Sufrimiento
Artículos de Selecciones de Teología
Autor |
Coautor |
Volumen |
Revista |
Fecha |
Año |
Articulo |
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R. TOURNAY |
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5 |
17 |
Enero - Marzo |
1966 |
El proceso de Job |
Ver |
YAIR HOFFMANN |
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25 |
99 |
Julio - Septiembre |
1986 |
La ironía en el libro de Job |
Ver |
MICHAEL PLATHOW |
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26 |
101 |
Enero - Marzo |
1987 |
El sufrimiento humano como sentimiento de la ausencia de Dios |
Ver |
JOHANN BAPTIST METZ |
|
33 |
130 |
Abril - Junio |
1994 |
Cómo hablar de Dios frente a la historia del sufrimiento del mundo |
Ver |
J. R. GARCÍA-MURGA |
|
33 |
130 |
Abril - Junio |
1994 |
¿Dios imasible o sensible a nuestro sufrimiento? |
Ver |
JUAN A. ESTRADA |
|
39 |
156 |
Octubre - Diciembre |
2000 |
¿Desde el sufrimiento encontrarse con Dios? |
Ver |
JEANNE STEVENSON-MOESSNER |
|
43 |
170 |
Abril - Junio |
2004 |
El camino de la perfección. El sufrimiento en la carta a los Hebreos |
Ver |
JOSÉ SALGUERO |
|
4 |
16 |
Octubre - Diciembre |
1965 |
La cautividad de Babilonia y la espiritualidad del dolor |
Ver |
ULRICH EIBACH |
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23 |
92 |
Octubre - Diciembre |
1984 |
El dolor del hombre y su imagen de Dios |
Ver |
MATTHIAS VOLKENANDT |
|
30 |
117 |
Enero - Marzo |
1991 |
Fe y Dolor |
Ver |
JÜRGEN MOLTMANN |
|
33 |
129 |
Enero - Marzo |
1994 |
La pasión de Cristo y el dolor de Dios |
Ver |
R. TOURNAY, O. P.
EL PROCESO DE JOB
Le procès de Job, ou l'Innocent devant Dieu, La Vie Spirituelle, 95 (1956) 339-354.
El poema de Job contiene un mensaje para el hombre atormentado de hoy que busca una
respuesta a la angustia de su sufrimiento. Job lucha con Dios para obtener una
bendición. Job reclama a Dios como garante de su inocencia. Dante y Milton, Lutero y
Calvino, Shakespeare y Goethe, Herder y Kant, Carlyle y Kiergaard, Dostoievski y
Jung, y otros tantos luchadores de la existencia se han sentido profundamente atraídos
por el poema de Job.
El hombre de todos los tiempos se ha rebelado ante el dolor de los inocentes. Los
escribas sumerios del año 3000, los babilonios, los asirlos, los egipcios, buscando una
respuesta a este enigma, llegaban a soluciones a veces cínicas y pesimistas, a veces
confiadas y sumisas, pero siempre recurriendo a la magia y a los ritos cultuales. Por los
años 480, Esquilo -y la cultura mediterránea- proponía una sumisión fatalista a las
inevitables decisiones de Zeus.
Precisamente en esta época, hacia el siglo v a. C., un poeta inspirado de Jerusalén
escribe para los jóvenes de Israel el poema del Inocente que se enfrenta a Yahvé para
conquistar el fallo favorable de su radical inocencia. La bendición de Dios para los
israelitas coetáneos del poeta se manifestaba en la abundancia de los bienes terrenos:
salud, riqueza, seguridad, longevidad, descendencia fecunda, honor. La maldición de
Dios se manifestaba asimismo en el fracaso y la catástrofe terrena. Después de la
muerte, el hombre marchaba al Sheol, donde tenía que permanecer transcurriendo una
existencia lánguida, sin esperanza de renacimiento. Sólo en tiempo de los Macabeos, se
consolidará la creencia en una retribución consecuente a la resurrección de los mártires
y de los justos. En el poema se presenta el aparente absurdo del justo maltratado por la
voluntad, siquiera permisiva, de Yahvé, incomprensiblemente responsable de los
sufrimientos: "Si un azote acarrea de súbito la muerte, Él se ríe de la desesperación de
los inocentes (. ..) si no es Él, ¿quién es, pues? a (9,23-24). Este poema es un recio
testimonio de las disputas que se enzarzaron entre los sabios de Israel a propósito de la
tradicional doctrina de la retribución o castigo terrenos. Desde Jeremías (12,1 s.), llegó a
ser, especialmente después del exilio, un tema clásico de discusiones en los círculos de
los escribas. Pueden verse, al respecto, algunos textos contemporáneos o algo
posteriores al poema: Mal 2,17; 13,15 y los Salmos 37,49 y 73.
Una convergencia de índices nos permite situar el origen popular de la historia en la
región situada al Sur de Damasco. Tal vez el autor recogió en estos parajes los
elementos de su narración. De acuerdo con la tendencia arcaizante inaugurada por
Ezequiel, el gran erudito del siglo VI quiere colocar a su héroe pagano en un cuadro
patriarcal premosaico, y hace de él un jeque seminómada del desierto sirio.
La prueba
Conocemos el hilo de la narración: Job bien instalado en la vida, es maltratado por
Satán en sus bienes, en sus hijos y en su mismo cuerpo, hasta que Dios recompensa su
paciencia. Conviene ahora precisar los rasgos de los personajes y las encrucijadas del
proceso.
Satán en hebreo significa el Adversario, y, más exactamente, el Acusador. Aquí es
todavía un funcionario sumiso a Dios. Más tarde, hacia 300 a. C., vendrá a ser nombre
propio, el Adversario de Dios (Cf 1Par 21,1). Una o dos generaciones antes, en Zacarías
3,1 ss., Satán aparece como Acusador del gran sacerdote Josué ante la corte celeste.
Ahora consigue permiso para tentar personalmente a Job. Job y sus amigos ignorarán,
sin embargo, esta autorización. Al lector del poema, esta presencia del Acusador que
tienta, pretende mostrarle cómo los sufrimientos no son necesariamente castigos, sino
pruebas. Esto no disminuye la responsabilidad divina, porque Job hubiera podido
sucumbir ante el dolor y maldecir de Dios.
Los amigos de Job tipifican posturas. Elifaz es el sabio edomita digno y doctoral,
piadoso e indulgente. Bildad, severo y brillante, es el gran defensor de la tradición.
Sofar, nombre árabe, es el hombre de la calle, brusco e insolente, inculto e iletrado
según aparece en su argot de aforismos mal digeridos. Ninguno de ellos parece haber
experimentado el sufrimiento, e imaginan que para consolar a un desgraciado basta con
recitarle tesis de teología.
Los tres amigos comparten, al principio, el dolor de Job. Guardan a su lado, durante
siete días y siete noches, un silencio embarazoso, cargado. Escuchan luego la larga
lamentación de Job, que no quiere maldecir de Dios, como su mujer le proponía, pero sí
maldice "el día que me vio nacer" (3,3). Fragmento de corte jeremíaco que, con una
belleza literaria incomparable, traza los efectos del dolor en un hombre que se interroga
en vano sobre el sentido de su brutal aplastamiento. Los lamentos de Job son una
sentida y oficial denuncia contra la dicha inmerecida de los impíos y los sufrimientos
gratuitos de los justos (21, 75; 24,1).
Los tres amigos protestan; acusan al que sufre. Si es duramente castigado, es que ha
cometido la impiedad (4,6; 15,4; 22,4) o algún otro pecado. En el primer discurso -que
contiene las ideas que el trío repetirá a lo largo de los tres ciclos de discusión- Elifaz
opina abiertamente que los impíos serán castigados sin clemencia y que todo hombre es
pecador, luego responsable de su desgracia; que Dios corrige al hombre por el
sufrimiento, para en seguida curarle y sanarle. Es la doctrina tradicional que el poeta, en
realidad, acepta en sus grandes líneas; mas no quiere explicaciones superficiales. El
alegato se endurece progresivamente. En el segundo ciclo (22-27), el tono es más vivo.
La simpatía de los amigos se torna severidad: Job es un orgulloso si no reconoce y
acepta su pecado. Pero Job se resiste fieramente a perder el honor y renunciar a la
conciencia de su honradez. Es. ésta la suprema prueba. La que se rebela a sufrir. Y
desafía a los sabios a que le arguyan de pecado: "¿Quién dirá que miento y reducirá a la
nada mis palabras?" (24,25). Ninguno de los tres amigos puede responderle. Es la
bancarrota de los sabios profesionales. Y se dispone a darles una lección magistral (Cf.
27,11). Él sabe mucho más que ellos acerca de la Sabiduría misteriosa, inaccesible,
inestimable. Lejos de ser una interpolación, el elogio de la Sabiduría (28) cierra
admirablemente la discusión. Al reconocer la Sabiduría divina, renuncia Job, como
verdadero "sabio", a explicarse el misterio de su dolor. Entonces se afana en interpelar a
Dios: "¡Yo grito hacia Ti y no me respondes, permanezco en pie y no me haces caso¡"
(30,20).
Dios permanece sordo. Job le lanza su última conminación para que se pronuncie en
declaración oficial de inocencia: "Ni anduve con engaños, ni corrieron hacia el fraude
mis pies; péseme Dios en balanza justa y Dios reconocerá mi inocencia... " (31,5 ss.). Y
R. TOURNAY, O. P.
decididamente, con solemnidad: "He aquí mi firma (mi taw). Respóndame el
Todopoderoso en cuanto al libelo de acusación escrito por mi adversario" (31,35). Es un
proceso del más puro estilo jurídico el que Job ha abierto a Dios. El autor conoce el
lenguaje de los tribunales. El justo necesita encontrar argumentos en su defensa, y se
afana por encontrarlos (9,14). Pero, en la querella, sabe Job que Dios es juez y parte.
Job no puede utilizar las formas usuales y corrientes de los demás procesos: "Si quisiera
recurrir a la fuerza, el fuerte es Él. Si al juicio, ¿quién podrá emplazarle? Aunque
creyera tener razón, su boca me condenaría..." (9,19-20). "No es Él un hombre como
soy yo, no puedo decirle: Vamos los dos a juicio. No hay entre nosotros árbitro que
entre los dos pueda interponerse" (9,32-33). Multiplica por ello sus ruegos y acepta de
antemano la sentencia, callarse y expiar. Mas, a despecho de toda súplica, el Dios
inaccesible parece negar el certificado de inocencia. La fe en Dios no se apaga y le lleva
incluso a apelar a Dios contra Dios en un sublime acto de fidelidad (19,25-27). La
esperanza le asegura que Dios acabará por hacerle justicia, porque, aún ahora, Job cree
más en la justicia de Dios que en la suya propia. Sabe que sus ojos verán a Dios, antes
de que le llegue la muerte. Lo predice: "Yo le veré, veránle mis ojos" (19,27). Y se
cumple al fin del poema: "Sólo de oídas te conocía, mas ahora te han visto mis ojos"
(42,5).
El inocente ante Yahvé
La prueba llega hasta el culmen: Job, tratado de pecador, de impío, ha sido claramente
privado de su bien más querido, de su honor (19,9), de su "gloria" -kabód-, réplica de la
gloria divina (Cf. Sal 8;9, texto contemporáneo de Job): No le importaría la muerte,
pero desea y necesita justificar ante Yahvé su conducta (13,15). Admite sus
ofuscaciones, sus intemperancias de palabra, explicables por demás en su situación.
Pero todo esto no le hace enemigo de Dios. Y, sin embargo, ahora es humillado
ultrajado, calumniado, arrastrado por el polvo. Ha sido privado del resplandor externo
de la justicia que le es debido. La quinta Lamentación de Jeremías decía ya lo mismo a
propósito del pueblo de Israel: "Cayó de nuestra cabeza la corona" (Lam 5,16). Job
ahora vuelve insistentemente al tema esencial: "Mantendré con firmeza mi justicia y no
lo negaré, no me arguye la conciencia por uno solo de mis días" (27,6). La última
palabra de su apología es para declarar que quiere llevar sobre sus hombros y emir
como una diadema el libelo de acusación, la requisitoria puesta contra él, porque está
seguro de poder refutarla y de poder adelantarse como un príncipe victorioso ante sus
adversarios.
Job empieza a hablar el lenguaje de los anawim, de los pobres que ruegan a Dios para
que les rehabilite, les haga justicia y confunda a los calumniadores. Habría que citar
todo el salterio (3,4; 5,11; 54,9; 58,11; 62,8; 91,8; 112,9; 149, 5; etc.) para comprender
el lenguaje de los anawim, descendencia espiritual de Jeremías. Recuerdan a David, el
pecador reconciliado, a Moisés, el hombre más humilde de la tierra (Num.12,3). Saben
que Dios ama a los humildes que le buscan y le obedecen (Sof 2,3; 3,12). Esperan que
otorgará a los afligidos una diadema en lugar de la ceniza que les cubre, que levantará al
pobre del estercolero y le sentará entre los nobles (Is 60,3), (1Sam 2,8). Todos estos
textos, lo mismo que los de Job, proceden del mismo círculo espiritual y literario: el
grupo de los fieles que después del exilio han de componer el Pueblo de Israel, cuya
más profunda espera es la del Mesías, Siervo de Yahvé, defensor y rey de los humildes
(Sal 72; Zac 9,9).
Por el momento Job espera sólo la respuesta divina, obstinado en declararse inocente.
Dios sigue callado. Aparece en escena Elihú, un desconocido procedente del vecino país
de Buz (32). En sus cuatro discursos, vuelve a menudo las mismas palabras de Job y de
los amigos. Su himno a la omnipotencia divina, a Aquél que se deja oír en el trueno
(36,33), parece preparar la teofanía que va a seguirse cuando Dios responda a Job, desde
el seno de la tempestad. Acaso fuera Elihú un autor joven que pretendió completar la
obra del viejo poeta, bien que con menos fortuna literaria. Su tesis reafirma a Job la
necesidad de humillarse ante Yahvé (33,9-27; 34,5-7). Sabe bien que Yahvé hace
justicia a los pobres y humilla a los reyes para purificarles de su orgullo. Job debe
glorificar, por tanto, a Yahvé y a su obra (36,24) y humillarse como perfecto anaw, en
lugar de ensoberbecerse en la autoafirmación de su justicia. El propio Yahvé va a dar
ahora a Job esa lección de humildad auténtica.
La presencia de Yahvé
El Todopoderoso se manifiesta en el trueno, en la tormenta (38,1), símbolo bíblico de su
soberanía sobre el Universo. Comienza con un reproche a Job, que se ha atrevido a
replicar al Omnipotente, sin comprender nada. Despliega el Señor todo su esplendor y
poderío creador en los cielos y la tierra, extraordinario contraste con la pequeñez de su
siervo, para terminar con el alegato a Job: "¿Acaso querrá el censor contender todavía
con el Omnipotente? El que pretende enmendar la plana a Dios, respondan (39, 32).
Han cambiado los papeles. Job es llevado a juicio por Dios. Job no puede tratar de igual
a igual con Dios y se da por vencido. Se humilla definitivamente porque, ante las
maravillas de Dios, ha tomado conciencia de su propia ignorancia, de su debilidad, de
su nada: "He hablado de ligero. y Qué voy a responder? Pondré mano a mi boca"
(39,34). Job, que ha visto a Dios, no por una visión directa y sensible, pues Dios es
invisible y escondido a la mirada humana (23,8 s.), sino por una percepción nueva de la
realidad divina a través de la admirable variedad de sus criaturas, muestra de la
sabiduría y del poder de Yahvé -comprende que no hay nada que discutir con Él, puesto
que Él es el único y supremo Juez de nuestras acciones. Entonces, en su humillación
(42,6), acepta comportarse plenamente como verdadero pobre, como auténtico anaw.
Renuncia a ser tratado como justo y sacrifica definitivamente al Señor su bien más
estimado: el honor. Se reconoce culpable por el orgullo, el más grande de los pecados
(Sal 19,24). Job, culpable, ha perdido el proceso...
Pero es precisamente ahora cuando acaba de ganar el proceso. Dios va a rehabilitarle,
dándole el céntuplo del honor a que había renunciado. Dios le llama repetidamente su
servidor (42,7-9), mientras vuelve su enojo contra los amigos de Job porque no han
hablado de Yahvé rectamente, como su siervo Job (42,7).
Y Dios recompensa sobreabundantemente a su siervo Job en rebaños, descendencia y
longevidad, como muestra de su bendición. Se realiza el emotivo intercambio dei Salmo
131. Es la tesis clásica de la retribución terrena a la que el autor no ha renunciado
completamente. Pero antes de este epílogo, ha sido preciso que Job se convirtiera en un
pobre, en un verdadero anaw. Dios rechaza al soberbio (Sal 19,14) y acepta al mísero de
corazón contrito que sinceramente sabe doblegarse a su palabra (Is 66,2; Sal 51,19).
La lección a Israel
El viejo poeta ha querido enseñar a los jóvenes de Israel. Como pueblo de Dios, tienen
que aceptar los planes de Yahvé y esperar sólo en Él, sin buscar la propia gloria o el
propio éxito. Dos siglos después de Job, el Cronista enseña que Dios no rehúsa jamás la
gracia a un corazón contrito que recurre a Él. De modo semejante se comporta Judit ante
los ancianos de Betulla que discuten los divinos designios. Porque la verdadera
justificación es un don de Dios. El encuentro entre Dios y el hombre no puede ser una
fría relación aritmética.
El libro de Job enseña al hombre que sufre, a abandonarse como un niño en el misterio
de los planes divinos. Es el gran preámbulo las grandes revelaciones sobre la felicidad
celeste, que es esencialmente una gracia. Se disocia el sufrimiento y el pecado, el dolor
y el castigo, con objeto de hacer entrar el sufrimiento humano individual en el misterio
de los planes divinos. La vida de Job, abrumada hasta el exceso, absurda, destrozada, es,
pese a todo, la obra de un Dios poderoso y bueno. Job ha sido ensalzado cuando ha
renunciado a su amor propio. Renunciando a su justicia, ha sido justificado. Con su
llanto, con su lepra y con su basura nos enseña que no existe necesariamente una
recíproca correlación entre mal físico y castigo de pecado. Es el lenguaje de los pobres
el único modo correcto de expresarse ante el Dios dadivoso. El tema se repetirá como
leitmotiv hasta el Nuevo Testamento en boca de María: "Levantó a los humildes". Y en
las palabras de Jesús: "El que se humilla será ensalzado."
Quinientos años después de Job, el Señor de la gloria (1Cor 2,8), renunciando a toda
gloria humana, se hacía efectivamente el Gran Pobre, "por lo cual Dios soberanamente
le exaltó y glorificó" (Flp 2,8 ss.). Esta victoria manifiesta y definitiva sobre el
sufrimiento, la muerte y el pecado, Job la ignoraba aún; pero él prenunciaba la felicidad
de los pobres en espíritu y preparaba los corazones de los anawim de Israel al mensaje
evangélico, al supremo misterio del Mesías crucificado, "poder y sabiduría de Dios"
(1Cor 1,24).
Tradujo y extractó: LUIS RIERA
YAIR HOFFMANN
LA IRONÍA EN EL LIBRO DE JOB
Como es sabido, las dificultades que se le presentan al exegeta cuando intenta
interpretar el libro de Job son múltiples. Se han buscado muchas claves interpretativas,
aunque ninguna de ellas es totalmente convincente. En el presente artículo, el autor, a
partir de la discusión entre Hegel y Kierkegaard sobre si Sócrates era o no irónico, se
enfrenta a la posibilidad de usar la «ironía» como instrumento exegético para
descubrir el mensaje central del libro de Job. El resultado es este sugerente artículo
que puede suponer un avance para la ciencia exegética en relación al libro de Job, ese
libro de temática tan existencial y siempre tan actual.
Irony in the Book of Job, Immanuel, n. 17 (1984) 7-21
I. LA IRONÍA, UN INSTRUMENTO INTERPRETATIVO A USAR CON
PRECAUCIÓN
En su libro sobre la ironía, Kierkegaard discute con Hegel sobre si Sócrates era o no
irónico cuando se definía a sí mismo ante la gente como ignorante. En todo caso,
Sócrates quiso decir lo que dijo. Pero Kierkegaard detecta la ironía en que Sócrates veía
que era superior a los demás por lo menos en que reconocía su propia ignorancia.
En su esencia misma, la ironía es una forma evasiva de expresión por medio de la cual
el que habla encubre sus intenciones: Se dice precisamente lo opuesto a lo que se
piensa. La ironía se determina más por el contexto que por la frase misma; de aquí que
el mismo enunciado pueda ser irónico en un contexto y totalmente no irónico en otro.
La ironía, ¿clave interpretativa del libro de Job?
Cuando propongo que veamos la ironía como la clave central de exégesis en el libro de
Job, yo sé muy bien que me expongo a desacuerdos y críticas sin que por mi parte sea
capaz de probar que mi punto de vista es inequívocamente perfecto. Pero es
reconfortable el saber que mis críticos difícilmente son mejores en este punto. En
cualquier caso, no rechacemos la opción irónica, pues a final de cuentas nadie discute
que la ironía es uno de los más importantes elementos expresivos en cualquier lenguaje
natural.
El intento de hacer uso de la ironía como herramienta exegética especialmente en el
caso del libro de Job, es debido a un problema exegético especial que* probablemente
no aparece en ninguna parte de la literatura bíblica con tanta fuerza, a saber, cuál es la
actitud del libro hacia el tema central que se plantea. El tema central, por supuesto, no
es qué punto de vista sea el preferible: si el de Job o el de sus amigos; para esto ya hay
una clara respuesta divina en el epílogo. El auténtica problema es si Job tenía derecho a
quejarse a Dios, si sus mismas quejas estaban justificadas. Diciéndolo de un modo más
impersonal y abstracto, ¿cómo expresa el libro de Job sus propias respuestas al
problema puesto de relieve por el protagonista?
La respuesta a las preguntas anteriores puede parecer absurda, pues nosotros esperamos
que la postura del autor sea aquella que queda expresada en las respuestas directas que
tiene el libro a los problemas planteados. Ahora bien, la controversia en torno al
significado de la respuesta divina manifiesta que las cosas no son tan simples. Ya que el
autor puede ser ambivalente, el exegeta no debe pasar por alto que la ironía es un
camino clásico de tomar urja postura sobre materias complejas.
Sí, pero usada con precaución
Sin embargo, tal posición exegética no puede ser adoptada acríticamente, pues de lo
contrario nosotros corremos el peligro de distorsionar la realidad. Varios ejemplos harán
esto más claro:
Las muchas metáforas utilizadas por el autor del Cantar de los cantares para describir a
su amada ("A mi yegua, entre los carros de Faraón, yo te comparo, amada mía" 1,9; "Tu
vientre, un montón de trigo" 7,3; "Tu nariz, como la torre del Líbano" 7,5; etc.) podrían
ser vistas como irónicas si las tomamos fuera de contexto. Sólo el tono no irónico del
trabajo en su conjunto harían de tal interpretación algo irrazonable.
De la misma manera la aplicación de la ironía a una serie de Salmos podría distorsionar
completamente el sentido que el autor quiso darles. Por ejemplo, "Hirió en sus
primogénitos a Egipto, porque es eterno su amor" (136,10); o " Y dio muerte a reyes
poderosos, porque es eterno su amor" (136, 18). Muerte y destrucción como pruebas de
su amor eterno (más que de heroísmo, justicia, etc.), ¿qué podría ser más irónico? Sin
embargo, el contexto de estos versos -en este salmo en particular y en el libro de los
Salmos en su conjunto- invalida tal interpretación.
Ahora bien, en ocasiones el escrito es tan evasivo que es difícil estar seguro de si uno
tiene derecho o no en seguir adelante con una opción irónica. Al comienzo del Salmo 44
encontramos: "Oh Dios, con nuestros propios oídos lo oímos, nos lo contaron nuestros
padres, la obra que tú hiciste en sus días, en los días antiguos". ¿Es esto una alabanza al
Señor por los hechos que realizó en el pasado, o es una manifestación irónica que
significa: "nosotros hemos oído estas cosas, pero nosotros sólo hemos visto sufrimiento
y penalidades"?
II. PAPEL DE LA IRONÍA EN LA LITERATURA SAPIENCIAL
En relación con lo arriba expuesto, sería metodológicamente oportuno indicar el rol
especial de la ironía en la literatura sapiencial bíblica y no-bíblica en su conjunto, antes
de seguir adelante con el libro de Job, el cual es parte de ella.
La profundización en la "sabiduría" produce una actitud ambivalente hacia la realidad y
una interpretación dialéctica de muchos de sus componentes. De aquí el tono irónico en
gran parte de Proverbios y Eclesiastés.
Ejemplos de ironía en Proverbios y Eclesiastés
He aquí varios ejemplos: "Confía en Yahvéh de todo corazón y no te apoyes en tu
propia inteligencia" (Pr. 3,5), ¿No es esto irónico en un libro cuyo principal propósito es
predicar la sabiduría y el conocimiento? ¿Y qué decir de Pr. 2,1-2.5: " Hijo mío, si das
acogida a mis palabras, y guardas en tu memoria mis mandatos, prestando tu oído a la
sabiduría, inclinando tu corazón a la prudencia..., entonces entenderás el temor de
Yahvéh y la ciencia de Dios encontrarás"? Sólo un fino velo de ironía que sé alza en la
dialéctica entre la sabiduría del hombre y el temor de Dios, los cuales no son siempre
compatibles, parecería poner equilibrio (cfr. también Pr. 6,30-31; 7,18; 19,4.21; 25,21-
22; 26, 4-5; 30,2).
Respecto al libro del Eclesiastés podemos citar: "Traté de regalar mi cuerpo con el vino,
mientras guardaba mi corazón en la sabiduría" (2,3); "Yo vi que la sabiduría aventaja a
la necedad", pero "la misma suerte alcanza a ambas" (2,13-16); "Alégrate, mozo, en tu
juventud, ten buen humor en tus años mozos, vete por donde te lleve el. corazón y a
gusto de tus ojos; pero a sabiendas de que por todo ello te emplazará Dios a juicio"
(11,9). Textos que parecen estar destinados a alabar la creación, tales como los pasajes
sobre el tiempo, en el capítulo 3, toman una apariencia irónica cuando se concluyen
como sigue: "'... sin que el hombre llegue a descubrir la obra que Dios ha hecho de
principio a fin" (3,11).
También en escritos sapienciales no-judíos
Escritos no judíos que conocemos bajo el título de "literatura sapiencial" también hacen
uso de la ironía como, por ejemplo, la "Protesta del campesino elocuente" (egipcia) y el
"Diálogo pesimista entre un señor y un siervo" (mesopotamio).
III. GRADOS DE IRONÍA EN EL LIBRO DE JOB
La fuerza de la ironía está en su sutileza. El libro de Job contiene varios grados de
ironía, que vamos a clasificar como sigue:
A. Observaciones irónicas de los diferentes personajes, que se dirigen unos a otros y
que son entendidas por todos: Job, sus amigos y el lector.
B. Actitud irónica del autor hacia sus protagonistas, que es entendida por el lector, pero
no por Job o por sus amigos.
