Sufrimiento

Artículos de Selecciones de Teología

 

Autor

Coautor

Volumen

Revista

Fecha

Año

Articulo

R. TOURNAY

 

5

17

Enero - Marzo

1966

El proceso de Job

Ver

YAIR HOFFMANN

 

25

99

Julio - Septiembre

1986

La ironía en el libro de Job

Ver

MICHAEL PLATHOW

 

26

101

Enero - Marzo

1987

El sufrimiento humano como sentimiento de la ausencia de Dios

Ver

JOHANN BAPTIST METZ

 

33

130

Abril - Junio

1994

Cómo hablar de Dios frente a la historia del sufrimiento del mundo

Ver

J. R. GARCÍA-MURGA

 

33

130

Abril - Junio

1994

¿Dios imasible o sensible a nuestro sufrimiento?

Ver

JUAN A. ESTRADA

 

39

156

Octubre - Diciembre

2000

¿Desde el sufrimiento encontrarse con Dios?

Ver

JEANNE STEVENSON-MOESSNER

 

43

170

Abril - Junio

2004

El camino de la perfección. El sufrimiento en la carta a los Hebreos

Ver

JOSÉ SALGUERO

 

4

16

Octubre - Diciembre

1965

La cautividad de Babilonia y la espiritualidad del dolor

Ver

ULRICH EIBACH

 

23

92

Octubre - Diciembre

1984

El dolor del hombre y su imagen de Dios

Ver

MATTHIAS VOLKENANDT

 

30

117

Enero - Marzo

1991

Fe y Dolor

Ver

JÜRGEN MOLTMANN

 

33

129

Enero - Marzo

1994

La pasión de Cristo y el dolor de Dios

Ver

 

 

 

R. TOURNAY, O. P.

EL PROCESO DE JOB

Le procès de Job, ou l'Innocent devant Dieu, La Vie Spirituelle, 95 (1956) 339-354.

El poema de Job contiene un mensaje para el hombre atormentado de hoy que busca una

respuesta a la angustia de su sufrimiento. Job lucha con Dios para obtener una

bendición. Job reclama a Dios como garante de su inocencia. Dante y Milton, Lutero y

Calvino, Shakespeare y Goethe, Herder y Kant, Carlyle y Kiergaard, Dostoievski y

Jung, y otros tantos luchadores de la existencia se han sentido profundamente atraídos

por el poema de Job.

El hombre de todos los tiempos se ha rebelado ante el dolor de los inocentes. Los

escribas sumerios del año 3000, los babilonios, los asirlos, los egipcios, buscando una

respuesta a este enigma, llegaban a soluciones a veces cínicas y pesimistas, a veces

confiadas y sumisas, pero siempre recurriendo a la magia y a los ritos cultuales. Por los

años 480, Esquilo -y la cultura mediterránea- proponía una sumisión fatalista a las

inevitables decisiones de Zeus.

Precisamente en esta época, hacia el siglo v a. C., un poeta inspirado de Jerusalén

escribe para los jóvenes de Israel el poema del Inocente que se enfrenta a Yahvé para

conquistar el fallo favorable de su radical inocencia. La bendición de Dios para los

israelitas coetáneos del poeta se manifestaba en la abundancia de los bienes terrenos:

salud, riqueza, seguridad, longevidad, descendencia fecunda, honor. La maldición de

Dios se manifestaba asimismo en el fracaso y la catástrofe terrena. Después de la

muerte, el hombre marchaba al Sheol, donde tenía que permanecer transcurriendo una

existencia lánguida, sin esperanza de renacimiento. Sólo en tiempo de los Macabeos, se

consolidará la creencia en una retribución consecuente a la resurrección de los mártires

y de los justos. En el poema se presenta el aparente absurdo del justo maltratado por la

voluntad, siquiera permisiva, de Yahvé, incomprensiblemente responsable de los

sufrimientos: "Si un azote acarrea de súbito la muerte, Él se ríe de la desesperación de

los inocentes (. ..) si no es Él, ¿quién es, pues? a (9,23-24). Este poema es un recio

testimonio de las disputas que se enzarzaron entre los sabios de Israel a propósito de la

tradicional doctrina de la retribución o castigo terrenos. Desde Jeremías (12,1 s.), llegó a

ser, especialmente después del exilio, un tema clásico de discusiones en los círculos de

los escribas. Pueden verse, al respecto, algunos textos contemporáneos o algo

posteriores al poema: Mal 2,17; 13,15 y los Salmos 37,49 y 73.

Una convergencia de índices nos permite situar el origen popular de la historia en la

región situada al Sur de Damasco. Tal vez el autor recogió en estos parajes los

elementos de su narración. De acuerdo con la tendencia arcaizante inaugurada por

Ezequiel, el gran erudito del siglo VI quiere colocar a su héroe pagano en un cuadro

patriarcal premosaico, y hace de él un jeque seminómada del desierto sirio.

La prueba

Conocemos el hilo de la narración: Job bien instalado en la vida, es maltratado por

Satán en sus bienes, en sus hijos y en su mismo cuerpo, hasta que Dios recompensa su

paciencia. Conviene ahora precisar los rasgos de los personajes y las encrucijadas del

proceso.

Satán en hebreo significa el Adversario, y, más exactamente, el Acusador. Aquí es

todavía un funcionario sumiso a Dios. Más tarde, hacia 300 a. C., vendrá a ser nombre

propio, el Adversario de Dios (Cf 1Par 21,1). Una o dos generaciones antes, en Zacarías

3,1 ss., Satán aparece como Acusador del gran sacerdote Josué ante la corte celeste.

Ahora consigue permiso para tentar personalmente a Job. Job y sus amigos ignorarán,

sin embargo, esta autorización. Al lector del poema, esta presencia del Acusador que

tienta, pretende mostrarle cómo los sufrimientos no son necesariamente castigos, sino

pruebas. Esto no disminuye la responsabilidad divina, porque Job hubiera podido

sucumbir ante el dolor y maldecir de Dios.

Los amigos de Job tipifican posturas. Elifaz es el sabio edomita digno y doctoral,

piadoso e indulgente. Bildad, severo y brillante, es el gran defensor de la tradición.

Sofar, nombre árabe, es el hombre de la calle, brusco e insolente, inculto e iletrado

según aparece en su argot de aforismos mal digeridos. Ninguno de ellos parece haber

experimentado el sufrimiento, e imaginan que para consolar a un desgraciado basta con

recitarle tesis de teología.

Los tres amigos comparten, al principio, el dolor de Job. Guardan a su lado, durante

siete días y siete noches, un silencio embarazoso, cargado. Escuchan luego la larga

lamentación de Job, que no quiere maldecir de Dios, como su mujer le proponía, pero sí

maldice "el día que me vio nacer" (3,3). Fragmento de corte jeremíaco que, con una

belleza literaria incomparable, traza los efectos del dolor en un hombre que se interroga

en vano sobre el sentido de su brutal aplastamiento. Los lamentos de Job son una

sentida y oficial denuncia contra la dicha inmerecida de los impíos y los sufrimientos

gratuitos de los justos (21, 75; 24,1).

Los tres amigos protestan; acusan al que sufre. Si es duramente castigado, es que ha

cometido la impiedad (4,6; 15,4; 22,4) o algún otro pecado. En el primer discurso -que

contiene las ideas que el trío repetirá a lo largo de los tres ciclos de discusión- Elifaz

opina abiertamente que los impíos serán castigados sin clemencia y que todo hombre es

pecador, luego responsable de su desgracia; que Dios corrige al hombre por el

sufrimiento, para en seguida curarle y sanarle. Es la doctrina tradicional que el poeta, en

realidad, acepta en sus grandes líneas; mas no quiere explicaciones superficiales. El

alegato se endurece progresivamente. En el segundo ciclo (22-27), el tono es más vivo.

La simpatía de los amigos se torna severidad: Job es un orgulloso si no reconoce y

acepta su pecado. Pero Job se resiste fieramente a perder el honor y renunciar a la

conciencia de su honradez. Es. ésta la suprema prueba. La que se rebela a sufrir. Y

desafía a los sabios a que le arguyan de pecado: "¿Quién dirá que miento y reducirá a la

nada mis palabras?" (24,25). Ninguno de los tres amigos puede responderle. Es la

bancarrota de los sabios profesionales. Y se dispone a darles una lección magistral (Cf.

27,11). Él sabe mucho más que ellos acerca de la Sabiduría misteriosa, inaccesible,

inestimable. Lejos de ser una interpolación, el elogio de la Sabiduría (28) cierra

admirablemente la discusión. Al reconocer la Sabiduría divina, renuncia Job, como

verdadero "sabio", a explicarse el misterio de su dolor. Entonces se afana en interpelar a

Dios: "¡Yo grito hacia Ti y no me respondes, permanezco en pie y no me haces caso¡"

(30,20).

Dios permanece sordo. Job le lanza su última conminación para que se pronuncie en

declaración oficial de inocencia: "Ni anduve con engaños, ni corrieron hacia el fraude

mis pies; péseme Dios en balanza justa y Dios reconocerá mi inocencia... " (31,5 ss.). Y

R. TOURNAY, O. P.

decididamente, con solemnidad: "He aquí mi firma (mi taw). Respóndame el

Todopoderoso en cuanto al libelo de acusación escrito por mi adversario" (31,35). Es un

proceso del más puro estilo jurídico el que Job ha abierto a Dios. El autor conoce el

lenguaje de los tribunales. El justo necesita encontrar argumentos en su defensa, y se

afana por encontrarlos (9,14). Pero, en la querella, sabe Job que Dios es juez y parte.

Job no puede utilizar las formas usuales y corrientes de los demás procesos: "Si quisiera

recurrir a la fuerza, el fuerte es Él. Si al juicio, ¿quién podrá emplazarle? Aunque

creyera tener razón, su boca me condenaría..." (9,19-20). "No es Él un hombre como

soy yo, no puedo decirle: Vamos los dos a juicio. No hay entre nosotros árbitro que

entre los dos pueda interponerse" (9,32-33). Multiplica por ello sus ruegos y acepta de

antemano la sentencia, callarse y expiar. Mas, a despecho de toda súplica, el Dios

inaccesible parece negar el certificado de inocencia. La fe en Dios no se apaga y le lleva

incluso a apelar a Dios contra Dios en un sublime acto de fidelidad (19,25-27). La

esperanza le asegura que Dios acabará por hacerle justicia, porque, aún ahora, Job cree

más en la justicia de Dios que en la suya propia. Sabe que sus ojos verán a Dios, antes

de que le llegue la muerte. Lo predice: "Yo le veré, veránle mis ojos" (19,27). Y se

cumple al fin del poema: "Sólo de oídas te conocía, mas ahora te han visto mis ojos"

(42,5).

El inocente ante Yahvé

La prueba llega hasta el culmen: Job, tratado de pecador, de impío, ha sido claramente

privado de su bien más querido, de su honor (19,9), de su "gloria" -kabód-, réplica de la

gloria divina (Cf. Sal 8;9, texto contemporáneo de Job): No le importaría la muerte,

pero desea y necesita justificar ante Yahvé su conducta (13,15). Admite sus

ofuscaciones, sus intemperancias de palabra, explicables por demás en su situación.

Pero todo esto no le hace enemigo de Dios. Y, sin embargo, ahora es humillado

ultrajado, calumniado, arrastrado por el polvo. Ha sido privado del resplandor externo

de la justicia que le es debido. La quinta Lamentación de Jeremías decía ya lo mismo a

propósito del pueblo de Israel: "Cayó de nuestra cabeza la corona" (Lam 5,16). Job

ahora vuelve insistentemente al tema esencial: "Mantendré con firmeza mi justicia y no

lo negaré, no me arguye la conciencia por uno solo de mis días" (27,6). La última

palabra de su apología es para declarar que quiere llevar sobre sus hombros y emir

como una diadema el libelo de acusación, la requisitoria puesta contra él, porque está

seguro de poder refutarla y de poder adelantarse como un príncipe victorioso ante sus

adversarios.

Job empieza a hablar el lenguaje de los anawim, de los pobres que ruegan a Dios para

que les rehabilite, les haga justicia y confunda a los calumniadores. Habría que citar

todo el salterio (3,4; 5,11; 54,9; 58,11; 62,8; 91,8; 112,9; 149, 5; etc.) para comprender

el lenguaje de los anawim, descendencia espiritual de Jeremías. Recuerdan a David, el

pecador reconciliado, a Moisés, el hombre más humilde de la tierra (Num.12,3). Saben

que Dios ama a los humildes que le buscan y le obedecen (Sof 2,3; 3,12). Esperan que

otorgará a los afligidos una diadema en lugar de la ceniza que les cubre, que levantará al

pobre del estercolero y le sentará entre los nobles (Is 60,3), (1Sam 2,8). Todos estos

textos, lo mismo que los de Job, proceden del mismo círculo espiritual y literario: el

grupo de los fieles que después del exilio han de componer el Pueblo de Israel, cuya

más profunda espera es la del Mesías, Siervo de Yahvé, defensor y rey de los humildes

(Sal 72; Zac 9,9).

Por el momento Job espera sólo la respuesta divina, obstinado en declararse inocente.

Dios sigue callado. Aparece en escena Elihú, un desconocido procedente del vecino país

de Buz (32). En sus cuatro discursos, vuelve a menudo las mismas palabras de Job y de

los amigos. Su himno a la omnipotencia divina, a Aquél que se deja oír en el trueno

(36,33), parece preparar la teofanía que va a seguirse cuando Dios responda a Job, desde

el seno de la tempestad. Acaso fuera Elihú un autor joven que pretendió completar la

obra del viejo poeta, bien que con menos fortuna literaria. Su tesis reafirma a Job la

necesidad de humillarse ante Yahvé (33,9-27; 34,5-7). Sabe bien que Yahvé hace

justicia a los pobres y humilla a los reyes para purificarles de su orgullo. Job debe

glorificar, por tanto, a Yahvé y a su obra (36,24) y humillarse como perfecto anaw, en

lugar de ensoberbecerse en la autoafirmación de su justicia. El propio Yahvé va a dar

ahora a Job esa lección de humildad auténtica.

La presencia de Yahvé

El Todopoderoso se manifiesta en el trueno, en la tormenta (38,1), símbolo bíblico de su

soberanía sobre el Universo. Comienza con un reproche a Job, que se ha atrevido a

replicar al Omnipotente, sin comprender nada. Despliega el Señor todo su esplendor y

poderío creador en los cielos y la tierra, extraordinario contraste con la pequeñez de su

siervo, para terminar con el alegato a Job: "¿Acaso querrá el censor contender todavía

con el Omnipotente? El que pretende enmendar la plana a Dios, respondan (39, 32).

Han cambiado los papeles. Job es llevado a juicio por Dios. Job no puede tratar de igual

a igual con Dios y se da por vencido. Se humilla definitivamente porque, ante las

maravillas de Dios, ha tomado conciencia de su propia ignorancia, de su debilidad, de

su nada: "He hablado de ligero. y Qué voy a responder? Pondré mano a mi boca"

(39,34). Job, que ha visto a Dios, no por una visión directa y sensible, pues Dios es

invisible y escondido a la mirada humana (23,8 s.), sino por una percepción nueva de la

realidad divina a través de la admirable variedad de sus criaturas, muestra de la

sabiduría y del poder de Yahvé -comprende que no hay nada que discutir con Él, puesto

que Él es el único y supremo Juez de nuestras acciones. Entonces, en su humillación

(42,6), acepta comportarse plenamente como verdadero pobre, como auténtico anaw.

Renuncia a ser tratado como justo y sacrifica definitivamente al Señor su bien más

estimado: el honor. Se reconoce culpable por el orgullo, el más grande de los pecados

(Sal 19,24). Job, culpable, ha perdido el proceso...

Pero es precisamente ahora cuando acaba de ganar el proceso. Dios va a rehabilitarle,

dándole el céntuplo del honor a que había renunciado. Dios le llama repetidamente su

servidor (42,7-9), mientras vuelve su enojo contra los amigos de Job porque no han

hablado de Yahvé rectamente, como su siervo Job (42,7).

Y Dios recompensa sobreabundantemente a su siervo Job en rebaños, descendencia y

longevidad, como muestra de su bendición. Se realiza el emotivo intercambio dei Salmo

131. Es la tesis clásica de la retribución terrena a la que el autor no ha renunciado

completamente. Pero antes de este epílogo, ha sido preciso que Job se convirtiera en un

pobre, en un verdadero anaw. Dios rechaza al soberbio (Sal 19,14) y acepta al mísero de

corazón contrito que sinceramente sabe doblegarse a su palabra (Is 66,2; Sal 51,19).

La lección a Israel

El viejo poeta ha querido enseñar a los jóvenes de Israel. Como pueblo de Dios, tienen

que aceptar los planes de Yahvé y esperar sólo en Él, sin buscar la propia gloria o el

propio éxito. Dos siglos después de Job, el Cronista enseña que Dios no rehúsa jamás la

gracia a un corazón contrito que recurre a Él. De modo semejante se comporta Judit ante

los ancianos de Betulla que discuten los divinos designios. Porque la verdadera

justificación es un don de Dios. El encuentro entre Dios y el hombre no puede ser una

fría relación aritmética.

El libro de Job enseña al hombre que sufre, a abandonarse como un niño en el misterio

de los planes divinos. Es el gran preámbulo las grandes revelaciones sobre la felicidad

celeste, que es esencialmente una gracia. Se disocia el sufrimiento y el pecado, el dolor

y el castigo, con objeto de hacer entrar el sufrimiento humano individual en el misterio

de los planes divinos. La vida de Job, abrumada hasta el exceso, absurda, destrozada, es,

pese a todo, la obra de un Dios poderoso y bueno. Job ha sido ensalzado cuando ha

renunciado a su amor propio. Renunciando a su justicia, ha sido justificado. Con su

llanto, con su lepra y con su basura nos enseña que no existe necesariamente una

recíproca correlación entre mal físico y castigo de pecado. Es el lenguaje de los pobres

el único modo correcto de expresarse ante el Dios dadivoso. El tema se repetirá como

leitmotiv hasta el Nuevo Testamento en boca de María: "Levantó a los humildes". Y en

las palabras de Jesús: "El que se humilla será ensalzado."

