es decir, se le califica como algo para lo cual no existen analogías en la historia conocida, sino sólo promesas y esperanzas apocalípticas de una demostración de la divinidad de Dios en la muerte al final de los tiempos.

"Resurrección de entre los muertos" es una expresión que se orienta, como expectación, hacia la demostración futura del poder creador de Dios en lo que no es. Así, pues tampoco los relatos pascuales del nuevo testamento afirman saber lo que propiamente es "resurrección de entre los muertos", y qué fue lo que "propiamente pasó" en la resurrección de Jesús. Concluyen de las dos experiencias de la cruz y de las apariciones de Jesús —experiencias que se contradicen radicalmente— al acontecimiento que se encuentra entre ellas, presentándolo como un acontecimiento escatológico, cuya analogía verificadora es algo que sólo se encuentra en perspectiva y que aún debe llegar. Es decir, con la palabra "resurrección" esos relatos no sólo expresan un juicio sobre un acontecimiento ocurrido en Jesús mismo, sino a la vez una expectación escatológica. Esta expectación está garantizada, en lo que se refiere a Jesús mismo, por las experiencias de la cruz y de las apariciones y, sin embargo, continúa siendo expectación y esperanza, que antecede a la propia experiencia de ser resucitados. Ahora bien, acerca del proceso de la resurrección del crucificado puede decirse algo más que únicamente el que es un misterio escatológico y que las afirmaciones de los discípulos deben ser creídas.

La predicación de los discípulos de que Jesús resucitó de entre los muertos, no procede de una imaginación especial o de una inspiración especial, sino que nace y se hace precisa por la comparación de sus dos contradictorias experiencias de Cristo. La experiencia de la cruz de Cristo significa para ellos la experiencia del abandono divino del enviado de Dios; es decir un nihil absoluto, que incluye a Dios. La experiencia de las apariciones del crucificado como el viviente significan, por esto, para ellos la experiencia de la cercanía de Dios al abandonado de Dios, la experiencia de la divinidad de Dios en el Cristo crucificado y muerto; es decir un totum nuevo, que aniquila el nihil total. Ambas experiencias se contradicen de manera radical, como muerte y vida, nada y todo, ausencia de Dios y divinidad de Dios. Mas ¿cómo puede ser posible identificar ambas experiencias en una y la misma persona, sin desvanecer y banalizar ya una ya otra de esas dos experiencias?

Para hacer comprensible este proceso de identificación debemos partir, sin duda, de que las apariciones pascuales no fueron sólo visiones mudas, sino que junto con ello, y en su núcleo, fueron ante todo audiciones, por así decirlo. A ello apunta el hecho de que esas visiones fueron visiones en las cuales se hacía una llamada. Si no se hubieran escuchado palabras, habría sido inverosímil e incluso imposible el identificar al que allí aparecía con el Jesús crucificado.

Si no se hubieran oído palabras, las apariencias pascuales no hubieran pasado de ser unas apariciones de fantasmas. Si no hubiesen ido asociadas con palabras dichas por el que aparecía, las apariciones —que, en la historia de las religiones, también se dan en otros lugares— hubieran sido tomadas como hierofanías de un ser celeste distinto y nuevo. El entusiasmo cristiano primitivo muestra que esta posibilidad de entender las apariciones pascuales como hierofanías de un ser pneumático nuevo, divino, era algo que se insinuaba con facilidad. De las apariciones mismas difícilmente se deduce la posibilidad de identificar al que allí aparece con el crucificado. Por ello habrá que buscar esa posibilidad en las palabras del aparecido. En sus palabras tiene que haber algo así como una identificación de sí mismo ("yo soy"). Entonces la autoidentificación entre el que aparece en el resplandor de la vida divina prometida y el crucificado puede ser considerada como un acto de revelación de sí mismo por Jesús.

El acontecimiento fundamental ocurrido en las apariciones pascuales consiste entonces, evidentemente, en la revelación de la identidad y la continuidad de Jesús en la contradicción total de cruz y resurrección, de abandono de Dios y cercanía de Dios. Por ello puede todo el nuevo testamento afirmar que lo que los discípulos vieron en pascua no fue un nuevo ser divino cualquiera, sino a Jesús mismo. El Señor creído y predicado con pascua se encuentra, por tanto, en una continuidad que debemos formular y buscar siempre de nuevo, y que no debemos abandonar jamás, con el Jesús terreno venido y crucificado. El único puente que asegura la continuidad de la predicación cristiana primitiva con la historia y la predicación de Jesús mismo pasa por la resurrección del crucificado. Esta es una continuidad en discontinuidad radical, o una identidad en contradicción total. El enigma de esta identidad misteriosa entre el Cristo crucificado y el Cristo resucitado es, evidentemente, el motivo que impulsó las disputas cristológicas de la cristiandad primitiva. En su carácter de pregunta, que aparece una y otra vez, ese enigma es la auténtica constante en las polémicas cristológicas. Como caminos errados aparecen aquí las siguientes posibilidades:

1. El Jesús terreno y crucificado es absorbido y devorado totalmente dentro del ser celeste del resucitado y exaltado. El recuerdo de sus palabras y de su muerte queda recubierto por la mirada dirigida a su presente ser celestial, de tal manera que no se percibe ya la dureza de la ausencia divina del viernes santo. Esta tendencia condujo al docetismo.

2. Las apariciones pascuales son tomadas tan sólo como confirmación divina de las pretensiones del profeta muerto, de tal manera que sus palabras continúan actuando, pero no él mismo. En este caso la "resurrección" es sólo la legitimación y la interpretación de lo científico-histórico. La línea de continuidad va de las palabras del maestro muerto a la predicación de la comunidad, que continúa las palabras de aquél. La muerte queda abolida, por así decirlo, por la confirmación divina en las apariciones pascuales. La continuidad que queda es entonces una continuidad directa, repetitiva, la cual, dejando de lado la cruz y la resurrección, se dirige a la comprensión que de sí mismo y de la existencia humana tenía Jesús. En este caso las apariciones pascuales no son signo de un nuevo acontecimiento ocurrido en Jesús, sino el nacimiento de la fe en la predicación de Jesús. Esta tendencia condujo en aquel tiempo al ebionitismo.

3. Jesucristo, crucificado ayer, hoy resucitado, es "el mismo" en ambas formas de aparición. La cruz y la resurrección son entonces sólo dos modos de ser que se dan en su persona única, eterna y en sí misma inmutable. Su muerte terrena y su vida de resurrección se vuelven en este caso relativas a la sustancia única que hay en su persona, la cual estaría en sí misma más allá de la muerte y de la vida. Con esta concepción, tal como se insinúa sobre todo en la cristología de la iglesia antigua, no se percibe ni el carácter mortal de su muerte ni tampoco lo nuevo y sorprendente de su resurrección. Esta tendencia condujo al modalismo.

A la vista de estos esquemas habrá que decir que la identidad de Jesús sólo puede ser entendida como una identidad en la cruz y la resurrección, pero no por encima de ellas; es decir que esa identidad tiene que permanecer unida con la dialéctica de cruz y resurrección. Las contradicciones de cruz y resurrección forman parte en este caso de su identidad. Ni se puede reducir la resurrección a la cruz, como si fuera el significado de ésta, ni se puede reducir la cruz a la resurrección, como si fuera su etapa previa. Se trata formalmente de una identidad dialéctica, la cual sólo existe por Ja contradicción, y de una dialéctica que subsiste en la » identidad.

La expresión apocalíptica "resurrección de entre los muertos por Dios" introduce en las determinaciones personales "crucificado-resucitado" una fórmula que habla de una obra. Con su resurrección por Dios, Jesús es identificado como el crucificado resucitado. El punto de identidad no reside entonces en la persona de Jesús, sino extra se en el Dios que crea de la nada la vida y el nuevo ser. En este caso Jesús murió del todo y resucitó del todo. Para este modo de pensar, la revelación de la divinidad de la fidelidad de Dios reside en la revelación de sí mismo por Jesús en sus apariciones. En este caso hay que decir que Dios confiesa ser Dios y hace manifiesta su fidelidad en este acontecimiento que se vuelve experimentable en la crucifixión y las apariciones pascuales. Mas entonces este acontecimiento que se hace manifiesto en la cruz y en las apariciones pascuales remite, hacia atrás, a las promesas de Dios, y hacia adelante, a un eschaton de la revelación de su divinidad en todo. Entonces hay que entender ese acontecimiento como el acontecimiento escatológico de la fidelidad de Dios, y a la vez como garantía escatológica de su promesa y como inicio del cumplimiento.

Es correcto entonces que el futuro de Cristo no sea aguardado sólo en su glorificación universal, sino que su dominio quede subordinado a la revelación escatológica de la divinidad de Dios en todo lo que es y en todo lo que no es, como insinúa Pablo en 1 Cor 15, 28. Lo que aconteció entre la cruz y las apariciones pascuales es entonces un acontecimiento escatológico, que tiende a la revelación futura y al cumplimiento universal. Apunta por encima de sí mismo, y también por encima de Jesús, hacia la revelación venidera de la gloria de Dios. Entonces Jesús se identifica en las apariciones pascuales como el que viene, y su identidad en cruz y resurrección le señala la dirección y le abre el camino al acontecimiento venidero.

El que aparece como resucitado no es conocido entonces como el eternizado o el glorificado en el cielo, sino que aparece en el resplandor anticipado de la gloria prometida y venidera de Dios. Lo que en él aconteció, es entendido como inicio y como promesa garantizada del dominio venidero de Dios sobre todo, como victoria de la vida dada por Dios sobre la muerte. Cruz y resurrección no son sólo, en este caso, modos que se dan en la persona de Cristo. Su dialéctica es, más bien, una dialéctica abierta, que encontrará su síntesis superadora en el eschaton de todas las cosas. En cambio, si se establece en la persona de Jesús una diferencia entre cruz y resurrección, aquel acontecimiento que se da entre la cruz y la pascua no es tomado como revelación de la divinidad de Dios en la muerte, y tampoco ya como acción creadora de Dios, sino que es entendido como autobasiléia de Jesús: el crucificado ha resucitado. Ha resucitado incluso sin una intervención especial de Dios, porque él mismo es Dios. Pero esta concepción transforma la pascua en el nacimiento de un nuevo Kyrios cultual, y sólo difícilmente puede mantenerse frente a la experiencia efectiva del dominio actual de la muerte y de las potencias de la nada sobre el hombre.

Sumando los relatos pascuales, tenemos que en las palabras oídas al resucitado no se encuentra únicamente el momento de la identificación de sí mismo, sino también, constantemente, un tema de misión y de promesa. Las apariciones del resucitado fueron experimentadas por los afectados como un encargo de servicio y de misión en el mundo, pero no como vivencias bienaventurantes de la unificación con lo divino que aquí aparece. El encargo de prestar un servicio apostólico al mundo se consideró como la auténtica palabra del resucitado. Las apariciones eran apariciones que hacían una llamada, situando a los afectados en la imitación de la misión de Jesús. La revelación del resucitado identificaba a los afectados con la misión de Jesús y los introducía así en una historia que es inaugurada y se halla determinada por la misión de Jesús y por su futuro, que se ha vuelto manifiesto y esperable en el anticipo de pascua.

La percepción del acontecimiento de la resurrección ocurrido en Jesús llevó, pues, por lógica consecuencia, a percibir la propia misión y el propio futuro. Esto sólo resulta inteligible propiamente si el misterio de la persona de Jesús y de su historia en cruz y resurrección se concibe desde su misión y hacia el futuro de Dios para el mundo, al ' cual sirve su misión. Sólo cuando se ve su historia determinada así desde el eschaton, y sólo cuando la propia conciencia de la historia se presenta en la conciencia de misión, puede ser llamada "histórica" la resurrección de Jesús de entre los muertos. Su enigmática identidad en la contradicción de cruz y resurrección hay que entenderla por ello como una identidad escatológica. Los títulos de Cristo, con los cuales se expresa esa identidad, se anticipan a su futuro. No son, por ello, títulos compactos, que fijen quién fue y es, sino que son, por así decirlo, títulos abiertos, resbaladizos, que anuncian en promesa lo que él será. Y por lo mismo, son a la vez títulos dinámicos. Son conceptos movidos y motrices de la misión, que quieren señalar a los hombres su trabajo en el mundo y su esperanza en el futuro de Cristo.

 

10. EL FUTURO DE JESUCRISTO

Al preguntar cuáles son los contenidos de promesa y de expectación que el futuro de Cristo resucitado encierra dentro de sí, tropezamos con promesas cuyo contenido queda iluminado ya, en ciertos contornos, por las expectaciones proféticas del antiguo testamento, pero cuya figura viene determinada por las palabras, la pasión y la muerte de Cristo. El futuro de Cristo que aguardamos sólo puede expresarse en promesas que muestran, anticipan y sacan a luz lo que en él y en su historia se halla oculto y depositado. También en este caso la promesa oscila entre el saber y el no saber, entre la necesidad y la posibilidad, entre aquello que todavía no es y aquello que ya es. Por este motivo el saber, inspirado por la promesa, acerca del futuro, es un saber de esperanza y, por tanto, un saber prospectivo y anticipador, pero es también, por lo mismo, un saber provisional, fragmentario, abierto, que tiende a ir más allá de sí mismo. Conoce el futuro en tanto se esfuerza por poner de relieve las tendencias y latencias que hay en el acontecimiento de la crucifixión y resurrección de Cristo, y por medir en toda su extensión las posibilidades abiertas por ese acontecimiento. Las apariciones pascuales del Cristo crucificado son aquí el estímulo constante de la conciencia que espera y que anticipa, pero que, por otro lado, critica y padece. Pues esas "apariciones" dejan ver algo de futuro escatológico del acontecer de Cristo, y por eso llevan a buscar y a preguntar por la revelación futura de ese acontecimiento. El conocimiento de Cristo se convierte así en conocimiento anticipador, provisional y fragmentario de su futuro, es decir de aquello que Cristo será. Todos los títulos que se adjudican a Cristo representan en este sentido una anticipación mesiánica. Por otro lado, el conocimiento del futuro no es impulsado más que por el enigma de Jesús de Nazaret. Será, por tanto, conocimiento de Cristo basado en la forzosidad de conocer quién es y qué es lo que en él se encuentra depositado y oculto.

Pero si tomamos lo absconditum sub cruce como latencia, y lo revelatum in resurrectione como tendencia, si preguntamos cuál fue la intención de Dios al enviar a Jesús, entonces tropezamos con lo prometido anteriormente. La missio de Jesús sólo se hace inteligible merced a la promissio. Su futuro, a cuya luz podemos conocerle como lo que es, es iluminado anticipadamente por:

la promesa de la justicia de Dios,

la promesa de la vida, basada en la resurrección de entre los muertos,

y la promesa del reino de Dios en una nueva totalidad del ser.

 

11. EL FUTURO DE LA JUSTICIA

Justicia quiere decir "estar en orden", encontrarse en una relación correcta; significa adecuación y concordancia, y, en este sentido, es algo muy próximo a la "verdad". Pero justicia significa también "poder sostenerse", tener consistencia, encontrar fundamento para existir y, en ese sentido, es algo muy próximo a la existencia en cuanto tal. En el antiguo testamento la justicia no significa la concordancia con una norma ideal o con el logos del ser eterno, sino que designa una relación histórica de comunidad, que es fundada mediante promesa y fidelidad. Cuando Israel ensalza la justicia de Dios, recuerda agradecido su fidelidad a sus promesas hechas en la alianza, fidelidad que ha tenido lugar en la historia de Israel. La justicia de Yavé es su fidelidad a la alianza. Por ello su justicia "acontece"; y por ello se la puede "narrar", y se puede confiar en ella para el futuro, y aguardar "salvación" de la misma. En la medida en que los hombres confían en la fidelidad de Dios a su alianza, y viven conforme a su alianza en promesa y precepto, dan su derecho a Dios y consiguen también ellos el suyo. Son justos no sólo en la relación con Dios, sino también entre sí y en la relación con las cosas.72

Es evidente que esta historia de la justicia de Dios no es vista sólo en la historia propia de Israel, y no sólo en la historia humana, sino en el acontecer y en el destino de la entera creación de Dios. La justicia de Dios alude al modo como éste, en libertad, guarda fidelidad y otorga consistencia a sus disposiciones, a su palabra y a su obra. Todo aquello que debe su existencia al obrar de Dios, es decir la creación entera, tiene necesidad de la justicia de Dios. La justicia de Dios es la síntesis de la existencia de la criatura y el fundamento de su subsistencia. Sin el derecho y sin la fidelidad de Dios nada puede subsistir, sino que se sumerge en la nada. Por ello la justicia de Dios es universal. Afecta a la justificación de la vida y al fundamento de existencia de todas las cosas. Si de la justicia de Dios se espera que el hombre llegue a estar en orden consigo mismo, con sus iguales y con la creación entera, esto significa que ella puede convertirse en el resumen de una escatología universal, inclusiva, de una escatología que aguarda del futuro de la justicia un nuevo ser de todas las cosas. Así, pues, la justicia de Dios no se refiere sólo a un nuevo orden de lo existente, sino a un nuevo fundamento del existir humano y a un nuevo derecho de vida de la creación en cuanto tal. Y así, con la llegada de la justicia de Dios pueda aguardarse también una nueva creación.

En el nuevo testamento Pablo concibe la justicia de Dios, correspondientemente, como fidelidad divina de comunidad, como un acontecimiento que Dios crea, del que salen nueva creación y nueva vida. Para Pablo esta justicia de Dios se hace manifiesta en el evangelio (Rom 1, 17) y es aprehendida en la fe. Es el evangelio cristológico de la cruz y de la resurrección de Cristo por Dios. En este acontecimiento se hace patente la justicia de Dios para los injustos, así como la justificación de la vida (Rom 5, 18) para aquellos que no pueden sostenerse, ni en un sentido jurídico ni en un sentido ontológico, ante la cólera de Dios. Es el evangelio escatológico, el cual asigna como ya presente aquella justicia de Dios "que tenemos que esperar" (Gál 5, 5), presentándola como justicia salvadora en la cólera divina que ahora se manifiesta. Es, por fin, el evangelio universal, el cual está orientado a la nueva creación que lo cumple todo y que lleva todo al derecho de Dios, proporcionando de esta manera consistencia y realidad.

La justicia de Dios "acontece" aquí, y el evangelio la torna manifiesta en la medida en que predica el acontecimiento de la obediencia de Jesús hasta la muerte en cruz, en la medida en que predica el acontecimiento de su entrega a esa muerte, y en la medida en que predica su resurrección y su vida como la llegada de la justicia de Dios a los que no la tienen. La realización y la revelación de una nueva justicia de Dios para los pecadores se convierte así en el misterio de Jesucristo, misterio que es desvelado en la promesa del evangelio:

Entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justicia (Rom 4, 25). A aquél que no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que nosotros nos hiciésemos en él justicia de Dios (2 Cor 5, 21).

Así acontece en él la reconciliación por Dios de los no reconciliados. En este punto tiene importancia el ver que esta justicia de Dios posee su fundamento tanto en el acontecimiento de la crucifixión como en el acontecimiento de la resurrección, es decir tanto en su morir como en su vivir. Una teología unilateral de la cruz llegaría sólo al evangelio de la remissio peccatorum, pero no a la promissio de la nueva justicia, cuya vida se asienta en la vida de Cristo, y cuyo futuro se apoya en el futuro de su dominio.

Porque muriendo, murió al pecado de una vez para siempre; pero viviendo, vive para Dios. Así, también vosotros haceros cuenta que estáis muertos para el pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro (Rom 6, 10. 11).

La justicia de Dios, que se hace manifiesta, encuentra su norma no en el pecado que ella perdona, sino en la nueva vida en el dominio del Cristo resucitado y exaltado, vida que aquella justicia promete y a la que resucita.

Con esto se encuentra relacionado el hecho de que el pecado y la muerte son vistos conjuntamente en atención al evangelio de la justicia de Dios, evangelio basado en el morir y en el vivir de Jesús.

La muerte es la paga del pecado; pero el regalo de Dios es la vida eterna en Cristo Jesús, Señor nuestro (Rom 6, 23; véase 1 Cor 15, 55 s.).

Por ello hay que concebir el pecado como injusticia, como falta de fundamento y de derecho, como un no poder sostenerse. Esto incluye tanto el caer en el antagonismo contra Dios y en la mentira, como asimismo el morir y el hundirse en la nada. La justicia de Dios, que se hace manifiesta en la cruz y en la resurrección de Jesús, abarca por ello la reconciliación con Dios y la justificación de la vida. Abarca el perdón de la culpa y el aniquilamiento del destino de muerte. Abarca la reconciliación y la redención del cuerpo mortal. Acontece en la atribución de la reconciliación y en la promesa de la resurrección. Como la resurrección de Jesús y su exaltación a Señor no representan todavía la consumación de su dominio, sino que son la fundación y la garantización de su dominio que da libertad y restablece el derecho sobre todo, la justicia de Dios está presente en la fe y en el bautismo; sin embargo, lo está de tal modo que se encuentra implicada en un proceso, el cual sólo se consumará en la parusía de Cristo. En este proceso la justicia de Dios se posee siempre aquí como regalo asignado, acatado, y que hay que preservar, es decir se posee bajo el signo de la promesa y de la expectación 73. Si esto es así, la justicia asignada de Dios nos coloca en un camino del cual anuncia sus tensiones y su meta. Esta diferencia escatológica que aparece en la revelación de Dios por evangelio y promesa es la que justifica aquellas afirmaciones históricas y éticas en que Pablo habla de que "la gracia reinará por justicia" (Rom 5, 21), de "servicio a la justicia" (Rom 6, 13; 2 Cor 3, 9), y de la "obediencia a la justicia" (Rom 10, 3). La justicia de Dios no es sólo don hecho manifiesto, sino que es también el poder del que hace el don, poder que actúa en la vida del creyente. Por ello el justificado comienza a sufrir a causa de las contradicciones de este mundo, del cual es solidario por su cuerpo, pues en la obediencia tiene que buscar la justicia de Dios en su cuerpo, en la tierra y en todas las criaturas.

Si la justicia de Dios es fidelidad de comunidad a su promesa y a la obra de sus manos, esto significa que, en última instancia, la justificación no tiene sólo el sentido de que el injusto obtenga el derecho de estar ante Dios y de sostenerse en su juicio, sino que también tiene, a la inversa, un sentido teológico, a saber: el de que, en este acontecimiento, Dios conquista su derecho en la creación. En sus lecciones de 1516 sobre la Carta a los romanos Lutero había intentado interpretar esto como un recíproco acontecer de justificatio Dei activa et passiva: la justificación significa que Dios justifica al hombre por gracia, y que el hombre da su derecho a Dios al confesar su pecado, de tal manera que, en este recíproco acontecer, no sólo el pecador, sino también Dios recibe su derecho.74

Si desligamos esta intuición de Lulero de la cristología de la humilitas, dentro de la cual él la formuló, entonces podremos decir que el hecho de que la justicia de Dios sea don y poder, y de que la comunidad de fe con Cristo sea tanto el "morir con Cristo al pecado" como el vivir bajo su dominio en perspectiva hacia su futuro, es el que hace que el acontecimiento de la justificación sea prenda y sea promesa de que Dios pondrá todas las cosas en su derecho. Si en la justificación del pecador Dios conquista su propio derecho, esta justificación es comienzo y preludio de su dominio único. La justicia de Dios latente en el acontecer de Cristo posee una tendencia interna hacia una totalidad del nuevo ser. En su obediencia corporal el justificado sigue esa tendencia. Su lucha por la obediencia y su sufrir a causa de la impiedad del mundo tienden al futuro de la justicia del universo. Y así, esta lucha es fragmento y es preludio de la justicia venidera de Dios, pues ya ella da su derecho a Dios y ya en ella Dios conquista su derecho sobre su mundo.

Por este motivo, también en el nuevo testamento deberemos entender la justicia de Dios como promesa. En ella se nos hace presente lo prometido y, sin embargo, lo aprehendemos en la esperanza de la fe, esperanza que dispone a los hombres a servir al futuro de la justicia de Dios en el todo.

 

12. EL FUTURO DE LA VIDA

La expectación de la vida y la percepción de la muerte son dos cosas que se encuentran vinculadas directamente en el amor. Sólo en aquél a quien amamos somos nosotros vulnerables, y sólo en el amor sufre y percibe el hombre el carácter mortal de la muerte. ¿Cuáles fueron la expectación de vida y la experiencia de muerte que cobraron vida en las promesas de Israel?

Es un hecho comprobado por todos, pero a la vez extraño, que "la religión yahvista se reveló con particular intransigencia contra todo género de culto a los muertos".75

Sorprende el hecho de que durante mucho tiempo el judaísmo no haya reflexionado y pensado sobre la última angustia. Este pueblo estaba tan atenido a este mundo como los griegos, pero vivía orientado, con una fuerza incomparablemente mayor, hacia lo futuro, hacia unas metas a conseguir. 76

Este enigma de que la fe israelita de promesa esté enamorada, con obstinada exclusividad, de los cumplimientos de las promesas en la historia y en el más acá, es el presupuesto para entender la resurrección de Cristo como resurrección del crucificado, y no como símbolo de la esperanza de resurrección y como símbolo de la resignación en esta vida correspondiente a esa esperanza.

Todo lo muerto representa para Israel el grado supremo de impureza. Tales impurificaciones excluyen del culto. Es verdad que en Canaán, existía la tentación de conjurar a los muertos. Pero precisamente en la contradicción de Israel a esto se hace patente que la fe de promesa tiene que desembarazarse de toda comunidad sacral con los muertos. Los muertos están separados de Dios y de la comunidad de vida con él. Dado que Dios y su promesa significan vida, la auténtica amargura de la muerte reside no sólo en la pérdida de la vida, sino también en la pérdida de Dios, en el quedar abandonado por Dios 77. Pues vida significa aquí entonar alabanzas y dar gracias en presencia de Dios. Mas en la muerte no resulta posible ninguna alabanza y, por lo mismo, tampoco ningún agradecimiento y ninguna coincidencia con Dios. Poder alabar y no poder ya alabar constituyen aquí la contraposición de Dios y muerte 78. La muerte separa al hombre de Dios en la medida en que le aparta violentamente de las promesas y de la alabanza. No sólo el final físico, sino también la enfermedad, el exilio y la tribulación pueden apartar de la vida que alaba y de la vida alabada, y ser concebidos como muerte. El hombre tiene su vida en el alabar, esperar y agradecer a Dios. Por ello la muerte es lejanía con respecto a Dios y lejanía de Dios mismo.

Desde este presupuesto resulta comprensible el que la doctrina griega que habla de la caducidad universal existente en este mundo de la apariencia, y de la inmortalidad esencial del verdadero ser del alma, apenas penetrase en Israel, pero sí lo hicieron, en cambio, las esperanzas de resurrección que aparecieron en la periferia del antiguo testamento y en la apocalíptica del judaísmo tardío. En su forma israelita esta expectación de la resurrección de los muertos no se encuentra ni en un contexto antropológico —como esperanza para el hombre, más allá de la muerte—, ni en un contexto cosmológico —como contemplación de sustancias inmortales, de las cuales el hombre participa—, sino en un contexto teológico —como interpretación del poder del Dios de la promesa, a quien ni siquiera la muerte puede despojarle de su derecho, sino que lo conquista por encima de ella. Así, según Ez 37, 11, el pueblo de la promesa sólo puede entenderse ya a sí mismo en la imagen de los esqueletos secos, es decir de la esperanza aniquilada, logrando así escuchar el mensaje profético de una nueva promesa de vida:

Mira, ya os traigo aliento de vida, para que viváis (Ez 37,5).

Esta es una nueva promesa de vida, pues no tiene ya en sí la condición de un posible cambio, sino que promete una creación realizada por Yavé en su pueblo, más allá del límite del tiempo y de lo posible. Por esto, esa promesa adquiere la forma de la promesa incondicional, absoluta, de la vida ex morte, basada en una creación de Yavé ex nihilo. Así, pues, la "resurrección de los muertos" es formulada en Israel primeramente en el marco de la fe de promesa: no se trata de una revivificación natural, sino del cumplimiento, en el difunto portador de la promesa, de la promesa de vida de Yavé. Sólo en la apocalíptica la "resurrección de los muertos" es entendida de una manera universal, en el sentido de que este Dios realizará su juicio y conquistará su derecho en injustos y en justos también por encima de la muerte. Esto se halla en total correspondencia con el desarrollo de la confesión israelita de Dios como creador y de su fidelidad a éste. Las ideas del Israel tardío acerca de la creatio ex níhilo y de la resurrectio mortuorum designan la periferia escatológica de la fe de promesa.79

Con razón se ha dicho: Tal vez en este vacuum teológico, en mantener el cual libre de toda impleción por ideas sacrales se esforzó precisamente Israel, haya uno de los grandes enigmas teológicos del antiguo testamento. Sólo en su periferia más lejana dejan oír su voz profecías que hablan de que Dios dispensará a los suyos una resurrección de la muerte. 80

Este vacuum. de representaciones religiosas y de imágenes de esperanza respecto a la muerte, hace que, por un lado, se pueda experimentar claramente, en toda su dureza, el carácter mortal de la muerte que aparece en la vida ensalzada, en la vida recibida de la promesa de Dios. Por otro lado, este vacuum sólo puede ser llenado por una esperanza que permita dar un sí pleno, íntegro y sin reservas a la vida, al cuerpo y a la tierra y, sin embargo, lleve más allá de la muerte. La esperanza de la resurrección no triunfa del carácter mortal de la muerte por el hecho de banalizar el vivir y el morir, presentándolos como resumen de la caducidad universal, sino por el hecho de anunciar la victoria de la alabanza y, con ello, de la vida sobre la muerte y sobre la maldición de abandono divino, por el hecho de anunciar la victoria de Dios sobre la lejanía del mismo.

¿Qué significa la muerte y la resurrección de Jesucristo en el contexto de estas expectaciones?

En el contexto de estas expectaciones de vida la muerte de Cristo en la cruz representa no sólo el final de la vida que tenemos, sino también el final de la vida que amamos y que esperamos. La muerte de Jesús fue experimentada como la muerte del mesías enviado por Dios; ello incluye también en sí la "muerte de Dios". De este modo la muerte de Cristo es sentida y predicada como abandono divino, como juicio, como maldición, como exclusión de la vida prometida y ensalzada, como rechazo y condena.

En el contexto de estas expectaciones de vida, la resurrección de Jesucristo hay que entenderla no como retorno a la vida en general, sino como superación del carácter mortal de esta muerte; como superación del abandono divino, como superación del juicio, de la maldición, como comienzo del cumplimiento de la vida prometida y ensalzada, es decir como superación de aquello que está muerto en la muerte, como negación de lo negativo (Hegel), como negación de la negación de Dios.

Así se hace inteligible además el que en la resurrección de Jesús no se viese una pascua privada de su viernes santo particular, sino el comienzo y el origen de la abolición del viernes santo universal, de la desaparición de aquel abandono del mundo por Dios, aparecido en el carácter mortal de la muerte en la cruz. Por ello la resurrección de Cristo fue entendida no sólo como el primer caso de la universal resurrección de los muertos y como principio de la revelación, en el no ser, de la divinidad de Dios, sino también como origen de la vida de resurrección de todos los creyentes y como promesa confirmada, que se cumplirá en todos y que, a propósito del carácter mortal de la muerte misma, se mostrará como irresistible.

La percepción del acontecimiento de la resurrección de Cristo es, por ello, un conocimiento esperanzado y expectante del mismo. Ese conocimiento percibe en él la latencia de la vida eterna, de esta vida que, en la alabanza de Dios, surge de la negación de lo negativo, de la resurrección del crucificado y de la exaltación del abandonado. Acepta la tendencia a la resurrección de los muertos que hay en este acontecimiento de la resurrección de uno. Obedece a la intención de Dios, en la medida en que se entrega a la dialéctica de la pasión y de la muerte, en la expectación de la vida eterna y de la resurrección. Esto es descrito como la obra del Espíritu Santo. El "Espíritu" es, según san Pablo, el "Espíritu viviente", el Espíritu que resucitó a Cristo de entre los muertos, y que "habita en aquéllos" que perciben a Cristo y su futuro, y que "vivificará sus cuerpos mortales" (Rom 8, 11).

Lo que aquí se califica de "Espíritu" no es algo que caiga del cielo ni que lleve entusiásticamente a él, sino algo que brota del acontecimiento de la resurrección de Cristo, siendo un anticipo y una prenda de su futuro, del futuro de la resurrección universal y de la vida.

Y así como el poder de la sarx se manifiesta en que ese poder vincula al hombre a lo pasajero, a lo que, en el fondo, ha pasado para siempre, a la muerte, así el poder del pneuma se muestra en que da la libertad al creyente, le abre el futuro, lo que no pasa, la vida. La libertad no es otra cosa, en efecto, que el estar abierto al auténtico futuro, el dejarse determinar por él. Y así podemos decir que el pneuma es el poder de la futuricidad.81

Sin embargo, en el espíritu de la fe el pasado y el futuro no son diferenciados a base del punctum mathematicum del presente, y tampoco a base de un nunc aeternum colgado en el vacío, sino a base del acontecimiento histórico de la resurrección del Cristo crucificado, en el cual son vencidos el poder de la caducidad y el carácter mortal de la muerte, abriéndose de una vez por todas el futuro de la vida. Cristo no resucitó al espíritu o al kerigma, sino a aquel vestíbulo, no abierto todavía, del futuro, hacia el cual apuntan las tendencias del espíritu y los anuncios del kerigma. Este vestíbulo del futuro no permite que se reflexione sobre su simple referencia a la existencia en "futuricidad", sino que es el futuro de Jesucristo, y por ello sólo puede ser juzgado en la percepción y el conocimiento del acontecimiento histórico de la resurrección de Cristo, que es un acontecimiento que funda y que inaugura historia. El "Espíritu" que "mata los asuntos de la carne" y que otorga la libertad para el futuro, no es un suceso eterno, sino que brota de un acontecer histórico y abre posibilidades y peligros escatológicos. En cuanto recuerdo de Cristo, es promesa de su futuro, y a la inversa. Por ello introduce en la "comunidad de los sufrimientos de Cristo", en la homomorfidad de su muerte, en el amor que se expone a morir porque está sostenido por la esperanza. Por ello ese Espíritu nos introduce en el futuro de aquella glorificación de Jesucristo de la cual penden el futuro y la glorificación del ser humano y de las cosas.

Y así como él fue crucificado por debilidad, pero vive por la fuerza de Dios, así también nosotros somos débiles en él, pero viviremos en él por la fuerza de Dios para con nosotros (2 Cor 13, 4).

El Espíritu es, de este modo, la fuerza del sufrimiento en la participación en la misión y en el amor de Jesucristo, y es, dentro de ese sufrimiento, la pasión por lo posible, por lo venidero y prometido del futuro de la vida, de la libertad y de la resurrección. El Espíritu sitúa al hombre dentro de la tendencia de aquello que está latente en la resurrección de Jesús y a lo que se tiende con el futuro del resucitado. Resurrección y vida eterna son el futuro prometido y, por tanto, la posibilitación de la obediencia corporal. Cada acto es sembradura que apunta a la esperanza. Y así, el amor y la obediencia son sembradura que apunta al futuro de una. resurrección corporal. En la obediencia, los vivificados en el espíritu se encuentran en cambio hacia la vivificación del cuerpo mortal.

Así como la promesa aspira hacia el cumplimiento, y la fe hacia la obediencia y hacia la visión, y la esperanza hacia la vida ensalzada y finalmente lograda, así la resurrección de Cristo aspira hacia la vida en el Espíritu y hacia la vida eterna, que plenifica todo. Esta vida eterna se halla aquí oculta bajo su contrario, bajo la asechanza, el sufrimiento, la muerte y el duelo. Sin embargo, esta ocultación suya no es una paradoja eterna, sino que es latencia en tendencia, que empuja hacia adelante y hacia fuera, hacia el vestíbulo abierto, atravesado por promesas, de lo posible. En la oscuridad del dolor del amor, el que espera descubre la escisión de yo y cuerpo 82. En la lucha, desarrollada en el cuerpo, por la obediencia y por el derecho de Dios, descubre la contradicción de la carne y su sometimiento a la hostilidad de la nulidad y de la muerte. Al comenzar a esperar en la victoria de la vida y a»aguardar la resurrección, el que espera percibe el carácter mortal de la muerte y no es ya capaz de contentarse con ella.

La corporeidad, que aparece así a propósito de la esperanza, es, evidentemente, el punto de apoyo para la solidaridad de los creyentes con la creación entera, que, lo mismo que ellos, está sometida a la nulidad, pero tiende a la esperanza. La corporeidad, cuya redención aguarda todavía el que espera, pues no ha acontecido aún, es el punto de apoyo existencial para la universalidad de la fe cristiana y para la parte no realizada todavía de lo esperado. La esperanza de que el cuerpo y la esperanza de que toda criatura serán redimidos de la nulidad son una misma cosa. Por ello la universalidad de la esperanza cristiana depende de esta esperanza en la redención del cuerpo. Por otra parte, el que espera percibe en las contradicciones del cuerpo, en la dolorosa diferencia entre lo que él espera y aquello que experimenta, percibe, decimos, la ausencia del futuro que aguarda. Por esto, la apertura dilatante y el futuro de la esperanza cristiana dependen de la diferencia existente entre esperanza y realidad corporal. Las imágenes cósmicas de la escatología cristiana no son, pues, mitológicas en modo alguno, sino que penetran en el abierto vestíbulo de lo posible antes de toda realidad, formulan la "expectación de la criatura" en la nova creatio, y preludian la vida eterna, la paz y la patria de la reconciliación de todas las cosas. No sólo muestran anticipadamente lo que el futuro significa en la "apertura al mundo" propia del hombre, sino también lo que significa en la "apertura al hombre" propia del mundo (compárese la "expectación de la criatura" y la "libertad de los hijos de Dios", en su relación de correspondencia, tal como aparece en Rom 8, 20 s.).

Aquello que la esperanza de la resurrección y de la vida lograda, reconciliada, distingue en la realidad presente y experimentada del hombre y del mundo, manifestándolo como lo negativo, es lo que permite expresar por vez primera, como negación de lo negativo, lo positivo del futuro aguardado para el hombre y para el mundo, para el espíritu y para el cuerpo, para Israel y para los pueblos. El "nuevo cielo y la nueva tierra, en que habita la justicia" (2 Pe 3, 13), el hecho de que "Dios enjugará toda lágrima de sus ojos, y la muerte no existirá ya más, ni habrá ya más duelo, ni grito, ni trabajo" (Apoc 21, 3 s.), el rostro desvelado en la claridad de Dios y la corporeidad transfigurada por el Espíritu de la resurrección (1 Cor 15, 33 s.): estas son las imágenes previas y las figuras en que se representa y se "predice", como antes se decía, el futuro, a base de las experiencias hechas en un presente negativo. Estas representaciones e imágenes son fragmentos de una vida descubierta y por ello padecida en su deterioro por la esperanza. El libro del Apocalipsis es el libro de los mártires, y aunque esas representaciones y esas imágenes estén condicionadas por la época —lo están, y tienen que estarlo, si quieren hacer crítica de ella—, con ellas se tiende, sin embargo, a algo que supera en todo instante y pone en movimiento al status quo.

Mientras "todo" no sea "bueno", subsiste la diferencia de la esperanza con respecto a la realidad, la fe continúa estando insatisfecha, y tiene que tender, en esperanza y en sufrimiento, hacia el futuro. Y de este modo también la promesa de la vida nos saca de la resurrección de Cristo para introducirnos en la tendencia del Espíritu, el cual da vida en el sufrimiento y tiende hacia la alabanza de la nueva creación. Esto es algo así como una "revelación progresiva", o como una "escatología que se realiza"; la única diferencia es que aquí se trata del mismo progressus gratiae. No es el tiempo objetivo el que hace el progreso. No es la actividad humana la que hace el futuro. Es la necesidad interna del acontecimiento mismo de Cristo, cuya tendencia se dirige a hacer patente en todo la vida y el derecho de Dios que están latentes en aquel acontecimiento.

 

13. EL FUTURO DEL REINO DE DIOS Y DE LA LIBERTAD DEL HOMBRE

El auténtico centro y el concepto básico de la escatología —concepto utilizado continuamente, y cuyo contenido varía— consiste, sin duda, en aquello que se nos ha prometido y que aguardamos como "Reino de Dios" y "dominio divino". Es manifiesto que ya en la época primitiva de Israel la esperanza, fundada en la promesa, se orienta hacia el dominio de Yavé. En su dominio efectivo, histórico, se manifiesta su gloria. En el cumplimiento fiel y poderoso de sus promesas, Yavé se muestra como él mismo, como Dios y Señor. Con la expectación del dominio de Dios va unida la expectación de que su pueblo, los hombres, y todo lo que él ha creado, alcancen la salvación, la paz, la felicidad, la vida, en una palabra, logren su verdadero destino. La fe en su dominio encuentra su expresión en la confesión de que Yavé es rey (Jue 8, 22). Si nos remontamos a la época nómada de las tribus israelitas, tropezamos con la idea de que Yavé es el caudillo que va delante de su pueblo, que reina en la medida en que lo conduce como pastor, que da instrucciones, otorga consejos y muestra el futuro querido por él 83. Por tanto, su dominio no significa ante todo un reinado universal sobre el contorno natural del hombre, sino el conducirle hacia los lugares de la promesa; es decir es un dominio histórico, que se manifiesta en sucesos únicos, irrepetibles, sorprendentemente nuevos, dirigidos hacia una meta.

El dominio divino quiere decir originariamente dominio en promesa, en fidelidad y en cumplimientos. La vida bajo su dominio significa, en consecuencia, una peregrinación histórica en el éxodo y en la obediente disposición para el futuro. Esa vida es recibida de la promesa y se halla abierta a ésta. Tan sólo en la polémica con las religiones naturales y con las concepciones del mundo como teofanía existentes en Palestina, tan sólo en conexión con la elaboración de la fe de la criatura y de la escatología profética se hace universal la idea del dominio divino y, a la vez, se entiende escatológicamente esta universalidad del dominio del Dios único. Los elogios que hablan del dominio regio de Dios sobre todas las cosas, de su llegada, de su derecho y su juicio sobre la tierra, están referidos al Dios que camina junto con Israel, al Dios de la promesa y del éxodo. Y así, las ideas de la teofanía universal pueden estar llenas de ideas procedentes de las religiones naturales y, sin embargo, esas ideas pueden ser situadas, al mismo tiempo, dentro de un marco escatológico merced a la fe histórica de promesa.

En la idea del dominio divino hay dos momentos que se encuentran mutuamente enlazados entre sí: el recuerdo y la confianza en su dominio histórico, y la expectación de su dominio universal, en el cual el mundo, así como todos los pueblos y cosas, se transforman en el universum de Dios, en su dominio y en su alabanza.

No podemos establecer una distinción entre esos dos momentos como si el primero fuera una limitación nacional, y el segundo, una fe cósmica y universal. Ocurre, antes bien, que la expectación universal se basa en el recuerdo de la realidad histórica especial de su obrar como Señor en Israel. El hecho de que, tras desmoronarse la autonomía histórica de Israel, la teología rabínica presentizase la expectación del dominio divino en la obediencia del justo de la Thorá, y de que la teología apocalíptica la futurizase mediante especulaciones histérico-universales, y de que su llegada quedase encomendada a términos histórico-universales, muestra la imposibilidad de concebir tanto histórica como escatológicamente la promesa del dominio divino sin nuevos contenidos de experiencia.

En el nuevo testamento la Basileia es evidentemente un concepto central, sobre todo en la tradición sinóptica; en ésta aparece en todas las capas de la tradición. Particularmente son calificados de "reino de Dios" el mensaje y el obrar, los milagros y las parábolas del Jesús prepascual. Jesús anuncia el reino mesiánico de Dios. Lo peculiar de su predicación del reino consiste en que él asocia la cercanía, la conquista y la herencia del reino con la decisión y la actitud de los oyentes respecto a su propia persona. El futuro del dominio divino se encuentra directamente vinculado con el misterio de su propio presente, del presente de Jesús.

Esto podemos entenderlo en el sentido de que, por ser Jesús el último profeta del reino venidero, cualifica la decisión de los hombres con respecto a su mensaje, haciendo de ella una decisión última y, en este sentido, escatológica.