C. Ironía que el autor dirige contra el lector.
D. Ironía que el autor dirige contra su obra o, si se prefiere, contra él mismo.
A.Observaciones irónicas de Job, sus amigos y Dios
Estas se encuentras a través de todo el libro. La ironía de este tipo se supone que es
entendida por el que habla, los que escuchan y los lectores. Citaré solamente unos
ejemplos:
(6,25): "¡Qué dulces son las razones ecuánimes!" (Job a sus amigos).
(9,2-3) "Bien sé yo, en verdad, que es así: ¿cómo ante Dios puede ser justo un
hombre?". (Job a sus amigos; aquí él está irónicamente de acuerdo con sus amigos,
quienes creen que el hombre no puede medirse con Dios, cuya justicia es total. Job, sin
embargo, parece estar de acuerdo sólo con la apariencia: él atribuye esto a la fuerza de
Dios y no a su rectitud).
(12,2): "En verdad, vosotros sois el pueblo, con vosotros la sabiduría morirá". (Job a sus
amigos. La ironía viene a ser aún más aguda leyendo a continuación los versículos 7-9:
"Pero interroga a la bestias, que te instruyan... Pues entre todas ellas, ¿quién ignora que
la mano de Dios ha hecho esto?).
(4,3): Las palabras de Elifaz, "Mira, tu dabas lección a mucha gente" son interpretadas
por algunos como agudamente irónicas. En apariencia parecen palabras de consuelo,
pero en realidad son una crítica a la hipocresía de Job.
Cfr. también 5,1; 13,5; 15,4; 26, 2-3; 27,2; 32, 14. También la respuesta de Dios a Job al
final parece basarse en la, ironía (cfr. 38,4; 40, 6-14).
B.Ironía entre el autor y el lector, no percibida por Job y sus amigos
El tipo de ironía citado en los ejemplos de arriba es fácilmente perceptible, y su función
es caracterizar los argumentos amargos y burlones, que llenan la obra. Sin embargo, esta
ironía tiene todavía otra función para el lector: lo prepara y sensibiliza para una ironía
de tipo más sutil.
En relación a esto, nos fijaremos en primer lugar en la estructura de la obra y en el papel
especial del prólogo, en el que el autor adopta una postura omnisciente, compartiendo
con el lector un material que no conocen Job y sus amigos. Esto nos coloca en una
posición en que estamos mejor informados que los protagonistas.
La posición en que se encuentra el lector es también un factor clavé de alienación.
Previene de una simple y cándida identificación con los protagonistas, y requiere un
examen constante de lo que se está diciendo, a dos niveles: el nivel que es obvio a Job y
a sus amigos, y otro nivel creado por las cosas que además sabe el lector. Un punto de
vista irónico es casi inevitable, forzándonos a ver cada cosa desde otro ángulo,
desconocido para Job y sus amigos. De dicho ángulo nosotros podemos señalar una
serie de observaciones las cuales resultan claramente irónicas cuando son vistas desde el
nivel especial del lector.
1) Después de todo, nosotros sabemos que la riqueza de Job es debida al favor divino;
nosotros sabemos que sin esta riqueza Satán no hubiese tenido motivo para decir: "¿No
has levantado tú una valla en torno a él, a su casa y a todas sus posesiones?... Tú has
bendecido la obra de sus manos... "(1,10).Irónicamente,lo que Job ve como una
bendición divina podría ser visto como lo opuesto. Sin embargo, la pregunta que
inquieta a Job y a sus amigosporqué Job sufre a pesar de su justicia inmediatamente
toma una forma irónica para el lector, quien conoce que Job sufre a causa de su justicia.
2) Las palabras de Bildad en 8,3: "¿Acaso Dios tuerce lo derecho?" y en 8,20; "Dios no
rechaza al íntegro", son cuestiones retóricas fundadas en el axioma de que Dios no
tuerce la justicia ni castiga al inocente y como tales son entendidas también por Job. Sin
embargo, nosotros que sabemos que Job sufre precisamente porque él es un hombre
intachable, no podemos dejar de percibir el gesto irónico del autor hacia nosotros, que
nos viene a decir: ¿veis hasta qué punto es válido ese axioma?
3) En los dos ejemplos que siguen se logra la ironía a través de la asociación de dos
textos. Job dice a Dios: "Me llamarías y te respondería" (14,15). Esta yuxtaposición de
"llamada" y "respuesta" es muy común; es una fórmula bien conocida en el libro de los
Salmos y en la literatura profética. Allí indica la llamada del hombre y el deseo de Dios
por salvarle del mal y de la muerte, pero aquí el autor ha cambiado el sentido: es Dios
quien llamo y el hombre quien responde a una orden de morir. Como la ironía aquí es
tan aguda y se basa en asociaciones lingüísticas, es difícil saber si el autor pone en boca
de Job una ironía consciente o si utiliza la ironía solamente para bene ficio del lector. En
13, 14-15, tenemos otro ejemplo de ironía derivada de una asociación lingüística; y aquí
no hay duda de que sólo el lector está en el asunto, y que Job no sabe lo cerca que está
de la verdad irónica. Si Dios le mata, ello será solament e para propio beneficio de Job,
quien prefiere la muerte a la vida. Pero el lector sabe que Job continuará sufriendo sin
muerte que lo redima, y aquí está la ironía sólo conocida por el lector (Cfr. también 2, 5-
6; 13, 14-15).
C. La actitud irónica del autor hacia el lector
Nosotros ya nos hemos referido al puesto de preferencia que tiene el lector, y cómo éste
conoce más que Job y sus amigos. Así, pues, el lector está protegido de errores y juicios
que podría hacer por ignorancia de los verdaderos motivos de los acontecimientos. Por
ejemplo, nosotros sabemos que las varias soluciones propuestas por los amigos de Job
no pueden solucionar el problema: Elifaz y sus amigos representan al creyente
dogmático qué rodea su fe con filosofías y teorías derivadas del concepto humano de
justicia. El autor, sin embargo, nos coloca un escalón más arriba y nos hace
impermeables a este tipo de pensamiento.
¿Pero de verdad somos nosotros, los lectores, impermeables? Me parece a mí que, al
menos en una ocasión, el autor nos ha colocado una trampa para enseñarnos que
nosotros, "los inteligentes" somos víctimas del mismo modo de pensar que los amigos
de Job. A pesar de nuestro mayor conocimiento, nuestra debilidad humana y nuestras
ideas convencionales prevalecen. Me refiero ahora a las observaciones sobre los hijos
de Job. En dos ocasiones, los amigos de Job sugieren que ellos murieron en pecado.
Elifaz alude a esto en 5,4: "¡Estén sus hijos lejos de toda salvación, sin defensor
hollados en la Puerta!". Bildad es más explícito, cuando le dice a Job: "Si tus hijos
pecaron contra él, ya los dejó a merced de sus delitos" (8,4).
Parece como si el autor, intencionadamente, presentase las cosas en el prólogo para
hacer que el lector estuviese de acuerdo con este punto de vista, o al menos considerase
la suposición de que los hijos de Job fueron castigados por sus pecados. La descripción
en 1,5 sobre el estilo de vida de éstos, es decir, las fiestas diarias, y los temores del
propio Job de que ellos pudieran haber pecado o blasfemado contra Dios (incluso en sus
pensamientos), invita a hacer creer al lector que la muerte de los hijos fue una
consecuencia del simple principio de la retribución.
Sin embargo, el lector, a diferencia de Job y sus amigos, no debe cometer tal error
porque él sabe que los hijos de Job murieron a petición de Satán, y no por causa de sus
propias faltas. Así, pues, nosotros podemos decir que la manera como el autor escribe la
narración impulsa al lector hacia un pensamiento convencional, mientras que en
realidad él estaría midiendo las realidades en dos dimensiones. La ironía está ahora
dirigida a cualquiera que se considere con un conocimiento superior, creyendo no ser
superficial como los amigos de Job.
D. Auto-ironía
Al comienzo de este artículo, escribí que el principal problema exegético en el libro de
Job es la actitud hacia el tema central; actitud que es recogida en los capítulos 38-41, en
el discurso de Dios, que es definido claramente como una respuesta a Job. Sin embargo,
¿qué respuestas da este discurso divino a las preguntas críticas de Job? Cualquiera que
trate de entender la obra debe enfrentarse con el problema, para el cual se dan muchas
soluciones. Si nosotros las clasificamos en tres grupos principales, las posibilidades
pueden ser las siguientes:
a)El discurso de Dios es una respuesta adecuada a las protestas de Job.
b)El discurso contiene réplicas no convincentes a las acusaciones de Job; y esto es
precisamente lo que pretende decirnos, que el autor ha fracasado en su intento.
c)El discurso contiene réplicas no convincentes; el autor pone intencionadamente
palabras evasivas en la boca de Dios: El no da a conocer todo el misterio.
Cualquiera que diga que la respuesta de Dios es persuasiva y honesta, se está basando
sobre lo que no se ha dicho. Lo que se ha ofrecido es solamente perspectivas, pistas, o, a
lo más, un fundamento para formulaciones analógicas. Permítaseme demostrar esto
brevemente usando unas cuantas soluciones tradicionales, pero sin tomar posición sobre
ellas:
1. La revelación divina es en sí misma una respuesta. Así pues, Dios manifiesta a Job
que el sufrimiento humano no es olvidado ni abandonado. Sin embargo, Dios no hace
mención alguna en este sentido, por lo que cualquiera que reclame ésta como la
solución no se basa en lo que es exp lícito en el texto.
2. La creación es descrita como algo completo y perfecto. La analogía es que todos los
hechos de Dios, y sus relaciones con los seres humanos, incluso Job, son perfectas. De
nuevo debemos decir que esto no es explícito; a lo más, puede ser leído entre líneas.
3. Lo mismo hay que mantener para la opinión de que la creación nos enseña que la
justicia divina es mayor y más sublime que la justicia humana, y que eso es lo que el
autor trataba de decirnos.
4. Según otra explicación, Dios le prueba a Job que "Tu no puedes entender el secreto
de ninguna cosa o ser en el mundo, cuánto menos el secreto del destino del hombre".
Aquí también el punto principal no es expresado abiertamente, sino derivado de una
inferencia.
5. La respuesta divina no está encadenada al código "moral" impuesto sobre sí mismo
por el hombre. La moralidad es un ideal humano-social independiente, del cual no
necesita depender la conducta del entero universo.
Yo creo que la respuesta correcta es la (c), dejando a un lado la (b) y la idea de que el
autor ha fracasado. Pienso que el autor se ha presentado irónicamente a sí mismo como
alguien que sabe las respuestas a las preguntas que ha formulado. Sin embargo, parece
que se da exactamente lo contrario. Lo que realmente se está diciendo es: yo no puedo
responder a las difíciles preguntas que he formulado, y ellas son todavía tan
problemáticas como al principio.
La creación de una teoría autodestructiva (lo cual es la respuesta divina) es una
expresión de la incertidumbre del autor. Es una disfrazada confesión: yo traté de
solucionar el problema pero esto es lo mejor que pude hacer. Es una admisión irónica de
fracaso. Esta admisión personal tiene otro, aún más profundo, significado: nosotros
somos llevados a considerar que el fracaso no es debido a incapacidad por parte del
autor; esto puede ser totalmente objetivo si consideramos que los métodos de Dios no
coinciden realmente con la aceptación de los principios de justicia y moralidad.
Nosotros llegamos aquí a la auto-ironía del hombre como hombre: todo lo que yo puedo
hacer, como ser humano, es desengañarme de que hay una solución al problema de la
recompensa divina, y enmascarar mis desilusiones de una manera o de otra. La verdad
irónica es que yo debo aceptar mi destino. Esta ironía que el autor dirige hacia sí mismo
(la cual es difícil para el lector de identificar), viene a ser la ironía que el hombre (el
lector) dirige también hacia sí mismo (la cual es difícil para el lector de aceptar).
EL EPÍLOGO CONFIRMA EL CARACTER IRÓNICO DEL LIBRO DE JOB
Considerando la importancia del prólogo en la estructura de la obra y en la modelación
del tono irónico, diremos también unas cuantas palabras sobre el epílogo. El final mítico
y apacible parece contradecir la naturaleza de la obra y los problemas que en ella se han
planteado.
Ahora bien, el epílogo es problemático solamente para aquellos que buscan en él una
continuación simplista de la "respuesta" divina. Este no es el caso si nosotros aplicamos
el principio de la ironía, como nosotros hemos hecho hasta ahora. Pienso que el epílogo
es irónico en el pleno sentido de la palabra. Contándonos el regreso de Job a una vida
afortunada, el autor está diciéndonos que el problema ha sido solucionado: pero
solamente en el mundo del mito, en la realidad no hay solución.
El carácter mítico del epílogo es actualmente una contribución importante al mensaje
irónico de la obra. Este, con su estilo, crea un efectivo equilibrio con el prólogo.
V. SÍNTESIS Y CONCLUSIÓN
Yo he tratado de demostrar cómo la ironía es uno de los más importantes componentes
en el libro de Job, de tal manera que es dudoso si éste puede ser entendido a menos que
la ironía sea tomada en cuenta.
He mencionado varios ejemplos de literatura " sapiencial " no-bíblica en la cual la ironía
también jugaba un papel importante. Ninguno de ellos hacía referencia a la teodicea,
alrededor de la cual el libro de Job gira. Sin embargo, conocemos otras obras del
antiguo Oriente-Medio que están basados en el mismo tema de Job. El "Job babilonio" y
el "Eclesiastés babilonio" son ejemplos citados comúnmente, en los cuales también
encontramos protestas contra las fuerzas sobrenaturales responsables del sufrimiento de
los hombres.
Hacia el final del "Job babilonio" aparece un mensajero de Dios purificando al que sufre
y haciendo arreglos. El protagonista, entonces, agradece a Dios su regreso a la "buena
vida"; su gratitud ocupa aproximadamente la mitad de la obra.
El "Eclesiastés babilonio" es construido como un diálogo entre dos amigos, uno
lamentándose y el otro respondiendo. Al final, el que sufre ruega a los dioses que tengan
piedad de él.
Una de las mayores diferencias entre el libro de Job y estas obras que acabamos de citar
es la ausencia en éstas de toda clase de ironía. Cuando un diálogo está falto de ironía,
éste se convierte en algo superficial. Lo que resulta no es una verdadera imagen del
sufrimiento, y el lector es menos capaz de identificarse con los protagonistas. Además,
la falta de ironía hace que las quejas, y las respuestas a éstas, suenen a algo superficial y
esquemático. No ocurre así con el libro de Job, obra en que el tono irónico juega un
gran papel en el conjunto del libro.
Tradujo y condensó: ANTOLIN DE LA MUÑOZA
MICHAEL PLATHOW
EL SUFRIMIENTO HUMANO COMO
SENTIMIENTO DE LA AUSENCIA DE DIOS
El sufrimiento del corazón humano por la ausencia de Dios aparece a menudo en los
himnos y oraciones de la iglesia y en otros testimonios de la piedad y experiencia
cristianas. La fuerte tensión psico-religiosa que sufre el creyente que se siente
abandonado parece llevarle a los límites de la incredulidad El artículo parte de la
experiencia psíquica de tribulación y de rechazo, estudia a continuación su aspecto
teológico y acaba profundizando en las relaciones de la teología con el psicoanálisis y
la psicoterapia; todo esto en diálogo con dos importantes psicólogos. T. Moser y V. E.
Frankl. El sugerente producto son estas reflexiones teológicas sobre el punto de vista
psicoanalítico acerca del pecado humano y la ira divina.
Menschenleid als Leide an Gottes Verborgenheit. Theologische Überlegungen zur
psychoanalytuschen Sicht von manschlider Sünde und göttlichem Zorn, Theologische
Zeitschrift, 40 (1984) 275-295
El sufrimiento del corazón humano por la ausencia de Dios aparece una y otra vez en
los himnos y oraciones de la iglesia y demás testigos de la piedad cristiana. En Invierno
en Viena R. Schneider habla de la honda preocupación que causa la ausencia divina; y
las expresiones de Dietrich Bonhoeffer en Resistencia y sumisión saben bien de la
asfixia que produce el autoencubrimiento de Dios. Petter Moen comparte asimismo, en
su diario de prisión, la terrible soledad por la ausencia de Dios en la miseria de la celda,
descrita inigualablemente por Dostojewski en Los Hermanos Karamasow.
En los salmos, Jeremías o Job, hallamos las mismas expresiones de dolor: "No me
rechaces lejos de tu rostro ni retires de mí tu santo espíritu" (Sal 51,13); "Por ti me senté
solitario, pues me llenaste de coraje" (Jr 15,17); "¿Por qué ocultas tu frente y me tienes
por tu enemigo? (Job 16,9). Quejas que se intensifican en la agonía de Cristo en la cruz:
"¡Dios mío! ¿por qué me has abandonado?", grito profundo que abarca todo el
desconcierto, ayes y gemidos del castigado por el dolor.
Distingamos ante todo entre la queja individual y la de todo un pueblo. En estas páginas
fijaremos nuestra atención en el individuo. El dolor exterior e interior se hallan en él
íntimamente entrelazados con el aspecto sociológico, psicosocial, físico y religioso. Y
es el lado psíquico-religioso el que más estalla en los himnos religiosos del AT: "Digo a
Dios, mi roca: ¿por qué me olvidas? Mis opresores me insultan, repitiéndome todo el
día: ¿dónde está tu Dios?" (Sal 42,12). Es la vivencia existencial expresada ante Dios, la
protesta del hombre creyente cuya fe corre el riesgo de convertirse en la incredulidad
del ateo. Encuentro con la repulsión de la ira divina, duramente expresado en la imagen
de las vasijas de ira o de misericordia (Jr 18).
Intentaremos penetrar en esa experiencia de tribulación y rechazo bajo el punto de vista
de la psicología, del psicoanálisis y de la psicoterapia, para estudiar luego su aspecto
teológico y acabar profundizando en las relaciones de la teología con el psicoanálisis y
la psicoterapia.
I. Dos posiciones contrarias de la psicología
1. T. Moser
Ante todo el libro de T. Moser Gottesvergiftung (Intoxicación religiosa) del que el
cristiano toma nota con indignación y repugnancia, pero también con cierto temor. Aun
la ordenación literaria de este escrito, impregnado de desengaño, odio y agresividad,
resulta difícil. Se trata de un soliloquio bajo capa de oración imprecatoria; de
anticonfesiones sobre el proceso de descubrimiento y liberación de sí mismo. El autor
caracteriza esta autoanamnesis como "antitestimonio, desenmascarada, conversación
con un muerto, maldición e insulto". Redactado como autoanálisis crítico de una
educación cristiana concreta, rabioso y viperino ajuste de cuentas con el propio pasado
para lograr la curación psicológica, ¿de qué se trata en concreto?
Un adulto emplea la imprecación para poner sus cartas al descubierto, librándose así de
su desencanto de Dios que es a la vez desengaño de sí mismo, y del odio de Dios que es
odio de sí mismo. El Dios de su infancia, dice, era el rostro eternamente vigilante del
hermano mayor, la pálida figura quijotesca, la cruel superioridad de la sádica imagen
paterna siempre al acecho, que le convertía en rata de Dios, llena al principio de un
exagerado sentimiento de elegido, para no sentir luego más que la propia condenación
ante el inaplacable y silencioso NO, en el que se correspondían inevitablemente la
propia incapacidad y la reprobación divina "Yo no me sentía elegido y cuanto más me
aseguraban los otros, a veces con ojos radiantes, que te eran aceptos, que habías
escuchado su oración o estaban en contacto contigo, tanto más se entenebrecía mi
espíritu: ¿por qué me ocultas tu rostro, Señor? era mi angustiosa pregunta".
La pregunta que formula nace del terror al castigo, que le hace tomar su congoja
psíquica por nostalgia de Dios; y a Dios, por la gran mentira o ilusión, más aún, por el
gran muerto; y hace desenmascararle como "lugar vacío". Esta actitud emotiva es propia
de la oración imprecatoria. Al final de esta purificación psicológica, el escritor se siente
descargado y sano "Si miro a ciertos rostros ya no me siento perdido; los rostros
humanos reemplazarán al tuyo, que era inhumano. Mis ojos aprenden a ver, desde que
tú ya no oscureces mi horizonte".
El lector no necesita que le aclaren que la estructura de estas liberadoras anticonfesiones
en que la intoxicación religiosa corresponde a la imagen de Dios omnipotente propia de
su educación cristiana, la ofrece el psicoanálisis freudiano.
En sus escritos de crítica religiosa El malestar de la cultura y El futuro de una ilusión,
S. Freud comenta cómo su dios no fue más que una ilusión infantil, proyección de la
imagen terrible de su padre en un super-yo legislador que no hacía más que torturar a su
yo con inflexibles exigencias "El super-yo tortura al yo pecador con las mismas
sensaciones de angustia y está al acecho de cualquier ocasión en que poderle castigar
mediante el mundo exterior,... comportándose tanto más severa y suspicazmente cuanto
más virtuoso es el hombre, de modo que son precisamente los más avanzados en
santidad quienes por más pecadores se tienen".
La culpa no hará más que expresar la tensión entre el Yo, el Ello y el Super-Yo, "la
angustia ante el super-yo", la insatisfacción por no lograr realizar el yo ideal, la
represión de nuestra fuerza vital.
Pero si Freud y T. Moser tienen al super- yo por el sucesor legal de la severa instancia
paterna, olvidando su amorosa providencia, otra es la actitud de C. G. Jung, cuya
imagen de Dios o arquetipo del yo, representa una conjunctio oppositorum entre la
bondad y el rigor, que corresponde a la paradoja del ser.
De acuerdo con él, H. Wolf, en su obra Jesús, el hombre, La figura de Jesús bajo el
punto de vista de la psicología profunda valora también positivamente la ira de Dios,
como inseparable de su amor. Su imagen divina no ofrece el aspecto impasible de la
omnipotencia, sino el de la participación por simpatía "A diferencia de la indignación,
que es la explosión de afectos incontrolados, cabe atribuir a la ira una elevada
calificación ética. Para ser capaz de airarse hay que tener una gran personalidad, la
medianía es demasiado débil e insignificante para la ira. La ira divina supondrá por
tanto que Dios sigue realmente "con el corazón" el quehacer del hombre y se siente
afectado cuando debe presenciar la acción falsa de ella".
El autoanálisis de T. Moser se refiere al sufrimiento producido por sus pecados y por la
desaparición del Todopoderoso. Su acerba crítica se dirige, con razón, contra la imagen
de Dios omnipotente propia de su errónea educación. Basado en la crítica de Freud, que
parte de una concepción mecánico- materialista y de la teoría proyectante de Feuerbach,
su análisis queda autoabsolutizado por una visión del mundo de tendencia claramente
atea. La ira de Dios proyecta el super-yo-paterno y la culpa representa la incapacidad
del yo para cumplir las normas del super-yo- ideal. Eliminar la culpa equivaldrá por
tanto a desenmascarar al prepotente super-yo y tomar las riendas de su propia vida,
realizándose en una atmósfera, liberada de Dios. Moser no experimenta la irrupción de
luz del Dios bueno, de que se hacen eco Job (Job 16 y 19) o las "lamentaciones del
justo" en el salterio (Sal 13 y 22).
En las jornadas sobre el tema "¿Es Dios cruel?", A. Górres, echando de menos la luz de
la gracia en los desfigurados conceptos de Moser, recordaba que "la iluminación no se
puede merecer ni exigir; es uno de los dones que la sagrada escritura garantiza a quienes
la imploren con paciencia".
2. V. E Frankl
El psicoterapeuta vienés V.E. Fránkl, especialista en análisis existencial y logoterapia,
representa en cambio una actitud favorable a la religión. La selección de sus obras, bajo
el significativo título El hombre y el sentido de la vida, comienza así:"Hoy no nos
hallamos en realidad, como en tiempos de Freud, confrontados con una frustación
sexual, sino existencial. El paciente típico de hoy no padece un sentimiento de
inferioridad como en tiempos de Adler, sino un sentimiento profundo de carencia de
sentido, asociado a la sensación de vacío".
Desde este supuesto, Frankl elabora lo que llama "voluntad de sentido" o motivación, de
acuerdo con el análisis existencial de Jung, quien al estudiar la relación entre
psicoterapia y dirección espiritual, había observado que "en última instancia la
psiconeurosis es una dolencia del alma que no ha logrado dar con su propio sentido".
Frankl denomina "neurosis noógena" a la dolencia debida a esta frustración existencial,
cuyo diagnóstico puede precisarse con tests empíricos. El hombre es un ser trascendente
y si no se realiza en el encuentro cordial con los demás, yerra su destino y pierde el
sentido de su vida, que hay que devolverle por logoterapia. En una sociedad sobrada
ésta puede contribuir en grado sumo a su salud espiritual.
El éxito editorial de los libros de Frankl desvela la abundancia de sin sentido en nuestro
tiempo. Pero en una posición afín a la teología de P. Tillich, el pensamiento
trascendental de K. Rahner o la antropología de W. Pannenberg, Frankl sabe limitarse a
los dominios de la ciencia ("la psicoterapia debe dar respuesta al sentido del ser sin
ultrapasar la línea divisoria entre el punto de vista teísta y el ateo. La dimensión en que
se mueve el hombre religioso sobrepasa el campo de juego psicoterapéutico; pero el
salto al nivel superior no se da por la ciencia sino por la fe").
En cuanto al análisis de la sociedad, otros psicoterapeutas y sicólogos sociales, tan
dispares, como Fromm y Richter, llegan a los mismos resultados. Este, en su libro El
complejo de Dios describe los síntomas de enfermedad y aberraciones de una sociedad
en que el hombre, en su delirio de grandeza, se ha situado a sí mismo en el lugar de
Dios todopoderoso, sintiendo ahora las consecuencias en la frialdad de su falta de amor
y la incapacidad de amar y sufrir.
Hay que hacer constar esta actitud favorable a la religión de la logoterapia de Frankl,
pero observamos que si se considera la sensación de vacío como síntoma de una
neurosis noógena, la culpa sería curable y la voluntad de sentido se convertiría en un
existencial humano que remitiría a la dimensión de la fe, quedando ésta reducida al
ámbito de la teología natural. También a él habrá de dirigirle algunas preguntas la
teología revelada.
II. Reflexiones sobre el pecado, el sufrimiento y la ira de dios
Tanto en el modelo crítico como en el favorable a la religión, pueden plantearse una
serie de preguntas a la ciencia dogmática:
1. ¿Qué relación media entre dolor y conocimiento de Dios?
2. ¿Qué relación hay entre pecado y dolor?
3. ¿Qué relación se da entre perdón, salud y curación?
4. ¿Es posible hablar de Dios, frente al pecado y el dolor? ¿Qué significa hablar de la ira
de Dios?
1. Experiencia de dolor y conocimiento de Dios
La objeción de Moser a la intoxicación religiosa producida por su educación cristiana,
radica en el concepto luterano de un Dios todopoderoso. Recordemos el sermón
Reminiscere de Lutero (21.2.1529) sobre la mujer cananea (Mt 15): "ocurre a veces
otra cosa lamentable, al pensar que Dios ha huido de ti, pues toda desgracia, cuando
nos alcanza, lleva consigo tal desvarío: que creamos que Dios está airado con
nosotros" (WA XXIX, 64, 6ss).