Quinientos años después de Job, el Señor de la gloria (1Cor 2,8), renunciando a toda

gloria humana, se hacía efectivamente el Gran Pobre, "por lo cual Dios soberanamente

le exaltó y glorificó" (Flp 2,8 ss.). Esta victoria manifiesta y definitiva sobre el

sufrimiento, la muerte y el pecado, Job la ignoraba aún; pero él prenunciaba la felicidad

de los pobres en espíritu y preparaba los corazones de los anawim de Israel al mensaje

evangélico, al supremo misterio del Mesías crucificado, "poder y sabiduría de Dios"

(1Cor 1,24).

Tradujo y extractó: LUIS RIERA

YAIR HOFFMANN

LA IRONÍA EN EL LIBRO DE JOB

Como es sabido, las dificultades que se le presentan al exegeta cuando intenta

interpretar el libro de Job son múltiples. Se han buscado muchas claves interpretativas,

aunque ninguna de ellas es totalmente convincente. En el presente artículo, el autor, a

partir de la discusión entre Hegel y Kierkegaard sobre si Sócrates era o no irónico, se

enfrenta a la posibilidad de usar la «ironía» como instrumento exegético para

descubrir el mensaje central del libro de Job. El resultado es este sugerente artículo

que puede suponer un avance para la ciencia exegética en relación al libro de Job, ese

libro de temática tan existencial y siempre tan actual.

Irony in the Book of Job, Immanuel, n. 17 (1984) 7-21

I. LA IRONÍA, UN INSTRUMENTO INTERPRETATIVO A USAR CON

PRECAUCIÓN

En su libro sobre la ironía, Kierkegaard discute con Hegel sobre si Sócrates era o no

irónico cuando se definía a sí mismo ante la gente como ignorante. En todo caso,

Sócrates quiso decir lo que dijo. Pero Kierkegaard detecta la ironía en que Sócrates veía

que era superior a los demás por lo menos en que reconocía su propia ignorancia.

En su esencia misma, la ironía es una forma evasiva de expresión por medio de la cual

el que habla encubre sus intenciones: Se dice precisamente lo opuesto a lo que se

piensa. La ironía se determina más por el contexto que por la frase misma; de aquí que

el mismo enunciado pueda ser irónico en un contexto y totalmente no irónico en otro.

La ironía, ¿clave interpretativa del libro de Job?

Cuando propongo que veamos la ironía como la clave central de exégesis en el libro de

Job, yo sé muy bien que me expongo a desacuerdos y críticas sin que por mi parte sea

capaz de probar que mi punto de vista es inequívocamente perfecto. Pero es

reconfortable el saber que mis críticos difícilmente son mejores en este punto. En

cualquier caso, no rechacemos la opción irónica, pues a final de cuentas nadie discute

que la ironía es uno de los más importantes elementos expresivos en cualquier lenguaje

natural.

El intento de hacer uso de la ironía como herramienta exegética especialmente en el

caso del libro de Job, es debido a un problema exegético especial que* probablemente

no aparece en ninguna parte de la literatura bíblica con tanta fuerza, a saber, cuál es la

actitud del libro hacia el tema central que se plantea. El tema central, por supuesto, no

es qué punto de vista sea el preferible: si el de Job o el de sus amigos; para esto ya hay

una clara respuesta divina en el epílogo. El auténtica problema es si Job tenía derecho a

quejarse a Dios, si sus mismas quejas estaban justificadas. Diciéndolo de un modo más

impersonal y abstracto, ¿cómo expresa el libro de Job sus propias respuestas al

problema puesto de relieve por el protagonista?

La respuesta a las preguntas anteriores puede parecer absurda, pues nosotros esperamos

que la postura del autor sea aquella que queda expresada en las respuestas directas que

tiene el libro a los problemas planteados. Ahora bien, la controversia en torno al

significado de la respuesta divina manifiesta que las cosas no son tan simples. Ya que el

autor puede ser ambivalente, el exegeta no debe pasar por alto que la ironía es un

camino clásico de tomar urja postura sobre materias complejas.

Sí, pero usada con precaución

Sin embargo, tal posición exegética no puede ser adoptada acríticamente, pues de lo

contrario nosotros corremos el peligro de distorsionar la realidad. Varios ejemplos harán

esto más claro:

Las muchas metáforas utilizadas por el autor del Cantar de los cantares para describir a

su amada ("A mi yegua, entre los carros de Faraón, yo te comparo, amada mía" 1,9; "Tu

vientre, un montón de trigo" 7,3; "Tu nariz, como la torre del Líbano" 7,5; etc.) podrían

ser vistas como irónicas si las tomamos fuera de contexto. Sólo el tono no irónico del

trabajo en su conjunto harían de tal interpretación algo irrazonable.

De la misma manera la aplicación de la ironía a una serie de Salmos podría distorsionar

completamente el sentido que el autor quiso darles. Por ejemplo, "Hirió en sus

primogénitos a Egipto, porque es eterno su amor" (136,10); o " Y dio muerte a reyes

poderosos, porque es eterno su amor" (136, 18). Muerte y destrucción como pruebas de

su amor eterno (más que de heroísmo, justicia, etc.), ¿qué podría ser más irónico? Sin

embargo, el contexto de estos versos -en este salmo en particular y en el libro de los

Salmos en su conjunto- invalida tal interpretación.

Ahora bien, en ocasiones el escrito es tan evasivo que es difícil estar seguro de si uno

tiene derecho o no en seguir adelante con una opción irónica. Al comienzo del Salmo 44

encontramos: "Oh Dios, con nuestros propios oídos lo oímos, nos lo contaron nuestros

padres, la obra que tú hiciste en sus días, en los días antiguos". ¿Es esto una alabanza al

Señor por los hechos que realizó en el pasado, o es una manifestación irónica que

significa: "nosotros hemos oído estas cosas, pero nosotros sólo hemos visto sufrimiento

y penalidades"?

II. PAPEL DE LA IRONÍA EN LA LITERATURA SAPIENCIAL

En relación con lo arriba expuesto, sería metodológicamente oportuno indicar el rol

especial de la ironía en la literatura sapiencial bíblica y no-bíblica en su conjunto, antes

de seguir adelante con el libro de Job, el cual es parte de ella.

La profundización en la "sabiduría" produce una actitud ambivalente hacia la realidad y

una interpretación dialéctica de muchos de sus componentes. De aquí el tono irónico en

gran parte de Proverbios y Eclesiastés.

Ejemplos de ironía en Proverbios y Eclesiastés

He aquí varios ejemplos: "Confía en Yahvéh de todo corazón y no te apoyes en tu

propia inteligencia" (Pr. 3,5), ¿No es esto irónico en un libro cuyo principal propósito es

predicar la sabiduría y el conocimiento? ¿Y qué decir de Pr. 2,1-2.5: " Hijo mío, si das

acogida a mis palabras, y guardas en tu memoria mis mandatos, prestando tu oído a la

sabiduría, inclinando tu corazón a la prudencia..., entonces entenderás el temor de

Yahvéh y la ciencia de Dios encontrarás"? Sólo un fino velo de ironía que sé alza en la

dialéctica entre la sabiduría del hombre y el temor de Dios, los cuales no son siempre

compatibles, parecería poner equilibrio (cfr. también Pr. 6,30-31; 7,18; 19,4.21; 25,21-

22; 26, 4-5; 30,2).

Respecto al libro del Eclesiastés podemos citar: "Traté de regalar mi cuerpo con el vino,

mientras guardaba mi corazón en la sabiduría" (2,3); "Yo vi que la sabiduría aventaja a

la necedad", pero "la misma suerte alcanza a ambas" (2,13-16); "Alégrate, mozo, en tu

juventud, ten buen humor en tus años mozos, vete por donde te lleve el. corazón y a

gusto de tus ojos; pero a sabiendas de que por todo ello te emplazará Dios a juicio"

(11,9). Textos que parecen estar destinados a alabar la creación, tales como los pasajes

sobre el tiempo, en el capítulo 3, toman una apariencia irónica cuando se concluyen

como sigue: "'... sin que el hombre llegue a descubrir la obra que Dios ha hecho de

principio a fin" (3,11).

También en escritos sapienciales no-judíos

Escritos no judíos que conocemos bajo el título de "literatura sapiencial" también hacen

uso de la ironía como, por ejemplo, la "Protesta del campesino elocuente" (egipcia) y el

"Diálogo pesimista entre un señor y un siervo" (mesopotamio).

III. GRADOS DE IRONÍA EN EL LIBRO DE JOB

La fuerza de la ironía está en su sutileza. El libro de Job contiene varios grados de

ironía, que vamos a clasificar como sigue:

A. Observaciones irónicas de los diferentes personajes, que se dirigen unos a otros y

que son entendidas por todos: Job, sus amigos y el lector.

B. Actitud irónica del autor hacia sus protagonistas, que es entendida por el lector, pero

no por Job o por sus amigos.

C. Ironía que el autor dirige contra el lector.

D. Ironía que el autor dirige contra su obra o, si se prefiere, contra él mismo.

A.Observaciones irónicas de Job, sus amigos y Dios

Estas se encuentras a través de todo el libro. La ironía de este tipo se supone que es

entendida por el que habla, los que escuchan y los lectores. Citaré solamente unos

ejemplos:

(6,25): "¡Qué dulces son las razones ecuánimes!" (Job a sus amigos).

(9,2-3) "Bien sé yo, en verdad, que es así: ¿cómo ante Dios puede ser justo un

hombre?". (Job a sus amigos; aquí él está irónicamente de acuerdo con sus amigos,

quienes creen que el hombre no puede medirse con Dios, cuya justicia es total. Job, sin

embargo, parece estar de acuerdo sólo con la apariencia: él atribuye esto a la fuerza de

Dios y no a su rectitud).

(12,2): "En verdad, vosotros sois el pueblo, con vosotros la sabiduría morirá". (Job a sus

amigos. La ironía viene a ser aún más aguda leyendo a continuación los versículos 7-9:

"Pero interroga a la bestias, que te instruyan... Pues entre todas ellas, ¿quién ignora que

la mano de Dios ha hecho esto?).

(4,3): Las palabras de Elifaz, "Mira, tu dabas lección a mucha gente" son interpretadas

por algunos como agudamente irónicas. En apariencia parecen palabras de consuelo,

pero en realidad son una crítica a la hipocresía de Job.

Cfr. también 5,1; 13,5; 15,4; 26, 2-3; 27,2; 32, 14. También la respuesta de Dios a Job al

final parece basarse en la, ironía (cfr. 38,4; 40, 6-14).

B.Ironía entre el autor y el lector, no percibida por Job y sus amigos

El tipo de ironía citado en los ejemplos de arriba es fácilmente perceptible, y su función

es caracterizar los argumentos amargos y burlones, que llenan la obra. Sin embargo, esta

ironía tiene todavía otra función para el lector: lo prepara y sensibiliza para una ironía

de tipo más sutil.

En relación a esto, nos fijaremos en primer lugar en la estructura de la obra y en el papel

especial del prólogo, en el que el autor adopta una postura omnisciente, compartiendo

con el lector un material que no conocen Job y sus amigos. Esto nos coloca en una

posición en que estamos mejor informados que los protagonistas.

La posición en que se encuentra el lector es también un factor clavé de alienación.

Previene de una simple y cándida identificación con los protagonistas, y requiere un

examen constante de lo que se está diciendo, a dos niveles: el nivel que es obvio a Job y

a sus amigos, y otro nivel creado por las cosas que además sabe el lector. Un punto de

vista irónico es casi inevitable, forzándonos a ver cada cosa desde otro ángulo,

desconocido para Job y sus amigos. De dicho ángulo nosotros podemos señalar una

serie de observaciones las cuales resultan claramente irónicas cuando son vistas desde el

nivel especial del lector.

1) Después de todo, nosotros sabemos que la riqueza de Job es debida al favor divino;

nosotros sabemos que sin esta riqueza Satán no hubiese tenido motivo para decir: "¿No

has levantado tú una valla en torno a él, a su casa y a todas sus posesiones?... Tú has

bendecido la obra de sus manos... "(1,10).Irónicamente,lo que Job ve como una

bendición divina podría ser visto como lo opuesto. Sin embargo, la pregunta que

inquieta a Job y a sus amigosporqué Job sufre a pesar de su justicia inmediatamente

toma una forma irónica para el lector, quien conoce que Job sufre a causa de su justicia.

2) Las palabras de Bildad en 8,3: "¿Acaso Dios tuerce lo derecho?" y en 8,20; "Dios no

rechaza al íntegro", son cuestiones retóricas fundadas en el axioma de que Dios no

tuerce la justicia ni castiga al inocente y como tales son entendidas también por Job. Sin

embargo, nosotros que sabemos que Job sufre precisamente porque él es un hombre

intachable, no podemos dejar de percibir el gesto irónico del autor hacia nosotros, que

nos viene a decir: ¿veis hasta qué punto es válido ese axioma?

3) En los dos ejemplos que siguen se logra la ironía a través de la asociación de dos

textos. Job dice a Dios: "Me llamarías y te respondería" (14,15). Esta yuxtaposición de

"llamada" y "respuesta" es muy común; es una fórmula bien conocida en el libro de los

Salmos y en la literatura profética. Allí indica la llamada del hombre y el deseo de Dios

por salvarle del mal y de la muerte, pero aquí el autor ha cambiado el sentido: es Dios

quien llamo y el hombre quien responde a una orden de morir. Como la ironía aquí es

tan aguda y se basa en asociaciones lingüísticas, es difícil saber si el autor pone en boca

de Job una ironía consciente o si utiliza la ironía solamente para bene ficio del lector. En

13, 14-15, tenemos otro ejemplo de ironía derivada de una asociación lingüística; y aquí

no hay duda de que sólo el lector está en el asunto, y que Job no sabe lo cerca que está

de la verdad irónica. Si Dios le mata, ello será solament e para propio beneficio de Job,

quien prefiere la muerte a la vida. Pero el lector sabe que Job continuará sufriendo sin

muerte que lo redima, y aquí está la ironía sólo conocida por el lector (Cfr. también 2, 5-

6; 13, 14-15).

C. La actitud irónica del autor hacia el lector

Nosotros ya nos hemos referido al puesto de preferencia que tiene el lector, y cómo éste

conoce más que Job y sus amigos. Así, pues, el lector está protegido de errores y juicios

que podría hacer por ignorancia de los verdaderos motivos de los acontecimientos. Por

ejemplo, nosotros sabemos que las varias soluciones propuestas por los amigos de Job

no pueden solucionar el problema: Elifaz y sus amigos representan al creyente

dogmático qué rodea su fe con filosofías y teorías derivadas del concepto humano de

justicia. El autor, sin embargo, nos coloca un escalón más arriba y nos hace

impermeables a este tipo de pensamiento.

¿Pero de verdad somos nosotros, los lectores, impermeables? Me parece a mí que, al

menos en una ocasión, el autor nos ha colocado una trampa para enseñarnos que

nosotros, "los inteligentes" somos víctimas del mismo modo de pensar que los amigos

de Job. A pesar de nuestro mayor conocimiento, nuestra debilidad humana y nuestras

ideas convencionales prevalecen. Me refiero ahora a las observaciones sobre los hijos

de Job. En dos ocasiones, los amigos de Job sugieren que ellos murieron en pecado.

Elifaz alude a esto en 5,4: "¡Estén sus hijos lejos de toda salvación, sin defensor

hollados en la Puerta!". Bildad es más explícito, cuando le dice a Job: "Si tus hijos

pecaron contra él, ya los dejó a merced de sus delitos" (8,4).

Parece como si el autor, intencionadamente, presentase las cosas en el prólogo para

hacer que el lector estuviese de acuerdo con este punto de vista, o al menos considerase

la suposición de que los hijos de Job fueron castigados por sus pecados. La descripción

en 1,5 sobre el estilo de vida de éstos, es decir, las fiestas diarias, y los temores del

propio Job de que ellos pudieran haber pecado o blasfemado contra Dios (incluso en sus

pensamientos), invita a hacer creer al lector que la muerte de los hijos fue una

consecuencia del simple principio de la retribución.

Sin embargo, el lector, a diferencia de Job y sus amigos, no debe cometer tal error

porque él sabe que los hijos de Job murieron a petición de Satán, y no por causa de sus

propias faltas. Así, pues, nosotros podemos decir que la manera como el autor escribe la

narración impulsa al lector hacia un pensamiento convencional, mientras que en

realidad él estaría midiendo las realidades en dos dimensiones. La ironía está ahora

dirigida a cualquiera que se considere con un conocimiento superior, creyendo no ser

superficial como los amigos de Job.

D. Auto-ironía

Al comienzo de este artículo, escribí que el principal problema exegético en el libro de

Job es la actitud hacia el tema central; actitud que es recogida en los capítulos 38-41, en

el discurso de Dios, que es definido claramente como una respuesta a Job. Sin embargo,

¿qué respuestas da este discurso divino a las preguntas críticas de Job? Cualquiera que

trate de entender la obra debe enfrentarse con el problema, para el cual se dan muchas

soluciones. Si nosotros las clasificamos en tres grupos principales, las posibilidades

pueden ser las siguientes:

a)El discurso de Dios es una respuesta adecuada a las protestas de Job.

b)El discurso contiene réplicas no convincentes a las acusaciones de Job; y esto es

precisamente lo que pretende decirnos, que el autor ha fracasado en su intento.

c)El discurso contiene réplicas no convincentes; el autor pone intencionadamente

palabras evasivas en la boca de Dios: El no da a conocer todo el misterio.

Cualquiera que diga que la respuesta de Dios es persuasiva y honesta, se está basando

sobre lo que no se ha dicho. Lo que se ha ofrecido es solamente perspectivas, pistas, o, a

lo más, un fundamento para formulaciones analógicas. Permítaseme demostrar esto

brevemente usando unas cuantas soluciones tradicionales, pero sin tomar posición sobre

ellas:

1. La revelación divina es en sí misma una respuesta. Así pues, Dios manifiesta a Job

que el sufrimiento humano no es olvidado ni abandonado. Sin embargo, Dios no hace

mención alguna en este sentido, por lo que cualquiera que reclame ésta como la

solución no se basa en lo que es exp lícito en el texto.