Pero .podemos entenderlo también como una transformación de la tradición referente al reino de Dios. En este caso Jesús, "al concentrarse en el sentido existencial de la predicación del reino" ha superado la pregunta apocalíptica por las fechas y las circunstancias históricas de la irrupción del reino 84. En la medida en que Jesús anuncia que su hora es la última hora de la decisión, él mismo desmitologiza las imágenes apocalípticas del reino en razón de su actualización existencial.

La predicación escatológica, lo mismo que la exigencia moral, remiten al hombre a su estar situado ante Dios, a la inminencia de Dios, le remiten a su ahora como a la hora de su decisión en favor de Dios. 85

Lo peculiar del mensaje del reino predicado por Jesús consistiría, en este caso, en la eticización existencial de ese mensaje, en beneficio de la cual se desvanecen todas las imágenes apocalíptico-cosmológicas. Pero de ella sola no se deriva todavía, para la primitiva comunidad cristiana, ningún fundamento y tampoco apenas un derecho a continuar su predicación. El fundamento y el derecho de la comunidad cristiana a proseguir la predicación de Jesús y también a transformarla a su vez, se basan en el suceso en virtud del cual aquella comunidad recordaba las palabras y el obrar de Jesús y anunciaba que este mismo es el Señor de todo el mundo, es decir se funda en las apariciones pascuales del resucitado. Mas esas apariciones fueron percibidas y anunciadas en un horizonte apocalíptico de expectación: resurrección como suceso escatológico —Jesús, la primicia de la resurrección—. La comunidad tuvo que vincular la comprensión de Jesús que se deriva del acontecimiento de la resurrección del crucificado por Dios con el recuerdo de la comprensión de Dios y de su reino que se deriva de las palabras y las acciones de Jesús. 86

El carácter escatológico de decisión que tiene la predicación por Jesús del cercano dominio divino tuvo que ser trasladado, en consecuencia, al carácter de decisión que tiene el mensaje que habla del Señor crucificado y resucitado. Pero con ello la predicación del dominio divino adquirió un nuevo carácter apocalíptico y pudo ser enlazada con los títulos apocalíptico-mesiánicos de Cristo, tales como hijo del hombre. Hay ahí una discontinuidad entre el mensaje del reino predicado por Jesús y el mensaje cristológico del reino predicado por la comunidad, como se pone palpablemente de manifiesto en la frase de A. Schweitzer que dice que Jesús predicó el reino y que la iglesia le predicó a él. Esta discontinuidad está, sin embargo, justificada. La comunidad no tiene que continuar la conciencia de sí o la comprensión de sí que tuvo Jesús, sino que tiene que predicar quién es éste. Mas esto es algo que sólo se evidencia desde el final, es decir desde la cruz y las apariciones pascuales, que son un anticipo de su meta y de su final, los cuales todavía están escatológicamente pendientes. La base de las afirmaciones cristológicas de la comunidad no es la conciencia de sí que Jesús tenía, sino aquello que aconteció en la cruz y en la resurrección. Su muerte y su resurrección marcan la discontinuidad entre el Jesús histórico y la cristología del cristianismo primitivo. Pero su identidad —que consiste en que el aparecido como resucitado es el crucificado, y no otro alguno— es, a la vez, el puente que lleva al Jesús histórico, es el motivo y la ocasión para recordar históricamente la predicación y el obrar de Jesús.

Es posible que, en la tradición evangélica de la cristiandad primitiva, ese recuerdo se encuentre enturbiado por más de un entusiasmo referente a la resurrección y al espíritu; sin embargo, las cristofanías pascuales son la única razón suficiente para reactualizar memorativamente su predicación, de igual manera que es su cruz el único fundamento suficiente para no olvidar su promesa del reino, por encima del retraso de la parusía del reino. Los relatos evangélicos no necesitan caer por ello bajo la acusación de ser una re-proyección fantástica de la fe en la resurrección. Esos relatos recuerdan a Jesús a base de las expectaciones de su futuro suscitadas por las apariciones de resurrección, y hablan del Jesús histórico, del Jesús llegado, viéndole a la luz de su futuro, que podemos aguardar merced a la pascua. Estas esperanzas son evidentemente un poderoso motivo del recuerdo histórico y también de descubrimientos históricos. No es la comprensión de sí que Jesús tenía, cualquiera que fuese el modo como estuviese constituida, sino la comprensión de su futuro, que nosotros podemos creer y aguardar merced a la pascua, lo que manifiesta quién fue y quién es Jesús "en realidad". No es el recuerdo del maestro muerto, rememorado a la luz de su muerte, sino la experiencia de pascua la que fuerza a identificar a Jesús. Sólo la enigmática identidad dialéctica del resucitado con el crucificado fuerza a admitir una continuidad entre la cristología del cristianismo primitivo y el mensaje de Jesús mismo. La "conciencia de sí de Jesús" no fuerza a conservarle en nuestra conciencia; pero la conciencia acerca de Jesús, forjada por las apariciones de resurrección, sí fuerza a preguntar por la propia continuidad de esta conciencia con la conciencia misma de Jesús.

Ahora bien, si la resurrección de Jesús de entre los muertos forma parte de este modo del mensaje cristiano del reino, entonces esa resurrección difícilmente consiente que se la siga concentrando por más tiempo en su "sentido para la existencia" y se la continúe eticizando existencialmente; entonces nos vemos forzados a desplegar el horizonte universal de esperanza y de promesa sobre todas las cosas, con la misma amplitud con que lo había desplegado la apocalíptica; no de la misma manera, pero sí con la misma amplitud cósmica. Por esto no se debería hablar sólo del dominio divino, queriendo significar con ello que la existencia del hombre está afectada escatológicamente por la exigencia absoluta, sino que tendríamos que volver a hablar del reino de Dios, y desarrollar con ello la amplitud escatológica del futuro del reino para todas las cosas, futuro en el cual le introducen, al que espera, el envío y el amor de Cristo.

Si las apariciones pascuales de Jesús percibidas en el horizonte escatológico de expectación constituyen el motivo para recordar y recoger el mensaje de Jesús acerca del reino, esto significa que esas apariciones son también a la vez el motivo para transformar ese mensaje sobre el reino. El futuro que el mensaje de Jesús acerca del reino había dejado abierto, queda confirmado por sus apariciones de resurrección, es asegurado anticipadamente como llegada de su parusía, y así nos es posible denominarle su futuro, el futuro de Jesús. En las capas tardías de la tradición sinóptica hace su aparición una concepción cristológica del reino de Dios, en la cual, mediante un entronque con la idea judía del reino mesiánico, se desarrolla la idea del reino de Cristo o del hijo del hombre. Pero también la idea del reino mismo de Dios se transforma entonces. Es verdad que se mantiene la orientación hacia la decisión presente por una nueva obediencia; pero esta llamada, que en la obediencia nos llama a la nueva vida, adquiere apoyo y perspectiva en la acción divina de resurrección. El Señor del reino es únicamente el Dios "que resucitó a Jesús de entre los muertos", demostrando con ello ser el creator ex nihilo. Su reino no puede ser visto ya, en este caso, en una modificación histórica de las situaciones impías del mundo y de los hombres. Su futuro no se deriva de las tendencias de la historia universal. Su dominar es su resucitar de entre los muertos, y consiste en que Dios hace ser a lo que no es nada, y elige a lo que no es nada, y aniquila a lo que es algo (1 Cor 1, 28). Con esto se hace imposible el imaginar el reino, de una manera deísta e histórico-salvífica, como resultado de la historia del mundo o de un plan divino sobre éste. Pero también se hace imposible el imaginar el reino de Dios "sin Dios", y el disolver a "Dios" mismo, imaginándole como el "bien supremo", en el ideal del reino.

Finalmente, el enigma de las apariciones pascuales —entendido en la comunidad helenística como "elevación" o "exaltación"— ha llevado también a concebir a Jesús como el Kyrios exaltado del culto, y a ensalzar su reino como su oculto dominio celestial. Y así, la interpretación de la resurrección del crucificado se volvió decisiva para la comprensión de la promesa del reino de Dios, cualquiera que fuera el horizonte de ideas en que aquella interpretación se presentase.

De las diversas concepciones que así resultan vamos a retener los siguientes rasgos:

1. Las experiencias de la cruz y de las apariciones de resurrección de Jesús imprimen una nueva forma al mensaje del reino de Dios. Su cruz y su resurrección "deforman" en cierta manera el futuro y la llegada del reino de Dios, que él mismo dejó abiertos. Pero a la vez el dominio de Dios adquiere así la figura concreta de este acontecimiento de la resurrección del crucificado. En este acontecimiento el reino de Dios no sólo está cristológicamente desfigurado, sino pro-puesto de manera concreta. Si Jesús resucitó de entre los muertos, entonces el reino de Dios puede ser nada menos que nova creatio. El dominio venidero de Dios adquiere figura en el sufrimiento de los cristianos aquí, de los cristianos que, por razón de su esperanza, no pueden equipararse al mundo, pues el envío y el amor de Cristo los introducen en la imitación y la equiparación de sus sufrimientos. Esta atención prestada a la cruz y a la resurrección de Cristo no espiritualiza el "reino de Dios" ni lo convierte en una realidad del más allá, sino que lo mundaniza, haciendo de él la contradicción y la contraposición a un mundo impío y abandonado de Dios.

2. Con la experiencia de la cruz y de la resurrección, el "reino de Dios" no sólo es entendido cristológicamente, sino también escatológicamente de una manera nueva. Por razón de las experiencias de la cruz y de pascua, las comunidades más antiguas no vivían en un "tiempo cumplido", sino en expectación de futuro. Es verdad que las experiencias de pascua y del Espíritu pudieron dar ocasión a una escatología de cumplimiento basada en el Espíritu, por la cual parecían quedar superadas en éste las experiencias de la cruz y de la contradicción a la realidad. Únicamente el realismo propio de la cruz terrena de Jesús y de la contradicción a un mundo no redimido —contradicción percibida por doquiera en el envío—, hicieron aparecer como error este docetísmo religioso o cultual. Y así se impuso, precisamente en Pablo, una comprensión escatológica del reino de Dios no llegado todavía, en contra del entusiasmo escatológico y cultual. Si la resurrección de Jesús de entre los muertos ofrece motivo para una nueva esperanza del reino, esto quiere decir que el futuro prometido no puede consistir ya en la donación misma del Espíritu, sino que el "Espíritu" mismo se convierte en la "prenda" del futuro aún no llegado, y por ello "lucha" contra las "obras de la carne". Si el reino de Dios implica la resurrección de los muertos, entonces ese reino es una nueva creación, y entonces el "Señor exaltado" no puede ser concebido como uno más entre otros muchos señores cultuales o como el "verdadero Señor del culto", sino sólo como el cosmocrator.

El dominio del Cristo resucitado y exaltado, tal como lo entendió la cristología de exaltación de la comunidad helenística, es, él mismo, escatológicamente provisional y sirve a la finalidad del dominio único de Dios, en el cual todas las cosas se renovarán. Mas entonces la comprensión escatológica del mensaje del reino no deforma el mensaje de Jesús sobre éste, sino que le vuelve universal, le abre a una totalidad del nuevo ser. Las apariciones pascuales se convierten entonces en ocasión para aguardar tanto el dominio de Dios sobre la muerte como la justicia de Dios en todas las cosas pasajeras. Si el reino de Dios comienza, por así decirlo, con un nuevo acto de creación, esto significa que el reconciliador es, en última instancia, el creador, y por ello la perspectiva escatológica de reconciliación tiene que significar la reconciliación de toda criatura y desplegar una escatología de todas las cosas. La cruz permite conocer el abandono de todas las cosas por Dios, y también la ausencia efectiva del reino de Dios, en el cual todas las cosas conseguirán derecho, vida y paz. Por ello el reino de Dios puede significar nada menos que resurrección y nueva creación, y la esperanza del reino no puede contentarse con nada menos que con eso. Por razón de la universalidad, la nueva esperanza del reino nos introduce en el sufrimiento producido por el abandono y la irredención, por el sometimiento de todas las cosas a la nulidad. Nos introduce en una solidaridad de la angustia y de la expectación, por la creación entera, de la libertad de los hijos de Dios (Rom 8, 22). Con ello percibe el anhelo, el tormento, la apertura —no llenada todavía— hacia el futuro de Dios que hay en todas las cosas.

Así el reino de Dios está presente aquí como promesa y como esperanza para el horizonte de futuro de todas las cosas; y éstas son percibidas en su historicidad, por el hecho de que todavía no tienen en sí su verdad. Si el reino de Dios está presente como promesa y esperanza, esto quiere decir que este presente suyo es definido por la contradicción de lo futuro, de lo posible y prometido contra una realidad mala. En la Reforma protestante se decía que el reino de Dios está tectum sub cruce et sub contrario. Con ello quería decirse que el reino de Dios está aquí oculto bajo su contrario: su libertad está oculta bajo la asechanza; su felicidad, bajo el sufrimiento; su derecho, bajo la injusticia; su omnipotencia, bajo la debilidad; su gloria, bajo la desfiguración.

El reino de Dios fue visto así en la forma del dominio del crucificado. Esto representa un conocimiento exacto e irrenunciable. Sólo que el reino de Dios no acaba en la paradójica ocultación de esta presencialidad suya. Su paradójica ocultación "bajo lo contrario" no es su figura eterna. Pues, en efecto, son la esperanza de resurrección y el envío de Cristo, son el hambre de justicia en todas las cosas y la sed de la verdadera vida los que introducen en el sufrimiento, en la debilidad, en la injusticia y en la desfiguración. La contradicción no brota por sí misma de las experiencias del hombre con la historia, con la culpa y la muerte, sino que se deriva de la promesa y de la esperanza, las cuales contradicen a estas experiencias y no permiten ya contentarse con ellas. Si la promesa del reino de Dios despliega un horizonte universal escatológico de futuro sobre todas las cosas —"que Dios sea todo en todo"—, esto significa que al que espera no le es posible la resignación religiosa o cultual de la tierra. Se ve forzado, antes bien, a encargarse con dulzura de la tierra sometida a la muerte y a los poderes de la nulidad, y a conducir todas las cosas hacia su nuevo sentido. El que espera se vuelve apátrida con los apátridas, por amor a la patria de la reconciliación. Se vuelve un hombre sin paz con los que no la tienen, por amor a la paz de Dios. Se vuelve injusto con los injustos, por amor a la justicia de Dios, que viene.

La promesa del reino de Dios, en el cual todas las cosas consiguen el derecho, la vida y la paz, la libertad y la verdad, no es exclusiva, sino inclusiva. Y así también su amor, SU solidaridad y su compasión son inclusivos; no excluyen nada, sino que incluyen en la esperanza todo aquello en lo cual Dios será todo en todo. La pro-missio del reino de Dios es el fundamento de la missio del amor al mundo.

Y así, el extrañamiento del Espíritu en la obediencia corporal, porque y para que lo "interior" se vuelva "exterior", da un fundamento racional a la realidad y un fundamento real a la razón, como decía Hegel y como podemos entenderlo también teológicamente, si por razón se entiende el Espíritu de Dios, bajo cuya "prenda" surge el anhelo de una realidad llena de espíritu y producida por él (Rom 8, 23, y 1 Cor 15, 42 s.).

 

14. RESUMEN Y BALANCE

Vamos a hacer un resumen, intentando rendimos cuenta a nosotros mismos del método seguido hasta ahora.

1. La escatología cristiana habla de "Cristo y de su futuro". Su lenguaje es el lenguaje de las promesas. Concibe la historia como la realidad inaugurada por la promesa. En la promesa y la esperanza presentes, el futuro no realizado todavía de la promesa entra en contradicción con la realidad dada. En esta contradicción la historicidad de lo real es experimentada en la línea fronteriza que separa el presente del futuro prometido. La historia se hace manifiesta en sus últimas posibilidades y peligros merced al acontecimiento de promesa que es la resurrección y la cruz de Cristo. En la medida en que nosotros hemos presentado lo prometido en este acontecimiento como lo latente, oculto, esbozado y pretendido en el mismo, mirando retrospectivamente a la historia de promesa del antiguo testamento, hemos percibido a la vez las tendencias del espíritu que brotan de esas percepciones. La promissio del futuro universal lleva necesariamente a la missio universal de la comunidad a todos los pueblos. La promesa de la justicia divina en el acontecimiento de la justificación de los impíos lleva inmediatamente al hambre de derecho divino que hay en el mundo sin Dios y, por tanto, introduce en la lucha de la obediencia pública y corporal. La promesa de la resurrección de los muertos conduce inmediatamente al amor de la creación entera a la verdadera vida.

En la medida en que hemos presentado las promesas que hay en el acontecimiento de Cristo como latencia y como tendencia, hemos tropezado con una mediación histórica sujeto-objeto, que no permite, insertar el futuro de Cristo en un sistema histórico-salvífico o histórico universal (relativizando con ello este acontecimiento al entenderlo como algo ajeno a él, algo conquistado a base de otras experiencias e impuesto a él desde fuera), ni permite tampoco entender reflejamente el futuro de Cristo como la futuricidad existencial del hombre. La historia del futuro de Cristo y la historicidad de los testigos y enviados se condicionan recíprocamente y se encuentran en la correlación de promissio y missio. La conciencia histórica cristiana es conciencia de misión, y sólo en esa medida es también conciencia de la historia universal y conciencia de la historicidad de la existencia humana.

2. Hemos utilizado diversamente el concepto de "revelación progresiva". Según Richard Rothe ese concepto procede de Ernst Troeltsch, y en ambos autores significa que el impulso del espíritu cristiano se asocia en la historia occidental una y otra vez con el espíritu de la modernidad y produce progresivamente mejores concepciones del mundo y de la vida. El desarrollo progresivo del reino del redentor es la revelación siempre progresiva de la verdad y la perfección absolutas del mismo. "Revelación progresiva" significa aquí que la revelación se vuelve progresiva en el progreso del espíritu humano, que el progreso del espíritu humano puede ser interpretado como automovimiento del espíritu absoluto. A resultados similares se llega cuando se cree poder seguir la orientación y el futuro del acontecimiento de Cristo desde un contexto total de sucesos históricos anteriores y posteriores a ese acontecimiento. El acontecimiento de Cristo es integrado en este caso en un contexto histórico, el cual se deduce del destino o de la providencia, así como de la secuencia de los hechos de la historia universal.

Pero si la promesa del futuro de Cristo nace de la resurrección del crucificado, esto significa que la promesa entra en una contradicción tal como la realidad, que no es posible insertar esa contradicción en una dialéctica histórica universal, tal como podemos deducirla de otros sucesos. Insertar esa contradicción en la historia de salvación y en la historia del mundo resulta posible tan sólo si la empequeñecemos. Sólo entonces es reconciliable en una dialéctica histórico-universal. Pero si en el acontecimiento de la resurrección del crucificado vemos una creatio ex nihilo, lo que aquí está en juego no es entonces un posible cambio de lo existente, sino nada y todo. Entonces se ve que este mundo "no puede soportar" ni la resurrección ni el nuevo mundo creado a partir de aquélla. La dialéctica que quiere soportar esa contradicción tiene que convertirse en una dialéctica apocalíptica. La síntesis reconciliadora de cruz y resurrección sólo puede ser aguardada y esperada en una totalidad del nuevo ser. La teología histórico-salvífica percibe sin duda el decurso de promesas y acontecimientos, pero no la contradicción de la promesa frente a la realidad, y por ello no percibe el desvelamiento del mundo ateo en la cruz de Cristo.

Los verdaderos problemas se plantean tan sólo si nosotros vemos los momentos progresivos, escatológicamente impulsores, en el acontecimiento contradictorio de cruz y resurrección. La revelación —es decir las apariciones del resucitado— adquiere el carácter de lo progresivo, no en virtud de una realidad extraña a ella, es decir en virtud de la historia, que sigue avanzando enigmáticamente después de pascua; es esa revelación la que produce el progreso mismo en su proceso y en su contradicción contra la realidad impía de culpa y de muerte. La revelación no se vuelve progresiva por su "introducción" en la historia humana, sino que vuelve histórica y progresiva la realidad del hombre mediante promesa, esperanza y crítica. La revelación de la posibilidad y potencialidad de Dios en la resurrección del crucificado, y la tendencia y la intención de Dios, cognoscibles en ella, constituyen el horizonte de lo que debemos llamar historia y debemos aguardar como historia. La revelación de Dios en cruz y resurrección se convierte así en el campo de juego de la historia, en el cual aparecen como posibles el hundimiento de todas las cosas en la nada y la nueva creación. El enviar a los que esperan a este vestíbulo de lo posible de todas las cosas sigue la dirección de la tendencia del obrar de Dios, pues sigue su fidelidad y su promesa en su omnipotencia. El esperanzado que abandona la realidad mala y se dirige hacia el mar de las posibilidades de Dios, pone con ello en juego, de una manera radical, esta realidad suya, es decir la apuesta al juego en el cual espera ganar la promesa de Dios.

3. Cuando nosotros hablamos del "futuro de Jesucristo", nos referimos a lo que otros denominan "parusía de Cristo" o "retorno de Cristo". La parusía no significa propiamente el retorno de alguien que se ha ido, sino la "llegada inminente" 87. Parusía puede significar también presente, pero no un presente que mañana ha pasado ya, sino un presente que está necesariamente presente hoy y mañana. Es el "presente de lo que viene hacia nosotros, es, por así decirlo, el futuro que llega" 88. La parusía de Cristo es algo distinto de la realidad experimentable ahora, de la realidad dada ahora. Trae algo nuevo con respecto a lo que ahora puede experimentarse. Por ello no está totaliter separada de la realidad que ahora puede experimentarse y vivirse, sino que, como futuro realmente ausente, actúa en el presente mediante las esperanzas despertadas y la resistencia suscitada. Mediante su promesa escatológica, el es-chaton de la parusía de Cristo vuelve histórico el presente concreto, experimentable, en la interrupción del pasado y en la partida hacia lo que viene.

Esta parusía de Cristo es calificada también de revelación de Cristo. ¿Cómo hay que entender entonces el futuro de Cristo? ¿Su futuro aguardado puede ser pensado todavía con la categoría de expectación llamada nomim? ¿Tiene entonces su futuro algo nuevo, o sólo trae una repetición universal de algo que ha sucedido ya en la historia de Jesucristo? ¿Es entonces el futuro de Cristo tan sólo un desvelamiento de aquello que sucedió ya en Jesús de una vez por todas? ¿O hay en ese futuro algo que todavía no ha acontecido?

Según Karl Barth el futuro de Cristo representa preponderantemente tan sólo un desvelamiento:

La vuelta de Cristo... es denominada en el nuevo testamento la revelación. No sólo a la comunidad, sino a todos se revelará como el que es... Con toda claridad y publicidad se presentará el "Se ha consumado"... ¿Qué trae el futuro? No, una vez más, un giro histórico, sino la revelación de aquello que es. Es futuro, pero es el futuro de aquello que la iglesia recuerda: de aquello que, de una vez por todas, ha acontecido ya. El alfa y la omega son lo mismo. 89

De manera parecida se expresa Walter Kreck:

(Es aguardada) la llegada de el Señor, de aquél cuyo haber-llegado se predica y se cree. Ciertamente, el cumplimiento no puede ser en el fondo otra cosa que la desvelación de aquello que ya es realidad en Jesucristo, pero precisamente ese desvelamiento se espera y se aguarda como algo todavía futuro.90

Aquí la revelación es entendida como promesa con un poco más de claridad que en el caso de Karl Barth, y la revelación de Cristo es entendida también como cumplimiento de la promesa de Cristo. Pero si sacamos las consecuencias de esto, tenemos que abandonar la palabra "desvelamiento" para referirnos a la revelación, y en su lugar debemos entender la revelación como acontecimiento en promesa y cumplimiento. La revelación de Cristo no puede consistir entonces tan sólo en el desvelamiento para el conocimiento de lo ocultamente ya acontecido, sino que debe ser aguardada en sucesos que cumplirán aquello que está prometido con el acontecimiento de Cristo. Este mismo no puede ser entendido entonces como cumplimiento de todas las promesas, de tal manera que, después de este acontecimiento, sólo quede ya el postludio del desvelamiento para el conocer universal. "En Cristo todas las promesas de Dios son sí y son amén" (2 Cor 1, 20), es decir en él están confirmadas y puestas en vigencia, pero todavía no cumplidas. Por ello la esperanza cristiana aguarda del futuro de Cristo no sólo desvelamiento, sino también cumplimiento definitivo. Lo que con la cruz y la resurrección de Cristo fue prometido para los suyos y para el mundo, debe ser pagado. ¿Qué es, pues, lo que el futuro de Cristo trae? No simple repetición, y no sólo desvelamiento de su historia, sino algo que hasta ahora no ha acontecido todavía mediante Cristo. La expectación cristiana no se dirige a nadie más que al Cristo llegado, pero aguarda de él algo nuevo, algo no acontecido hasta ahora: aguarda el cumplimiento de la prometida justicia divina en todo, el cumplimiento de la resurrección de los muertos prometida en su resurrección, el cumplimiento del dominio del crucificado sobre todo, prometido en su exaltación.

Esta irredención del mundo, visible y experimentable en el sufrimiento, no es para la expectación cristiana, como era para los judíos, un argumento contra la fe de que el mesías ha venido ya, sino la opresora pregunta de sus oraciones, que imploran el futuro del redentor llegado. No porque sea dudoso que Jesús es el Cristo, sino porque con él fue puesta en vigencia la redención, gimen los creyentes, junto con toda criatura, bajo la irredención del mundo, y quieren contemplar el cumplimiento universal de su obrar redentor y restaurador. Conocen al redentor y en su nombre aguardan el futuro de la redención, pero esto significa que, para ellos, la irredención de este mundo de muerte no se convierte tampoco, de manera platónica, en el mundo inesencial de la apariencia, en el cual lo que importa ya es tan sólo la demostración y el desvelamiento de la redención. El alfa y la omega son ciertamente lo mismo en lo que se refiere a la persona: "Yo soy el alfa y la omega" (Apoc 1, 8). Pero no son lo mismo en lo que se refiere a la realidad del acontecer, "pues todavía no ha aparecido lo que seremos" (1 Jn 3, 2), y "lo primero" no ha pasado todavía, y tampoco "todo" se ha hecho nuevo. Así, pues, hay que aguardar algo nuevo del futuro. Pero si ese futuro se aguarda como el "futuro de Cristo", entonces no se le aguarda de algo nuevo o distinto. Lo que el futuro trae, eso se ha vuelto confiadamente esperable "de una vez por todas" en virtud del acontecimiento de la resurrección del crucificado. La fe en Jesús como el Cristo no es el final de la esperanza, sino la confianza en la esperanza (Heb 11, 1). La fe en Cristo es el prius, pero la esperanza tiene la primacía en esa fe.

 

 

NOTAS:

  1. H. schulte, Der Begriff der Offenbarung im Neuen Testament: Beitr. zur Evang. Theol. 13 (1949) 23.

  2. ThWNT 2, 575. art. "epangelia" de Schiüewind/Friedrich.

  3. En el nuevo testamento este giro lo encontramos en el smcntci?, en el cual están fundidas una en otra la unicidad histórica y la vinculatividad escatológica universal. Cf. E. kasemann, Das Problem des historischen Jesús, en Exegetische Versuche und Besinnungen 1, 1960, 200 s.

  4. V. G. bornkamm, Studien zu Antike und Urchristentum, 1959, 128 s, Hay que distinguir entre la predicación paulina y los discursos de revelación , los cuales se presentan como comisionados o representantes de una divinidad, dan noticias del cielo, exhortan a la conversión y prometen salvación. Su distintivo es el "estilo hierofántlco" de su mensaje. El estilo de la predicación paulina se asemeja, en cambio, más bien al estilo de la diatriba cínico-estoica, aunque evidentemente Pablo no se concebía a sí mismo y a su predicación como alocución estoica acerca de la sabiduría, sino que, en expectación apocalíptica, hablaba como "precursor del fin del mundo" (cf. E. kasemanm: ZThK 60 [1963] 80).

  5. H. schulte, 1. c., 66. A. un resultado semejante llega la Investigación de elpidius pax, Epiphaneia. Ein religionsgeschicntlicher Beitrag zur biblischen Theologie. Münchener Theol. Studien, 1955.

  6. Sigo aquí el artículo "epangelia" de ThWNT.

  7. ThWNT, II, 578.

  8. Sobre esto véase ch. dietzfelbinger, Paulus und das Alte Testament: ThEx NF 95 (1961); E. schlink, Gesetz und Parakíese, en Antwort. Festschr. für K. Barth, 1956, 323 s.; U. wilckens, Die Rechtfertigung Abrahams nach Rom 4, en Studien zur alttestamentlichen überlieferung, 1961, 111 s.; G. klein, Rom 4 und die Idee der Heilsgeschichte: EvTh 23 (1963) 424 s.; E. jüngel, Das Gesetz zwischen Adam und Christus: ZThK 60 (1963) 42 s.

  9. Contra G. klbn, 1. c., 436.

  10. E. kasemann, Das wandemde Gottesvolk, «1861, 12 s.

  11. El artículo de U. wilckens, Die Rechtfertigung Abrahams nach RSm 4, 1. c. muestra óptimamente esta concepción.

  12. Esta concepción aparece de modo clarísimo en el articulo de G. klein, Rtírn 4 und die Idee der Heilsgschichte, 1. c., dirigido contra Wiickens.

  13. U. Wlickens habla de una ampliación de la promesa de Abraham en la exégesis paulina, 1. c., 124; pero en general se tiende a hablar de una "reducción paulina" de las promesas de Abraham al factum de la promesa en Abraham, pasando a un segundo plano la atención prestada a su contenido. Cf. chk. dietzfelbinger, I. C., 7 S.

  14. U. wh.ckens. 1. c., 125.

  15. Véase G. KLEIN, l.c., 440.

  16. Así E. jüngel: ZThK 60 (1963) 46.

  17. E. jüngel, l. c., 45. "Frente al evangelio, pertenecen al pasado por un lado la promesa, y por otro la ley. La promesa pertenece al pasado en cuanto presupuesto histórico del evangelio, y ello en el sentido de que éste presupone para sí la promesa (cf. Rom 1, 2). Y puesto que la promesa posee su futuro en el evangelio y recibe su tiempo propio de ese futuro, yo denomino lo antes (Zuvor) del evangelio al modo como la promesa pertenece al pasado si la comparamos con el evangelio. Y puesto que la ley tiene su final en el evangelio, y ese final es el que la convierte en pasado, llamo lo precedente (Vorher) del evangelio al modo como la ley pertenece al pasado comparándola con el evangelio.

  18. Sigo aquí los trabajos teológlco-exegéticos de E. Ktisemann.

  19. E. pax, 1. c., 266.

  20. J. schniewind, Die Leugner der Auferstehung in Korinfh, en: Nachge-lassene Reden und Aufsatze, 1952, 110 s.; E. kasemann, Zum Thema der ur-christiichen Apokalyptík: ZThK 59 (1962) 277.

  21. U. wilckens, Der Ursprung der überUeferung der Erscheinung des Auferstandenen, en: Dogma und Denkstruktur, 1963, 61.

  22. Este cambio lo ha visto muy acertadamente H. von soden. Véase Urch-ristentum und Geschichte 1, 1951, 29: "Como es sabido, el cristianismo fue, en su aparición originaria, un mensaje sobre el fin del mundo, sobre el nuevo eón, el eón celeste, y en esa medida adoptaba una actitud crítica contra toda cultura. Sin embargo, estaba fundamentado precisamente en la concepción rigurosamente trascendental del nuevo eón como renovación que Dios produciría milagrosamente, de tal manera que la actitud crítica frente al eón antiguo, el eón existente, era muy conservadora en la práctica. El orden existente, en cuanto orden históricamente definitivo, aparecía como el orden del tiempo último de las cosas... Es muy importante ver con claridad esta intelección sumamente peculiar del tiempo último como definitividad o, respectivamente, la conversión del tiempo último en deflnitividad, de la caducidad en Inmutabilidad, en la antigüedad cristiana; y con ello ver con claridad que la resolución escatológlca tenía que influir como el poder más conservador...".

  23. E. kasemann: ZThK 59 (1962) 278.

  24. E. kasemann: ibid., 274.

  25. E. kasemann: ibidm 279,

  26. E. kasemann: ZThK 54 (1957) 14.

  27. E. kasemann: ZThK 59 (1962) 279.

  28. E. kasemann: ibid.

  29. E. kabemann, Paulus und der FrilhkathoU.tísmut: ZThK 60 (1993) 83

  30. El pensamiento escatológlco de Pablo une siempre el perfecto de la resurrección de Jesús con el futuro del futuro escatológico. Ambos son vistog en una conexión de fundamentación recíproca. El credo cristiano primitivo, que dice que "Jesús murió y resucitó", alcanza así una interpretación completamente distinta que en el culto mistérico de la divinidad que muere y resucita. El acontecimiento de Cristo es presentado en el marco de la expectación escatológica de lo que vendrá; y a su vez la expectación de futuro se basa en el acontecimiento de Cristo. La frase de 1 Tes 4, 14 ("Pues si nosotros creemos que Jesús murió y resucitó, asi también Dios por Jesús tomará consigo a los que se durmieron en él...") es típica de esto, lo mismo que lo es la interpretación paulina de la fórmula confesional de 1 Cor 15, 3-5 en 1 Cor 15, 20 s. La conexión entre la resurrección de Jesús y el futuro esperado no es aquí ni unillnealmente apocalíptica, ni unilinealmente cristológlca, sino recíproca: si no hay resurrección de los muertos, entonces tampoco Cristo resucitó. Si Cristo resucitó, entonces los muertos resucitarán, y así Jesús tiene que dominar sobre todos los enemigos, incluida la muerte. No es un ge7 histórico-salvífico, sino un gef tal, que revela la interna necesidad de futuro y la tendencia al futuro que se dan en el acontecimiento de la resurrección. Por ello, no se vincula esto a la expectación de destino de la apocalíptica, sino al título de Kyrios de Jesús. Sobre esto véase U. wilckens, Der ürsprung der ütierlieferung..., en: Dogma una Denkstruktur, 1963, 57 s.

  31. Véase el texto en G. boknkamm, Studien zu Antíke und Urchristentum, 1959, 245 s.

  32. W. rehm, Experimentum medietatis. Studien zur Gelstes-und Litera-turgeschichte des 19. Jahrunderts, 1947. Ahora reimpreso parcialmente en: Jean Paúl - Dostojewski. Zur dichterischen Gestaltung des Unglaubens, 1962.

  33. Glauben und Wtssen, 1. c., 123 s,

  34. Para la exégesis de esto v. G. rohrmoser, Subjefctiuitfft und Verdín' glichung, 1961, 83 s.; K. lowith, Hegeis Aufhebung der chritílichen Religión, en: Einsichten. Festschr. für G. Krüger, 1962, 156 s.

  35. F. NIETZSCHE, La gaya ciencia, n.125.

  36. M. HEIDEGGER, Holzweg, 1957, 236s.

  37. Grundsätze der Philosophíe der Zukunft, 1843, § 21.

  38. D. bonhoeffer, Resistencia y sumisión. Ariel, Barcelona 1969, 209-210.

  39. Sobre esta expresión cí. H. G. gadamer, Zur Problematik des Selbst-verstdndnisses, en: Einsichten, I. c., 84.

  40. Sobre esto cf. R. bultmann, Das Verhaltnis der urchristiichen Chris-tenbotschaft zum historischen Jesús, SBA Heildelberg 1960, 27; H. conzelmann, Jesús von Nazareth und der Glaube an den Auferstandenen, en Der histori-sche Jesús und der kerygmatische Christus, 1961, 191: "Se entiende, obviamente, que las apariciones del resucitado tienen lugar en el espacio y en el tiempo, es decir en el mundo. Mas la cuestión está en saber qué es lo que constituye el sentido de las apariciones y, con ello, del seguir hablando de las mismas... Pero el sentido del enunciado es sencillo: hacer constar que la salvación de Dios es el final del ser del mundo".

  41. Esto lo han subrayado, con razón, entre otros, v. Campenhausen, Grass, Pannenberg, Wilekens.

  42. K. lowith, Weltgeschichte und Heilsgeschehen, 1953.

  43. hans frh. von campenhausen, Der Ablauf der Osterereignisse und das leeré Grab, 1952, 7.

  44. E. troeltsch, über histon-sche und dogmatische Methode, 1898, Ge-sammelte Schriften 2, 729 s. (especialmente 731).

  45. Citado en C. hinrichs, Ranke und die GescMchtstheologie der Goethe-zeit, 1954, 168.

  46. über die Gesetze historischen Wissens, 1864, 16.

  47. Verke 8, 6; véase también 7, 278, y sobre ello, O. fb. bollnow, Die Lebensphilosophie, 1958, 41.

  48. D. fr. strauss, Das Leben Jesu 2, 1835, 734.

  49. Véase O. webeb, Grundiagen der Dogmatik 2, 1962, 83.

  50. Véase mi artículo Exegese wd Eschatologie der Geschichte: EvTh 22 (1962) 40 s.

  51. B. bultmann: ThLZ 65 (1940) col. 246.

  52. K. barth, Die Auferstehung der Voten, 1924, 79 s.

  53. R. rendtorff, Geschichte und überlieferung, en: Studien zur Theol. d. alttest. überlieferungen, o. c., 94, nota 39.

  54. W. pannenberg, HeUsgeschehen und Geschichte, o. c., 266.

  55. Ibid. 277. Sobre esto véase la critica de H. G. geyer: EvTh 22 (1962) 97.

  56. R. R. niebuhr, Auferstehung und geschichtiiches Denken, 1960. Sobre esto véase L. landgrebe, Philosophie und Theologie: NZSTh 23 (1963) 3 s.

  57. L. lancgrebe, 1. c., 10 s.

  58. Esta es la objeción de Fu. mildenbergeh : EvTh 23 (1963) 5, 274,

  59. Ibid;, 275.

  60. V. E. fascher, Die formgeschichtiiche Methode, 1924.

  61. Véase H. conzelmann, I. c., 196.

  62. R. bultmann: KuM 1, 50.

  63. 63. B. bultmann: ThLZ 65 (1940) col. 245. Sobre esto véase H. grass, Os-tergeschehen und Osterberichte, 21962, 268 s.

  64. Sobre esto v. los principios hermenéuticos desarrollados por R. bultmann. Giauben und Verstehen 2. 232.

  65. R. bultmann: KuM 1, 47.

  66. El mismo R. bultmann, Glauben und Verstehen 3, 1960, 113 s-, 148 s., Insinúa esta tercera posibilidad.

  67. Seguimos aquí el concepto de "horizonte", tal como fue elaborado en la fenomenología de Edmund Husserl. Véase E. hussebl, Erfahrung und Vr-teil, 1939, 26 s., L. landgrebe, Der Weg der Pänomenologte, 1963, 181 s.; H. G. gadamer, Wahrheit und Mefhode, 1960, 286 s., 356 s.

68. Véase la afortunada formulación de E. thubneysen, Christus und geíne Zukunft: Zwischen den Zeiten 9 (1931) 187 s.

69. W. kreck, Die Zukunft des Gekommenen. Grundprobleme der Escha-tologie, 1961, 120 s.

70. Sobre esto cf. U. wilckens, Der Ursprung der überlieferung der Er-scheinung des Auferstandenen, 1963, 63 8.

71. Véase también la nvawn correspondiente —determinada de modo escatológico— de la predicación en Pablo 1 Cor 9, 16. Sobre esto E. kasemamn:

ZThK 56 (1959) 138-154, especialmente 152 s.

72. G. von Rad ha mostrado cómo la justicia de Dios se convierte para Israel en la síntesis de la relación justa entre Dios y el hombre, entre el hombre y su prójimo y entre el hombre y el mundo. Cf. Teología del antiguo testamento, 1. Sigúeme, Salamanca 1972, 438 s.

73. Véase E. kasemann, GottesgerechUgkeit bei Paulw. ZThK 58 (1961) 368.

74. M. luther, Vorlesung über den Romerbrief 1515/16, ed. por J. Ftcker, 1908, II, 65. Sobre esto véase H. J. iwamd, Glaubensgerechtigifeit nach Luthers Lehre, 41964, 11 s. Este giro de Lulero, de ver en el acontecimiento de la justificación no sólo la remisión de los pecados y el derecho de vida de los impíos ante Dios, sino también, a la Inversa, la realización legal del derecho de Dios como Señor, ha sido recuperado hoy para la teología neotestamenta-ria por E, kasemann. Véase Neutestamentliche Fragen heute: ZThK 54 (1957) 13 s., Gottesgerechtigkeit bei Paulus: ZThK 58 (1961) 367 s. Sólo con este giro puede la individualización del acontecimiento de la justificación ser absorbida en la revelación de la divinidad de Dios, y sólo donde esto acontece, penetra la fustificatio impii en el horizonte escatológico de la resurrectio mortuorufn y de la creatio ex nihilo.

75. G. von rad, Teología del antiguo testamento I, 347.

76. E. bloch, Das Prinzip Hoffnung 2, 1959, 1323.

77. G. von rad, Teología del antiguo testamento I. 457.

78. Ibid., 1, 367: "Alabar y no alabar se contraponen como vida y muerte. La alabanza se convierte en el más elemental «signo de vitalidad» sin más

79. W. zimmbrli, "Lebero" und "Tod" im Buch des Propheten Ezechiel, en:

Gottes Offenbarung: ThB 19 (1963) 191. Zimmerli señala cómo Ez 37 se acerca al relato de la creación que aparece en el código sacerdotal, y cómo las condicionales promesas de vida de los profetas —"convertios, y así viviréis"— se hallan fundadas en la promesa de vida de Dios, la cual abarca incondicionalmente el comienzo (creación) y el fin (resurrección de los muertos) de la historia del pueblo de Dios. Véase también chr. bakth, Die Errettung vom Tode in den individuellen Klage - und Dankiiedem des Alten Testamentes, 1947; R. mariin-achard, De la mort á la resurrection d'aprés "Ancien Testa-ment", 1956, y la recensión de kl. koch: VuF 1960/2 1/2, 57-60.

80. G. von rad, o. c., 2, 362.

81. R. bui.tmann, Theologle des Neuen Testamentes, 1953, 331.

82. La interpretación del oñli.a V de la corporalidad en R. bültmakk (Theologie des Neuen Testamentes, 191 s.) parece ser demasiado umiateral-mente personalista. Para él es el hombre, "la persona como totalidad". "Se llama gioy.a en cuanto que él mismo puede convertirse en el objeto de su obrar, o se experimenta a si mismo como sujeto de un acontecer, de un sufrir. Puede ser, por tanto, llamado yiov-a en cuanto que tiene una relación consigo mismo" (192). "El hombre no tiene un amu.ct, sino que es un OtUU.a " (191) • La Primera írase reproduce acertadamente, sin duda alguna, lo que la moderna antropología filosófica califica de "posición excéntrica" del hombre. Pero la segunda frase elimina la dialéctica de la posición excéntrica del ser humano. "El hombre ni es sólo cuerpo si tiene sólo cuerpo". Todo requerimiento de la existencia física postula un equilibrio entre ser y tener, entre fuera y dentro" (H. plissmer, Lachen und Weinen, 31961, 48). En aquel "tener el hombre una relación consigo mismo" Buitmann ve dada la posibilidad de "ser uno consigo mismo, o de ser extraño a sí mismo, escindido consigo mismo" (192). Por ello el o(uu.a icveof.ctTtitov puede ser entendido como reconciliación de la escisión existente en el hombre entre yo y yo (195). Con este modo de concebir la corporeidad como relación del hombre consigo mismo está de acuerdo la frase de G. Ebeling, que dice que, en la fe, llega el hombre "a sí mismo" y alcanza la unanimidad consigo mismo (Theologie und Verkündigung, 1962, 84 s.). Ahora bien, la relación del hombre consigo mismo no es Idéntica a su relación con su cuerpo. Su existencia corporal, tísica y social, no es idéntica a "existencia" en cuanto relación consigo mismo. Ambas se encuentran tan estrechamente vinculadas, que en la medida en que en la reflexión alcanza el hombre conciencia de si mismo y de su subjetividad, logra también una conciencia objetiva del mundo, y aleja de sí su "entorno" corporal, social y cósmico, convirtiéndolo en mundo objetivo. "Encamación es elevación a la apertura al mundo en virtud del espíritu" (M. scheleb, Die Stellung des Menschen im Kosmos, 21949, 41).