A su tribulación, el creyente suma todavía la sensación de que Dios le esconde el rostro.
La mayor tentación es la de la predestinación. Lutero vuelve sobre ello en sus Coloquios
de Sobremesa (Tischreden I, 141) y aludiendo a Job en las Operationes in Psalmos (Sal
22): "seis veces ha de librarte de la angustia y a la séptima el mal no te alcanzará". La
angustia por la ira divina como participación de Dios en el error de su criatura, se
expresa con matiz adversativo: "acérquese Dios para que desaparezca la tribulación". Si
Dios está presente la tribulación huye. Pero junto al ocultamiento pasajero, Lutero
conoce también el abandono total "Sólo podemos entender qué significa estar
abandonado de Dios si sabemos qué significa Dios: Dios es vida, luz, sabiduría,
verdad, justicia, bondad fuerza, alegría, gloria, paz, hermosura y todo lo bueno. Ser
abandonado por Dios significará por tanto hallarse en la muerte, enfermedad,
ignorancia, mentira, pecado, maldad, tiniebla, confusión, turbación, desesperanza y
todo mal".
Distingue también en diversos pasajes entre el ocultarse de Dios al hombre de fe o al
ateo; más aún, contrapone la acción oculta de Dios en la historia a su paradójico
esconderse en la humildad de Cristo crucificado, contrasta su recóndita voluntad de
elección o rechazo con su voluntad salvífica actual, revelada en la cruz y manifestada
por las débiles palabras humanas, y distingue la "ira del rigor divino" de la "ira de
misericordia" que llama a los pecadores al buen camino mediante la predicación. No es
por tanto la omnipotencia lo que caracteriza al Logos, antes bien la estructura salvadora
de la theologia crucis.
Lutero centra sus comentarios sobre el ocultamiento vindicador de Dios en la obra
salvadora de Cristo y el valor sustitutivo de su pasión y muerte: Hijo Unigénito de Dios
y hermano nuestro primogénito, Jesús sufrió la tentación en el desierto, la tribulación en
Getsemaní, el abandono en la cruz y, al tomar sobre sí la culpa y castigo de los
pecadores, sintió las consecuencias de la ira de Dios, reconciliándonos así con él (Rom
8,3; Gal 3,13) y otorgándonos la liberación por su gracia en "feliz intercambio"; de
modo que Pablo podrá escribir triunfante a la comunidad que "ya nada podrá separarnos
del amor de Dios".
Su cruz, superación de la ira de Dios y signo de victoria, es lo único capaz de conciliar
el sufrimiento existencial con el reconocimiento del pecado y de la grandeza de Dios.
En otro caso, la ira de su rigor y la ira de su misericordia resultarían inseparables y el
hombre se sentiría sólo sujeto a la justicia divina.
T. Moser no tiene en cuenta estos principios básicos de Lutero ni reconoce la
misericordia y comunicación del amor de Dios. En la "intoxicación religiosa"
denunciada por la crítica freudiana de la religión, la fe en Jesucristo crucificado y
resucitado parece desaparecer en las sombras del crepúsculo.
2. Pecado y sufrimiento
Psicoanalistas y psicoterapeutas están de acuerdo en que el pecado y la culpa son
transtornos y sufrimientos, psicopáticos: como desarmonía entre el yo y el super-yo, en
que este guardián de las normas suscita angustias y depresiones, y como vivencia de
falta de sentido que se refugia en las ausencias mentales, con la consecuente
perplejidad. En ambos casos, culpa y sufrimiento van íntimamente unidos; por esto
Freud y Moser los identifican, mientras Frankl se inclina por la relación causal o
consecutiva.
Cierto que a lo largo del AT y NT podemos entrever como un hilo conductor que señala
la unión entre pecado y dolor; pero sin entender el pecado como una perturbación
mental sino como un trastorno de las relaciones con Dios, cuyo castigo es el dolor y la
miseria: apartarse de los mandamientos divinos (Ex 21s), olvidar la alianza con Yahvéh
(Ex 32, Dt 34, Am 5, 14; Pr 19,7) o rebelarse contra Dios (Job 15 y 18) es castigado por
él; y en este simple esquema acción-sentencia piensa también Jesús (Lc 13, Jn 5 y 9).
Sin embargo, este pensar vindicativo se ve pronto cortado: al malo le va bien, mientras
el inocente sufre (Sal 44); el justo doliente corre el peligro de enloquecer ante el
inescrutable proceder de Dios (Job 9 y 30) y Jesús llega a pedir al Padre que "no sea lo
que yo quiero, sino lo que quieras tú" (Mc 14, 36). El dolor no es, pues, necesariamente
una consecuencia del pecado, sino que Dios lo envía de manera incomprensible para el
hombre.
Esto plantea a la teodicea el problema de su origen, que en la actualidad se da por
resuelto, vgr. por D. Sólle, en el sentido de la activación sociopolítica para eliminarlo.
Poner a Dios como causa del sufrimiento, legitimándolo teológicamente, llevaría a la
imagen cruel y sádica de la omnipotencia divina. La antropo- y sociodicea habrá de
sustituir por tanto a la teodicea.
Pero desde la pasión y muerte de Cristo, el cristiano sabe que aún en la vivencia del
sufrimiento incurable, encuentra a Dios-Emmanuel, que ahí está en la oscuridad,
tomando parte en nuestro dolor. La pregunta acerca del sentido del dolor inevitable, al
prevalecer sobre la de su causa, se convertirá en consuelo en el dolor ("vosotros no
estáis solos, Dios os acompaña en el valle de las tinieblas y nada puede separarnos de
él"). También la oración por los demás para que superen su dolor curable, guarda íntima
relación con esto.
El NT nos brinda diversas ayudas: ante todo, la comunión con Cristo significa
coparticipar en su pasión, siguiéndole bajo la cruz a cuestas (2 Cor 4 y 12; Flp 3; 1 Pe
4). Esto es esenc ial para los cristianos y no tiene nada que ver con la condenación.
Además, la tribulación nos ayuda a que "no pongamos nuestra confianza en nosotros
mismos, sino en Dios que resucita a los muertos" (2 Cor 1) y finalmente, los
sufrimientos comportan el compromiso y participación en el mundo "todavía no"
liberado definitivamente (Ap 21,4).
Mediante el sufrimiento por amor a Cristo y participando en el dolor ajeno se fortalece
asimismo nuestra perseverancia (Heb 10, Ap 2; Mc 13,13) y la esperanza en la gloria
eterna (2 Cor 13, 1 Pe 1). Y aquí hay que acentuar que esta "esperanza no ha provocado
la parálisis de la cristiandad naciente, sino que la ha llevado, por una parte a ejercitarse
en la fe y el dolor y por otra a movilizar todas las fuerzas y actividades contra el
sufrimiento" (W. Schrage).
En fin, del mismo modo que el dolor y compasión cristianos tienen carácter testimonial
(Mc 13, Hch 22, Ap 6, Flp 1), también lo tendrán la salud de los enfermos, pobres y
atribulados, como Jesús lo hizo en señal de la llegada del reino de Dios, y la oración
suplicatoria.
3. Perdón, salud y curación
T. Moser entiende por curación la remoción de los trastornos obsesivos mediante la
autoterapia psicoanalítica, de modo que según él, curación y perdón se identifican. V. E.
Frankl distingue entre ambos, pero sigue teniendo a la curación por el descubrimiento
del sentido de la vida gracias al logos: el tratamiento logoterapéutico remueve el dolor
psíquico o le da sentido.
La reflexión teológica sobre el perdón, la salud y la curación, parte en cambio del valor
salvador de la cruz y resurrección de Cristo. La expondremos bajo tres aspectos
cristológicos: sustitución, pasión y consuelo (paráclesis), evitando el concepto de
motivación.
a) La cristología de la sustitución busca las causas del dolor en el pecado del hombre.
Que Cristo cargara sobre sí su culpa y castigo es la única razón del perdón (2 Cor 5, Gál
3), como lo describe Lutero: en la cruz me atribuyó a mí su justicia y tomó sobre sí mi
pecado. Este se concentra en la infracción del doble mandato del amor, de suerte que el
hombre, en su megalomanía, se pone en lugar del creador y trueca el amor de Dios y del
prójimo por su egoísmo y ambición.
El perdón reordena la relación trastocada, gracias a la benevolencia de Dios en Cristo
Jesús y lleva consigo la purificación del dolor psíquico, ya que éste puede ser
consecuencia del pecado. La confesión es su inserción existencial en la vida de los
creyentes, ya que en ella se les concede, junto con la salvación divina, el consuelo del
perdón. Por esto E. Thurneyse, D. Bonhoeffer, etc., ven en ella el núcleo de la dirección
espiritual.
b) La cristología de la pasión busca la respuesta cristiana al sentido del dolor. La
comunidad con Cristo es también una comunidad de dolor con él, que sufrió y superó el
abismo de la angustia y de la muerte (Rom 3, 1 Cor 15, Ef 2). Para los que han tomado
sobre sí su cruz, sufrir significará vivir la esperanza en el "ya" pero "todavía no",
compartiendo el dolor de la creación suspirante (Rom 8,23). Por la synpatheia, el
cristiano lleva en el mundo una vida de amor al que sufre, lo que le da plenitud de
sentido y la curación por el consuelo del amor de Dios, escondido en la paradoja de la
cruz.
c) La paráclesis cristológica se orienta en fin a la curación del dolor, conforma al
imperativo "ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas" (Gál 6,2), y al consolador
juicio mesiánico: "cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños a mí me
lo hicisteis" (Mt 25). Como Jesús brindó los signos del reino de los cielos orando,
curando y ayudando, los cristianos deben enfrentarse también a la miseria de la creación
suspirante orando, sanando y ayudando a los que sufren (Le 10, Rom 5, 1 Pe 4),
concretamente a los enfermos psíquicos.
4. Hablar de Dios
La imagen de Dios como vacía proyección infantil de la férrea autoridad paterna que
hay que desenmascarar, propia de la mentalidad freudiana de Moser, no parte de la
manifestación de Dios en la muerte y resurrección de Cristo ni de la predicación actual
por la fuerza del Espíritu, sino de su falseada educación cristiana.
Este punto de partida le desvía progresivamente hacia la exageración de la omnipotencia
y autoridad. La frialdad de esta idea de Dios aplana el amor, el cariño y el bien, dejando
tan sólo lugar a lo s rasgos crueles, tales como la ira y el rigor divino. Lo mismo cabe
decir del libro de E.H. Erikson El joven Lutero, aunque históricamente las relaciones de
Lutero con sus padres no den pie a tales deducciones.
La imagen de Moser caracteriza en fin un super-yo sádico y torturante que ha decidido
condenar al hombre y al intentar desenmascarar a Dios examinando sus designios de
elección o reprobación, el odio a él acaba convirtiéndose en el odio a sí mismo y como
"quien odia es un asesino" hay que liquidar esta imagen mediante el autoanálisis
psicoanalítico, liberándose de tan omnipotente señor por el lenguaje pseudopersonal de
la imprecación.
Pero la fe en el Dios de la Biblia es otra y las reflexiones anteriores ofrecen la
posibilidad de hablar de Dios de modo distinto ante la realidad del pecado y del dolor.
La fe cristiana parte de la revelación de Dios en Jesucristo. Dios trino se revela en las
obras de la creación y de la nueva creación y en la vida de su iglesia, como se había
manifestado a Israel. En contraposición a las formas estáticas de la filosofía griega, que
presentan a Dios como inmóvil en su imperturbable ser, en el pensamiento hebreo
Yahvéh actúa mediante relaciones personales, salvando y sancionando a su pueblo. Su
manifestación paranomásica en Ex 3,14, hace doble referencia a su autoencubrimiento y
a su ser actuante: "Yo soy el que soy", "Yo seré (con total concreción) el que seré" o
brevemente, como lo traduce Buber, "Aquí estoy" cooperando tras la nube y el velo (Is
45, 15), aunque escondiendo todavía el rostro y mostrando sólo la espalda (Ex 33).
Es el Dios que se revelará como Emmanuel (Is 7, 14, Mt 1, 23) y como flecha salvadora
que se saca del carcaj (Is 46, 11), en la pasión y muerte de Jesucristo para la
reconciliación de los hombres (Rom 8, 32, 1 Pe 1, 18). Esta es la fuerza escondida de
Dios manifestada en la cruz, que se convierte así en signo de la ira de Dios por los
pecados y en signo del triunfo de su amor, al prevalecer en ella la ira de misericordia en
respuesta al arrepentimiento humano. El "opus alienum" de Dios, que participa
plenamente en los hechos, faltas y fracasos de los hombres, se pone así al servicio de su
"opus proprium".
Desde la cruz de Cristo, Dios se apiada asimismo de la creación suspirante y
despojándose de su fuerza y poder, entra en el camino de los hombres y los acompaña
compasivo en su dolor. La comunión con Cristo hasta sufrir con él y por su amor, junto
al gemido de la creación entera (Rom 8, 23), nos remite a la precariedad de ésta y a la
consumación definitiva aún por alcanzar (Flp 3,12), que es a la vez el lugar concreto del
amor cristiano que nos manda ayudar al que sufre, aliviar la miseria y orar con y por los
vejados física, psíquica o estructuralmente.
Los textos bíblicos conocen la "ira de la misericordia" divina, ley de gracia al servicio
del evangelio, que esconde el amor de Dios, y la "ira del rigor" de la ley (Rom 4,15).
Así Pablo se considera un instrumento de salud o condenación mediante la predicación
de la Palabra: "nosotros somos para Dios el buen olor de Cristo entre los que se salvan y
MICHAEL PLATHOW
entre los que se pierden: para unos olor que de la muerte lleva a la muerte; para otros
olor que de la vida lleva a la vida" (2 Cor 2, 15 ss) y habla del juicio definitivo como de
un "día de ira" y "día de vida eterna" (2 Tes 1; v. Mt 25), de la preelección,
predestinación y llamamiento de Dios a reproducir la imagen de su Hijo (Rom 8) y de la
manifestación de su poder compadeciéndose de los llamados (Rom 9).
La mordaz crítica de Moser pone demasiado a las claras el peligro de esas expresiones
cargadas de tensión existencial; si se las toma en sentido objetivante, pervirtiendo su
sentido. Entonces su oscuridad choca contra el amor de Dios comunicado a los hombres
en Cristo Jesús. La ira del rigor divino, que lleva a la condenación y tinieblas en el
juicio final, es predeterminada tan sólo por Dios y se realiza como acontecimiento
escatológico previo en la predicación de la ley, que sigue llamando a convertirse y
echarse en brazos del amor divino. Así el misterio de la divina predestinación o
condenación se cierra a la reflexión objetivamente y resta impenetrable al pensamiento
humano (1 Cor 2, 11). De otro modo, el hombre se convertiría en sujeto y Dios en
objeto. El misterio de la salvación se manifestará tan sólo a quien huyendo del rigor de
la ley se acoja al evangelio del amor de Dios.
La fe cristiana no admite por tanto a un dios inmutable en la rigidez de su insensible
omnipotencia ni la transparencia de su elección o condenación. El objeto de la teología
es la "cognitio Dei et hominis", el conocimiento del hombre reo y el de Dios salvador
(WA XL 2, 327): lo que Dios quiere es arrepentirse amorosamente de su ira y conceder
su salvación liberadora al penitente. Dios oye la queja individual o colectiva, porque él
también está presente en el dolor sin abandonar a nadie. En cuanto a nosotros, con
nuestra oración y súplicas asumimos su mandato de ayudar a los enfermos y combatir el
sufrimiento, aun estructural.
Así se acerca la eclosión del reino de Dios, su poder irrumpe en el mundo esclavizado
por el dolor y Dios trino es conocido, alabado y adorado por la comunidad cristiana: él
ha hecho patente su amor y su gracia en Jesucristo, la concede hoy por medio del
Espíritu Santo y está presente en la creación suspirante para otorgarle su consuelo y
esperanza. Esta acción para, en y con los hombres y la creación entera, halla su
correspondencia en el misterio dé la vida del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; pues en
el diálogo intertrinitario, gracias al amor del Hijo y en unión con el Espíritu, Dios retira
su enojo, y su amor lo es todo en todos (Jn 7, 1 Jn 4).
T. Moser ha desenmascarado la pervertida imagen "cristiana" de Dios, urgiendo al
mismo tiempo, con su crítica de la intoxicación religiosa, a un nuevo replanteamiento y
denominación de la fe en la Trinidad. Aquí está su gran mérito ante la teología y la
pedagogía religiosa; pero por otra parte no se puede olvidar las reservas de la teología al
esbozo claramente freudiano de su crítica religiosa.
III. Relación entre teología y psicología
Cerremos las anteriores consideraciones con algunas reflexiones de conjunto sobre la
relación entre la teología y el psicoanálisis y psicoterapia.
Las posiciones de T. Moser y V.E. Frankl, que habría que completar con otras análogas,
son muy distintas entre sí, tanto en lo que presuponen como en su intención y
resultados: T. Moser sigue en su crítica la orientación de Freud y Feuerbach, lo cual se
echa de ver también en sus conclusiones. V.E. Frankl parte en cambio de la "voluntad
de sentido" bajo el aspecto existencial; los resultados de sus investigaciones
logoterapéuticas confirman su posición favorable a la religión. Ni los métodos
psicoanalíticos o psicoterapéuticos ni otro método psicológico alguno encierran en sí
una actividad hostil a la religión. El que estas ciencias y resultados no se absoluticen en
una ideología propia, depende de sus presupuestos o mentalidad previa, es decir de que
se mantengan en sus propios límites.
Bajo este supuesto se requiere la cooperación con la dirección espiritual y la teología
sistemática. Una publicación como la de T. Moser no significa un escándalo para la
dogmática, sino un aviso y admonición ante los peligros de una teología excesivamente
simplificadora o hasta falsa. Tienen que aceptar con agradecimiento las preguntas que la
crítica plantea a las desviaciones de la fe, a los métodos legalistas y a las prácticas de la
educación religiosa. Si la teología se convierte en una ideología; la crítica deberá llamar
la atención sobre un estilo de educación, de instrucción y de vida, que estriba
únicamente en la libertad cristiana.
Los resultados de la psicología y el psicoanálisis, si se mantienen en sus límites, ayudan
a la teología a confrontar y concretar su comprensión de la creación sujeta al poder
temporal del pecado y del dolor, o sea de toda criatura que suspira y espera bajo el
sufrimiento y la miseria; de nuestro llevar la cruz de Cristo y finalmente de las
consecuencias del pecado y de la culpa. Por este camino precisamente se toman en serio
las estructuras profundas del sentimiento y el nivel del inconsciente, sin el que no cabe
hablar del hombre completo. De este modo las ciencias psíquicas aportan su ayuda a la
teología, prestándole un valioso servicio como disciplinas asociadas o auxiliares.
La teología, como ciencia del primer mandamiento divino, ejerce su servicio como
crítica ideológica de esas ciencias, cuando excediendo y absolutizando sus hipótesis y
resultados, degeneran en cosmovisiones ilusorias. La dogmática ha de cumplir también
esta tarea respecto a T. Moser, del mismo modo que desde el campo de la teología ha de
pedir a V.E. Frankl aclaraciones críticas. En este sentido, el psicoanalista y el
psicoterapeuta han entablado con la teología un diálogo digno de agradecerse, al que es
de esperar que los teólogos estén en condiciones de corresponder.
Tradujo y condensó: RAMON PUIG MASSANA
JOHANN BAPTIST METZ
CÓMO HABLAR DE DIOS FRENTE A LA
HISTORIA DE SUFRIMIENTO DEL MUNDO
Según Karl Rahner, no es teológicamente correcto afirmar que Dios sufra. Pese a que
en este artículo parte del sufrimiento de los inocentes, adopta Metz una postura
análoga a la de Rahner y contrapuesta a la de Moltmann (ST n° 129,17-24). Pero
entonces ¿cómo un Dios "impasible" puede ser solidario del sufrimiento humano?
¿cómo no sucumbir al escándalo del sufrimiento de los inocentes? Enfrentado a la
pregunta de por qué sufren los inocentes, al creyente no le queda -para Metz- sino
dirigir a Dios, como Jesús en la cruz, la interpelación: ¿por qué les has abandonado?
Si no acepta que Dios sufra, sí admite Metz una mística del sufrimiento inherente a toda
auténtica experiencia de Dios. En este sentido podemos hablar de sufrimiento "en"
Dios: ante el sufrimiento de los inocentes Dios nos hace sufrir, porque nos duele su
silencio aparente. Pero juntamente, como Jesús, esperamos contra toda esperanza y
nos hacemos solidarios del sufrimiento humano.
Die Rede von Gott angesichts der Leidengeschichte der Welt, Stimmen der Zeit 210
(1992) 311-320
Observaciones previas
1. Me permito comenzar con una referencia a mi biografía teológica. Despacio,
demasiado despacio, fui tomando conciencia de que la situación en la que soy teólogo,
en la que intento hablar de Dios, se define como situación "después de Auschwitz".
Auschwitz fue para mí el signo de algo horroroso más allá de toda teología conocida,
que hacía aparecer todo discurso sobre Dios que prescinde de esa situación, como un
discurso vacío y ciego. Y me preguntaba: ¿Puede uno adorar a Dios de espaldas a una
catástrofe tal? Después de esa catástrofe, ¿puede una teología digna de este nombre
seguir impasiblemente hablando de Dios y de los hombres, como si a la vista de ella no
hubiese que revisar a fondo la supuesta inocencia de nuestras palabras humanas? Con
estas preguntas no se trata de convertir estilísticamente a Auschwitz en "mito negativo",
que nos lo substraería de nuevo a nuestra responsabilidad histórica y teológica, sino de
la inquietante pregunta: ¿por qué esa catástrofe, como en general la historia del
sufrimiento humano, interesa tan poco a la teología? ¿le es lícito a la teología interponer
distancia, como tal vez hace la filosofía? Me tenía intranquilo la clara actitud apática de
la teología, su impermeabilidad frente a lo desconcertante o -dicho en jerga de
especialista- su falta de sensibilidad para la cuestión de la teodicea1.
Al tomar conciencia de la situación "después de Auschwitz", se me impuso el problema
de Dios en su versión más digna de atención, más antigua y a la vez controvertida: el
discurso de Dios como grito por la salvación de los otros, de lo s que sufren
injustamente, de las víctimas y los vencidos de nuestra historia. "Después de
Auschwitz" ¿cómo puede uno preguntarse por su propia salvación, sin tener todo eso en
cuenta? Hablar de Dios, o bien supone hablar de una visión y una promesa de justicia
que alcanza también a esos sufrimientos pasados, o bien resulta vacío y sin sentido
incluso para los que actualmente viven. Pues la pregunta inherente a ese discurso sobre
Dios es, ante todo, esa pregunta por la salvación de los que sufren injustamente.
Lo que importa no es, pues, que la teología intente de nuevo "justificar a Dios" frente al
mal, el sufrimiento y la iniquidad que hay en el mundo. La pregunta es más bien: ¿cómo
hablar de Dios ante la tremenda historia del sufrimiento del mundo, de "su mundo"?
Esta es "la" pregunta de la teología, que no puede ser eliminada ni tampoco contestada
del todo. Se trata de "la" pregunta escatológica, para la que la teología no puede
formular una respuesta que todo lo reconcilia. Más bien es una interpelación constante a
Dios.
2. Antaño corría, sobre todo entre la juventud, el eslogan "Jesús sí, Iglesia no". Si me
atreviese a hacer un diagnóstico sobre la situación de partida de la teología actual diría:
"religión sí, Dios no". Vivimos en una especie de ateísmo filorreligioso, en la época de
la religión sin Dios. Mientras se trate de religión, no existe el problema de teodicea. La
religión lo impide, es aquí una "praxis para hacerse con la contingencia" (Hermann
Lübbe). En cambio, con Dios vuelve el riesgo y el peligro a la religión. No hay más que
ver nuestras propias tradiciones en lo que respecta al discurso sobre Dios. En ellas
existe la falta de dominio de la contingencia, la no aceptación de las condiciones de
vida, la articulación de la contradicción, el lamento y el grito. Así en el profetismo, en
las tradiciones del Éxodo, en la literatura sapiencial. No se trata ni del rechazo de la
teodicea ni del éxito de la misma, sino de la pregunta de la teodicea como "la" pregunta
escatológica. Como tal impide que la creación resulte diáfana vista desde su final feliz,
ya sea desde el punto de vista de la filosofía de la identidad, de la historia universal o de
la lógica de la evolución. Vela por la "pobreza de espíritu" y concibe la escatología
como teología negativa de la creación.
3. Las respuestas de la teología en sentido estricto no revisten la forma de solución de
problemas. Y es que Dios no puede ser simplemente la respuesta a nuestras preguntas.
Las respuestas que da la teología no reducen a silencio-las preguntas. El que, por ej., oye
el discurso teológico de la resurrección de Jesús sin que resuene en él el grito
desgarrador del crucificado, no escucha teología, sino mitología. Ahí está justamente la
diferencia entre teología y mitología: en el mito la pregunta se esfuma. Y por esto tiene
mejores cualidades terapéuticas: resulta un "tranquilizante" más poderoso e incluso tal
vez "domina mejor la contingencia" que la fe cristiana.
"Paisaje de gritos"
La religión es un fenómeno originario de la humanidad: la historia de la humanidad fue
siempre historia de la religión. En el "Escucha, Israel, tu Dios es solamente uno" de Dt
6,4, el nombre "Dios" es entregado por primera vez a los hombres y la confesión de fe
en Dios se abre brecha en la historia de la humanidad. El Israel bíblico se muestra como
un pueblo con una especial sensibilidad para la teodicea. Pues, frente al sufrimiento que
padeció, ese mismo Israel quedó mítica o idealísticamente mudo. No conocía aquella
"riqueza en el espíritu" con la que, mediante la mitificación o idealización de las
condiciones de vida y a modo de compensación, elevarse por encima de los propios
miedos, de la extranjería del exilio y de las historias de sufrimiento que irrumpían una y
otra vez. Incluso cuando, en el trasiego cultural y político, importó mitos o
concepciones idealizadoras, no se consoló jamás con ellas.
La "aptitud para Dios" de Israel se pone de manifiesto en una forma especial de
ineptitud, en concreto en la incapacidad para dejarse consolar por mitos y concepciones
apartadas de la historia. Frente a las grandes y florecientes culturas de su tiempo -
Egipto, Persia, Grecia-, Israel prefirió ser un paisaje de gritos escatológico, un paisaje
de recuerdo y esperanza. Y en esto coincidió con el cristianismo primitivo, cuya
biografía culmina también con un grito, un grito cristológicamente agudizado, entre
tanto silenciado las más de las veces desde un punto de vista mítico o desde una
hermenéutica idealista. Pues tampoco la cristología está desprovista de inquietud
escatológica. A esta pasión de Dios, sobre la que -según Pablo- los cristiano han de
llegar a un acuerdo con las tradiciones judías, pertenecen, no preguntas vagas y difusas,
sino interpelaciones apasionadas.