2. La creación es descrita como algo completo y perfecto. La analogía es que todos los

hechos de Dios, y sus relaciones con los seres humanos, incluso Job, son perfectas. De

nuevo debemos decir que esto no es explícito; a lo más, puede ser leído entre líneas.

3. Lo mismo hay que mantener para la opinión de que la creación nos enseña que la

justicia divina es mayor y más sublime que la justicia humana, y que eso es lo que el

autor trataba de decirnos.

4. Según otra explicación, Dios le prueba a Job que "Tu no puedes entender el secreto

de ninguna cosa o ser en el mundo, cuánto menos el secreto del destino del hombre".

Aquí también el punto principal no es expresado abiertamente, sino derivado de una

inferencia.

5. La respuesta divina no está encadenada al código "moral" impuesto sobre sí mismo

por el hombre. La moralidad es un ideal humano-social independiente, del cual no

necesita depender la conducta del entero universo.

Yo creo que la respuesta correcta es la (c), dejando a un lado la (b) y la idea de que el

autor ha fracasado. Pienso que el autor se ha presentado irónicamente a sí mismo como

alguien que sabe las respuestas a las preguntas que ha formulado. Sin embargo, parece

que se da exactamente lo contrario. Lo que realmente se está diciendo es: yo no puedo

responder a las difíciles preguntas que he formulado, y ellas son todavía tan

problemáticas como al principio.

La creación de una teoría autodestructiva (lo cual es la respuesta divina) es una

expresión de la incertidumbre del autor. Es una disfrazada confesión: yo traté de

solucionar el problema pero esto es lo mejor que pude hacer. Es una admisión irónica de

fracaso. Esta admisión personal tiene otro, aún más profundo, significado: nosotros

somos llevados a considerar que el fracaso no es debido a incapacidad por parte del

autor; esto puede ser totalmente objetivo si consideramos que los métodos de Dios no

coinciden realmente con la aceptación de los principios de justicia y moralidad.

Nosotros llegamos aquí a la auto-ironía del hombre como hombre: todo lo que yo puedo

hacer, como ser humano, es desengañarme de que hay una solución al problema de la

recompensa divina, y enmascarar mis desilusiones de una manera o de otra. La verdad

irónica es que yo debo aceptar mi destino. Esta ironía que el autor dirige hacia sí mismo

(la cual es difícil para el lector de identificar), viene a ser la ironía que el hombre (el

lector) dirige también hacia sí mismo (la cual es difícil para el lector de aceptar).

EL EPÍLOGO CONFIRMA EL CARACTER IRÓNICO DEL LIBRO DE JOB

Considerando la importancia del prólogo en la estructura de la obra y en la modelación

del tono irónico, diremos también unas cuantas palabras sobre el epílogo. El final mítico

y apacible parece contradecir la naturaleza de la obra y los problemas que en ella se han

planteado.

Ahora bien, el epílogo es problemático solamente para aquellos que buscan en él una

continuación simplista de la "respuesta" divina. Este no es el caso si nosotros aplicamos

el principio de la ironía, como nosotros hemos hecho hasta ahora. Pienso que el epílogo

es irónico en el pleno sentido de la palabra. Contándonos el regreso de Job a una vida

afortunada, el autor está diciéndonos que el problema ha sido solucionado: pero

solamente en el mundo del mito, en la realidad no hay solución.

El carácter mítico del epílogo es actualmente una contribución importante al mensaje

irónico de la obra. Este, con su estilo, crea un efectivo equilibrio con el prólogo.

V. SÍNTESIS Y CONCLUSIÓN

Yo he tratado de demostrar cómo la ironía es uno de los más importantes componentes

en el libro de Job, de tal manera que es dudoso si éste puede ser entendido a menos que

la ironía sea tomada en cuenta.

He mencionado varios ejemplos de literatura " sapiencial " no-bíblica en la cual la ironía

también jugaba un papel importante. Ninguno de ellos hacía referencia a la teodicea,

alrededor de la cual el libro de Job gira. Sin embargo, conocemos otras obras del

antiguo Oriente-Medio que están basados en el mismo tema de Job. El "Job babilonio" y

el "Eclesiastés babilonio" son ejemplos citados comúnmente, en los cuales también

encontramos protestas contra las fuerzas sobrenaturales responsables del sufrimiento de

los hombres.

Hacia el final del "Job babilonio" aparece un mensajero de Dios purificando al que sufre

y haciendo arreglos. El protagonista, entonces, agradece a Dios su regreso a la "buena

vida"; su gratitud ocupa aproximadamente la mitad de la obra.

El "Eclesiastés babilonio" es construido como un diálogo entre dos amigos, uno

lamentándose y el otro respondiendo. Al final, el que sufre ruega a los dioses que tengan

piedad de él.

Una de las mayores diferencias entre el libro de Job y estas obras que acabamos de citar

es la ausencia en éstas de toda clase de ironía. Cuando un diálogo está falto de ironía,

éste se convierte en algo superficial. Lo que resulta no es una verdadera imagen del

sufrimiento, y el lector es menos capaz de identificarse con los protagonistas. Además,

la falta de ironía hace que las quejas, y las respuestas a éstas, suenen a algo superficial y

esquemático. No ocurre así con el libro de Job, obra en que el tono irónico juega un

gran papel en el conjunto del libro.

Tradujo y condensó: ANTOLIN DE LA MUÑOZA

MICHAEL PLATHOW

EL SUFRIMIENTO HUMANO COMO

SENTIMIENTO DE LA AUSENCIA DE DIOS

El sufrimiento del corazón humano por la ausencia de Dios aparece a menudo en los

himnos y oraciones de la iglesia y en otros testimonios de la piedad y experiencia

cristianas. La fuerte tensión psico-religiosa que sufre el creyente que se siente

abandonado parece llevarle a los límites de la incredulidad El artículo parte de la

experiencia psíquica de tribulación y de rechazo, estudia a continuación su aspecto

teológico y acaba profundizando en las relaciones de la teología con el psicoanálisis y

la psicoterapia; todo esto en diálogo con dos importantes psicólogos. T. Moser y V. E.

Frankl. El sugerente producto son estas reflexiones teológicas sobre el punto de vista

psicoanalítico acerca del pecado humano y la ira divina.

Menschenleid als Leide an Gottes Verborgenheit. Theologische Überlegungen zur

psychoanalytuschen Sicht von manschlider Sünde und göttlichem Zorn, Theologische

Zeitschrift, 40 (1984) 275-295

El sufrimiento del corazón humano por la ausencia de Dios aparece una y otra vez en

los himnos y oraciones de la iglesia y demás testigos de la piedad cristiana. En Invierno

en Viena R. Schneider habla de la honda preocupación que causa la ausencia divina; y

las expresiones de Dietrich Bonhoeffer en Resistencia y sumisión saben bien de la

asfixia que produce el autoencubrimiento de Dios. Petter Moen comparte asimismo, en

su diario de prisión, la terrible soledad por la ausencia de Dios en la miseria de la celda,

descrita inigualablemente por Dostojewski en Los Hermanos Karamasow.

En los salmos, Jeremías o Job, hallamos las mismas expresiones de dolor: "No me

rechaces lejos de tu rostro ni retires de mí tu santo espíritu" (Sal 51,13); "Por ti me senté

solitario, pues me llenaste de coraje" (Jr 15,17); "¿Por qué ocultas tu frente y me tienes

por tu enemigo? (Job 16,9). Quejas que se intensifican en la agonía de Cristo en la cruz:

"¡Dios mío! ¿por qué me has abandonado?", grito profundo que abarca todo el

desconcierto, ayes y gemidos del castigado por el dolor.

Distingamos ante todo entre la queja individual y la de todo un pueblo. En estas páginas

fijaremos nuestra atención en el individuo. El dolor exterior e interior se hallan en él

íntimamente entrelazados con el aspecto sociológico, psicosocial, físico y religioso. Y

es el lado psíquico-religioso el que más estalla en los himnos religiosos del AT: "Digo a

Dios, mi roca: ¿por qué me olvidas? Mis opresores me insultan, repitiéndome todo el

día: ¿dónde está tu Dios?" (Sal 42,12). Es la vivencia existencial expresada ante Dios, la

protesta del hombre creyente cuya fe corre el riesgo de convertirse en la incredulidad

del ateo. Encuentro con la repulsión de la ira divina, duramente expresado en la imagen

de las vasijas de ira o de misericordia (Jr 18).

Intentaremos penetrar en esa experiencia de tribulación y rechazo bajo el punto de vista

de la psicología, del psicoanálisis y de la psicoterapia, para estudiar luego su aspecto

teológico y acabar profundizando en las relaciones de la teología con el psicoanálisis y

la psicoterapia.

I. Dos posiciones contrarias de la psicología

1. T. Moser

Ante todo el libro de T. Moser Gottesvergiftung (Intoxicación religiosa) del que el

cristiano toma nota con indignación y repugnancia, pero también con cierto temor. Aun

la ordenación literaria de este escrito, impregnado de desengaño, odio y agresividad,

resulta difícil. Se trata de un soliloquio bajo capa de oración imprecatoria; de

anticonfesiones sobre el proceso de descubrimiento y liberación de sí mismo. El autor

caracteriza esta autoanamnesis como "antitestimonio, desenmascarada, conversación

con un muerto, maldición e insulto". Redactado como autoanálisis crítico de una

educación cristiana concreta, rabioso y viperino ajuste de cuentas con el propio pasado

para lograr la curación psicológica, ¿de qué se trata en concreto?

Un adulto emplea la imprecación para poner sus cartas al descubierto, librándose así de

su desencanto de Dios que es a la vez desengaño de sí mismo, y del odio de Dios que es

odio de sí mismo. El Dios de su infancia, dice, era el rostro eternamente vigilante del

hermano mayor, la pálida figura quijotesca, la cruel superioridad de la sádica imagen

paterna siempre al acecho, que le convertía en rata de Dios, llena al principio de un

exagerado sentimiento de elegido, para no sentir luego más que la propia condenación

ante el inaplacable y silencioso NO, en el que se correspondían inevitablemente la

propia incapacidad y la reprobación divina "Yo no me sentía elegido y cuanto más me

aseguraban los otros, a veces con ojos radiantes, que te eran aceptos, que habías

escuchado su oración o estaban en contacto contigo, tanto más se entenebrecía mi

espíritu: ¿por qué me ocultas tu rostro, Señor? era mi angustiosa pregunta".

La pregunta que formula nace del terror al castigo, que le hace tomar su congoja

psíquica por nostalgia de Dios; y a Dios, por la gran mentira o ilusión, más aún, por el

gran muerto; y hace desenmascararle como "lugar vacío". Esta actitud emotiva es propia

de la oración imprecatoria. Al final de esta purificación psicológica, el escritor se siente

descargado y sano "Si miro a ciertos rostros ya no me siento perdido; los rostros

humanos reemplazarán al tuyo, que era inhumano. Mis ojos aprenden a ver, desde que

tú ya no oscureces mi horizonte".

El lector no necesita que le aclaren que la estructura de estas liberadoras anticonfesiones

en que la intoxicación religiosa corresponde a la imagen de Dios omnipotente propia de

su educación cristiana, la ofrece el psicoanálisis freudiano.

En sus escritos de crítica religiosa El malestar de la cultura y El futuro de una ilusión,

S. Freud comenta cómo su dios no fue más que una ilusión infantil, proyección de la

imagen terrible de su padre en un super-yo legislador que no hacía más que torturar a su

yo con inflexibles exigencias "El super-yo tortura al yo pecador con las mismas

sensaciones de angustia y está al acecho de cualquier ocasión en que poderle castigar

mediante el mundo exterior,... comportándose tanto más severa y suspicazmente cuanto

más virtuoso es el hombre, de modo que son precisamente los más avanzados en

santidad quienes por más pecadores se tienen".

La culpa no hará más que expresar la tensión entre el Yo, el Ello y el Super-Yo, "la

angustia ante el super-yo", la insatisfacción por no lograr realizar el yo ideal, la

represión de nuestra fuerza vital.

Pero si Freud y T. Moser tienen al super- yo por el sucesor legal de la severa instancia

paterna, olvidando su amorosa providencia, otra es la actitud de C. G. Jung, cuya

imagen de Dios o arquetipo del yo, representa una conjunctio oppositorum entre la

bondad y el rigor, que corresponde a la paradoja del ser.

De acuerdo con él, H. Wolf, en su obra Jesús, el hombre, La figura de Jesús bajo el

punto de vista de la psicología profunda valora también positivamente la ira de Dios,

como inseparable de su amor. Su imagen divina no ofrece el aspecto impasible de la

omnipotencia, sino el de la participación por simpatía "A diferencia de la indignación,

que es la explosión de afectos incontrolados, cabe atribuir a la ira una elevada

calificación ética. Para ser capaz de airarse hay que tener una gran personalidad, la

medianía es demasiado débil e insignificante para la ira. La ira divina supondrá por

tanto que Dios sigue realmente "con el corazón" el quehacer del hombre y se siente

afectado cuando debe presenciar la acción falsa de ella".

El autoanálisis de T. Moser se refiere al sufrimiento producido por sus pecados y por la

desaparición del Todopoderoso. Su acerba crítica se dirige, con razón, contra la imagen

de Dios omnipotente propia de su errónea educación. Basado en la crítica de Freud, que

parte de una concepción mecánico- materialista y de la teoría proyectante de Feuerbach,

su análisis queda autoabsolutizado por una visión del mundo de tendencia claramente

atea. La ira de Dios proyecta el super-yo-paterno y la culpa representa la incapacidad

del yo para cumplir las normas del super-yo- ideal. Eliminar la culpa equivaldrá por

tanto a desenmascarar al prepotente super-yo y tomar las riendas de su propia vida,

realizándose en una atmósfera, liberada de Dios. Moser no experimenta la irrupción de

luz del Dios bueno, de que se hacen eco Job (Job 16 y 19) o las "lamentaciones del

justo" en el salterio (Sal 13 y 22).

En las jornadas sobre el tema "¿Es Dios cruel?", A. Górres, echando de menos la luz de

la gracia en los desfigurados conceptos de Moser, recordaba que "la iluminación no se

puede merecer ni exigir; es uno de los dones que la sagrada escritura garantiza a quienes

la imploren con paciencia".

2. V. E Frankl

El psicoterapeuta vienés V.E. Fránkl, especialista en análisis existencial y logoterapia,

representa en cambio una actitud favorable a la religión. La selección de sus obras, bajo

el significativo título El hombre y el sentido de la vida, comienza así:"Hoy no nos

hallamos en realidad, como en tiempos de Freud, confrontados con una frustación

sexual, sino existencial. El paciente típico de hoy no padece un sentimiento de

inferioridad como en tiempos de Adler, sino un sentimiento profundo de carencia de

sentido, asociado a la sensación de vacío".

Desde este supuesto, Frankl elabora lo que llama "voluntad de sentido" o motivación, de

acuerdo con el análisis existencial de Jung, quien al estudiar la relación entre

psicoterapia y dirección espiritual, había observado que "en última instancia la

psiconeurosis es una dolencia del alma que no ha logrado dar con su propio sentido".

Frankl denomina "neurosis noógena" a la dolencia debida a esta frustración existencial,

cuyo diagnóstico puede precisarse con tests empíricos. El hombre es un ser trascendente

y si no se realiza en el encuentro cordial con los demás, yerra su destino y pierde el

sentido de su vida, que hay que devolverle por logoterapia. En una sociedad sobrada

ésta puede contribuir en grado sumo a su salud espiritual.

El éxito editorial de los libros de Frankl desvela la abundancia de sin sentido en nuestro

tiempo. Pero en una posición afín a la teología de P. Tillich, el pensamiento

trascendental de K. Rahner o la antropología de W. Pannenberg, Frankl sabe limitarse a

los dominios de la ciencia ("la psicoterapia debe dar respuesta al sentido del ser sin

ultrapasar la línea divisoria entre el punto de vista teísta y el ateo. La dimensión en que

se mueve el hombre religioso sobrepasa el campo de juego psicoterapéutico; pero el

salto al nivel superior no se da por la ciencia sino por la fe").

En cuanto al análisis de la sociedad, otros psicoterapeutas y sicólogos sociales, tan

dispares, como Fromm y Richter, llegan a los mismos resultados. Este, en su libro El

complejo de Dios describe los síntomas de enfermedad y aberraciones de una sociedad

en que el hombre, en su delirio de grandeza, se ha situado a sí mismo en el lugar de

Dios todopoderoso, sintiendo ahora las consecuencias en la frialdad de su falta de amor

y la incapacidad de amar y sufrir.

Hay que hacer constar esta actitud favorable a la religión de la logoterapia de Frankl,

pero observamos que si se considera la sensación de vacío como síntoma de una

neurosis noógena, la culpa sería curable y la voluntad de sentido se convertiría en un

existencial humano que remitiría a la dimensión de la fe, quedando ésta reducida al

ámbito de la teología natural. También a él habrá de dirigirle algunas preguntas la

teología revelada.

II. Reflexiones sobre el pecado, el sufrimiento y la ira de dios

Tanto en el modelo crítico como en el favorable a la religión, pueden plantearse una

serie de preguntas a la ciencia dogmática:

1. ¿Qué relación media entre dolor y conocimiento de Dios?

2. ¿Qué relación hay entre pecado y dolor?

3. ¿Qué relación se da entre perdón, salud y curación?

4. ¿Es posible hablar de Dios, frente al pecado y el dolor? ¿Qué significa hablar de la ira

de Dios?

1. Experiencia de dolor y conocimiento de Dios

La objeción de Moser a la intoxicación religiosa producida por su educación cristiana,

radica en el concepto luterano de un Dios todopoderoso. Recordemos el sermón

Reminiscere de Lutero (21.2.1529) sobre la mujer cananea (Mt 15): "ocurre a veces

otra cosa lamentable, al pensar que Dios ha huido de ti, pues toda desgracia, cuando

nos alcanza, lleva consigo tal desvarío: que creamos que Dios está airado con

nosotros" (WA XXIX, 64, 6ss).