Lo que al hombre se le hace consciente como su corporalidad, no es precisamente en "sí mismo", sino aquello de que el hombre entiende diferenciarse a sí mismo. El hecho de que, en virtud del espíritu, de la conciencia y de la reflexión, pueda el hombre diferenciarse a sí mismo de sí mismo, sea capaz de objetivarse a sí mismo, constituye la dualidad de su existir; ni es capaz de ser él mismo sin tenerse a si mismo, ni es capaz de tenerse a si mismo sin ser él mismo; no consigue total diferencia y objetividad, ni tampoco total identidad respecto de sí. Si la promesa de la justificación le permite entrever una reconciliación y una identidad, entonces esa promesa no puede significar únicamente reconciliación del hombre consigo mismo, sino que tiene que significar también redención de su corporalidad y del mundo que se le ha vuelto objetivo. Por ello, en virtud de la promesa y del Espíritu Santo percibe no sólo su reconciliación, sino a la vez, junto con esto, la irreconci-liación, e irredención del cuerpo sometido a la muerte y del mundo sometido a los poderes impíos. La reconciliación en el espíritu no le reconcilia todavía con su cuerpo y con su mundo, de tal manera que éstos se convirtiesen en su "contorno", y él pudiera llegar, lo mismo que el animal (o que los ángeles), a la armonía con su contorno en el ente.

Por ello tiene razón E. Kasemann cuando afirma, contra Buitmann, que, para Pablo, "cuerpo" no es precisamente la relación del hombre consigo mismo, sino aquel fragmento de mundo que somos nosotros mismos, y del cual tenemos, como don del creador, la responsabilidad. "Es, para el apóstol, el hombre en su mundanidad, es decir en su capacidad de comunicación" (ZThK 59 [1962] 282). Si la percepción de su corporalidad se funda, para el hombre, en su elevación a la abertura al mundo, en virtud del espíritu, si su corporalidad no es el "sí mismo", sino aquello de que él mismo es capaz de diferenciarse, entonces la percepción de la corporalidad, de la socialidad y de la mundanidad se aproximan. Entonces la percepción de la corporalidad no redimida es el punto de arranque de la percepción de la solidaridad del mundo con la entera criatura no redimida. Entonces se manifiesta por fin, en este contexto, también el carácter existencial de todos los enunciados objetivos del hombre. Los enunciados objetivos no son, en modo alguno, enunciados olvidados del "sí mismo" y de la existencia humana, sino que se apoyan en la elevación existencial del hombre a la apertura al mundo en virtud del espíritu. Desde aquí habría que someter a examen la desmitologización y la interpretación existencial.

83. Véase M. bubeb, Komgtuní Gottes, 21936.

84. H. conzelmann, art. "Heich Gottes", en: RGG 'V, col. 915.

85. R. bültmanm, Theologie des Neuen Testamentes, 20.

86. Para lo que sigue véase la discusión en torno al reino de Dios y al hijo del hombre: ph. vielhauser, Gottesreich und Menschensohn in der Ver-kündigung Jesu, Festschr. f. G. Dehn 1957, 51 s.; H. E. todt, Der Menschensohn in der synoptischen Utierlieferung. 1959; E. schweizer, Der Menschensohn: ZNW 50 (1959) 185 s.; ph. vielhauer, Jesús und der Menschensohn:

ZThK 60 (1963) 133 s. Nosotros seguirnos aquí las observaciones sismáticas de éste acerca del problema de hasta qué punto Jesús no se entendía a sí mismo como el esperado hijo del hombre, pero la comunidad sí le entendía, con razón, de ese modo (ahora también: Aufsatze z. NT: ThB 31 [1965] 135 s.).

87. Así A. oepke en: ThWNT V, 863.

88. P. schütz, Parusie - Hoffnung und Prophetie, 1960, 78.

89. K. barth, Dogmatik im Gmndriss, 1947, 158 s.

90. W. kreck, Die Zukunft des Gekommenen. 1961, 100.

 

 

 

4. ESCATOLOGÍA E HISTORIA 1

 

1. CRÍTICA Y CRISIS

La conciencia histórica moderna es una conciencia de crisis, y toda moderna filosofía de la historia es en el fondo filosofía de la crisis.2

La vivencia histórica epocal del hombre moderno se basa en la experiencia de posibilidades nuevas, opresoras, imposibles de dominar con los medios heredados de las tradiciones. Son posibilidades nuevas para el bien y para el mal, para el progreso y para el hundimiento definitivo. Sin embargo, estas nuevas posibilidades de un nuevo futuro son experimentadas siempre, en primer lugar, como crisis y como ruptura de las instituciones heredadas, de las formas de vida y formas de dominación propias de las posibilidades conocidas y corrientes hasta el momento. La historia desborda, por así decirlo, la ribera de la tradición. Los diques de las tradiciones y de los órdenes heredados comienzan a derrumbarse en todos los terrenos. No pueden competir ya con las nuevas experiencias históricas, y por ello no se pueden presentar ya como obvios y naturales. Se vuelven anticuados, o sólo con mucho esfuerzo pueden ser mantenidos ya, de manera conservadora. No ofrecen ya al hombre aquella inconcusa naturalidad que tenían los modos institucionalizados de comportamiento. Por ello se convierten en objeto de reflexión y de crítica, y el hombre es despedido desde ellos hacia lo desconocido, hacia lo terrible y oscilante. El hombre se encuentra en una crisis que le pone en riesgo y que le agobia con el peso de una decisión actual. La historia se le hace experimentable así como crisis, y la crítica científico-histórica ejercida sobre las tradiciones es un producto de esta conciencia de crisis.

Todas las reflexiones sobre la "historia" hechas por historiadores, sociólogos y filósofos de la historia en el continente europeo tienen a sus espaldas, en el siglo xix, el terremoto de la revolución francesa, y ante sí las inabarcables consecuencias de ese terremoto 3. En esta revolución cayó por tierra el edificio de las antiguas instituciones, y juntamente con él se hundió también su estabilización metafísica.

En ella se perdieron los elementos de la cultura y del espíritu que se consideraban como obvios y como algo común a todos, y dentro de los cuales el hombre podía vivir protegido. Con ella se cobró conciencia de la historicidad total como criticismo total del mundo humano. Desde entonces la "crisis" pasa a ser el tema propio de la reflexión científico-histórica, y la síntesis de la reflexión filosófico-histórica. Hegel trasladó el nuevo concepto de "crisis", juntamente con su nuevo contenido de experiencia, a todo el pasado. El sabía esto:

Así prosigue el movimiento y la inquietud. En esta colisión, en este nudo, en este problema se encuentra la historia, y esto es lo que ella ha de solucionar en tiempos futuros.4

Ranke creía en una posible sujeción conservadora de esta crisis revolucionaria mediante el restaurado equilibrio de las grandes potencias europeas, y creía también en la reconciliación con las antiguas tradiciones 5. En la preocupación por el futuro occidental, Jakob Burckhardt buscaba en las crisis progresivas el "criterio de la velocidad y de las fuerzas del movimiento en el cual nosotros mismos vivimos" 6. Johann Gustav Droysen se preguntaba por la "dirección del movimiento fluyente", en el cual se encuentra todo para la consideración histórica 7. La "vocación" del siglo xix para el estudio de la historia y para la absoluta necesidad vital de ese estudio tiene su año de nacimiento en la revolución francesa. La "historia" es experimentada desde entonces como la crisis en permanencia o como revolución permanente, incontenible e imposible de sujetar. Por ello los historiadores y los filósofos de la historia se concentran, bien con un talante conservador, o bien con un talante revolucionario, en la dominación espiritual, política y social de esta crisis permanente. La ciencia de la historia y la filosofía de la historia se ven forzadas a hacer comprensible la "historia", para así volver dominables el caos, la catástrofe y las crisis, y con ello, la historia en cuanto tal. La orientación metafísico-cosmológica del mundo es sustituida desde entonces por una orientación filosófico-histórica del presente. Justamente el derrumbamiento de la continuidad histórica ha provocado aquella apoteosis de la "historia" que llevó a la religión de la historia en los movimientos mesiánicos del siglo xix.

Ahora bien, el sentido para la historia, el interés por la historia y la necesidad de entender la historia surgen siempre en tiempos críticos, en tiempos inquietos, en que emergen en el horizonte posibilidades nuevas, no conocidas ni sospechadas hasta ahora. Para entender el nuevo presente y para poder vivir en él, es preciso trabajar sobre el pasado, bien para establecer una concordancia entre las nuevas experiencias y la tradición del pretérito, bien para quedar libres, para el nuevo presente, del peso del pasado. En el trasfondo de todos los grandes pensadores históricos se encuentra, a partir de La ciudad de Dios, de Agustín, la experiencia de esas crisis. Pero a partir de la revolución francesa la historia es entendida totalmente como crisis. La crisis no se deja reducir ya a lo político o a lo social, sino que lleva en sí la tendencia a hacerse total y a introducir inseguridad en todos los ámbitos de la vida. La crisis se vuelve universal, afecta a la historia del mundo y a la entera existencia del hombre y de su mundo. Por ello las interpretaciones del sentido de esa crisis son a su vez totales y totalitarias.8

Se ha vuelto, por tanto, indispensable una consideración histórico-universal de todos los campos inmersos en esta crisis de la historia; y ello, aun cuando se vea que todos los trazados de un sentido de la historia universal fracasaron hasta ahora en esta crisis, por razón de que no la hicieron abarcable con la mirada, desde arriba, sino que ellos mismos eran inmanentes a esa crisis, y por ello lo único que hacían era fomentarla y ayudarla a extenderse. Pues en la crisis de todo lo existente hácese manifiesto que el futuro no se deduce ya sin más del pasado, que el futuro no puede ser ya la repetición y la prosecución naturales de éste, sino que en él hay que encontrar algo nuevo. Con ello este presente se ve abocado a tomar una decisión que no conoce antecedentes en el pasado y cuya procedencia no constituye ya para él una ventaja. De esta decisión depende la figura del futuro, y esta decisión encuentra su figura desde una visión del futuro esperado o temido, que hay que completar o que hay que evitar. Pero esto significa que la decisión a que el presente se ve forzado, tiene que derivarse del sueño del futuro. La crítica de lo existente convierte a esto en pasado y libera para la crisis de la decisión presente.

Esa crítica va siempre unida en la historia con la utopía, la cual investiga y anticipa las posibilidades y tendencias de lo venidero y las recoge en la decisión presente 9. Así como la crítica nace de la crisis, también la utopía nace de ésta. Esta conexión entre utopía y crítica aparece en un modo especialmente claro en el siglo que preparó la crisis. Por todas partes, en el siglo XVIII, la crítica al absolutismo, la crítica a las iglesias y a las ortodoxias aparecidas en la historia, la crítica a la sociedad estamental va unida con poderosas utopías que hablan de la ciudad de la humanidad, del reino de Dios y de un nuevo estado natural de los hombres, y se encuentra al servicio de esas utopías. La autoconciencia filosófico-histórica de la Ilustración no asocia ya la crítica de manera expresa —como hicieron movimientos históricos anteriores— con un sueño orientado hacia atrás, con la regeneración, la reforma o el renacimiento del presente caído en ruinas, sino que la asocia con la categoría novum: nueva época, nuevo mundo, novum organon, scientia nuova, progreso, tiempo último. La crítica del presente no se realiza ya en nombre del origen y en nombre de la primitiva época áurea, que hay que restablecer, sino en nombre de un futuro que todavía no ha existido nunca.

Desde 1789 el país "Utopía" no se encuentra ya en algún lugar situado más allá de los mares, sino que, sobre el vehículo de la fe en la historia o de la idea en el progreso, se ha desplazado al futuro posible que hay que aguardar o que consumar. La utopía ha pasado así a la filosofía de la historia y ha caído en la filosofía práctica. Por vez primera se tornan históricamente eficaces un quiliasmo apocalíptico y un entusiasmo apocalíptico del espíritu, para los cuales el final es algo distinto del origen, y la meta es mayor que el comienzo, y el futuro es más que el pasado. Mas una crítica que tiene esas raíces da lugar a una crisis que coloca "a la sombra" de la decadencia todo lo anterior y todo lo actual. La crisis desencadenada no puede significar ya sólo el hundimiento del anden régimen, no puede querer decir tan sólo fin de cicle, sino que pone en juego todo lo que para el hombre significa humanidad en la patria, en la polis, en el mundo y en la naturaleza. La identificación de esta crisis, que comenzó con la revolución francesa y con la revolución industrial, íntimamente emparentada con aquélla, ha echado mano por ello en todas partes de imágenes apocalípticas. Esta especie de historia universal es el juicio universal. Con este tipo de libertad se encuentra ante la humanidad la "furia del desaparecer". Los pensadores revolucionarios opinan que, con esta crisis, el reino de Dios o el reino de la libertad y del humanismo se tornan próximos y palpables. Un mesianismo político se apodera, en este sentido, de las nuevas posibilidades. En cambio, los pensadores conservadores, como De Bonaid, De Maistre, y más tarde Tocqueville y Jakob Burckhardt, piensan que en esta crisis resuena ya la trompeta del juicio final. Ambos consideran la crisis como preludio de la última escaramuza.

Para Saint-Simon "revolución" significa "crisis". La especie humana, escribió en 1813, está comprometida en una de las crisis más fuertes que ha sufrido desde el origen de su existencia, 10

Este concepto de crisis aparece también ya en Rousseau, pero en Saint-Simon y en Auguste Comte es nuevo.

Este concepto significa la revolución, mas en la medida en que perfora la superficie política de ésta, abre la mirada a la realidad social-histórica en su totalidad. Con otras palabras: cuando Saint Simón habla de crisis, se refiere —y es el primero en hacerlo—, en un sentido completamente moderno, a la historia,11 .

El objetivo de la comprensión científico-histórica, política y sociológica de la revolución es, para Saint-Simon y para Comte, éste: "Terminer la révolution".

Una vez que hayamos dado fin a la gran empresa que comenzaron Bacon, Descartes y Galileo, habrán terminado las conmociones revolucionarias. 12

Si la revolución se vuelve comprensible en sus circunstancias, en sus leyes de movimiento y en sus causas, entonces se vuelve calculable y, por lo mismo, también evitable. Las conmociones revolucionarias de la sociedad son calculables y comprensibles en su legalidad mediante la "física social", de igual manera que lo son los fenómenos de la naturaleza mediante la nueva ciencia natural. Mirada sobre este trasfondo, la philosophie positivo de Comte tiene un tono completamente mesiánico. El conocimiento científico del mundo y de la historia reemplazará a la época metafísica, que se ha vuelto inservible, y también a la época teológica, más antigua todavía. Los fenómenos del mundo se vuelven calculables en su conexión legal. La civilización científica y técnico-social se convertirá en la tercera y última época del mundo. Las crisis se tornan dominables, y las guerras, evitables. Se aproxima la época de la paz eterna, en la cual los sociólogos tendrán en sus manos el auténtico saber dominador. En esta época habrá todavía un progreso infinito en la perfección de la ciencia y de la técnica, pero no se darán ya alternativas radicales ni cambios revolucionarios. Ahora bien, si revolución significa "crisis", y crisis significa "historia", la terminación de la "crisis" a manos de la sociología significa nada menos que una total "terminación de la historia" a manos de su conocimiento científico y de su dominabilidad técnica. El "final de la historia" cobra de ese modo una cercanía palpable, porque es una cercanía que podemos hacer y conseguir nosotros. La "pérdida de la historia" (Alfred Heuss), la "despedida de la historia" (Alfred Weber), la inmanente "consumabilidad de la historia" (Hans Freyer) por la explicación científica y por el manejo técnico, se vuelven inevitables. La historia enigmática, caótica, queda terminada allí donde resulta absorbida por el conocimiento de la historia y por su dominabilidad.

También la "ciencia" de la historia, que surge a la sombra de la revolución y de la crisis que arde permanentemente, adquiere un sentido apocalíptico-positivista. Una y otra vez se dijo en el siglo xix que la ciencia histórica libera de la historia.

La conciencia científico-histórica rompe las últimas cadenas que no pudieron romper la filosofía y la ciencia natural. El hombre está ahora ahí totalmente libre (Dilthey) 13. Un fenómeno de la ciencia histórica, conocido de manera pura y completa, y disuelto en un problema de conocimiento, está muerto para aquél que lo conoce... La historia pensada como pura ciencia, y hecha así soberana, sería una especie de conclusión de la vida y de arreglo final de cuentas para la humanidad (Nietzsche) 14. Pues la investigación histórica de una formación mental humana sirve siempre para liberar de ella (W. Herrmann). 15

La ciencia histórica se convierte de este modo en un instrumento para dominar la historia. La ciencia histórica confiere al hombre libertad de la historia. La historia como ciencia adquiere así la tendencia a diluir la historia como recuerdo. Este historicismo como "ciencia de crisis", y, en cuanto ciencia, como medio salvador contra las crisis, posee con ello la tendencia a aniquilar el interés y el sentido para la historia. El resultado de la historización y racionalización de la historia es, en este caso, la abolición de la historia y la a-historicidad de la vida humana, social. En este sentido el historicismo científico se encuentra al servicio de la idea mesiánico-entusiasta del "final de la historia", y él mismo es un momento de la "terminación de la historia".

Este motivo de la investigación y sondeamiento científico-histórico de los fenómenos históricos se hace comprensible sobre el trasfondo de la crisis total vislumbrada con la revolución francesa. Sin embargo, es igualmente comprensible el que, en la época de la perfección de la ciencia histórica, en la segunda mitad del siglo xix, se preguntase cuánto costaba este modo de dominar la crisis. A partir del libro de Nietzsche Sobre las ventajas e inconvenientes de la ciencia histórica para la vida, 1874, se plantea la pregunta por aquel factor, no perteneciente a la "ciencia histórica", de la "atmósfera" o del "horizonte", único en el cual se engendra la vida. El sentido científico-histórico erradica el futuro, porque destruye la ilusión y les quita a las cosas su atmósfera, única en la cual pueden ellas vivir y conseguir posibilidades.

Todo lo vivo necesita en torno de sí una atmósfera, un ambiente misterioso; cuando se le quita esa envoltura, cuando se condena a una religión, a un arte, a un genio, a girar como un astro sin atmósfera, no debemos extrañarnos ya de su rápido agotamiento, de que se vuelva duro y estéril. Así ha ocurrido siempre con las grandes cosas, "que jamás se han logrado sin una ilusión propia", 16

Se plantea ahora la pregunta por la historicidad de la historia, ocultada por el historiador que busca sólo hechos y legalidades. Si las crisis revolucionarias de la sociedad humana son terminadas por la investigación positivista de los hechos, pregúntase entonces si con ello no se terminarán también, y se petrificarán, la vitalidad de la vida humana y los movimientos del proceso del mundo. Se pregunta si la alcanzada terminación de la crisis histórica no es, ella misma, una empresa extraordinariamente "crítica". Pues una "terminación de la historia en la historia" diluye ciertamente las crisis en el ámbito abarcable con la mirada, pero, como empresa realizada en el todo mismo, se entrega a una crisis mucho más inmensa. Las crisis que aparecen dentro del mundo técnico-científico se vuelven racionalizables. Pero el universo técnico-científico mismo se transforma en un poder irracional, no abarcable con la mirada, en un universo que no se puede abarcar porque no se es capaz ya de mirar, por encima de él, hacia otro posible futuro ". Esto hace relevante la pregunta de si es suficiente aquel concepto de historia que identifica "historia" con "crisis", y de si aquella ciencia histórica que disuelve la historia en conocimiento hace justicia a la historicidad de la historia y a la —posible— historicidad de su propio conocimiento.

 

EL «ENIGMA RESUELTO DE LA HISTORIA»

2. EL MÉTODO DE LA CIENCIA HISTÓRICA 18

A partir de la metodización radical de la experiencia humana del mundo llevada a cabo por Petrus Ramus y por Rene Descartes, y de su éxito en las ciencias naturales, todos los esfuerzos se dirigen a metodizar también las experiencias y los experimentos de la historia. Por ello, la pregunta por el método de la ciencia histórica no se dirige sólo a los modos técnicos de trabajar del historiador sino, de manera más amplia, a la peculiaridad del conocimiento científico-histórico y al carácter científico de la ciencia histórica. Sin "método" no es posible alcanzar ningún saber corroborado. La metódica de la ciencia histórica abarca, por ello, los principios fundamentales de la interpretación científico-histórica y los principios básicos de la crítica controladora de sus resultados. Después de que, en el siglo xix, y por encima de la recogida y la suma de resultados experimentales, las ciencias naturales llegaron a trazar un sistema exacto y comprobable de legalidades en la naturaleza, y "ciencia" exacta pasó a significar generalmente ciencia "de la naturaleza", hubo que plantear la pregunta por el carácter científico de la ciencia histórica y por las legalidades generales de los procesos históricos. A pesar de que, desde finales del siglo xix, W. Dilthey puso de relieve el carácter peculiar de los métodos de las ciencias del espíritu, ciertas exigencias mínimas, procedentes del concepto científico-natural de ciencia, penetraron también en la ciencia histórica.

a. La ciencia histórica no es arte, poesía o leyenda, sino que el concepto de verdad que se encuentra a su base es el concepto de una verdad objetiva, de una verdad verificable. Las afirmaciones de la ciencia histórica tienen que poder someter a prueba su exactitud científico-histórica a base de las fuentes comprobables por cualquiera y en todo momento y, a través de ellas, de los acontecimientos comprobables. La historia no es "leyenda y acción" (Bertram), sino que, en la medida en que busca un saber seguro, está remitida a la coincidencia comprobable entre enunciado y cosa.

b. La rectitud científico-histórica del conocimiento de la historia presupone, empero, que los conocimientos sean controlables. Su vinculación a las fuentes y a la crítica de fuentes es la vinculación a la controlabilidad de sus afirmaciones a base de la realidad de que la ciencia histórica habla y a la que pretende conocer.

c. Pero esta controlabilidad presupone la posibilidad de volver a aprehender los objetos de la ciencia histórica. El saber científico-histórico sólo resulta digno de confianza cuando es comprobable en cualquier momento y por todo aquél que se someta al esfuerzo metódico. Mas para que ese saber sea comprobable, los materiales y los acontecimientos certificados por las fuentes tienen que ser aprehensibles una y otra vez. Esta posibilidad de las cosas de volver a ser aprehendidas se convierte de este modo en el signo metódico de las cosas como cosas en cuanto tales. En esto se distingue la ciencia histórica de la leyenda y del recuerdo vivo, así como de las afirmaciones que hablan de vivencias y contactos personales.

d. También la ciencia histórica trabaja con determinadas hipótesis, proyectos, planteamientos y horizontes de sentido, dentro de los cuales son esclarecidos los sucesos como sucesos y son reducidos a experiencia. Ahora bien, mientras que el proyecto científico-natural fuerza a la naturaleza a dar respuesta en el experimento y la hace aparecer en él, los objetos de la ciencia histórica se encuentran asociados ya siempre con interpretaciones y horizontes de sentido, dentro de los cuales es transmitida la experiencia de aquéllos. Por esto, la primera labor de la ciencia histórica tiene que consistir en leer los testimonios de la historia como "fuentes" y en datar, localizar y reducir al "hecho científico-histórico" los objetos que nos han sido transmitidos a través de las mediaciones de múltiples interpretaciones, tendencias y retoques. El hecho científico-histórico así averiguado se convierte en el punto de partida de la crítica de la conciencia científico-histórica a los testimonios, interpretaciones y tradiciones. De esta manera el método científico-histórico está referido ante todo críticamente a las tradiciones y a las fuentes de la ciencia histórica.

Mas semejante destrucción de las tradiciones que hablan de un acontecimiento va siempre unida con la propia capacidad de representación y de imaginación para averiguar qué fue lo que ocurrió "en realidad", es decir va siempre unida con la reconstrucción. Tales reconstrucciones de lo auténticamente ocurrido son de nuevo, por su parte, proyectos, hipótesis y planteamientos que deben ser comprobados en las fuentes. Por ello la crítica científico-histórica está siempre remitida a la imaginación científico-histórica, bien a la imaginación dada conjuntamente con las fuentes, o bien a la imaginación propia. Es decir, la crítica científico-histórica va siempre unida con la heurística científico-histórica.

La metodización de la experiencia histórica tiene que "actualizar" la realidad histórica. La contemplación científico-histórica debe llevar la historia ocurrida a aquella distancia científico-histórica en la cual sea posible investigarla de manera objetiva. Debe constatar la realidad histórica, y para ello debe presuponer que esa realidad está fija, que no se modifica más. Es comprensible que esto resulte tanto más difícil cuanto más se trate de "historia del tiempo", pues aquí el objeto no está fijo, sino que se encuentra todavía en fluencia. Aquí el contemplador científico-histórico no se encuentra frente a frente con la historia, sino que se halla en medio del acontecer e influye sobre éste mismo con su diagnóstico científico-histórico. En su raíz, toda historia es historia del tiempo. El objeto de la ciencia histórica se encuentra, por tanto, en un doble movimiento: este doble movimiento se deriva, por un lado, de la procesualidad de toda vida pasada; y por otro, de la permanente transformación del hombre que contempla la historia, el cual se halla sometido también al devenir histórico. 19

Por ello tiene razón la vieja frase que dice que "la historia debe ser reescrita siempre de nuevo". En el punto de la historicidad del contemplador científico-histórico se realiza constantemente el proceso decisivo de la transformación del "presente" en "objeto", del presente histórico en el objeto científico-histórico, de una historia que se encuentra en fluencia y que es influenciable por el propio conocimiento y decisión, en la sobrevisión retrospectiva de una historia detenida. La relación científico-histórica, objetiva-dora, con la historia pasada, es, por ello, ella misma una relación sumamente histórica y hacedora de historia.

 

3. HEURÍSTICA DE LA CIENCIA HISTÓRICA

El método científico-histórico no trabaja sólo en destruir críticamente las imágenes históricas pasadas, para investigar los hechos "desnudos", sino que tiene que confrontar el material mismo de las fuentes con planteamientos y trazados propios suyos. Es verdad que la crítica científico-histórica ataca, en nombre de lo táctico, las interpretaciones que de esto aparecen en las fuentes, pero lo táctico mismo no se deja conocer ni expresar en absoluto sin otras interpretaciones. En la ciencia histórica lo fáctico no es lo primero dado, sino el producto último de abstraer de interpretaciones heredadas para llegar al sentido que hoy tiene en general la palabra "objetividad" 20. El factum es el sustrato que sale de las mediaciones interpretativas de las fuentes y de las tradiciones. Para llegar a resultados inequívocos, el cultivador de las ciencias de la naturaleza tiene que aislar su objeto en el experimento, eliminar los factores que no vienen a cuento y prescindir de otros planteamientos. En los objetos de la ciencia histórica esto es algo muy difícil, porque se trata siempre de formaciones extraordinariamente complicadas, cuyo aislamiento destruye su múltiple condicionamiento.

Por ello la ciencia histórica, cuando aísla un factura particular de sus múltiples relaciones y lo reduce a un único planteamiento, tiene que esforzarse por pasar a la vez, de nuevo, de los hechos aislados e individualizados a las conexiones, y de un aspecto aislado de la cuestión, al complejo de otros planteamientos. Lo individual puede ser conocido y enjuiciado, por tanto, tan sólo junto con lo general, y lo general, tan sólo junto con lo individual. La separación positivista de hecho y significado resulta imposible por principio, y sólo se la puede afirmar cuando no pasa de ser aerifico e inconsciente el propio horizonte de interpretación de aquello que se llama factum. Según Weber, la ciencia racional "desencanta" el mundo, y por esto deja de haber comprensión plena de los hechos allí donde aparece el juicio de valor. Esto es acertado cuando el juicio de valor viene después, con el fin de introducir valores en un mundo que descansa en otros hechos, pero no cuando el juicio de valor está dado ya en el horizonte de juicio del esclarecimiento mismo de los hechos. Ahora bien, el juicio de valor está co-puesto siempre ahí.

Si la ciencia histórica pasa del factum aislado e individualizado a afirmaciones más generales, abarcadoras de procesos históricos, se plantea entonces el problema de la formación de los conceptos científico-históricos 21. Es preciso servirse de formaciones conceptuales generalizadoras y tipificadoras. Estos conceptos reciben su fuerza vinculante del planteamiento y de la perspectiva que se den en cada caso, y por ello no tienen la pretensión de reproducir los procesos históricos como tales, sino que son modos heurísticos de contemplación y medios heurísticos para aclarar y para entender sucesos históricos. Necesitan ser confirmados a base del objeto, y por ello mismo son puestos continuamente en cuestión.

Uno de tales medios es la ley científico-histórica. Un acontecimiento se vuelve explicable cuando se ven sus causas. Esta conexión causa-efecto presupone, sin embargo, un mismo nivel del ser, en el cual causa y efecto se hallen relacionados. La historia tiene que ser entonces historia social, o historia política, o historia cultural, es decir la sustancia de la historia tiene que estar ya acabada y completa para poder exponer ese encadenamiento causa-efecto. Esto es algo que sólo se puede mostrar en lo homomorfo y en las repeticiones, así como en determinados procesos de la historia que poseen un determinado automatismo propio de las cosas. En los demás casos, los sucesos históricos son tan complejos que no es posible distinguir todas las condiciones causales de una vez, sino siempre sólo por fases. En la historia sólo es posible afirmar monocausalidades si dejamos olvidadas otras conexiones y prescindimos de ellas. Por otro lado, la causalidad histórica carece de la característica de la reversibilidad 22. Sin duda podemos concluir de efectos a causas, pero difícilmente de causas a efectos. Por ello lo propiamente histórico reside en el concepto de la posibilidad, más bien que en el concepto de la necesidad: jamás todas las posibilidades son transformadas en necesidades inequívocas. Y así, también el concepto de causalidad podrá tener sólo un significado heurístico.

Otro medio conceptual para aprehender conexiones consiste en destacar tendencias. Este concepto es corriente en la historiografía alemana a partir de Ranke. Pero también se lo empleó en el materialismo histórico-dialéctico, por autores como Georg Lukács y Ernst Bloch 23. Con él se renuncia a la certeza propia de la causalidad científico-natural, y la transición en los movimientos históricos se describe no como transición de causa a effectus, sino de posibilidad a la realidad. Entre posibilidades y realidades realizadas no hay una necesidad causal, sino la tendencia, el impulso, la simpatía, ciertas inclinaciones hacia algo, las cuales pueden hacerse reales en determinadas constelaciones históricas. Ernst Topitsch piensa que esta expresión oculta "el delicado problema de la relación entre acción, valor y evolución autónoma". R. Wittram opina que esta expresión puede carecer totalmente de relación con una teleología objetiva, y sólo puede expresar un "rasgo" dentro de una acción histórica concreta 24. Para G. Lukács y E. Bloch "tendencia" quiere decir algo que sirve de mediación entre las posibilidades real-objetivas y las decisiones subjetivas y, en esa medida, introduce los "hechos" de la ciencia histórica en el flujo del proceso científico-histórico e inserta las decisiones subjetivas del espectador científico-histórico precisamente en ese proceso. Pero entonces con el medio heurístico de averiguar "tendencias" se aspira a conocer una inclinación teleológica integral de la historia.

R. Rothacker ha propuesto el concepto de estilo para aprehender las conexiones científico-históricas.

Lo que se llama pensar "científico-histórico", en el empleo enfático y patético de estas palabras, se orienta, en efecto, no ante todo a constatar hechos, sino a la aprehensión lo más congenial posible de apariciones del logos inmanente, de estilos, a los cuales se ordenan esos hechos.25

Este concepto procede sin duda de la historia del arte, y por ello lleva aneja una visión estética de las cosas. Al trasponerlo a las conexiones históricas, sin embargo, se quiere significar con él la conexión antropológica y sociológica que los acontecimientos y las acciones mantienen con el "contorno" concreto de experiencias y concepciones vitales. Se quiere significar con él el "estilo de vida", la manera de vivir, la manera de actuar. Así como el animal posee un "contorno" específico de apertura al mundo, necesario para su vida, así los hombres viven en un "contorno" cultural de modos de experiencia, costumbres de vida, instituciones y expectaciones vitales en el seno de las cuales perciben la historia y actúan históricamente. El historiador que busca sólo hechos, desgarra ese concreto horizonte histórico de interpretación y de experiencia, cuando en verdad los hechos y los actos sólo se han vuelto "históricos" dentro de su concreto y actual "contorno" de lenguaje, estilo jurídico, concepción del mundo y de la vida, ideas religiosas y formas de economía. De manera semejante, el concepto de estructura intenta aprehender las concretas instituciones sociales dentro de las cuales fue recogida y dominada la historia, como el mundo de manifestaciones y ordenaciones vitales que tuvieron un influjo histórico.26

Este marco mental lleva luego a la historia de las "formas". La historiografía histórico-formal posee asimismo una orientación sociológica, cuando interroga por la base institucional de los relatos en la vida de grupos y sociedades históricas e investiga, no tanto la expresión individual y única, sino más bien el puesto que esas expresiones tienen en la vida, en el culto, en el derecho, en la cultura, en la política y en el arte. Por fin, también, el concepto de comprensión existencial es uno de esos medios heurísticos 27. Con él se interpretan y llevan a la conciencia los fenómenos de la historia pasada desde las posibilidades de comprensiones existenciales del hombre. El modelo heurístico consta de "situación" y "decisión", de challenge and response, y la historia pretérita muestra cómo el sujeto humano asumió la historia en experiencia y responsabilidad, y cómo se descubrieron, aprehendieron o destruyeron aquí posibilidades del existir humano. En este caso la ciencia histórica no se interesa tanto por los acontecimientos mismos y por sus encadenamientos causales o tendenciosos con otros acontecimientos, sino más bien por la historicidad de la existencia que en cada caso ha habido y por las posibilidades del existir humano.

La escala de los conceptos de la ciencia histórica se extiende así desde los "hechos" hasta las posibilidades de la existencia humana, desde lo "objetivo" —en el sentido de las ciencias naturales exactas— hasta lo inconfundiblemente único y singular de la subjetividad y espontaneidad humanas. Hemos puesto aquí de relieve tan sólo unos pocos modelos típicos. "Todos los conceptos generales de la ciencia histórica poseen un carácter escurridizo", observa con razón R. Wittram 28. Son conceptos heurísticos, cuya apli-cabilidad debe ser constantemente examinada en detalle. Su movilidad, con la cual se resisten a una petrificación metafísica en un sistema y a su univocidad lógica, no se basa sólo, sin embargo, en la limitada perspectividad del espectador que los utiliza para esclarecer una realidad enigmática. Esa movilidad se basa también en que todavía no les está dada a los conceptos la realidad inequívoca y fija para siempre. El concepto de "nación", o el de "clase social", o el de "cultura", etc., no es una categoría fija, en la cual se pueda hacer experimentable la historia de la nación, la historia de las luchas de clases o la historia de la cultura. Lo que "nación", "clase", "iglesia", etc., son propiamente, eso es algo que se encuentra históricamente en flujo, es algo históricamente discutido y, por ello, sometido a un cambio histórico. Si el pensamiento básico del historicismo es que la esencia de una cosa hay que concebirla desde su génesis histórica, y que el resultado del proceso histórico sólo es decidido en el proceso histórico mismo, entonces no se puede llegar al "país del concepto realizado, absoluto" por la vía de la abstracción de lo particular a lo general, y tampoco por el método de pasar por encima la caducidad. Ese país es entonces el pre-país, no descubierto todavía, de la historia, el cual sólo puede ser alcanzado desde ésta en anticipaciones fragmentarias. El que la historia permanezca oscura para el espíritu humano no depende sólo de la deficiente amplitud de éste, sino que depende de la historia misma, la cual no ha alcanzado todavía su final; y por ello, no puede ser absorbida aún, o sólo puede serlo de manera fragmentaria y proléptica, en el conocer científico-histórico.

 

4. HISTORIOLOGÍA

La heurística de la ciencia histórica lleva por sí misma al problema de la filosofía de la historia. "En la crítica la historia se convierte por sí misma en filosofía de la historia" (F. C. Baur) 29. Mas ¿cómo puede ser posible una filosofía de la historia con el concepto griego de saber y de ciencia? Si "la esencia de la historia es el cambio" (J. Burckhardt) 30, ocurre que "cambio" es exactamente lo contrario de "esencia". Por ello a J. Burckhardt la "filosofía de la historia" le parecía un centauro, una contradictio in adjecto, "pues historia —es decir, el coordinar— es no-filosofía, y filosofía —es decir el subordinar— es no-historia"31. Sin embargo, todos los conceptos generales de la ciencia histórica, con los cuales se ha intentado entender las conexiones históricas, se encuentran vinculados con determinados horizontes de esclarecimiento de la realidad y están, por ello, contribuyendo a realizar un conocimiento filosófico del mundo como historia. Si, como dijo W. von Humboldt, la aspiración universal de la razón humana se dirige a aniquilar el azar, esa aspiración se intensifica en aquella filosofía de la historia para la cual la experiencia de la historia es la experiencia de la crisis y de la revolución permanente. El "terror de la historia" pierde su terror allí donde es entendido. Pero es entendido allí donde, en los movimientos caóticos de la historia, puede ser descubierto un sentido, un logos inmanente; allí donde, en lo contingente, pueden ser descubiertas necesidades y dependencias. Entonces la historia es "con prendida". Y cuando la historia es "comprendida", deja c ser "historia".

Examinemos este paso —con frecuencia inconsciente-de la heurística científico-histórica a la filosofía de la historia en algunos destacados historiadores.

a. También Ranke se planteó continuamente la pregunta por un "vínculo general" de la historia. De ordinal Ranke es alabado como historiador por haber abandona las construcciones apriorísticas de la especulación sobre historia universal, propia del idealismo alemán. Y haberse dedicado a los objetos de la historia misma, perceptibles la ciencia histórica, en su inabarcable multiplicidad. Sin embargo, también Ranke se encuentra ligado, en su historiografía, a determinados presupuestos cosmovisionales 32. He aquí lo que dice en la Historia alemana en la época de la Reforma protestante:

Tal vez sea lícito decir que los tiempos se suceden unos a otros para que en todos ellos acontezca lo que no es posible en ninguno particular, para que la entera plenitud de la vida espiritual inhalada al género humano por la divinidad pueda manifestarse en la serie de los siglos. 33

Según esto, la vida espiritual ha sido "inhalada" a la humanidad por la divinidad; y, además, en la "entera plenitud" de esa vida es como la divinidad misma es infinita, y por ello puede "manifestarse" sólo succesive en el tiempo de la historia. Es verdad que las leyes según las cuales se realiza poco a poco esa manifestación son oscuras para nosotros, son más misteriosas y grandes de lo que se piensa 34.

Pero se puede vislumbrar, sin embargo, el orden divino de las cosas, pues ese "orden divino" es idéntico con la sucesión de los tiempos"35. Por ello Ranke utiliza, para expresar estas cosas, conceptos de la ciencia histórica tales como "tendencias" y "fuerzas".

Son fuerzas y ciertamente fuerzas espirituales, fuerzas creadoras, productoras de vida, incluso vida misma, son energías morales las que contemplamos en su desarrollo..., florecen, se apoderan del mundo, aparecen en multiformes expresiones, disputan entre sí, se limitan, se someten unas a otras: en su acción recíproca y en sucesión, en su vida, en su desaparición o revivificación, la cual encierra en sí luego una plenitud siempre mayor, una significación más elevada, un alcance más amplio, reside el misterio de la historia del mundo.36

La imagen filosófico-histórica básica de esta interpretación del "misterio de la historia del mundo" es, evidentemente, la imagen neoplatónica, panenteísta, de la época de Goethe. La "idea", "Dios", el "sol" o la "fuente" no encierran ya en sí, para Ranke, un principio dialéctico inmanente, como lo encerraba para Hegel, sino que hacen emanar de sí las cosas, mientras ellos mismos siguen siendo siempre extra-mundanos, en el ser inmutable, incambiable. Sus emanaciones se muestran en el flujo de los fenómenos y movimientos históricos, en el juego cambiante y en la sucesión de las fuerzas y tendencias, de las energías morales y de las épocas. Cada una de ellas mantiene una relación de inmediatez con la idea suprema. Por esto cada época es "inmediata a Dios, y su valor no reside en modo alguno en aquello que brota de ella, sino en su existencia misma, en su propia mismidad", como se dice en los Berchtesgadener Vor-tráge (Conferencias de Berchtesgaden).37

Las ideas, que sirven de fundamento a las situaciones humanas, no contienen, sin embargo, nunca en sí de manera completa lo divino y eterno, de lo cual manan. 38

Pero, según Ranke, no es lícito en modo alguno pasar por alto "la necesidad interna de la sucesión". Es cierto que no se puede indicar ninguna meta última para la historia universal.

Si se quisiera señalar una meta determinada para ésta es decir la historia del mundo, se oscurecería el futuro y se desconocería la amplitud ilimitada del movimiento histórico-universal. 39

A pesar de ello, existe una meta para Ranke. La meta de las evoluciones y las complicaciones históricas consiste en que la "entera plenitud" del espíritu inhalado a la humanidad, la infinita multiplicidad que está encerrada en le idea divina única, se manifieste en la sucesión de las épocas La idea no estará allí al final, revelada y realizada, sino que el todo de la historia universal, aquí inabarcable, revelará como suma de las manifestaciones parciales de la idea, le plenitud del ser divino.

Para Ranke la evolución consiste en la sucesión de las manifestaciones, todas igualmente valiosas, de la idea única las cuales tienen en sí mismas su valor, y cuyo número infinito, tomado en conjunto, arrojará la revelación del todo.

Esta es la "teleología sin telos" de la historia universal como ha denominado G. Masur a la concepción histórica y a la historiografía de Ranke. La historia es así para Ranke un proceso, pero el sentido de esa historia no está contenido en el resultado final. Dios aparece en la historia, pero no se diluye en ella. Asunto del historiador es restablecer la vida del pasado, restablecerla en aquella armonía que está dada ya en el todo de los hechos históricos.

Ranke, poseía por tanto, una "visión del todo", una concepción básica filosófico-histórica y una fe teológico-histórica. Comparte esta fe con la época de Goethe. Sin embargo, era lo bastante modesto y moderado para no construir la historia según esa concepción, y no liquidar lo inexplicable con la simple observación de "peor para los hechos" (Hegel). Menciona su "idea" tan sólo en determinados giros de la historia, así como en la formación de sus conceptos científico-históricos, pero esto es, de todas formas, decisivo.

b. De manera semejante, Ferdinand Christian Baur —que consiguió que la crítica científico-histórica y el pensar científico-histórico se hayan vuelto ineludibles para la teología protestante— intentó aprehender la historia como un todo universal 40. Para él la crítica de la ciencia histórica lleva necesariamente a preguntarse por la "verdadera realidad de la historia".

¿Qué misión más elevada puede tener la historia que investigar de manera cada vez más honda la conexión histórica de todos los fenómenos que, como un objeto dado, yacen ante ella?... Mas, por esto, la tendencia de la historia ' se dirige también, con mucha naturalidad, a penetrar con todos los medios que tiene a su alcance, tanto por la investigación de lo particular como asimismo por la subordinación de lo particular a perspectivas más elevadas, mediante las cuales adquiere su puesto fijo en el todo, a penetrar, decimos, también en lo que todavía se encuentra ante ella como una sólida masa cerrada, para diluirlo y hacerlo fluido, y sumergirlo en el flujo universal del acontecer histórico, en el cual, en un encadenamiento infinito de causas y efectos, lo uno es siempre el presupuesto de lo otro, y todo junto se sostiene y se mantiene a sí mismo, y sólo tendría que permanecer incomprendido para siempre aquello que de antemano pudiera pretender hallarse, en medio de la historia, fuera de la conexión histórica. 41

Mas si se concibe así la "conexión histórica", entonces tiene que quedar eliminado, por razones filosófico-históricas —no por razones historiográficas— el "milagro" o el "salto" Pues "al final sólo puede triunfar aquella visión que introduce unidad, conexión y consecuencia racional en nuestra visión del mundo, en nuestra concepción de la historia evangélica, en nuestra entera conciencia".

Una verdad de la ciencia histórica adquiere siempre su firme consistencia tan sólo en la conexión del todo, en el cual se le puede señalar su puesto determinado. 42

De esta manera la crítica científico-histórica lleva irremisiblemente, para F. C. Baur, a la especulación histórica 43 pues no puede ni debe llevar, como en la Ilustración, a atomizar los hechos; para Baur, la crítica científico-histórica tiene que ser idéntica a comprensión de lo particular en el todo.