El problema de la teodicea como "la" pregunta escatológica ¿no debería seguir siendo
hoy "la" pregunta de la teología cristiana. De hecho parece haber perdido importancia y
apremio. ¿Qué es lo que ha acallado entre los cristianos ese grito, esa interpelación,
llena de tensión escatológica, dirigida a Dios? ¿el mismo mensaje cristiano o la manera
como se convirtió en teología? Sin entrar a fondo en el debate sobre la helenización del
cristianismo, no podemos dejar de preguntarnos: ¿han olvidado los teólogos cristianos
que, si la fe cristiana tiene mucho que agradecer al espíritu griego, también ha fracasado
repetidamente por su causa? Ya los Hechos de los Apóstoles nos informan sobre ese
fracaso. En el famoso discurso del Areópago, Pablo podía llegar a un acuerdo con los
griegos en lo que respecta al "Dios desconocido". Pero cuando les habló de aquello que
une a los cristianos con las tradiciones judías de modo inviolable, cuando habló de
escatología y apocalíptica, del Dios que resucita a los muertos, entonces, concluye el
texto, "unos lo tomaron a broma; otros dijeron: "De esto te oiremos hablar en otra
ocasión"" (Hch 17,32).
Sea cual fuere la postura que uno adopte sobre las fuentes de la teología cristiana, una
cosa es cierta: la percepción que del mundo tiene la tradición bíblica posee la forma de
razón anamnética. Ella recurre a la indisoluble unión entre razón y memoria. Esa razón
anamnética es resistente contra el olvido, también contra el olvido del olvido, que anida
en toda pura historificación del pasado. La razón anamnética concibe su actitud de
escucha respecto a Dios como un escuchar el silencio de los desaparecidos. No degrada
todo lo que ha desaparecido a existencialmente carente de sentido. Saber es para ella, en
el fondo, una forma de sentir la ausencia, sin la que no sólo la fe, sino también el
hombre mismo desaparecería. Este saber anamnético que sigue las huellas del olvido y
que, como la prohibición de imágenes véterotestamentaria, apunta a una cultura de la
nostalgia, debería constituir el órgano de una teología que intentase confrontar nuestra
conciencia desarrollada y avanzada con la queja y la denuncia contra lo que sucede,
olvidadas sistemáticamente en ella. Esto permitiría dar un nuevo rostro a la teodicea.
La doctrina agustiniana de la libertad y sus consecuencias
¿Cómo se llegó en la historia del cristianismo y de la teología a silenciar el problema de
la teodicea, a acallar la interpelación dirigida a Dios a la vista de la historia del
sufrimiento humano? El eje sobre el que gira aquí toda la cuestión es Agustín.
Desde sus comienzos el cristianismo se ha visto amenazado por una doble perplejidad
constitucional, que ha conducido su teología una y otra vez a una salida dualística, a un
matrimonio clandestino entre teología y gnosis ahistórica. Por un lado está el problema
de la teodicea, que surge de la fidelidad al Dios creador ("¿Cómo conciliar sufrimiento
humano, el sufrimiento de los inocentes, con la idea de un Dios todopoderoso y
bueno?"), y por otro la relación entre promesa de salvación y tiempo, que el retraso de
la parusía hizo precaria ("¿Por qué no vuelve el Señor?"). El axioma gnóstico de la
atemporalidad de la salvación hacía plausible el retraso de la parusía. Si la salvación
debía realizarse fuera del tiempo, el retraso de la venida del Señor no ofrecía dificultad.
Y el problema de la teodicea se resolvía estableciendo un abismo infranqueable entre la
tradición véterotestamentaria del Dios creador y el tema neotestamentario de la
redención. En ambos casos se incidía en el dualismo gnóstico (Marción).
Agustín vivió y enseñó en una Iglesia que militaba contra ese dualismo. En su tratado
Sobre el libre albedrío, Agustín hace gravitar la responsabilidad del mal sobre la
humanidad y sobre su historia de pecado. Dios queda al margen y no hay interpelación
escatológica dirigida a Dios, ni puede haberla, pues ésta conduciría directamente al
dualismo entre creación y salvación (Marción). Naturalmente que también preocupa a
Agustín la cuestión de hasta qué punto puede sustentarse la historia universal del
sufrimiento de la humanidad en la libertad humana. Apelando a la Carta a los Romanos,
desarrolla la doctrina del pecado original, que ha convertido la humanidad en una masa
de condenados, y la doctrina de la predestinación. Aquí resulta Agustín oscuro y, hasta
cierto punto contradictorio. Consiguientemente, entraña también el "paradigma de
teodicea" tanto de Agustín como de los teólogos agustinianos una serie de aporías, de
las que señalaremos las más llamativas.
1. El dualismo teológico gnóstico entre el Dios creador y el Dios redentor se convierte
en Agustín en dualismo antropológico entre los (pocos) salvados por elección divina y
la masa de condenados, que es la responsable del mal en el mundo.
2. Agustín comparte con la gnosis de Marción una premisa: en esta cuestión no hay que
mezclar a Dios. Y esta premisa sí que contradice el principio fundamental de la doctrina
teológica de la libertad. Pues la libertad humana no es autónoma, sino teónoma: Dios la
hace posible. Por consiguiente, si la libertad humana no es la última responsable del
sufrimiento humano, la cuestión recae de nuevo en el Dios que predetermina. La
distinción escolástica entre permisión y acción suena a apologética huera.
3. El discurso sobre Dios de la tradición bíblica contiene la promesa de la salvación
juntamente con la promesa de una justicia universal, que incluye la liberación del
sufrimiento pasado. Para Agustín, la "salvación" es exclusivamente "redención" del
pecado y de la culpa. El sufrimiento humano, que no puede ser reducido a la culpa y su
historia, y que constituye la mayor parte de la experiencia del sufrimiento que clama al
cielo, no cuenta para él. En cambio, la concepción bíblica de "salvación" no abarca sólo
la redención del pecado y de la culpa, sino también la liberación de las situaciones de
sufrimiento. En Agustín, la pregunta escatológica por la justicia de Dios es sustituida
por la pregunta antropológica referida al pecado de los hombres. Silenciar el problema
de la teodicea no deja de tener consecuencias.
a). Consecuencia directa. Frente al sufrimiento humano la teología se inhibe: no dirige a
Dios ninguna interpelación, declara al hombre único responsable y, por tanto, da toda la
impresión de que pretende llegar a una componenda con el Dios todopoderoso a
espaldas del sufrimiento anónimo de los inocentes. Por esto, el hombre se rebela contra
ese Dios de los teólogos: el problema de la teodicea está en la raíz del ateísmo moderno.
b). Consecuencia indirecta. La exageración de la idea de culpa en el cristianismo puede
haber dado lugar a lo que se ha llamado "absolutismo del pecado". Esto ha provocado
una reacción: si, para la teología, la libertad resulta siempre sospechosa de culpa, en el
concepto de autonomía de la modernidad la culpa estará en las antípodas de la libertad.
Esto tiene su traducción a nivel de Iglesia. No es casual que la nueva complacencia
(postmoderna) en los mitos goce precisamente en el cristianismo de buena coyuntura.
La remitificación y psicologización del mensaje se impone gracias a sus visiones y
presupuestos de inocencia sobre el hombre, gracias a la suspensión de la dimensión
ética de la fe. Habría que considerarlas como una reacción a un mensaje por parte de la
Iglesia que resulta extremadamente moralizante y que, ante un estado de la creación que
clama al cielo, sólo conoce exhortaciones referidas al comportamiento del hombre y no
la interpelación escatológica dirigida a Dios.
¿Sufrimiento "en" Dios?
Al abordar teológicamente el problema de Dios, los actuales conceptos de teología
trinitaria ocupan evidentemente el primer plano. ¿No pertenece al tratamiento
"específicamente cristiano" del problema de la teodicea, intentar darle una respuesta y
mitigarlo a base de argumentos de teología trinitaria, viendo el sufrimiento humano
como asumido y superado en Dios mismo, en la vida intratrinitaria? De Barth a Jüngel,
de Bonhoeffer a Moltmann, y por parte de los católicos ante todo en Urs von Balthasar,
se habla de que "Dios sufre", de sufrimiento en Dios. No estoy de acuerdo. Y explico mi
principal reparo: ¿no hay aquí demasiada reconciliación especulativa y gnóstica de
espaldas al sufrimiento humano? ¿no existe, especialmente para los teólogos, aquel
misterio negativo del sufrimiento humano que resulta inexpresable? Hablar del
sufrimiento de Dios ¿no es una duplicación sublime del sufrimiento y la impotencia
humanos?
En otros términos, ¿hablar de un Dios solidario que sufre con nosotros no será una
proyección de nuestro ideal de solidaridad? En todo caso, ¿no se lesiona aquí el
principio clásico de la analogía, que comporta una desemejanza mayor entre Dios y el
mundo? ¿el sufrimiento "en" Dios no llevará a una perpetuación del sufrimiento? ¿no se
cae en una universalización mítica del sufrimiento, que acaba truncando el impulso que
se opone a la injusticia? ¿y no se impone una encubierta estetización del sufrimiento? El
sufrimiento que nos hace gritar o nos deja sin palabra no conoce la grandeza ni es nada
sublime; su raíz es todo menos compasión solidaria; no es simplemente signo de amor,
sino mucho más indicio terrible de que ya nada se puede amar. Es aquel sufrimiento que
desemboca en la nada, cuando no se sufre a causa de Dios.
¿Y qué es de la cristología? No creo que la cristología obligue a la teología o la legitime
para hablar de Dios que sufre o bien del sufrimiento en Dios. Con Rahner me resisto a
equiparar la conciencia de filiación de Jesús de Nazaret respecto a su Padre divino con
las afirmaciones sobre el Hijo engendrado eternamente en el interior de la divinidad.
Pero entonces, ¿cómo puede la teología del Dios creador, a la vista de las situaciones
que en su creación claman al cielo, conjurar la sospecha de apatía? ¿no dice Juan
lapidariamente "Dios es amor"? ¿cómo hacer justicia a esa afirmación bíblica sin un
Dios que sufre "con" su creación transida de sufrimiento? Ciertamente, si los predicados
divinos se contemplan desde una perspectiva atemporal y luego se confrontan con las
injusticias del mundo que claman al cielo, todo se convierte en una flagrante
contradicción y acaba en cinismo o en apatía. No nos damos cuenta de que en las
tradiciones bíblicas todos los predicados divinos -desde la autodefinición de Dios del
Éxodo hasta el "Dios es amor" de Juan- llevan el sello de una promesa que legitima a la
teología y la obliga a hablar de la creación y del poder creador de Dios a la manera de la
teología negativa ("seré para vosotros el que seré"; "me manifestaré a vosotros como
amor").
Una teología sensible a la teodicea no intenta con esto huir hacia adelante, hacia una
escatología vacía que se pierde en un tiempo sin fin. No acata una oposición abstracta
entre escatología y ontología. Parte de la base de que todas las afirmaciones bíblicas
tienen una referencia temporal. No entre los presocráticos, sino dentro de la perspectiva
de la teodicea escatológica de la Biblia es donde hay que afrontar la cuestión epocal
sobre "el ser y el tiempo" y sobre la temporalización de la metafísica. Si así se hiciese,
resultaría fácil proporcionar una información más segura sobre la cercanía y la lejanía
de Dios, sobre su trascendencia y su "inhabitación", sobre el "ya" y el "todavía no" de
su salvación. Y sin embargo, pese a que, como queda dicho, todas las afirmaciones
teológicas tienen que ir provistas de un índice temporal, en teología apenas existe nada
tan poco elaborado como una auténtica comprensión del tiempo.
Mística del sufrimiento inherente a la experiencia de Dios
Terminaré indicando cómo concibo una experiencia de Dios y un discurso sobre Él que
no se desentienda del problema de la teodicea. La "pobreza de espíritu", de que habla la
primera bienaventuranza, es el fundamento de toda experiencia bíblica de Dios. La
mística bíblica se separa del mito, que conoce respuestas y ninguna pregunta
inquietante. Yo la denomino aquí de modo provisional una mística del sufrimiento a
causa de Dios. La encontramos en las tradiciones de plegaria: en los Salmos, en Job, en
las Lamentaciones y en muchos pasajes de los libros proféticos. La plegaria habla el
lenguaje del sufrimiento, de la crisis, de la protesta, del riesgo, del grito desgarrador. En
ese lenguaje no prima la respuesta que consuela del sufrimiento, sino la apasionada
apelación, que parte del sufrimiento y se dirige a Dios.
Un rasgo fundamental de la mística de Jesús está en línea con esa tradición. Su grito en
la cruz es el grito del abandonado de Dios a quien Dios nunca había abandonado. Jesús
permanece fiel a la divinidad de Dios; en el abandono de la cruz afirma un Dios que es
otro y de otra manera que el eco de nuestros deseos, que es más y diferente a la
respuesta a nuestras preguntas. Pero esa mística ¿es consoladora? ¿no es el Dios de la
Biblia consuelo de los afligidos, descanso de los que experimentan la angustia de la
existencia? Importa no desfigurar las promesas bíblicas de consuelo. Nuestra
modernidad secularizada no ha podido ni soslayar nuestro anhelo de consuelo ni darle
cumplimiento.
De ahí la oferta postmoderna de mitos como potencial de consuelo, que no deja de
llamar a la puerta del cristianismo. Urge, pues, que dejemos en claro el sentido bíblico
de consuelo. ¿Fue Israel feliz con su Dios? ¿fue Jesús feliz con su Padre? ¿hace feliz la
religión? ¿responde a las preguntas? ¿cumple los deseos, al menos los más ardientes?
Lo dudo.
Entonces ¿a qué viene la religión y la plegaria? Pedir una y otra vez a Dios es la
instrucción que Jesús da a sus discípulos (Lc 11, 1-13). Otros consuelos no los toma en
consideración. El consuelo de la Biblia no nos traslada a un mundo mítico de armonía y
paz, sin tensiones y sin preguntas. El Evangelio no es un ansiolítico, no es un medio
para que el hombre se sienta confortable. En este punto los críticos de la religión -de
Feuerbach a Freud- se equivocaron. La "pobreza de espíritu", raíz de todo consuelo, no
existe sin la inquietud mística de la interpelación.
En la recta final de su vida, Ro mano Guardini reconocía que "ningún libro, ni siquiera la
Escritura, ningún dogma, ningún misterio, ninguna "teodicea" y ninguna teología, ni
siquiera la propia, había podido dar respuesta a su pregunta: ¿por qué, Señor, de cara a
la salvación, tantos rodeos? ¿por qué el sufrimiento de los inocentes? ¿por qué la
culpa?".
La inquietud mística de la interpelación no procede de un culto a la pregunta típico de
los intelectuales y tremendamente lejano de los que sufren. No son las preguntas vagas,
pero sí las interpelaciones apasionadas las que pertenecen a aquella mística de la que
tendríamos que aprender, si es que queremos el consuelo auténtico. La mística bíblicocristiana
no es una mística de ojos cerrados, sino una mística de ojos abiertos, que nos
obliga a tener la más fina percepción del sufrimiento ajeno.
Notas:
1
El concepto de teodicea no se emplea aquí en el sentido neoescolástico de "theologianaturalis" o doctrina sobre las pruebas de la existencia de Dios, sino más
específicamente referido al problema de Dios a la vista del sufrimiento en la historia y
en el mundo. (Nota del traductor).
Tradujo y condensó: MARIO SALA
J.R. GARCÍA-MURGA
¿DIOS IMPASIBLE O SENSIBLE A NUESTRO
SUFRIMIENTO
Según nos cuenta su discípulo y colaborador Herbert Vorgrimler ("Entender a Karl
Rahner: Introducción a su vida y su pensamiento", Barcelona 1988,180-181), en una
entrevista y en el lenguaje coloquial propio de la entrevista, Rahner tachó de
gnosticismo la teología de Urs von Balthasar y Adrianne von Speir, e
independientemente de ellos, la de J. Moltmann. Tras reprocharles de especular sin
fundamento acerca de la divinidad afirmando que en ella existe la realidad del
sufrimiento, expresaba Rahner así su propio modo de pensar: "Dicho de una manera
simple y directa, para salir de mi miseria, de mi confusión y de mis dudas, de nada me
aprovecha que Dios -por volver a las palabras simples y directas- sea tan miserable
como yo. Lo que me sirve de consuelo es que, si Dios entra en esa historia, y en la
medida en que entra como en su propia historia, se inserta en ella de una manera
distinta. Porque yo estoy ya de antemano emparedado en estos muros de horror,
mientras que Dios -si es que esta palabra aún tiene alguna significación- es para mí en
un sentido auténtico, verdadero y consolador para mí, el Dios impasible". El artículo
de Metz que precede a éste está en la línea de Rahner. Por lo que se refiere a
Moltmann, su postura está expuesta en un artículo publicado en "Carthaginensia" que
SELECCIONES presentó en el número anterior a éste (n° 129, vol. 33 [1994] 17-24).
Tras el artículo de Moltmann, "Carthaginensia" (8 [19921657-659) publicó también
una carta "póstuma" a Rahner ("Vd. ya sabrá ahora más que antes y más que yo"). En
ella, entre otras cosas, escribe el teólogo de la esperanza: "¿Cómo puede ser el Dios
impasible Dios en un sentido consolador para Vd.? Quizás en el sentido de que en Dios
ya no hay sufrimiento, dolor ni llanto, y que nosotros anhelamos entre sufrimientos
dolores y gemidos la redención en él. Pero, sin duda, no en el sentido de que Dios está
a su vez "emparedado" en su impasibilidad, en su inmovilidad y en su indeseada falta
de amor".La controversia entre estos dos grandes teólogos de nuestro tiempo sirve de
telón de fondo y de punto de arranque para el artículo que presentamos a continuación
y en el que el autor, tras mostrar que no hay tal dilema entre un Dios impasible y un
Dios sensible, intenta una síntesis que ayude a comprender cómo podemos concebir la
"impasibilidad" de un Dios que en Jesucristo se ha querido involucrar en toda la
historia del sufrimiento humano.Dios sensible a nuestro sufrimiento desde la plenitud
de su felicidad, Carthaginensia 9 (1993) 315-326
CUESTIÓN DE FONDO
De la humanidad de Cristo a la intimidad de Dios
1. Rahner y Moltmann coinciden en la posibilidad de decir algo de la intimidad de Dios
a partir de la humanidad de Cristo, de ver el sufrimiento de Cristo como sufrimiento de
Dios.
a) Rahner realiza ese tránsito sobre la base de dos de sus aportaciones más
significativas. La primera, su famoso axioma: la Trinidad económica es la inmanente.
La "economía" es la sabia dispensación de la salvación a través de la historia, cuyo
lugar central es Jesucristo. De ella afirma Rahner que es el ámbito de la revelación, o
sea, de todo cuanto podemos saber de la vida íntima de Dios (Trinidad inmanente). Por
medio de Jesucristo, Dios ha vivido entre nosotros. ¿No ha de decirnos esta realidad
algo sobre la vida íntima de Dios?
La segunda aportación consiste en la fuerza con que Rahner señaló que la humanidad de
Jesucristo no es una máscara o un disfraz que oculta la intimidad del Hijo de Dios. La
palabra y los gestos de Jesús nos dicen algo no sólo de su conciencia humana, sino, a
través de ella, también de la persona del Verbo que se encarna y, por tanto, del mismo
Dios.
Sobre esta doble base se puede afirmar perfectamente que el sufrimiento de Jesús nos
dice algo del mismo Dios.
b) Moltmann realiza el tránsito de la humanidad a la divinidad de modo mucho más
directo. Él considera el acontecimiento de la cruz como el lugar por excelencia de la
revelación trinitaria. Al sufrimiento de Cristo ha de corresponder el sufrimiento de Dios:
"el Hijo sufre la muerte y el Padre sufre la muerte del Hijo con infinito sufrimiento de
amor".
2. Ambos teólogos matizan sus afirmaciones. Moltmann afirma el sufrimiento de Dios,
pero hace ver que éste no priva a Dios de su libertad ni de su felicidad. Rahner afirma la
inmutabilidad de Dios, pero hace ver que ésta no puede significar indiferencia ante la
suerte de los hombres.
a) Moltmann admite que la situación de Dios respecto al sufrimiento es distinta de la
muestra. Dios no está sometido al sufrimiento: un Dios sometido por necesidad al
sufrimiento sería incapaz de liberarnos de él. La diferencia entre el sufrimiento de Dios
y el de los hombres se halla en la libertad con que Dios se somete al sufrimiento. El
amor de Dios se entrega de tal forma que elimina libremente la alternativa de dejar de
sufrir por el amado.
Para referirse a la capacidad de Dios de sentir el sufrimiento humano habla Moltmann
de empatía divina. Psicológicamente, la empatía implica capacidad de sentir con la otra
persona, de entrar en su situación. Moltmann piensa que la empatía divina es
incompatible con su impasibilidad. Pero esto es discutible. Cargar con los problemas del
que le consulta no debe poner, por ej., al psicólogo en la misma situación de falta de
estabilidad del cliente, so pena de no poder ayudarle. Para ayudar a quien sufre una
situación es preciso sí compartirla y hacerse cargo de ella, pero juntamente conservar el
equilibrio personal que posibilite esa ayuda.
Más concretamente, concede Moltmann que en Dios ya no hay sufrimiento y que
nosotros anhelamos ser liberados de él.
b) También Rahner matiza al hablar de la inmutabilidad divina: Dios es inmutable e
impasible, pero también plenamente solidario con el hombre.
Si Rahner afirma la inmutabilidad divina es porque ve en ella la condición necesaria
para que Dios pueda salvarnos del sufrimiento, de la muerte y del pecado. Si estas
realidades negativas afectasen a Dios de la misma manera que a los humanos, Dios
sucumbiría ante ellas y los hombres no podrían alcanzar aquello a que aspiran: ser
liberados de cuanto se oponga a la felicidad, para la que han sido hechos.
Es cierto que tanto grandes filósofos (Platón, Filón de Alejandría) como teólogos (S.
Agustín, Pedro Lombardo) y la misma doctrina de la Iglesia han considerado la
inmutabilidad como un atributo de Dios. Dios no puede menos de ser inmutable, pues si
algo se le pudiese añadir o quitar, dejaría de ser Dios. Pero esa doctrina ha pesado
demasiado en la teología de manual y ha contribuido a ocultar una realidad que está
viva en todas las páginas de la Biblia y que responde a nuestros anhelos más profundos:
que Dios nos acompaña en nuestros sufrimientos y que es sensible a cuanto nos atañe.
Rahner es consciente de que, para salvarnos del mal, Dios tiene que dominar el vaivén
de la historia, pero juntamente debe ser sensible a nuestros sufrimientos. Su
inmutabilidad no puede significar apatía o indiferencia. Para conciliar ambos extremos
hace una afirmación audaz, pero profunda y rigurosa: "Dios, el inmutable en sí mismo,
se hace mutable en el otro" (Escritos IV, Madrid 1962, 149). Dios se ha hecho mutable
en la humanidad de Jesús. Lo que vemos y palpamos del Verbo de vida nos está
hablando del mismo Dios y de la manera como hemos de interpretar su inmutabilidad.
La inmutabilidad de Dios no puede entrañar insensibilidad. Cuando Jesús se acerca a los
enfermos, cuando orienta con su palabra a los que se hallan como oveja sin pastor,
cuando se aproxima a la mujer pecadora y evita su humillación, nos revela a su Padre.
Porque todos esos gestos de Jesús nos hablan de la ternura del Padre. La inmutabilidad
de Dios no puede significar indiferencia hacia lo nuestro. Y no se trata sólo de un acto
libre de amor. Es todo su ser divino el que asume en sí todo lo nuestro: Dios mismo en
su plenitud es plenamente solidario del hombre. Y si la plenitud implica felicidad, hay
que concluir que Dios es sensible a nuestro sufrimiento desde la plenitud de su propia
felicidad.
Inmutabilidad e impasibilidad como garantía de solidaridad
Inmutabilidad e impasibilidad no se oponen a la solidaridad de Dios. Más aún:
podemos pensarlas como el fundamento y la condición necesaria de la solidaridad
divina.
1. Inmutabilidad. a) Esta, si bien ¿Dios impasible o sensible a nuestro sufrimiento?
responde a la aspiración humana de encontrar descanso y constituye el componente de
estabilidad inseparable de la felicidad completa, no deja de producir efectos negativos
en la teología y en la espiritualidad, cuando se insiste unilateralmente en ella. Pues nos
manifiesta a un Dios separado, indiferente, un Dios muy distinto de la imagen que nos
proporciona de El la Biblia.
b) Por esto se impone cambiar el lenguaje de la inmutabilidad por el de la fidelidad. La
inmutabilidad del Dios de Jesucristo consiste en la fidelidad de su amor: es la
inalterable oferta de su amor, a pesar de la inconstancia que recibe como respuesta. El
seno del Padre se halla siempre abierto por el Amor: abierto al Hijo y a los hermanos
del Hijo, los hombres y mujeres de este mundo. En el Hijo estamos todos, cada uno
como es y como se encuentra. En el Hijo recibimos todos la ternura del Padre.
2. Impasibilidad. a) Aunque, a primera vista, resulta difícil comprender que Dios sea
impasible sin ser sensible, hay un sentido profundo de impasibilidad que lo logra: Dios
es impasible porque es invulnerable a todo lo que se opone al amor fiel que nos profesa.
Importa que quien se propone combatir la negatividad no sucumba a sus embates. El
médico que se expone a contraer la enfermedad de sus pacientes es admirable, pero si
procura permanecer inmune, podrá ayudar a más y más personas. Existe una
impasibilidad que es entereza de ánimo, integridad del ser, capacidad de resistencia a la
adversidad. El que la posee queda capacitado para acercarse al sufrimiento, a la muerte,
al pecado y combatirlos sin sucumbir él en la lucha.
b) Los humanos solemos carecer en gran medida de ese tipo de impasibilidad y nos
refugiamos en la impasibilidad de la apatía. Nos hacemos insensibles a la necesidad de
nuestro prójimo porque tenemos miedo de perder la cota de felicidad que hemos
alcanzado. Entre nosotros y las grandes necesidades de la humanidad interponemos el
cristal de la TV que nos hace fríos como él. Nuestra indiferencia ante el mal de los
demás, nuestra incapacidad de acercarnos al que sufre, se explica por nuestra falta de
amor y de entereza. Quienes de verdad se acercan al que sufre poseen equilibrio y
resistencia para no caer en el victimismo ni fijarse en el propio sacrificio. Por esto son
capaces de descubrir cuanto de humano y positivo hay en las situaciones de necesidad,
vivir en ellas con serenidad y aportarles remedio en la medida de sus posibilidades.
El sufrimiento de Cristo, expresión del sufrimiento de Dios
Pero hay más. Porque Dios nos dijo mucho más. No basta con afirmar que ni la
inmutabilidad ni la impasibilidad dejan a Dios indiferente. Ni basta con decir que
fundamentan su capacidad ¡limitada de cercanía. Es preciso que el mismo amor nos
llegue en una expresión adecuada a nuestra manera de ser. El amor que suscita la
correspondencia del amado se expresa de una manera concreta, penetrante.
Este problema de lenguaje se resuelve contemplando a Jesucristo en cruz: su
sufrimiento expresa de manera penetrante el amor del Padre. La negatividad no puede,
ciertamente, hallarse en Dios. Pero sí esa calidad específica del amor solidario que hace
que nuestro sufrimiento se halle en Dios y lo afecte de verdad, aunque no sepamos
como.