A su tribulación, el creyente suma todavía la sensación de que Dios le esconde el rostro.

La mayor tentación es la de la predestinación. Lutero vuelve sobre ello en sus Coloquios

de Sobremesa (Tischreden I, 141) y aludiendo a Job en las Operationes in Psalmos (Sal

22): "seis veces ha de librarte de la angustia y a la séptima el mal no te alcanzará". La

angustia por la ira divina como participación de Dios en el error de su criatura, se

expresa con matiz adversativo: "acérquese Dios para que desaparezca la tribulación". Si

Dios está presente la tribulación huye. Pero junto al ocultamiento pasajero, Lutero

conoce también el abandono total "Sólo podemos entender qué significa estar

abandonado de Dios si sabemos qué significa Dios: Dios es vida, luz, sabiduría,

verdad, justicia, bondad fuerza, alegría, gloria, paz, hermosura y todo lo bueno. Ser

abandonado por Dios significará por tanto hallarse en la muerte, enfermedad,

ignorancia, mentira, pecado, maldad, tiniebla, confusión, turbación, desesperanza y

todo mal".

Distingue también en diversos pasajes entre el ocultarse de Dios al hombre de fe o al

ateo; más aún, contrapone la acción oculta de Dios en la historia a su paradójico

esconderse en la humildad de Cristo crucificado, contrasta su recóndita voluntad de

elección o rechazo con su voluntad salvífica actual, revelada en la cruz y manifestada

por las débiles palabras humanas, y distingue la "ira del rigor divino" de la "ira de

misericordia" que llama a los pecadores al buen camino mediante la predicación. No es

por tanto la omnipotencia lo que caracteriza al Logos, antes bien la estructura salvadora

de la theologia crucis.

Lutero centra sus comentarios sobre el ocultamiento vindicador de Dios en la obra

salvadora de Cristo y el valor sustitutivo de su pasión y muerte: Hijo Unigénito de Dios

y hermano nuestro primogénito, Jesús sufrió la tentación en el desierto, la tribulación en

Getsemaní, el abandono en la cruz y, al tomar sobre sí la culpa y castigo de los

pecadores, sintió las consecuencias de la ira de Dios, reconciliándonos así con él (Rom

8,3; Gal 3,13) y otorgándonos la liberación por su gracia en "feliz intercambio"; de

modo que Pablo podrá escribir triunfante a la comunidad que "ya nada podrá separarnos

del amor de Dios".

Su cruz, superación de la ira de Dios y signo de victoria, es lo único capaz de conciliar

el sufrimiento existencial con el reconocimiento del pecado y de la grandeza de Dios.

En otro caso, la ira de su rigor y la ira de su misericordia resultarían inseparables y el

hombre se sentiría sólo sujeto a la justicia divina.

T. Moser no tiene en cuenta estos principios básicos de Lutero ni reconoce la

misericordia y comunicación del amor de Dios. En la "intoxicación religiosa"

denunciada por la crítica freudiana de la religión, la fe en Jesucristo crucificado y

resucitado parece desaparecer en las sombras del crepúsculo.

2. Pecado y sufrimiento

Psicoanalistas y psicoterapeutas están de acuerdo en que el pecado y la culpa son

transtornos y sufrimientos, psicopáticos: como desarmonía entre el yo y el super-yo, en

que este guardián de las normas suscita angustias y depresiones, y como vivencia de

falta de sentido que se refugia en las ausencias mentales, con la consecuente

perplejidad. En ambos casos, culpa y sufrimiento van íntimamente unidos; por esto

Freud y Moser los identifican, mientras Frankl se inclina por la relación causal o

consecutiva.

Cierto que a lo largo del AT y NT podemos entrever como un hilo conductor que señala

la unión entre pecado y dolor; pero sin entender el pecado como una perturbación

mental sino como un trastorno de las relaciones con Dios, cuyo castigo es el dolor y la

miseria: apartarse de los mandamientos divinos (Ex 21s), olvidar la alianza con Yahvéh

(Ex 32, Dt 34, Am 5, 14; Pr 19,7) o rebelarse contra Dios (Job 15 y 18) es castigado por

él; y en este simple esquema acción-sentencia piensa también Jesús (Lc 13, Jn 5 y 9).

Sin embargo, este pensar vindicativo se ve pronto cortado: al malo le va bien, mientras

el inocente sufre (Sal 44); el justo doliente corre el peligro de enloquecer ante el

inescrutable proceder de Dios (Job 9 y 30) y Jesús llega a pedir al Padre que "no sea lo

que yo quiero, sino lo que quieras tú" (Mc 14, 36). El dolor no es, pues, necesariamente

una consecuencia del pecado, sino que Dios lo envía de manera incomprensible para el

hombre.

Esto plantea a la teodicea el problema de su origen, que en la actualidad se da por

resuelto, vgr. por D. Sólle, en el sentido de la activación sociopolítica para eliminarlo.

Poner a Dios como causa del sufrimiento, legitimándolo teológicamente, llevaría a la

imagen cruel y sádica de la omnipotencia divina. La antropo- y sociodicea habrá de

sustituir por tanto a la teodicea.

Pero desde la pasión y muerte de Cristo, el cristiano sabe que aún en la vivencia del

sufrimiento incurable, encuentra a Dios-Emmanuel, que ahí está en la oscuridad,

tomando parte en nuestro dolor. La pregunta acerca del sentido del dolor inevitable, al

prevalecer sobre la de su causa, se convertirá en consuelo en el dolor ("vosotros no

estáis solos, Dios os acompaña en el valle de las tinieblas y nada puede separarnos de

él"). También la oración por los demás para que superen su dolor curable, guarda íntima

relación con esto.

El NT nos brinda diversas ayudas: ante todo, la comunión con Cristo significa

coparticipar en su pasión, siguiéndole bajo la cruz a cuestas (2 Cor 4 y 12; Flp 3; 1 Pe

4). Esto es esenc ial para los cristianos y no tiene nada que ver con la condenación.

Además, la tribulación nos ayuda a que "no pongamos nuestra confianza en nosotros

mismos, sino en Dios que resucita a los muertos" (2 Cor 1) y finalmente, los

sufrimientos comportan el compromiso y participación en el mundo "todavía no"

liberado definitivamente (Ap 21,4).

Mediante el sufrimiento por amor a Cristo y participando en el dolor ajeno se fortalece

asimismo nuestra perseverancia (Heb 10, Ap 2; Mc 13,13) y la esperanza en la gloria

eterna (2 Cor 13, 1 Pe 1). Y aquí hay que acentuar que esta "esperanza no ha provocado

la parálisis de la cristiandad naciente, sino que la ha llevado, por una parte a ejercitarse

en la fe y el dolor y por otra a movilizar todas las fuerzas y actividades contra el

sufrimiento" (W. Schrage).

En fin, del mismo modo que el dolor y compasión cristianos tienen carácter testimonial

(Mc 13, Hch 22, Ap 6, Flp 1), también lo tendrán la salud de los enfermos, pobres y

atribulados, como Jesús lo hizo en señal de la llegada del reino de Dios, y la oración

suplicatoria.

3. Perdón, salud y curación

T. Moser entiende por curación la remoción de los trastornos obsesivos mediante la

autoterapia psicoanalítica, de modo que según él, curación y perdón se identifican. V. E.

Frankl distingue entre ambos, pero sigue teniendo a la curación por el descubrimiento

del sentido de la vida gracias al logos: el tratamiento logoterapéutico remueve el dolor

psíquico o le da sentido.

La reflexión teológica sobre el perdón, la salud y la curación, parte en cambio del valor

salvador de la cruz y resurrección de Cristo. La expondremos bajo tres aspectos

cristológicos: sustitución, pasión y consuelo (paráclesis), evitando el concepto de

motivación.

a) La cristología de la sustitución busca las causas del dolor en el pecado del hombre.

Que Cristo cargara sobre sí su culpa y castigo es la única razón del perdón (2 Cor 5, Gál

3), como lo describe Lutero: en la cruz me atribuyó a mí su justicia y tomó sobre sí mi

pecado. Este se concentra en la infracción del doble mandato del amor, de suerte que el

hombre, en su megalomanía, se pone en lugar del creador y trueca el amor de Dios y del

prójimo por su egoísmo y ambición.

El perdón reordena la relación trastocada, gracias a la benevolencia de Dios en Cristo

Jesús y lleva consigo la purificación del dolor psíquico, ya que éste puede ser

consecuencia del pecado. La confesión es su inserción existencial en la vida de los

creyentes, ya que en ella se les concede, junto con la salvación divina, el consuelo del

perdón. Por esto E. Thurneyse, D. Bonhoeffer, etc., ven en ella el núcleo de la dirección

espiritual.

b) La cristología de la pasión busca la respuesta cristiana al sentido del dolor. La

comunidad con Cristo es también una comunidad de dolor con él, que sufrió y superó el

abismo de la angustia y de la muerte (Rom 3, 1 Cor 15, Ef 2). Para los que han tomado

sobre sí su cruz, sufrir significará vivir la esperanza en el "ya" pero "todavía no",

compartiendo el dolor de la creación suspirante (Rom 8,23). Por la synpatheia, el

cristiano lleva en el mundo una vida de amor al que sufre, lo que le da plenitud de

sentido y la curación por el consuelo del amor de Dios, escondido en la paradoja de la

cruz.

c) La paráclesis cristológica se orienta en fin a la curación del dolor, conforma al

imperativo "ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas" (Gál 6,2), y al consolador

juicio mesiánico: "cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños a mí me

lo hicisteis" (Mt 25). Como Jesús brindó los signos del reino de los cielos orando,

curando y ayudando, los cristianos deben enfrentarse también a la miseria de la creación

suspirante orando, sanando y ayudando a los que sufren (Le 10, Rom 5, 1 Pe 4),

concretamente a los enfermos psíquicos.

4. Hablar de Dios

La imagen de Dios como vacía proyección infantil de la férrea autoridad paterna que

hay que desenmascarar, propia de la mentalidad freudiana de Moser, no parte de la

manifestación de Dios en la muerte y resurrección de Cristo ni de la predicación actual

por la fuerza del Espíritu, sino de su falseada educación cristiana.

Este punto de partida le desvía progresivamente hacia la exageración de la omnipotencia

y autoridad. La frialdad de esta idea de Dios aplana el amor, el cariño y el bien, dejando

tan sólo lugar a lo s rasgos crueles, tales como la ira y el rigor divino. Lo mismo cabe

decir del libro de E.H. Erikson El joven Lutero, aunque históricamente las relaciones de

Lutero con sus padres no den pie a tales deducciones.

La imagen de Moser caracteriza en fin un super-yo sádico y torturante que ha decidido

condenar al hombre y al intentar desenmascarar a Dios examinando sus designios de

elección o reprobación, el odio a él acaba convirtiéndose en el odio a sí mismo y como

"quien odia es un asesino" hay que liquidar esta imagen mediante el autoanálisis

psicoanalítico, liberándose de tan omnipotente señor por el lenguaje pseudopersonal de

la imprecación.

Pero la fe en el Dios de la Biblia es otra y las reflexiones anteriores ofrecen la

posibilidad de hablar de Dios de modo distinto ante la realidad del pecado y del dolor.

La fe cristiana parte de la revelación de Dios en Jesucristo. Dios trino se revela en las

obras de la creación y de la nueva creación y en la vida de su iglesia, como se había

manifestado a Israel. En contraposición a las formas estáticas de la filosofía griega, que

presentan a Dios como inmóvil en su imperturbable ser, en el pensamiento hebreo

Yahvéh actúa mediante relaciones personales, salvando y sancionando a su pueblo. Su

manifestación paranomásica en Ex 3,14, hace doble referencia a su autoencubrimiento y

a su ser actuante: "Yo soy el que soy", "Yo seré (con total concreción) el que seré" o

brevemente, como lo traduce Buber, "Aquí estoy" cooperando tras la nube y el velo (Is

45, 15), aunque escondiendo todavía el rostro y mostrando sólo la espalda (Ex 33).

Es el Dios que se revelará como Emmanuel (Is 7, 14, Mt 1, 23) y como flecha salvadora

que se saca del carcaj (Is 46, 11), en la pasión y muerte de Jesucristo para la

reconciliación de los hombres (Rom 8, 32, 1 Pe 1, 18). Esta es la fuerza escondida de

Dios manifestada en la cruz, que se convierte así en signo de la ira de Dios por los

pecados y en signo del triunfo de su amor, al prevalecer en ella la ira de misericordia en

respuesta al arrepentimiento humano. El "opus alienum" de Dios, que participa

plenamente en los hechos, faltas y fracasos de los hombres, se pone así al servicio de su

"opus proprium".

Desde la cruz de Cristo, Dios se apiada asimismo de la creación suspirante y

despojándose de su fuerza y poder, entra en el camino de los hombres y los acompaña

compasivo en su dolor. La comunión con Cristo hasta sufrir con él y por su amor, junto

al gemido de la creación entera (Rom 8, 23), nos remite a la precariedad de ésta y a la

consumación definitiva aún por alcanzar (Flp 3,12), que es a la vez el lugar concreto del

amor cristiano que nos manda ayudar al que sufre, aliviar la miseria y orar con y por los

vejados física, psíquica o estructuralmente.

Los textos bíblicos conocen la "ira de la misericordia" divina, ley de gracia al servicio

del evangelio, que esconde el amor de Dios, y la "ira del rigor" de la ley (Rom 4,15).

Así Pablo se considera un instrumento de salud o condenación mediante la predicación

de la Palabra: "nosotros somos para Dios el buen olor de Cristo entre los que se salvan y

MICHAEL PLATHOW

entre los que se pierden: para unos olor que de la muerte lleva a la muerte; para otros

olor que de la vida lleva a la vida" (2 Cor 2, 15 ss) y habla del juicio definitivo como de

un "día de ira" y "día de vida eterna" (2 Tes 1; v. Mt 25), de la preelección,

predestinación y llamamiento de Dios a reproducir la imagen de su Hijo (Rom 8) y de la

manifestación de su poder compadeciéndose de los llamados (Rom 9).

La mordaz crítica de Moser pone demasiado a las claras el peligro de esas expresiones

cargadas de tensión existencial; si se las toma en sentido objetivante, pervirtiendo su

sentido. Entonces su oscuridad choca contra el amor de Dios comunicado a los hombres

en Cristo Jesús. La ira del rigor divino, que lleva a la condenación y tinieblas en el

juicio final, es predeterminada tan sólo por Dios y se realiza como acontecimiento

escatológico previo en la predicación de la ley, que sigue llamando a convertirse y

echarse en brazos del amor divino. Así el misterio de la divina predestinación o

condenación se cierra a la reflexión objetivamente y resta impenetrable al pensamiento

humano (1 Cor 2, 11). De otro modo, el hombre se convertiría en sujeto y Dios en

objeto. El misterio de la salvación se manifestará tan sólo a quien huyendo del rigor de

la ley se acoja al evangelio del amor de Dios.

La fe cristiana no admite por tanto a un dios inmutable en la rigidez de su insensible

omnipotencia ni la transparencia de su elección o condenación. El objeto de la teología

es la "cognitio Dei et hominis", el conocimiento del hombre reo y el de Dios salvador

(WA XL 2, 327): lo que Dios quiere es arrepentirse amorosamente de su ira y conceder

su salvación liberadora al penitente. Dios oye la queja individual o colectiva, porque él

también está presente en el dolor sin abandonar a nadie. En cuanto a nosotros, con

nuestra oración y súplicas asumimos su mandato de ayudar a los enfermos y combatir el

sufrimiento, aun estructural.

Así se acerca la eclosión del reino de Dios, su poder irrumpe en el mundo esclavizado

por el dolor y Dios trino es conocido, alabado y adorado por la comunidad cristiana: él

ha hecho patente su amor y su gracia en Jesucristo, la concede hoy por medio del

Espíritu Santo y está presente en la creación suspirante para otorgarle su consuelo y

esperanza. Esta acción para, en y con los hombres y la creación entera, halla su

correspondencia en el misterio dé la vida del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; pues en

el diálogo intertrinitario, gracias al amor del Hijo y en unión con el Espíritu, Dios retira

su enojo, y su amor lo es todo en todos (Jn 7, 1 Jn 4).

T. Moser ha desenmascarado la pervertida imagen "cristiana" de Dios, urgiendo al

mismo tiempo, con su crítica de la intoxicación religiosa, a un nuevo replanteamiento y

denominación de la fe en la Trinidad. Aquí está su gran mérito ante la teología y la

pedagogía religiosa; pero por otra parte no se puede olvidar las reservas de la teología al

esbozo claramente freudiano de su crítica religiosa.

III. Relación entre teología y psicología

Cerremos las anteriores consideraciones con algunas reflexiones de conjunto sobre la

relación entre la teología y el psicoanálisis y psicoterapia.

Las posiciones de T. Moser y V.E. Frankl, que habría que completar con otras análogas,

son muy distintas entre sí, tanto en lo que presuponen como en su intención y

resultados: T. Moser sigue en su crítica la orientación de Freud y Feuerbach, lo cual se

echa de ver también en sus conclusiones. V.E. Frankl parte en cambio de la "voluntad

de sentido" bajo el aspecto existencial; los resultados de sus investigaciones

logoterapéuticas confirman su posición favorable a la religión. Ni los métodos

psicoanalíticos o psicoterapéuticos ni otro método psicológico alguno encierran en sí

una actividad hostil a la religión. El que estas ciencias y resultados no se absoluticen en

una ideología propia, depende de sus presupuestos o mentalidad previa, es decir de que

se mantengan en sus propios límites.

Bajo este supuesto se requiere la cooperación con la dirección espiritual y la teología

sistemática. Una publicación como la de T. Moser no significa un escándalo para la

dogmática, sino un aviso y admonición ante los peligros de una teología excesivamente

simplificadora o hasta falsa. Tienen que aceptar con agradecimiento las preguntas que la

crítica plantea a las desviaciones de la fe, a los métodos legalistas y a las prácticas de la

educación religiosa. Si la teología se convierte en una ideología; la crítica deberá llamar

la atención sobre un estilo de educación, de instrucción y de vida, que estriba

únicamente en la libertad cristiana.