Hacer "crítica científico-histórica" significa no absolutizar ni negar ningún momento particular, sino entender a cada uno como miembro de transición en el contexto del progreso histórico inmanente y, precisamente así, como miembro de la revelación del espíritu, o de la idea, que s realiza en su totalidad.44

La crítica científico-histórica es así tan sólo el reverso de la especulación científico-histórica. Mas en semejante visión total de la especulación científico-histórica ¿qué se hace de la "historia"?

1. La historia se convierte en un "objeto dado, que yace ante nosotros".

2. Los "sucesos" históricos particulares son entendidos como "fenómenos" históricos de un todo envolvente.

3. Los "instantes" históricos son concebidos como "momentos"" en los movimientos de la conexión histórica total.

4. La conexión de la historia es reducida a "consecuencia racional como encadenamiento infinito de causas y efectos".

5. La "historia" se convierte en la síntesis de la realidad en totalidad; de un todo universal, móvil en sí mismo, en el cual "todo junto se sostiene y se mantiene a sí mismo".

6. La historia se transforma así en el campo de aparición de un todo espiritual. Se convierte en el "espejo eternamente nítido, en el cual el espíritu se contempla a sí mismo, contempla su propia imagen". En la historia se realiza y se manifiesta el espíritu. En la ciencia histórica se lo percibe retrospectivamente. De esta manera, a la concepción histórica especulativa de la historia como mundo de aparición del espíritu corresponde el principio de la subjetividad del espíritu, que cobra conciencia de sí mismo en la ciencia histórica. El método crítico de la ciencia histórica, la especulación científico-histórica del todo de la historia, y la re-subjetivización del espíritu en el conocimiento histórico son cosas que van unidas y que se condicionan recíprocamente.

Mas con ello se plantea el problema de si con ese método crítico de la ciencia histórica y con esa especulación científico-histórica se entiende todavía "históricamente" en absoluto la "historia", o de si la historicidad de la historia no queda diluida, en este proceso del conocimiento y de la conceptuación de la historia, en un histórico logos griego. La historia se convierte en un cosmos que se sostiene a sí mismo. El enigma de la historia es disuelto con los medios de la filosofía platónica, de la dialéctica hegeliana y de ideas panteístas. La historia se transforma en el universum de epifanías cambiantes y variables del presente eterno. No es fácil ver cómo, por esta vía, "se ha repetido aquí, en el empleo sin consideraciones de la crítica de la ciencia histórica en una situación distinta, la decisión reformadora del sola fide".45

c. Para Johann Gustav Droysen el "ámbito del método científico-histórico" es "el cosmos del mundo moral" 46 Aprehender este mundo moral en su nacimiento, significa aprehenderlo históricamente. Con ello, para Droysen, la sustancia, cuyas manifestaciones históricas hay que investigar históricamente, está ya completa en el punto de partida. Su "cosmos del mundo moral" se despliega en una historia universal de teleología moral. El principio de causalidad es sustituido por el principio de la entelequia moral. El misterio de los movimientos históricos es iluminado desde sus fines.

Al observar la aprehensión histórica, en el movimiento del mundo moral, el progresar de ese mundo, al conocer su dirección, al ver cumplirse y desvelarse fin tras fin, concluye a un fin de los fines, en el cual el movimiento se consuma, en el cual aquello que mueve a este mundo humano, aquello que le impulsa y le hace apresurarse cada vez más, sin descanso alguno, es quietud, consumación, presente eterno 41. Todo nacer y crecer es movimiento hacia un fin, el cual aspira a llegar a sí mismo cumpliéndose en el movimiento 48. El fin supremo, el fin incondicionalmente condicionante, el fin que mueve, que abarca, que explica todos los demás, el fin de los fines no se puede investigar empíricamente 49. Para el ojo finito, el comienzo y el final se hallan velados. Pero, al investigar, puede conocer la dirección del movimiento que fluye. Encerrado en los estrechos límites del aquí y el ahora, vislumbra el origen y la meta 50. De esta manera se deduce de la autocerteza de nuestra mismidad, del impulso de nuestro deber y querer morales, del anhelo de lo perfecto, de lo uno, de lo eterno... la más concluyente para nosotros de las "pruebas" de la existencia de Dios. 51

A esta certeza, así obtenida, del fin supremo de todos los fines, que otorga sentido a todo, la denomina Droysen "teodicea de la historia", sin la cual la historia caería en el absurdo de un movimiento circular que no haría más que repetirse a sí mismo. De esta manera Droysen se atiene formalmente, para la "historia", a una fe en un sabio orden cósmico de Dios, orden que abarca al género humano entero; y "en el hecho de conquistar esta fe —«esta es una confianza de la que no se puede dudar por razón de aquello que no se ve»— en lucha con el conocimiento..., en eso y sólo en eso sabe la historia que es ciencia".52.

La relación entre historia y filosofía de la historia es particularmente interesante en Droysen. Los movimientos históricos son movimientos en el marco del "cosmos" del mundo moral. El cosmos de causalidad de las ciencias naturales es sustituido por un cosmos teleológico, que tiene su cúspide metafísica de unidad en el fin último y supremo, en el fin de los fines. Este es evidentemente el cosmos de entelequia de la metafísica aristotélica. Este cosmos es asociado con los postulados de la razón práctica de Kant, con la fe, que hay que presuponer, en "Dios y en un mundo futuro". La escatología de la esperanza cristiana es transformada en la teleología de la razón moral. El eschaton se transforma en el telos de todos los tele: quietud, perfección, un pastor y un rebaño, estado de la humanidad, libertad plena y soberana del hombre moral, nuevo cielo y nueva tierra, reconducción de la creación entera a Dios 53. La especulación neoplatónica sobre el logos y la dialéctica hegeliana del llegar-a-sí-mismo del espíritu absoluto circundan más concretamente este eschaton-telos.

También aquí el enigma de la historia queda diluido. El que obra moralmente sabe que está en camino hacia su solución final. Pero la última cita muestra con claridad que la pregunta por el sentido o por la falta de sentido de la historia es decidida de una manera "precientífica", como dice R. Wittram; pero no es decidida en una precientificidad acientífica, sino, como dice Droysen, en los fundamentos y motivos que impulsan a la ciencia histórica, es decir, en aquella creyente esperanza en lo futuro todavía invisible, esperanza que tiende hacia el conocimiento y la ciencia histórica, y que conquista en lucha con el conocimiento. Esto significaría que la conciencia histórica, el recuerdo histórico y el conocimiento histórico llegan siempre tan lejos como llega la conciencia histórica de misión en esperanza de futuro y en certeza de fe, dentro de un eschaton de los fines y metas últimos. La conciencia histórica de la ciencia histórica recibe sus posibilidades y sus límites de la percepción de una conciencia histórica de misión, la cual toma el futuro bajo la responsabilidad de sus metas y sus fines.

Cuando esto es formulado moralmente, como ocurre en Droysen, el ámbito del método científico-histórico se convierte en el cosmos del mundo moral. Es significativo que Droysen pueda admitir ciertamente, para esta teleología moral, las promesas bíblicas de la nueva humanidad, de la libertad de los hijos de Dios, de la consumación de todos los movimientos históricos, finitos, en el "presente eterno", pero no el punto clave de la escatología cristiana: la resurrección de los muertos.

d. Para Wilheim Dilthey la historia es ciencia del espíritu, y las ciencias de espíritu descansan en la relación de vida, expresión e intelección.

La síntesis de lo que se nos manifiesta en la vivencia y en la intelección es la vida como una conexión que abarca al género humano. 54

Por todas partes tropezamos en la historia con manifestaciones de la vida, con relaciones vitales, con objetivaciones de la vida única, insondable.

Cada manifestación particular de la vida representa, en el reino de este espíritu objetivo (es decir en el sentido de la objetivación de la vida), algo común. 55

Todas las manifestaciones de la vida se encuentran en una esfera de comunidad y resultan comprensibles tan sólo en una esfera de ese tipo. El "hecho básico" del mundo humano es "la vida", y la "esencia de la historia" hay que verla, por ello, en la "objetivación de la vida".56

De vida de todo tipo en las más diversas situaciones se compone la historia. La historia es sólo la vida aprehendida en el punto de vista del todo de la humanidad, el cual forma una conexión. 57

Frente al punto de partida de Hegel en el "espíritu absoluto", Dilthey coloca la "realidad de la vida": "En la vida está actuante la totalidad de la conexión anímica". Por ello Dilthey no entiende el "espíritu objetivo" desde la "razón", sino como unidad vital de manifestaciones de la vida y de objetivaciones de la misma. La "conexión operativa" histórica consiste, por ello, para él, no en la conexión causal de la naturaleza, sino en la estructura de la vida anímica, la cual engendra valores y realiza fines. La vida que mana insondable se nos hace inteligible en las infinitas objetivaciones históricas de esa vida, en la medida en que nosotros mismos participamos de ella. El comprender las manifestaciones históricas de la vida presupone que nuestra propia vida está fundada en la insondable corriente vital y mantiene con esa fundamentación una relación de influencia recíproca. Entendemos lo que vivimos, y podemos vivir lo que entendemos.

Nosotros somos seres históricos antes que espectadores de la historia, y sólo porque somos lo primero podemos convertirnos en lo segundo. 58

Así la ciencia comprensiva del espíritu o ciencia comprensiva de la vida dilata el horizonte de los elementos vitales comunes y se acerca al todo insondable e infinito de la historia. La visión de la finitud y de la relatividad de todas las manifestaciones históricas de la vida no lleva entonces al relativismo, sino que nos libera para la actividad insondablemente creadora de la vida. El caos de relativismo histórico es ambivalente para la creadora productividad de la vida misma.

Esta maraña de preguntas atormentadoras, de preguntas atrayentes, de placer intelectual y de dolores de la insuficiencia, de las contradicciones: ése es el enigma de la vida: el objeto único, oscuro, horroroso, de toda filosofía... el rostro de esa vida misma..., esa esfinge con cuerpo de animal y rostro de hombre. 59

Aunque la historia es insertada aquí en un horizonte de filosofía de la vida, y se la concibe como plenitud de las objetivaciones y apariciones finitas de la vida infinita, para Dilthey todo esto puede ir asociado también, sin embargo, con una meta:

La capacidad evolutiva del hombre, la capacidad de esperar futuras formas superiores de vida humana: éste es el aliento poderoso que empuja adelante.60

También aquí los "sucesos" históricos son interpretados desde una protosustancia inagotablemente manante de la historia, desde "la vida", y se convierten, con respecto al insondable proceso vital, en "objetivaciones" de algo. En la base de todos los sucesos, ideas y movimientos de la historia se encuentra algo común, lo cual se muestra en todo y lo hace comprensible y aceptable como enriquecimiento de la propia vida. El "enigma de la historia" no es solucionado de manera racional. La historia no es encerrada en una fórmula matemática universal. Pero el enigma de la historia es identificado como el enigma de la vida, cuyas soluciones se muestran de manera fragmentaria, finita, superable, en las relaciones y objetivaciones vitales. La vida insondable perdura. Las relaciones y objetivaciones vitales cambian. La historia se torna inteligible allí donde es referida a algo que se encuentra a su base, a algo que impulsa y que mana eternamente, al hypokeimenon de la "vida". La "historia" es entonces historia de la vida, y en la medida en que la "vida" es espíritu, la ciencia de la vida es ciencia del espíritu. Su conocimiento e intelección de la historia pasada es el conocimiento y la autocomprensión de lo homogéneo en lo diferente. También aquí la historia se transforma en un universum en cuya totalidad inabarcable se epifaniza la "vida".

e. Martín Heidegger parte de la concepción histórica propia de la filosofía de la vida de Dilthey 61. Sin embargo, para él el "fallo fundamental" de toda concepción histórica filosófico-vital consiste en que la "vida" misma no fue convertida ontológicamente en problema. Por "existencia" se entiende exclusivamente el ser del hombre o —más tarde— aquello en lo que el hombre encuentra el ser y lo tiene. Con ello la "vida insondable" es sustituida, para él, por el ser-ahí, tal como se muestra a un análisis fenomenológico. La historia no hunde ya sus raíces en la creadora insondabilidad de la vida, sino en la historicidad de la existencia.

La determinación "historicidad" precede a lo que se denomina historia (acontecer histórico-universal). La historicidad significa la estructura ontológica del "acontecer" de la existencia en cuanto tal, y sólo sobre la base de ésta es posible algo así como "historia universal" y el pertenecer históricamente a esa historia. 62

Esto significa que el origen y la esencia de la historia hay que buscarlos en la finitud, en la temporalidad y en la historicidad de la existencia del hombre. La existencia humana es finita, pues se extiende entre el nacimiento y la muerte. De la extensión temporal de la existencia humana forma parte la muerte.

El "relativamente a la muerte" propio, es decir la finitud de la temporalidad, es el oculto fundamento de la historicidad de "ser ahí". 83

La existencia humana es "ser para la muerte" como posibilidad insuperable de la existencia.

Sólo el ser en libertad para la muerte da al "ser ahí" su meta pura y simplemente tal y empuja a la existencia hacia su finitud. La bien asida finitud de la existencia arranca a la multiplicidad sin fin de las primeras posibilidades que se ofrecen... y trae al "ser ahí" la simplicidad de su destino individual. 64

Al ver la esencia de la historia en la historicidad así analizada de la existencia humana en cuanto tal, se prescinde de la pluralidad de las cosas y sucesos, y no se interroga ya por la sucesión histórica y por su realidad en cuanto tal, sino por su esencial posibilitación.

A qué se resuelve en cada caso tácticamente el "ser ahí", no puede, por principio, dilucidarlo el análisis existenciario. 85

Este presenta tan sólo una conexión estructural formal, la cual otorga las condiciones para los sucesos concretos.

¿Qué concepción de la historia se deriva de este fundamentar la historia en la historicidad radical del existir humano? Lo mismo que hacía Dilthey, en su interpretación filosófico-vital de la ciencia histórica como ciencia del espíritu y ciencia de la vida, también la interpretación existenciaria de la ciencia histórica como ciencia por Heidegger tiende a mostrar su procedencia ontológica de la historicidad del existir mismo y significa delinear la idea de la ciencia histórica a partir de la historicidad del existir humano. Mas con ello está dada no sólo la historicidad del sujeto de la ciencia histórica, sino también una nueva descripción del objeto de esa ciencia. Heidegger distingue muy rigurosamente entre lo "primariamente histórico" y lo "secundariamente histórico". 66

El objeto primario y propio de la ciencia histórica no reside en los datos individuales, o en "leyes" de la sucesión de los sucesos, sino en la "posibilidad hecha fácticamente existente". "...El tema central de la historiografía (es) en cada caso la posibilidad de la existencia «sida ahí»" 67. Así, pues, la auténtica historicidad entiende la historia en la ciencia histórica "como el «retorno» de lo posible, y sabe que la posibilidad sólo retorna cuando la existencia es en franquía para ella en la reiteración resuelta, en el modo de la «mirada» y bajo la forma de destino individual"68. La ciencia histórica se convierte con ello en el regreso a la posibilidad (que ha existido), se convierte en la repetición de la posibilidad y en la réplica de la posibilidad. La ciencia histórica "abrirá... la silenciosa fuerza de lo posible tanto más a fondo cuanto más simple y concretamente comprenda y «se limite» a exponer el «ser sido en el mundo» partiendo de su posibilidad". 69

La "reiteración" es la "tradición" expresa, es decir el retroceso a posibilidades del "ser ahí" "sido así". La reiteración propia de una "posibilidad de existencia" "sida" —al elegirse el "ser ahí" su héroe— se funda existencialmente en el "estado de resueto corriendo al encuentro". 70

Así la ciencia histórica interrogará a la historia pasada en orden a las comprensiones de existencia que se encuentran a su base, y extraerá de ellas la posibilidad de la existencia, y las actualizará como posibilidades de poder ser hoy: a fin de que la existencia se elija su héroe. La ciencia histórica se convierte con ello de nuevo en "tradición"; en tradición de posibilidades sidas de existencia.

En cambio, lo secundariamente histórico tiene su raíz en la historicidad inauténtica de la existencia humana. Al huir de la muerte, la existencia se pierde en el "se" y en lo histórico-mundano, y está disipada en la multiplicidad de aquello que pasa cada día. Entiende el ser indiferentemente como algo que está ante los ojos, y se vuelve ciega, en la ciencia histórica, para las posibilidades 71. Por ello conserva y mantiene tan sólo lo "real" que queda de lo histórico-mundial, sólo los residuos y la noticia actual sobre aquello. Evita la elección. Cargada con la herencia del "pasado", que se le ha vuelto irreconocible a ella misma, busca lo moderno. En ese sentido, esta ciencia histórica se propone enajenar a la existencia humana de su auténtica historicidad.

Sólo con la distinción heideggeriana entre ciencia histórica auténtica e inauténtica ha aparecido aquel dualismo que escinde la relación del hombre con la historia en un mirar objetivante y en un contacto inmediato, en un positivismo de los hechos y en una interpretación existencial de las posibilidades sidas de existencia, para luego "interpretar los fenómenos de la historia pasada desde las posibilidades de la comprensión humana de la existencia y con ello hacerlos conscientes como las posibilidades también de una comprensión actual de la existencia".72

Ahora bien, al fundamentar la historia real en la estructura formal de la historicidad de la existencia humana, ocurre que los movimientos realmente ocurridos, las individualidades y las conexiones de aquella historia, se desvanecen 73. El relativismo de la ciencia histórica es superado ciertamente con la posibilitación ontológica de la historia en la historicidad de la existencia humana. Esta historicidad misma no está sometida a la historia, sino que se conquista a sí misma en la eterna tematización y problematización de la existencia humana por la muerte. Con ello se pierde también la mirada dirigida a la historia en general.

La superación intentada del historicismo se convierte en la superación no intentada de la historia. 74

De nuevo tiene lugar una aniquilación de la historia en nombre de la "historicidad" y en la labor de la interpretación existencial de la historia. El enigma de la historie es la historicidad de la existencia humana, y el hombre se sabe, en su historicidad, como su solución. En su "resolución" corta el nudo gordiano. Pero el que supera el historicismo de esa manera, pierde a la historia misma.

f. Al intentar resumir el resultado de este breve re corrido por la filosofía de la historia que se deriva de la heurística de la ciencia histórica, encontramos que al nombrar, conceptuar y comprender a la historia se realiza a la vez, inevitablemente, una abolición, una negación y u) aniquilamiento de la historia. La pregunta básica por el origen, la sustancia y la esencia de la historia remite los movimientos, cambios, crisis y revoluciones concretos que constituyen la historia, a lo inmutable, a lo que es siempre, a lo que es indiferente e igualmente válido para todo tiempo La ciencia y la filosofía de la historia se esfuerzan por introducir el logos griego en las experiencias modernas de la realidad, y en introducir las experiencias modernas, las experiencias de crisis, en el logos griego.

Con razón se ha subrayado varias veces que la "historia" fue extraña y ajena de raíz al pensamiento griego. Este preguntó ante todo por lo que es siempre, por lo inmutable, por lo siempre verdadero, lo siempre bueno y lo siempre bello. La "historia", en cambio, en cuanto representa el nacer y el morir, lo inconsistente y fluente, no muestra nada que sea siempre y que permanezca. Por ello no se pudo encontrar en los pragmata casuales de la historia ningún logos del ser eterno, verdadero. No se pudo "saber" la historia. Y además, en el fondo, no había en ella nada que mereciera saberse. Este concepto de Logos y de saber, de verdad y de esencia, se funda evidentemente en la religión de la vieja fe griega en los dioses y en el cosmos. Tucídides el historiógrafo de la guerra del Peloponeso, muestra intuiciones profundas en la historia y en lo típico de los hombres y de las potencias; pero también él busca lo permanente, lo inmutable en esta guerra. "Es un hombre sin esperanza y, por tanto, sin perspectivas amplias" 75. Tucídides traza una imagen cerrada en sí misma de "una historia", pero no se pregunta por "la historia". Falta el sentido del cambio y de lo nuevo, porque en lo mudable y en lo súbitamente nuevo no puede haber ningún sentido divino. Este debería poseer la dignidad de lo consistente y permanente.

Por otra parte se ha destacado el hecho de que el concepto de historia es una creación del profetismo de Israel.

La ciencia histórica tiene en la conciencia griega el mismo significado que el saber sin más. Así, para los griegos la historia está y permanece referida sencillamente al pasado. El profeta, en cambio, es el vidente. Su profetismo ha engendrado el concepto de la historia como concepto del ser del futuro... El tiempo se vuelve futuro... y el futuro es el contenido principal de este recuerdo de la historia... En lugar de una edad de oro situada en el pasado mitológico, el futuro escatológico implanta en la tierra una verdadera existencia histórica. 76

Esto tiene su razón en el hecho de que, para judíos y cristianos, historia significa historia de la salvación e historia divina de promesas. Lo "divino" no es contemplado como lo que es siempre en los órdenes permanentes y constantes, y en las estructuras que se repiten, sino que es aguardado del Dios de las promesas en el futuro. Los cambios de la historia no son, por ello, "lo mudable", medido con el criterio de lo permanente, sino que encierran lo posible, medido con el criterio de la promesa de Dios. La "historia" no es un caos en el cual el espectador haya de introducir orden divino y logos eterno; la historia es percibida y buscada aquí en las categorías de lo nuevo y de lo prometido. La contemplación, o la visión, o la sobrevisión desapasionadas son sustituidas por la expectación apasionada y por la misión compartida hacia adelante. La pregunta por la esencia permanente y por el origen eterno en los tiempos idos es sustituida por la pregunta histórica por el futuro y por sus preparaciones y anuncios en el pasado. La auténtica categoría de la historia no es ya el pasado y lo pasajero, sino el futuro. La percepción e interpretación de la historia pasada no son ya una percepción y una interpretación arqueológicas, sino futuristas y escatológicas. Las narraciones históricas pertenecen al genus de la profecía, de la profecía vuelta hacia atrás, pero que tiende hacia el futuro. Si el sentido de la historia es esperado del futuro y es concebido como misión del presente, entonces la historia no es una trama de necesidades y legalidades, ni la palestra de un capricho absurdo. El futuro como misión sirve de mediador entre el encargo presente y la decisión de hoy y lo real-posible; remite, en lo real, a posibilidades abiertas y, en lo posible, a las tendencias que hay que aprehender.

Si, como hemos expuesto al comienzo, la ciencia histórica moderna y la filosofía moderna de la historia son "filosofía de crisis", al llamar "crisis" a la "historia" se aplica ya propiamente el logos griego para una "filosofía" de h historia. Pues la palabra "crisis" mide el acontecer nuevo no entendido, con el criterio del orden heredado de la vida humana; este orden ha entrado ahora en crisis, se halla amenazado en ella, y por lo mismo debe ser salvado, acrisolado o renovado. La "crisis" pone en cuestión el orden y por ello, sólo puede ser dominada por un nuevo orden. que en este acontecer que es percibido como "crisis" haya también, por otro lado, la "nuevo", eso es algo que permanece desconocido en este caso. Por ello, la filosofía de la historie como filosofía de crisis tiene siempre un carácter conservador. Por ello, la ciencia de la historia como ciencia dela anticrisis ha recaído en el logos griego, conjuntamente cor sus implicaciones cosmológicas, y en el concepto romane del ordo, junto con sus implicaciones políticas y jurídicas Pero si en la crisis se percibe lo nuevo, y no se toma la "historia" como crisis de lo existente, sino que se le aguarda en la categoría "futuro", entonces habría que conquistar un horizonte totalmente distinto de esclarecimiento y de expectación. La filosofía de la historia como filosofía de la crisis tiende a aniquilar la historia. Pero una escatología de la historia que gire en torno a los conceptos nuevo, futuro, misión y línea fronteriza del presente, estaría en condiciones de tomar, recordar y aguardar históricamente la historia, es decir de no aniquilar la historia, sino mantenerla abierta.

 

5. ESCATOLOGÍA DE LA HISTORIA.

QUILIASMO DE LA FILOSOFÍA DE LA HISTORIA

Únicamente la valoración teológica del "tiempo" mediante la expectación —procedente del mesianismo cristiano-judío— de la llegada y del futuro prometido de Dios, abrió el pensamiento griego al problema de la historia y a la idea filosófico-histórica de un proceso histórico orientado a una meta, de un proceso irreversible e irrepetible.

Así como el espacio cerrado, lleno de figuras, es la esfera griega de la verdad, así la de Israel es el tiempo abierto, que fluye informe. Allí, el círculo del cosmos, que retorna a sí mismo; aquí, la línea de la creación, que impulsa hacia el infinito. Allí, el mundo del ver, del contemplar; aquí, el mundo del oír, del escuchar; allí, imagen y semejanza; aquí, decisión y acción... En el espacio hay presente y recuerdo; en el tiempo, peligro y esperanza... A la meta espacial de la consumación se opone la meta de la redención, que hay que conquistar en el tiempo.77

Mediante la unión de ambas esferas de verdad y de ambos modos de pensar, ocurrida en los múltiples contactos habidos en la historia cristiana entre el mesianismo cristiano-judío y el pensamiento griego, este último realizó aquel giro decisivo desde lo estático a lo dinámico, desde la sustancia a la función, desde el presente eterno del ser a las abiertas posibilidades del futuro, aquel giro desde la glorificación metafísica del cosmos a la transformación, consciente de su misión, del mundo. Este cambio, que se originó en los citados contactos, puede verse con especial claridad en la filosofía de la historia del siglo XIX. En el capítulo anterior hemos entendido la historiografía y la filosofía de la historia de la edad moderna a partir del logos griego, y hemos observado en ellas un subterráneo aniquilamiento de la historia; pero también podemos leer esa historiografía y esa filosofía de la historia desde el ángulo de visión de la escatología histórica.

A partir de las Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad, de Herder, de las Ideas para una historia universal en sentido cosmopolita, de Kant, de ¿Qué significa y con qué fin se estudia la historia universal?, de Schiller, y, finalmente, de la Filosofía de la historia universal, de Hegel, todos los historiadores y pensadores de la historia poseen una conciencia de misión y creen en una historia llena de sentido y en la gran tarea de la humanidad. Ya ocurra que esa meta esté determinada por la "visión de la paz perpetua" en un estado de la humanidad, o que lo esté como sucede en la historiografía nacional, por la "misión de Prusia" (Treitschke), la "misión de Francia" (Jules Michelet) o la misión del paneslavismo, por todas partes un mesianismo político se convierte en la idea directiva político-filosófica de la concepción de la historia. La historiografía y la filosofía de la historia resultan necesarias en el primer plano de la misión de una nación, de la redención del mundo, de la doctrina de la revolución inminente, o de la doctrina de la restauración necesaria para salvarse. El mesianismo se vuelve político y motiva el pensar histórico. Ya con esto ha penetrado en la concepción histórica de la edad moderna algo radicalmente nuevo, frente a la historiografía griega.

Mas ello trae consigo también el que las concepciones históricas modernas no puedan ya renunciar a la idea clave de una historia universal o mundial. Las especulaciones sobre la historia del mundo y las consideraciones sobre la historia como todo, y sobre el todo como historia, se han hecho posibles tan sólo merced a la conciencia de misión propia del cristianismo, y por ello no han dejado de ser posibles también allí donde el cristianismo no representa ya el centro de esa misión.

Finalmente podremos decir que sólo allí donde exista —y sólo en tanto exista— un saber consciente del futuro y consciente de su meta acerca de la misión, y sólo allí donde este saber se encuentre —y sólo en tanto se encuentre— orientado a un horizonte universal, que abarque el mundo entero, se conserva un concepto del devenir en el tiempo, de la irrepetibilidad del acontecer y de un futuro lleno de sentido y que debemos aguardar y querer, es decir con pocas palabras: sólo allí se mantiene un concepto histórico de historia. Por ello el historiador holandés Jan Huizinga puede decir que el futuro es la auténtica categoría del pensar histórico 78. Y por ello tiene razón Ernst Bloch cuando subraya que "el nervio del concepto adecuado de la ciencia histórica es y sigue siendo el novum". 79

Naturalmente, el concepto de historia forjado por las expectaciones de futuro, por la conciencia de misión y por la categoría novum puede oscurecer también la historia. Esto depende en cada caso de cuál sea el futuro que se aguarda, de cuál sea el punto de que tiene su origen la misión y de cuál sea la meta hacia la que ésta se dirija. Sin embargo, la "historia" continúa siendo aquí la síntesis del posible peligro y de la posible salvación. La "historia" no se convierte, en el sentido del logos griego, en la síntesis de la realidad en totalidad, o del universo. El concebir y aprehender la historia en la línea fronteriza del presente en esperanza y en misión hacia adelante puede producir, por ello, tanto efectos amenazadores como efectos salvadores. Pues a esta forma de percibir la historia puede aplicarse la frase de Holderlin: "Allí donde hay peligro, crece también lo salvador"; lo mismo que puede aplicársele su inversa: "Allí donde crece lo salvador, crece también el peligro" (E. Bloch)80.

Cuando la presunta salvación, por amor a la cual se abandona todo, no es lo suficientemente amplia, ella misma precipita todo en el peligro infinito del abandono y del vacío de sentido. Una salvación esperada y querida que no abarque todo lo que es y todo lo que no es, produce consecuencias funestas, cuando se apuesta todo a ella. Exponerse a sí mismo y toda la realidad existente a las olas pasajeras de la historia es algo que en todo caso adquiere su sentido tan sólo desde la perspectiva de un país nuevo. Pero si esas perspectivas se revelan como ilusiones, entonces la pérdida se duplica. Y si no aparecen en absoluto perspectivas, entonces también la historia se vuelve absurda. Mas una vez que se ha abierto paso la experiencia de la realidad como historia, y una vez que se ha iniciado la marcha hacia ésta, no existe ya ningún retorno a la ahistórica fe cosmológica en lo eternamente duradero y en lo siempre existente. La comprensión de la historia, de sus posibilidades para el bien y para el mal, de sus orientaciones y de su sentido, se encuentra en el campo de las esperanzas, y sólo en él puede ser alcanzada.

Si releemos en esta perspectiva la historiografía y la filosofía de la historia propia de la edad moderna, notaremos que el auténtico problema de los conceptos históricos no es el problema de lo particular y lo universal, no es el problema de la idea y de sus apariciones, etc., sino la pregunta por la relación existente entre la historia y el "final de la historia". En su filosofía de la historia hizo Kant la observación de que también la filosofía puede tener su "quiliasmo 81. Su indicación llama la atención sobre el hecho de que toda comprensión de la historia realizada desde un todo ya presente y acabado de la idea, de la sustancia primigenia, o de la vida, y que toda absorción de la historia en conocimiento, buscan el "final de la historia", y que la aporía de la filosofía de la historia hay que verla en el hecho de que ese "final de la historia" tiene que ser buscado en la historia. La filosofía de la historia de la edad moderna tiene de hecho el carácter de un quiliasmo filosófico, ilustrado: la "terminación de la historia en la historia" es su meta, al igual que lo era en el antiguo quiliasmo religioso. Y tiene además el carácter del entusiasmo escatológico del futuro.

La idea teológico-histórica de Joaquín de Fiori acerca del tercer reino del Espíritu aparece, a partir de Lessing, en el conocimiento histórico del siglo xix y produce entusiasmo en él. La historia es el "Dios que deviene", se decía a partir de Herder en la época de Goethe. El conocimiento de la historia hace participar por ello en el Dios que deviene espíritu. La idea de que una tercera época del espíritu —científico— aclarará las crisis de la historia y, con ello, absorberá la historia enigmática en historia conocida, constituyó en Lessing y en Kant, en Comte y en Hegel, así como en sus sucesores, el motivo oculto que impulsaba a lograr una nueva orientación del mundo, una orientación que, por principio, no era ya "metafísica", sino "científico-histórica". Por ello, todas las fijaciones filosófico-históricas de una "esencia de la historia" tienen —aunque esté formulado en el sentido de la cosmología griega— un carácter escatológico, referente al "final de la historia". Todos los "lazos generales" o las direcciones de la historia utilizados en la historiografía poseen, por ello, un tono escatológico.

Mas si el concepto "historia" se convierte en un concepto nuevo para significar "universo", o para significar "realidad en totalidad", se origina con ello un concepto nuevo del cosmos, y la historia no es entendida ya "históricamente". Si la realidad está en la historia, con ello precisamente queda dicho que todavía no se ha redondeado en un todo. El "mundo entero" sería el mundo santo, el mundo perfecto, que lleva su verdad en sí mismo y que puede mostrarla desde sí. Sólo mientras el mundo no sea todavía entero y santo, sólo mientras esté abierto a su verdad y no la tenga todavía en sí, puede hablarse de "historia". Sólo mientras la realidad misma esté en la diferencia de existencia y esencia, sólo mientras el ser humano esté en la diferencia de conciencia y ser, hay historia y son necesarios el conocimiento del futuro, la conciencia de misión y la decisión actual.

Mas ¿qué significa entonces conocimiento histórico, y qué sentido tiene entonces la historiografía?

 

6. MUERTE Y CULPA

COMO RESORTES DE LA CIENCIA HISTÓRICA

Un esfuerzo cognoscitivo en tomo a la historia que tomase en serio esa historicidad de la historia, comenzará con la protesta de Nietzsche contra el historicismo en nombre de la vida.

Todo lo vivo puede hacerse sano, fuerte y fecundo tan sólo dentro de un horizonte. 82

El historicismo, cuyo exceso asfixia y sofoca a la vida, se basa para Nietzsche en el memento morí medieval y en la "falta de esperanza que el cristianismo lleva en su corazón contra todos los tiempos venideros de la existencia terrena" 83. Por ello, cuando el sentido científico-histórico "domina a sus anchas y saca todas sus consecuencias, erradica el futuro, porque destruye las ilusiones y roba su atmósfera a las cosas existentes, única en la cual pueden éstas vivir" 84. Pues "vida" significa tener un horizonte, y tener un horizonte significa ser conducido por esperanzas hacia lo futuro y posible. Esta es la "fuerza plástica de la vida", que es atacada por la ciencia histórica y por un exceso de ciencia histórica. Pero si se quisiera realmente contemplar y aprehender la historia pasada en nombre del memento vivere de Nietzsche, entonces esta "vida" debería poder competir con aquella "muerte", que ha convertido la historia pasada en tiempo irremisiblemente perdido, irrecuperable. La concepción que Nietzsche tiene de la vida, con la cual interroga por las Ventajas y desventajas de la ciencia histórica para la vida, no es capaz de imponerse frente a la muerte, que vuelve histórica a toda vida, o sólo puede lograrlo mediante el olvido y la apelación a la "juventud de la vida". Por ello la protesta de Nietzsche contra el historicismo no puede competir con éste y con sus consecuencias. La impresión del historiador es justa:

A mí me parecen siempre los grandes hechos históricos del pasado como cataratas congeladas: imágenes petrificadas en la frialdad de la vida evadida, que nos mantienen a distancia... Sentimos frío al contemplar la grandeza de reinos hundidos, de culturas sepultadas, de pasiones extinguidas, de cerebros muertos... Si tomamos esto en serio, podemos estremecernos de que nosotros los historiadores cultivemos una ciencia muy peculiar: moramos en ciudades muertas, abrazamos las sombras, recordamos a los difuntos. 85

Lo único que aquí queda sin responder es por qué nosotros hacemos esto y por qué no huimos más bien del reino de sombras del pasado. A la base de toda historia como esfuerzo científico de conocimiento se encuentra algo que podemos calificar de "historia como recuerdo" 86. Es verdad que nuestra memoria histórica es siempre selectiva. Recordar y olvidar son dos cosas que van unidas. Es verdad que nuestra memoria histórica está determinada por la fantasía. Lo recordado muda sus colores en la imagen del recuerdo. Con respecto a este recuerdo histórico, la "historia como ciencia" tiene una doble consecuencia: la historia como ciencia puede transformar sin duda el "recuerdo" en un factum conocido, histórico, en la medida en que destruye el recuerdo; pero, desde su posición, le es imposible invertir el proceso y crear con sus medios recuerdos nuevos, a no ser que se suprima a sí misma (A. Heuss) 87. Pero en la "historia como recuerdo", y en la medida en que está presente en cuanto tal, la ciencia histórica tiene una misión crítica, depuradora. Tiene la "tarea de luchar contra el olvido inocente y contra la leyenda culpable" (H. Heimpel). 88

En este sentido R. Wittram ha llamado a la culpa el "motor secreto que mantiene en marcha el engranaje, motor muchas veces oculto, pero siempre activo; el auténtico perpetuum mobile de la historia universal" 89. Esos recuerdos que son experimentados como "culpa", "se imponen". Fuerzan al presente a enfrentarse a ellos, pues en lo recordado como culpa hay algo que todavía no está liquidado, que todavía no ha sido concebido en su alcance, que aún no ha manifestado su significado. Con el conocimiento de lo sido, de lo ocurrido como "culpa", el presente entra en un proceso que no ha encontrado todavía su fin y su solución. El pasado se vuelve determinante para las cargas y para las tareas del presente. A esos procesos no se les puede aplicar la frase de Hegel:

Como pensamiento del mundo aparece (la filosofía) tan sólo en el tiempo después de que la realidad ha consumado su proceso de formación y ha quedado lista... Cuando la filosofía pinta su gris sobre gris, una figura de la vida se ha vuelto vieja; y con gris sobre gris no se la puede rejuvenecer, sino sólo conocer. 90

Cuando ciertos procesos de la historia y ciertas figuras de la vida se han vuelto viejos, resulta posible una contemplación científico-histórica a distancia; sólo que entonces ya no es precisa. A esos procesos conclusos en sí mismos les falta todo stimulans del recuerdo que se impone. En cambio, si la historia no ha llegado a su final, y ciertas figuras de la vida en ella no están aún listas y acabadas, entonces no es posible mirarlas con los ojos de la lechuza de Minerva, entonces resulta precisa, antes bien, una percepción de las posibilidades abiertas, de las tendencias y de las direcciones existentes en el proceso de esas cosas. Pues entonces no se trata de cataratas congeladas de hechos muertos, sino de un fieri abierto, de algo que se encuentra en devenir, en el proceso abierto de las decisiones y esperanzas. Entonces la ciencia histórica no podrá presentar tan sólo un "resultado" científico-histórico, sino que tendrá que cobrar conciencia de que, con sus exposiciones, también "encuentra", y con sus comprobaciones, también "fija". En esta medida, la ciencia histórica está al servicio de la vida de la justicia —todavía no encontrada— de la vida en el pasado.

Esto podemos afirmarlo no sólo con respecto a la "historia como recuerdo" de culpa, sino también con respecto a la muerte, la cual es siempre el hecho más duro, y por tanto el más seguro, de la historia pasada. No sólo la culpa, sino finalmente la muerte convierten el pasado en un tiempo irrecuperable. Lo que fue, no retorna más. Lo que está muerto, muerto está. Ahora bien, si la historia fuera historia de muerte, entonces la ciencia histórica como ciencia de muerte en aprehensión humana sería el asesinato de todo recuerdo vivo. Pero entonces quedaría, una vez más, sin contestar qué es lo que motiva propiamente el interés por la historia, si es que toda historia es historia de muerte, y si es que en ella hay ciertamente muchas cosas en flujo y en devenir, pero los muertos continúan estando muertos. Entonces no habría en este punto ningún fieri, sino sólo un factum, y ciertamente un factum desnudo, imposible de interpretar. El interés por la historia y su ventaja para la vida habrían terminado, pues con la muerte se habría encontrado aquí algo eterno y perduradero como nada aniquilante. Ahora bien, lo peculiar consiste en que el historiador puede y debe tratar con los muertos.

Los muertos, muertos están; pero nosotros los resucitamos, tratamos con ellos; "cara a cara", dice Ranke; ellos exigen la verdad de nosotros. 91

Este trato con la historia de los muertos debe estar, en consecuencia, motivado por algo que trascienda a la muerte y que vuelva pasajera también a ésta. Pues, de lo contrario, la ciencia histórica estaría inmotivada y se desharía al chocar con la muerte en sí. Walter Benjamín ha dicho en sus tesis para una filosofía de la historia:

Sólo el historiógrafo posee el don de encender en lo pasado la chispa de la esperanza, que está impregnada de esta idea: tampoco los muertos estarán seguros ante el enemigo, si éste triunfa... El mesías, en efecto, no viene sólo como el redentor; viene como el vencedor del anticristo. 92

Pero esto significaría que únicamente la esperanza en la resurrección de los muertos, o el temor al anticristo o a la nada aniquiladora, se encuentran en condiciones de suscitar esperanzas en el campo de la historia pasada y, por tanto, de mantener la historia en recuerdo y, por tanto, en fin, de hacer posible y viva la historia como ciencia. En este sentido tiene razón Otto Weber cuando afirma:

La "historia" como objeto intencionado de investigación o como punto de arranque para forjar el presente es siempre un proceso que constituye, por así decirlo, una resurrección de los muertos. La "historia de muerte" es entendida, por aquél que "hace" historia, como "historia de vida". 93

Esta resurrección científico-histórica de los muertos es, también y precisamente cuando acontece "por así decirlo", escatología anticipada y acontecimiento final proyectado sobre la historia. La "razón en la historia" tiene una luz mesiánica, muestra las cosas tal como se encuentran, una vez desnudadas, en sus desolladuras y dispuestas para la salvación, o no tiene luz alguna que ilumine históricamente la historia.

¿Cómo se puede experimentar y conocer la historia a esa luz? Ya no se podrá leer el pasado tan sólo de una manera arqueo-lógica, ya no se lo podrá tomar tan sólo como antecedente del presente concreto. Será necesario interrogar al pasado en orden a su propio futuro. Todo lo histórico está lleno de posibilidades, de posibilidades utilizadas y no utilizadas, aprovechadas e impedidas. El pasado aparece en esta perspectiva lleno de posibilidades interrumpidas, de comienzos perdidos, de ofensivas hacia el futuro detenidas. Así, pues, habrá que entender los tiempos pasados desde sus esperanzas. Los tiempos pasados no constituyeron el trasfondo del presente de ahora, sino que ellos mismos fueron presente y línea fronteriza hacia el futuro. Este es el futuro abierto, que nos coloca en un mismo frente y en una cierta simultaneidad con tiempos anteriores, y hace posible la polémica, la crítica y la aceptación. Por ello podemos recoger en la historia de nuevo los frentes pasados y las huellas de esperanza disipadas, y resucitarlos a nueva vida. La dialéctica del acontecer pasado y del comprender presente está siempre movida por anticipaciones del futuro y por la pregunta por la posibilitación del futuro.

Se descubre entonces futuro en el pasado, y posibilidades en lo sido. Se recuerda lo no amortizado y lo lleno de promesas de tiempos anteriores. Aquel dualismo en el cual el historiador positivista se esfuerza por descubrir la realidad sida, y el hermeneuta existencial trabaja por descubrir la posibilidad de existencia de la existencia sida, aquel dualismo, decimos, no conoce hasta qué punto en lo histórico la realidad y la posibilidad están entrelazadas entre sí, hasta qué punto las nuevas posibilidades de existencia se deben a sucesos históricos, y hasta qué punto éstos están llenos de lo posible. Perspectivas de futuro y series de finalidades se forman tan sólo en el progreso de mediación de constelaciones sujeto-objeto originariamente no separadas, en las cuales las decisiones humanas responden a lo realmente hecho posible, y nuevas posibilidades reales provocan nuevas decisiones. El positivismo de la ciencia histórica es incapaz de percibir esto, pues en él el horizonte propio es tomado como definitivo, y por ello no puede ser convertido en pregunta, reconociendo otros horizontes. Por su parte, una interpretación existencial consigue poner esto de relieve tan sólo en el ámbito de la existencia humana que pregunta por sí misma, pero no en el ámbito universal del ser total, abierto al futuro.