"Algo" más, mucho más, que la inmutabilidad y la impasibilidad, incluso tal como las
hemos interpretado. "Algo" que no puede ser menos, sino mas, que su misma expresión
en el sufrimiento de Jesús. Este nos habla de lo que Dios siente por nosotros. Pero lo
que en Dios corresponde al amor sufriente de Cristo es más, infinitamente mas, y nunca
menos, que ese amor.
Hemos abordado aquí una cuestión que reclama la atención teológica y un gran esfuerzo
de investigación. La ventaja del lenguaje de Moltmann reside en su carácter concreto,
en afirmar de Dios lo que afirmamos del sufrimiento humano solidario y en insinuar el
"mucho más" sin desdibujar la fuerza de penetración de lo concreto. Poner a Dios a
nuestro nivel equivale a considerarlo como Dios de lo humano.
El lenguaje católico de la analogía, que emplea Rahner, con su insistencia en la teología
negativa o apofática y en la superación de todo lo que tenga visos de antropomorfismo,
desemboca en un "no saber" acerca de Dios, que en ocasión puede producir la impresión
de lejanía o indiferencia por parte de Dios. Pero se trata de un lenguaje imprescindible
para expresar la grandeza inconmensurable de Dios, que se encuentra más allá de toda
expresión. En último término, es el hombre quien ha de estar en función de Dios y no
Dios en función del hombre. La gran aportación de Rahner a la teología católica ha sido,
sin duda, su insistencia en la índole misteriosa, infinita e inefable de la divinidad.
II. ALGUNAS LECCIONES DE LA TEOLOGÍA DEL
SUFRIMIENTO
Descender para liberar vida
La teología del sufrimiento es teología de la kénosis de Cristo. Nos enseña a encontrar a
Dios en los lugares donde la vida se halla impedida, que es donde El se hace presente.
La cruz es el lugar por excelencia de la revelación de Dios. Aquel "Dios es amor" no se
deduce de sutiles argumentos metafísicos, sino de la contemplación de Jesús en cruz.
Dios descendió a las zonas oscuras de la humanidad -sufrimientos, fracasos, amarguras,
pecados- para sentir lo nuestro como cosa suya.
En una civilización de indiferencia al sufrimiento ajeno, Dios nos enseña a descender
con Él a los lugares donde la vida se halla impedida, para sentir como nuestro el mal del
otro. Hay que desterrar el miedo al sufrimiento que sea condición de amor. Acompañar
al que sufre significa asumir la cruz de la solidaridad, no para dejarnos vencer por el
sufrimiento o la negatividad, sino para insertar en ellos la serenidad del amor. Se trata
de estar junto al que sufre, sin asustarnos de nuestra incapacidad y sin retroceder a causa
de nuestros miedos. Es Dios quien salva, no nosotros.
Traducir a la práctica esas actitudes exige a veces grandes renuncias, por ej. el abandono
de la propia cultura para encontrar a los prójimos más desamparados en sus sufrimientos
cotidianos desde la humilde aceptación de nuestros propios sufrimientos.
Teología del sufrimiento como camino de salvación
Dios ha convertido nuestras negatividades en camino de salvación. No nos salva
mágicamente del sufrimiento. Nos salva en el sufrimiento. De Jesús se afirma que
"sufriendo aprendió a obedecer y, así consumado, se convirtió en causa de salvación"
(Hb 5,9; véase 2,10). Este es también nuestro camino. Hay una manera de sufrir que
contribuye a que crezcamos como hijos, a que nos abramos a la acción de Dios en la
actitud de receptividad propia del hijo que todo lo espera de su Padre.
Ante el sufrimiento, siempre injusto para un ser, como el hombre, hecho para la
felicidad, hay que exclamar, como Jesús: "¿Por qué me has abandonado?" (Mc 15,34).
Pero también, como él, renunciando a comprender, hay que confiar. Con su entrega en
manos del Padre (Lc 23,46), acaba Jesús adentrándose más en el misterio de ese Abbá,
Padre.
Teología de la esperanza
Un sufrimiento que imite el de Jesucristo nos abre a la esperanza. Porque los cristianos
no somos masoquistas: no amamos el dolor por el dolor. Convertido por el amor, el
sufrimiento nos proporciona todo un conjunto de bienes. El primero de estos bienes es
la gloria de Dios. Porque en la cruz el Padre es glorificado junto con el Hijo. En ella
resplandece el amor del Hijo que se entrega por nosotros y el amor del Padre que
entrega al Hijo y se hace solidariamente presente.
También los hombres -hijos en el Hijo- estamos llamados a dar gloria a Dios mediante
el amor solidario hacia quienes comparten nuestra peregrinación. Este amor produce sus
primeros efectos de paz y serenidad en la comunidad cristiana que lo atestigua. La
omnipotencia de Dios se muestra en el amor crucificado y acabará triunfando de todas
las negatividades. Pero, para el ejercicio concreto de ese amor, necesitamos la sabiduría
de la cruz, con la que sólo nos connaturalizamos a través de la contemplación y de la
práctica.
La teología de la cruz nos invita a penetrar en la espesura de esta vida, manteniendo
siempre abierto el horizonte de nuestra esperanza. Se trata de incorporarnos al doble
movimiento, descendente y ascendente, del amor. Sólo el Espíritu Santo, Amor en
persona del Padre y del Hijo, puede enseñarnos a vivir de este modo.
Condensó: TOMÁS CAPMANY
JUAN A. ESTRADA
¿DESDE EL SUFRIMIENTO ENCONTRARSE CON DIOS?
En la vida humana el mal –en todas sus formas- es una realidad. Aceptar esa realidad -no rebelarse contra ella- resulta razonable. Equivale a aceptar la limitación –la contingencia- de la existencia humana. Y, sin embargo, aun aceptado como una realidad, el mal no deja de ser un problema. Sobre todo para el creyente. El dilema «Si existe el mal, o Dios no es todopoderoso o no es bueno» ha atormentado a no pocos filósofos y teólogos y a multitud de creyentes. Selecciones condensó un interesante artículo de Torres Queiruga sobre dicho problema (ST 149, 1999, 18-28). Juan A. Estrada ha publicado en el libro La imposible teodicea. La crisis de la fe en Dios (Madrid 1997) un profundo estudio sobre el tema del que en el presente artículo presenta la líneas maestras. ¿Desde el sufrimiento encontrarse con Dios?, Communio 32 (1999) 103-115.
¿Por qué Dios lo ha permitido? Ésta es la pregunta que surge ante el mal y en especial ante el sufrimiento humano. O Dios no puede evitar el sufrimiento que permite y entonces no es omnipotente o bien puede evitarlo, pero no quiere, y entonces ¿cómo puede decirse que es bueno? Esta disyuntiva es la roca fuerte de la increencia.
¿Cómo hacerla compatible con Dios? La pregunta ha preocupado a la teología judía y cristiana a lo largo de los siglos. Pese a haberse ensayado diversas soluciones, el problema más que aclararse se ha agravado. Pues se han creado imágenes de Dios que lo han complicado. En buena parte, el ateísmo es una reacción humanista ante esas imágenes. Más vale no creer en Dios que aceptar concepciones que cuestionan su bondad y/o su omnipotencia. Veamos cuáles son esas imágenes, cómo, con toda razón, el ateísmo protesta contra ellas y cuál ha de ser la auténtica respuesta cristiana al problema del mal.
Dimensiones de la experiencia del mal
Hay que clarificar qué entendemos por mal. Existen tres clases o maneras de entender el mal, que responden a experiencias humanas: 1.El mal físico, o sea, el mal causado por las leyes naturales y que producen dolor o sufrimiento en el ser humano. Así, los desastres naturales, la enfermedad, los accidentes, el desgaste físico, etc. Ante muchos de esos males nos sentimos impotentes. Reaccionamos resignándonos o dando gracias a Dios por habernos librado de ellos. Pero ¿y las 246 Juan A. Estrada víctimas que no han podido escapar de ese mal? No son ni peores ni mejores que nosotros y, no obstante, no se han librado.
2. El mal moral: el que resulta de la acción humana y la maldad. El ser humano es el animal más destructor que conocemos, capaz de lo mejor y de lo peor. Parece que al bueno las cosas le van mal y que, en cambio, el malvado triunfa. La pregunta surge: ¿dónde está Dios? Y no hay respuesta.
3.El mal metafísico, es decir, la imperfección de la creación, de las leyes naturales y de la vida humana, que culmina en la muerte. Si, para algunos, la muerte podría ser considerada como una liberación, en realidad es un mal potencial para todos. Si se vive una vida llena de gratificaciones, la muerte es anti-vida, sobre todo porque acaba con las relaciones interpersonales. ¿Qué queda de tanto amor que ha dado sentido a nuestra vida, de personas que han enriquecido nuestra vida? La muerte rompe nuestras vinculaciones y nos vence siempre. Y si la vida ha sido malograda y sin sentido todavía es peor. Porque ya no habría más que esperar: la vida, vivida como un infierno, quedaría absolutizada para siempre. Hubiera sido mejor no haber vivido. Estamos condenados a morir, pero nos rebelamos. Somos unos seres finitos ansiosos de infinitud, unos seres mortales sedientos de inmortalidad. Somos humanos, pero buscamos a Dios. Y Dios y el mal son incompatibles. La muerte es el último enemigo. Experimentamos todas estas dimensiones del mal y nos rebelamos contra ellas. Nos negamos a aceptar que el mal físico y moral y que la finitud o contingencia sean lo último. Percibimos que triunfan la injusticia, la mentira, el mal. Pero nos aferramos a la vida, a la justicia y al bien. ¿Cómo mantener la fe y la esperanza, cuando experimentamos el mal?
Algunas respuestas tradicionales
La tradición bíblica parte de una concepción providencialista de Dios. Todo proviene de Dios: el bien y el mal. De ahí surge la teoría de la retribución: Dios premia a los buenos y castiga a los malos. Según esto, al bueno debería irle bien y al malo, mal. Pero no es así: la experiencia muestra lo contrario. El libro de Job pone de manifiesto esa teología que los hechos desmienten.
Los amigos de Job son los representantes de esa teología que ofrece respuestas inaceptables a preguntas inevitables. Repiten: ¡has pecado y Dios te castiga! Y esto sin tener el menor indicio de ese pecado. ¡Cuántas veces hace lo mismo la teología! Los amigos de Job se equivocan por partida doble: pretenden salvar a Dios a costa de Job. Pero Job no acepta el planteamiento. Apela al mismo Dios. Y Dios le da la razón. No necesita que haya quien, para defenderle, se cargue al hombre. Esto hay teologías que, como los amigos de Job, no lo han aprendido. Y hay una segunda equivocación: detrás de cada sufrimiento hay un pecado que satisfacer. Esto sucede también en la experiencia humana. Todo el mundo busca un culpable a quien responsabilizar de lo que sucede. No se les ocurre que acaso nadie tenga la culpa.
La teología cristiana dio continuidad al esquema pecado-castigo con el pecado original. San Agustín hizo del mito de Adán y Eva una historia real: historificó el mito. Y mitificó la historia: hizo de ella una serie de castigos por el pecado de nuestros primeros padres. El mal sería, pues, una consecuencia del pecado. Al hacer responsable al ser humano de los males que acontecían salvó teóricamente la justicia de Dios. Pero agravó el sufrimiento al añadirle la culpa. En el fondo se mantiene un Dios inmisericorde que castiga el pecado de los padres en los hijos. ¿Cómo hablar de misericordia con un Dios tan obstinado en su revancha? La teología del pecado original debe ser replanteada.
El problema se agravó con la cristología de la satisfacción de San Anselmo. La diferencia infinita entre Dios y el hombre hace que éste no sea capaz de satisfacer ni reparar la ofensa hecha a Dios. La encarnación del Hijo de Dios obedece a la doble exigencia del honor ofendido que exige reparación y de la incapacidad humana para satisfacer. Con su muerte en cruz, el Dios encarnado paga la deuda.
Textos aislados de Pablo y de la carta a los Hebreos sirvieron para justificar esa concepción teológica de un Dios que sólo se aplaca con sacrificios. De ahí una religión basada en el sacrificio y la expiación. Abraham es exaltado porque está dispuesto a sacrificar a su hijo y no por abrirse en la fe a la revelación de un Dios que no quiere sacrificios. Para estas teologías, el cristianismo es, ante todo, una religión de sacrificios y obediencias, hasta llegar a la obediencia del entendimiento: aceptar lo que ni vemos ni entendemos cuando lo dicen los representantes de Dios. Es el triunfo del credo quia absurdum ( creo porque es absurdo) de Tertuliano. Es contra esa imagen de Dios contra la que ha protestado el ateísmo. Otra vía de salida fue la racionalista. Se echó mano de la definición agustiniana del mal como ausencia de bien. Es una verdad a medias, que, en todo caso, sirve de poco cuando el mal es experiencia concreta. Es verdad que un mundo creado no puede ser perfecto. Y tienen razón los que defienden la autonomía de la creación contra el intervencionismo divino, que violaría la obra de la creación. Pero las preguntas permanecen.
Para los cristianos, la creación tiene un sentido. No es fruto del azar, sino de la providencia divina. Y está al servicio del ser humano. Pero ¿no podía la creación ser menos mala? ¿no podría haber menos sufrimiento en una creación diferente? No sabemos cómo puede ser un mundo perfecto. Pero conocemos imperfecciones evitables, para que fuera menos malo. El mundo en que vivimos se nos antoja incompatible con un Dios poderoso y que ama al ser humano. Surgen preguntas que alcanzan al mismo Dios. Nos preguntamos por el origen y significado del bien y del mal y buscamos hacer compatibles a Dios y al sufrimiento humano. Hemos de reconocer que la religión no tiene respuestas para todas las preguntas. No comprendemos por qué hay tanto sufrimiento ni entendemos por qué tarda tanto el Mesías en volver para acabar con el mal. No comprendemos, pero no nos resignamos. Es toda la creación la que gime esperando la redención final (Rm 8,22).
La racionalidad del ateísmo
La consecuencia que el ateísmo saca es la siguiente: olvidémonos de ese Dios y concentrémonos en el hombre. El malestar que produce una creación con mal lleva al rechazo de un Dios creador y providente. El ateísmo defiende aquí la dignidad humana contra un Dios malo indiferente y vengativo. Prefiere optar por el hombre –finito y ambiguo– pero capaz de bien: hay que concentrarse en luchar contra el mal y no en teorizar sobre él. En «La peste» de Camus, el médico que lucha contra la peste es el auténtico redentor, y no el sacerdote que reza, acepta y calla.
La lucha contra el mal es lo único válido de la religión. Se trata de luchar y de transformar. Sólo así puede la religión ser aceptada por el ateo como un humanismo extrapolado, válido en cuanto suscita la protesta contra el dolor y lleva a combatirlo. De ahí, «El ateísmo del cristianismo» que propugnaba Bloch: la exaltación del héroe rojo que muere por la humanidad futura, sin esperar redención alguna. Hay grandeza en esa solidaridad que se basa en la dignidad del hombre, querida por sí misma. La teología ha estado ciega en no ver que ese ateísmo es un humanismo y que hay en él un compromiso envidiable para muchos creyentes, más rezadores que luchadores contra el mal. El rezo puede ser una coartada para la falta de compromiso. Sin embargo, también ese humanismo debe ser consciente de sus límites. Hay que rechazar filosofías de la historia que defienden el sentido del progreso y de las luchas políticas como respuestas válidas al problema del mal. La historia carece de sentido en sí misma. El progreso es ambiguo y el bienestar futuro no puede responder a la pregunta que surge de Auschwitz, de Hiroshima o de la conquista colonial. No hay futuro para las generaciones que fueron exterminadas en la historia. Si no hay Dios, nadie puede ocupar su lugar y permanece el sin sentido de la vida de tanta gente que no tiene nada ni nadie en quien esperar. Hay que asumir el luto por los vencidos de la historia, tomar distancia de un progreso que es promesa y amenaza a la vez. En última instancia, el hombre sería una pasión inútil, un deseo imposible de ser Dios, de amar más allá de la muerte y de reivindicar justicia ante tantas víctimas inocentes.
Algunos, como Horkheimer, dan un paso más. Ante tanto mal, no podemos afirmar a Dios, pero tenemos que vivir como si existiera. Para que no triunfe el verdugo sobre la víctima, para que no desfallezcamos en la lucha contra el mal, hemos de vivir como si Dios existiera. No podemos afirmarlo, pero sí desearlo, esperarlo y buscarlo. Abiertos al deseo, pero sensibles a la impugnación, viendo el sentido de la fe, pero sin caer en el dogmatismo de la creencia; receptivos a la duda, pero aferrándonos a una esperanza en Dios que nos permite crecer y vivir, y nos mantiene vigilantes contra el mal. Ese talante humanista es el que impide que la religión se convierta en un sistema cerrado. El fanatismo no es sólo posible en la religión. Hay que dejarse inquietar por «el otro», sin aferrarse a unas convicciones inasequibles a la duda y a la pregunta. Precisamente la experiencia del mal cuestiona todas las creencias. Es la pregunta que desborda y que debe abrirnos a los otros. El ateísmo que dialoga con la religión y viceversa es el que tiene más futuro.
De la teodicea a la lucha cristiana contra el mal
¿Por qué es el mundo como es? ¿Por qué hay tanto mal? ¿Cuál es su origen y significado? El cristianismo no tiene respuestas convincentes a estas preguntas. El cristianismo no pretende tanto satisfacer nuestra curiosidad cuanto ofrecernos medios para afrontar el mal. La pregunta de Lutero «Cómo encontrar a un Dios que pueda salvarme» es constitutiva del creyente. Lo que busca el cristianismo es salvación, fortaleza, alternativas al mal y no clarificaciones teóricas, por importantes que sean.
Es en este contexto en el que se enmarca el anuncio de la llegada del Reino por parte de Jesús. Está en línea con la expectativa mesiánica judía de un tiempo en el que no rija el homo homini lupus (el hombre es un lobo para el otro hombre) para vivir una fraternidad humana de dimensiones cósmicas. La promesa de salvación es la otra cara de la experiencia del mal. Es también una forma de afrontarla y superarla.
Jesús es el enviado de Dios como el anti-mal por excelencia que irrumpe en la historia. El anuncio a los pobres y pecadores es el reverso de la denuncia de aquella religión que antepone las leyes religiosas a la salvación del hombre. Hay que luchar contra el mal en sus diversas manifestaciones: corporales y espirituales, personales y colectivas, puntuales y estructurales. En Jesús no hay la menor legitimación del mal. Rechaza el esquema culpa-castigo. A diferencia de otros escritos bíblicos, no hace alusión alguna al mal como prueba. Para él, Dios se alegra cuando el mal es vencido. Su vida es una lucha continua contra el mal integral. No quiere salvar almas, sino personas. Y, sin embargo, el mal alcanza la historia de Jesús, que se integra en la de los vencidos. Jesús pasó haciendo el bien, pero acabó mal. Dios no hace nada para evitar el trágico fin de Jesús. El grito desesperado «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» y el silencio de Dios hay que tomarlos en serio. Dios no hace nada, no interviene, deja a Jesús afrontar en solitario su destino. Está solo ante Dios, él mismo y los demás.
El cristianismo no evade la problemática del mal, sino que la radicaliza. El mensaje de la cruz es claro: el que pretenda relacionarse con un Dios que le evite el mal en la vida, que «le saque las castañas del fuego», debe buscarlo en otro lado. Estamos solos. Somos los agentes de la historia, sin que podamos esperar intervenciones divinas que conjuren el mal. Se acabó el Dios intervencionista que milagrosamente rompe las leyes de la naturaleza y de la historia para amparar a sus protegidos. La relación con Dios no sirve directamente para evitar el mal. Al contrario, el que viva y actúe como Jesús tendrá que afrontar un mal suplementario, ya que habrá quien, como en el caso de Jesús, lo inmolará creyendo dar gloria a Dios.
Aunque haya personas que rompen con Dios cuando acontece una desgracia, lo cierto es que el Dios cristiano no sirve para evitar el mal. En el caso de Jesús, lo novedoso no es el mal –la cruz-, sino la forma de abordarlo. El sufrimiento no le deshumaniza ni endurece. Muere como vivió: perdonando a los que le hicieron el mal, alentando al buen ladrón y preocupándose del futuro de su madre. El «Jesús para los demás» que nos presentan los Evangelios es coherente en la vida y en la muerte. Murió como vivió, haciendo del mal una experiencia enternecedora, que suscita solidaridad y cercanía, en lugar de amargura, crispación interna y despecho.
Respecto de Dios, no hay acusación. A diferencia de Job, no le emplaza. Expresa su abandono. Deja sentir su miedo al dolor y pide que se evite («pase de mí este caliz»). Pero acaba aceptándolo («En tus manos encomiendo mi espíritu»). Nunca sabremos cuáles fueron sus vivencias más íntimas. Sólo nos quedan los testimonios de cada tradición, que nos permiten captar hasta qué grado experimentó el dolor y confió en Dios. Nunca el hombre ha sido más imagen y semejanza divina que en el crucificado fiándose de un Dios ausente.
Ni sabe ni comprende. No duda de que Dios es amor. Se fía de él. Su fe es la del hombre que, sin esperar nada material del creador, sigue afirmándolo y esperando. No existe la búsqueda de un Dios milagrero al servicio de las expectativas humanas. Es la fe pura, gratuita, cimentada sólo en la convicción del amor divino, presente en la experiencia del mal. No encontraremos mayor gratuidad en la relación con Dios ni mayor trascendencia, ya que no hay aquí utilitarismo alguno, sino fe, esperanza y amor.
Aquí se encaran la locura de la fe y la racionalidad del ateísmo. ¿No es insensato seguir esperando y creyendo en un Dios que no aparece? Es la pregunta del no creyente al que tiene fe. Tampoco aquí es posible una fe que no se deje interpelar, que no deje el menor margen a la duda. Ya no se ¿Desde el sufrimiento encontrarse con Dios? 251 trata de «los mínimos» de la respuesta atea, sino de «los máximos » de una entrega que raya en la locura. Y en este contexto irrumpen los discípulos afirmando que Dios ha resucitado a Jesús, es decir, que Dios estaba con él. La resurrección aparece como el comienzo de la nueva creación. Ya no es la muerte lo último para la vida humana. Es posible esperar. Es un triunfo contra el mal, cuando éste había incuestionablemente vencido. La dignidad del hombre se afirma ahora más allá de la misma muerte. Es posible la esperanza para las víctimas de la historia. Hay que perder el miedo a la muerte. Y vivir y morir como Jesús.
Naturalmente, es una afirmación impugnada. Afirma demasiado. Y está en juego el sentido mismo de la historia y el valor de la vida humana. De ahí que, ya desde el mismo anuncio de la resurrección, surgiesen dudas y resistencias entre los mismos discípulos de Jesús. Es normal. Lo ilógico es que esta fe se haya mantenido, que perdure a través de los siglos y que siga conservando un gran poder de fascinación y plausibilidad. Es Jesús el que la hace convincente. No sabemos si Dios existe, aunque lo creemos. En todo caso, hombres como Jesús lo hacen necesario. Jesús y los que viven como él merecen que Dios exista. Si Dios existe, es bueno y es omnipotente. Hay coherencia entre un Jesús afirmando a Dios sin pedir nada a cambio y el anuncio de un Dios que resucita a los que mueren así. Pero las preguntas permanecen. Sigue habiendo dolor, injusticia y muerte. El mal sigue siendo un enigma. Lo que queda claro es que Dios no quiere el mal ni lo permite ni lo usa para castigarnos.
El mal es lo que no debe ser. De ahí que la respuesta más auténtica sea la lucha contra el mal. Cierto que para ello no hace falta ser creyente. Basta la dignidad humana y la solidaridad con los que sufren. Y esto es común a cristianos y ateos. No obstante, el cristianismo ofrece motivos para luchar y para esperar más allá de la muerte. Es mucho y poco. Pero es la propuesta de una religión mayor de edad, que nunca quita el protagonismo al hombre para dárselo a Dios. La gloria de Dios es la vida del hombre. Y la felicidad humana es tener experiencias de Dios, a pesar del mal. Esta es la propuesta cristiana, su interpelación al humanismo ateo, compañero inseparable de viaje.
Condensó: JORDI CASTILLERO
El bien viaja a paso de tortuga. Quienes quieren hacer el bien no son egoístas ni se apresuran, saben que inculcar el bien a los demás requiere tiempo.
MAHATMA GANDHI
JOSÉ SALGUERO
LA CAUTIVIDAD DE BABILONIA Y LA
ESPIRITUALIDAD DEL DOLOR
La cautividad de Babilonia fue una época fecunda en transformaciones religiosas por
parte de Israel. Aquí se analizan las referidas al dolor. En él es donde la religión logra
su dimensión interior g de donde los «anawim» o «pobres de Yahvé» sacan su
espiritualidad. En estos procesos juegan un papel de primera línea los profetas: ellos
han sido los primeros en vivir en carne propia la lección que Dios ha querido dar a su
pueblo; por ello pueden constituirse. en guías g ejemplares.
Finalidad del dolor según el Antiguo Testamento, La Ciencia Tomista, 90 (1963) 369-
395
LA TRANSFORMACIÓN DE ISRAEL
Antes del destierro
Antes del destierro el dolor es considerado como una pena medicinal y vindicativa, pero
no como expiatoria. Ante los frecuentes pecados de Israel, Dios envía castigos. Estos
castigos tenían finalidad medicinal. Sin embargo, llega un momento en que la apostasía
es tan general en la nación, que Dios anuncia un desastre terrible en el que parece
haberse ofuscado el aspecto medicinal para aparecer sólo el de vindicación: la
destrucción del pueblo. Sin embargo, Yahvé es fiel a sus promesas, y detrás del anuncio
del desastre deja entrever un rayo de esperanza: Dios conservará un Resto escogido del
que hará brotar el nuevo Israel, un Israel purificado.
En el destierro
Llegó el destierro, y en su corta duración (587-538) se operó una honda transformación
en Israel. El hundimiento de las estructuras políticas nacionales impulsó a poner la
religiosidad en algo más profundo y espiritual, en un contacto más vivencial con Dios.
La nueva religión será la de una comunidad, de una "iglesia", casi totalmente desligada
e independiente de los cuadros nacionales. De este modo, bajo las ruinas del Israel
político comenzó a surgir un Israel nuevo.
En este resurgir religioso tuvieron gran importancia los escritos sagrados del pasado,
que los cautivos habían llevado consigo y que en aquellos momentos de persecución y
de desaliento eran escrutados en busca de fe y de consuelo. Sin embargo, el papel
principal de la resurrección religiosa de Israel hay que asignarlo a los profetas: Jeremías,
cuyas profecías leyeron, releyeron y copiaron los desterrados; Ezequiel, que, viviendo
entre los mismos exilados, dedicó toda su vida a la conversión de ellos; y el Deutero-
Isaías, que evidentemente se dirige a los desterrados anunciándoles un retorno glorioso.
Así se fue formando, en medio de la indiferencia general de los restantes israelitas, un
grupo, un pequeño Resto, de almas fieles y dóciles, cuyo único deseo era servir a Dios
en plena conformidad con las directrices que les dictaban los profetas.