Los resultados de la psicología y el psicoanálisis, si se mantienen en sus límites, ayudan

a la teología a confrontar y concretar su comprensión de la creación sujeta al poder

temporal del pecado y del dolor, o sea de toda criatura que suspira y espera bajo el

sufrimiento y la miseria; de nuestro llevar la cruz de Cristo y finalmente de las

consecuencias del pecado y de la culpa. Por este camino precisamente se toman en serio

las estructuras profundas del sentimiento y el nivel del inconsciente, sin el que no cabe

hablar del hombre completo. De este modo las ciencias psíquicas aportan su ayuda a la

teología, prestándole un valioso servicio como disciplinas asociadas o auxiliares.

La teología, como ciencia del primer mandamiento divino, ejerce su servicio como

crítica ideológica de esas ciencias, cuando excediendo y absolutizando sus hipótesis y

resultados, degeneran en cosmovisiones ilusorias. La dogmática ha de cumplir también

esta tarea respecto a T. Moser, del mismo modo que desde el campo de la teología ha de

pedir a V.E. Frankl aclaraciones críticas. En este sentido, el psicoanalista y el

psicoterapeuta han entablado con la teología un diálogo digno de agradecerse, al que es

de esperar que los teólogos estén en condiciones de corresponder.

Tradujo y condensó: RAMON PUIG MASSANA

JOHANN BAPTIST METZ

CÓMO HABLAR DE DIOS FRENTE A LA

HISTORIA DE SUFRIMIENTO DEL MUNDO

Según Karl Rahner, no es teológicamente correcto afirmar que Dios sufra. Pese a que

en este artículo parte del sufrimiento de los inocentes, adopta Metz una postura

análoga a la de Rahner y contrapuesta a la de Moltmann (ST n° 129,17-24). Pero

entonces ¿cómo un Dios "impasible" puede ser solidario del sufrimiento humano?

¿cómo no sucumbir al escándalo del sufrimiento de los inocentes? Enfrentado a la

pregunta de por qué sufren los inocentes, al creyente no le queda -para Metz- sino

dirigir a Dios, como Jesús en la cruz, la interpelación: ¿por qué les has abandonado?

Si no acepta que Dios sufra, sí admite Metz una mística del sufrimiento inherente a toda

auténtica experiencia de Dios. En este sentido podemos hablar de sufrimiento "en"

Dios: ante el sufrimiento de los inocentes Dios nos hace sufrir, porque nos duele su

silencio aparente. Pero juntamente, como Jesús, esperamos contra toda esperanza y

nos hacemos solidarios del sufrimiento humano.

Die Rede von Gott angesichts der Leidengeschichte der Welt, Stimmen der Zeit 210

(1992) 311-320

Observaciones previas

1. Me permito comenzar con una referencia a mi biografía teológica. Despacio,

demasiado despacio, fui tomando conciencia de que la situación en la que soy teólogo,

en la que intento hablar de Dios, se define como situación "después de Auschwitz".

Auschwitz fue para mí el signo de algo horroroso más allá de toda teología conocida,

que hacía aparecer todo discurso sobre Dios que prescinde de esa situación, como un

discurso vacío y ciego. Y me preguntaba: ¿Puede uno adorar a Dios de espaldas a una

catástrofe tal? Después de esa catástrofe, ¿puede una teología digna de este nombre

seguir impasiblemente hablando de Dios y de los hombres, como si a la vista de ella no

hubiese que revisar a fondo la supuesta inocencia de nuestras palabras humanas? Con

estas preguntas no se trata de convertir estilísticamente a Auschwitz en "mito negativo",

que nos lo substraería de nuevo a nuestra responsabilidad histórica y teológica, sino de

la inquietante pregunta: ¿por qué esa catástrofe, como en general la historia del

sufrimiento humano, interesa tan poco a la teología? ¿le es lícito a la teología interponer

distancia, como tal vez hace la filosofía? Me tenía intranquilo la clara actitud apática de

la teología, su impermeabilidad frente a lo desconcertante o -dicho en jerga de

especialista- su falta de sensibilidad para la cuestión de la teodicea1.

Al tomar conciencia de la situación "después de Auschwitz", se me impuso el problema

de Dios en su versión más digna de atención, más antigua y a la vez controvertida: el

discurso de Dios como grito por la salvación de los otros, de lo s que sufren

injustamente, de las víctimas y los vencidos de nuestra historia. "Después de

Auschwitz" ¿cómo puede uno preguntarse por su propia salvación, sin tener todo eso en

cuenta? Hablar de Dios, o bien supone hablar de una visión y una promesa de justicia

que alcanza también a esos sufrimientos pasados, o bien resulta vacío y sin sentido

incluso para los que actualmente viven. Pues la pregunta inherente a ese discurso sobre

Dios es, ante todo, esa pregunta por la salvación de los que sufren injustamente.

Lo que importa no es, pues, que la teología intente de nuevo "justificar a Dios" frente al

mal, el sufrimiento y la iniquidad que hay en el mundo. La pregunta es más bien: ¿cómo

hablar de Dios ante la tremenda historia del sufrimiento del mundo, de "su mundo"?

Esta es "la" pregunta de la teología, que no puede ser eliminada ni tampoco contestada

del todo. Se trata de "la" pregunta escatológica, para la que la teología no puede

formular una respuesta que todo lo reconcilia. Más bien es una interpelación constante a

Dios.

2. Antaño corría, sobre todo entre la juventud, el eslogan "Jesús sí, Iglesia no". Si me

atreviese a hacer un diagnóstico sobre la situación de partida de la teología actual diría:

"religión sí, Dios no". Vivimos en una especie de ateísmo filorreligioso, en la época de

la religión sin Dios. Mientras se trate de religión, no existe el problema de teodicea. La

religión lo impide, es aquí una "praxis para hacerse con la contingencia" (Hermann

Lübbe). En cambio, con Dios vuelve el riesgo y el peligro a la religión. No hay más que

ver nuestras propias tradiciones en lo que respecta al discurso sobre Dios. En ellas

existe la falta de dominio de la contingencia, la no aceptación de las condiciones de

vida, la articulación de la contradicción, el lamento y el grito. Así en el profetismo, en

las tradiciones del Éxodo, en la literatura sapiencial. No se trata ni del rechazo de la

teodicea ni del éxito de la misma, sino de la pregunta de la teodicea como "la" pregunta

escatológica. Como tal impide que la creación resulte diáfana vista desde su final feliz,

ya sea desde el punto de vista de la filosofía de la identidad, de la historia universal o de

la lógica de la evolución. Vela por la "pobreza de espíritu" y concibe la escatología

como teología negativa de la creación.

3. Las respuestas de la teología en sentido estricto no revisten la forma de solución de

problemas. Y es que Dios no puede ser simplemente la respuesta a nuestras preguntas.

Las respuestas que da la teología no reducen a silencio-las preguntas. El que, por ej., oye

el discurso teológico de la resurrección de Jesús sin que resuene en él el grito

desgarrador del crucificado, no escucha teología, sino mitología. Ahí está justamente la

diferencia entre teología y mitología: en el mito la pregunta se esfuma. Y por esto tiene

mejores cualidades terapéuticas: resulta un "tranquilizante" más poderoso e incluso tal

vez "domina mejor la contingencia" que la fe cristiana.

"Paisaje de gritos"

La religión es un fenómeno originario de la humanidad: la historia de la humanidad fue

siempre historia de la religión. En el "Escucha, Israel, tu Dios es solamente uno" de Dt

6,4, el nombre "Dios" es entregado por primera vez a los hombres y la confesión de fe

en Dios se abre brecha en la historia de la humanidad. El Israel bíblico se muestra como

un pueblo con una especial sensibilidad para la teodicea. Pues, frente al sufrimiento que

padeció, ese mismo Israel quedó mítica o idealísticamente mudo. No conocía aquella

"riqueza en el espíritu" con la que, mediante la mitificación o idealización de las

condiciones de vida y a modo de compensación, elevarse por encima de los propios

miedos, de la extranjería del exilio y de las historias de sufrimiento que irrumpían una y

otra vez. Incluso cuando, en el trasiego cultural y político, importó mitos o

concepciones idealizadoras, no se consoló jamás con ellas.

La "aptitud para Dios" de Israel se pone de manifiesto en una forma especial de

ineptitud, en concreto en la incapacidad para dejarse consolar por mitos y concepciones

apartadas de la historia. Frente a las grandes y florecientes culturas de su tiempo -

Egipto, Persia, Grecia-, Israel prefirió ser un paisaje de gritos escatológico, un paisaje

de recuerdo y esperanza. Y en esto coincidió con el cristianismo primitivo, cuya

biografía culmina también con un grito, un grito cristológicamente agudizado, entre

tanto silenciado las más de las veces desde un punto de vista mítico o desde una

hermenéutica idealista. Pues tampoco la cristología está desprovista de inquietud

escatológica. A esta pasión de Dios, sobre la que -según Pablo- los cristiano han de

llegar a un acuerdo con las tradiciones judías, pertenecen, no preguntas vagas y difusas,

sino interpelaciones apasionadas.

El problema de la teodicea como "la" pregunta escatológica ¿no debería seguir siendo

hoy "la" pregunta de la teología cristiana. De hecho parece haber perdido importancia y

apremio. ¿Qué es lo que ha acallado entre los cristianos ese grito, esa interpelación,

llena de tensión escatológica, dirigida a Dios? ¿el mismo mensaje cristiano o la manera

como se convirtió en teología? Sin entrar a fondo en el debate sobre la helenización del

cristianismo, no podemos dejar de preguntarnos: ¿han olvidado los teólogos cristianos

que, si la fe cristiana tiene mucho que agradecer al espíritu griego, también ha fracasado

repetidamente por su causa? Ya los Hechos de los Apóstoles nos informan sobre ese

fracaso. En el famoso discurso del Areópago, Pablo podía llegar a un acuerdo con los

griegos en lo que respecta al "Dios desconocido". Pero cuando les habló de aquello que

une a los cristianos con las tradiciones judías de modo inviolable, cuando habló de

escatología y apocalíptica, del Dios que resucita a los muertos, entonces, concluye el

texto, "unos lo tomaron a broma; otros dijeron: "De esto te oiremos hablar en otra

ocasión"" (Hch 17,32).

Sea cual fuere la postura que uno adopte sobre las fuentes de la teología cristiana, una

cosa es cierta: la percepción que del mundo tiene la tradición bíblica posee la forma de

razón anamnética. Ella recurre a la indisoluble unión entre razón y memoria. Esa razón

anamnética es resistente contra el olvido, también contra el olvido del olvido, que anida

en toda pura historificación del pasado. La razón anamnética concibe su actitud de

escucha respecto a Dios como un escuchar el silencio de los desaparecidos. No degrada

todo lo que ha desaparecido a existencialmente carente de sentido. Saber es para ella, en

el fondo, una forma de sentir la ausencia, sin la que no sólo la fe, sino también el

hombre mismo desaparecería. Este saber anamnético que sigue las huellas del olvido y

que, como la prohibición de imágenes véterotestamentaria, apunta a una cultura de la

nostalgia, debería constituir el órgano de una teología que intentase confrontar nuestra

conciencia desarrollada y avanzada con la queja y la denuncia contra lo que sucede,

olvidadas sistemáticamente en ella. Esto permitiría dar un nuevo rostro a la teodicea.

La doctrina agustiniana de la libertad y sus consecuencias

¿Cómo se llegó en la historia del cristianismo y de la teología a silenciar el problema de

la teodicea, a acallar la interpelación dirigida a Dios a la vista de la historia del

sufrimiento humano? El eje sobre el que gira aquí toda la cuestión es Agustín.

Desde sus comienzos el cristianismo se ha visto amenazado por una doble perplejidad

constitucional, que ha conducido su teología una y otra vez a una salida dualística, a un

matrimonio clandestino entre teología y gnosis ahistórica. Por un lado está el problema

de la teodicea, que surge de la fidelidad al Dios creador ("¿Cómo conciliar sufrimiento

humano, el sufrimiento de los inocentes, con la idea de un Dios todopoderoso y

bueno?"), y por otro la relación entre promesa de salvación y tiempo, que el retraso de

la parusía hizo precaria ("¿Por qué no vuelve el Señor?"). El axioma gnóstico de la

atemporalidad de la salvación hacía plausible el retraso de la parusía. Si la salvación

debía realizarse fuera del tiempo, el retraso de la venida del Señor no ofrecía dificultad.

Y el problema de la teodicea se resolvía estableciendo un abismo infranqueable entre la

tradición véterotestamentaria del Dios creador y el tema neotestamentario de la

redención. En ambos casos se incidía en el dualismo gnóstico (Marción).

Agustín vivió y enseñó en una Iglesia que militaba contra ese dualismo. En su tratado

Sobre el libre albedrío, Agustín hace gravitar la responsabilidad del mal sobre la

humanidad y sobre su historia de pecado. Dios queda al margen y no hay interpelación

escatológica dirigida a Dios, ni puede haberla, pues ésta conduciría directamente al

dualismo entre creación y salvación (Marción). Naturalmente que también preocupa a

Agustín la cuestión de hasta qué punto puede sustentarse la historia universal del

sufrimiento de la humanidad en la libertad humana. Apelando a la Carta a los Romanos,

desarrolla la doctrina del pecado original, que ha convertido la humanidad en una masa

de condenados, y la doctrina de la predestinación. Aquí resulta Agustín oscuro y, hasta

cierto punto contradictorio. Consiguientemente, entraña también el "paradigma de

teodicea" tanto de Agustín como de los teólogos agustinianos una serie de aporías, de

las que señalaremos las más llamativas.

1. El dualismo teológico gnóstico entre el Dios creador y el Dios redentor se convierte

en Agustín en dualismo antropológico entre los (pocos) salvados por elección divina y

la masa de condenados, que es la responsable del mal en el mundo.

2. Agustín comparte con la gnosis de Marción una premisa: en esta cuestión no hay que

mezclar a Dios. Y esta premisa sí que contradice el principio fundamental de la doctrina

teológica de la libertad. Pues la libertad humana no es autónoma, sino teónoma: Dios la

hace posible. Por consiguiente, si la libertad humana no es la última responsable del

sufrimiento humano, la cuestión recae de nuevo en el Dios que predetermina. La

distinción escolástica entre permisión y acción suena a apologética huera.

3. El discurso sobre Dios de la tradición bíblica contiene la promesa de la salvación

juntamente con la promesa de una justicia universal, que incluye la liberación del

sufrimiento pasado. Para Agustín, la "salvación" es exclusivamente "redención" del

pecado y de la culpa. El sufrimiento humano, que no puede ser reducido a la culpa y su

historia, y que constituye la mayor parte de la experiencia del sufrimiento que clama al

cielo, no cuenta para él. En cambio, la concepción bíblica de "salvación" no abarca sólo

la redención del pecado y de la culpa, sino también la liberación de las situaciones de

sufrimiento. En Agustín, la pregunta escatológica por la justicia de Dios es sustituida

por la pregunta antropológica referida al pecado de los hombres. Silenciar el problema

de la teodicea no deja de tener consecuencias.

a). Consecuencia directa. Frente al sufrimiento humano la teología se inhibe: no dirige a

Dios ninguna interpelación, declara al hombre único responsable y, por tanto, da toda la

impresión de que pretende llegar a una componenda con el Dios todopoderoso a

espaldas del sufrimiento anónimo de los inocentes. Por esto, el hombre se rebela contra

ese Dios de los teólogos: el problema de la teodicea está en la raíz del ateísmo moderno.

b). Consecuencia indirecta. La exageración de la idea de culpa en el cristianismo puede

haber dado lugar a lo que se ha llamado "absolutismo del pecado". Esto ha provocado

una reacción: si, para la teología, la libertad resulta siempre sospechosa de culpa, en el

concepto de autonomía de la modernidad la culpa estará en las antípodas de la libertad.

Esto tiene su traducción a nivel de Iglesia. No es casual que la nueva complacencia

(postmoderna) en los mitos goce precisamente en el cristianismo de buena coyuntura.

La remitificación y psicologización del mensaje se impone gracias a sus visiones y

presupuestos de inocencia sobre el hombre, gracias a la suspensión de la dimensión

ética de la fe. Habría que considerarlas como una reacción a un mensaje por parte de la

Iglesia que resulta extremadamente moralizante y que, ante un estado de la creación que

clama al cielo, sólo conoce exhortaciones referidas al comportamiento del hombre y no

la interpelación escatológica dirigida a Dios.

¿Sufrimiento "en" Dios?

Al abordar teológicamente el problema de Dios, los actuales conceptos de teología

trinitaria ocupan evidentemente el primer plano. ¿No pertenece al tratamiento

"específicamente cristiano" del problema de la teodicea, intentar darle una respuesta y

mitigarlo a base de argumentos de teología trinitaria, viendo el sufrimiento humano

como asumido y superado en Dios mismo, en la vida intratrinitaria? De Barth a Jüngel,

de Bonhoeffer a Moltmann, y por parte de los católicos ante todo en Urs von Balthasar,

se habla de que "Dios sufre", de sufrimiento en Dios. No estoy de acuerdo. Y explico mi

principal reparo: ¿no hay aquí demasiada reconciliación especulativa y gnóstica de

espaldas al sufrimiento humano? ¿no existe, especialmente para los teólogos, aquel

misterio negativo del sufrimiento humano que resulta inexpresable? Hablar del

sufrimiento de Dios ¿no es una duplicación sublime del sufrimiento y la impotencia

humanos?