 

7. LA PECULIARIDAD DE LOS CONCEPTOS UNIVERSALES DE LA CIENCIA HISTÓRICA

¿Hacia dónde caen, en este contexto, los conceptos universales de la ciencia histórica utilizados por el método científico-histórico, el cual tiene siempre que generalizar? El presupuesto filosófico-histórico del conocimiento de la historia no puede estar, en este caso, en una metafísica del ser, de la idea, de la vida insondable o de Dios. Mientras esta realidad no se haya "cancelado" y no esté redondeada en un todo, resulta imposible una metafísica del universo científico-histórico en el sentido del logos griego. Por ello, todos los conceptos universales de la ciencia histórica aparecen como conceptos resbaladizos, históricos ellos mismos e impulsores de la historia. Mas para que lo absoluto no sea inherente a ellos, no basta con calificarlos y aprehenderlos como "relativos". En lugar de una metafísica de la historia universal aparecerá una misión que tiende hacia el universal futuro, no presente todavía. Sólo de manera presunta y errónea se originan en la abstracción los conceptos universales científico-históricos e incluso históricos, con los cuales se intenta aprehender qué es el hombre, qué es la esencia del mundo, etc. En verdad se da en ellos el momento de la profecía y de la misión o envío al futuro país del "concepto genérico realizado". Hay siempre en ellos una escatología futurológica anticipada.

En su carácter abstracto, los conceptos generales muestran la verdad que intentan aprehender en el modus de lo preliminar —en sentido literal— a la vista de una realidad abierta. Los universales de la metafísica histórica no son ni realidades ni simplemente palabras, sino que constituyen tendencias en lo potencial. Señalan algo preliminar en el vestíbulo de la misión histórica. Por ello no son relativos en el sentido del relativismo de la ciencia histórica, pero sí son superables en el sentido del proceso abierto de la historia. Lo que es historia "mundial" se decide en razón de aquello que es deseado, esperado y pre-figurado como el mundo futuro, como el mundo único. Lo que es historia "de la humanidad" se decide en razón de aquello que la humanidad única ha de ser y será algún día. Ambas cosas están referidas de manera inmediata a la misión presente. Por ello, para la historia mundial, sólo tenemos historias, pero esa historia no existe todavía. Las líneas básicas por las que esas historias transcurren hacia la historia universal están todas sostenidas por la conciencia de misión hacia la historia universal.

Jakob Burckhardt dijo a propósito de la tarea del historiador:

Propiamente deberíamos vivir continuamente en la intuición del todo del mundo. Sólo que, para esto, se necesitaría una inteligencia sobrehumana, elevada por encima de lo temporalmente sucesivo y de lo espacialmente limitado, y a la vez, en permanente trato contemplativo con esto, y en completa participación en ello. 94

Con esto no calificó de absurdas las consideraciones sobre la historia universal, sino que insinuó más bien la posición dialéctica del ser humano con respecto a la historia. Ni el hombre se encuentra sobre la historia, de tal manera que pueda contemplar desde arriba el todo del mundo, ni se encuentra totalmente en la historia, de tal manera que no necesite preguntar por el todo y por la meta de la historia, y ese preguntar mismo carezca de sentido. Se encuentra siempre tanto en la historia como sobre la historia. Experimenta la historia en el modus del ser y en el modus del tener. El hombre es histórico y tiene historia. Tiene que poder distanciarse de la historia en la investigación y en la contemplación, para experimentarla en el modus del haber. Y tiene que identificarse con ella, escuchando y actuando, para experimentarla en el modus del existir. Ni puede abolirse a sí mismo en la visión desde arriba de la historia, convirtiéndose únicamente en un gran ocular, ni puede tampoco entregarse a la historia, sin reflexión y meditación, transformándose tan sólo en una pequeña decisión.

El hombre se encuentra tanto en la historia como sobre la historia, y tiene que vivir su vida y su pensamiento en esta posición suya dialéctica y excéntrica. Se parece a un nadador, que en la corriente de la historia —o también contra ella— realiza sus movimientos y, sin embargo, saca su cabeza por encima de ella, para obtener orientación y sobre todo meta y futuro. Los conceptos e imágenes que el hombre puede formarse acerca de las conexiones históricas, son por ello históricos en un doble sentido: son conquistados en el proceso de la historia, y tienden hacia adelante, hacia el país futuro, posible, movilizando con ello el movimiento histórico. Son conceptos condicionados por la historia, pero también condicionantes de la misma. Son conceptos de movimiento movidos y motrices. No quieren ir detrás de la historia sosteniendo la cola de su manto, sino precederla con la antorcha en la mano. Por ello tienen necesariamente el carácter de la pre-suposición, del postulado, del proyecto y de la anticipación. Y por ello son, no tanto conceptos genéricos que subsuman la realidad conocida, cuanto conceptos funcionales dinámicos, que tienden a la modificación futura de la realidad.

 

8. HERMENÉUTICA DE LA MISIÓN CRISTIANA

 

1. Los pruebas de Dios y la hermenéutica

En los presupuestos de una teología cristiana, racional, las reflexiones hermenéuticas sobre los principios de comprensión de los textos bíblicos han venido a sustituir a aquellas pruebas de Dios que antes constituían, como theologia naturalis, los prolegómenos del hablar cristiano acerca de Dios. Mas no con ello han quedado liquidadas en modo alguno aquellas pruebas de Dios que demostraban la existencia y la esencia del mismo, así como la necesidad del preguntar por él, a partir de una realidad conocida o experimentable por todos los hombres. Esas pruebas retornan, antes bien, en todas sus formas imaginables, en las reflexiones hermenéuticas en las cuales se formulan hoy la pre-com-prensión y las perspectivas de interrogación de la interpretación y la predicación de los testimonios bíblicos que hablan de Dios y de su obrar. Con razón dice G. Ebeling:

La comprensión de lo que la palabra "Dios" significa tiene su lugar en el horizonte de la interrogabilidad radical. 95

Por ello corresponde a un análisis completo de la realidad el percibir aquella radical condición de pregunta de la realidad, que proporciona el presupuesto general del especial preguntar y del especial hablar cristianos en la teología. En la radical condición de pregunta de la realidad aparece el problema de la trascendencia, o sencillamente, la pregunta por Dios, a propósito de la cual tienen que demostrarse y acreditarse las palabras cristianas acerca de Dios. Esto guarda múltiples puntos de contacto con la empresa de las antiguas pruebas de Dios, aun cuando lo que aquí se pone de manifiesto no son la existencia y la esencia de Dios, sino la necesidad de preguntar por el mismo. Lo que se expresa con el nombre "Dios" es algo que sólo se puede mostrar inteligiblemente cuando se lo refiere a un radical y, por lo mismo, necesario carácter de pregunta de la realidad. "Dios" es lo interrogado en y con esa pregunta que es la realidad.

Las pruebas tradicionales de Dios se pueden dividir en tres grandes grupos: 1. La prueba de Dios a base del mundo. 2. Las pruebas de Dios a base de la existencia humana, a base del alma o de la conciencia de sí de poder y tener que ser el hombre necesariamente un sí-mismo. 3. Las pruebas de Dios a base de "Dios", las pruebas de la existencia de Dios o de la pregunta por Dios a base del concepto de Dios o del nombre de Dios. "Dios" puede ser buscado y entendido como lo interrogado con esa pregunta que es la realidad en su totalidad, o con la pregunta por la unidad, el origen y el todo de la realidad. "Dios" puede ser entendido como lo interrogado por la pregunta, vivible para cada uno, que es la existencia humana a diferencia de las cosas del mundo. "Dios" puede ser entendido como lo que hay que buscar e interrogar con el concepto, el nombre o la revelación de sí mismo de Dios. La teología cristiana, racional, puede ser cosmoteología o historioteología; puede ser eticoteología o existencioteología; y puede ser ontología. Estas son, por lo pronto, sus tres posibilidades, en las cuales puede hacerse comprensible a sí misma y a su cuestión. Estas tres posibilidades encuentran su expresión correspondiente en los principios de la hermenéutica, de la exégesis y del trato científico, implantado por ellas, con la historia y con los testimonios históricos de la Biblia. Estas tres posibilidades se ofrecen también para formular los conceptos teológicos universales con los cuales el Dios de la Biblia puede ser entendido, demostrado y predicado como el Dios de todos los hombres.

  1. Comenzamos con la prueba de Dios a base de la existencia humana, pues esta prueba es utilizada hoy de un modo tan general en la hermenéutica, que apenas se tiene ya conciencia de que es una "prueba de Dios". Cuando F. Ebeling dice que aquel carácter radical de pregunta parece irrumpir en un lugar completamente distinto de aquél en que lo fijan las llamadas pruebas tradicionales de Dios, es decir "no en la pregunta por el primum movens o cosas parecidas, sino en los problemas que atañen al ser persona" 96, esta alternativa evidencia tan sólo hasta qué punto hoy se entiende por "pruebas de Dios" únicamente las pruebas cosmológicas de la razón teórica, para luego limitarse a la prueba de Dios a base de la existencia humana, que es una prolongación y profundización de la prueba moral de Kant. La prueba de Dios a base de la existencia humana que todo hombre tiene, dice que "Dios" es lo interrogado por la pregunta que es la existencia humana: existencia amenazada por la muerte y por ello finita; existencia abocada a decisiones y por ello histórica. El enunciado que habla de la existencia de Dios no puede ser entendido, por tanto, como una verdad general, teórica y objetiva, sino sólo como "expresión de nuestra existencia misma"97. Pues no se trata, evidentemente, de entender a "Dios como principio del mundo, a partir del cual se tornan comprensibles el mundo y, con ello, también nuestra existencia" 98. Dios sólo puede ser aprehendido si los hombres aprehenden su existencia. Pero la existencia del hombre es histórica; es decir la historicidad del ser humano es su poder ser. Y así Dios sólo puede ser aprehendido allí donde el hombre se elige a sí mismo como su posibilidad. Ambas cosas acontecen conjuntamente en el acto único de la fe. La pregunta que hace al hombre preguntar por Dios y que le hace saber muy bien, en ella, quién es Dios, es aquella pregunta que él mismo es con su existencia histórica.

Si su existencia no estuviera movida, consciente o inconscientemente, por la pregunta por Dios en el sentido del agustiniano Tu nos fecisti ad Te, et cor nostrum inquietum est, donec requiescat in Te, el hombre no conocería a Dios como Dios tampoco en ninguna revelación de Dios. 99

Este fenómeno es la referencia objetiva de la revelación. En él se da aquella pre-comprensión, aquella theologia naturalis universal, que atañe a todo hombre y que es la única en la cual la revelación de Dios se puede mostrar como tal revelación de Dios.

Los principios fundamentales de la hermenéutica se deducen de aquí por sí mismos.

Desde esta visión interpretamos en cada caso la fuente científico-histórica como auténtico fenómeno histórico, es decir desde el presupuesto de que en la fuente es aprehendida y se expresa en cada caso una posibilidad de existencia humana, 100

El sentido de la ciencia histórica o de la exégesis no puede consistir ya entonces en reconstruir un fragmento de pasado y en integrarlo en el gran complejo de relaciones denominado historia (= historia universal) 101. El sentido de la ciencia histórica o de la exégesis reside ahora en una interpretación existencial que interroga a los textos en lo referente a su comprensión de la existencia humana, y que interpreta los textos bíblicos bajo la pregunta básica por Dios, por la revelación de Dios, y esto significa: por la verdad de la existencia humana como posibilidad presente de existencia. Los principios de la hermenéutica comprensiva se deducen de la presupuesta estructura hermenéutica de la existencia humana misma. Si la pregunta por Dios es idéntica a la pregunta del hombre por la autenticidad de su existencia, entonces la interpretación existencial puede presentarse como verdadera interpretación histórica y como verdadera interpretación teológica de los textos bíblicos. Encuentra su meta en la pregunta por la comprensión —expresada en la Escritura— de la existencia humana, porque ha tomado el fundamento para hacer esta pregunta de la prueba de Dios a base de la existencia humana.

Contra esto hay que objetar críticamente que el conocimiento de sí mismo por el hombre no se puede alcanzar hoy en absoluto en contraposición al conocimiento del mundo, ni se puede lograr la historicidad de la existencia humana sin comprensión de la situación histórico-mundial, sino que ambas cosas sólo pueden conseguirse siempre conjuntamente 102. En lugar de la antítesis entre mundo y sí-mismo existe siempre, en realidad, una correlación. Por ello la historicidad de una comprensión pretérita de la existencia sólo se puede comprender en conexión con el "gran complejo de relaciones" al que llamamos historia o historia universal. El carácter de pregunta de la existencia humana mantiene una conexión de condicionamiento con el carácter de pregunta de la realidad histórica en su totalidad. La prueba de Dios a base de la existencia humana está siempre asentada sobre la prueba de Dios a base del mundo. Una comprensión de Dios sólo se puede conquistar, por ello, en la correlación de comprensión de sí mismo y comprensión del mundo, de comprensión de la historia y de la historicidad, pues de lo contrario la buscada divinidad de Dios no sería universal.

La historicidad de la existencia creyente no es ya, en modo alguno, la autenticidad de la existencia humana misma, sino que es el camino, el instrumento y la misión para lograr aquella autenticidad y aquella verdad del ser humano que se encuentran en el futuro y que, por ello, todavía no han llegado y están en juego en la misión cristiana de la fe. La interpretación de toda la historia desde la historicidad perdurable de la existencia humana supera ciertamente un determinado historicismo positivista, pero hace desaparecer también con él los movimientos, diferencias y perspectivas reales de la historia.

El agustiniano cor inquietum no es un presupuesto universal-humano de la comprensión cristiana de Dios, sino que es el signo del pueblo peregrino de Dios y la meta de la misión cristiana a todos los hombres. Únicamente desde la comprensión bíblica de Dios se experimenta a sí misma la existencia humana como movida por la pregunta por Dios.

b) La prueba de Dios a base del mundo no había vuelto a ejercer, a partir de Kant, ningún influjo sobre la teología. Sin embargo, si la realidad del mundo en su totalidad se entiende, de una manera nueva, no ya como cosmos, sino como historia universal, esa prueba puede colocarse al mismo nivel que la prueba a base de la existencia humana e imponer igualmente, desde sí misma, principios hermenéuticos. "Dios" es experimentado aquí desde el mundo 103 "Dios" es aquí lo interrogado con la pregunta por el origen único, por la unidad y la totalidad de todo lo real. Con la pregunta por la unidad y la totalidad de la realidad está puesta conjuntamente la pregunta por Dios. Si, a la inversa, el pensamiento de Dios se torna inconsistente, entonces también pierde su consistencia la pregunta por el todo de la realidad.

Así, pues, de Dios sólo puede hablarse en el contexto de la percepción de la unidad de todo lo real. Ahora bien, esa unidad de lo real no puede ser entendida ya como cosmos en el sentido del monoteísmo griego, pues en la fe griega en el cosmos lo casual de los sucesos históricos resultaba absurdo y por eso no se le prestó atención. Pero si la realidad, en su totalidad de continuidad y contingencia, es entendida como historia, entonces se tornan visibles las estructuras del pensamiento bíblico de Dios. El pensamiento de Dios de los testimonios que hablan de la historia divina en Israel y en el cristianismo hace necesaria una comprensión de la realidad en su totalidad como historia. Esto significa, en primer término, que la "historia universal" se convierte en el horizonte envolvente del hablar cristiano acerca de Dios. Y, en segundo lugar, significa que esa comprensión total de la realidad en totalidad, por ser ella misma histórica, sólo puede ser formulada en cada caso en el contexto de la experiencia actual de la realidad en su conjunto. Por esto ella misma es históricamente abierta y provisional, hallándose orientada hacia aquel final de la historia en el cual aparecerá la totalidad de la realidad.

En hermenéutica se deduce de aquí el principio fundamental de no interrogar a los textos que nos salen al encuentro en la historia, sencillamente en orden a las posibilidades de existencia de cada existencia sida, sino el leerlos en orden a su lugar histórico y a su hora histórica, a su propia conexión histórica hacia atrás y hacia adelante. La conexión entre el antes y el hoy no se deduce de la finitud y la historicidad perdurables de la existencia humana, sino de la conexión de la historia universal, conexión que une el pasado con el presente. La diferencia histórica, temporal, entre el antes y el hoy no es salvada por la atribución de las posibilidades de entonces y de hoy a la existencia humana en cuanto tal, sino que es preservada y a la vez es, sin embargo, salvada en la conexión de acontecimiento que une ambas posibilidades.

Es decir, el texto sólo puede ser entendido en el contexto de la historia total, la cual enlaza lo de entonces con el presente, lo enlaza no sólo con lo que existe hoy, sino con el horizonte de futuro de lo posible hoy, porque el sentido del presente sólo se esclarece a la luz del futuro 104. Sólo una concepción del decurso histórico que enlace de hecho la situación de entonces con la de hoy y con su futuro de horizonte, puede constituir el horizonte total en el cual se diluyen el horizonte limitado del presente del intérprete y el horizonte histórico del texto. 105

Lo de entonces y lo de hoy se hacen comunes, salvaguardando su peculiaridad y su diferencia, cuando "penetran como momentos en la unidad de una conexión histórica que abarca a ambos" 106. Dado que esta conexión histórica abarcadora en medio de la historia sólo puede ser formulada como una perspectiva finita, provisional y, por tanto, superable, permanece siempre fragmentaria a la vista de un futuro abierto.

Aquí se afirma la necesidad de hacer hablar a "Dios" en el todo de la realidad, y a la vez se confiesa la imposibilidad de poder captar como "totalidad" una realidad que todavía no está conclusa, siendo por ello histórica. Por esto sería mejor abandonar las intenciones de la prueba cosmológica de Dios. Mientras esta realidad del mundo, y del hombre en él, no sea todavía "total", sino que su totalidad se encuentre más bien históricamente en juego, no se puede demostrar a Dios a base de ella. La "conexión histórica abarcadora" que enlaza el antes con el hoy —el horizonte científico-histórico y el horizonte actual de futuro— no es una conexión de sucesos encadenados entre sí, sino una conexión basada en una historia de misión y de promesa. Los horizontes no se "desvanecen" ya en la pregunta por la conexión de acontecer entre el hoy y el antes, sino sólo en la pregunta por el futuro intentado entonces y hoy. Porque se pregunta por el futuro desde el presente insuficiente, se actualizan las intenciones, esperanzas y visiones de futuro propias del pasado.

En las reformas y revoluciones se recogen para el futuro frentes pasados. Juntamente el futuro del presente constituye siempre también, si es que ese futuro debe ser universal y escatológico, el futuro del pasado y el futuro de los muertos. No es una "conexión histórica" que sólo "desvela" la verdad de todo lo real 107, sino una recogida de la historia que "conduce" y quiere conducir a la verdad de la realidad. El horizonte de futuro por el que el presente pregunta no puede ser entendido como horizonte de interpretación para la realidad del mundo habida hasta ahora en la anterior historia universal, sino sólo como horizonte de interpretación y de misión a una realidad futura, nueva, en la cual todo llega a la verdad, al sosiego y a su autenticidad. El "sentido del presente", sentido que sólo se manifiesta desde el futuro, no es la inserción del presente en el decurso de la historia habida hasta ahora; su "sentido" es su promesa y su tarea, su partida desde la realidad sida y presente hacia una nueva realidad. Aquella totalidad y aquella unidad de la realidad por las que se pregunta en la historia universal, no se deducen del simple decurso del proceso del mundo, que, una vez llegado al final, redondee la realidad haciendo de ella un todo; aquella "totalidad" y aquella "unidad" de la realidad tienen que ser una realidad nueva frente a toda la realidad existente, una realidad nueva en la que todas las cosas se hayan nuevas y totales.

Aquel mundo santo que demostrará la divinidad de Dios, no se alcanza todavía, en pensamientos y esperanzas, allí donde la historia es pensada hasta el final, sino únicamente allí donde Dios "será" todo en todo. Esta es, para decirlo con palabras de la Biblia, aquella en la que tampoco los muertos están seguros, sino que retornan y resucitan. Es una realidad nueva, que no cancela la realidad histórica habida hasta ahora, sino que, por así decirlo, la enrolla. Por ello tiene sentido preguntar por el futuro de los difuntos y del pasado; no sólo para llevar la luz del entender al oscuro campo de la historia, sino para encender "en lo pasado la chispa de la esperanza".

c) La prueba, de Dios a base de "Dios" es el argumento ontológico. Procede de Anselmo de Canterbury, no fue rechazado por Kant, y Hegel volvió a hacer de él el fundamento del concepto de Dios. No es casual que Karl Barth lo aceptase, en una forma cambiada, en su libro de 1931 —tan importante para su propia teología— acerca de Anselmo, y lo asociase con su propio concepto de la manifestación de sí mismo por Dios. Esta demostración de la existencia de Dios a base del concepto de Dios: "algo mayor que lo cual nada puede pensarse", o a base del nombre o de la revelación de sí mismo por Dios, no afirma que, por razón de la realidad experimentable del mundo o de la realidad vivible de la existencia humana, haya que pensar necesariamente a Dios, o haya que preguntar necesariamente por él, para poder esclarecer la verdad del mundo y del ser humano. Dice tan sólo que el que piensa a Dios tiene que pensar con necesidad su existencia. Su presupuesto no se encuentra en una determinada imagen del mundo o en una determinada comprensión del ser humano, sino en el hecho de que el hombre, también el impío, "escucha", recibe en su entendimiento el concepto de Dios y oye predicar el nombre o la revelación de Dios en su nombre. No es necesario pensar a Dios. Pero si se lo piensa, entonces hay que pensarlo como necesario. Dios es conocido únicamente mediante ".Dios". Sólo en su luz vemos nosotros la luz.

Los principios hermenéuticos vinculados con esta prueba afirman que toda exégesis de los textos bíblicos históricos tiene que partir del suceso indemostrable de que acontece aquella palabra en la cual Dios es conocido mediante Dios en la cual Dios mismo habla y se revela a sí mismo. Frente a las posibilidades discutidas hasta ahora, esto representa, de todos modos, un punto de partida en lo indisponible 108 mas, a pesar de ello, tiene consecuencias hermenéuticas e históricas. En el prólogo a la primera edición de su obra sobre la Carta a los romanos, 1919, Karl Barth formuló estas consecuencias de un modo todavía platónico:

Pero toda mi atención iba dirigida a penetrar con la vista, a través de lo histórico, en el espíritu de la Biblia, que es el Espíritu eterno... La comprensión histórica es un diálogo continuado, cada vez más sincero y penetrante, entre la sabiduría de ayer y la sabiduría de mañana, que es una y la misma. 109

En el prólogo a la segunda edición de 1921 se dice que hay que comprobar concienzudamente qué es lo que está ahí, reflexionar sobre ello, es decir enfrentarse a ello hasta que se vuelva transparente el muro que se levanta entre el siglo primero y el siglo propio, hasta que Pablo hable allí y el hombre escuche aquí, hasta que el diálogo entre el documento y el lector se concentre totalmente en la cosa (¡la cual puede ser diferente allí y aquí!).

En cuanto dotado de inteligencia, debo avanzar hasta aquel punto en el que me encuentre casi ya solo ante el enigma de la cosa misma, en que casi no esté ya ante el enigma del documento en cuanto tal, en que casi olvide que yo no soy el autor, hasta el punto en que yo haya entendido tan bien al autor, que pueda dejarle hablar en mi nombre y yo mismo pueda hablar en el suyo. 110

Mas ¿qué "cosa" podría producir esta fusión de documento y lector, de autor y oyente? Lo que en el citado libro se denomina "cosa y documento", lo llama Karl Barth más tarde "la palabra y las palabras". Antes de todos los métodos de apropiación de lo dicho en el texto, y de todas las fusiones de los horizontes de entonces y ahora, se encuentra en Karl Barth el acontecimiento "de que Dios mismo habla", de que aquella "cosa" de los documentos es esta palabra en la cual Dios se revela a sí mismo y se anuncia o demuestra a sí mismo.

Sólo este acontecimiento de que Dios se demuestra a sí mismo en su palabra, que él dice a los hombres, y de que, por tanto, la demostración de Dios a base de Dios acontece en la palabra de Dios, puede ser la meta última de toda exégesis histórica y teológica, y puede producir aquella fusión de los tiempos y de las personas. Para la "historia" esto significaría que el presupuesto y la meta de la exégesis no se hallan en la historicidad de la existencia humana, no deben ser vistos en una conexión histérico-universal, sino que el problema de las historias y palabras bíblicas consiste en el haber acontecido la historia de Dios en Cristo para los hombres. Esa historia no podemos aprehenderla de manera histórica, ni de manera histórico-universal, ni de manera histórico-existencial; únicamente se la puede repetir como historia kerigmática de Dios para los hombres. Por ello, la meta de la exégesis no es ni la comprensión de sí mismo en la fe, ni una orientación en la historia universal, sino la predicación. La "palabra de Dios" en las palabras empuja a ir de la exégesis de las "palabras" a la predicación de la palabra. Y así la clave hermenéutica de la historicidad de la existencia es sustituida aquí por la "historia de Dios para los hombres". El carácter de palabra de la existencia humana es sustituido por la soberanía de la palabra divina.

Al igual que las otras demostraciones de Dios, también la prueba ontológica es propiamente un fragmento de eschatón anticipado. Pues el que "Dios se demuestre por Dios", y el que "Dios sea Dios", es algo que tiene que incluir irremisiblemente el que "Dios es todo en todo" y demuestra su divinidad en todo lo que es y en todo lo que no es. Sin embargo, de esta omnipotente divinidad de Dios existe aquí en la historia tan sólo el anticipo de la resurrección de Jesús de entre los muertos. Por ello, que Dios es Dios no puede ser el origen y el trasfondo eternos de la predicación de Cristo, sino que debe ser la meta futura prometida, pero todavía no alcanzada, de la predicación cristiana. Precisamente las formulaciones originariamente platónicas del "espíritu eterno" y de la "cosa" —idéntica consigo misma desde la eternidad— de la Biblia que aparecían en Barth revelan una tendencia hacia un pensamiento aescatológico y luego también a-histórico, tendencia que podemos encontrar igualmente en las formulaciones posteriores que hablan de la palabra de Dios y de la revelación de sí mismo.

Bien entendida, "la palabra" en "las palabras" sólo puede tener un sentido escatológico, en el cual significa la "palabra" que aquí en la historia sólo podemos atestiguar, sólo podemos esperar y aguardar, la palabra que Dios dirá algún día, como ha prometido. Que la exégesis debe llevar a la predicación, si sigue correctamente las intenciones de los textos, es algo que no se puede basar en el trasfondo trascendental de la revelación de sí mismo por Dios, sino sólo en el hecho de que aquel acontecimiento de la resurrección de Cristo, ocurrido de una vez por todas, lleva a una necesidad escatológica, histórico-misional, de la predicación a todos los pueblos. Esto sólo resulta posible en un horizonte escatológico, pero no sobre la base de una eterna revelación de sí mismo por Dios. Una fundamentación ontoteológica de la predicación puede llevar a nivelar las diferentes tareas y horizontes históricos de la misión cristiana en los tiempos de la historia.

 

2. Misión y hermenéutica

Todas las pruebas de Dios son en el fondo anticipaciones hacia aquella realidad escatológica en la cual Dios es manifiestamente todo en todo. Suponen esta realidad como ya presente y como inmediatamente visible a todo hombre. Los principios hermenéuticos que se deducen de ellas hacen del presente de Dios —presente demostrable, visible o perceptible a base del mundo, de la existencia humana o del nombre predicado de Dios, aun cuando sea sólo en la pregunta necesaria por él— el punto de partida de la explicación y de la apropiación de los testimonios históricos, bíblicos.

Pero semejante "teología natural", en la cual Dios es manifiesto y demostrable a todo hombre, no es el presupuesto de la fe cristiana, sino la meta de futuro de la esperanza cristiana. Ese presente universal e inmediato de Dios no es aquello de que la fe viene, sino aquello hacia lo que la fe camina. No es aquello en que la fe está, sino aquello que la fe busca. Sólo en virtud de la revelación de Dios ocurrida en el acontecimiento de promesa de la resurrección del Cristo crucificado tiene la fe que inquirir y buscar la revelación universal e inmediata de Dios en todo y para todos. Aquel mundo que demuestra la divinidad de Dios, y aquella existencia humana que es movida necesariamente por Dios, son aquí proyectos de futuro de la esperanza cristiana. Son anticipaciones hacia aquel país, no alcanzado todavía, del futuro, en el cual Dios es todo en todo. Son proyectos antropológicos y cosmológicos de la fe cristiana, en los cuales el Dios de Jesucristo es "supuesto" o dado a todos los hombres y a toda la realidad como el Dios de todos los hombres o de toda la realidad. Esto es posible en tanto la realidad, y los hombres en ella, se encuentren históricamente en movimiento. Y es necesario para proyectar el horizonte universal de futuro de la misión cristiana. Sin tales proyectos, que se refieren al todo y que esclarecen a todos los hombres la existencia y el destino humanos, el cristianismo se convertiría en una secta, y la fe, en una religión privada.

Mas esas interpretaciones de la realidad total y del auténtico ser humano no pasan, sin embargo, de ser "proyectos" que están dirigidos al universo y a la humanidad futuros y prometidos. Son históricos y modificables, y son sostenidos siempre por el movimiento de la misión cristiana. La theologia naturalis es en el fondo theologia viatorum, y la theologia viatorum se esforzará siempre por conocer, en proyectos fragmentarios, la futura theologia gloriae.

 

a. Hermenéutica del apostolado

El auténtico punto de referencia, motriz e impulsor, de la explicación y de la apropiación de los testimonios históricos, bíblicos, se encuentra en la misión o envío de la cristiandad actual y del futuro universal de Dios al mundo y a todos los hombres, dentro de los cuales acontece esa misión.

La clave de la hermenéutica de los testimonios históricos de la Biblia es el "futuro de la Escritura". La pregunta por la explicación correcta de las Escrituras del antiguo y del nuevo testamento no puede dirigirse al "centro de la Escritura". Las Escrituras bíblicas no son un organismo cerrado en sí mismo, dotado de un corazón, ni son un círculo cerrado dotado de un centro. Todas las Escrituras de la Biblia se encuentran abiertas, más bien, al cumplimiento futuro de las promesas divinas, cuya historia narran ellas. El centro de las Escrituras del nuevo testamento es el futuro del Cristo resucitado, futuro que ellas anuncian, anticipan y prometen. Así, pues, para entender las Escrituras bíblicas en su predicación, en su concepción de la existencia humana y en su concepción del mundo, hay que mirar en la misma dirección en que ellas mismas miran. En cuanto testimonios históricos, las Escrituras están abiertas al futuro, de igual manera que todas las promesas están abiertas al futuro. En este sentido tiene razón R. Buitmann cuando dice:-

Los sucesos o las figuras de la ciencia histórica no son en absoluto fenómenos históricos "en sí", ni siquiera como miembros de una conexión causal. Lo son sólo en su referencia al futuro, para el cual tienen significación y del cual es responsable el presente ni. De esta manera podemos decir también de la Escritura que ella es lo que es tan sólo con su historia y con su futuro. 112

Ahora bien, este "futuro de la Escritura" no está todavía en el presente propio de cada uno, sino en aquello que orienta el presente concreto hacia un futuro universal, escatológico. El "futuro de la Escritura" es percibido, por ello, como presente en la misión que interviene en la historia y en la posible modificación de ésta. Los testimonios bíblicos son testimonios de una misión pasada, histórica, hacia delante, y por ello pueden ser entendidos, al hilo de la misión presente, como aquello que auténticamente son.

El punto de referencia y el objetivo de la explicación de los testimonios bíblicos no es algo universal, que mueve todo en el fondo de la historia o en el fondo de la existencia humana, sino la misión concreta, presente, de la Cristiandad al futuro de Cristo para el mundo. Se podría también decir que el punto de referencia de la interpretación verdadera histórica y escatológica, de la Biblia es la justificación de los impíos, si por ésta se entiende también la llamada a los gentiles a participar en la misión histórica de la Cristiandad. La mediación entre la historia venidera y la historia pasada se realiza al hilo de la misión histórica, que empuja hacia adelante. El nexo, que corre a través de la historia de las tradiciones, entre el entonces y el hoy, es un nexo basado en la historia de la promesa y en la historia de la misión, pues tradición significa, en su concepto cristiano, misión hacia adelante y misión hacia la amplitud. El acontecimiento de la palabra, en el cual se expresan los sucesos pasados significa el acontecimiento de la llamada para el futuro de la salvación en Cristo y para el trabajo presente de la esperanza en el servicio de la reconciliación.

Sólo en misión y en promesa, en encargo y perspectiva, en el trabajo de la esperanza, es concebido el "sentido de la historia" de una manera histórica e impulsora de la historia. La mediación entre la historia pasada y la historia venidera se realiza entonces, no en el terreno de una sustancie abstracta, ya cancelada, de la historia, y tampoco en el terreno de la historicidad permanente del existir humano. La dirección de la misión es lo único constante en la historia. en la presente línea fronteriza de la misión se aprehenden nuevas posibilidades de la historia y se abandonan realidades insuficientes de la misma. La esperanza y la misión escatológicas vuelven con ello "histórica" la realidad de los hombres. La revelación de Dios en el acontecimiento de promesa revela, causa y provoca aquella historia abierta, que es aprehendida en la misión de la esperanza. Convierte la realidad en que los hombres conviven y se establecen, en un proceso histórico, es decir en un proceso jurídico en torno a la verdad y a la justicia de la vida.

La humanidad del hombre se hace histórica en la medida en que el destino del hombre se manifiesta en la misión histórica.

La realidad del mundo se hace histórica en la medida en que en la misión aparece como el campo de cometidos de la misión, y es interrogado en orden a las posibilidades reales que existen para la esperanza de la misión, esperanza que modifica al mundo.

Dios se hace manifiesto en la misión como el Dios que llama y que promete. Demuestra su existencia, no a base' de la pregunta actual del hombre por Dios, no a base de la pregunta por la unidad del mundo existente, y tampoco, todavía, a base de su concepto, sino que demuestra su existencia y su divinidad al posibilitar las posibilidades históricas y escatológicas de la misión.

Y así las preguntas por la verdadera humanidad, por la unidad del mundo y por la divinidad de Dios brotan de una theologia naturalis ilusoria. Estas preguntas son planteadas y respondidas desde el movimiento de la misión. Son preguntas de la theologia viatorum.

 

b. La humanidad del hombre en la esperanza de la misión

La pregunta clave de toda antropología: ¿qué o quién es el hombre?, ¿quién soy yo? no es planteada en las historias bíblicas a base de la comparación del hombre con el animal o con las cosas del mundo. Tampoco es planteada sencillamente coram Deo, como dijeron Agustín y los reformadores protestantes. Es planteada, más bien, a la vista de la misión, el encargo y la destinación divinos, que rebasan los límites de lo que es posible al hombre. Así pregunta Moisés (Ex 3, 11), a la vista de su llamada para el éxodo de los israelitas de Egipto: "¿Quién soy yo, para ir al faraón y sacar de Egipto a los israelitas?" Así conoce Isaías (Is 6, 5) su mismidad culpable dentro de un pueblo culpable, a la vista de su vocación: "¡Ay de mí, que estoy perdido pues hombre de labios impuros soy, y en medio de un pueblo de labios impuros habito!" Y así conoce Jeremías quién es y quién fue, a la vista de su vocación: "Ah, Señor, yo no sé hablar y soy demasiado joven" (Jer 1, 6).

El conocimiento de sí mismo acontece aquí a la vista de la vocación y la misión divinas, que exigen al hombre algo imposible. Es conocimiento de sí mismo, conocimiento del hombre y conocimiento de la culpa, conocimiento de la imposibilidad de la propia existencia, a la vista de las exigidas posibilidades de la misión divina. El hombre llega al conocimiento de sí mismo al descubrir la discrepancia entre la misión divina y su propio ser; al experimentar quién es y quién debe ser, pero no puede ser por sí mismo. Por ello, la respuesta escuchada a la pregunta del hombre por sí mismo y por su humanidad, dice así: "Yo estaré contigo". Con ello no se le dice al hombre quién fue y quién es propiamente, sino quién será y quién puede ser en aquella historia y en aquel futuro a que le lleva la misión. En la llamada se le deja entrever al hombre un nuevo poder ser. Quién es el hombre, y qué puede ser, lo experimentará en la esperanzada confianza de que Dios estará con él. El hombre experimenta su humanidad no desde sí mismo, sino desde el futuro, al que le lleva la misión.

Quién es el hombre, eso sólo la historia se lo dice, afirmó W. Dilthey. Podemos recoger aquí esta frase, añadiendo: la historia a la que le lleva la esperanza de la misión. El auténtico misterio del ser humano lo descubre el hombre en la historia que su futuro le abre. Precisamente en esta historia de posibilidades —todavía desconocidas y todavía ilimitadas— de la misión se pone de manifiesto que el hombre "no es un ser fijo", es decir que está abierto al futuro hacia posibilidades nuevas y prometidas de ser. Mas precisamente en la llamada hacia las posibilidades todavía oscuras del futuro se muestra que el hombre está oculto para sí mismo, es un homo absconditus, y se volverá manifiesto para sí mismo en aquellas perspectivas que los horizontes de la misión le abren. La llamada y la misión no le revelan al hombre sencillamente a sí mismo, de tal manera que pueda volver a entenderse como aquél que auténticamente es. Le revelan y le abren nuevas posibilidades, de tal manera que puede llegar a ser aquel que todavía no es y todavía no ha sido. Por ello, para emplear la terminología del antiguo y del nuevo testamento, los hombres reciben con su llamada un nuevo nombre, y con su nuevo nombre reciben un nuevo ser y un nuevo futuro.

Ahora bien, ocurre que en el antiguo testamento esas llamadas y misiones son especiales y contingentes. Atañen a un único pueblo y a algunos profetas y reyes. Contienen determinados encargos históricos. Por esto, a base de ellas no es posible determinar todavía nada acerca de la humanidad del hombre. Pero en el nuevo testamento la llamada y la misión se dirigen "sin distinción" a judíos y a gentiles. La llamada a la esperanza y a la participación en la misión se vuelve aquí universal. La llamada hecha por el evangelio contiene la llamada a la esperanza escatológica en la salvación definitiva y universal. La llamada hecha por el evangelio es aquí idéntica a la justificación de los impíos y a la implantación de la obediencia de fe entre todos los hombres. Pero si el evangelio llama a todos los hombres a la esperanza y a la misión del futuro de Cristo, entonces resulta posible reflexionar, desde este acontecimiento determinado, sobre las estructuras universales del ser humano. El creyente no se entiende a sí mismo, en efecto, como un seguidor de una religión que todavía es posible también en medio de otras religiones, sino como un hombre que se encuentra en camino hacia la verdadera humanidad, hacia aquella humanidad que está destinada a todos los hombres. Por ello, su verdad no puede presentarla a otros como "su" verdad, sino sólo como "la verdad".

La humanidad concreta, inaugurada por la misión cristiana, tiene que trazar desde sí misma, por ello, en la polémica con las definiciones universales del ser humano que aparecen en la antropología filosófica, también estructuras generales del ser humano, en las cuales el futuro de la fe aparece anticipadamente como futuro de todos los hombres La llamada del evangelio se dirige a todos los hombres y les promete un futuro universal-escatológico. Esa llamada acontece "en público", y por ello tiene que salir fiadora también en público de su esperanza en el futuro del hombre. Una escatología cristiana incitará siempre a que una a antropología general, filosófica, entienda históricamente el ser humano y conciba la historicidad de éste desde su futuro. Lo que el hombre es en cuerpo y alma, en projimidad y sociedad, en su dominio de la naturaleza, eso es algo que sólo se manifiesta en su realidad desde la dirección de su vida vivida. El hombre sólo se vuelve definible desde la definición hacia la que se encuentra en camino. La comparación con la naturaleza, con el animal, o la comparación con otros hombres de la historia y del presente, no descubre todavía qué es el ser humano; únicamente consigue esto la comparación con sus posibilidades de futuro, las cuales se le manifiestan desde la dirección de su vida, desde la intentío vitalis.

El hombre no tiene su consistencia en sí mismo, sino que está siempre en camino en dirección hacia algo, y se realiza a sí mismo desde un todo futuro y esperado. El ser humano no es subsistente, sino ex-sistente. No se hace comprensible desde una substantia hominis que se encuentre a su base, sino sólo desde las perspectivas vividas de direcciones corporales y anímicas. El hombre está "abierto al mundo sólo en el hecho de estar orientadamente abierto a la determinación y al futuro. Dicho con otras palabras: la natura hominis sólo se deduce de la forma futurae vitae. Desde ésta se encuentra en devenir; y con respecto a ella, se encuentra históricamente puesto en juego. Por la esperanza en la nueva creación prometida por Dios, el hombre se encuentra aquí in statu nascendi; se encuentra en el proceso de su engendramiento por la palabra de Dios que le llama, le atrae y le impulsa.

Una interpretación, basada en la historia de la misión, de los testimonios bíblicos que hablan de la historia y de la misión del hombre, no preguntará, por tanto, como hace la interpretación existencial, por las nuevas posibilidades que Israel y el cristianismo han traído al mundo. También ella tendrá que exponer las posibilidades sidas de existencia como posibilidades de la comprensión actual del existir humano. Pero interpretará esas posibilidades de existencia como nuevas posibilidades del futuro del hombre. No interpretará los fenómenos de la historia pasada desde las posibilidades del existir humano, sino que interpretará, a la inversa, las nuevas posibilidades del existir humano desde el "fenómeno" de promesa y envío por Dios, y desde el "fenómeno" de la resurrección y el futuro de Cristo. Podrá abrir al hombre de hoy nuevas posibilidades, perspectivas y metas mediante la explicación de aquel acontecimiento que prepara el camino al futuro escatológico. Para ello es necesario tomar al hombre en su mismidad, juntamente con —y sin prescindir de— la constelación actual de la sociedad humana, a fin de entregar el todo de la realidad humana actual al futuro de Cristo y a las posibilidades de la misión a su futuro. La entera situación actual debe ser entendida desde el futuro de la verdad en sus posibilidades y tareas históricas.

 

c. La historificación del mundo en la misión

El mundo no se vuelve cuestionable ya de manera histórica para la theoria que investiga la esencia divina del mundo como cosmos, sino sólo para la praxis de la misión, praxis histórica y deseosa de cambios. Las preguntas de la praxis no se dirigen a la unidad y la totalidad del mundo, ni al orden de la realidad caótica, sino a la alterabilidad del mundo. Pues la esperanza escatológica muestra lo posible y mutable en el mundo como algo lleno de sentido y la misión práctica aprehende lo que ahora es posible en el mundo. La teoría de la praxis de la misión —que es una praxis que modifica el mundo y está deseosa de futuro— no busca órdenes eternos en la realidad existente del mundo, sino que busca posibilidades en este mundo en dirección al futuro prometido. La llamada a configurar el mundo en obediencia carecería de objeto si este mundo no fuese susceptible de modificación. El Dios que llama y que promete no sería Dios si no fuese el Dios y el Señor de aquella realidad a la que su misión nos lleva, y si no pudiera crear posibilidades reales y objetivas para ésta.

Por tanto, la praxis de la misión transformadora necesita de una cierta confianza con el mundo y de una esperanza para el mundo. Busca lo real y objetivamente posible en este mundo, para aprehenderlo y para realizarlo en dirección al futuro prometido de la justicia, de la vida y del reino de Dios. Por esto es el mundo para ella un proceso abierto, en el cual están en juego la salvación y la condenación, la justicia y la aniquilación del mundo. Para la perspectiva de la misión no sólo el hombre está abierto al futuro, sino que también el mundo está lleno de futuro y de posibilidades ilimitadas para el bien y para el mal. La misión se esforzará siempre, en consecuencia, por entender la realidad del mundo como historia, desde el futuro que está prometido. Y por ello no preguntará, como los griegos, por la naturaleza de la historia y de lo permanente en el cambio, sino más bien por la historia de la naturaleza y por la posibilidad de modificación. No pregunta por el todo oculto que en lo más íntimo mantiene en conexión a este mundo tal como es, sino que pregunta por el totum futuro, en el cual todo aquello que aquí se encuentra en movimiento y está amenazado por la nada, se vuelve total y salvo. El todo del mundo no aparece aquí como cosmos autónomo de la naturaleza, sino como la meta de una historia universal que sólo puede entenderse energéticamente. El mundo aparece, por tanto, como un correlato de la esperanza. Sólo ésta toma realmente conocimiento de la "expectación de la criatura" que pregunta por su libertad y su verdad. La obediencia que brota de la esperanza y de la misión, sirve de mediadora entre lo prometido y esperado y las posibilidades reales de la realidad del mundo. La llamada y la misión del "Dios de la esperanza" no permiten que el hombre siga viviendo en el ámbito de la naturaleza, que siga viviendo en el mundo como en su patria, sino que le fuerzan a existir en el horizonte de la historia. Este horizonte le impregna de una expectación llena de esperanza, y le asigna a la vez responsabilidad y decisión para el mundo histórico.