En este pequeño Resto es donde va a operarse la transformación en y por el dolor. En un
primer momento se vive aún del colectivismo preexílico: el pecado es algo nacional, y
el pueblo entero ha de sufrir las consecuencias. Pero tras el hundimiento de la
religiosidad nacionalizada, se abre paso el individualismo religioso: sólo el individuo
que peque ha de ser castigado (Ez 3, 16-21; 18; 33,1-20). Pero entonces ¿por qué los
justos sufren el destierro al igual que los impíos?
Un primer intento de solución lo da Ezequiel: mediante estos sufrimientos los justos
pagan por sus propias faltas y obtienen de Dios ser el pequeño Resto de donde saldrá el
nuevo Israel. (Ez 18; 36,2428).
La solución más importante la da la segunda parte de Isaías (40-55). Los sufrimientos
de los justos son considerados como el rescate por el pueblo culpable. Mediante los
sufrimientos expían el pecado de la nación culpable, y hacen que la hora de la salvación
se acerque. El vaticinio del Siervo de Yahvé (Is 52,13-53, 12) es la expresión más
sublime de esta idea. Pero también en otros textos se dice lo mismo de los justos,
aunque de una manera mucho más restringida (Is 40;2; 41,8-20; 44,1-5).
En la tercera parte de Isaías (5666) las pruebas de los justos ya no son consideradas
como el medió por el cual obtendrán salvación los pecadores; sino que acelerarán la
intervención divina tanto para misericordia como para juicio (Is 65). Estas ideas tendrán
gran importancia para el desarrollo ulterior del pensamiento judío (Neh 9,637).
Después del destierro
Vueltos del destierro, los israelitas continúan divididos en dos mundos: los malos
israelitas que se adaptan a todas las situaciones sin abandonar su mal camino, y el grupo
de almas escogidas que expían y se someten a Dios. A veces estos últimos, los anawim
(que literalmente significa humillado, deprimido, pequeño) parecen sentir en lo más
profundo de su alma una crisis de fe, al ver cómo los impíos prosperan y gozan,
mientras que ellos se ven material y espiritualmente ahogados (Mal 3,13 ss; Sal
73,3,ss.); de un lado están los impíos, los orgullosos, los honrados del mundo (Sal 10,
11), y del otro están los despreciados de todos, los que no cuentan nada ante el mundo.
A los sarcasmos de los malvados, responden las maldiciones de los anawim. Esta
situación se manifiesta claramente en los oráculos de la tercera parte de Isaías (56-66).
En este contexto sociológico la aportación de las dos últimas partes de Isaías resultará
liberadora, y fructificará en la figura de los anawim que los salmos postexílicos van a
trazar.
En primer lugar no se sentirán en una pasividad impotente frente a la oleada de
infortunios que los arrasa: por sus sufrimientos expiarán por los demás, y con sus
oraciones podrán acelerar la hora de la misericordia (Is 63,7-64,11; Sal 78; 105; 106;
136; Neh 1,5 ss; Esd 9,6). Esto significa que al que sufre ya no se le ha de considerar
como un ser maldito de Dios y castigado por sus pecados. Todo lo contrario. El
humilde, el pobre, el desgraciado viene a ser el predilecto de Dios. A éstos se les abrirá
el festín mesiánico (Is 25,6-8; 55,1-6; 65,13 s; Prov. 9,1-6). Dios se complace en habitar
en medio de ellos: "Yo habito en la altura y en la santidad, pero también con el contrito
y el humillado, para hacer revivir los espíritus humillados, y reanimar los corazones
contritos" (Is 57,15).
Dios les muestra su complacencia, porque en su obediencia, su humildad, su total
entrega en manos de Dios ante la adversidad, están siempre dispuestos a acatar su
voluntad: "Mis miradas se posan sobre .los humildes, y sobre los de contrito corazón"
(Is 66,2).
En muchos Salmos trabajados y adaptados con vistas a la liturgia del segundo Templo,
podemos contemplar la multitud de los anawim. Son el Resto de que nos habla
Sofonías. Son los que -según el Salmo 34- "temen a Yahvé", "los que le buscan", "los
que se refugian en Él", "los afligidos de espíritu y los de corazón contrito" (v. 8-11,
16,19). Los malvados les persiguen y les hacen sufrir; pero ellos, en lugar de protestar y
rebelarse contra la mano de Dios que les hiere, como lo hace Job, se someten a su
voluntad y le obedecen. Son los "fieles", "los íntegros", "los irreprochables", "los que
confían y esperan en Yahvé" (Sal 37, 9, 18 ss).
Más aún, el Siervo de Yahvé, el modelo que tratarán de imitar las almas justas, tiene
como misión convertir a Dios las almas de buena voluntad, cualesquiera que sean; por
esto, los hombres piadosos de la comunidad judía se habían habituado a descubrir en sus
propios sufrimientos designios divinos da salvación universal (Sal 22). En efecto, los
sufrimientos de un miembro cualquiera del pueblo de Dios son como un reflejo y una
prolongación de la pasión del Siervo de Yahvé. De la lectura de la tercera parte de Isaías
y del Salmo 22 (y otros), cuyo fondo histórico parece ser la comunidad postexílica, se
saca la convicción de que los miembros verdaderamente auténticos del pueblo de Dios
son aquellos cuyo destino reproduce el del Siervo de Yahvé: "mis miradas se posan
sobre los humildes, y sobre los de contrito corazón, que temen mis palabras".
De ahí se puede deducir con P. Volz que "la disposición fundamental de la piedad
posterior al destierro, es la contrición del corazón. No es esto una deficiencia, un signo
de menos valor, sino la expresión de la más profunda religiosidad, del conocimiento
más profundo de sí mismo y de la auténtica disposición para recibir a Dios".
Y cuando Dios, después de probar a sus fieles, vie ne por fin en su ayuda,, esa liberación
es para ellos una garantía de la implantación del reino de Dios sobre el mundo; no en
vano prolongan al Siervo cuyos sufrimientos obtendrán la instauración del Reino. La
liberación del justo que sufre, lo mismo que la liberación del Siervo de Yahvé (Is 53,11
ss) y de Israel de la cautividad babilónica (Is 40-55), será motivo de conversión de las
gentes; y servirá para el triunfo universal del monoteísmo. La segunda parte de Isaías
preludia la entrada de los paganos en la comunidad de los tiempos mesiánicos. Esta
preocupación irá entrando en el culto y en la religión judía de la restauración. El tema
misionero vendrá a ser una idea básica en los profetas postexílicos (ls 45,14 s; Sof 3,9s;
Zac 14,16s; Mal 1,11; Jonás 1,1). El premio que Dios reserva a su Siervo es un destino
glorioso, una posteridad espiritual, que, como él, se dedicará al servicio divino (Is
53,10); por esto mismo los justos que le imitan son sus testigos, pues anuncian al mundo
el testimonio que dio el Siervo como agente de la liberación mesiánica.
En suma, el dolor resulta ser el medio providencial para anudar una intimidad más
profunda entre Dios y el israelita fiel.
LOS PROFETAS, PRECURSORES DEL PUEBLO
Los profetas fueron los verdaderos animadores de la transformación espiritual de Israel
(exílica y postexílica), porque, antes, ellos habían experimentado idéntico proceso; de
ahí que su ejemplo y su palabra llegaran a ser decisivos.
Dolor e identificación con Dios
En primer lugar, fueron los primeros en arrostrar el dolor. Su ministerio fue mal acogido
por el pueblo, y la persecución se cebó en ellos. Ya Moisés tuvo que sufrir grandemente
por las infidelidades de su pueblo (Ex 32,7-10; Num. 11,1-11, 14-15; 16). En tiempos
de Ajab los profetas de Yahvé fueron perseguidos a muerte por la reina Jezabel (1 Re
18,4 s; 19,2,10 s; 21,20). Los profetas escritores de los siglos VII y VIII a. C. fueron, en
su mayoría, famosos por sus sufrimientos. Los reyes, las autoridades, los falsos profetas
y sus mismos compatriotas les odiaban y perseguían. Amós, Oseas, Isaías, Jeremías
resultan nombres significativos a este respecto. Estudiemos más de cerca el caso de
Oseas, en el cual aparece una peculiaridad notable.
El profeta Oseas sufre las infidelidades de su esposa Gomer, y a pesar de ello persevera
en su amor lleno de ternura y de misericordia, ordenándose toda su solicitud en
enderezar de nuevo el corazón de su mujer. En su desgracia personal ha podido
descubrir Oseas, bajo la iluminación divina, una figura de las relaciones existentes entre
Dios y su pueblo. Israel es la esposa infiel que abandona a Yahvé su esposo, para
prostituirse con los dioses paganos. El sufrimiento de Oseas es inmenso porque se da
cuenta de que el adulterio de Gomer constituye sólo una parte de la infidelidad de Israel
para con Yahvé. Así, Oseas, el justo, sufre por los pecadores, sin poder desinteresarse
de ellos, porque su sufrimiento es como una participación del sufrimiento
experimentado por el mismo Dios, a causa de las infidelidades del malvado: el profeta,
que viene como a identificarse con Dios, sufre con Él a causa de las ingratitudes de
Israel, y Dios a su vez sufre en sus profetas. Este sufrimiento es el efecto de su amor
misericordioso para con los pecadores, amor que apunta veladamente hacia el Gólgota.
El profeta es un hombre destrozado por su misión, e incluso participa de ese dolor
misterioso que el pecado pueda causar en Dios.
Dolor e interiorización
El dolor lleva a la interiorización de la religiosidad. Este fenómeno lo hemos observado
ya en Israel, cuando caídos los cuadros nacionales ha de poner su espiritualidad, no en
ritualismos externos, sino en la contrición del corazón y en la actitud de abandono en la
mano de Dios. El mismo fenómeno de acercamiento a la intimidad divina se da en
Jeremías. Por este motivo, la figura de Jeremías será, durante muchas generaciones, el
santo ejemplar para el israelita fiel, y el Siervo de Yahvé podrá inspirarse también en él.
Jeremías fue el tipo perfecto del profeta que se sacrifica por su pueblo. Sufrió mucho de
los gobernantes, sacerdotes, falsos profetas, conciudadanos; tan grande y constante fue
la persecución que en ciertos momentos, llevado de angustia y amargura, Jeremías
prorrumpe en lamentos, y maldice el día de su nacimiento (20,14 s; 7-8; cf. 15,10).
Pero, su mayor dolor fue sin duda interno: fue enviado para "arrancar, destruir y
exterminar" (1,10), para anunciar la ruina inevitable de Judá, lo cual constituyó para él
una tortura constante (4,19; 9,1 s; 23,9 s). En algunas circunstancias se rebela contra la
misión que Dios le ha encomendado (9,1; 20,9,14 s), pero el impulso interno le fuerza a
continuar (20,9; cf. 1,6; 6,11). Predica, exhorta, flagela y anuncia ruina que él no desea
(17,16); y a la vez intercede (como Moisés y otros profetas) por su pobre pueblo (7,16;
11,14; 14,11; 15,11; 18,20; Ex 32,32; Am 7;2-6).
Lo más importante en Jeremías es que el viacrucis de su vida hace surgir en él una
nueva religiosidad: perseguido, despreciado y rechazado por todos, fue
acostumbrándose a conversar continuamente con su Dios. Por eso, Jeremías puede ser
considerado como el padre de la oración: él fue el primero que comenzó a realizar ante
sus conciudadanos "el culto en espíritu y verdad". Esta interiorización de la religión iba
a ser providencial en vísperas del gran hundimiento nacional cuando, arruinado el
Templo, se iba a romper el lazo entre la religión y la nación.
Esta vivencia íntima la iba a expresar Jeremías en su anuncio de la Nueva Alianza
(3,31-34): en la Nueva Alianza, Yahvé obrará directamente sobre el corazón y la
voluntad de sus miembros (24,7; 32,39 s), y éstos serán hombres interiores que
pertenezcan por completo a Dios. Ya desde ahora Jeremías pide vivir más interiormente,
pues sabe que Dios escruta su corazón (11,20), que Dios da a cada uno según sus actos
(31,29 s), y que el pecado rompe la amistad con Él (2,5 4,4; 17,9; 18,12). Estas normas
espirituales, en las que Jeremías proyecta su propia vivencia religiosa, serán las que
intentará poner por obra el pequeño Resto, fiel en el exilio, y para ello le tomarán como
modelo viviente. La piedad profunda de Jeremías irá de este modo imponiéndose a los
desterrados; la nueva religión será más interior y espiritual; será la religión de la Nueva
Alianza (31, 31 s): un pactó interior que une al individuo con Dios. Dios lo concede
como un don que el hombre ha de explotar como un bien personal.
De esta manera, Jeremías ha proyectado en el futuro su propia experiencia espiritual, y
se convierte, en cierto sentido, en el punto de arranque de ese movimiento: renovador
que había de informar al judaísmo de después del destierro. Jeremías será en adelante el
anawim por excelencia, "el padre de los humillados", y sus escritos estarán presentes en
la literatura posterior: el Salmo 73, por ejemplo, bien pudiera considerarse como un eco,
como una especie de comentario de Jer 12,1-3; también el Salmo 4,2-7 es como un
mosaico inspirado sin duda en Jer 10,24; 17,14; 45,3; el Deutero-Isaías también usa a
Jeremías, al igual que Ezequiel, a quien se comprende mejor a la luz de ciertos pasajes
jeremíacos (Ez 36,25-28: Jer 31, 3134; Ez 18: Jer 31,29-30; Ez 16,62; 34,25; 37,26). La
figura de Jeremías irá creciendo a medida que vayan pasando los siglos (cf. 2 Mac
15,1216), hasta el punto que Renan escribirá: "sin este hombre extraordinario la historia
religiosa de la humanidad hubiera seguido otro curso". Él fue el primero que comenzó a
considerar la religión como una relación personal e interior con Dios, y esto tenía que
representar una ruptura en Israel: la religión y la moralidad, existentes en el pueblo,
parecían estar penetradas de puro formulismo externo, y la religión de Yahvé estaba
siendo ahogada por las instituciones nacionales. Jeremías concibe la religión del futuro
como personal e interior, y, sin embargo, dentro del cuadro nacional de Israel, porque el
fin de la Nueva Alianza será el bien de la nación, pero, dentro de ella, el de los
individuos.
Dolor y salvación del pueblo
El tercer aspecto surge ante el comprometedor dolor de los profetas. El dolor es
comprometedor, porque, según las teorías corrientes en Israel, Yahvé sólo envía dolores
a los pecadores; y si los profetas son perseguidos, señal es de que algún grave pecado
tendrán por el que merezcan de Dios tales castigos. Con todo, los profetas están seguros
de su inocencia y de la autenticidad de su misión divina: Amós siente que "habla
rectamente" (Aní 5,10), Isaías es purificado en sus labios y Yahvé le dice: "tu culpa ha
sido quitada y borrado tu pecado" (Is 6,7), Miqúeas se da cuenta de que está lleno del
poder del espíritu de Yahvé para manifestar a Jacob su trasgresión y su pecado a Israel
(Miq 3,8), Jeremías estaba plenamente convencido de su inocencia (Jer 11,19; 15,10 s;
18,19 s).
Tan ciertos están dé su inocencia que piden a Dios vengue los ultrajes que se les infieren
(Miq 7,7 s; Jer 11,20 s; 12,1 s; 20,11 s). Más aún, se llaman a sí mismos "los esclavos
de Yahvé", ya que son sus representantes y a Él pertenecen enteramente: "Yahvé nada
hacía sin revelar su designio a sus siervos los profetas" (Am 3,7). Pero, si eran los
"siervos de Yahvé", su dolor, como hemos visto en Oseas, no era por sus propios
pecados, sino una participación en el dolor mismo de Dios ante la infidelidad de su
pueblo: los profetas fueron los primeros en vislumbrar la profunda verdad del
sufrimiento de Yahvé ante la infidelidad de su pueblo, y ante este descubrimiento
aprendieron a ver sus propios sufrimientos bajo una luz nueva. En adelante el profeta
sabe que su sufrimiento como siervo de Dios es por la causa de su pueblo: por él
trabajarán sin descanso para conducirlo al arrepentimiento y así salvarlo de la
destrucción (Jer 11,19; 18,19 s).
De lo dicho se desprende que ya en los profetas anteriores al destierro se fue
imponiendo la convicción de que sus sufrimientos no eran efecto ni castigo del pecado,
sino sufrimientos de amor por la salvación de otros. Esta convicción culminó en la
maravillosa página del Siervo de Yahvé de Isaías (52, 13-53,12): la interpretación más
profunda del misterio del dolor en el Antiguo Testamento.
Conclusión
El pueblo de Israel, a través de la catástrofe del destierro y de los sufrimientos de la
restauración, madura religiosamente hacia una interioridad, libre de pura exterioridad
cultural- nacionalista y centrada en una contrición humilde del corazón que no espera
sino en su Dios. En este proceso espiritual, fueron decisivos los escritos y el ejemplo de
los profetas -Jeremías en especial-, quienes habían vivido con prioridad el dolor, el tener
a solo Dios por apoyo, y el expiar por el pueblo amado de Yahvé.
Condensó: TOMÁS ADMETLLA
ULRICH EIBACH
EL DOLOR DEL HOMBRE Y SU IMAGEN DE
DIOS
Es indudable que el dolor sufrido por el hombre, siempre ha provocado la pregunta
sobre Dios y la imagen que de él tenemos. ¿Qué respuesta teológico-pastoral tiene el
creyente para el dolor? ¿Es Dios quien provoca el sufrimiento? ¿Puede Dios hacer
algo contra el dolor? ¿Cómo hablar de un Dios bueno en un mundo tan lleno de males,
que aplastan de un modo especial a los seres más desprotegidos? El autor del artículo,
de un modo sencillo y a partir de la experiencia bíblica, se enfrenta a estos
interrogantes. La relación Dios - hombre que se descubre en el dolor queda plenamente
robustecida y enriquecida en el presente articulo: es una relación de sufrimiento
solidario compartido.
Die Sprache leidender Menschen und der Wandel des Gottesbildes, Theologische
Zeitschrift, 40 (1984) 34-65
I. LA EXPERIENCIA DEL DOLOR Y SU EXPRESIÓN
1. El cambio social en la expresión del dolor
El dolor se expresa cada vez menos en lenguaje religioso. A partir de la ilustración y del
advenimiento de la medicina científica, ante la enfermedad y la muerte el hombre ya no
vuelve su mirada hacia la religión, sino hacia la ciencia, en la que llega a poner una
confianza pseudoreligiosa.
Ante el dolor y la muerte ya no valen los antiguos tópicos religiosos de resignación o
confianza, sino que se busca su superación por medios técnicos. La fe en Dios parece
haber perdido su fuerza específica en este campo, y ello contribuye a reforzar el
movimiento de privatización por el que realidades como la enfermedad, la vejez y la
muerte desaparecen de la escena pública y quedan encerradas en bien protegidas
instituciones asistenciales. Los hombres de hoy no tienen casi contacto con estas
realidades hasta que no les afectan directamente. Esto no sucedía antes. La consecuencia
es que el hombre de hoy no está emocionalmente preparado para el encuentro real con
el sufrimiento, ni posee un lenguaje adecuado para comunicarse con los hombres que
sufren. Uno no sabe qué decir en estas situaciones, porque no se ha encontrado nunca
con ellas, y no posee formas de expresión adquiridas de la tradición y del contacto con
la realidad de la vida.
Más aún: el hombre moderno no sabe cómo expresar su propia experiencia del dolor; y
cuando pretende expresarla percibe que tal vez no puede rebasar una comunicación
superficial, porque ya no existe un lenguaje verdaderamente común con el interlocutor
en lo que se refiere al dolor. Esto crea el vacío y la decepción de la incomunicación aun
con personas en las que uno confía. En la visita al médico, éste utiliza la terminología
científica objetivada, que deja insatisfecho al paciente que no la comprende, y que
protege al médico de las incómodas preguntas del paciente y de penetrar en los más
profundos problemas de su espíritu. Surge entonces junto a la confianza en la ciencia, la
experiencia de la impotencia ante el poder de la enfermedad y ante el poder de aquéllos
a los que uno se confía. No es sólo el dolor lo que arroja a los hombres al sentido de
impotencia, sino también la imposibilidad de expresarse y comunicarse en medio del
dolor. Para vencer este sentido de impotencia es necesario ante todo superar esta
incapacidad de comunicación, mediante la adquisición de un lenguaje que libere al
hombre que sufre con la expresión de su dolor.
El pastoralista participa como todos de esta general pobreza de lenguaje para hablar del
dolor, y esto tiene efectos negativos en particular para su trato pastoral con los
enfermos, aparte de otras dificultades que surgen de la moderna socialización y
tecnificación de la atención a los enfermos. Al no poderse dar por supuesto un lenguaje
común con el que sufre, hay que procurar entenderse mediante otros lenguajes. El
lenguaje religioso, por otra parte, apenaria -y aun a menudo es cuidadosamente evitado-,
y por eso en el momento de la enfermedad no siempre resulta adecuado; es un lenguaje
que tal vez uno aprendió en familia o en la escuela, pero que luego se ha utilizado
raramente. Uno puede más fácilmente servirse de él con ancianos -que integran el
mayor número de los pacientes- los cuales, a veces tras vacilaciones y con algún
esfuerzo, recuperan su sentido y pueden expresarse y sentirse comprendidos. En las
generaciones más viejas, el lenguaje religioso a menudo fue verdaderamente asimilado e
interiorizado: pero esto ya no se da en generaciones más jóvenes, y cada vez se dará
menos en el futuro. Puede achacarse esto a una deficiencia de la formación religiosa en
nuestro tiempo, que exige buscar soluciones. Pero más allá de un problema de
formación individual o de grupos, hay un problema de estructura social: el choque
existencial de los individuos con la enfermedad, el dolor y la muerte está de tal manera
condicionado, que la misma experiencia y las posibilidades de comunicación y
expresión en estos campos quedan muy empobrecidas.
2. Lenguaje y pastoral del dolor
Se puede constatar en los Salmos que el lenguaje del hombre que sufre es el diálogo
directo del hombre consigo mismo, con los demás y con Dios. Este lenguaje que brota
de lo más profundo del alma no es precisamente el que le han enseñado al pastoralista
en su formación. La terminología teológica, como la médica, no expresa el nivel
experiencial del dolor. El lenguaje del dolor nacerá de la misma vida espiritual del que
lo experimenta y ha de luchar contra él, y se expresará en la poesía religiosa, de la que
hay excelentes muestras tanto en la Biblia como en la tradición. El pastor tendrá que
intentar recurrir a este lenguaje.
Con todo, el lenguaje religioso puede también encubrir y ahogar la experiencia del
dolor, cuando induce a una resignación en la que ya no hay lugar para la queja ni para la
duda. Este peligro ha sido a menudo señalado; pero no debe ser exagerado, y es
seguramente de menos monta que el de la pérdida del mismo sentido del dolor y del
lenguaje para expresarlo. Cuando- decimos que hay que recuperar de la tradición
literaria pasada el lenguaje del dolor no queremos exagerar la impotencia del
pastoralista por su carencia de modos de hablar sobre el sufrimiento. Pero queremos
decir que la experiencia del poder del dolor es una experiencia siempre necesaria para
poder penetrar en la situación anímica individual del que sufre, sin precipitarse en
explicaciones fáciles, sean o no de carácter religioso. La experiencia de la impotencia es
necesaria para que el hablar y el actuar del pastor no desemboque en algo rutinario, o en
una estrategia tranquilizadora por la vía del simple rechazo, o en un intento de
justificación de Dios o del sentido de la vida y del mundo mediante una teodicea
simplificadora.
Uno ha de dejarse afectar realmente por el dolor de los demás: ha de hacer la
experiencia de su propia importancia y ha de aprender a quedarse sin palabras y a callar.
Bien; pero sólo con esto no se ayuda nada al prójimo que sufre, ni se consigue ya con
ello poder hablar con un lenguaje liberador. Los amigos de Job estaban muy afectados
por su dolor, pero no encontraron las palabras en las que Job pudiera sentirse
comprendido y que pudieran resolver el enigma de su sufrimiento. El silencio tampoco
es sin más una forma de comunicación con el dolor ajeno: acompañando a otro
podemos incluso añadir un nuevo peso de aflicción al prójimo que sufre. Los expertos
en psicoterapia y en psicología pastoral insisten en la importancia que tiene la
capacidad de comunicación con los pacientes que soportan sufrimientos físicos o
psíquicos. Esto vale no sólo en los sistemas basados en el psicoanálisis o en la
logoterapia sino también en los sistemas que se valen de la comunicación no verbal, del
lenguaje corporal etc. El lenguaje es el medio terapéutico por el cual uno se descubre y
se ilumina a sí mismo. En el caso de la logoterapia se llega a postular que el terapeuta
no tiene otra función que la de hacer que el cliente confronte sus propias expresiones
con las de otros y así llegue a una mejor comprensión de sí mismo. Se trata de hacer que
el mismo cliente entre dentro de sí mismo y saque de sí mismo lo que tiene dentro, sin
imponerle una "verdad" desde fuera. El lenguaje es medio para el descubrimiento,
desarrollo y maduración de la propia personalidad, aunque a veces las terapias
mencionadas procedan de presupuestos antropológicos demasiado individualistas. Al
querer hacer uso del lenguaje como medio de personalización en teología y en pastoral,
hemos de preguntarnos hasta qué punto los presupuestos antropológicos de aquellas
terapias coinciden con lo que nos dice acerca del hombre la teología cristiana.
En todo caso hay que romper toda tendencia excesivamente individualista y aun
solipsista; se trata de "comprenderse a sí mismo", pero por medio del lenguaje, es decir,
por un medio que otros hablan y que, de alguna manera, me es dado desde fuera. No se
trata, pues, sólo de entrar en sí mismo, en la propia psicogénesis o la propia biografía,
sino de relacionar ésta con todo un pasado supraindividual preinscrito en la misma
lengua, con una cultura y una tradición en el marco de la cual uno puede situarse y
comprenderse. El lenguaje, con su trasfondo cultural, tiene entonces una función
hermenéutica para la comprensión de sí mismo.
Esta función hermenéutica descubre lo que el hombre concreto es no sólo en su
individualidad particular, sino en su dimensión social: el lenguaje crea la relación yo-tú
y organiza todo un círculo de relaciones dentro de las cuales uno se realiza, se
comprende y. se encuentra a sí mismo.
Esto es lo que hace el lenguaje de la predicación, la catequesis o la pastoral; al recordar
las "acciones de Dios" con las pasadas generaciones y la respuesta de los hombres,
propone "paradigmas" de comprensión de sí mismo. Los hombres pueden verse
reflejados en la historia de pasados sufrimientos de otros, y así pueden sentirse menos
aislados en su sufrir, pueden comprender mejor su sufrimiento y pueden sentirse
impulsados a superarlo. El que sufre tiende a pensar que sobre él solo se ha abatido la
adversidad, que nadie ha sufrido tanto como él o que su dolor es incomparable con
ningún otro. Al contemplar cómo otros sufrieron tanto o más, y lucharon contra el
sufrimiento, más fácilmente objetivará y relativizará su propio dolor y se animará a
luchar contra él.