En otros términos, ¿hablar de un Dios solidario que sufre con nosotros no será una

proyección de nuestro ideal de solidaridad? En todo caso, ¿no se lesiona aquí el

principio clásico de la analogía, que comporta una desemejanza mayor entre Dios y el

mundo? ¿el sufrimiento "en" Dios no llevará a una perpetuación del sufrimiento? ¿no se

cae en una universalización mítica del sufrimiento, que acaba truncando el impulso que

se opone a la injusticia? ¿y no se impone una encubierta estetización del sufrimiento? El

sufrimiento que nos hace gritar o nos deja sin palabra no conoce la grandeza ni es nada

sublime; su raíz es todo menos compasión solidaria; no es simplemente signo de amor,

sino mucho más indicio terrible de que ya nada se puede amar. Es aquel sufrimiento que

desemboca en la nada, cuando no se sufre a causa de Dios.

¿Y qué es de la cristología? No creo que la cristología obligue a la teología o la legitime

para hablar de Dios que sufre o bien del sufrimiento en Dios. Con Rahner me resisto a

equiparar la conciencia de filiación de Jesús de Nazaret respecto a su Padre divino con

las afirmaciones sobre el Hijo engendrado eternamente en el interior de la divinidad.

Pero entonces, ¿cómo puede la teología del Dios creador, a la vista de las situaciones

que en su creación claman al cielo, conjurar la sospecha de apatía? ¿no dice Juan

lapidariamente "Dios es amor"? ¿cómo hacer justicia a esa afirmación bíblica sin un

Dios que sufre "con" su creación transida de sufrimiento? Ciertamente, si los predicados

divinos se contemplan desde una perspectiva atemporal y luego se confrontan con las

injusticias del mundo que claman al cielo, todo se convierte en una flagrante

contradicción y acaba en cinismo o en apatía. No nos damos cuenta de que en las

tradiciones bíblicas todos los predicados divinos -desde la autodefinición de Dios del

Éxodo hasta el "Dios es amor" de Juan- llevan el sello de una promesa que legitima a la

teología y la obliga a hablar de la creación y del poder creador de Dios a la manera de la

teología negativa ("seré para vosotros el que seré"; "me manifestaré a vosotros como

amor").

Una teología sensible a la teodicea no intenta con esto huir hacia adelante, hacia una

escatología vacía que se pierde en un tiempo sin fin. No acata una oposición abstracta

entre escatología y ontología. Parte de la base de que todas las afirmaciones bíblicas

tienen una referencia temporal. No entre los presocráticos, sino dentro de la perspectiva

de la teodicea escatológica de la Biblia es donde hay que afrontar la cuestión epocal

sobre "el ser y el tiempo" y sobre la temporalización de la metafísica. Si así se hiciese,

resultaría fácil proporcionar una información más segura sobre la cercanía y la lejanía

de Dios, sobre su trascendencia y su "inhabitación", sobre el "ya" y el "todavía no" de

su salvación. Y sin embargo, pese a que, como queda dicho, todas las afirmaciones

teológicas tienen que ir provistas de un índice temporal, en teología apenas existe nada

tan poco elaborado como una auténtica comprensión del tiempo.

Mística del sufrimiento inherente a la experiencia de Dios

Terminaré indicando cómo concibo una experiencia de Dios y un discurso sobre Él que

no se desentienda del problema de la teodicea. La "pobreza de espíritu", de que habla la

primera bienaventuranza, es el fundamento de toda experiencia bíblica de Dios. La

mística bíblica se separa del mito, que conoce respuestas y ninguna pregunta

inquietante. Yo la denomino aquí de modo provisional una mística del sufrimiento a

causa de Dios. La encontramos en las tradiciones de plegaria: en los Salmos, en Job, en

las Lamentaciones y en muchos pasajes de los libros proféticos. La plegaria habla el

lenguaje del sufrimiento, de la crisis, de la protesta, del riesgo, del grito desgarrador. En

ese lenguaje no prima la respuesta que consuela del sufrimiento, sino la apasionada

apelación, que parte del sufrimiento y se dirige a Dios.

Un rasgo fundamental de la mística de Jesús está en línea con esa tradición. Su grito en

la cruz es el grito del abandonado de Dios a quien Dios nunca había abandonado. Jesús

permanece fiel a la divinidad de Dios; en el abandono de la cruz afirma un Dios que es

otro y de otra manera que el eco de nuestros deseos, que es más y diferente a la

respuesta a nuestras preguntas. Pero esa mística ¿es consoladora? ¿no es el Dios de la

Biblia consuelo de los afligidos, descanso de los que experimentan la angustia de la

existencia? Importa no desfigurar las promesas bíblicas de consuelo. Nuestra

modernidad secularizada no ha podido ni soslayar nuestro anhelo de consuelo ni darle

cumplimiento.

De ahí la oferta postmoderna de mitos como potencial de consuelo, que no deja de

llamar a la puerta del cristianismo. Urge, pues, que dejemos en claro el sentido bíblico

de consuelo. ¿Fue Israel feliz con su Dios? ¿fue Jesús feliz con su Padre? ¿hace feliz la

religión? ¿responde a las preguntas? ¿cumple los deseos, al menos los más ardientes?

Lo dudo.

Entonces ¿a qué viene la religión y la plegaria? Pedir una y otra vez a Dios es la

instrucción que Jesús da a sus discípulos (Lc 11, 1-13). Otros consuelos no los toma en

consideración. El consuelo de la Biblia no nos traslada a un mundo mítico de armonía y

paz, sin tensiones y sin preguntas. El Evangelio no es un ansiolítico, no es un medio

para que el hombre se sienta confortable. En este punto los críticos de la religión -de

Feuerbach a Freud- se equivocaron. La "pobreza de espíritu", raíz de todo consuelo, no

existe sin la inquietud mística de la interpelación.

En la recta final de su vida, Ro mano Guardini reconocía que "ningún libro, ni siquiera la

Escritura, ningún dogma, ningún misterio, ninguna "teodicea" y ninguna teología, ni

siquiera la propia, había podido dar respuesta a su pregunta: ¿por qué, Señor, de cara a

la salvación, tantos rodeos? ¿por qué el sufrimiento de los inocentes? ¿por qué la

culpa?".

La inquietud mística de la interpelación no procede de un culto a la pregunta típico de

los intelectuales y tremendamente lejano de los que sufren. No son las preguntas vagas,

pero sí las interpelaciones apasionadas las que pertenecen a aquella mística de la que

tendríamos que aprender, si es que queremos el consuelo auténtico. La mística bíblicocristiana

no es una mística de ojos cerrados, sino una mística de ojos abiertos, que nos

obliga a tener la más fina percepción del sufrimiento ajeno.

Notas:

1El concepto de teodicea no se emplea aquí en el sentido neoescolástico de "theologia

naturalis" o doctrina sobre las pruebas de la existencia de Dios, sino más

específicamente referido al problema de Dios a la vista del sufrimiento en la historia y

en el mundo. (Nota del traductor).

Tradujo y condensó: MARIO SALA

J.R. GARCÍA-MURGA

¿DIOS IMPASIBLE O SENSIBLE A NUESTRO

SUFRIMIENTO

Según nos cuenta su discípulo y colaborador Herbert Vorgrimler ("Entender a Karl

Rahner: Introducción a su vida y su pensamiento", Barcelona 1988,180-181), en una

entrevista y en el lenguaje coloquial propio de la entrevista, Rahner tachó de

gnosticismo la teología de Urs von Balthasar y Adrianne von Speir, e

independientemente de ellos, la de J. Moltmann. Tras reprocharles de especular sin

fundamento acerca de la divinidad afirmando que en ella existe la realidad del

sufrimiento, expresaba Rahner así su propio modo de pensar: "Dicho de una manera

simple y directa, para salir de mi miseria, de mi confusión y de mis dudas, de nada me

aprovecha que Dios -por volver a las palabras simples y directas- sea tan miserable

como yo. Lo que me sirve de consuelo es que, si Dios entra en esa historia, y en la

medida en que entra como en su propia historia, se inserta en ella de una manera

distinta. Porque yo estoy ya de antemano emparedado en estos muros de horror,

mientras que Dios -si es que esta palabra aún tiene alguna significación- es para mí en

un sentido auténtico, verdadero y consolador para mí, el Dios impasible". El artículo

de Metz que precede a éste está en la línea de Rahner. Por lo que se refiere a

Moltmann, su postura está expuesta en un artículo publicado en "Carthaginensia" que

SELECCIONES presentó en el número anterior a éste (n° 129, vol. 33 [1994] 17-24).

Tras el artículo de Moltmann, "Carthaginensia" (8 [19921657-659) publicó también

una carta "póstuma" a Rahner ("Vd. ya sabrá ahora más que antes y más que yo"). En

ella, entre otras cosas, escribe el teólogo de la esperanza: "¿Cómo puede ser el Dios

impasible Dios en un sentido consolador para Vd.? Quizás en el sentido de que en Dios

ya no hay sufrimiento, dolor ni llanto, y que nosotros anhelamos entre sufrimientos

dolores y gemidos la redención en él. Pero, sin duda, no en el sentido de que Dios está

a su vez "emparedado" en su impasibilidad, en su inmovilidad y en su indeseada falta

de amor".La controversia entre estos dos grandes teólogos de nuestro tiempo sirve de

telón de fondo y de punto de arranque para el artículo que presentamos a continuación

y en el que el autor, tras mostrar que no hay tal dilema entre un Dios impasible y un

Dios sensible, intenta una síntesis que ayude a comprender cómo podemos concebir la

"impasibilidad" de un Dios que en Jesucristo se ha querido involucrar en toda la

historia del sufrimiento humano.Dios sensible a nuestro sufrimiento desde la plenitud

de su felicidad, Carthaginensia 9 (1993) 315-326

CUESTIÓN DE FONDO

De la humanidad de Cristo a la intimidad de Dios

1. Rahner y Moltmann coinciden en la posibilidad de decir algo de la intimidad de Dios

a partir de la humanidad de Cristo, de ver el sufrimiento de Cristo como sufrimiento de

Dios.

a) Rahner realiza ese tránsito sobre la base de dos de sus aportaciones más

significativas. La primera, su famoso axioma: la Trinidad económica es la inmanente.

La "economía" es la sabia dispensación de la salvación a través de la historia, cuyo

lugar central es Jesucristo. De ella afirma Rahner que es el ámbito de la revelación, o

sea, de todo cuanto podemos saber de la vida íntima de Dios (Trinidad inmanente). Por

medio de Jesucristo, Dios ha vivido entre nosotros. ¿No ha de decirnos esta realidad

algo sobre la vida íntima de Dios?

La segunda aportación consiste en la fuerza con que Rahner señaló que la humanidad de

Jesucristo no es una máscara o un disfraz que oculta la intimidad del Hijo de Dios. La

palabra y los gestos de Jesús nos dicen algo no sólo de su conciencia humana, sino, a

través de ella, también de la persona del Verbo que se encarna y, por tanto, del mismo

Dios.

Sobre esta doble base se puede afirmar perfectamente que el sufrimiento de Jesús nos

dice algo del mismo Dios.

b) Moltmann realiza el tránsito de la humanidad a la divinidad de modo mucho más

directo. Él considera el acontecimiento de la cruz como el lugar por excelencia de la

revelación trinitaria. Al sufrimiento de Cristo ha de corresponder el sufrimiento de Dios:

"el Hijo sufre la muerte y el Padre sufre la muerte del Hijo con infinito sufrimiento de

amor".

2. Ambos teólogos matizan sus afirmaciones. Moltmann afirma el sufrimiento de Dios,

pero hace ver que éste no priva a Dios de su libertad ni de su felicidad. Rahner afirma la

inmutabilidad de Dios, pero hace ver que ésta no puede significar indiferencia ante la

suerte de los hombres.

a) Moltmann admite que la situación de Dios respecto al sufrimiento es distinta de la

muestra. Dios no está sometido al sufrimiento: un Dios sometido por necesidad al

sufrimiento sería incapaz de liberarnos de él. La diferencia entre el sufrimiento de Dios

y el de los hombres se halla en la libertad con que Dios se somete al sufrimiento. El

amor de Dios se entrega de tal forma que elimina libremente la alternativa de dejar de

sufrir por el amado.

Para referirse a la capacidad de Dios de sentir el sufrimiento humano habla Moltmann

de empatía divina. Psicológicamente, la empatía implica capacidad de sentir con la otra

persona, de entrar en su situación. Moltmann piensa que la empatía divina es

incompatible con su impasibilidad. Pero esto es discutible. Cargar con los problemas del

que le consulta no debe poner, por ej., al psicólogo en la misma situación de falta de

estabilidad del cliente, so pena de no poder ayudarle. Para ayudar a quien sufre una

situación es preciso sí compartirla y hacerse cargo de ella, pero juntamente conservar el

equilibrio personal que posibilite esa ayuda.

Más concretamente, concede Moltmann que en Dios ya no hay sufrimiento y que

nosotros anhelamos ser liberados de él.

b) También Rahner matiza al hablar de la inmutabilidad divina: Dios es inmutable e

impasible, pero también plenamente solidario con el hombre.

Si Rahner afirma la inmutabilidad divina es porque ve en ella la condición necesaria

para que Dios pueda salvarnos del sufrimiento, de la muerte y del pecado. Si estas

realidades negativas afectasen a Dios de la misma manera que a los humanos, Dios

sucumbiría ante ellas y los hombres no podrían alcanzar aquello a que aspiran: ser

liberados de cuanto se oponga a la felicidad, para la que han sido hechos.

Es cierto que tanto grandes filósofos (Platón, Filón de Alejandría) como teólogos (S.

Agustín, Pedro Lombardo) y la misma doctrina de la Iglesia han considerado la

inmutabilidad como un atributo de Dios. Dios no puede menos de ser inmutable, pues si

algo se le pudiese añadir o quitar, dejaría de ser Dios. Pero esa doctrina ha pesado

demasiado en la teología de manual y ha contribuido a ocultar una realidad que está

viva en todas las páginas de la Biblia y que responde a nuestros anhelos más profundos:

que Dios nos acompaña en nuestros sufrimientos y que es sensible a cuanto nos atañe.

Rahner es consciente de que, para salvarnos del mal, Dios tiene que dominar el vaivén

de la historia, pero juntamente debe ser sensible a nuestros sufrimientos. Su

inmutabilidad no puede significar apatía o indiferencia. Para conciliar ambos extremos

hace una afirmación audaz, pero profunda y rigurosa: "Dios, el inmutable en sí mismo,

se hace mutable en el otro" (Escritos IV, Madrid 1962, 149). Dios se ha hecho mutable

en la humanidad de Jesús. Lo que vemos y palpamos del Verbo de vida nos está

hablando del mismo Dios y de la manera como hemos de interpretar su inmutabilidad.

La inmutabilidad de Dios no puede entrañar insensibilidad. Cuando Jesús se acerca a los

enfermos, cuando orienta con su palabra a los que se hallan como oveja sin pastor,

cuando se aproxima a la mujer pecadora y evita su humillación, nos revela a su Padre.

Porque todos esos gestos de Jesús nos hablan de la ternura del Padre. La inmutabilidad

de Dios no puede significar indiferencia hacia lo nuestro. Y no se trata sólo de un acto

libre de amor. Es todo su ser divino el que asume en sí todo lo nuestro: Dios mismo en

su plenitud es plenamente solidario del hombre. Y si la plenitud implica felicidad, hay

que concluir que Dios es sensible a nuestro sufrimiento desde la plenitud de su propia

felicidad.

Inmutabilidad e impasibilidad como garantía de solidaridad

Inmutabilidad e impasibilidad no se oponen a la solidaridad de Dios. Más aún:

podemos pensarlas como el fundamento y la condición necesaria de la solidaridad

divina.

1. Inmutabilidad. a) Esta, si bien ¿Dios impasible o sensible a nuestro sufrimiento?

responde a la aspiración humana de encontrar descanso y constituye el componente de

estabilidad inseparable de la felicidad completa, no deja de producir efectos negativos

en la teología y en la espiritualidad, cuando se insiste unilateralmente en ella. Pues nos

manifiesta a un Dios separado, indiferente, un Dios muy distinto de la imagen que nos

proporciona de El la Biblia.

b) Por esto se impone cambiar el lenguaje de la inmutabilidad por el de la fidelidad. La

inmutabilidad del Dios de Jesucristo consiste en la fidelidad de su amor: es la

inalterable oferta de su amor, a pesar de la inconstancia que recibe como respuesta. El

seno del Padre se halla siempre abierto por el Amor: abierto al Hijo y a los hermanos

del Hijo, los hombres y mujeres de este mundo. En el Hijo estamos todos, cada uno

como es y como se encuentra. En el Hijo recibimos todos la ternura del Padre.

2. Impasibilidad. a) Aunque, a primera vista, resulta difícil comprender que Dios sea

impasible sin ser sensible, hay un sentido profundo de impasibilidad que lo logra: Dios

es impasible porque es invulnerable a todo lo que se opone al amor fiel que nos profesa.

Importa que quien se propone combatir la negatividad no sucumba a sus embates. El

médico que se expone a contraer la enfermedad de sus pacientes es admirable, pero si

procura permanecer inmune, podrá ayudar a más y más personas. Existe una

impasibilidad que es entereza de ánimo, integridad del ser, capacidad de resistencia a la

adversidad. El que la posee queda capacitado para acercarse al sufrimiento, a la muerte,

al pecado y combatirlos sin sucumbir él en la lucha.

b) Los humanos solemos carecer en gran medida de ese tipo de impasibilidad y nos

refugiamos en la impasibilidad de la apatía. Nos hacemos insensibles a la necesidad de

nuestro prójimo porque tenemos miedo de perder la cota de felicidad que hemos

alcanzado. Entre nosotros y las grandes necesidades de la humanidad interponemos el

cristal de la TV que nos hace fríos como él. Nuestra indiferencia ante el mal de los

demás, nuestra incapacidad de acercarnos al que sufre, se explica por nuestra falta de

amor y de entereza. Quienes de verdad se acercan al que sufre poseen equilibrio y

resistencia para no caer en el victimismo ni fijarse en el propio sacrificio. Por esto son

capaces de descubrir cuanto de humano y positivo hay en las situaciones de necesidad,

vivir en ellas con serenidad y aportarles remedio en la medida de sus posibilidades.