El hombre llamado por la promesa divina a cambiar el mundo sale del ámbito del pensamiento griego sobre el cosmos. No tiene aquí una "ciudad permanente", pues busca "la ciudad futura" de Dios. Por ello su pensamiento no transfigurará metafísicamente la realidad a la luz de lo absoluto. Su pensamiento no está orientado a mediar entre el ente múltiple y el ser único y eterno.

Mas, por otro lado, su experiencia de la realidad en sus posibilidades de cambio como historia, no está condicionada por la factibilidad de historia en el capricho del sujeto humano. Para él el mundo es modificable para el Dios de su esperanza, y en esa medida lo es también para la obediencia a la que esa esperanza le incita. El sujeto de la mutación del mundo es para él, por ello, el espíritu de la esperanza divina. Su experiencia y su expectación de historia están así abiertas y a la vez sujetas por las promesas de futuro del Dios a quien cree. Por ello la realidad del mundo no se convierte para él, como ocurría en la edad moderna, en el material del deber, o de la técnica. Su pensamiento sobre el mundo no media entre las cosas y el sujeto humano, en las necesidades imaginadas o en las posiciones arbitrarias de éste. Su pensamiento media entre las cosas y la reconciliación venidera, mesiánica. Por ello su obediencia modificadora del mundo se encuentra, lo mismo que su conocimiento y su reflexión sobre el mundo, "al servicio de la reconciliación". El hombre no une, en una glorificación metafísica, lo que es, tal como es, con lo absoluto. No une las cosas, como hacía el positivismo técnico, con la propia subjetividad. Antes bien, media entre lo que es y el futuro universal y justificador de Dios. De esta manera su mediación sirve a la reconciliación del mundo con Dios. Su entendimiento no consiste en contemplar las cosas en dirección a su fundamento eterno. Su entendimiento no consiste en reflexiones prácticas de apropiación técnica de esas cosas. Su entendimiento consiste en que él, padeciendo conjuntamente con la miseria de lo existente, se anticipa al futuro redentor de esto, y así establece para ello reconciliación justificación y consistencia. Lutero dice:

...Un lenguaje extraño y una nueva gramática... Pues, porque debemos ser hombres nuevos, él quiere que tengamos también pensamientos, entendimiento y sentidos distintos y nuevos, y no contemplemos las cosas según la razón, tal como el mundo dispone de ella, sino tal como están para sus ojos, y nos orientemos según el nuevo ser futuro, invisible, que tenemos que esperar; y ese ver de sufrimiento y de miseria es el que debemos perseguir... 113

En esta dirección podemos recoger también la frase que Th. W. Adorno escribe en su obra Mínima Moralia. Reflexiones desde la vida dañada:

La filosofía, tal como se la pueda justificar ya tan sólo en presencia de la desesperación, sería el intento de contemplar todas las cosas tal como se presentarían desde el punto de vista de la redención. El conocimiento no posee otra luz que la que aparece en el mundo procedente de la redención: todo lo demás se agota en la reconstrucción y no pasa de ser un fragmento de técnica. Es preciso instaurar perspectivas en las cuales el mundo se sitúe, se enajene, revele sus fisuras y sus grietas, de manera semejante a como aparecerá alguna vez, indigente y desfigurado, a la luz mesiánica. Sin arbitrariedad ni violencia, únicamente desde el contacto con los objetos, habrá que conquistar aquellas perspectivas: esto es lo único que le interesa al pensamiento. 114

En el campo de la investigación y de la exposición de la historia pasada, esto significaría sin duda alguna que la meta para la ciencia histórica no puede consistir ni en una teodicea de la historia, ni en una autojustificación de la historia pasada o presente. El esplendor y la miseria de los tiempos pasados no necesitan de la justificación de Dios o de la razón en ellos. Tampoco soportan la dictadura positivista de la subjetividad actual. La "expectación de la criatura" en ellos se podrá expresar y vislumbrar en la mirada hacia la libertad de los poderes de la nada. A la luz mesiánica de la razón esperanzada, la ciencia histórica tiene que hacer manifiesto algo de las "fisuras y grietas" en las cuales los tiempos pasados aguardan su justificación y su redención. Entonces existe solidaridad del presente con los tiempos pasados, y una cierta simultaneidad tanto en la enajenación histórica como en la esperanza escatológica. Esta solidaridad es el verdadero núcleo de la homogeneidad, y sobre su base se torna posible una comprensión analógica por encima de los tiempos. Únicamente esta solidaridad de la expectación que solloza bajo la violencia de la nada y que espera la verdad liberadora, toma históricamente conocimiento de la historia y realiza, en los campos de muertos de ésta, el servicio de la reconciliación.

 

d. La tradición de la esperanza escatológica

Las tradiciones están vivas y son vinculantes, resultan familiares y acostumbradas allí donde y en la medida en que, por constituir lo obvio y natural, unen a padres e hijos en la sucesión de las generaciones y crean continuidad en el tiempo. Ya allí donde esa familiaridad y esa confianza normales se convierten en problema piérdese un momento esencial de las tradiciones. Cuando aparece la reflexión, poniendo críticamente en tela de juicio las tradiciones, para hacer que el acto de su aceptación o de su rechazo sea consciente, las tradiciones pierden su benévolo poder. No sólo la interrupción de tradiciones, sino incluso su problematización consciente elimina la tradicionalidad de la vida humana. Pues las tradiciones no son ya entonces el tutor y el sujeto del pensar y del obrar actuales, sino que se convierten en el objeto de un pensamiento que, en sí mismo y en sus raíces, es ajeno a la tradición. Las tradiciones pueden ser entonces rechazadas revolucionariamente, o restauradas conservadoramente. Sin embargo, desde el momento en que se habla "conservadoramente" de las tradiciones, es que ya no se las posee.115

El comienzo y principio de la ruptura moderna con la tradición está en la fundamentación de un saber seguro por el método de la duda a partir de Descartes. Hasta bien entrada la edad moderna el espíritu occidental se había educado en los textos de las tradiciones; ahora, en cambio, se educa —y ello comenzó ya en la baja edad media— en la propia experiencia y en la reelaboración metódica de la propia experiencia. Pascal piensa que con esto los caminos de la teología y de las ciencias modernas se separan:

Si vemos claramente esta diferencia, lamentaremos la ceguera de aquéllos que quieren admitir en la física únicamente la tradición, en lugar de la razón y del experimento; y nos horrorizaremos de la injusticia de aquéllos que en la teología quieren poner la argumentación de la razón en el lugar de la tradición de la Escritura y de los padres. 116

La teología es capaz de instruir únicamente sobre la base de la palabra transmitida. Pero en aquellos campos en que ahora se busca la verdad, a fin de fundar en ella la vida humana, social, las tradiciones se convierten en la síntesis de los prejuicios heredados, de los ídolos, como decía Francis Bacon. En lugar de las figuras históricas del espíritu, que viven a base de y en las tradiciones, aparece ahora el autocercioramiento del espíritu humano: sum cogitans. Para él las res gestae de la historia no son, por principio, distintas de las res extensae de la naturaleza. Por ello también en el campo de la historia buscará una experiencia metódicamente asegurada, pasada por el tamiz de la crítica de la ciencia histórica. Este concepto ahistórico de la razón convierte a las tradiciones en verdades históricas contingentes, y encuentra en sí misma verdades eternas de razón. La historia pasada no se actualiza para él ya en las tradiciones, sino que es reducida a ciencia histórica por la reflexión científica.

La relación científico-histórica con el pasado no sólo presupone que ese pasado ha pasado, sino que ella misma contribuye también, evidentemente, a afianzar y sellar esa inactualidad de lo sido. La ciencia histórica ha reemplazado a las tradiciones, y esto significa que ocupa su lugar... y hace imposible seguir realmente a los antiguos, es decir estar en su tradición. 117

La razón científico-histórica puede entonces, sin duda, disolver tradiciones, pero es incapaz de crear otras nuevas.

La presión que la tradición ejerce pre-conscientemente sobre nuestro comportamiento disminuye cada vez más en la historia con los avances de la ciencia histórica, 118

Esta relación científico-histórica con la historia crea por lo pronto una ruptura con la tradición, ruptura cuyos efectos nos resulta todavía imposible de abarcar con la mirada. Es, en primer término, una ruptura con tradiciones occidentales completamente determinadas. Pero el problema que se plantea es si esto constituye también una ruptura con la tradicionalidad de la estructura de la existencia humana en general. Con el comienzo de la edad moderna la razón emancipada realiza nuevas experiencias históricas, las cuales hacen saltar en pedazos el edificio heredado de la tradición. Los viajes descubridores a América y a China dan a conocer pueblos que no es posible insertar en la genealogía antiguo-cristiana de la humanidad. La razón, cierta de sí misma en la reflexión, realiza en la naturaleza descubrimientos que vuelven anticuada la vieja imagen del mundo. Esa razón produce, finalmente, en el campo social, nuevas formas de economía y nuevas formas de comportamiento de los ciudadanos, las cuales destruyen el ethos cristiano heredado. Lo único que la revolución francesa hizo fue cumplir el testamento de la Ilustración, siendo continuada a su vez en la revolución industrial y en la civilización técnico-científica. El recurso a autoridades y tradiciones, la conexión —esencial para la conciencia tradicional— con la tradición de verdad existente desde antiguo, no tienen ya aquí un significado constitutivo. En lugar de la cita aparece el experimento logrado y la técnica victoriosa. Como productor, consumidor y participante en el intercambio social, el hombre es el mismo en todas partes, prescindiendo de su procedencia, distinta en cada caso. Con ello las ciencias y las técnicas se vuelven autónomas y neutrales frente a las diferencias de la procedencia histórica.

En los tradicionalistas, desde el romanticismo hasta nuestros días, estas perspectivas han conducido siempre a visiones terroríficas y nihilistas.

Si la tradición estuviera de verdad completamente agotada; si el nihilismo estuviera consumado y no hubiera nada en absoluto que todavía estuviese fijo, no se podría apelar ya entonces en modo alguno a fundamentos obvios y comunes de nuestro ser humano lis. El mundo consistente en sí mismo se diluye en concepciones puramente subjetivistas del mundo, de tal manera que al final nada tendría ya consistencia de por sí, y el nihilismo sería el resultado final.120

Caeríamos así en una época a la que "la pérdida de la tradición en cuanto tal le sobreviene como un destino siniestro, como un perder apoyo y cobijo, como un escaparse de las manos lo permanente, como un vaciamiento y una aniquilación angustiosos del espacio espiritual de la vida" 121. Esta justificación nihilístico-romántica de la necesidad de reasumir las tradiciones no se encuentra, sin embargo, en condiciones de integrar la "edad moderna" en las tradiciones de la historia, porque no entiende la nueva progresividad del pensar y el trabajar modernos. Únicamente se presta atención a la pérdida del pasado, pero no a la ganancia de posible futuro que se da en el inicio de la edad moderna. Se dice que hay que limitar de nuevo el vestíbulo de la historia, abierto visionariamente por la edad moderna, mediante diques que contengan el peligro de quedar desbordados e inundados por los encantos de la historicidad. Mas con ello las tradiciones quedan formalizadas. No se sabe, en efecto, qué tradiciones pueden competir con la ruptura con la tradición provocada por la edad moderna, pero se recomienda el tradicionalismo en el pensamiento y en el obrar en general.

El auténtico motivo impulsor de la emancipación de la razón y de la sociedad frente a la tutela y la hegemonía de las tradiciones se encuentra, sin embargo, en el pathos mesiánico escatológico de la "edad moderna". Lo "antiguo" quedó superado porque lo "nuevo" pareció adquirir una cercanía y unas perspectivas palpables. Las esperanzas sujetas en las viejas y antiguas tradiciones se tornaron virulentas y surtieron efecto en orden al futuro de la historia. La "secularización" no fue una apostasía de las tradiciones y órdenes cristianos, sino una realización —por lo pronto en la historia del mundo— de las expectaciones cristianas. En esa medida constituyó una renovación quiliástica de las esperanzas cristianas. Lo que ocurrió no fue que los "terrores de la historia" desbordasen los diques de las antiguas tradiciones y de sus ataduras; lo que ocurrió fue que la esperanza domesticada en ellas se escapó de ellas. El lugar de las tradiciones heredadas lo ocupó un mesianismo históricamente eficaz, con contenidos cambiantes. Por ello no se podrá tomar como punto de partida la idea de que la "edad moderna", es tan sólo un edad más, y de que la conciencia científico-histórica moderna no es algo radicalmente nuevo, sino que constituye tan sólo un nuevo momento dentro de aquello que desde siempre ha constituido el comportamiento humano con respecto al pasado.122

En el pensamiento científico-histórico se descubrirá el momento de la tradición tan sólo si se toman en serio los elementos revolucionarios e incluso quiliásticos que hay en él. Por ello habrá que preguntar: ¿qué tradiciones quedan derribadas en la revolución de la edad moderna? ¿Contra qué concepto de tradición consigue imponerse la ratio revolucionaria? ¿Qué es y qué exige al hombre la tradición de predicación cristiana? Para ello será preciso distinguir con todo rigor los conceptos antiguo-arcaicos de tradición y el concepto cristiano de la misma, en lo que respecta a sus diferentes contenidos y a sus distintos modos de proceder.

El concepto antirrevolucionario, antirracionalista, de tradición propio del romanticismo aparece en todas partes como una restauración del pensamiento tradicional antiguo y arcaico. Aquí la religión y la participación de lo divino están vinculadas a la tradición que subsiste ininterrumpida desde siempre.

En el pensamiento tradicional arcaico 123 el tiempo perecedero se regenera en las festividades sagradas. Cada festividad y cada tiempo litúrgico nos trae de nuevo el tiempo tal como éste era al comienzo en el origen, in principio. El tiempo profano del pasar y transcurrir de la vida queda detenido, por así decirlo, en las festividades. El tiempo del mundo se renueva cada año. Iniciase de nuevo, con cada nuevo año, su santidad originaria. En las festividades los hombres se transforman de nuevo, periódicamente, en contemporáneos de los dioses, y otra vez viven con ellos lo mismo que al principio. La historia significa aquí decadencia del origen y degeneración del comienzo santo. La tradición significa la devolución de la vida decaída al tiempo primigenio y al origen. Un acontecimiento mítico originario se reactualiza en ellas. Para este pensamiento de la tradición la "verdad" va siempre unida con "lo antiguo". La prerrogativa de la tradición se expresa en la fórmula "desde antiguo".

De igual manera se dice, en el pensamiento antiguo de la tradición, que los antiqui, los antepasados, los mayores, son "los próximos al origen, los primeros, los del comienzo". Tienen autoridad aquéllos "que habitan mejor que nosotros y más cerca de los dioses".124

Los antiguos conocen lo verdadero; si nosotros lo encontrásemos, no necesitaríamos preocuparnos por las opiniones humanas 125. Un regalo de los dioses ha sido traído por un cierto Prometeo en el luminoso resplandor del fuego; y los antiguos, que habitan mejor que nosotros y más cerca de los dioses, nos han transmitido esa noticia, 128

Por los antiguos y los primitivos nos ha sido transmitido que lo divino circunda la naturaleza entera. 127

Así, en este pensamiento de la tradición la revelación se encuentra al comienzo. Los antiguos, que existieron antes que nosotros y vivieron cerca del comienzo, reciben de aquí su autoridad. Por ello lo antiguo se transforma en lo acreditado y en lo que hay que conservar. La anamnesis nos hace conocer de nuevo la esencia verdadera, inicial, de las cosas. La tradición es entonces mnemosyne, conservación en el recuerdo. De ella forma parte la imagen mítica del thesaurus, del tesoro de la verdad antigua que hay que guardar, y del depositum, de la riqueza confiada.

A propósito de la anterior cita platónica del Filebo observa Joseph Pieper:

Pero lo más importante en su noticia... es que esta noticia platónica es en gran parte idéntica a la respuesta que la teología cristiana apresta por su lado a la misma pregunta. Cuando se reflexiona sobre los elementos de la caracterización platónica de los antiguos..., hay que preguntar si existe una diferencia esencial entre esta descripción platónica de los antiguos, por un lado, y, por otro, la definición mediante la cual la teología cristiana califica al autor "inspirado", en el sentido riguroso de esta palabra, es decir al autor de un libro sagrado. El elemento común decisivo es, evidentemente, éste: ambos son concebidos como los receptores primeros de un Dios logos, de una palabra divina. 128

¿Pero es esto realmente así? ¿Se asemeja el contenido de la tradición griega "desde antiguo" al contenido de la predicación cristiana? ¿Podemos equiparar a los apóstoles con los "antiguos" de Platón? ¿Es posible predicar al Cristo resucitado con el concepto antiguo de tradición?

Qué es la tradición y cómo acontece, eso es algo que se deduce siempre de la cosa que se trata de transmitir. La cosa determina la tradición hasta en su modo de realizarse. En Israel no se transmitía un acontecimiento mítico originario, y no se lo reactualizaba in principio. Lo que se transmitía era un acontecimiento histórico, que determinaba la esencia, la vida, el camino y la historia de Israel. Cuando en éste se recordaban los "días de la antigüedad" y los "años de generaciones pasadas", no se pensaba en una antigüedad mítica, sino en una antigüedad histórica, es decir en el acontecimiento yavista del éxodo y de la conquista del país. Los antiguos no son los primeros de todos, sino aquella generación que recibió las promesas de Yavé y experimentó históricamente sus actos de fidelidad. "Dios" no es aquí el "antiguo", sino el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob.

El contenido de la tradición constitutiva de Israel lo formaban las grandes acciones y promesas de Yavé, que son únicas e irrepetibles y que por ello determinan a la vez el futuro de Israel. Las acciones de promesa de Yavé en el pasado abren a Israel un futuro, y, desde luego, un futuro histórico; por ello no es posible interpretar el pensamiento israelita de la tradición tan sólo como una pregunta retrospectiva, pues mira a la vez hacia adelante. La fidelidad de Yavé en el pasado se les cuenta y se les recuerda a los "hijos del futuro" (Sal 78, 6), a fin de que el "pueblo recreado" alabe a Yavé y conozca su dominio para el propio presente y futuro (Sal 71, 18). Así, pues, con el fin de despertar confianza en la fidelidad de Yavé en el futuro se cuentan las experiencias históricas del tiempo primitivo. La fidelidad de Yavé no es una doctrina que se haya heredado de los antiguos desde una antigüedad mítica, sino una historia que se tiene que contar y que se puede aguardar. Esta tradición viene, por tanto, de la historia y tiende hacia la meta de una historia futura. Ahora bien, esta meta puede variar en la misma historia de Israel. Se orienta ante todo a la confianza basada en el conocimiento: así es Yavé. Como fue, así será. Hay en esto el momento de la repetición, pero no la vuelta al comienzo mítico, sino la repetición en fidelidad y en constancia históricas. Cuando tiene lugar en los grandes profetas aquel cambio que ha sido denominado la "escatologización del pensamiento histórico" (G. von Rad), podemos encontrar en él también una escatologización del pensamiento de la tradición. También en la profecía se llega a la formación de una tradición. Pero es una formación de tradición de una manera nueva. Como precursora de la historia, la palabra profética suscita un esperar historia:

Voy a atar la revelación y a sellar la enseñanza entre mis discípulos, y aguardaré al Señor, quien oculta su rostro a la casa de Jacob, y esperaré en él (Is 8, 16 s.).

La palabra profética es custodiada y puesta por escrito, "a fin de que sea eternamente testigo para un día futuro" (Is 30, 8). 129

Si resumimos esta evolución del pensamiento sobre la tradición en Israel, sorprende, frente al concepto antiguo de la misma, la referencia firme, no mitológica, a la historia ocurrida y a la historia futura. Se transmiten promesas, se narran actos de fidelidad de Dios, los cuales apuntan hacia un futuro no acontecido aún. En este pensamiento sobre la tradición, el futuro anunciado, prometido, predomina cada vez más sobre el presente. Esta tradición de promesa no dirige su mirada hacia un acontecimiento originario ocurrido en el primer principio; la dirige al futuro y, por fin, a un eschaton de los cumplimientos. No se avanza a través de la historia de espaldas al futuro, con la mirada dirigida una y otra vez hacia el origen, sino que se sale confiadamente al encuentro del futuro prometido. No son los más antiguos de todos los que están próximos a la verdad y habitan más cerca de los dioses, sino las generaciones futuras, a las cuales se les transmiten las promesas para que contemplen el cumplimiento.

Frente al pensamiento antiguo sobre la tradición, la tradición cristiana de la predicación cristiana tiene en común, por lo pronto, con el concepto veterotestamentario de tradición lo siguiente: 1. La tradición se encuentra aquí unida, y a la vez une, a un suceso histórico único, irrepetible: a la resurrección del Cristo crucificado. 2. El proceso de tradición es forzado y motivado por el horizonte de futuro trazado de antemano, "de una vez por todas", por este acontecimiento. Ni el suceso ephapax de la resurrección de Cristo, ni el horizonte escatológico de futuro de la misión cristiana pueden ser captados con el concepto arcaico o antiguo de tradición. Por ello resulta falsa toda formulación de la tradición cristiana hecha según el criterio de la tradición antigua, como lo ha realizado con frecuencia el catolicismo, y a veces el protestantismo, a partir del romanticismo antirrevolucionario. Tanto el tradendum cristiano como el proceso de tradición de la predicación pagana rompen y desbordan ese marco.

a) La predicación cristiana comienza con la resurrección del Cristo crucificado y con su exaltación a Señor del mundo venidero de Dios.

Existe tradición cristiana desde pascua; desde que, con la adhesión de fe al resucitado, existe iglesia. 130

Podremos decir, por ello, que la tradición cristiana fue predicación y fue transmitida en la predicación. En esto hay una diferencia muy esencial con el concepto de la tradición existente tanto en la vida antigua como en la rabínica. ¿Qué es lo que distingue a la predicación del evangelio de la tradición entendida en aquel sentido? La predicación del evangelio no es transmisión de sabiduría y de verdad en doctrinas. Tampoco es tradición de caminos y cambios de vida según la ley. Es anuncio, revelación y proclamación de un acontecimiento escatológico m. Revela el dominio del resucitado sobre el mundo y libera al hombre, en la fe y en la esperanza, para la salvación venidera. Como proclamación, el evangelio está remitido a la llegada del dominio venidero de Cristo, e incluso él mismo es un momento de esa llegada. Revela el presente del Señor que ha de venir. Por ello en Pablo la predicación del evangelio y la misión a los gentiles de todo el mundo no son deducidas de los que existieron al comienzo y vivieron temporalmente más cerca de lo divino, es decir de los apóstoles primitivos, sino que son derivadas directamente del Señor exaltado (Gál 1, 2 s.; 1 Cor 9, 1; 1 Cor 15, 8), a cuyo servicio se sabe puesto por esta razón. Por esto su evangelio no quiere transmitir doctrinas de o sobre Jesús, sino descubrir el presente del Señor exaltado y que ha de venir. El proceso de la predicación del evangelio o de la revelación de ese mysterion no es expuesto, por ello, con la terminología rabínica de la tradición, sino con vocablos nuevos.

Pablo no es un rabino cristiano, que se distinga de los maestros del judaísmo tardío simplemente por lo que respecta al contenido de su tradición. Su manera de entender ésta no resulta tampoco de una mera fractura pneumática del principio judío de tradición, sino que es algo específicamente nuevo en el campo del pensamiento sobre la tradición en el siglo I después del nacimiento de Cristo. 132

Al entender su evangelio como la revelación escatológica del Señor exaltado, Pablo conquista aquella libertad, tantas veces subrayada, frente a las tradiciones cristianas primitivas que se transmitían en enunciados doctrinales, parenéticos y de confesión. Esta libertad no significa, sin embargo, indiferencia basada en una inspiración personal. El evangelio que revela el presente del Señor que ha de venir necesita, antes bien, de una continuidad —que hay que encontrar siempre de nuevo— con el Jesús terreno, porque de lo contrario se corre el riesgo de que un mito acerca de un nuevo ser celeste ocupe el lugar de Jesús de Nazaret, y el evangelio se convierta en un discurso de revelación gnóstica. Por ello la narración de la historia de Jesús tiene que ser un elemento constitutivo de la fe, la cual aguarda el presente y el futuro de Dios en nombre de Jesús.

Tanto en el evangelio como en el proceso de su predicación, esta identidad del exaltado con el Jesús terreno une lo escatológico con lo perteneciente a la ciencia histórica, une el apocalipsis del futuro con el recuerdo. Por ello para su evangelio —que, como él mismo dice, no ha recibido de hombres, sino del Señor— Pablo necesita la corroboración, más aún, la identificación por la tradición jerosolomitana acerca de Jesús y de pascua (véase 1 Cor 15, 3 s.). Tampoco esta admisión de tradición histórica en Pablo justifica la sospecha de que él entendió su evangelio, de uno u otro modo, como tradición en un sentido tradicional; esta tradición tiene razones evidentemente cristológicas, es decir significa algo nuevo frente al pensamiento de tradición heredado o procedente de cualquier otro lugar. La continuidad del resucitado con el Jesús terreno, crucificado, fuerza a admitir testimonios históricos acerca de él y del acontecimiento que en él sobrevino. Las experiencias pascuales del Jesús resucitado, exaltado a la categoría de Señor venidero, rompen y rebasan, sin embargo, una continuidad lineal de la tradición de lo pasado.

El asunto fundamental para el evangelio no es una continuidad —que haya que crear— en la historia de lo que pasa, continuidad de la cual resulte una duración que sirva de presente entre los tiempos, sino la resurrección del Cristo crucificado y muerto a la vida escatológica. El asunto fundamental no es el salvar lo pasajero mediante lo permanente, sino la resurrección —que anticipa la meta de la historia— de entre los muertos, la llegada de la salvación, la vida, la libertad y la justicia venideras en la resurrección de Cristo. Es comprensible que este asunto que el evangelio revela, tenga que influir, configurándolo y determinándolo, dentro mismo del proceso de la predicación. El asunto de la predicación cristiana implica, por ello, una cristología. No se lo puede poner de manifiesto a base del problema general de historia y duración. El evangelio serviría a dioses e ideologías extrañas, si se aguardase de él, en el moderno sentido romántico, continuidad y salvación antirrevolucionarias, occidentales, de culturas que se desvanecen.

b) Si el acontecimiento de Cristo determina el proceso de la predicación hasta en su forma de darse, ¿qué aspecto ofrece entonces ese proceso? La predicación cristiana tiene en común con las tradiciones del antiguo testamento la orientación hacia el futuro. La tradición es envío y misión hacia adelante, hacia lo novum del futuro prometido. Pero lo nuevo de la predicación cristiana consiste en su misión universal a todos los pueblos. "La tradición" cristiana es misión hacia adelante y misión hacia la amplitud. No cabalga sobre la conexión generacional de padres e hijos, sino que marcha hacia la amplitud de todos los hombres. La fe se propaga no por nacimiento, sino por renacimiento.

Una vez más, esto se destaca con claridad especial en el apostolado de Pablo. Este se sabe, desde su "conversión", enviado a la misión a los gentiles (Gál 1, 15 s.; Rom 1, 5). Predicar el evangelio y volverse hacia los gentiles son dos cosas que para él coinciden 133. Ambas cosas se basan en su manera de entender a Cristo. El Dios que resucitó a Jesús de entre los muertos es el Dios que justifica a los impíos. Así como todos los hombres se encuentran sometidos al pecado, así Cristo es la reconciliación del mundo entero con Dios. Con la resurrección Dios ha instaurado a Jesús como dominador y reconciliador del mundo entero. Desde la concepción paulina del dominio universal y venidero de Cristo se entienden tanto el carácter inclusivo-universal de su predicación como también la orientación escatológico-anticipa-dora de ésta. Hay aquí un cierto marco veterotestamentario: con la instauración de la obediencia de fe entre los gentiles comienza ya a suceder lo que, según la promesa del antiguo testamento, sólo debe suceder después de que Israel haya recibido la salvación. Aquí comienza la glorificación escatológica de Dios en el mundo. El hecho de que el orden israelita de esperanza varíe de ese modo tiene su causa en la actuación y en el mensaje de Jesús mismo: el dominio próximo de Dios se vuelve actual en su comunidad, por gracia, con pecadores y publícanos, se inicia en la resurrección del crucificado y se vuelve operante en la justificación de los impíos.

¿Qué se deduce de aquí para el modo de darse la predicación cristiana, para su "tradición"? La tradición cristiana no puede ser entendida en este caso como una transmisión de algo que haya que conservar, sino como un acontecimiento que llama a la vida a los muertos, a los impíos. El proceso y el procederé de la predicación cristiana es la llamada de los gentiles, la justificación de los impíos, el renacimiento a una esperanza viva. Esto es un acontecimiento creador que tiene lugar en lo nulo, abandonado, perdido, impío y muerto. Por ello puede ser calificado de nova creatio ex nihilo, cuya continuatio reside únicamente en la fidelidad garantizada de Dios. Esta continuatio no debemos verla tanto en la sucesión ininterrumpida del episcopado, cuanto más bien en el "homuncio quispiam e pulvere emersus", como llama Calvino al presbítero 134. La meta hacia la que se adelanta la predicación cristiana en el proceso de la justificación y llamada de los impíos, muestra esto claramente una vez más: no es la historia, finalmente consumada, de lo acreditado y conservado ininterrumpidamente desde antiguo, sino la "resurrección de los muertos" y la victoria de la vida de resurrección sobre la muerte, para gloria del dominio pleno de Dios.

La tradición cristiana es predicación del evangelio en justificación de los impíos. Es hecha posible y necesaria por la resurrección del Cristo crucificado, en la medida en que en ésta queda garantizada la esperanza en el futuro universal de salvación del mundo. Por ello es idéntica a la misión escatológica.

¿Qué significa, para esta tradición de predicación cristiana, la "ruptura" de la edad moderna con la tradición, que mencionamos al comienzo? La emancipación de la razón y de la sociedad rompe e interrumpe la tradición arcaica y la tradición antigua, en la cual había estado incrustrada también, hasta la edad moderna, la tradición de predicación cristiana. Por esto, o bien la tradición de predicación cristiana se hunde juntamente con estas tradiciones de su época religiosa, y es entendida, junto con éstas, tan sólo ya como una glorificación romántica de lo pasado, o bien la tradición de predicación cristiana se libera radicalmente de ese modo de entender la tradición. La misión cristiana no tiene ningún motivo para aliarse con el nihilismo romántico en contra del progresismo revolucionario de la edad moderna, ni para presentar su propia tradición como baluarte del tradicionalismo a los contemporáneos que se han vuelto inseguros y están cansados de sus esperanzas. La emancipación de la razón y de la sociedad con respecto a su procedencia histórica está sostenida en la edad moderna por un entusiasmo quiliástico. A este presente la predicación cristiana tiene que garantizarle la esperanza en el futuro del resucitado (1 Pe 3, 15), otorgando a los impíos justificación y esperanza en la resurrección. Desde el abierto horizonte de la historia moderna, no se puede volver ya a órdenes y a tradiciones perdurables y eternos, sino que es preciso introducir estos horizontes en el horizonte escatológico de la resurrección y, con ello, descubrirles a la historia moderna su verdadera historicidad.

 

Notas

1. Sobre este capítulo véanse mis artículos Exegese und Eschatologie aer Geschichte: EvTh 22 (1962) 31 s., y Verkündigung ais Problem der Exegese: MPTh 52 (1963) 24 s.

2. G. manm, Grundprobleme der Geschichtsphilosophie von Plato bis He-gel, en Der Sinn der Geschichte, 1961, 13 s.; H. heimpel, Geschichte und Ge-schichtswissenschaft: Vierteijahrshefte für Zeitgeschichte 1 (1957) 15: "El sentido científico-histórico es, a partir de Herder, reflexión sobre el orden amenazado"; R. koselleck, Kritifc und Krise. Ein Beitrag zur Pathogenese der bürgerlichen Weit, 1959; E. rosenstock-hcessy, Die europaischen Revolutionen, 1931.

3. kant (Der Streit der Fakultdten, 1798, Phil. Bibl. 252, 87): "Semejante fenómeno no se oluida nunca más, pues ha descubierto una disposición y una capacidad en la naturaleza humana para lo mejor; ningún político hubiera excogitado algo semejante derivándolo del curso anterior de las cosas". Fu. schiller (über die asthetische Erziehung de Menschen. 1793/4): "Una pregunta que en los demás sitios fue contestada sólo por el ciego derecho del más fuerte, ha pasado a plantearse ahora, según parece, ante el tribunal de la razón pura, y todo el que es capaz de situarse en el centro del todo, y elevar su individuum a la altura del género, puede considerarse como asesor en ese juicio de la razón, así como, en cuanto hombre y ciudadano del mundo, es, a la vez, partido, y se ve complicado, de más cerca o de más lejos, en el éxito". F. W. F. hegel (Vorlesungen uber die Philosophie der Weltge-schichte, Werke XI, 557): "Desde que el sol se encuentra en el firmamento y los planetas giran en tomo a él, no se había visto que el hombre se pusiera cabeza abajo, es decir pensamiento abajo, y construyese la realidad de acuerdo con éste. Anaxágoras fue el primero en decir que el nous gobierna el mundo, pero sólo ahora ha llegado el hombre a conocer que el pensamiento debe gobernar la realidad espiritual. Esto fue una gloriosa amanecida". J. G. fichte {Briefwechsel 1, 349 s., ed. H. Schuiz, 1925): "Mi sistema (es decir, la doctrina de la ciencia) es el primer sistema de la libertad. Así como aquella nación (es decir, Francia) liberó al hombre de las cadenas externas, así mi sistema le libera de las cadenas de la cosa en sí, del influjo extremo, y le implanta, en su primer axioma, como ser independiente". fb. schlegel (Athenaumsfrage, n. 222): "El deseo revolucionario de realizar el reino de Dios es el punto elástico de toda formación progresiva y el comienzo de la historia moderna" (citado por K. lowith, Abhandiungen, 1960, 157).

4. Werke XI, 563, J. riiteb, Hegel und die franzosische Revolution: AGFNRW 63 (1957) 15 s. H. marcuse, Razón y revolución. Instituto de estudios políticos. Caracas 1967, 7 s.

5. C. hinrichs, Ranke und die Geschichtstheologie der Goethezeit, 1954.

6. J. burckhardt, Weltgeschichtiiche Betrachtungen, ed. W. Kaegi, 1947, 59, 250 s.

7. J. G. droysen, Historik, <1960, 358: "Comienzo y final le están ocultos al ojo finito. Pero, investigando, puede conocer la dirección del movimiento de la corriente".

8. J. L. talmom, Die Ursprünge der totalitüren Demokratie, 1961; Politi-scher Messianismus. Die romantische Phase, 1963,

9. Esto lo muestra de un modo especialmente claro R. koselleck, 1. c. La crítica lluminista a lo existente va unida con las esperanzas de la "belle ré-volution" (Voltaire), de la "révolution totale" (Mercler) y de una revolución permanente (Rousseau). (133 s., 208 s.) "Nous approchons de 1'état de crise et du siécle des révolutlons", dijo Voltaire. Los lluministas, francmasones e ilustrados justifican esta crítica y su expectación de la gran crisis a base de las utopías de la armonía del universo, de la eliminación del estado y de los estamentos, y de la desaparición de las Iglesias en el reino humano de la creencia moral en Dios. Si, como se dice con razón, el idealismo alemán es la teoría de la revolución francesa, o al menos la respuesta filosófica al reto lanzado por esa crisis, entonces se vuelve comprensible que el idealismo alemán empiece como "teoría de la época presente", y se esfuerce por aprehender en pensamiento su tiempo, la crisis de la revolución, y esto significa: la historia. Y así resulta también comprensible por qué en Herder, Schiller, Kant, Fíente, Novalis, E. M. Amdt y Hegel, la crítica al espíritu del tiempo va unida con utopias sobre el reino de Dios, sobre el estado de los ciudadanos del mundo y el estado de la razón, la Iglesia invisible, etcétera.

10. N. sombart, St.-Simon und A. Comte, en: A. webeb, Einführung in 'die Soziologie, 1955, 87. Véase también J. L. talmon, Politischer Messianis-ctius, 1963, 21 s. sobre Saint-Simon.

11. J. L. talmon, I. c., 88.

12. A. comte, Die Soziologie, 1933, 15.

13. W. dilthey, Gesammelte Schriften, VIII, 225.

14. fr. nietzscbe, Vom Nutzen md Nachteíl der Historie für das Leben: KrSner 37 (1924) 12.

15. W. herbmann, Verkehr des Christen mit Gott, '1896, 42. De modo semejante se expresa A. eichhorn: ZThK 18 (1908) 156: A la Investigación crítico-histórica le interesa especialmente "que, mediante la historia, el sujeto se convierta en un hombre libre con respecto a la tradición".

16. L. c., 60.

17. Esta inversión la vio principalmente Max Weber. El "desencantamiento" y la racionalización del mundo y de su historia por la ciencia moderna provocan una absurda irracionalidad de "relaciones" independientes y autónomas, que ahora dominan sobre el comportamiento humano. Véase K. lowith, Moa; Weber und Kart Marx, en: Gesammelte Atihandiugen xur Kritifc der geschichtiichen Existenz, 1960, 26.

18. Geschichte, Fischer-Lexikon 24, 1961. ed. W. Besson, 78 8.

19. Ibid., 80.

20. Véase E. rothackeb, Díe dogmatische Denkform in den Getsteswissen-schaften und das Problem des Historismus: Abh. der geistes - und sozial-wissenschaftiichen Klasse dar Akademie der Wissenschaíten 6, Mainz (1954) 55.

21. R. witiram, Das Interesse an der Geschichte, 1958, 33 s.

22. "Geschichte". Fischerlexikon, 1. c., 83.

23. G. lukács, Geschichte und Klassenbewusstsein, 1923; E. bloch, Das Prinzip Hoffnung, 1959.

24. R. witiram, l. c., 44.

25. L. c., 23.

26. F. Brandel, según R. wittbam, i. c., 44,

27. M. heidegger, El ser y el tiempo. Fondo de cultura económico, México-Buenos Aires 1951, 383 s.

28. B. witiram, 1. c., 43.

29. F. C. bato, citado por koselleck, i. c., 6.

30. WeltgeschichtUche Betrachtungen, 1. c., 72.

31. Ibid., 43. Sin embargo, el punto de partida propio de J. Burckhardt revela un concepto típicamente griego del logos: "Nuestro punto de partida es el que arranca del único centro permanente —y, para nosotros, único posible—, el del hombre que espera, ansia y actúa, tal como es, fue y será siempre; por esto nuestra consideración será, por así decirlo, patológica. Los filósofos de la historia consideran lo pasado como contraposición y etapa previa de nosotros, en cuanto somos los desarrollados; nosotros consideramos io que se repite, lo constante, lo típico como algo que resuena en nosotros y que es inteligible" (45).

32. C. hinrichs, Ranfce und dte Geschichtttheologie der Goethezeit, 161 s.

33. Citado tbtd., 162.

34. Ibid., 164.

35. Ibid., 168.

36. Ibid., 174. Citas sacadas de Die grossen Machte.

37. Ibid., 165.

38. Citado ibid., 165. Véase también Die grossera MUchte, 1955, 3 s. y 43 "Sin duda la visión del momento individual en su verdad, del desarrollo es pecial en sí y para si, tiene en la ciencia histórica un valor inapreciable; 1( particular lleva en sí lo universal..." Pero lleva lo universal en sí de ta manera que "de la particularización y del puro desarrollo saldrá la verda dera armonía".

39. Fu. meinecke, Deutung eines Rankewortes, en Zur Theorie und Phi losophie der Geschicfate, 1959, 117 s.

40. Véase la introducción de E. Kasemann a la nueva edición de Histo-risch-Kritische Untersuchungen zum Neuen Testament. F. C. baur, Ausge-wcihite Werfce, ed. por Kl. Scholder 1, 1963, y la introducción de E. WoU a F. C, baub, Ausgewahite Werfce, ed. Kl. Scholder 2, 1963.

41. Epochen der kirchiichen Geschichtsschreiliung, 1852. Citado por 1 Wolt, 1. c., IX.

42. A. Dr. K. Hase. Beantwortung des Sendschreibens der Tübinger Schv le, 1855, citado por E. wolf, 1. c., XI.

43. E. kasemann, í. c., XIX.

44. E. kasemamn, ibid.

45. Contra G. ebeling, Die Bedeutung der historisch-fcritischen Methc en Wort und Glaube, 1960, 45, y F. gogabten, Verhangnis und Hoffnung Neuzeit, 1958, 154. En el prólogo a la mencionada reedición de las obras F. C. Baur, Kl. Scholder subraya las tesis de éstos como pregunta dirig a la obra de F. C. Baur.

46. J. G. drqysem, Historik, «1960, 345.

47. Ibid., 345.

48. Jbid., 356.

49. Ibid., 356.

50. Ibid., 358.

51. Ibid., 356.

52. Ibid., 373.

53, JTMd., 357, nota 11.

54. Gesammelte Schriften, 1921 s., 7, 131. Sobre la obra de Dilthey véase G. misch, Lebensphilosophie und Phanomenologie, 119Sl•, E. rothackeb, Ein-leitung in die Geisteswissenschaften, 1920; H. plessner, Zwischen Philosophie und Geselischaft, 1953, 262 s.; O. F. bollnow, Dilthey, 11955•, id., Die Lebensphilosophie, 1958.

55. Ges. Schriften 7, 146.

56. 7, 147. "Sólo mediante la idea de la objetivación de la vida obtenemos una visión de la esencia de lo histórico... Lo que de su carácter introduce boy el espíritu en su manifestación vital, es mañana, cuando ya está ahí, historia".

57. 7, 276.

58. 7, 278.

59. 8, 140. Sobre esto M. landmann, Der Mensch ais Schopfer und I schiipf der Kultur, 1961. Landmann hace de la "anarquía del pensar" y "relativismo de los valores", temidos en el historicismo, lo positivo de inagotable plenitud de la fuerza creadora: "Saber de la multiplicidad ce liberación de la fuerza creadora", 72 s.

60. H. Nohl, epilogo a W. dilthey, Die Philosophie des Lebens, Philoso-phische Texte, ed. H. G. Gadamer, 1946, 98.

61. Véase W. müller-lauter, Konsequenzen des Historismus in der Philosophie der Gegenwart: ZThK 59, 1962, 226 s.

62. M. heidegger, Ser y tiempo, 3 B.

63. Ibid., 444.

64. Ibid., 441.

65. Jbtd., 440.

66. íbid., 438: "Primariamente histórico... es el «ser ahí». Pero secundariamente histórico, lo que hace frente dentro del mundo, no sólo el útil «a la mano» en el sentido más amplio, sino también la naturaleza que forma parte del mundo circundante, en cuanto «suelo de la historia». Llamamos a los entes que no tienen la forma de ser del «ser ahí», pero que son históricos en razón de su pertenencia a un mundo, lo «histérico-mundano»".

67. Ibid., 454.

68. Ibid. 450.

69. Ibid. 453.

70. Ibid. 443.

71. Ibid. 450.

72. R. btotmank, Das Urchristentum, 'ISM, 8. Sobre este dualismo véase H. ott, Geschichte und Heilsgeschichte in der Theologie R. Buitmanns, 1955; J. moltmann, Exegese und Eschatologie der Geschichte: EvTh 22 (1962) 38 s. Este antagonismo entre consideración crítico-histórica e interpretación ke-rigmática no corresponde —sobre todo allí donde es agudizada por la antitesis de ley y evangelio— a lo primaria y secundariamente histórico de Hei-degger, sino que representa una interpretación subjetivista de lo histórico de la existencia.

73. W. muller-lauter, 1. c., 254, nota 1. De modo semejante se expresa che. graf von kbockow, Die Entscheidung, 1958, 131 s.

74. W. müller-lauter, 1. c., 253,

75. G. mann, Der Sinn der Geschichte, 1. c., 15. Sobre esto véase K. L8-with, Weltgeschichte und Heilsgeschehen, 1953. E. auebbach, Mimesis, 1946.