Si llega el momento en que el que sufre al preguntarse por su sufrimiento levanta la
mirada a Dios, será preciso ante todo que el que le acompaña procure clarificar las ideas
que pueda el paciente tener de Dios mo strando precisamente y en relación a la peculiar
situación del mismo paciente, qué es lo que puede decirse y lo que no acerca de Dios
desde una fe cristiana bien formada.
II. EL LENGUAJE DEL DOLOR Y LA IDEA DE DIOS
Hemos indicado cómo las realidades de la enfermedad, la vejez y la muerte tienden a
desaparecer de la vida pública, con lo que se hace difícil la posibilidad de hablar sobre
el dolor. Pero de ahí resultan también problemas para la misma posibilidad y expresión
de la fe. Porque es precisamente a partir del dolor que se suscita más agudamente la
pregunta sobre el sentido de la existencia y sobre Dios, mientras que si se evita todo
encuentro con la realidad de la enfermedad y la muerte más fácilmente uno se escabulle
de tales preguntas.
La confianza en la medicina como solución para todo y el sueño utópico de un mundo
en el que la ciencia hubiera eliminado todo dolor tienden a constituirse en sustituto de la
religión y de Dios. Por otra parte, también la experiencia del dolor vivido como falta de
sentido puede llevar a una pérdida de fe.
1. Dios y el sufrimiento en el lenguaje del que sufre
El intento de dar una explicación del dolor dentro de una concepción religiosa del
mundo lleva a distintas formas de teodicea. Puede cuestionarse si el enfoque de la
teodicea es el adecuado para el diálogo pastoral con el hombre que sufre. Habrá que
discernir hasta qué plinto la cuestión de la teodicea se presenta como una cuestión
teórica y discursiva que nace ya posiblemente de una falta de disposición de fe, o más
bien es como una queja existencial que nace de una fe de alguna manera viva en el
corazón del que sufre. Pastoralmente se requerirá distinto tratamiento en uno u otro
caso.
Además, hay que examinar qué idea implícita de Dios se tiene al hablar de Dios en
relación con el sufrimiento. Según qué idea de Dios prevalezca se buscarán unas u otras
explicaciones del sufrimiento, y el lenguaje del dolor adquirirá una u otra forma. He
aquí una muestra de expresiones recogidas en el trato real con pacientes :"¿qué mal he
hecho para que yo tenga que sufrir?"; "yo no creo ser peor que los demás, pero a ellos
todo les va bien"; "este tumor, ¿viene de Dios, y Dios me lo envía precisamente a mí?";
"¿por qué ha de haber 1.300 enfermos en este hospital?"; "¿cómo puede permitir Dios
esto si es omnipotente?"; "si hay Dios, que me deje en paz"; "yo he vivido el mismo
infierno (después de un tratamiento doloroso), no podía haber nada peor; pero Dios me
ha salvado, ya no tengo miedo de nada"; "cuando sufría blasfemaba contra Dios, aunque
sé que esto no debe hacerse"; "¿por qué esto?, ¿qué sentido tiene?; ¿Vd. cree que esto ha
de tener respuesta en la otra vida?"; "debe ser que al que Dios ama le hace sufrir"; "la
enfermedad es una prueba de Dios"; ""yo siempre he cumplido con la Iglesia, ¿por qué
Dios me hace esto?".
Como puede verse, el enfermo tiende a relacionar a Dios con su situación, de la que
alguna manera ha de ser responsable ya que es omnipotente. Se presupone que Dios es
el responsable del orden del mundo, que ha de ser justo y ha de haber relación entre lo
que uno ha hecho y lo que a uno le sucede. En algunas de las expresiones citadas hay
como unas quejas del que sufre a Dios; pero el que así se queja duda de que esto le esté
permitido a un buen cristiano. También esta duda se basa en el fondo en la idea de
omnipotencia: Dios lo controla todo y no es lícito protestar. Tales preguntas de ninguna
manera pueden considerarse como pseudoproblemas, o pueden achacarse a la peculiar
situación psíquica del enfermo. Requieren ent rar en un profundo diálogo con el paciente
para describir su preciso problema existencial y para ver de proporcionarle alguna luz
desde una auténtica teología cristiana. Para ello uno ha de comenzar por tener clara la
auténtica teología cristiana de Dios.
2. El problema del dolor y la imagen de Dios
La idea de omnipotencia es la que suele dominar en la concepción que la mayoría de
gentes tienen de Dios. Aunque el Credo hable de "Dios Padre Omnipotente", la idea de
su omnipotencia parece dominar sobre la de su "Bondad" o su "Amor". Desde los
tiempos de Epicuro se presenta la gran cuestión de la teodicea de forma básicamente
invariable: "o Dios puede evitar el mal, pero no quiere, y entonces es malo y perverso; o
quiere y no puede, y entonces no es omnipotent e y no es Dios" Epicuro sacaba la
conclusión de que los dioses nada tienen que ver con lo que acontece en nuestro mundo.
El problema está formulado en el marco de la metafísica griega, para la que Dios era
Primer Motor y Primera Causa del Cosmos, concebido como orden y armonía que
reflejaba la belleza de Dios. Lo que el hombre experimenta como mal, o es sólo un mal
aparente, o es permitido por la Providencia en orden a un mayor y mejor bien, o se ha de
explicar como consecuencia de la maldad de la libertad humana.
La Biblia no habla así de Dios como Primer Motor y Causa de todo, ni del mundo como
reflejo de la bondad de Dios. Habla ciertamente de un Dios bueno; pero el mundo no es
sólo consecuencia y reflejo de la bondad de Dios. La Biblia toma en serio la realidad del
mal en el mundo; pero no la refiere a Dios ni tampoco sólo al hombre. El mal no se
explica en el marco de una ontología, ni se intenta dar razón de él o declarar su sentido;
pero su realidad ha de ser integrada en la fe en Dios.
a) Dios como Ser Supremo y el sentido del dolor.
Ante el problema de Epicuro podríamos comenzar preguntándonos si hay que buscar
una explicación o sentido del dolor, si es susceptible de explicación, si es lícito querer
comprenderlo. En otras palabras, si el dolor ha de ser situado dentro de un sistema
general de valores o dentro de un orden cosmológico u ontológico, de suerte que el
dolor fuera parte de un todo y tuviera que contribuir al sentido del todo y de suerte que
su presumible falta de sentido amenazara el sentido del todo. En tal intento, el mal, el
dolor y la muerte debieran aparecer como elementos planeados y ordenados al
desarrollo y realización del hombre dentro de un sistema total, ya se piense en el dolor
como medio para la maduración de la persona, o quizás como polo dialéctico requerido
para que el hombre pueda realizarse en libertad, en responsabilidad y en amor. Se
presupone entonces que el sentido del dolor está dentro de la misma realidad del
hombre: lo que importa es descubrirlo, para integrarlo en el sentido total del cosmos o
de la historia. Este fue el intento de la metafísica griega, o de la filosofía de la historia
de G. W. F Hegel, o de la especie de teo-filosofía de Teilhard de Chardin: Dios queda
identificado como Ser Supremo, Primera Causa, Fundamental, Suma y Fin de todo, sin
que, en definitiva, pueda llegar a distinguirse adecuadamente de la Realidad
experimentable o pensada como sistema. Se da entonces como una confusión entre Dios
y la realidad total; con lo que el mal que experimentamos en esta realidad ya no puede
concebirse como algo contrario a la voluntad de Dios, ni como algo meramente fáctico
que realmente carece de sentido y que sólo como tal -como carente de sentido- puede
comprenderse. Entonces la creación de Dios y lo que destruye esa creación ya no
pueden distinguirse ni separarse; se niega que en el mundo puede darse un mal que sea
absolutamente sin sentido, con lo cual en el supuesto mundo mejor del futuro tampoco
se aportará nada verdaderamente nuevo, que no esté ya en lo que está dado. En esta
concepción Dios sólo tiene la función de justificar lo ya dado, no la de crear algo nuevo
y mejor. Y por esto el Ser Supremo y Causa Primera es pensado como "apático"; como
libre de todo dolor; la teodicea se convierte en "cosmodicea", en justificación del
mundo: un mundo que, como reflejo de Dios, sé presupone que ha de ofrecer una
armonía que el dolor o el mal no pueden realmente perturbar.
La teología medieval, al enfrentarse con la metafísica griega se enfrentó con esta
concepción del dolor. Ya que el dolor tenía su lugar en el plan de Dios, el hombre tenía
que soportarlo éticamente más que luchar contra él. Ante un Dios garante del sentido
del mundo, el hombre no puede quejarse, mucho menos -como Job- rebelarse. La
aparente contradicción entre la necesaria bondad de la creación obra de un Dios bueno,
y la experiencia del mal en esta misma creación, se intenta superar con un acto
explicación racional, que inevitablemente ha de desembocar o bien en una Teodicea-
Cosmodicea, o bien en el ateismo y el nihilismo. Pero hay que preguntarse si las
experiencias negativas de nuestra existencia han de ser comprendidas, explicadas y
dominadas mediante el pensamiento especulativo racional, o si más bien sólo pueden
afrontarse mediante una actitud existencial vital, como la de la queja, la oración y el
diálogo. En esta última alternativa, el dolor aparecería como algo sin sentido e
incomprensible a partir de lo cual uno puede hablar directamente a Dios (oración), pero
no entablar un discurso indirecto sobre Dios (explicación racional). Es decir, el consuelo
en el dolor ha de buscarse no en la "explicación" racional del mismo, sino en el
"encuentro" con Dios.
b) Dios premiador de la conducta humana.
Otro intento de explicación parte del presupuesto de una necesaria armonía entre el
orden moral y el orden físico, entre la conducta humana y el bienestar o malestar del
hombre. El dolor sería siempre consecuencia de una mala conducta, y Dios sería
concebido ante todo como el garante de esta "justicia" moral en el mundo. Es una
concepción que tiene profundo arraigo antropológico, y que se expresa a menudo en el
Antiguo Testamento, particularmente en la literatura sapiencial (cf. Sal 73, etc.).
Incluso Kant creyó poder constituir sobre esta base un argumento en favor de la
inmortalidad del hombre y de la existencia de un Dios garante último de la justicia y del
orden moral en el mundo. Jesús, en cambio rechaza expresamente que todo sufrimiento
humano haya de ser un castigo .por algún pecado propio o ajeno (Lc 13, 1; Jn 9, 3). Con
todo, el Nuevo Testamento no rechaza toda relación entre el pecado y sus consecuencias
negativas para el hombre, y en primer lugar, la muerte (Rm 5, 12; St 1, 15). Pero no se
trata de un intento de justificación o explicación moral o metafísica del sufrimiento
humano, sino sólo de hacer notar cómo tanto el pecado como el mal y la muerte
pertenecen al reino de los poderes del mal, ni queridos ni creados por Dios: en ningún
momento se pretende ofrecer una explicación acerca de la causa última o el sentido del
mal en el mundo, que permanece un enigma inexplicable. A lo más hallamos algunos
intentos de explicación parcial, como que por medio del dolor se aprende a obedecer
(Hb 5, 8; 12, lss); que el dolor confirma la fe y la esperanza (Rm 5, lss), o que el
sufrimiento puede tener una función pedagógica y ser así instrumento del amor de Dios,
como va habían dicho los sapienciales (Hb 12, 6sgr, Ap 3, 19).
En la práctica pastoral esta idea de que el sufrimiento puede significar un castigo de
Dios reaparece una y otra vez. Detrás de ella puede ocultarse el deseo del paciente de
que se le confirme que no es así, que él no ha merecido tal castigo, que él es tan bueno
como los demás. La respuesta es delicada. No sería adecuado rechazar simplemente
toda relación entre la conducta de hombre y sus posibles consecuencias; en la tradición
cristiana siempre se ha afirmado cierta relación entre el pecado y el dolor- muerte, por la
que el hombre es causa de sus propios males, aunque no de manera que pueda asignarse
individual y concretamente que tales males suceden por culpa de querer justificar a Dios
culpando al hombre que sufre, o de querer justificar al que sufre culpando a Dios. Hay
que partir de la base teológica de que Dios no juzga con medidas humanas, y de que sus
juicios están por encima de nuestros juicios. Por un lado, no nos toca a nosotros
justificar lo que Dios hace o permite (Jb 7, 20ss; 9; 39, 31ss). Por otra, nuestra propia
justificación la hemos de fundar en la misericordia de Dios, no en nuestra justicia. No
es este camino en el que nosotros podamos entrar para explicar los males que nos
advienen. Y por esto también hay que ser cauto al hablar del valor pedagógico de los
males que Dios puede "enviar" o "permitir" para bien nuestro. Más bien ha de ser el
mismo que sufre el que descubra y asuma este beneficio que puede derivarse del mal,
aun cuando también en esto se le puede ayudar y acompañar. En todo caso hay que
dejar bien claro que Dios no es un Dios castigador, sino un Dios de amor y
misericordia; y que ante él no liemos de apelar a nuestra justicia o nuestros méritos, sino
a su amor y sus promesas.
c) La bondad y la omnipotencia de Dios.
Acabamos de decir que Dioses bueno, todo amor y misericordia, y por esto quiere la
vida, no la destrucción y la muerte. Pero la Biblia funda la bondad de Dios no
precisamente en su ser, como la metafísica griega, sino en sus promesas y en su
fidelidad a las mismas. Al distinguir claramente entre Dios y el mundo -cosa que no
hacía la metafísica griega- la Biblia puede hablar de la bondad de Dios por más que se
dé la experiencia del mal en el mundo, entendiendo la creación como "dañada". Por esto
puede el hombre enfrentarse a esta realidad dañada con confianza en la fidelidad de
Dios a sus promesas. En la enfermedad y adversidad sigue oyendo la Palabra, y espera
en la fe aun contra la experiencia inmediata (Rm 8, 35ss). Dios no quiere el mal y la
destrucción: la criatura anhela la liberación de su frustración (Rm 8, 19ss) y espera que
llegue el fin de toda lágrima y todo dolor (Ap 21, ls). El dolor nos enseña, ante todo,
que el mundo no es lo que Dios quiere que sea; nos interpela, no a buscar una
explicación, sino a esperar en el cumplimiento de la promesa de una "nueva creación".
El dolor y el mal son como el lado de la "Nada" de la creación, que Dios mismo rechaza
y que no tienen en sí inteligibilidad ni sentido. Cuando Jesús cura enfermos o resucita él
mismo de la muerte tiene lugar la protesta de Dios contra estas formas de la Nada: por
eso son promesas y anticipo de su victoria definitiva, el comienzo del reino de Dios en
el que no hay lugar para el mal. Sólo es verdadero, sólo tiene sentido lo que tiene futuro
en Dios, lo que él ha creado, lo que él ha querido. Por esto el último sentido del mal es
su aniquilamiento total en el reino de Dios, en el que la creatura será finalmente liberada
de todo dolor. Por esto la respuesta a la pregunta sobre el sentido del dolor no es. otra
que la promesa de la liberación de la carne.
Esta verdad teológica impide todo intento de hacer del dolor parte intrínseca de la
misma creación de Dios, algo "natural", propio de la "naturaleza" y como tal querido
por Dios. El dolor es ciertamente un poder fáctico en este mundo, pero que está en
contradicción con la vida y la salvación queridas por Dios. El dolor y el mal no tienen
ningún derecho en la creación de Dios: por eso no hay para ellos lugar ontológico en el
mundo; no son algo propio del mundo como Dios lo quiere, de lo positivo del mundo;
su realidad es encontrarse con el "no" de Dios. Por esto no es posible hallar un sentido
al dolor desde una teología u ontología de la creación. Más bien es algo que queda fuera
del acto creador de Dios, fuera del ser creado.
Esta concepción puede tener el peligro de tender hacia un dualismo, como si el mal
fuese un Poder realmente existente con independencia de Dios v del hombre, como una
divinidad negativa a la que Dios no puede someter. Aparentemente el N.T. da pie para
que se piense así, cuando habla de la muerte como del "último enemigo" que ha de ser
vencido (1 Co 15, 12). En cambio el A.T. con su énfasis monoteísta es más claramente
antidualista, y habla del dolor como algo que de alguna manera depende también de
Dios, aunque de manera incomprensible. Allí el hombre puede protestar al mismo Dios
contra el dolor, puede quejarse, en la idea de que si el sufrimiento viene de Dios, será
Dios mismo quien nos pueda salvar de él. El dolor no debilita en manera alguna la fe en
Dios; al contrario, el misterio del dolor es algo incluido en el misterio mismo de Dios,
sin que por ello el hombre deje de creer en la bondad y en la acción salvadora de Dios.
Lutero, embebido de esta espiritualidad, decía que "aun en su máxima necesidad el
hombre está siempre abrazado por el amor de Dios". Uno puede sentirse subjetivamente
en la "tiniebla de Dios", como abandonado de él, pero esto no destruye la confianza
fundamental en su promesa salvadora.
Con todo ¿cómo podemos creer que los dolores de este mundo están como abrazados
por la bondad de Dios, cuando esto no puede ser constatado en la experiencia ordinaria?
En' realidad esto sólo se comprende desde la cruz y la resurrección de Jesús: aquí es
donde Dios nos dice que se da ciertamente un poder del mal, del pecado y de la nada,
que destruye la creación y que impide que todo sea sometido a Dios. En este sentido
Dios no es todavía "todopoderoso" en este mundo; no está todo sometido ya a su
señorío: hay una lucha entablada entre Dios y el mal. La omnipotencia es un atributo
escatológico de Dios; se hará patente al final. Aunque en Jesús se nos revela que ya
protológicamente, desde la eternidad, Dios es Señor de todo, pero su señorío no se
realiza en abstracto (potencia Dei absoluta) sino en la historia concreta del mundo, que
implica la lucha con la nada.
La Biblia no especula sobre lo que Dios puede hacer a partir de un concepto abstracto
de su omnipotencia, sino sobre lo que hace concretamente en la historia de Israel y en
Jesús y lo que promete hacer con lo que ha hecho. Dios se define en sus promesas; y sus
promesas muestran que el mal no entra dentro de la voluntad de Dios que lo que él
quiere es el bien de su creación; y su omnipotencia consiste en su poder de conseguir
realmente este bien de la creación. Puede decirse, pues, que el mal es un enigma, algo
que ha entrado en la realidad contra la voluntad de Dios, algo que está en lucha con
Dios. Pero la resurrección de Cristo nos testifica que en esta lucha Dios es finalmente el
vencedor.
De aquí pueden sacarse consecuencias pastorales. Por ejemplo en lo referente a la
oración de petición en situación de dolor. No se trata de hacer que Dios cambie su
voluntad con respecto al que sufre, sino de afirmar que Dios acoge el clamor de la
criatura en el sentido de que en su lucha contra el mal está movido por el amor y
compasión para con ella. Por esto quiere establecer su Reino, en el que todo dolor será
vencido y toda lágrima enjugada (Ap 21, 3), y por esto toda petición del hombre por su
salud o bienestar es una petición para que venga el reino de Dios, es signo de la
confianza del Reino y anuncio de su venida. No se trata de pedir que Dios haga cosas
imposibles, sino que muestre su fidelidad y benevolencia para con su creatura. Entonces
los éxitos de la medicina o del esfuerzo humano por superar el mal, pueden considerarse
como signos del Reino y de la voluntad de Dios. No hay que pedir pensando en una
omnipotencia divina abstracta, sino pensando que la confianza en el momento del dolor
añade fuerza a la lucha contra el mal y favorece la venida del Reino. Cuando uno pide
para sí la salud, no pide sólo algo personal, sino que pide algo de valor suprapersonal y
comunitario pide la Venida del Reino, mostrando que uno tiene confianza en la lucha
que Dios mismo tiene entablada contra el mal. Y entonces sucederá a menudo que la
petición de salud o de "milagros", se convertirá en una petición de gracia y de fuerza
para poder soportar la enfermedad y seguir luchando contra el mal.
d) Un Dios que sufre con los hombres.
Puede parecer que estamos hablando muy antropomórficamente de un Dios que lucha
contra el mal. La metafísica griega nos enseñó a hablar de un Dios absolutamente
autosuficiente, inmutable, libre de toda necesidad, inafectado por cualquier
imperfección propia de los hombres. Para Aristóteles Dios es "impasible", incapaz de
padecer. Decir que Dios todavía no es el pleno e indiscutible Señor del universo, sino
que ha de entablar una lucha contra el mal, parece en esta mentalidad rebajar a Dios al
nivel de criatura débil y necesitada. El Dios de la filosofía griega es, en frase de
Moltmann, "físicamente inmutable, psíquicamente insensible, y éticamente
irresponsable". La libertad soberana de Dios implica, según los estoicos, una total
imperturbabilidad o indiferencia ataraxia- ante todo lo que pueda acaecerles a los seres
inferiores. El ideal del hombre es, entonces, imitar la imperturbabilidad de Dios -homo
apatheticus-, soportando sin queja el dolor, la enfermedad y la muerte.
La Biblia no concibe a Dios como autosuficiente e impasible. En los profetas, y
particularmente en los casos del siervo de Yahvé del Deuteroisaías, hallamos las bases
para una teología del dolor de Dios, que corrija la idea de una omnipotencia
irresponsable. Dios participa del dolor de su pueblo. Un Dios inafectado por el
sufrimiento de los hombres, al que lo sucedido en "Auschwitz" le deja indiferente, no
sería Dios; sería un ídolo, un demonio.
Los presupuestos filosóficos del helenismo impidieron en el pasado ver todo el
significado de la revelación de Dios en la Cruz de Jesucristo. En ella el discurso sobre
la omnipotencia y autosuficiencia de Dios ha de ceder lugar al discurso sobre el
sufrimiento de Dios con y por los hombres a causa de la presencia del mal en el mundo.
El poder y la justicia de Dios sólo se entienden a partir de su Amor, por el que Dios ha
querido establecer ion pacto, una comunión de solidaridad con los hombres. Se trata de
un Amor total, libre, sin límites (1 Co 13,8; Rm 8,35), que precisamente porque es tan
total e incondicional es omnipotente, lo vence todo, aun la misma ira de Dios contra los
hombres malvados. Por esto Dios sufre con el mal, sufre de amor, sufre por el pecado y
por sus consecuencias, y se entrega, por amor y con amor, a la lucha contra el mal Dios
es "compasivo", sufre con nosotros (Os 11,8; Hb 4,15); pero su sufrimiento no brota,
como en nosotros, de una imperfección o insuficiencia de su ser, sino de la libertad y
plenitud de su Amor.
El dolor de Dios es, pues, consecuencia de su libre alianza con los hombres. El dolor no
es algo que pertenezca intrínsecamente al ser mismo de Dios; si así fuera, Dios no
podría luchar contra él, sino que sería algo eterno y necesario en él, algo que él no
podría superar ni vencer. Pero el dolor tampoco es algo simplemente extrínseco a Dios,
algo que para nada le afecta. El dolor afecta a Dios, se hace en cierta manera intrínseco
a Dios, desde el momento en que Dios libremente se pone a amar a su. criatura. No es
correcto, pues, hablar de un "dolor intratrinitario" de Dios como si Dios sufriera en sí
mismo. Dios sufre sólo en relación con su criatura: en cuanto que, por amor a ella, lucha
con ella contra el dolor que surge de su "nada".
Como intuyó F. Nietzsche, la cruz es la paradoja que trastrueca todos los antiguos
ideales de orden y de belleza en el mundo: es la glorificación del sufrimiento y de la
debilidad -asumidos por el mismo Dios- frente a la voluntad de poder del
"superhombre". Nietzsche entendió mejor que nadie lo que es el meollo del
cristianismo: que el poder de Dios se muestra en la debilidad, en su amor por lo débil,
no en su omnipotencia o en su ser Absoluto. Que Dios se manifieste como "siervo
sufriente", no significa que Dios se resigne y pacte con el dolor del mundo; significa
sólo que Dios ha de ser hallado principalmente en los pobres y débiles que sufren en el
mundo. Pero al mismo tiempo significa que en el dolor se hace opaca la cercanía de
Dios, la fe se hace oscura y el hombre se siente como abandonado de Dios. El que Dios
mismo sufra en la cruz no nos clarifica el enigma del dolor ni el misterio de Dios en
relación con él. La cruz no es una fuente de sentido, no es una "explicación". Pablo
establece una analogía entre lo que se aconteció a Jesús y lo que acontece a los
cristianos en el sufrimiento: el cristiano "imita" a su Señor en el dolor. Pero esto no nos
permite decir que para el cristiano la vejez, la enfermedad o la adversidad no sean ya
males, o que sean una señal del amor de Dios. No es en estas realidades negativas donde
se manifiesta el actuar de Dios en favor del hombre, sino al contrario: estas realidades
muestran lo que queda por hacer en la acción salvadora de Dios. No hay que interpretar
la cruz como si la debilidad en sí fuese ya poder, o el dolor fuese gloria. No puede
admitirse semejante "paradoja de la cruz". La cruz y el dolor son siempre algo
monstruoso; lo paradójico es que Dios se haya sometido a ello, para asegurarnos de su
triunfo final sobre ello. El dolor ha de rechazarse, porque en él el hombre se siente
abandonado de Dios. Pero la cruz nos da testimonio de que esto no es así: en la cruz
Dios mismo sufre con su Hijo, el cual, aunque se siente, como nosotros, abandonado, no
es realmente abandonado por el Padre. Y por esto la cruz sólo revela su sentido en la
resurrección, como manifestación de la victoria final de Dios sobre el mal. Sin la
resurrección, la cruz sólo alcanzaría a ser el símbolo de la impotencia de Dios y de los
hombres. Dios ha querido sufrir con los hombres hasta el final, hasta la muerte, pero no
para sucumbir con ellos a la muerte, sino para asegurarles de su triunfo sobre la muerte.
Así está Dios cercano a los hombres: sufriendo con ellos; una cercanía que ha de ser
creída con fe contra la experiencia cotidiana del dolor. En medio de esta experiencia,
Dios se revela como "Yahvé", un nombre que no refiere a Dios como principio
metafísico, sino como presencia actuante: "Yo estoy ahí" (Ex 3,14). El hombre que
sufre ha de transformar la experiencia del abandono de Dios en el dolor en la
experiencia de fe en la cercanía de Dios. Para ello no hay que apelar a la omnipotencia
de Dios, sino a su amor, a su compasión, manifiestos en la encarnación, pasión y muerte
de. su Hijo. Cualquier otro intento de explicación del dolor resulta insatisfactorio.