El sufrimiento de Cristo, expresión del sufrimiento de Dios

Pero hay más. Porque Dios nos dijo mucho más. No basta con afirmar que ni la

inmutabilidad ni la impasibilidad dejan a Dios indiferente. Ni basta con decir que

fundamentan su capacidad ¡limitada de cercanía. Es preciso que el mismo amor nos

llegue en una expresión adecuada a nuestra manera de ser. El amor que suscita la

correspondencia del amado se expresa de una manera concreta, penetrante.

Este problema de lenguaje se resuelve contemplando a Jesucristo en cruz: su

sufrimiento expresa de manera penetrante el amor del Padre. La negatividad no puede,

ciertamente, hallarse en Dios. Pero sí esa calidad específica del amor solidario que hace

que nuestro sufrimiento se halle en Dios y lo afecte de verdad, aunque no sepamos

como.

"Algo" más, mucho más, que la inmutabilidad y la impasibilidad, incluso tal como las

hemos interpretado. "Algo" que no puede ser menos, sino mas, que su misma expresión

en el sufrimiento de Jesús. Este nos habla de lo que Dios siente por nosotros. Pero lo

que en Dios corresponde al amor sufriente de Cristo es más, infinitamente mas, y nunca

menos, que ese amor.

Hemos abordado aquí una cuestión que reclama la atención teológica y un gran esfuerzo

de investigación. La ventaja del lenguaje de Moltmann reside en su carácter concreto,

en afirmar de Dios lo que afirmamos del sufrimiento humano solidario y en insinuar el

"mucho más" sin desdibujar la fuerza de penetración de lo concreto. Poner a Dios a

nuestro nivel equivale a considerarlo como Dios de lo humano.

El lenguaje católico de la analogía, que emplea Rahner, con su insistencia en la teología

negativa o apofática y en la superación de todo lo que tenga visos de antropomorfismo,

desemboca en un "no saber" acerca de Dios, que en ocasión puede producir la impresión

de lejanía o indiferencia por parte de Dios. Pero se trata de un lenguaje imprescindible

para expresar la grandeza inconmensurable de Dios, que se encuentra más allá de toda

expresión. En último término, es el hombre quien ha de estar en función de Dios y no

Dios en función del hombre. La gran aportación de Rahner a la teología católica ha sido,

sin duda, su insistencia en la índole misteriosa, infinita e inefable de la divinidad.

II. ALGUNAS LECCIONES DE LA TEOLOGÍA DEL

SUFRIMIENTO

Descender para liberar vida

La teología del sufrimiento es teología de la kénosis de Cristo. Nos enseña a encontrar a

Dios en los lugares donde la vida se halla impedida, que es donde El se hace presente.

La cruz es el lugar por excelencia de la revelación de Dios. Aquel "Dios es amor" no se

deduce de sutiles argumentos metafísicos, sino de la contemplación de Jesús en cruz.

Dios descendió a las zonas oscuras de la humanidad -sufrimientos, fracasos, amarguras,

pecados- para sentir lo nuestro como cosa suya.

En una civilización de indiferencia al sufrimiento ajeno, Dios nos enseña a descender

con Él a los lugares donde la vida se halla impedida, para sentir como nuestro el mal del

otro. Hay que desterrar el miedo al sufrimiento que sea condición de amor. Acompañar

al que sufre significa asumir la cruz de la solidaridad, no para dejarnos vencer por el

sufrimiento o la negatividad, sino para insertar en ellos la serenidad del amor. Se trata

de estar junto al que sufre, sin asustarnos de nuestra incapacidad y sin retroceder a causa

de nuestros miedos. Es Dios quien salva, no nosotros.

Traducir a la práctica esas actitudes exige a veces grandes renuncias, por ej. el abandono

de la propia cultura para encontrar a los prójimos más desamparados en sus sufrimientos

cotidianos desde la humilde aceptación de nuestros propios sufrimientos.

Teología del sufrimiento como camino de salvación

Dios ha convertido nuestras negatividades en camino de salvación. No nos salva

mágicamente del sufrimiento. Nos salva en el sufrimiento. De Jesús se afirma que

"sufriendo aprendió a obedecer y, así consumado, se convirtió en causa de salvación"

(Hb 5,9; véase 2,10). Este es también nuestro camino. Hay una manera de sufrir que

contribuye a que crezcamos como hijos, a que nos abramos a la acción de Dios en la

actitud de receptividad propia del hijo que todo lo espera de su Padre.

Ante el sufrimiento, siempre injusto para un ser, como el hombre, hecho para la

felicidad, hay que exclamar, como Jesús: "¿Por qué me has abandonado?" (Mc 15,34).

Pero también, como él, renunciando a comprender, hay que confiar. Con su entrega en

manos del Padre (Lc 23,46), acaba Jesús adentrándose más en el misterio de ese Abbá,

Padre.

Teología de la esperanza

Un sufrimiento que imite el de Jesucristo nos abre a la esperanza. Porque los cristianos

no somos masoquistas: no amamos el dolor por el dolor. Convertido por el amor, el

sufrimiento nos proporciona todo un conjunto de bienes. El primero de estos bienes es

la gloria de Dios. Porque en la cruz el Padre es glorificado junto con el Hijo. En ella

resplandece el amor del Hijo que se entrega por nosotros y el amor del Padre que

entrega al Hijo y se hace solidariamente presente.

También los hombres -hijos en el Hijo- estamos llamados a dar gloria a Dios mediante

el amor solidario hacia quienes comparten nuestra peregrinación. Este amor produce sus

primeros efectos de paz y serenidad en la comunidad cristiana que lo atestigua. La

omnipotencia de Dios se muestra en el amor crucificado y acabará triunfando de todas

las negatividades. Pero, para el ejercicio concreto de ese amor, necesitamos la sabiduría

de la cruz, con la que sólo nos connaturalizamos a través de la contemplación y de la

práctica.

La teología de la cruz nos invita a penetrar en la espesura de esta vida, manteniendo

siempre abierto el horizonte de nuestra esperanza. Se trata de incorporarnos al doble

movimiento, descendente y ascendente, del amor. Sólo el Espíritu Santo, Amor en

persona del Padre y del Hijo, puede enseñarnos a vivir de este modo.

Condensó: TOMÁS CAPMANY

 

JUAN A. ESTRADA

¿DESDE EL SUFRIMIENTO ENCONTRARSE CON DIOS?

En la vida humana el mal –en todas sus formas- es una realidad. Aceptar esa realidad -no rebelarse contra ella- resulta razonable. Equivale a aceptar la limitación –la contingencia- de la existencia humana. Y, sin embargo, aun aceptado como una realidad, el mal no deja de ser un problema. Sobre todo para el creyente. El dilema «Si existe el mal, o Dios no es todopoderoso o no es bueno» ha atormentado a no pocos filósofos y teólogos y a multitud de creyentes. Selecciones condensó un interesante artículo de Torres Queiruga sobre dicho problema (ST 149, 1999, 18-28). Juan A. Estrada ha publicado en el libro La imposible teodicea. La crisis de la fe en Dios (Madrid 1997) un profundo estudio sobre el tema del que en el presente artículo presenta la líneas maestras. ¿Desde el sufrimiento encontrarse con Dios?, Communio 32 (1999) 103-115.

¿Por qué Dios lo ha permitido? Ésta es la pregunta que surge ante el mal y en especial ante el sufrimiento humano. O Dios no puede evitar el sufrimiento que permite y entonces no es omnipotente o bien puede evitarlo, pero no quiere, y entonces ¿cómo puede decirse que es bueno? Esta disyuntiva es la roca fuerte de la increencia.

¿Cómo hacerla compatible con Dios? La pregunta ha preocupado a la teología judía y cristiana a lo largo de los siglos. Pese a haberse ensayado diversas soluciones, el problema más que aclararse se ha agravado. Pues se han creado imágenes de Dios que lo han complicado. En buena parte, el ateísmo es una reacción humanista ante esas imágenes. Más vale no creer en Dios que aceptar concepciones que cuestionan su bondad y/o su omnipotencia. Veamos cuáles son esas imágenes, cómo, con toda razón, el ateísmo protesta contra ellas y cuál ha de ser la auténtica respuesta cristiana al problema del mal.

Dimensiones de la experiencia del mal

Hay que clarificar qué entendemos por mal. Existen tres clases o maneras de entender el mal, que responden a experiencias humanas: 1.El mal físico, o sea, el mal causado por las leyes naturales y que producen dolor o sufrimiento en el ser humano. Así, los desastres naturales, la enfermedad, los accidentes, el desgaste físico, etc. Ante muchos de esos males nos sentimos impotentes. Reaccionamos resignándonos o dando gracias a Dios por habernos librado de ellos. Pero ¿y las 246 Juan A. Estrada víctimas que no han podido escapar de ese mal? No son ni peores ni mejores que nosotros y, no obstante, no se han librado.

2. El mal moral: el que resulta de la acción humana y la maldad. El ser humano es el animal más destructor que conocemos, capaz de lo mejor y de lo peor. Parece que al bueno las cosas le van mal y que, en cambio, el malvado triunfa. La pregunta surge: ¿dónde está Dios? Y no hay respuesta.

3.El mal metafísico, es decir, la imperfección de la creación, de las leyes naturales y de la vida humana, que culmina en la muerte. Si, para algunos, la muerte podría ser considerada como una liberación, en realidad es un mal potencial para todos. Si se vive una vida llena de gratificaciones, la muerte es anti-vida, sobre todo porque acaba con las relaciones interpersonales. ¿Qué queda de tanto amor que ha dado sentido a nuestra vida, de personas que han enriquecido nuestra vida? La muerte rompe nuestras vinculaciones y nos vence siempre. Y si la vida ha sido malograda y sin sentido todavía es peor. Porque ya no habría más que esperar: la vida, vivida como un infierno, quedaría absolutizada para siempre. Hubiera sido mejor no haber vivido. Estamos condenados a morir, pero nos rebelamos. Somos unos seres finitos ansiosos de infinitud, unos seres mortales sedientos de inmortalidad. Somos humanos, pero buscamos a Dios. Y Dios y el mal son incompatibles. La muerte es el último enemigo. Experimentamos todas estas dimensiones del mal y nos rebelamos contra ellas. Nos negamos a aceptar que el mal físico y moral y que la finitud o contingencia sean lo último. Percibimos que triunfan la injusticia, la mentira, el mal. Pero nos aferramos a la vida, a la justicia y al bien. ¿Cómo mantener la fe y la esperanza, cuando experimentamos el mal?

Algunas respuestas tradicionales

La tradición bíblica parte de una concepción providencialista de Dios. Todo proviene de Dios: el bien y el mal. De ahí surge la teoría de la retribución: Dios premia a los buenos y castiga a los malos. Según esto, al bueno debería irle bien y al malo, mal. Pero no es así: la experiencia muestra lo contrario. El libro de Job pone de manifiesto esa teología que los hechos desmienten.

Los amigos de Job son los representantes de esa teología que ofrece respuestas inaceptables a preguntas inevitables. Repiten: ¡has pecado y Dios te castiga! Y esto sin tener el menor indicio de ese pecado. ¡Cuántas veces hace lo mismo la teología! Los amigos de Job se equivocan por partida doble: pretenden salvar a Dios a costa de Job. Pero Job no acepta el planteamiento. Apela al mismo Dios. Y Dios le da la razón. No necesita que haya quien, para defenderle, se cargue al hombre. Esto hay teologías que, como los amigos de Job, no lo han aprendido. Y hay una segunda equivocación: detrás de cada sufrimiento hay un pecado que satisfacer. Esto sucede también en la experiencia humana. Todo el mundo busca un culpable a quien responsabilizar de lo que sucede. No se les ocurre que acaso nadie tenga la culpa.

La teología cristiana dio continuidad al esquema pecado-castigo con el pecado original. San Agustín hizo del mito de Adán y Eva una historia real: historificó el mito. Y mitificó la historia: hizo de ella una serie de castigos por el pecado de nuestros primeros padres. El mal sería, pues, una consecuencia del pecado. Al hacer responsable al ser humano de los males que acontecían salvó teóricamente la justicia de Dios. Pero agravó el sufrimiento al añadirle la culpa. En el fondo se mantiene un Dios inmisericorde que castiga el pecado de los padres en los hijos. ¿Cómo hablar de misericordia con un Dios tan obstinado en su revancha? La teología del pecado original debe ser replanteada.

El problema se agravó con la cristología de la satisfacción de San Anselmo. La diferencia infinita entre Dios y el hombre hace que éste no sea capaz de satisfacer ni reparar la ofensa hecha a Dios. La encarnación del Hijo de Dios obedece a la doble exigencia del honor ofendido que exige reparación y de la incapacidad humana para satisfacer. Con su muerte en cruz, el Dios encarnado paga la deuda.

Textos aislados de Pablo y de la carta a los Hebreos sirvieron para justificar esa concepción teológica de un Dios que sólo se aplaca con sacrificios. De ahí una religión basada en el sacrificio y la expiación. Abraham es exaltado porque está dispuesto a sacrificar a su hijo y no por abrirse en la fe a la revelación de un Dios que no quiere sacrificios. Para estas teologías, el cristianismo es, ante todo, una religión de sacrificios y obediencias, hasta llegar a la obediencia del entendimiento: aceptar lo que ni vemos ni entendemos cuando lo dicen los representantes de Dios. Es el triunfo del credo quia absurdum ( creo porque es absurdo) de Tertuliano. Es contra esa imagen de Dios contra la que ha protestado el ateísmo. Otra vía de salida fue la racionalista. Se echó mano de la definición agustiniana del mal como ausencia de bien. Es una verdad a medias, que, en todo caso, sirve de poco cuando el mal es experiencia concreta. Es verdad que un mundo creado no puede ser perfecto. Y tienen razón los que defienden la autonomía de la creación contra el intervencionismo divino, que violaría la obra de la creación. Pero las preguntas permanecen.

Para los cristianos, la creación tiene un sentido. No es fruto del azar, sino de la providencia divina. Y está al servicio del ser humano. Pero ¿no podía la creación ser menos mala? ¿no podría haber menos sufrimiento en una creación diferente? No sabemos cómo puede ser un mundo perfecto. Pero conocemos imperfecciones evitables, para que fuera menos malo. El mundo en que vivimos se nos antoja incompatible con un Dios poderoso y que ama al ser humano. Surgen preguntas que alcanzan al mismo Dios. Nos preguntamos por el origen y significado del bien y del mal y buscamos hacer compatibles a Dios y al sufrimiento humano. Hemos de reconocer que la religión no tiene respuestas para todas las preguntas. No comprendemos por qué hay tanto sufrimiento ni entendemos por qué tarda tanto el Mesías en volver para acabar con el mal. No comprendemos, pero no nos resignamos. Es toda la creación la que gime esperando la redención final (Rm 8,22).

La racionalidad del ateísmo

La consecuencia que el ateísmo saca es la siguiente: olvidémonos de ese Dios y concentrémonos en el hombre. El malestar que produce una creación con mal lleva al rechazo de un Dios creador y providente. El ateísmo defiende aquí la dignidad humana contra un Dios malo indiferente y vengativo. Prefiere optar por el hombre –finito y ambiguo– pero capaz de bien: hay que concentrarse en luchar contra el mal y no en teorizar sobre él. En «La peste» de Camus, el médico que lucha contra la peste es el auténtico redentor, y no el sacerdote que reza, acepta y calla.

La lucha contra el mal es lo único válido de la religión. Se trata de luchar y de transformar. Sólo así puede la religión ser aceptada por el ateo como un humanismo extrapolado, válido en cuanto suscita la protesta contra el dolor y lleva a combatirlo. De ahí, «El ateísmo del cristianismo» que propugnaba Bloch: la exaltación del héroe rojo que muere por la humanidad futura, sin esperar redención alguna. Hay grandeza en esa solidaridad que se basa en la dignidad del hombre, querida por sí misma. La teología ha estado ciega en no ver que ese ateísmo es un humanismo y que hay en él un compromiso envidiable para muchos creyentes, más rezadores que luchadores contra el mal. El rezo puede ser una coartada para la falta de compromiso. Sin embargo, también ese humanismo debe ser consciente de sus límites. Hay que rechazar filosofías de la historia que defienden el sentido del progreso y de las luchas políticas como respuestas válidas al problema del mal. La historia carece de sentido en sí misma. El progreso es ambiguo y el bienestar futuro no puede responder a la pregunta que surge de Auschwitz, de Hiroshima o de la conquista colonial. No hay futuro para las generaciones que fueron exterminadas en la historia. Si no hay Dios, nadie puede ocupar su lugar y permanece el sin sentido de la vida de tanta gente que no tiene nada ni nadie en quien esperar. Hay que asumir el luto por los vencidos de la historia, tomar distancia de un progreso que es promesa y amenaza a la vez. En última instancia, el hombre sería una pasión inútil, un deseo imposible de ser Dios, de amar más allá de la muerte y de reivindicar justicia ante tantas víctimas inocentes.

Algunos, como Horkheimer, dan un paso más. Ante tanto mal, no podemos afirmar a Dios, pero tenemos que vivir como si existiera. Para que no triunfe el verdugo sobre la víctima, para que no desfallezcamos en la lucha contra el mal, hemos de vivir como si Dios existiera. No podemos afirmarlo, pero sí desearlo, esperarlo y buscarlo. Abiertos al deseo, pero sensibles a la impugnación, viendo el sentido de la fe, pero sin caer en el dogmatismo de la creencia; receptivos a la duda, pero aferrándonos a una esperanza en Dios que nos permite crecer y vivir, y nos mantiene vigilantes contra el mal. Ese talante humanista es el que impide que la religión se convierta en un sistema cerrado. El fanatismo no es sólo posible en la religión. Hay que dejarse inquietar por «el otro», sin aferrarse a unas convicciones inasequibles a la duda y a la pregunta. Precisamente la experiencia del mal cuestiona todas las creencias. Es la pregunta que desborda y que debe abrirnos a los otros. El ateísmo que dialoga con la religión y viceversa es el que tiene más futuro.