76. H. cohén, Religión der Vernunft aus den Quellen des Judentums, 1919, 302.

77. M. susman, Das Buch Hiob und das Schicksal des jüdischen Volites. 21948, 16 8.

78. Véase A. A. van ruler, Die christiiche Kirche und das Alte Testament, 1955, 36, nota 11.

79. E. bloch, Das Prinzip Hoffnung 2, 1959, 1626.

80. E. bloch, Verfremdungen 1, 1962, 219.

81. I. kant, Idee zu einer allgemeinen Geschichte in weltbürgerlicher í sicht, en Zur Geschíchtsphilosophie, 1. c., 24.

82. Vom Nutzen und Nachteil der Historie für das Leben, 1. c., 5.

83. Jbid., 68 s.

84. Ibid., 56 s.

85. R. wittbam, Das Interesse an der Geschichte, 1958, 15 s.

  1. A. heuss, Der Verlust der Geschichte, 1959, 13 s.

87. Ibíd. 53.

88. H. heimpel, Der Mensch in seiner Gegenwart, 1954, 163 s.

89. H. wittram, 1. c. 17.

90. Grundiinien der Philosophie des Rechts, Hoffmelster, 41955, Vorre-de 17.

91. R. wittbam, 1. e., 32.

92. W. benjamín, Illuminationen, ed. Th. W. Adorno, 1961, 270.

93. O. webeb, Grundiagen der Dogmatik 2, 1962, 108.

94. burckhahbi, 1. c., 372.

95. G. ebbling, Wort und Glaube, 1960, 364 s.

96. Ibid., 366 s.

97. R. bultmanm, Glouben und Verstehen 1, 32.

98. Ibid.

99. R. bultmann, Gtouben una Verstehen 2, 232; Kerygma und Mythos 2, 192.

100. Glauben und Verstehen 1, 119.

101. Ibid., 123.

102. Estoy de acuerdo aquí con la crítica de W. pannenbebg: ZThK 60 (1963) 101 s., con la diferencia de que yo, en lugar del primado de la relación mundo-Dios, coloco la correlación de la relación mundo-Dlos y de la relación mundo-existencia. Ni el ser humano es explicable como un fragmento de mundo, ni el mundo equivale al "ser-en-el-mundo" del hombre.

103. W. pannenberg, ibid., 101, nota 18; Dogma und Denkstruktur, 108 s. y nota 28.

104. W. pannenberg, Hermeneutik und Unlversalgeschichte: ZThí (1963) 116.

105. Ibid.

106. Ibid.

107. Ibid., 119, nota 37

108. G. eichholz, Der Ansatz Karl Barths in der Hermeneutik, en A wort, K. Barth zum 70. Geburtstag, 1956, 63.

109. Ahora en Anfiinge der dialektischen Theologie, ed. J. Moitmann 1, 1962, 77.

110. Ibtd., 1, 112.

111. R. bultmanm, Glauben und Verstehsn 3, 113.

112. Ibid.. 140.

113. W. A. 34, 2, 380 S.

114. th. W. adokno, Mínima Moralia, 1962, 333 ••

115. G. krüger, Freiheit und Weltverwaitung, 1958, 223.

116. pascal, Oeuvres 2, 133, citado por J. pieper, über den Begrif Tradition. 1957, 10 s.

117. G. krüger, 1. c., 216.

118. M. scheler, Die Stellung des Menschen im Kosmos, 1927, 31. Sobre esto véase la crítica de H. G. gadamer, Wahrheit und Methode, 1960, 267.

119. G. kbuger, I. c., 123, véase también 94: "Nosotros seguimos vivie tan sólo de nuestra inconsecuencia, de que no hemos hecho callar realmt toda tradición. Pero nuestra vida se vuelve, evidentemente, más histól más frágil, más susceptible de catástrofe. Nos encaminamos hacia la im sibilidad radical de ia existencia comunitaria y llena de sentido... En e circunstancias es de vital necesidad que rompamos con la época parado,! desasosegada, y volvamos a afirmar radicalmente la tradición".

120. B. geiselmann, Sagrada Escritura y Tradición. Herder, Barce] 1968, 81 s.

121. G. ebeling, Die Geschichtiichkett der Kirche, 1954, 36.

122. H. G. gadamer, l. c., 267.

123. Para este apartado véanse los trabajos de M. Ellade,

124. platón, Filebo 16 c 5-9.

125. platón, Fedro 274 c 1, citado por J. pieper, 1. c., 22.

126. Ibid.

127. aristóteles, Metafísica 1074 b 1,

128. J. Piaran, 1. c., 23 s.

129. Véase H. W. woltf: EvTh 20 (1960) 220 nota 3,

130. E. dinkler: BGG (tercera ed.) col. 971.

131. kl. wegenast, Das Verstandnis der Traditton bei Paulus und den Deuteropaulinen, 1961, 44.

132. Ibtd.. 164.

133. F. hahn, Das Verstandnis der Mission im Neuen Testament, 1964, 80

134. O. noobdmans, Das Evangelium des Geistes, 1960, 162 con una cita de caltoto, Institutio IV, 3, 1.

 

 

 

5. COMUNIDAD EN ÉXODO

 

Observaciones sobre la concepción escatológica de la cristiandad en la sociedad moderna

 

 

1. El CULTO DE LO ABSOLUTO Y LA SOCIEDAD MODERNA

AL preguntarnos, en este capítulo final, por la forma concreta de la esperanza escatológica vivida en la sociedad moderna, queremos significar, con la idea básica de "comunidad" en éxodo", la realidad de la cristiandad como la realidad del "pueblo peregrino de Dios", tal como la describe la Carta a los hebreos:

Salgamos, pues, a él fuera del campamento, llevando su oprobio. Pues no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos en busca de la futura (Heb 13, 13 s.).

¿Qué significa esto para la figura social y para la tarea ético-social de la cristiandad en la "sociedad moderna"?

En este contexto no podemos hablar sólo de la "iglesia", designando con ella la institución constituida, junto con todas sus funciones públicas. Tampoco podemos hablar tan sólo de la "comunidad", significando con ella la congregación que, en la liturgia, se reúne en torno a la palabra y al sacramento. Tenemos que hablar, siguiendo a los reformadores y en especial a Lutero, de la "cristiandad", tal como ésta se presenta en la "iglesia" y en la "comunidad" y en sus oficios mundanos. Según los Artículos de Esmalcalda de 1537,

únicamente por gracia de Dios están nuestras iglesias iluminadas y provistas con la palabra pura y el recto uso de . los sacramentos, con el conocimiento de todos los estamentos y de las obras justas (cognitione vocationum et verorum operum). l-

Pero esto significa que la cristiandad tiene que presentarse —y de facto se presenta— en la obediencia cotidiana, en sus oficios mundanos y en sus tareas sociales. Este tercer conocimiento de la Reforma ha pasado excesivamente a un segundo plano en los movimientos de reforma de la moderna iglesia protestante. Esto resulta comprensible por razones sociológicas, pues la sociedad moderna, emancipada, no parece ofrecer ningunas perspectivas a la obediencia cristiana especial. Pero resulta incomprensible por razones teológicas, pues precisamente en este lugar, en el que se trata de la vocación de la cristiandad en los oficios para la sociedad, es donde se decide si ella puede convertirse en un grupo acomodaticio, o si, por existir en el horizonte de esperanza escatológica, se resiste a la acomodación y, con su existencia, tiene que decir algo propio al mundo.

Al hablar en este contexto de sociedad moderna nos referimos a aquella sociedad que se establece con el advenimiento del moderno sistema industrial. Hablando negativamente, no nos referimos ni al estado ni a la familia, sino a aquel ámbito de la vida pública que está definido por la mediación de las cosas, por la producción, el consumo y el intercambio, en el cual las relaciones con el prójimo están mediatizadas por las cosas y por la objetividad. Naturalmente este intercambio social, cosificado y funcional, penetra profundamente en lo político y en lo familiar, pero la cosificación y reificación de todas las relaciones no procede de esos ámbitos, sino de las crecientes posibilidades de la civilización técnico-científica. La sociedad dominada por la modernidad y progresividad de esta civilización posee la particularidad de emanciparse —como sociedad neutral respecto a los valores y las religiones— de las determinaciones procedentes de la tradición y la historia, y con ello puede sustraerse también al influjo de las religiones y las comunidades religiosas. ¿A qué papeles sociales ha desplazado esta sociedad moderna a la fe, a la comunidad, a la iglesia y, finalmente, a la cristiandad?

Desde la antigüedad las sociedades occidentales han conocido siempre un concepto determinado, firmemente trazado, de religión. Desde la aparición de la "sociedad burguesa" y del "sistema de las necesidades" en la sociedad industrial, sin embargo, la sociedad moderna se ha emancipado del concepto antiguo de religión. Por ello la religión cristiana no puede presentarse ya a esta sociedad como la religión de la sociedad.

Desde los días del emperador Constantino y hasta bien entrado el siglo xix, la iglesia cristiana ha poseído, a pesar de todas las reformas y a pesar de los cambios numerosos, un carácter público-social firmemente delineado en la sociedad. El lugar y la función de la iglesia estaban fijos. Se sabía lo que había que esperar de ella. Sólo con la aparición de la sociedad industrial se ha roto la antigua sinfonía entre ecclesia y societas. Considerando el problema desde el punto de vista de la historia de las religiones, tenemos que la exigencia pre-moderna de la iglesia cristiana de ocupar un lugar en la vida pública procedía de esa misma exigencia en la religión estatal romana 2. Comenzando con Constantino y consolidándose luego con los códigos de los emperadores Teodosio y Justiniano, la religión cristiana pasó a ocupar el puesto social de la antigua religión estatal romana. La religión cristiana se convirtió en cultus publicus. Se transformó en la defensora y guardiana de los sacra publica. Según la concepción antigua de la sociedad, el deber supremo (finis príncipalis) de la socíetas humana es hacer que se preste a los dioses la adoración que les corresponde. La paz y el bienestar dependen de la benevolencia de los dioses del estado. El bien público y la consistencia duradera de la polis dependen de la bendición de los dioses de la polis.

La "religión" tiene aquí el sentido de adoración piadosa de aquellos poderes en los cuales se representa la eternidad divina de Roma, sin los cuales no puede existir en modo alguno "Roma", en el pleno sentido de la palabra 3. Cuando el cristianismo reemplazó a la religión estatal romana, cesaron, ciertamente, los sacrificios públicos del estado, pero en su lugar apareció, sin embargo, la imprecación cristiana en favor del estado y del emperador. De esta manera el cristianismo se convirtió en la "religión de la sociedad". Cumplía el fin supremo del estado y de la sociedad. Por ello los títulos del emperador-sacerdote romano pasaron al papa. El estado y la sociedad concibieron el cristianismo como su religión.

También en el humanismo protestante de Melanchton, sin el cual es presumible que la Reforma protestante no se hubiera puesto en marcha, los príncipes territoriales y los magistrados quedaron obligados al deber religioso de la sociedad, entendido en el sentido antiguo 4. El fin supremo de la sociedad es la verdadera adoración a Dios, se dice también aquí. Sólo que el primer mandamiento se interpreta en el usus politicus. ¿Qué es "verdadera adoración a Dios"? La respuesta decía: la realización de la Reforma como restauración de la verdadera religión del Dios único. Una autoridad que quiera limitarse tan sólo, como instancia neutral respecto de la religión, al cultivo de la paz y del bienestar profano, fue presentada también aquí, con razones tomadas de la concepción antigua de la sociedad, como un absurdo.

De este modo la concepción antigua y pre-moderna de la sociedad lleva siempre aneja una meta religiosa de la sociedad. De ella proceden las imágenes con que todavía hoy se describe el papel de la iglesia en la sociedad: "corona de la sociedad", "centro salvador de la sociedad", "principio interno de vida de la sociedad" 5. En su culto y en sus prescripciones morales, el mundo del hombre y de las cosas es elevado a lo divino, y lo eterno y absoluto desciende sobre la sociedad terrena. Cuando hoy se lamenta la "pérdida del centro" en una sociedad que se desintegra, resuena en ello la nostalgia de una integración religiosa pre-moderna de los hombres unidos en una sociedad única.

Pero la sociedad moderna ha conquistado su esencia y su fuerza precisamente por su emancipación de ese centro religioso. Hegel fue uno de los primeros en conocer el origen de la sociedad moderna, que es una sociedad emancipada y destructora de todos los poderes del pasado, y la analizó, siguiendo la economía nacional inglesa, como un "sistema de necesidades" 6. Es aquella sociedad que, en una emancipación radical de todos los presupuestos de los órdenes históricamente transmitidos de la vida humana, tiene como contenido único la naturaleza constante y conformista de las necesidades del hombre como individuo, y su satisfacción por el trabajo comunitario y repartido. De acuerdo con su propio principio, esa sociedad no contiene nada que no esté puesto por "la mediación de la necesidad y por la satisfacción del individuo mediante su trabajo, y por el trabajo y la satisfacción de la necesidad de iodos los demás" 7. Esto significa que, en contraposición a todas las precedentes, esta sociedad se limita a aquellas relaciones sociales que unen a los individuos entre sí en la satisfacción de las necesidades mediante el trabajo repartido. Los hombres se asocian aquí por necesidad tan sólo como sujetos de necesidades, como productores y consumidores. Todo lo que constituye todavía además la vida de un hombre: cultura, religión, tradición, nación, moral, etc., es eliminado de las relaciones sociales necesarias y situado en la libertad individual de cada uno. Con ello el intercambio social se vuelve abstracto. Se emancipa de las especiales determinaciones históricas del origen y se amplía de una manera irresistible a lo universal. "La naturaleza ahistórica de la sociedad es su esencia histórica" 8. El futuro y la progresividad de esta sociedad carecen de relación con aquello de donde se procede. Con ello este intercambio social se vuelve totalitario.

La necesidad y el trabajo, elevados a esta generalidad, forman de este modo para sí un sistema gigantesco de socialidad y de dependencia mutua, un sistema de muertos que se mueve en sí 9. La sociedad burguesa es... el poder gigantesco que se apodera del hombre, exige de él que trabaje para ella y que sea y haga todo por medio de ella. 10

Hegel ve llegar con esto la época del conformismo universal, de la nivelación y la masificación. Pero también ve —a diferencia de los modernos críticos de la cultura— el reverso dialéctico. La objetivación, cosificación, reificación y funcionalización universales del intercambio social en el mundo moderno provoca a la vez una inmensa exoneración de la individualidad. Con la sociedad burguesa "la persona privada, que tiene su propio interés como su fin" 11, se convierte necesariamente, a través del sistema de las necesidades y de la división del trabajo, en el citoyen y en el sujeto de esta sociedad. El individuo se convierte en el "hijo de la sociedad burguesa" 12. Así, la idea revolucionaria de la libertad de todos los hombres, procedente de la revolución francesa, se pone en marcha con el nacimiento de la moderna sociedad de trabajo, creada por la revolución industrial. Esta última es su presupuesto necesario y la condición de su posibilidad.

Precisamente por su ahistoricidad abstracta, la sociedad otorga a la subjetividad el derecho de la peculiaridad. 13

Al emanciparse de la historia, la sociedad se basa en la satisfacción de las necesidades por el trabajo, y con esto entrega al hombre todas las otras relaciones vitales. Todas las demás relaciones vitales son eliminadas de la necesidad social. Sólo desde el punto de vista de esas necesidades se puede hablar de lo "concreto de la representación que llamamos hombre" 14. En la sociedad burguesa el hombre vale por ser hombre, y no por ser judío, católico, protestante, alemán o italiano 15. La subjetividad moderna, en la cual es experimentada hoy la humanidad individual y personal, es un resultado de la exoneración producida por la cosificación del intercambio social.

Con esto resulta claro, a partir de los análisis de Hegel, que la época de la masificación se convirtió a la vez dialécticamente en la época del individualismo; y la época de la socialización, en la época de las asociaciones libres. Toda crítica cultural hecha a la época de la masificación, de la objetivación, de la cosificación, etc., que vea la salvación de la cultura en el recobro del humanismo personal, no conoce, en consecuencia, la esencia de la sociedad moderna, sino que se mueve dentro de la escisión de subjetividad y cosificación, escisión que constituye el principio mismo de esa sociedad.

La sociedad del conformismo y de la nivelación pone a disposición del individuo una inmensa cantidad de variantes individuales del gusto, la valoración y la opinión, de tal manera que la más abigarrada pluralidad de agrupaciones informales atraviesa diagonalmente las grandes organizaciones, que se vuelven siempre burocráticamente uniformes, y la época de una nueva unifornización del comportamiento es, a la vez, la época de un peculiar desarrollo de lo anímico y de lo intelectual 16. Ambos, conformismo e individualización, tienen sus raíces en el hecho de que las relaciones y vínculos sociales se aflojan y se vuelven menos obligatorios, de que... la movilidad de la sociedad industrial facilita tanto la acomodación a los modelos sociales conformistas de comportamiento, como también favorece la oportunidad de que la esfera privada y personal se preserve frente a las convenciones y presiones sociales. 17

Así, pues, el dilema no consiste en absoluto en que el hombre que es determinado y reclamado por el intercambio social moderno en funciones que le afectan ya tan sólo de manera parcial, entable contacto con el otro hombre tan sólo ya como "representante" de papeles socialmente prefigurados. El dilema consiste más bien en cómo el hombre consigue resistir el desgarramiento en la cosificación racional de su vida social, por un lado, y en la subjetividad liberada, que se ha vuelto infinitamente variable, por otro, y consigue vivir dentro de ese mismo desgarramiento.

Se plantea además la cuestión de si todo lo que ha quedado así eliminado del lazo abstracto de asociación de la sociedad moderna, estando entregado a la libertad del sujeto, no pierde su función y tiene que decaer necesariamente desde el momento en que ya no puede conseguir relevancia social. Esto vale en especial para la religión y para la cultura. Una vez eliminadas de la necesidad social, corren peligro de transformarse en el juego de la arbitrariedad y en la palestra de ineficaces e irreales variaciones de la fe y de la opinión.

Pero Hegel pudo conocer que el movimiento del espíritu era activo precisamente en esa escisión y desgarramiento en cosificación y subjetividad. Lo que manifiesta la fuerza del espíritu no es la autopreservación y la autoclausura románticas ante el desgarramiento, sino sólo la entrega enajenante a éste.

¿A dónde ha ido a parar, en virtud de esta evolución de la sociedad, la iglesia cristiana en su significación social? Ha perdido, por esta revolución, su carácter de cultus públicus, usual durante más de un milenio. Se ha convertido en lo que jamás había sido en su figura religiosa y en lo que teológicamente tampoco puede querer ser nunca según el nuevo testamento: en cultus privatus. El culto de lo absoluto no resulta ya necesario para la integración de esta sociedad. Lo absoluto es buscado y vivido ya tan sólo en la subjetividad liberada, socialmente exonerada. La "religión" deja de ser una obligación pública, social, y se convierte en una actividad privada, libre. La "religión" se transforma, en el curso del siglo xix, en la religiosidad del individuo, se convierte en privatividad, interioridad, devoción.

En la medida en que la sociedad hace libre a la religión y la sitúa en la libre elección religiosa del libre desarrollo de la personalidad, la sociedad, como moderna "sociedad de necesidades", se emancipa de las necesidades religiosas. Esta evolución fue fomentada por muchos movimientos de edificación e interiorización habidos dentro del cristianismo. Se impuso en ella un individualismo piadoso, que, por su parte, se apartaba románticamente de los entretejimientos objetivos de la sociedad. La iglesia se deslizó así hacia el moderno cultus privatus, que produjo, tanto en la teología como en la pastoral, una autoconciencia correspondiente, como baluarte de la intimidad y guardiana de la personalidad de una humanidad socialmente cosificada y que, por ello, se sentía alienada a sí misma. Es verdad que con ello la religión cristiana ha sido eliminada del centro de integración de la sociedad moderna, quedando exenta de su obligación de tener que representar la meta suprema de sociedad; mas no por ello ha quedado en modo alguno liquidada. Antes bien, la sociedad puede asignarle otros papeles, en los cuales se espera su eficacia. En ellos la religión no tiene ya nada que ver, ciertamente, con el finis principalis de la sociedad moderna, pero puede ejercer en los hombres que tienen que vivir en esta sociedad las funciones dialécticas de la exoneración. Con ello la religión adquiere infinitas posibilidades de variación, pero son posibilidades del movimiento y del autodesarrollo en el modus del aquietamiento general social de lo cristiano como lo religioso.

 

2. LA RELIGIÓN COMO CULTO DE LA NUEVA SUBJETIVIDAD

El primero y más importante papel social en el que la sociedad industrial espera la eficacia de la religión como culto de lo absoluto, consiste, sin ninguna duda, en la determinación trascendental de la subjetividad nueva, de la subjetividad liberadora. El primer concepto de religión de la sociedad moderna le asigna a aquélla la salvación y el cuidado de la humanidad personal, individual y privada. Se espera que al sistema industrial cosificador le nazca, "de alguna parte", un fondo humano, que pueda competir con este mundo de cosas que se ha hinchado hasta resultar inabarcable 18. Se espera que "el hombre de nuestro tiempo pueda convertirse de nuevo en el recipiente para la irrupción de fuerzas trascendentes" 19. Se buscan "islas de sentido" en un mundo que, ciertamente, no es absurdo, pero que ya no es humano.

Si fuera posible... establecer una humanidad que pudiera competir con el sistema secundario, se le devolvería a éste el fundamento que él mismo ha rebajado.20

Ahora bien, ocurre que la factibilidad técnica y organizativa de todas las cosas y relaciones ha hecho desaparecer del mundo de la naturaleza, de la historia y de la sociedad lo divino como trascendente. El mundo se ha convertido en el material de la conformación técnica por el hombre. Los dioses de una metafísica cosmológica han muerto. El mundo no le ofrece ya al hombre ni una patria ni un albergue acogedor.

En su lugar ha aparecido una "metafísica de la subjetividad"21, en la cual el mundo objetivo está sometido a la planificación por el sujeto humano. Los dioses de la metafísica cosmológica han muerto, ciertamente. La racionalización ha "desencantado" el mundo (Max Weber), y la secularización lo ha desdiosado. Pero esto sólo ha sido posible sobre la base de la metafísica moderna de la subjetividad. Ella le ha descubierto al hombre su libertad, al contraponerle al mundo como obra posible de sus manos. Mas con ello le asigna también a la vez al hombre la responsabilidad respecto a este mundo. El mundo es dejado de manos de la razón del hombre.

La salvación de la humanidad del hombre en la cultura industrial se ve, por ello, en el cultivo y en la elaboración de esta metafísica de la subjetividad. H. Scheisky ha dado este consejo: es preciso reflexionar de nuevo sobre una "interioridad", sobre una "espiritualidad" situada más allá de las circunstancias cosificadas. Dentro de la civilización técnico-científica, Scheisky ve esta posibilidad de metafísica en la actitud mental de la "reflexión metafísica permanente".

Ella es la forma en que el sujeto pensante trata de adelantarse siempre a su propia cosificación, asegurándose así de su superioridad sobre su propio proceso en el mundo 22. Sea cual sea la parte de su reflexión que el sujeto pierde a causa del mecanismo, el sujeto se vuelve más rico tan sólo porque afluyen a él, desde una interioridad inagotable e insondable, energías siempre nuevas de reflexión. 23

Mediante esta actitud mental de reflexión metafísica permanente, el sujeto reflexiona evidentemente sobre sí mismo, apartándose de todas sus objetivaciones; se reconcentra de nuevo en sí mismo y en su libertad, y adquiere desde sí mismo una infinita afluencia de nuevas posibilidades. Todas las realidades sociales son reducidas de nuevo, por la distancia de la reflexión y la ironía, a sus posibilidades, que surgen en el sujeto. Detrás de este consejo para salvar la humanidad se encuentra, sin duda, el pensamiento —propio del idealismo temprano— de la subjetividad trascendental, tal como fue desarrollada por Fichte. Pero se plantea e problema de si esta "filosofía de la reflexión de la subjetividad trascendental", como la denominó Hegel, no desgaja al sujeto humano, de una manera romántica, de las circunstancias petrificadas, abandonando éstas a sí mismas en su petrificación inhumana, vacía de sentido, e intentando salvar al individuo en sí mismo.

En esta metafísica romántica de la subjetividad y en esta actitud mental de la reflexión metafísica permanente parece estar encajada también, en este caso, aquella teología que cultiva el culto de lo absoluto —culto que se ha vuelto insustancial en las relaciones sociales— como trasfondo trascendente de la existencia moderna. Es aquella teología que se presenta como "doctrina de fe" y que encuentra el lugar de ésta en la subjetividad trascendental del hombre. Es una teología de la existencia humana, para la cual la "existencia" es la relación del hombre consigo mismo, tal como resulta en la "reflexión total del hombre sobre sí mismo". Esta teología aposenta la fe en aquella subjetividad y espontaneidad del hombre que no son objetivables ni calculables, que resultan inaprehensibles por los papeles sociales. Localiza la fe en aquella realidad ética que viene determinada por las decisiones y encuentros del hombre, pero no por los modelos sociales de comportamiento ni por la autonomía racional de las relaciones económicas en que el hombre vive.

En la medida en que el hombre cobra conciencia, en la "reflexión total" sobre sí mismo, de su propia e inconfundible mismidad, se distingue del mundo moderno, y éste se convierte para él en un mundo secularizado, que no es más que sólo mundo. Pero el sí-mismo que ahí aparece se convierte en la "recepción pura" de lo trascendente y de lo divino 24. La metafísica moderna de la subjetividad, con sus consecuencias de mundanización o secularización del mundo, tiene que ser presentada entonces como consecuencia de la fe cristiana; y ésta, como la verdad de esa metafísica de la subjetividad. La fe como "reflexión total del hombre sobre sí mismo" (F. Gogarten) se presenta entonces como la verdad y la radicalización de la actitud mental metafísica de la "reflexión permanente" (H. Scheisky).

En esta teología la fe cristiana se vuelve trascendente frente a toda conexión de sentido comunicable socialmente. No es demostrable —pero precisamente en su indemostrabilidad está su fortaleza, como se dice— y, por ello, tampoco es refutable. Su enemigo es únicamente la incredulidad, en cuanto decisión opuesta. En cuanto reflexión permanente, la fe cristiana no es institucionalizable 25, sino que ella misma es la trascendencia frente a las instituciones sociales. Se relaciona ante todo con la "comprensión de sí mismo" del sujeto humano del mundo técnico. "Dios" es para ella no un Dios del mundo, o de la historia, o de la sociedad, sino más bien lo incondicionado en lo condicionado, el más allá en el más acá, lo trascendente en lo aquí presente 26. Los calificativos con que se describe la peculiaridad de esta vivencia religiosa están todos ellos referidos de manera contrapuntista a las relaciones objetivadas, cosificadas, no-humanas, de la sociedad industrial. Es un "acontecimiento y un hecho que se realiza en cada caso", un "acontecimiento inaguardable", es la "abertura para los encuentros de Dios", la disposición para la transformación de sí mismo en los encuentros de Dios. La fe es la recepción de sí-mismo desde Dios. Esto la sitúa en una soledad radical, la convierte en lo "singular", la saca del mundo en medio de una sociedad organizada. Esto otorga al hombre la libertad de "caminar consolado a través de la oscuridad y los enigmas, y de atreverse a cargar, y cargar de hecho, con la responsabilidad de la acción en la soledad de su propia decisión".27

En la "perplejidad frente al mundo de los objetos"28, perplejidad típica del existencialismo, la ética cristiana se reduce entonces a la "exigencia ética" 29 de asumir el sí-mismo y cargar con la responsabilidad del mundo en cuanto tal. Pero no puede impartir ya prescripciones éticas objetivas para la vida política y social. El amor cristiano emigra con ello del derecho y del orden social. Se hace acontecimiento acá y allá en la projimidad espontánea, en la relación inmediata yo-tú, relación no mediada por las cosas. Una vez vaciados de ese modo, el derecho, el orden social y la justicia política tienen que ser entendidos ya, de manera positivista, como pura organización, como poder y ley.

El "prójimo", al cual estaba orientado el amor cristiano, es entonces aquel con quien nos encontramos en cada caso, el prójimo en su ser-mismo; pero no se le puede ya conocer, ni apreciar ni amar en su persona jurídica y en su papel social. El "prójimo" se hace manifiesto tan sólo en el encuentro personal, pero no en su realidad social. El que se encuentra ante la puerta y a mano, ése es entonces el prójimo, pero no el hombre tal como aparece en el orden jurídico y social, en la ayuda al desarrollo y en los problemas raciales, en los oficios, papeles y exigencias de la sociedad.

Pero si examinamos la dialéctica de la sociedad moderna, que es una sociedad escindida, vemos que la metafísica de la subjetividad y el culto de lo absoluto en la subjetividad trascendental deben su existencia a una situación social condicionante determinada: la moderna. La "categoría de la individualidad" es, ella misma, un producto de la sociedad 30. "Una personalidad: esto es una institución en un solo caso"31. No es que la civilización moderna, técnico-científica, sea sólo la objetivación de la subjetividad infinitamente creadora del hombre. La subjetividad moderna del hombre debe, por su parte, su libertad, su espontaneidad y su interna infinitud también a las exoneraciones que la sociedad moderna, cosificada, le ofrece. Una salvación cultural de la humanidad mediante el cultivo y la profundización de la subjetividad en la reflexión metafísica permanente, en el arte y en la religión, constituye un escapismo romántico en tanto no sean cambiadas las circunstancias sociales. Esta salvación cultural de la humanidad adquiere automáticamente, cuando se dejan las circunstancias tal como están, la función de la estabilización de esas mismas circunstancias sociales en su no-humanidad, en la medida en que proporciona en la interioridad humana el dentro que ésta tiene que echar de menos fuera.

Considerada desde la perspectiva de una sociología del saber, una teología que aposente la fe en la "existencia" del individuo, en sus encuentros y decisiones personales, inmediatos, está exactamente allí donde la sociedad ha situado el cultus privatus, para emanciparse de él. Esta fe es socialmente irrelevante, en sentido literal, porque se encuentra en el país social de nadie, propio de las exoneraciones individuales; es decir en un terreno que la sociedad cosificada ha dejado libre sin más a la individualidad del hombre. Por esto, la decisión existencial de fe apenas provoca ya tampoco la contra-decisión de la incredulidad; por ello no se encuentra tampoco realmente en polémica con ésta. Sino que en realidad provoca constantemente su propia falta de compromiso, es decir la no-decisión, hecha notoria, frente a la disputa de fe que hace ya mucho tiempo que se ha vuelto socialmente irrelevante: es una "religión sin decisión".32

La disputa de la fe no es ya necesaria socialmente, pues no posee ya obligatoriedad ninguna para la vida social. E punto trascendente de referencia de la subjetividad emancipada, en dirección al cual esta predicación interpela a hombre, ha sido neutralizado ya socialmente, antes de que en la decisión de fe, pueda ser tenido en cuenta. Con elle la teología corre el riesgo de convertirse en la ideología religiosa de la subjetividad romántica, en la religión en e ámbito de la individualidad socialmente exonerada. Tampoco el pathos de la radicalidad existencial evita la inmovilización social de la fe cristiana entendida de esa manera.

 

3. LA RELIGIÓN COMO CULTO DE LA PROJIMIDAD

El segundo papel en que la sociedad moderna espera la eficacia de la religión consiste en la determinación trascendental de la projimidad como comunidad.

Desde el comienzo de la revolución industrial, la reacción romántica contra aquellas circunstancias que parecen enajenar al hombre de su projimidad, se ha aferrado una y otra vez, en formas siempre nuevas, al pensamiento de la "comunidad".

La auténtica comunidad humana es... la que se da entre hombre y hombre; es decir aquella comunidad en la que el hombre llega a sí mismo al entregarse al otro. 33

Este hablar de la plena apertura de la projimidad personal en "comunidad" está orientado siempre, de manera polémica, al concepto contrario de "sociedad": la sociedad es un contrato hecho, caprichoso, organizado, mediado por fines y por cosas. En ella no domina la voluntad de llegar al sí-mismo, sino la finalidad racional, la convención y la referencia a las cosas. Es pseudocomunidad y lleva al hombre a una mera existencia aparente. Este tipo de sociedad se ve ante todo en las "grandes ciudades industriales" 34, mientras que, al decir comunidad, se piensa evidentemente en las idealizadas circunstancias aldeanas de la época premoderna.

Este pensamiento de la comunidad, del que se espera una salvación cultual frente a la civilización técnica, procede de la época del romanticismo. Se encuentra en el Manifiesto comunista como meta revolucionaria de una "asociación libre de individuos libres", de aquella comunidad del futuro, en la cual la división del trabajo esté abolida, en la cual el hombre sea para el hombre el ser supremo, en la que cada uno "pueda intercambiar amor sólo por amor, confianza sólo por confianza", una comunidad que produce, por ello, como su constante realidad, el "hombre más completo y profundo" y en la cual tiene lugar la recuperación total del hombre, tras su pérdida completa en la sociedad capitalista. Este pensamiento de la comunidad se encuentra expuesto detalladamente en Ferdinand Tónnies 35, y, a través de este autor, ha impulsado el movimiento de juventud y un .número incontable de movimientos comunitarios al comienzo del siglo xx. Se encuentra de nuevo en el pensamiento crítico-social y revolucionario-nacional de la comunidad del pueblo. Hans Freyer hizo propaganda de esta idea en 1931, en su libro Revolución de derechas: la sociedad industrial, que no descansa más que en el cálculo de materia y energías, no está fundada en un suelo orgánico, sino que flota en el vacío. Ninguna savia corre en ella como su propia racionalidad. Es un perpetuum mobile de valores mercantiles, cuantos de trabajo, medios de intercambio y necesidades de las masas. La revolución de izquierdas se ha agotado completamente en los sindicatos, y ha sido ya integrada en este mundo industrial. Pero ¿dónde puede el hombre, en cuanto hombre, rebelarse contra este sistema?

El pueblo es el contrapolo de la sociedad industrial. El principio pueblo contra el principio sociedad industrial.

Esta historia no nacida se acumula en la aldea contra la ciudad industrial. Fuerzas primigenias de la historia, decretos de lo absoluto afluyen de nuevo al hombre desde el pueblo. La "tierra" se yergue, por así decirlo, en lo popular, en el hombre del pueblo y en el estado popular, contra el sistema abstracto, laxo e inhumano de la sociedad industrial. El hombre y la tierra se encuentran de nuevo. El principio de la sociedad industrial se ha vuelto inválido, porque hay hombres que no están definidos ya por sus intereses sociales. La "emancipación humana del hombre", que Marx aguardaba de la revolución del proletariado, es aquí esperada de lo popular.

Libre es el hombre cuando es libre en su pueblo, y éste lo es en su espacio vital. Libre es el hombre cuando se encuentra en una concreta voluntad común, que guía su historia en propia responsabilidad.

Pero también en la doctrina social católica se encuentra el pensamiento de la comunidad con una finalidad de crítica y de terapéutica sociales. Según la encíclica Mater et magistra, es necesario "que las formaciones sociales tengan la figura y el carácter de auténticas comunidades, es decir que consideren realmente a sus miembros como personas humanas, y estimulen a la colaboración activa". Por ello la meta consiste en "convertir las empresas privadas y públicas en una auténtica comunidad humana".

Una vez que se haya conseguido esto, contribuirá no poco a reunir a todos los estados en una comunidad, cuyos miembros particulares, teniendo conciencia de sus derechos y de sus deberes, contribuyan concordantemente al bienestar de todos. 36

Sin embargo, también este ideal de la comunidad en la sociedad industrial ha perdido su fuerza revolucionaria y ha sido integrado en el sistema industrial. Sociólogos y críticos de la cultura han expuesto en repetidas ocasiones que la sociedad moderna no se encamina en modo alguno hacia un hormiguero totalitario, en el cual estén reglamentadas todas y cada una de las cosas, sino que esta época del conformismo y de la igualación, de las grandes organizaciones y los entrelazamientos económicos, es a la vez la época de las pequeñas agrupaciones especiales, de las relaciones de confianza en un círculo pequeño. A las superestructuras y macroestructuras de la economía corresponden las microestructuras de los grupos informales, de las comunidades, asociaciones, etcétera.

Aquí es apresado el aislamiento del hombre, y estas instituciones informales, no públicas, adquieren evidentemente una importancia cada vez mayor. 37

Ya Alexis de Tocqueville había observado esto mismo en la democracia americana del siglo anterior:

Veo una multitud inabarcable de hombres semejantes e iguales, que giran sin descanso en torno a sí mismo para procurarse placeres pequeños y corrientes, que colman su corazón. Cada uno de ellos, retraído sobre sí mismo, está totalmente desinteresado por el destino de los demás. Pero sus hijos y sus amigos particulares son para él la humanidad. En lo que afecta a sus conciudadanos, él vive ciertamente junto a ellos, pero no los ve, no los toca, no los siente; únicamente vive en sí y para sí.38

Objetividad e inhumanidad del hombre están como olvidadas en el círculo de los amigos, de los colegas íntimos, de los vecinos e hijos, en la casa, en la asociación de canto, y en la comunidad. Aquí es "hombre", aquí puede él ser hombre. Tal vez, como insinúa A. Gehlen39, todos estos pequeños vínculos de los grupos íntimos constituyen algo así como el cemento del edificio total de la sociedad.

Las grandes organizaciones utilitarias y los individuos amontonados en ellas, eso no representa en modo alguno toda la verdad.

En esos grupos pequeños y entre ellos, también la iglesia puede tener su lugar y ejercer su función. Aquí puede convertirse en el refugio de la interioridad, cuando se huye de las industrias consideradas como "desalmadas". Las relaciones que se dan en los grandes entrelazamientos industriales se vuelven inabarcables para el intelecto, y ya no es posible dominarlas de manera moral. La responsabilidad por "el mundo moderno" en cuanto tal, es algo que ya no se le puede exigir a nadie. Las objetivaciones de la civilización técnico-científica se han hecho tan grandes y autónomas, que ya no es posible re-subjetivizarlas. A cambio de esto, liberan un mundo en pequeño, en el cual se puede asumir responsabilidades en comunidades delimitadas. Aquí las comunidades cristianas pueden ofrecer calor y cercanía humanos, vecindad y hogar, "comunidad" libre de fines y, sin embargo, llena de sentido, y por ello, comunidad a la que gusta calificar de "auténtica". Lo "auténticamente" vivo en la relación de hombre a hombre no se encuentra aquí aprisionado y pre-formado en modelos de comportamiento racionales y utilitarios. Aquí lo vivo puede ser ejecutado todavía desde la libertad; escapa a la conformación y no puede ser impuesto ni controlado. Aquí, frente a la acomodación a las reglas técnicamente necesarias del comportamiento en la sociedad, y a base de la espontaneidad humana, pueden producirse soluciones siempre nuevas en constelaciones de situaciones siempre nuevas.

En este espacio hueco no preformado, no organizado y no público, de la sociedad industrial, se generalizan las asociaciones, sectas y comunidades de todo género. Aquí también las comunidades y círculos cristianos pueden convertirse en una especie de arca de Noé para los hombres socialmente alienados. Se transforman en islas de auténtica projimidad y de vida auténtica en el hosco mar de las relaciones en las que el pequeño hombre no puede cambiar, desde luego, nada. La cristiandad puede convertirse en foco de integración, y con ello habría cumplido evidentemente un fin social. Pues la existencia subterránea de esas comunidades libres es extraordinariamente benéfica para la sociedad moderna, ya que consigue ofrecer, en la economía anímica del hombre, una cierta compensación a las fuerzas económicas y técnicas de destrucción. Sin embargo, nada se cambia con ello en la dura realidad de la enajenación de lo humano en la "sociedad". Se ofrece únicamente la compensación dialéctica y la exoneración anímica, de tal manera que el hombre pueda resistir su existencia pública actual, escindida en el cambio de vida privada y vida pública, de comunidad y sociedad.

Con esta significación social de la "comunidad" se halla en perfecta concordancia el hecho de que la teología cristiana de varias orientaciones contraponga, a la iglesia estructurada de manera pública y jurídica, la "verdadera comunidad" como "auténtica comunidad", como una "iglesia espiritual" (R. Sohm), como "comunidad pneumática personal" (E. Brunner), como "comunidad de la fe" y "comunidad en lo trascendente" (R. Buitmann), y se presente su existencia como "acontecimiento puro" y "suceso inesperado" en encuentro y decisiones espontáneas. La iglesia es entonces una realidad completamente ajena al mundo, y es descrita con las categorías propias de la "comunidad" en contraposición a la sociedad planificada, racionalizada, utilitaria. Entonces se puede hablar todavía de la responsabilidad de la iglesia cristiana para "el mundo", pero ya difícilmente puede hablarse de los oficios de la cristiandad en él.

Ahora bien, es necesario tener conciencia clara de que semejante comunidad, en cuanto "comunidad" y en cuanto "acontecimiento puro", no puede ni inquietar, ni mucho menos modificar, la vida política de esta sociedad; más aún, difícilmente representa ya un interlocutor efectivo de las instituciones sociales. Con la vida auténtica y la auténtica comunidad, con la espontaneidad de la vivencia, de la decisión y la transformación, se sale, sin duda, al encuentre de la nostalgia del hombre que se siente alienado, y se satisface esa nostalgia. Pero se la satisface ya únicamente, en un esoterismo personal, en el ámbito de las exoneraciones sociales. Tampoco el subrayar la autenticidad y la genuinidad de la vida en esta comunidad personal impide la inmovilización social de la projimidad cristiana.

 

4. la RELIGIÓN COMO CULTO DE LA INSTITUCIÓN

Un tercer papel en que la sociedad moderna espera la eficacia de la religión cristiana lo tenemos hoy de nuevo, sorprendentemente, en la institución, con todas las exigencias públicas y de vida pública que van ligadas con ella. La cultura moderna pos-ilustrada ayuda de nuevo a la religión más que la época preindustrial del siglo XVIII 40. Después de los agitados decenios en que se gestó la revolución industrial, en los cuales los hombres volviéronse inseguros en su comportamiento a causa de los grandes cambios sociales, y por lo mismo se tornaron también accesibles para las ideologías, hoy la sociedad industrial se consolida de nuevo, en los países altamente industrializados, en nuevas instituciones. Pero éstas exoneran de nuevo al hombre del peso permanente de la decisión que en tiempos inseguros cae sobre él. Modelos ya acuñados de comportamiento otorgan a estas épocas duración, seguridad y solidaridad. De esta manera surge en el trabajo, el consumo y el trato social un nuevo tesoro de costumbres y de usos obvios invariantes. Una "benéfica aproblematicidad" (A. Gehien) se extiende sobre la vida. Tal institucionalización de la vida pública, social, nace sin duda de la permanente necesidad de seguridad del hombre, el cual se experimenta a sí mismo en la historia como un "ser en peligro", y por ello se esfuerza también por absorber la historicidad de su historia en un cosmos de instituciones. Pero esta institucionalización provoca a la vez, por lógica interna, la eliminación de la pregunta por el sentido.

El obrar habitualizado en ellos tiene el efecto puramente real de suspender la pregunta por el sentido. El que plantea la cuestión del sentido, o bien se ha extraviado, o bien expresa, consciente o inconscientemente, una necesidad de instituciones distintas de las que ahora existen.41

Pues éstas son precisamente relaciones o modos de comportamiento que deben darse de un modo natural y sin problemas. La institucionalización de la vida pública produce hoy, en los países altamente industrializados, la desaparición, comprobable en todas partes, de las ideologías. Las ideologías que otorgan finalidad y sentido a la vida se vuelven cada vez más superfinas. Con ello se tornan discrecionales y privadas. Es cierto que también en medio de la vida institucionalizada se puede decir:

En el mundo de las máquinas y de los "valores culturales", de las grandes exoneraciones, la vida se escapa como agua entre los dedos, que quieren retenerla porque es el mayor de los bienes. Es puesta en cuestión desde profundidades insondables.42

Sin embargo, esta puesta en cuestión es experimentada tan sólo en la subjetividad liberada, pero no ya en la inseguridad e historicidad del mundo externo.