III. LA PASTORAL Y LA POSIBILIDAD DE HABLAR DEL DOLOR EN
RELACIÓN CON DIOS
Al hablar de Dios en conexión con el dolor en la acción pastoral hay que hacerlo de una
manera teológicamente bien fundada. En primer lugar hay que procurar clarificar la
imagen de Dios que tenga el paciente. No se tratará simplemente de destruir o de
confirmar determinadas formas de lenguaje religioso como la de que la enfermedad es
un castigo de Dios, sino de ahondar en una manera teológicamente bien fundada de
hablar sobre Dios en relación con el hombre que sufre. Admitir las cuestiones de la
teodicea clásica y pretender darles una solución racional casi nunca llevará a clarificar
nada. No se trata de un problema especulativo que haya que resolver hablando sobre
Dios, sino de un misterio de la existencia que nos ha de llevar a hablar a Dios y con
Dios. Así lo hicieron Jeremías, los salmos, el libro de Job. Job rechaza los intentos de
explicación que le ofrecen sus amigos, pero se mantiene firme en su convicción de que
su sufrimiento es algo que no queda fuera de su relación personal con Dios, y por esto
presenta a Dios su queja y su petición. Es aquí donde experimenta que su Redentor
vive; el encuentra con Dios es la respuesta que él recibe. Como en los salmos y en el
Nuevo Testamento se trata de una queja que surge ya impregnada de la convicción de la
victoria final de Dios, y que por esto es ya una alabanza de Dios, una doxología: debajo
de la protesta contra el dolor y el ocultamiento de Dios se halla la confianza en su
promesa de no abandonar al hombre (Sal 77,9). Por esto la queja puede llegar a
convertirse en acusación (Is 38,12; Sal 77,8; Sal 88). Cuando un hombre hace esto es
que "se dirige realmente a Dios" (M. Buber) implorando su intervención; es que se
siente totalmente pendiente de Dios, no separado de Dios en su dolor y abandonado a sí
mismo. Y por esto aquella queja-acusación es oración, es invocación, es clamor en pos
de Dios y de su Reino.
El fin de la pastoral con los enfermos y dolientes ha de ser convertir los problemas
sobre el sentido de la vida y del dolor en motivo para hablar a Dios, para experimentar
su presencia compasiva y su promesa de victoria. Esto se hace "poniendo a Cristo ante
los ojos" (Lutero). Pero, para ello, hay que acompañar al hombre que sufre en su
sufrimiento, participar en su dolor. A veces esto se hace simplemente sin palabras,
porque en la impotencia uno no sabe qué decir. Con todo, no hay que identificar ese
"estar allí" en silencio impotente con la pretendida impotencia de Dios, que llevaría a
hablar de la pura y simple "muerte de Dios". Hablemos del dolor de Dios, no como
expresión y legitimación resignada de la impotencia, sino como expresión de la
grandeza y poder del amor de Dios, que abraza al hombre solidarizándose con él
precisamente en su sufrimiento y así lo libera de su impotencia, de su aislamiento y de
su no saber qué decir.
Esta manera creyente de "quejarse" a Dios es algo muy distinto de los lamentos con que
el hombre se sincera a veces sobre sí mismo y sobre su enfermedad, incapaz de abrirse
hacia fuera, fijado en su aislamiento y entregado a la depresión. En la pastoral habrá que
ayudar al enfermo a adquirir el lenguaje de la queja liberadora más allá del estéril
lamento: una queja que tiene su razón de ser en la misma oposición de Dios a las
fuerzas del mal y de la nada y en la fe en sus promesas y en su reino. Los salmos nos
muestran cómo este quejarse a Dios puede tener pleno sentido dentro de una actitud
creyente, por extraño que pudiera parecer en la mentalidad helénica de un Dios
omnipotente y omniperfecto. Nada ayudará tanto en la acción pastoral con lo s que
sufren como facilitarles la posibilidad de usar este lenguaje verdaderamente liberador.
La queja supone una confrontación con un Tú, del cual, de ordinario, se espera una
respuesta. Por esto no tiene carácter de monólogo, sino de diálogo. La queja implica que
de alguna manera uno se siente abandonado de Dios: pero por el solo hecho de quejarse
uno no supera tal abandono. En los salmos hallamos junto a la queja el recuerdo de la
experiencia de Dios en la comunidad, que aporta nueva conciencia y confianza en la
presencia de Dios, y desemboca en alabanza doxológica por lo que Dios ha hecho con
su pueblo en la historia (Sal 77,12; 86,8; 102; etc.). Los amigos de Job, en cambio,
fracasaron en su intento de enfocar el problema de su dolor desde el punto de vista de
una teodicea: con ello sólo lograron fijar al paciente en su misma impotencia, sin abrirle
el camino a la misericordia y fidelidad de Dios. El Dios que acompaña a los hombres y
sufre con ellos luchando contra su dolor no es el Dios de la consideración abstracta, sino
el Dios que se manifiesta en la narración histórica de lo que ha prometido y hecho con
su pueblo. De este Dios sólo puede hablarse repitiendo siempre de nuevo la misma
narración, en la convicción de que Dios quiere seguir haciendo lo que hizo en el
pasado. Así ya no se siente el hombre necesariamente fijado en su situación presente de
dolor; su situación queda abierta a la novedad de la acción de Dios.
La función del lenguaje, pues, no es aquí la de proporcionar una explicación teórica sino
la de mediar en una relación Yo-Tú: no está al servicio de una verdad Abstracta, sino al
de la verdad de la relación personal: una relación que se funda en el reconocimiento de
que Dios mismo sufre con los hombres sin querer el sufrimiento de los hombres, y que
tiene su mejor expresión en la oración.
La dificultad para el que atiende pastoralmente a los que sufren está en hallar un
lenguaje suficientemente expresivo para decir cómo Dios acompaña a los hombres en su
sufrimiento, o cómo las experiencias de otros pueden aportar sentido en el propio dolor.
Habrá que buscar el lenguaje adecuado a cada individuo y a cada situación; para ello no
bastará con referirse a los modelos bíblicos o judíos; habrá que recurrir a la tradición
cristiana con sus oraciones, sus cantos e himnos y su literatura espiritual, así como a los
ejemplos de las biografías de "testigos del dolor" que han sabido descubrir la cercanía
de Dios en su aflicción. Habrá que prestar atención a los malentendidos y desviaciones a
que se presta fácilmente el lenguaje del dolor. En pastoral no hay ni modelos ni criterios
definitivos de lenguaje: lo que se requiere es una teología correcta; el que la tenga estará
en situación de ver cómo puede comunicarla en cada ocasión.
Tradujo y condensó: JOSEP VIVES
MATTHIAS VOLKENANDT
FE Y DOLOR
No hay cuestión más inquietante que la existencia del dolor y la actitud religiosa del
que sufre. Precisamente la fe en un Dios bueno lleva al mayor desconcierto: ¿dónde
está Dios? ¿dónde se esconde su bondad y omnipotencia? En un intento de entender las
varias formas del dolor, el artículo comienza por presentar las respuestas dadas por la
predicación cristiana, verdadero reto a la teología, para bosquejar luego una doctrina
cristiana del dolor.
Menschliches Luid und die Frage nach Gott, Stimmen der Zeit, 207 (1989) 407-418
EL DOLOR HUMANO Y LA PREDICACIÓN
Son muchos los escritos que hablan del dolor como de una muestra de predilección
divina, de "la bendición de la enfermedad, con la que Dios intenta atraernos a su
corazón"; del "dolor que, bien considerado, es una prueba de la amistad amorosa de
Cristo" y medio de purificación. En 1972, Joaquín Brenning y Roswitha Brocks
emprendieron la valoración de unos 70 folletos, que podríamos denominar Guía de
enfermos. En ellos se expresa continuamente el convencimiento de que "el dolor viene
de la mano de Dios, ¡qué bendición tan inefable es!". "¿No experimenta Vd.
precisamente en el dolor, cómo Dios está á su lado?": Igual que el bisturí del cirujano, el
sufrimiento se convierte en cuchillo purificador, gracias al cual el hombre experimenta
un proceso de limpieza. Los consejos para saber comportarse en el dolor, empiezan por
su humilde aceptación: "¡qué sabio es el que se encuentra a gusto en la cama de
enfermo! ". Una y otra vez se remite a la cruz de Cristo, poniendo como ideal la
aceptación voluntaria de cualquier dolor, a ejemplo suyo: "un cristiano de veras toma la
cruz con ambos brazos!".
Y en clara contradicción con la idea de bendición de Dios, se le presenta asimismo
como castigo divino por los pecados cometidos. Hoy en día estas expresiones apenas si
se oyen, pero no cabe ignorar su enorme influjo en la conciencia cristiana; muchos se
preguntan aún: ¿cómo he merecido esto? Los Doce preguntaron acerca del ciego de
nacimiento: "¿quién ha pecado?. ¿éste o sus padres?" (Jn 9;2). Pocas preguntas contestó
Jesús con tal contundencia. Goethe describe el seísmo de Lisboa del año 1755, que él
presenció: "la tierra tiembla y oscila, 60.000 se hunden a la vez; y la clerecía no escaseó
sus sermones de penitencia".
Esta explicación oratoria deriva de una tradición secular: Agustín afirma que tanto el
mal como el dolor sirven en último término al bien; y Leibnitz define el dolor como
"casi nada" y elemento de gran armonía, del mundo que el perfecto Dios sólo pudo crear
perfecto. En el libro consolatorio de Juan de Dambach (s. XIV), muy difundido por toda
Europa, leemos: "el dolor es la ayuda segura que Dios envía; el testimonio fiel de que
ama en verdad al hombre". Un refrán alemán dice "Dolores ha de haber, si el cielo
quieres ver". En su pastoral de cuaresma del año 1857, escribe el obispo de Rennes a la
hambrienta población rural: "Consolaos pensando que el Salvador os ha querido poner
en, la situación más apta para realizar su salvación, haciéndoos partícipes de su cáliz".
También libros de oración y catecismos recientes atribuyen el dolor al querer de Dios:
reconozco que tu bondad me ha enviado esta enfermedad, dándome la oportunidad de
hacer penitencia por mis pecados. El Pequeño Catecismo Social de la KAB (Colonia
1952) pregunta: "¿por qué permite Dios la injusticia social?, para que alcancemos la
felicidad verdadera por el mismo camino que anduvo Cristo, el viacrucis que lleva al
gozo de la Cruz, a la alegría de la Resurrección". Y el Catecismo Católico de los
Obispados de Alemania (texto escolar 1965-72) trae memorialines que enseñan a
aceptar todo dolor en el seguimiento de Cristo: "Nunca me quejaré en el dolor. Sólo diré
callandico: más soportó Jesús".
CRÍTICA DE ESTA INTERPRETACIÓN
Los ejemplos aducidos se prestan a ser criticados. La crítica no afecta al paciente, a
quien esta predicación ayudaba de alguna manera; ni a la sinceridad de la pastoral que la
empleaba. Todas las respuestas contienen algo de verdad. Más no ignoremos sus
consecuencias negativas.
1. Francisco, al llamar hermanas bienvenidas a la enfermedad y la muerte, da un sentido
conmovedor al dolor. Pero esta significación que alguien es capaz de dar a su dolor, es
meramente relativa y no permite esbozar un sistema teológico válido para todo dolor;
antes al contrario, llena de contradicciones cualquier teoría del sufrimiento. Karl Rahner
ha observado que los ascetas cristianos no son consecuentes: mientras afirman que el
dolor procede del pecado, lo alaban enfáticamente como clima adecuado para el
desarrollo de las virtudes cristianas. Un tipo de respuestas determinado, puede acertar en
casos concretos la expectación de un paciente, pero a menudo le herirá tanto como "al
hambriento y sediento una lección sobre higiene y química de la alimentación" cuya
verdad no guarda relación con su realidad vital.
2. Si se enseña que todo dolor es un don de Dios, todo intento de superarlo carecerá de
interés. En último término, no es necesario ni aun lícito luchar contra él. Un sufrimiento
ordenado: por Dios "está en regla". La religión se convierte realmente en el opio del
pueblo.
La valoración del dolor lleva, en buena lógica, a glorificarlo y aun a buscarlo
deliberadamente, desacreditando los intentos por superarlo y la investigación a favor de
la terapia analgésica. Cuando Jaime Simpson introdujo en Edinburgo (1847) la
analgesia por inhalación para evitar los dolores del parto, se le trató de "blasfemo,
hereje y emisario del diablo (agent of the devil)". Es voluntad de Dios que la mujer dé a
luz con dolor, en castigo del pecado original Fue menester que Pío XII, el año 1956,
tomara posiciones en contra de la prohibición de la analges a en tocología, idea
dominante entonces también en la Iglesia católica.
3. El intento de atribuir el dolor a la intervención inmediata de Dios, corre peligro dé
concebir un "dios sádico" (D Sölle) y sentir "la mano de este gran torturador de
animales" (H. Heine), con la consiguiente pérdida de la fe; el sufrimiento se convierte
así en "roca del ateísmo" (L. Boff) "quizá mejor para Dios que no se crea en El" (A.
Camus). Mas con destronar a Dios, ni se supera el dolor, ni se contesta ninguna
pregunta. La aporía de un mundo sin Dios radicaliza aún más el problema: ¿no será la
protesta contra el dolor del todo injustificada, a no ser que se lo vea como algo que no
debiera darse? ¿por qué buscar "bajo un cielo vacío, un mundo racional y bueno"?
(Levinas). Si queremos seguir andando con Dios, debemos replantearnos su relación
con el dolor.
Llama la atención que al hablar de éste como roca del ateísmo, sólo se nombre a Dios
sin mencionar a Cristo, si no es insertando un despropósito tras otro al citar su Cruz.
Hay un viacrucis que es camino hacia Dios y una cruz que el cristiano debe abrazar si
quiere seguir a Cristo (Mc 8,340. Pero no todo dolor es, sin más, seguimiento de Jesús.
¿Cómo va a serlo el que uno se causa culpablemente con sus pecados? Intentemos
distinguir por tanto, en cuanto sea posible, las distintas formas de dolor que resultan de
una u otra causa o de la posibilidad de superarlo y que exigen interpretaciones cristianas
contrapuestas.
DIVERSAS FORMAS DE DOLOR
1. Sufrir para otros
Sufrir fue algo tan esencial en la vida de Jesús, que el evangelio viene a ser una "historia
de la pasión, con una extensa introducción" (M. Kähler). Su bondad chocó con los
opresores políticos o religiosos y aun con los zelotas que pugnaban por la liberación
apelando a la violencia. Quería poner fin a toda dolor (Lc 4,18) y no cejó en la lucha ni
aun cuando le alcanzó a él mismo. Pero aceptó el sufrimiento que acompañó toda su
vida, sin jamás quererlo ni buscarlo como tal. Su dolor fue un "dolor producido por la
lucha contra el dolor".
Quien quiere seguir a Jesús sin acomodarse a este mundo presente (Rm 12,2), deberá
mantenerse como extranjero en él, padecer y ser desechado y odiado por su nombre (Mc
13,13; Jn 16,26). El discípulo de Jesús sufre porque quiere valorizar el evangelio,
dedicándose, p.ej., a aliviar las penas de los indígenas del Brasil. Esta fatiga activa por
un mundo sin dolor, es el auténtico dolor cristiano.
El que sigue este camino de Jesús, en la esperanza de que Dios no abandonará al justo a
la muerte, participa de la cercanía de Jesús al Padre, capaz de proporcionar la más
completa alegría. Aunque una falsa mística de la Pasión haya pasado por alto esta
alegría, es correcto ver en Jesús paradójicamente, al "hombre más feliz que jamás haya
vivido" (D. Sölle). Hemos sido bautizados en Jesús en unidad de destino (Rm 6,3), y
esto comporta participar en esta alegría, pues "llevamos en nuestros cuerpos el morir de
Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo" (2Co 4,10).
Por tanto, este primer tipo de dolor, que proviene de la lucha contra el sufrimiento de la
humanidad, dice relación a la Cruz de Cristo y se lo puede aceptar por El y para
participar en su alegría.
2. Sufrir a causa de los demás y de uno mismo
El cristiano no sufre tan sólo por su opción por Cristo. La maldad humana, las guerras o
la opresión, son otra fuente de dolor. El mismo obra mal, molesta a otros, nunca es del
todo cristiano. Y por difícil que resulte decir dónde empieza el mal uso de la libertad,
cierto que el dolor causado por un pecado propio no proviene de seguir a Cristo, sino de
abandonarle. Dios no quiere ese dolor ni el debido a pecados ajenos. Aceptarlo
significaría otorgar al pecado derecho de existencia. Ni tiene sentido ver en ese dolor
una proximidad especial a Jesús. Esto sería lo más absurdo que se puede pensar y
malversar de la manera más burda la cruz de Cristo. ¿No es más bien la vuelta del hijo
pródigo lo que le acerca al Padre? También aquí deberá levantarse contra el dolor.
¡El alzarse contra el sufrimiento injusto, la resistencia activa contra el dolor, es el dolor
en nombre de Dios!, como se ve claro en el comienzo de la historia bíblica: los hebreos
no sufrían en Egipto por voluntad de Dios, cuyo nombre ni tan sólo conocían; sino por
la maldad del Faraón y por su subordinación como minoría étnica. Su situación no era
del todo intolerable. Podían saciarse con las "ollas de carne de Egipto" (Ex 16,3). Pero
en cuanto encontraron a Dios (Ex 3), su paciencia cedió el lugar a la obligación de
presentarse en su Nombre al Faraón y exigirle la libertad. A lo que contestó: "No
conozco a Yahvé. Que se aumente el trabajo de estos hombres (Ex 5,2 y 9). Este
sufrimiento por la liberación y la santidad es un tormento "por causa de su Nombre".
La "desgracia apática" (Handke) no es un ideal cristiano. Dorotea Sölle habla con razón
de la "apatía postcristiana" de nuestras naciones civilizadas y cita la satisfacción del
obrero de una gran fábrica, contento porque así lo dicen la sociedad y la propaganda.
Pero el cristiano luchará solo con los medios de Cristo, "sin devolver mal por mal" (I P
3,9). No por debilidad sino a conciencia de que el único modo de superar el mal es
romper la fatídica cadena de violencia y contraviolencia. Cuando el cristiano padece por
renunciar a la fuerza, sufre por seguir a Cristo y aun en sus fracasos sabe andar su
viacrucis.
3. Sufrir con la creación
El cristiano participa asimismo con la naturaleza irredenta, del sufrimiento creacional,
que le viene de haber sido creado en este mundo (Rm 8,22) y que se concreta en forma
de una enfermedad grave, de una parálisis congénita, de la pérdida de un- ser querido,
de la mortalidad que nos es propia. Y aunque el dolor sea el sello de una creación caída
colectivamente en el pecado que gime por su redención (Rm 8,23), no hay respuesta
humana al dolor existencial y el cristiano que la intenta va mucho más allá que la
Escritura. La cuestión del dolor individual de cada uno sigue sin respuesta válida. La
teología no la reclamará.
¿Se encuentra pues el cristiano en el mismo desconcierto que el ateo? Si nos referimos a
la raíz última del dolor, sí. Pero esta cuestión, donde queda sin respuesta, no es la
pregunta más profunda del hombre. Lo que importa es encontrar en este dolor y a pesar
suyo un camino, la posibilidad de seguir viviendo. La palabra sentido del, o mejor en el
sufrimiento, del indogermano sent (orientarse), no alude a la finalidad del dolor, sino al
rastreo de un camino (latín: sent-ire) a través del sufrimiento. ¿Qué podemos decir,
pues, respecto al dolor creacional?
a. Dios no quiere ni envía el dolor
La tesis tradicional "Dios permite el dolor como medio para un fin más elevado del
orden físico o moral", resulta difícil de comprender ante la vida de Jesús, testigo del
Padre (Jn 1,18). Sus obras muestran que Dios no quiere el sufrimiento, ni mucho menos
lo envía. Imposible pensar que los dolores "hayan sido impuestos como castigo o
anexados como ocasión para hacer méritos, siendo así que la misión de Jesús se orienta
hacia la salvación y la liberación de la criatura" (Kahlefeld). Que Dios pueda obrar la
salvación y el bien aun mediante el dolor creacional y el pecado humano (Gn 50,20), no
significa que los quiera, sino que su voluntad salvifica es tan fuerte, que actúa aun aquí
y precisamente aquí. Jesús nunca alabó el dolor hablando de la bendición del
sufrimiento, antes al contrario, desafiando la jerarquía del templo jerosolimitano, gritó
en nombre de Dios: ``levántate, toma tu camilla y vete a tu casa" (Lc 5,25) ahora
mismo, en sábado.
La certeza que da la fe, de que Dios no quiere el dolor, es fundamento de esperanza.
Dios está cerca del que sufre y quiere la supresión del dolor. La traducción de Mt 10,29,
según la cual ni un gorrión cae en tierra "sin el consentimientode vuestro Padre" es
falsa. Más bien debe decir que no cae "sin vuestro Padre", sin que El esté ahí cerca.
b. Dios participa de cerca en el dolor del que sufre
Mientras nosotros nos imaginamos un Dios fuerte y tonante, sentado feliz en su trono,
sin entender que Jesús "no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; sino que se despojó de
sí mismo tomando condición de siervo, hecho semejante al hombre" (Flp 2,6), los
evangelios nos hablan del Dios presente en el hambriento (Mt 25,40). En su entrañable
misericordia siente de tal modo la pena de la criatura, que hace suyo su doliente destino.
La pregunta sobre el dolor sufre un cambio radical: "¿Qué le importa esto a Dios, por
qué permite el dolor del mundo? Propón esta pregunta' ante la Cruz; mira su rostro,
transido de dolor".
La esperanza cristiana se basa en que Dios interviene en nuestra quebrantada realidad,
permaneciendo a la vez Dios, superior al dolor y aun a la irreversibilidad de la muerte.
Frente a esta total superación del dolor en la Resurrección de Cristo, el sufrir no
significa el fin de la promesa, sino la manifestación del poder y la fidelidad de Dios.
Con la experiencia del favor divino, el dolor no desaparece, pero se obra un cambio, en
el que el paciente no es ya superado por él: se siente oprimido, pero no aplastado,(2Co
4,8). La sensación de abandono, que halla su colmo en la muerte, se transforma en la
convicción de la asistencia divina. El dolor y la muerte pierden su aguijón (1Co 15, 55),
lo más angustioso de su fuerza. Sigue siendo verdad que "estamos cercados por la
muerte en medio de la vida", pero asimismo que "en medio de la muerte, estamos
rodeados de vida" (Lutero). Una la rga tradición litúrgica y expresiones como la alemana
leider Gottes (dolores de Dios) aluden a esta compasión divina, dando testimonio de la
proximidad de Dios en el sufrimiento. Generaciones enteras han ido exclamando: por
los dolores de Cristo he de soportarlo, es decir: sólo en atención a los dolores de Dios y
con su ayuda, puedo sufrirlo.
LA ENSEÑANZA CRISTIANA SOBRE EL DOLOR
Si en contraposición a una respuesta teórico-especulativa, sólo el encuentro con Dios es
capaz de abrirnos a la vida, la fe en esta presencia divina, especialmente difícil en
tiempos de desolación, deviene la pregunta fundamental; teniendo en cuenta que la
tradición litúrgica del salmo 23,4 (aunque pase por valles tenebrosos, te tengo cerca de
mí), o la imprecación de Pablo, nada puede separarnos del amor de Dios (Rm 8), se
refieren más bien a la experiencia contraria de la lejanía de Dios, pues sólo expresan
seguridad en cuanto se hace sentir la inseguridad.
1. La querella contra Dios del atribulado, dirigida a Dios
La tribulación lleva al mutismo, que impide toda comunicación. El primer paso para
encontrar a Dios puede ser precisamente el superarlo, con una protesta en que el
atribulado se exprese sinceramente. En este grito contra Dios dirigido a Dios, el
atribulado vuelca el peso de su dolor, a la vez que se agarra a Dios, a quien dirige su
querella. La queja ha perdido su importancia en la conciencia de la Iglesia. El Job que se
querella apasionadamente en la parte central del libro, es mucho menos conocido que el
piadoso y paciente Job de la narración marginal. Las formulaciones didácticas a del
catecismo (no "quiero" quejarme nunca en el dolor) y los refranes (aprende a sufrir sin
quejarte) lo atestiguan. Las personas educadas así, si llegan a gritar, sentirán más el
sentido de culpabilidad que la confortante fuerza de la queja.
Al exteriorizar su pena en unión con otros, se puede sentir un principio de liberación del
aislamiento. Los salmos bíblicos de lamentación han ayudado durante siglos a
exteriorizar el dolor común, al resaltar la tensión con que el hombre se queja vivamente
contra Dios, a la vez que invoca su presencia: "Mi carne y mi corazón se consumen:
¡roca de mi corazón!" (S 78,26). Esto nos lleva a plantearnos la pregunta sobre el valor
de la palabra que nos habla de la salvación divina:
2. La teología narrativa y el dolor humano
El contraste entre la desgracia actual y la: historia de la salvación es innegable y J.B.
Metz intenta reducirlo lo recordando que el cristianismo no es "una asociación
argumentativo- interpretativa, sino una sociedad narrativa". El carácter rememorativo de
la liberación y esperanzas que relata, lejos de ser una mera revisión de la historia, las
proyecta de manera eficaz en el presente. Tal actualización corriente en el ámbito
bíblico-semita y muy viva en el judaísmo actual, cuyas comunidades revíven en sí
mismas la narración de la Pascua, es evidente asimismo en la concepción narrativa de la
Iglesia: la fórmula del signo sacramental explica ("en la noche en que fue entregado")
algo que realiza en el presente; y el relato de la pasión no es una disertación sino el
recuerdo de un hecho cuyo poder operativo puede abrir un camino de vida.
3. La mediatizada inmediación de Dios en la acción humana
Cuando Jesús encontraba un enfermo, se preocupaba de su salud corporal y convertía su
curación exterior en signo de la salvación. Del mismo modo, cuando alguien continúa
su lucha contra el dolor, puede que el enfermo halle a Dios y empiece a declinar su mal.
La "mediatizada inmediación de Dios" (Schillebeeckx) hace que no podamos prescindir
de mediaciones, sino que éstas nos ayuden a encontrarle.
La tarea que esto impone al hombre vale tanto en el dolor curable como respecto al mal
creacional, que en conjunto es insuperable. Y ¿dónde comienza en realidad la
imposibilidad de curación y dónde acaban las posibilidades humanas? El sufrimiento
alcanza su grado sumo si a un diagnóstico irreversible se añade la actitud de los demás.
Impresiona ver hasta qué punto un concepto unitario de medicina, sicología y teología
es capaz de aliviar al enfermo desahuciado. Cuando el enfermo ve en esta dedicación y
en el alivio de las curaciones parciales un signo de la fidelidad y voluntad salvadora de
Dios, "el amor humano deviene un sacramento del amor redentor de Dios"
(Schillebeeckx).
Y al que le atiende, en el juicio final (Mt 25) no se le preguntará sobre la imposible
curación del enfermo o liberación del preso, sino solamente sobre sus posibles visitas al
paciente. El cristiano puede superar la resignación pasiva y hacer lo que hoy le es
posible, porque adivina en lo provisorio la salvación total de Dios, más aún, como dice
Simone Weil, la toca: "hay que hacer lo posible para tocar lo imposible".
Cierto que toda ayuda humana resulta muy limitada ante el dolor. Pero toda ayuda puede entenderse como proyecto inicial de una salvación divina que no conoce límites, precisamente porque la fuerza y fidelidad de Dios, a diferencia de la humana, carece de fronteras. Andar en una noche oscura es muy distinto que andar en la noche de la ceguera, ya que el que anda en la oscuridad sabe muy bien que hay luz y que la volverá a ver. Gracias a la dedicación y al alivio experimentadas por el enfermo, su angustia se podrá transformar en la esperanza, capaz de hacer soportable su dolor, de la salud global de Dios en la que Dios "secará toda lágrima" y "nunca más será de noche" (Ap 21, 4 y 25).
Tradujo y condensó: RAMON PUIG MASSANA