Esta tendencia a la institucionalización de la vida pública, así como el hecho de que las ciencias y las artes se hayan vuelto tan abstractas que sólo sus caricaturas suelen ser utilizadas ya por las ideologías, han hecho que la religión cristiana haya quedado retrasada, hallándose solitaria y sin enemigos, en el campo de las ideologías y concepciones del mundo en los países altamente industrializados. Todavía contra el darwinismo lucharon encarnizadamente las confesiones cristianas. Pero, en cambio, éstas no son inquietadas por la genética moderna, cuyas consecuencias técnicas son inabarcables, porque ésta es una ciencia inmensamente complicada y no puede convertirse en un adversario ideológico. La teología cristiana ha sido colocada, por tanto, en una situación tal, que en un neodogmatismo puede afirmar cosas que, desde la realidad experimentable, no pueden ser ni demostradas ni refutadas, y que, por ello, difícilmente pueden encerrar ya para el hombre moderno una obligatoriedad indiscutida. Este está más bien dispuesto a delegar la problemática de su propia decisión de fe en la institución iglesia, y a dejar los problemas de detalle a los especialistas en teología.

Pero si las decisiones actuales son delegadas en la institución iglesia, y ésta es tomada como una institución exonerante, surge entonces la forma religiosa de comportamiento de la no-obligatoriedad institucionalizada. Lo "cristiano" se convierte en un elemento social obvio, y es delegado al milieu. Las disputas teológicas son eliminadas de la vida pública como "querellas confesionales". A cambio de esto, la institución eclesiástica de los modos religiosos de comportamiento adquiere una nueva significación social. Pues, en efecto, también en la periferia de la conciencia social, institucionalizada, continúa existiendo un presentimiento de los terrores de la historia. En tiempos normalizados, esto no se articula. Pero esa conciencia subterránea de crisis provoca un reconocimiento general, bien que no vinculante, de las instituciones religiosas como fiadores de las seguridades vitales en general. La institución de las iglesias actúa entonces como una institución última que resalta la seguridad institucionalizada de la vida, y de la cual se espera confiadamente seguridad contra los últimos terrores de la existencia. También aquí tiene la cristiandad una cierta significación social para la sociedad moderna. Pero es la significación de una no-obligatoriedad institucionalizada. También esto constituye un impulso religioso en el modus de la inmovilización social. Es cristiandad en el marco del medio social.43

Con esta breve exposición de los nuevos papeles sociales de la religión, de la iglesia y de la fe cristiana, ha quedado claro que estos papeles: "religión como culto de la subjetividad", "religión como culto de la projimidad" y "religión como culto de la institución", no han surgido porque ciertos hombres particulares lo hayan querido o no lo hayan querido; tampoco se le puede echar la culpa de ello, desde el punto de vista de la historia de las ideas, a determinadas teologías, sino que brotan de aquello que, aunque es difícilmente aprehensible, debemos llamar lo socialmente "obvio". La "obviedad" teológica de la fe cristiana está siempre en relación con lo socialmente "obvio". Sólo allí donde se cobra críticamente conciencia de esta conexión, es posible disolver esta simbiosis, y puede lo propio de la fe cristiana manifestarse en el conflicto con las obviedades sociales.

Si la cristiandad hubiera de ser o tuviera que ser algo distinto, de acuerdo con la voluntad de aquel a quien cree y en quien espera, entonces tiene que emprender nada menos que la tarea de evadirse de esos papeles suyos fijados socialmente. Tiene que mostrar un comportamiento no adecuado a esos papeles. Este es el conflicto que está encomendado a cada cristiano y a cada párroco. Si Dios, que los ha dado vida, hubiera de esperar de ellos algo distinto de lo que de ellos espera la moderna sociedad industrial, y distinto de lo que ésta les ha encomendado, entonces la cristiandad debe osar el éxodo y considerar sus papeles sociales como una nueva cautividad babilónica. Sólo cuando aparece socialmente como un grupo incapaz de acomodarse del todo, y la moderna integración de todos con todos no cuaja en ella, inicia un diálogo lleno de conflictos, pero fecundo, con esa sociedad. Sólo allí donde su resistencia la muestra como un grupo no asimilable y no conquistable, puede la cristiandad comunicar a esta sociedad su propia esperanza.

Conviértese entonces en un desasosiego permanente en esta sociedad, en una inquietud que no puede ser apaciguada por nada ni ser reducida al sosiego de la acomodación. Por ello hoy su tarea no consiste tanto en oponerse a la glorificación ideológica de las circunstancias, cuanto en oponerse a la estabilización institucional de las mismas; en volverlas inseguras, "planteando el problema del sentido", en hacerlas ágiles y elásticas en el proceso de la historia. Este fin —formulado aquí de un modo muy general— no puede ser cumplido ya mediante el simple despertar la historicidad, la vitalidad y la movilidad en los ámbitos de las exoneraciones sociales, en una inmovilización social general, sino precisamente en perforar esa inmovilización social. Únicamente la esperanza mantiene la vida —también la vida pública, social— en una laxitud fluyente.

 

5. LA CRISTIANDAD EN EL HORIZONTE DE EXPECTACIÓN DEL REINO DE DIOS

La "cristiandad" no tiene su esencia y su fin en sí misma, ni en su propia existencia, sino que vive de algo y existe para algo que va más allá de ella. Si se quiere captar el misterio de su existencia y de sus modos de actuación, hay que preguntar por su misión. Si se quiere averiguar su esencia, hay que preguntar por aquel futuro en el que ella coloca sus esperanzas y expectaciones. Si la cristiandad misma se ha vuelto insegura y desorientada en las nuevas circunstancias sociales, entonces tiene que reflexionar de nuevo sobre aquello para lo que existe y hacia lo que aspira.

Hoy es cosa reconocida por todos que el nuevo testamento concibe la iglesia como "comunidad escatológica de salvación" y por tanto habla de la recogida y de la misión de la comunidad dentro de un horizonte escatológico de expectación 44. Para que Cristo resucitado pueda llamar, enviar, justificar y santificar, reúne, llama y envía a unos hombres a su futuro escatológico para el mundo. El Señor resucitado es siempre el aguardado por la comunidad; y, desde luego, el Señor aguardado por ella para el mundo, y no sólo para sí misma. Por ello la cristiandad no vive de sí misma ni para sí misma, sino que vive del dominio del resucitado y para el dominio venidero de aquel que venció a la muerte y trae la vida, la justicia y el reino de Dios.

Esta orientación escatológica se muestra en todo aquello de lo que vive y para lo que vive la comunidad. La comunidad vive de la palabra de Dios, de la palabra que predica, anuncia y envía. Esta palabra no posee en sí misma una cualidad mágica.

La palabra predicada está dirigida a aquello que la precede en todos los aspectos. Está abierta para el "futuro" que acontece en ella, pero que a la vez es conocido, mediante su suceder, sólo como pendiente. 45

La palabra que vivifica y que llama a la fe es anuncio y predicación. No da una revelación definitiva y concluyente, sino que llama a recorrer un camino cuya meta muestra en promesas, y que sólo puede ser alcanzada siguiendo obedientemente a la promesa. En cuanto promesa de futuro escatológico y universal, la palabra apunta por encima de sí misma; hacia adelante apunta a lo venidero, y hacia fuera, a la amplitud del mundo, al cual adviene lo venidero prometido. Por esto, toda predicación se encuentra dentro de aquella tensión escatológica. Vale en la medida en que es hecha válida. Es verdadera en la medida en que anuncia el futuro de la verdad. Comunica esta verdad de tal manera que sólo se la puede tener aguardándola con confianza y buscándola con toda pasión.

La palabra de Dios posee así una trascendencia interna hacia su propio futuro. Ella misma es un don escatológico. En ella está ya presente el futuro oculto de Dios para el mundo. Pero está presente en el modus de la promesa y de la esperanza despertada. La palabra misma no es la salvación escatológica, sino que recibe su relevancia escatológica de la salvación venidera. De la palabra de Dios puede decirse lo mismo que del espíritu divino: es prenda de lo venidero y liga al hombre a sí, para apuntar y dirigir hacia algo mayor.

Lo mismo puede afirmarse del bautismo y de la cena. También el bautismo "se antecede a sí mismo". En la medida en que bautiza a los hombres en la muerte de Cristo ya ocurrida, los sella para el futuro reino que es traído por el Cristo resucitado. La comunidad bautizante está autorizada a realizar el bautismo tan sólo como comunidad escatológica; es decir la legitimación para realizar ese acto jurídico y creador la recibe de su apertura hacia lo que viene hacia ella. De igual manera, tampoco podemos entender la cena de manera mistérica y cultual, sino escatológica. La comunidad de la cena no es detentadora de la presencia sacral de lo absoluto, sino comunidad que espera, que aguarda y que busca la unión con el Señor que viene. De esta manera hay que entender la cristiandad como comunidad de aquellos que, en virtud de la resurrección de Cristo, aguardan el reino de Dios y se hallan definidos en su vida por esta espera.

Mas si la comunidad cristiana se encuentra orientada así hacia el futuro del Señor, y se recibe a sí misma y recibe su propia esencia —aguardando y esperando— tan sólo de la venida del Señor, que es antecedente a ella, esto significa que también su vida y su sufrimiento, su actuar y su obrar en el mundo y sobre el mundo tienen que estar determinados por el vestíbulo abierto de su esperanza para el mundo 46. Un obrar lleno de sentido sólo es posible en un horizonte de expectación. De lo contrario, todas las decisiones y acciones chocarían desesperadas contra la nada, y estarían suspendidas en el aire, incomprensibles y absurdas. Sólo cuando es posible articular un horizonte de expectación lleno de sentido, surge para el hombre la posibilidad y la libertad de enajenarse a sí mismo, de objetivarse y entregarse al dolor de lo negativo, sin deplorar que su libre subjetividad quede comprometida y entregada de esta manera. Sólo cuando la realización de la vida está sostenida y, por así decirlo, envuelta por un horizonte de expectación, no es ya la realización —como lo era para la subjetividad romántica— una pérdida de posibilidades y un abandono de la libertad, sino una ganancia de vida.

La cristiandad que sigue la misión de Cristo, sigue e imita también el servicio de Cristo al mundo. Posee su esencia como cuerpo del Cristo crucificado y resucitado tan sólo allí donde obedece en servicios concretos de la misión al mundo. Su existencia está íntegramente vinculada al cumplimiento de su servicio. Por esto, ella no es nada para sí misma, sino que es todo lo que es en la existencia para otros. Es la comunidad de Dios allí donde es comunidad para el mundo. Ahora bien, la moderna fórmula "iglesia para el mundo" es muy difusa. Podría ser entendida, en efecto, en el sentido de que la fe personal, o la asociación de la comunidad, o la institución iglesia, cumpliesen con fidelidad sus papeles sociales, en los cuales la sociedad moderna espera su utilidad. Pero "iglesia para el mundo" significa, no una solidaridad sin ideas, y una projimidad sin esperanzas, sino servicio al mundo y actuación en el mundo allí donde y tal como Dios quiere y espera. La voluntad y la expectación de Dios se dejan oír en la misión de Cristo y en el apostolado. La intromisión de la comunidad en la humanidad entera se realiza en la misión. Esta no acontece en el horizonte de expectación de los papeles sociales que la sociedad otorga a h comunidad, sino que acontece en el horizonte escatológico propio suyo, de expectación del reino venidero de Dios, di la justicia venidera y de la paz venidera, de la libertad y la dignidad venideras del hombre.

La cristiandad no tiene que servir a la humanidad para que este mundo continúe siendo lo que es, o sea, preservado en aquello que es, sino para que se transforme y se convierta en aquello que se le ha prometido. Por esto "iglesia para el mundo" no puede significar otra cosa que "iglesia para el reino de Dios" y para la renovación del mundo 47. Esto acontece por el hecho de que la cristiandad introduce a la humanidad y, concretamente, la comunidad introduce a la sociedad en que vive, en su propio horizonte de expectación del cumplimiento escatológico del derecho, la vida, la humanidad y la socialidad, y con sus propias decisiones históricas le comunica su apertura, su disposición y su elasticidad para ese futuro.

En un primer sentido esto acontece en la predicación misionera del evangelio, a fin de que ningún rincón de este mundo quede sin las promesas de Dios de la nueva creación en virtud de la resurrección. Mas con esto no va unida en modo alguno una ampliación de la exigencia de dominio de la iglesia y de sus ministros, o una reconquista de aquellos privilegios que se basaban en el culto de lo absoluto.

La misión hoy realiza su servicio tan sólo si contagia de esperanza a los hombres. 48

La misión sirve para provocar este despertar de la esperanza —de la esperanza viva, actuante y dispuesta a sufrir— en el reino de Dios, el cual viene a la tierra para transformarla. Esta es tarea de la cristiandad entera, no sólo de ministros especiales. La cristiandad entera está situada en el apostolado de la esperanza en el mundo, y en ello encuentra su esencia, es decir lo que la convierte en comunidad de Dios. Ella no es en sí misma la salvación del mundo, de tal manera que la eclesialización del mundo signifique para éste la salvación, sino que sirve a la salvación venidera del mundo y es como una flecha hacia el futuro, disparada y enviada al mundo.

Desde el trasfondo veterotestamentario de la misión cristiana se vuelve claro qué es lo que significa la predicación misionera de las promesas mismas de Dios. En la misión cristiana de la esperanza comienza ya a suceder aquello que, según la profecía del antiguo testamento —especialmente en Isaías y en el Deuteroisaías— sólo debe ocurrir después de que Israel haya recibido la salvación y de que Sión haya sido fundada. Con la resurrección de Cristo, el dominio divino, que se ha vuelto cercano, entra en el proceso de su realización, en la medida en que judíos y gentiles, griegos y bárbaros, esclavos y libres, llegan a la obediencia de fe y alcanzan en ello la libertad y la dignidad humanas escatológicas. Si se toma en serio este trasfondo escatológico profético, sobre el cual se destaca la predicación del evangelio por la cristiandad, entonces también la meta de la misión cristiana se vuelve necesariamente clara. Esta tiende a la reconciliación con Dios (2 Cor 5, 18 s.), al perdón de los pecados y a la eliminación de la impiedad. Pero la salvación, debe ser entendida también como schalom en el sentido veterotestamentario. Esto no significa únicamente salvación del alma, salvación personal frente al mundo malo, consuelo en la conciencia asediada, sino que significa también realización de la esperanza escatológica del derecho, humanización escatológica del hombre, socialización escatológica de la humanidad, paz escatológica de la creación entera.

Esta "otra cara" 49 de la reconciliación con Dios ha sido siempre poco atendida en la historia de la cristiandad, porque ésta no se ha entendido a sí misma de manera escatológica y abandonó a los soñadores y a los entusiastas las anticipaciones escatológico-terrenas. Mas únicamente desde esta "otra cara" de la reconciliación puede la cristiandad superar las funciones religiosas de exoneración que le han sido adjudicadas en una sociedad abandonada a sí misma, y adquirir nuevos impulsos para configurar la vida pública, social y política. La misión cristiana de la justicia de fe a todos los hombres se levanta sobre el trasfondo de la promesa yavista a Abraham (Gen 12, 3) y de la escatología profética del libro de Isaías (Is 2, 1-4; 25, 6-8; 45, 18-25; 60, 1-22), en la medida en que transforma esas expectaciones en actividad actual; y esto significa que en su horizonte no debe aparecer sólo la implantación de la obediencia de fe entre los gentiles (Rom 15, 18), sino también aquello que en el antiguo testamento es esperado como bendición, paz, justicia y plenitud de la vida (véase Rom 15, 8-13). Esto es anticipado en el poder del amor, que reúne a fuertes y débiles, a siervos y libres, a judíos y gentiles, a griegos y bárbaros en una nueva comunidad.

 

6. EL OFICIO DE LA CRISTIANDAD PARA LA SOCIEDAD

El dominio venidero del Cristo resucitado es algo que no se puede esperar y aguardar únicamente. Esta esperanza y esta expectación imprimen su sello también a la vida, el obrar y el sufrir en la historia de la sociedad. Por ello la misión no significa tan sólo propagación de la fe y de la esperanza, sino también modificación histórica de la vida. La vida corporal y, con ello, también la vida social y pública, es aguardada en la obediencia diaria como sacrificio (Rom 12, 1 s.). No igualarse a este mundo no significa sólo el modificarse uno en sí mismo, sino el modificar, con la resistencia y con la expectación creadora, la figura del mundo dentro del que se cree, espera y ama. La esperanza del evangelio mantiene una relación polémica y liberadora no sólo con las religiones e ideologías de los hombres, sino mucho más todavía con la vida práctica y efectiva de los sujetos y con las circunstancias en que esa vida se lleva a cabo. Es demasiado poco el decir que el reino de Dios se relaciona únicamente con las personas 50, pues, en primer lugar, la justicia y la paz del reino prometido son conceptos de relación, y por ello atañen también a las relaciones de los hombres entre sí, y de éstos con las cosas; y, en segundo término, la idea de una personalidad a-social del hombre es una abstracción.

En una vida institucionalizada la esperanza cristiana plantea la "cuestión del sentido", porque de hecho no puede contentarse con estas circunstancias y conoce que la "benéfica aproblematicidad de la vida" que en ellas se da es tan sólo una nueva figura de lo inane y de la muerte. La esperanza cristiana se dirige de hecho a "otras instituciones", porque tiene que aguardar la vida verdadera, eterna, la dignidad verdadera y eterna del hombre, las relaciones verdaderas y justas, tiene que aguardarlas, decimos, del reino venidero de Dios. Por ello intentará sacar a las instituciones modernas de sus tendencias de estabilización —inmanentes a ellas—, intentará volverlas inseguras, históricas, y abrirlas a aquella elasticidad que corresponde a la apertura hacia el futuro que ella aguarda. Con la resistencia práctica y con la reconfiguración creadora, la esperanza cristiana pone en tela de juicio lo existente y sirve así a lo venidero. Rebasa lo que encuentra ante sí en dirección a lo nuevo esperado, y busca ocasiones de corresponder cada vez mejor en la historia al futuro prometido.

El redescubrimiento hecho por la Reforma protestante del "sacerdocio universal de todos los creyentes", puso en claro que la llamada del evangelio se dirige a cada uno. Todo el que cree y espera está vocatus y tiene que poner su vida al servicio de Dios, tiene que colaborar al reino de Dios y a la libertad de la fe. Para los reformadores, esta llamada se hizo concreta, en la vida terrena, en los "oficios" o profesiones. En los oficios terrenos la misión y la llamada de la cristiandad se despliegan, por así decirlo, dentro del mundo, en servicios, encargos y carismas prestados a la tierra y a la sociedad humana. En los oficios mundanos el dominio de Cristo y la libertad de la fe penetran en el mundo como

politia Christi regnum suum ostendentis coram hoc mundo. In his enim sanctificat corda et reprimit diabolum, et ut retineat evangelium ínter homines, foris opponit regno diaboli confessionem sanctorum et in riostra imbecillitate declarat potentiam suam. 51

Por el hecho de ser denominadas, desde la Reforma, "vocación", esto es, vocatio, klesis, las ocupaciones terrenas adquieren así una nueva significación teológica. La vita christiana no consiste ya en la huida del mundo y en la resignación espiritual de éste, sino que ataca al mundo y realiza un oficio en la sociedad 52. Ahora bien, en el decurso de la Reforma protestante no quedó claro quién es el que propiamente prescribe estos oficios terrenos. Los movimientos sociales revolucionarios de los entusiastas y soñadores hicieron que, en los reformadores, la llamada al seguimiento, basada en la libertad de la fe, pasase cada vez más a un segundo plano, oscurecida por la preocupación por el orden y por su preservación. La nueva idea del oficio fue traspuesta a una doctrina de los dos reinos, la cual se convirtió cada vez más en una serie de reflexiones acerca de la competencia entre las fundaciones divinas de Iglesia, estado, economía y familia 53. Así, en la Confessio Augustana 16 se dice que el evangelio no trae al mundo nuevas leyes y nuevos órdenes, que no disuelve los órdenes políticos y económicos, "sed máxime postulat conservare tanquam ordinationes Dei et intalibus ordinationibus exercere caritatem".

Es verdad que los oficios continúan siendo el lugar concreto del servicio ordenado que se presta al mundo por amor a Dios; ahora bien, queda sin responder de dónde se deduce esa "concreción". La ética protestante de la profesión recurrió en este lugar al postulado de una segunda fuente de revelación. Karl Holl derivaba la "vocación", que lleva a determinados oficios o profesiones, de la consonancia de dos voces: de la "llamada interna", que se escucha en el evangelio, y de la voz que, desde las cosas mismas y desde su necesidad, llega a nosotros. Quería, igual que Bismarck, escuchar en cada situación histórica misma "la pisada del Dios que camina por la historia"54. De esta manera la llamada a la profesión se realiza a base de ambas voces: la llamada de Dios en el evangelio de Cristo y la llamada del Dios de la historia. Emil Brunner colocó en este lugar la "providencia":

El "lugar" del obrar, del aquí-así-ahora... es el lugar dado por Dios. 55

Otros han buscado, en la pluralidad de las posibilidades sociales e históricas, ciertos órdenes básicos perdurables y que se mantienen siempre, como el matrimonio y la familia, la iglesia y el estado, desde los cuales deben sernos aclaradas las muchas posibilidades como variaciones. Estos denominaban a estos órdenes fundamentales "órdenes de la creación", "órdenes de la conservación", "mandatos", "fundaciones básicas" de Dios, o instituciones que van anejas con el ser humano. Mas con esto el lugar de la llamada o vocación es entendido siempre como algo dado o predeterminado, de tal manera que la llamada y la obediencia de fe no pueden intentar ya otra cosa que realizar, en el exercitium caritatis, modificaciones internas en este lugar y en el papel profesional prefigurado. Típico de esta actitud es el verso de Johann Heermann:

Concédeme que haga con diligencia lo que debo hacer, a lo cual me lleva tu mandato en mi estado.

Mas, con ello, en una teología de la creación o de la historia el "estado" o el papel profesional social tenía que ser considerado como un destino y como algo dado por Dios. El conservare de la Confessio Augustana 16 ha dado siempre un matiz conservador a la ética protestante de la profesión. Ahora bien, como, una vez abandonados a sí mismos, unos poderes completamente distintos se han encargado de determinar el lugar y el papel de las "profesiones" u oficios, la llamada y la misión del creyente sólo pudieron influir ya en la realización interna de ellos. La concreción histórica de aquellos "órdenes" fue dejada a los poderes que dominan casualmente.

Mas en verdad la llamada al seguimiento de Cristo no tiende al cumplimiento fiel y amoroso de la profesión en lo dado de antemano, por cualquier Dios o por cualesquiera poderes. Esta llamada posee, antes bien, su propia meta. Es la llamada a colaborar en el reino de Dios, que viene. La identificación reformadora de vocación y "oficio" no quiso significar jamás una disolución de la llamada en la profesión, sino, al contrario, una integración y transformación de las "profesiones" en la llamada o vocación. La vocación es, según el nuevo testamento, única, irrevocable e inmutable y tiende escatológicamente a la esperanza, a la cual llama Dios. 56

Pero los oficios son históricos, mudables, cambiables; tienen un plazo temporal y, por ello, deben ser configurados, en el proceso de su aceptación, en el sentido de la llamada, la esperanza y el amor. La llamada aparece siempre tan sólo una vez. Los oficios, papeles, funciones y relaciones que afectan socialmente a los hombres aparecen siempre en una pluralidad abierta. El hombre se encuentra siempre en una trama múltiple formada por sus dependencias y pretensiones sociales. Precisamente la sociedad moderna no es ya una sociedad estamental; más bien debemos calificarla de sociedad de oficios móviles. Abre al hombre una pluralidad de oportunidades y exige de él elasticidad, capacidad de adaptación y fantasía.

En esta rica pluralidad de condicionamientos y posibilidades, la cuestión decisiva para la existencia cristiana no es si y cómo el hombre puede ser "el mismo" en la fluctuante multiplicidad de sus requerimientos sociales o en el punto en que se cortan esos papeles, los cuales le afectan siempre únicamente de manera parcial, y ser capaz de conservar, en sí mismo, identidad y continuidad.57

El punto de referencia de sus manifestaciones y alienaciones, de sus actividades y sufrimientos, no es un yo trascendental, al que pudiera y debiera retirarse una y otra vez, en la reflexión sobre sí mismo, escapando así a la disipación. Ese punto de referencia es su vocación. Para ella, y no para sí mismo, intenta vivir. Ella le otorga identidad y continuidad también allí y precisamente allí donde él se enajena en la no-identidad. No necesita preservarse en sí mismo, en una constante unión consigo mismo, sino que es preservado, cuando se entrega al trabajo de la misión, por la esperanza de ésta. Las profesiones, papeles, condicionamientos y exigencias que la sociedad le impone no deben ser interrogados, por ello, en orden a si y cómo ellos colman el propio sí-mismo, o enajenan al hombre de sí mismo, sino en orden a si y hasta qué punto ofrecen posibilidades para la encarnación de la fe, para la aparición de la esperanza y para la correspondencia terrena, histórica, con el reino de Dios y de la libertad, que es un reino esperado y prometido. El criterio para elegir y para cambiar la profesión, para realizar actividades paraprofesionales, así como para ocupar y conformar el proceso de socialización, es únicamente la vocación de la esperanza cristiana.

El horizonte de expectación en el cual es preciso desarrollar una doctrina cristiana de la praxis es el horizonte escatológico de expectación del reino de Dios, de su justicia y de su paz, traídos por una nueva creación, por su libertad y su humanidad para todos los hombres. Únicamente este horizonte de expectación, que se apodera del presente configurándolo, le permite al hombre esperanzado y enviado resistir y sufrir por causa del presente insuficiente, le pone en conflicto con la figura presente de la sociedad y le permite encontrar la "cruz del presente" (Hegel). El lugar y la situación en que la llamada a la esperanza del evangelio afecta al hombre, son, ciertamente, el concreto terminus a quo, pero no son el terminus ad quem de la vocación. Sólo una cristiandad que no entienda ya su misión escatológica como una misión para el futuro de la tierra y del hombre, puede identificar su vocación con las circunstancias efectivas de los papeles sociales profesionales y avenirse a la acomodación. Mas donde la vocación se torna visible en el propio horizonte de expectación, la obediencia de fe, el seguimiento y el amor tienen que ser entendidos como "seguimiento creador"58 y como "amor creador".59

El "seguimiento creador" no puede consistir en la acomodación y en la conservación de los órdenes jurídicos y sociales existentes, ni mucho menos en producir fenómenos que respalden lo dado y hecho. Tiene que consistir en la percepción teórica y práctica de que lo que debe ser ordenado y, por tanto, lo posible y futuro en ello, posee una estructura histórica procesual y sucesiva. También Lulero pudo reivindicar esta libertad creadora para la fe cristiana.

Habito enim Christo facile condemus leges, et omnia recte judicabimus, imo novos Decálogos faciemus, sicut Paulus facit per omnes Epístolas, et Petrus, máxime Christus in evangelio,60

Semejante "seguimiento creador", en un amor que engendra orden y comunidad y derecho, es posibilitado escatológicamente por la perspectiva de la esperanza cristiana hacia el futuro del reino de Dios y del hombre. Únicamente él constituye la adecuación con lo prometido y lo venidero, en la historia abierta de ahora. "Escatología presentista" no quiere decir otra cosa que justamente "expectación creadora" 61, esperanza que, por abrirse al futuro universal de] reino, incita a la crítica y a la modificación del presente.

Al problema —hoy más difícil cada vez— "hombre y sociedad", o "libertad y enajenación", u "hombre y obra" debe dársele desde aquí una respuesta distinta a la que resulta posible sobre la base de un humanismo de la subjetividad trascendental. El idealismo alemán y, en seguimiento suyo, el romanticismo europeo fueron reacciones primeras a las nuevas circunstancias creadas por la revolución industrial. De esa época y de ese pensamiento procede la idea de que el hombre debe ser idéntico consigo mismo, porque lo fue y lo es en su comienzo y su origen. Mas para llegar a ser idéntico consigo mismo y vivir "en constante unión consigo" (Fichte), el hombre tiene que recuperarse una y otra vez de sus enajenaciones, retirarse de la perdición de la entrega, apartarse de la disipación mediante la reflexión sobre sí mismo y sobre su verdadero sí-mismo. Todas las acciones que el hombre hace surgir de sí adquieren un sentido propio y una autonomía que le quitan al hombre su libertad. Sus productos se emancipan de él, de tal manera que el creador tiene que inclinarse ante sus criaturas. Sus relaciones personales se transforman en relaciones objetivas que desarrollan su propia lógica y que se independizan. Con ello enajenan al hombre de su verdadera esencia, y éste no puede reencontrarse ya a sí mismo en ellas.

En consecuencia, los individuos tienen que subsumir de nuevo bajo sí esos poderes cosificados, independizados y convertidos en complejos obsesivos, tienen que apropiarse de nuevo de ellos y poder reintegrarlos a sí, penetrarlos y cobrar conciencia de ellos 62. Este retorno de la enajenación es posible hacerlo, evidentemente, por dos vías: por el camino de la utopía, y por el camino de la ironía. Al joven Marx le parece posible —en razón de su patología social de las circunstancias del industrialismo primitivo— realizar aquel ideal formativo del clasicismo alemán del "hombre completo y profundo" mediante la eliminación revolucionaria de la explotación capitalista, de la sociedad de clases y de la división del trabajo, en una futura "asociación de individuos libres". En cambio, en la actual filosofía social del oeste aparecen una y otra vez intentos de recobrar la humanidad del hombre a través de la reflexión trascendental, conservando la idea de la enajenación.

Yo no coincido ya con mi yo social, aun cuando también, en cada momento, soy simultáneo con él. Ahora puedo tener, por así decirlo, en mi existencia social, la conciencia del papel que acepto o soporto. Yo y mi papel se separan para mí. 63

De esta manera, en la reflexión, la autoconciencia del hombre escapa a la realidad comprometedora, restrictiva, social. En la reflexión permanente, en la ironía y en la crítica a la caducidad de las circunstancias, la autoconciencia recobra aquella distancia en la que cree encontrar sus posibilidades infinitas, su libertad y su superioridad. Esta subjetividad que reflexiona de esta manera sobre sí misma, que no se enajena en ninguna tarea social, sino que se cierne sobre la realidad degradada en "juego de papeles", y esta fe que no se siente atada a ninguna realidad, tampoco a la suya propia, hacen del hombre un "hombre sin propiedades" en un "mundo de propiedades sin hombre" (R. Musil). Salvan la humanidad del hombre en una emigración interna, en la cual el hombre ya sólo "asiste" a su vida externa, y con ello entregan las circunstancias a su ruina definitiva.

En la medida en que la subjetividad es recobrada de sus realidades sociales por medio de la reflexión, pierde el contacto con la realidad social y priva a esas circunstancias precisamente de las fuerzas que la primera necesita para configurarlas humanamente y para salir fiadora del futuro.64

El que, en su esfuerzo por liberarse de la antinomia, desprecia y excomulga el mundo organizado del trabajo, considerándolo como fruto de una equivocación, y recomienda como única posibilidad de salvarse de las consecuencias di ese error, la retirada a la interioridad, ése entrega aquel mundo a un desamparo que, más pronto o más tarde, se apoderará también de su reino espiritual, artificiosamente delimitado, 65

Algo está vivo tan sólo cuando contiene en sí la contradicción; y, ciertamente, esta fuerza consiste en albergar en sí y en resistir la contradicción 66. No es la reflexión, que saca a la propia subjetividad de su realización social, la que devuelve al hombre sus posibilidades y con ello su libertad, sino únicamente la esperanza, la cual le introduce en la enajenación y, a la vez, desde el futuro aguardado, le hace aprehender posibilidades siempre nuevas. La vida humana tiene que estar comprometida si quiere ser ganada. Tiene que enajenarse si quiere conquistar consistencia y futuro. Mas para ese compromiso de la enajenación se necesita, por ello, un horizonte de expectación que llene de sentido a la enajenación, se necesita un horizonte de expectación que abarque aquellos campos y ámbitos en los cuales y para los cuales tiene que llevarse a cabo el trabajo en la enajenación.

La expectación del futuro prometido del reino de Dios, el cual viene a la tierra y a los hombres trayendo justicia y creando vida, dispone para enajenarse, sin condiciones y sin reservas, en el amor y en el trabajo de la reconciliación del mundo con Dios y con su futuro. Las instituciones, papeles y funciones sociales son medios en el camino de esa enajenación. Por ello deben ser configurados creadoramente por el amor, a fin de que la convivencia humana se vuelva en ellos más justa, más humana, más pacífica, y exista un reconocimiento recíproco de la dignidad y de la libertad del hombre. Por ello no hay que tomarlos como "exoneraciones" (A. Gehien), ni como caída en la alienación, ni como petrificación de la vida, sino como caminos y como formas históricas de la enajenación y, por lo mismo, también como sucesos y procesos que están abiertos al futuro de Dios. La esperanza creadora historifica estas relaciones y se opone, con ello, a sus tendencias inmanentes a la estabilización, y mucho más a la "benéfica aproblematicidad" de la vida en ellos. La fe puede enajenarse en el dolor del amor; puede convertirse en "cosa" y asumir figura de siervo, porque está sostenida por la certeza de esperanza de la resurrección de la muerte. Para el amor se necesitan siempre esperanza y certeza de futuro, pues el amor dirige su mirada a las posibilidades no captadas todavía del otro hombre, y por ello le dona libertad y le garantiza futuro, al reconocer sus posibilidades. En el reconocimiento y la otorgación de aquella dignidad humana de que el hombre se hace digno en la resurrección de los muertos, el amor creador encuentra el futuro total, en dirección al cual ama.

Mediante esta esperanza en el futuro de Dios, este mundo de aquí queda libre, para la fe, de todas las tentaciones de la autorredención o de la autoproducción por el trabajo, y se vuelve abierto para la enajenación amante, servidora, en favor de una humanización de las circunstancias, en favor de la realización del derecho a la luz del derecho divino venidero. Pero esto significa que la esperanza de resurrección tiene que provocar una nueva manera de entender el mundo. Este mundo no es el cielo de la realización de sí mismo, como se afirmaba en el idealismo. Este mundo no es el infierno de la alienación de sí mismo, como se dice en la literatura romántica y existencialista. El mundo no está todavía listo, sino que es concebido como situado en la historia. Por ello es el mundo de lo posible, en el cual se puede servir a la verdad, a la justicia y a la paz futuras prometidas. Es el tiempo de la diáspora, de la siembra para la esperanza, de la entrega y del sacrificio, pues este tiempo se encuentra en el horizonte de un nuevo futuro. De esta manera se hace posible la enajenación en este mundo, el diario amor esperanzado, y se vuelve humano en aquel horizonte de expectación que trasciende a este mundo. La alabanza de la autorrealización y el lamento de la autoalienación nacen igualmente de la falta de esperanza en un mundo que ha perdido su horizonte. Abrir a este mundo el horizonte del futuro del Cristo crucificado es la tarea de la comunidad cristiana.

 

NOTAS

1. Die Bekenntnisschriften der evangelisch-lutherischen Kirche, 21952, 411.

2. Sobre esto véase K. G. sieck, Kirche und Oeffentlichkeit: ThEx 76 (1960).

3. W. kamlah, Christentum und Geschichtiichkeit, 21951, 134.

4. R. nüknberger, Kirche und weitliche Obrigkeit bei Ph. Melanchthor, 1937.

5. Así, Pío XII: "Como principio vital de la sociedad humana, la iglesia, nutriéndose de las fuentes profundas de sus riquezas interiores, debe extender su influjo a todos los sectores del existir humano". La encíclica social del papa Juan XXIII: Water et magistra, ed. E. Welty, Herder-Bücherei, 110, 1961, 42.

6. Rechtsphilosophie § 188 s. Véase sobre esto J. riiter, Hegel und die framosische Revolution, 1957, 36 s.

7. Rechtsphilosophie § 188.

8. J. Ritteb, 1. c., 41.

9. Jenenser Realphilosophie, ed. J. Hoffmelster, 1931, 239.

10. Rechtsphilosophie § 238.

11. Rechtsphilosophie § 187.

12. Rechtsphilosophie § 238.

13. J. ritter, I, c., 43.

14. Rechtsphiiosophie § 190.

15. Rechtsphilosophie § 209.

16. A. gehlen, Mensch trotz Masse. Der Einzeine in der Umwálzung de Gesellsehatt, en: Wort und Wahrheit 7 (1952) 579 s.

17. H. schelsky, Die sfceptische Generation (1957) 1963, 297.

18. H. fbeyer, Theorie des gegenwUrtigen Zettalters, 1958, 243.

19. G. mackenrodi, Sinn und Ausdrucfc der sozialen Formenweit, 1952, 200.

20. H. fwiyeb, 1. c., 244.

21. M. hbideggeb, Holzwege, 1957, 237.

22. H. schelsky, Der Mensch ín der wissenschaftiichen ZivW.sa.tion, 1961, 45. De modo semejante se expresó ya en Ist Dauerreflexión institutionalisier-bar?: ZTSE 1 (1957) 153 s. y en Ortsbestimniunfif der deutschen Sozioiogie, 1959, 105: "Habría que preguntar: ¿cuál es la posición universal del hombre en nuestra sociedad, la cual le coloca más allá de la coacción social y, con ello, frente a la sociedad? A esto habría que responder: la subjetividad reflexiva, que no se aliena definitivamente en ninguna realización social, o no se deja determinar definitivamente por ninguna fuerza social; la conciencia moral, que no encuentra en la realidad social ningún criterio definitivo de su confirmación o de su refutación; la fe religiosa, que no se siente ligada, en última instancia, a ninguna realidad social, tampoco a la suya propia".

23. G. guntheb, Seele und Maschine: Augenblick 3/1, 16, citado por H. schelsky, Der Mensch in der wissenscha/tlichen Ziuilisation, 45.

24. F. gogabten, Der Mensch zwíschen Gott und Weit, 1952, 181 s.: "La personalidad. Fe cristiana como reflexión", especialmente 187 s. Aquí no debemos olvidar la distinción que Gogarten hace entre la subjetividad idealista y la personalidad de la fe.

25. H. schelsky, Jst Dauerreflexion institutionalisierbar? 1. c.

26. R. bultmann, Der Gottesgedarake und der moderna Mensch: ZThK 60 (1963) 335 s. 346 s.: "Sólo el pensamiento de Dios, que puede encontrar —buscar y encontrar— lo incondicionado en lo condicionado, lo ultraterreno en lo terreno, lo trascendente en lo actual, como posibilidad del encuentro, es posible para el hombre moderno".

27. R. bultmann, Glauben und Verstehen 3, 1960, 196.

28. E. ToprrscH, Zur Soziologie des Existentialismus, en Sozialphilosophie zwischen Ideologie und Wissenschaft, 1962, 86.

29. K. logstbup, Díe ethische Forderung, 1959, 232: "No existen exigencias absolutas, reveladas, sino sólo la única exigencia radical". Véase W.-D. marsch, Glauben und Handein in der "technisch-organisatorischen Dasein-sverfassung": MPTh 52 (1963) 289 s.

30. Th. W. adorno, Sociológica 2, 1962, 100.

31. A. gehlen, Die Seele im technischen Zeitalter, 1957, 118.

32. Véase el estudio sociográfico estimativo de H. O. wolber, EeHgio' ohne Entscheidung, 1959; además, E. stammler, Protestcmten ohne Kirchí 1960. H. J. Iwand aludió ya en 1929 (Deutsche Uteraturzeitung 1929, col. 1228 a esta autoeliminación de la decisión en el pathos de decisión; "Para que e hombre sea colocado ante la decisión, es arrebatado precisamente a ella, pue gracias a esta manipulación teórica la decisión a favor o la decisión en con tra de Dios aparecen como dos posibilidades ante el hombre, y en últim instancia hay que acudir de nuevo al estímulo de los imperativos o a lo atractivos de los juicios de valor, para sacar al hombre de la neutralidad ei la que se le había colocado artificialmente".

33. Así dice la muy acertada definición de H. bultmann, Formen mensch-licher Gemeinschaft, en Glauben und Verstehen 2, 263, que, en este artículo, recoge evidentemente el pensamiento de F. Tonnies acerca de la comunidad.

34. Véase la poesía de Rilke citada por bultmann, 1. c., 266: "Las grandes ciudades no son verdaderas... En ellas no ocurre nada del amplio acontecimiento real que se mueve en tomo a tí, que te estás haciendo". Para la critica de la crítica romántica a la gran ciudad véase H. P. bahrdt, Díe modeme Grosstadt, 127, 1961.

35. F. T6NKHS, Gemeinschaft und Geselischaft, 1935, '1963.

36. Mater et magistra, ed. E. Welty, 1. c. § 65, § 91, § 174.

37. A. gehlen, 1. c., 74.

38. Die Demokratie in Amerika, 1956, 206.

39. A. gehlen, 1. c., 74.

40. A. gehusn, 1. c., 43.

41. A. gehlen, ürmensch und Spiitkultur, 1956, 69.

42. Ibid., 289.

43. C. amery, Die Kapitulation oder der deutsche Katholizismus heute, 1063, exige (117) el "alejarse del milieu": "Sentiré cum Ecciesia puede exigir de nosotros la ruptura con el catolicismo existente",

44. Para lo siguiente véase O. wkser, Grundiagen der Dogmatik 2, 1962, 564 s.

45. O. webeb, 1. c., 570.

46. De modo semejante se expresa H. D. wendland, Ontologíe und Escha-tologie in der christUchen Soziallehre, en Botschaft an die soziale Weit, 1959, 141 ••

47. Esto es destacado de manera especialmente clara en los Fundamenten en Perspektiven van Belijden, de la Hervormde Kerk holandesa de 1949, en los artículos 8 y 13, así como en la correspondiente Kerkorde art. VIII: "Van het apostolaat der Kerk".

48. J. C. hoekendijk, míssíoto - heute, 1954, 12.

49. W. dirks: Frankfurter Hefte (1963) 92. Sobre esto véase W. D. marsch, Gtouben und Handein: MPTh 52 (1963) 281 s.

50. P. althaus: EKL III, col. 1931.

51. Melanchton, Apolooie IV, 189. E. Wolf ha subrayado en muchos escritos el significado y la lógica de esta frase. Sobre esto véase H. weber, Der sozialethische Ansatz bei Emst Wolf: EvTh 22 (1962) 580 s.

52. D. bonhoeffer, Etica. Estela, Barcelona 1968, 177 s.

53. E. wolf, Schopferische Nachfolge, en Spannungsfelder der evangell-schen Soziallehre, 1960, 36.

54. K. Hou., Die Geichichte des Wortes Beruf. Gesammelte Auísatze III, 1928, 219.

55. E, brunner, Das Gebot und die Ordnungen, 1932, 184.

56. Rom 8, 29; 11, 29; 1 Cor 1, 9. 26; FÍ1 3. 14; Ef 4, 11 s.; Heb 6, 4 s., etc. 430

57. Esta pregunta humanística no puede ser recogida por la teología identificando el ser-persona del hombre con su ser en cuanto criatura de Dios, de tal manera que luego, con su ser-persona, también su ser-criatura quede fuera del marco de la moderna sociedad funcionalizada, y se intente salvar la personalidad del hombre frente a su cosificación mediante una teología de la creación.

58. Esta fórmula es de E. wolf, i. c.

59. Sobre esto véase el articulo de W. pamnenbehg, Zur Theologie de$ Rechtes: ZEE 7 (1963) 1 s. especialmente 20 s.

60. W. A. 39, I, 47, citado por E. wolf, i. c., 35.

61. E. bloch, Tiibinger Einleituns tn die Philosophie 2, 1964, 176.

62. Sobre la importancia que el pensamiento de la identidad de Fichte tiene para la teoría de Marx sobre la enajenación y para la teoría de Freud sobre los complejos, véase A. gehlem, Über die Geburt der Freiheit aus der Entfremdung: Archiv für Rechts-und Sozialphilosophte (1952) 350. Para este apartado remitimos también a H. plessneb, Das Problem der Oeffentlichic.eit una die Idee der Entfremdung, 1960 und th. litt, Das Bildungsideal der deut-schen Klassik und die moderno Arbeitsweit, 1955.

63. K. jaspers, Philosophie II, 1932, 30. A consecuencias parecidas llega también R. dahbendobf, Homo Sociologicus. Ein Versuch zur Gesehichte, Be-deutung und Kritlk der Kategorie der sozialen Rolle, 1960, y Soziologíe: 1. Der Mensch ais Rollenspieler, en Wege zur padagogíscften Anthropologie, 1963, donde Dahrendorf intenta discutir las objeciones, justificadas a mi parecer, de Tenbruck, Plessner, H. P. Bahrdt, A. Gehien y Janoska-BendI.

64. H. plessner, l. c., 20.

65. th. LITT, l. c., 123.

66. G. W. F. hegel, Werke 4, 87.