De la teodicea a la lucha cristiana contra el mal

¿Por qué es el mundo como es? ¿Por qué hay tanto mal? ¿Cuál es su origen y significado? El cristianismo no tiene respuestas convincentes a estas preguntas. El cristianismo no pretende tanto satisfacer nuestra curiosidad cuanto ofrecernos medios para afrontar el mal. La pregunta de Lutero «Cómo encontrar a un Dios que pueda salvarme» es constitutiva del creyente. Lo que busca el cristianismo es salvación, fortaleza, alternativas al mal y no clarificaciones teóricas, por importantes que sean.

Es en este contexto en el que se enmarca el anuncio de la llegada del Reino por parte de Jesús. Está en línea con la expectativa mesiánica judía de un tiempo en el que no rija el homo homini lupus (el hombre es un lobo para el otro hombre) para vivir una fraternidad humana de dimensiones cósmicas. La promesa de salvación es la otra cara de la experiencia del mal. Es también una forma de afrontarla y superarla.

Jesús es el enviado de Dios como el anti-mal por excelencia que irrumpe en la historia. El anuncio a los pobres y pecadores es el reverso de la denuncia de aquella religión que antepone las leyes religiosas a la salvación del hombre. Hay que luchar contra el mal en sus diversas manifestaciones: corporales y espirituales, personales y colectivas, puntuales y estructurales. En Jesús no hay la menor legitimación del mal. Rechaza el esquema culpa-castigo. A diferencia de otros escritos bíblicos, no hace alusión alguna al mal como prueba. Para él, Dios se alegra cuando el mal es vencido. Su vida es una lucha continua contra el mal integral. No quiere salvar almas, sino personas. Y, sin embargo, el mal alcanza la historia de Jesús, que se integra en la de los vencidos. Jesús pasó haciendo el bien, pero acabó mal. Dios no hace nada para evitar el trágico fin de Jesús. El grito desesperado «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» y el silencio de Dios hay que tomarlos en serio. Dios no hace nada, no interviene, deja a Jesús afrontar en solitario su destino. Está solo ante Dios, él mismo y los demás.

El cristianismo no evade la problemática del mal, sino que la radicaliza. El mensaje de la cruz es claro: el que pretenda relacionarse con un Dios que le evite el mal en la vida, que «le saque las castañas del fuego», debe buscarlo en otro lado. Estamos solos. Somos los agentes de la historia, sin que podamos esperar intervenciones divinas que conjuren el mal. Se acabó el Dios intervencionista que milagrosamente rompe las leyes de la naturaleza y de la historia para amparar a sus protegidos. La relación con Dios no sirve directamente para evitar el mal. Al contrario, el que viva y actúe como Jesús tendrá que afrontar un mal suplementario, ya que habrá quien, como en el caso de Jesús, lo inmolará creyendo dar gloria a Dios.

Aunque haya personas que rompen con Dios cuando acontece una desgracia, lo cierto es que el Dios cristiano no sirve para evitar el mal. En el caso de Jesús, lo novedoso no es el mal –la cruz-, sino la forma de abordarlo. El sufrimiento no le deshumaniza ni endurece. Muere como vivió: perdonando a los que le hicieron el mal, alentando al buen ladrón y preocupándose del futuro de su madre. El «Jesús para los demás» que nos presentan los Evangelios es coherente en la vida y en la muerte. Murió como vivió, haciendo del mal una experiencia enternecedora, que suscita solidaridad y cercanía, en lugar de amargura, crispación interna y despecho.

Respecto de Dios, no hay acusación. A diferencia de Job, no le emplaza. Expresa su abandono. Deja sentir su miedo al dolor y pide que se evite («pase de mí este caliz»). Pero acaba aceptándolo («En tus manos encomiendo mi espíritu»). Nunca sabremos cuáles fueron sus vivencias más íntimas. Sólo nos quedan los testimonios de cada tradición, que nos permiten captar hasta qué grado experimentó el dolor y confió en Dios. Nunca el hombre ha sido más imagen y semejanza divina que en el crucificado fiándose de un Dios ausente.

Ni sabe ni comprende. No duda de que Dios es amor. Se fía de él. Su fe es la del hombre que, sin esperar nada material del creador, sigue afirmándolo y esperando. No existe la búsqueda de un Dios milagrero al servicio de las expectativas humanas. Es la fe pura, gratuita, cimentada sólo en la convicción del amor divino, presente en la experiencia del mal. No encontraremos mayor gratuidad en la relación con Dios ni mayor trascendencia, ya que no hay aquí utilitarismo alguno, sino fe, esperanza y amor.

Aquí se encaran la locura de la fe y la racionalidad del ateísmo. ¿No es insensato seguir esperando y creyendo en un Dios que no aparece? Es la pregunta del no creyente al que tiene fe. Tampoco aquí es posible una fe que no se deje interpelar, que no deje el menor margen a la duda. Ya no se ¿Desde el sufrimiento encontrarse con Dios? 251 trata de «los mínimos» de la respuesta atea, sino de «los máximos » de una entrega que raya en la locura. Y en este contexto irrumpen los discípulos afirmando que Dios ha resucitado a Jesús, es decir, que Dios estaba con él. La resurrección aparece como el comienzo de la nueva creación. Ya no es la muerte lo último para la vida humana. Es posible esperar. Es un triunfo contra el mal, cuando éste había incuestionablemente vencido. La dignidad del hombre se afirma ahora más allá de la misma muerte. Es posible la esperanza para las víctimas de la historia. Hay que perder el miedo a la muerte. Y vivir y morir como Jesús.

Naturalmente, es una afirmación impugnada. Afirma demasiado. Y está en juego el sentido mismo de la historia y el valor de la vida humana. De ahí que, ya desde el mismo anuncio de la resurrección, surgiesen dudas y resistencias entre los mismos discípulos de Jesús. Es normal. Lo ilógico es que esta fe se haya mantenido, que perdure a través de los siglos y que siga conservando un gran poder de fascinación y plausibilidad. Es Jesús el que la hace convincente. No sabemos si Dios existe, aunque lo creemos. En todo caso, hombres como Jesús lo hacen necesario. Jesús y los que viven como él merecen que Dios exista. Si Dios existe, es bueno y es omnipotente. Hay coherencia entre un Jesús afirmando a Dios sin pedir nada a cambio y el anuncio de un Dios que resucita a los que mueren así. Pero las preguntas permanecen. Sigue habiendo dolor, injusticia y muerte. El mal sigue siendo un enigma. Lo que queda claro es que Dios no quiere el mal ni lo permite ni lo usa para castigarnos.

El mal es lo que no debe ser. De ahí que la respuesta más auténtica sea la lucha contra el mal. Cierto que para ello no hace falta ser creyente. Basta la dignidad humana y la solidaridad con los que sufren. Y esto es común a cristianos y ateos. No obstante, el cristianismo ofrece motivos para luchar y para esperar más allá de la muerte. Es mucho y poco. Pero es la propuesta de una religión mayor de edad, que nunca quita el protagonismo al hombre para dárselo a Dios. La gloria de Dios es la vida del hombre. Y la felicidad humana es tener experiencias de Dios, a pesar del mal. Esta es la propuesta cristiana, su interpelación al humanismo ateo, compañero inseparable de viaje.

Condensó: JORDI CASTILLERO

El bien viaja a paso de tortuga. Quienes quieren hacer el bien no son egoístas ni se apresuran, saben que inculcar el bien a los demás requiere tiempo.

MAHATMA GANDHI

JOSÉ SALGUERO

LA CAUTIVIDAD DE BABILONIA Y LA

ESPIRITUALIDAD DEL DOLOR

La cautividad de Babilonia fue una época fecunda en transformaciones religiosas por

parte de Israel. Aquí se analizan las referidas al dolor. En él es donde la religión logra

su dimensión interior g de donde los «anawim» o «pobres de Yahvé» sacan su

espiritualidad. En estos procesos juegan un papel de primera línea los profetas: ellos

han sido los primeros en vivir en carne propia la lección que Dios ha querido dar a su

pueblo; por ello pueden constituirse. en guías g ejemplares.

Finalidad del dolor según el Antiguo Testamento, La Ciencia Tomista, 90 (1963) 369-

395

LA TRANSFORMACIÓN DE ISRAEL

Antes del destierro

Antes del destierro el dolor es considerado como una pena medicinal y vindicativa, pero

no como expiatoria. Ante los frecuentes pecados de Israel, Dios envía castigos. Estos

castigos tenían finalidad medicinal. Sin embargo, llega un momento en que la apostasía

es tan general en la nación, que Dios anuncia un desastre terrible en el que parece

haberse ofuscado el aspecto medicinal para aparecer sólo el de vindicación: la

destrucción del pueblo. Sin embargo, Yahvé es fiel a sus promesas, y detrás del anuncio

del desastre deja entrever un rayo de esperanza: Dios conservará un Resto escogido del

que hará brotar el nuevo Israel, un Israel purificado.

En el destierro

Llegó el destierro, y en su corta duración (587-538) se operó una honda transformación

en Israel. El hundimiento de las estructuras políticas nacionales impulsó a poner la

religiosidad en algo más profundo y espiritual, en un contacto más vivencial con Dios.

La nueva religión será la de una comunidad, de una "iglesia", casi totalmente desligada

e independiente de los cuadros nacionales. De este modo, bajo las ruinas del Israel

político comenzó a surgir un Israel nuevo.

En este resurgir religioso tuvieron gran importancia los escritos sagrados del pasado,

que los cautivos habían llevado consigo y que en aquellos momentos de persecución y

de desaliento eran escrutados en busca de fe y de consuelo. Sin embargo, el papel

principal de la resurrección religiosa de Israel hay que asignarlo a los profetas: Jeremías,

cuyas profecías leyeron, releyeron y copiaron los desterrados; Ezequiel, que, viviendo

entre los mismos exilados, dedicó toda su vida a la conversión de ellos; y el Deutero-

Isaías, que evidentemente se dirige a los desterrados anunciándoles un retorno glorioso.

Así se fue formando, en medio de la indiferencia general de los restantes israelitas, un

grupo, un pequeño Resto, de almas fieles y dóciles, cuyo único deseo era servir a Dios

en plena conformidad con las directrices que les dictaban los profetas.

En este pequeño Resto es donde va a operarse la transformación en y por el dolor. En un

primer momento se vive aún del colectivismo preexílico: el pecado es algo nacional, y

el pueblo entero ha de sufrir las consecuencias. Pero tras el hundimiento de la

religiosidad nacionalizada, se abre paso el individualismo religioso: sólo el individuo

que peque ha de ser castigado (Ez 3, 16-21; 18; 33,1-20). Pero entonces ¿por qué los

justos sufren el destierro al igual que los impíos?

Un primer intento de solución lo da Ezequiel: mediante estos sufrimientos los justos

pagan por sus propias faltas y obtienen de Dios ser el pequeño Resto de donde saldrá el

nuevo Israel. (Ez 18; 36,2428).

La solución más importante la da la segunda parte de Isaías (40-55). Los sufrimientos

de los justos son considerados como el rescate por el pueblo culpable. Mediante los

sufrimientos expían el pecado de la nación culpable, y hacen que la hora de la salvación

se acerque. El vaticinio del Siervo de Yahvé (Is 52,13-53, 12) es la expresión más

sublime de esta idea. Pero también en otros textos se dice lo mismo de los justos,

aunque de una manera mucho más restringida (Is 40;2; 41,8-20; 44,1-5).

En la tercera parte de Isaías (5666) las pruebas de los justos ya no son consideradas

como el medió por el cual obtendrán salvación los pecadores; sino que acelerarán la

intervención divina tanto para misericordia como para juicio (Is 65). Estas ideas tendrán

gran importancia para el desarrollo ulterior del pensamiento judío (Neh 9,637).

Después del destierro

Vueltos del destierro, los israelitas continúan divididos en dos mundos: los malos

israelitas que se adaptan a todas las situaciones sin abandonar su mal camino, y el grupo

de almas escogidas que expían y se someten a Dios. A veces estos últimos, los anawim

(que literalmente significa humillado, deprimido, pequeño) parecen sentir en lo más

profundo de su alma una crisis de fe, al ver cómo los impíos prosperan y gozan,

mientras que ellos se ven material y espiritualmente ahogados (Mal 3,13 ss; Sal

73,3,ss.); de un lado están los impíos, los orgullosos, los honrados del mundo (Sal 10,

11), y del otro están los despreciados de todos, los que no cuentan nada ante el mundo.

A los sarcasmos de los malvados, responden las maldiciones de los anawim. Esta

situación se manifiesta claramente en los oráculos de la tercera parte de Isaías (56-66).

En este contexto sociológico la aportación de las dos últimas partes de Isaías resultará

liberadora, y fructificará en la figura de los anawim que los salmos postexílicos van a

trazar.

En primer lugar no se sentirán en una pasividad impotente frente a la oleada de

infortunios que los arrasa: por sus sufrimientos expiarán por los demás, y con sus

oraciones podrán acelerar la hora de la misericordia (Is 63,7-64,11; Sal 78; 105; 106;

136; Neh 1,5 ss; Esd 9,6). Esto significa que al que sufre ya no se le ha de considerar

como un ser maldito de Dios y castigado por sus pecados. Todo lo contrario. El

humilde, el pobre, el desgraciado viene a ser el predilecto de Dios. A éstos se les abrirá

el festín mesiánico (Is 25,6-8; 55,1-6; 65,13 s; Prov. 9,1-6). Dios se complace en habitar

en medio de ellos: "Yo habito en la altura y en la santidad, pero también con el contrito

y el humillado, para hacer revivir los espíritus humillados, y reanimar los corazones

contritos" (Is 57,15).

Dios les muestra su complacencia, porque en su obediencia, su humildad, su total

entrega en manos de Dios ante la adversidad, están siempre dispuestos a acatar su

voluntad: "Mis miradas se posan sobre .los humildes, y sobre los de contrito corazón"

(Is 66,2).

En muchos Salmos trabajados y adaptados con vistas a la liturgia del segundo Templo,

podemos contemplar la multitud de los anawim. Son el Resto de que nos habla

Sofonías. Son los que -según el Salmo 34- "temen a Yahvé", "los que le buscan", "los

que se refugian en Él", "los afligidos de espíritu y los de corazón contrito" (v. 8-11,

16,19). Los malvados les persiguen y les hacen sufrir; pero ellos, en lugar de protestar y

rebelarse contra la mano de Dios que les hiere, como lo hace Job, se someten a su

voluntad y le obedecen. Son los "fieles", "los íntegros", "los irreprochables", "los que

confían y esperan en Yahvé" (Sal 37, 9, 18 ss).

Más aún, el Siervo de Yahvé, el modelo que tratarán de imitar las almas justas, tiene

como misión convertir a Dios las almas de buena voluntad, cualesquiera que sean; por

esto, los hombres piadosos de la comunidad judía se habían habituado a descubrir en sus

propios sufrimientos designios divinos da salvación universal (Sal 22). En efecto, los

sufrimientos de un miembro cualquiera del pueblo de Dios son como un reflejo y una

prolongación de la pasión del Siervo de Yahvé. De la lectura de la tercera parte de Isaías

y del Salmo 22 (y otros), cuyo fondo histórico parece ser la comunidad postexílica, se

saca la convicción de que los miembros verdaderamente auténticos del pueblo de Dios

son aquellos cuyo destino reproduce el del Siervo de Yahvé: "mis miradas se posan

sobre los humildes, y sobre los de contrito corazón, que temen mis palabras".

De ahí se puede deducir con P. Volz que "la disposición fundamental de la piedad

posterior al destierro, es la contrición del corazón. No es esto una deficiencia, un signo

de menos valor, sino la expresión de la más profunda religiosidad, del conocimiento

más profundo de sí mismo y de la auténtica disposición para recibir a Dios".

Y cuando Dios, después de probar a sus fieles, vie ne por fin en su ayuda,, esa liberación

es para ellos una garantía de la implantación del reino de Dios sobre el mundo; no en

vano prolongan al Siervo cuyos sufrimientos obtendrán la instauración del Reino. La

liberación del justo que sufre, lo mismo que la liberación del Siervo de Yahvé (Is 53,11

ss) y de Israel de la cautividad babilónica (Is 40-55), será motivo de conversión de las

gentes; y servirá para el triunfo universal del monoteísmo. La segunda parte de Isaías

preludia la entrada de los paganos en la comunidad de los tiempos mesiánicos. Esta

preocupación irá entrando en el culto y en la religión judía de la restauración. El tema

misionero vendrá a ser una idea básica en los profetas postexílicos (ls 45,14 s; Sof 3,9s;

Zac 14,16s; Mal 1,11; Jonás 1,1). El premio que Dios reserva a su Siervo es un destino

glorioso, una posteridad espiritual, que, como él, se dedicará al servicio divino (Is

53,10); por esto mismo los justos que le imitan son sus testigos, pues anuncian al mundo

el testimonio que dio el Siervo como agente de la liberación mesiánica.

En suma, el dolor resulta ser el medio providencial para anudar una intimidad más

profunda entre Dios y el israelita fiel.

LOS PROFETAS, PRECURSORES DEL PUEBLO

Los profetas fueron los verdaderos animadores de la transformación espiritual de Israel

(exílica y postexílica), porque, antes, ellos habían experimentado idéntico proceso; de

ahí que su ejemplo y su palabra llegaran a ser decisivos.

Dolor e identificación con Dios

En primer lugar, fueron los primeros en arrostrar el dolor. Su ministerio fue mal acogido

por el pueblo, y la persecución se cebó en ellos. Ya Moisés tuvo que sufrir grandemente

por las infidelidades de su pueblo (Ex 32,7-10; Num. 11,1-11, 14-15; 16). En tiempos

de Ajab los profetas de Yahvé fueron perseguidos a muerte por la reina Jezabel (1 Re

18,4 s; 19,2,10 s; 21,20). Los profetas escritores de los siglos VII y VIII a. C. fueron, en

su mayoría, famosos por sus sufrimientos. Los reyes, las autoridades, los falsos profetas

y sus mismos compatriotas les odiaban y perseguían. Amós, Oseas, Isaías, Jeremías

resultan nombres significativos a este respecto. Estudiemos más de cerca el caso de

Oseas, en el cual aparece una peculiaridad notable.

El profeta Oseas sufre las infidelidades de su esposa Gomer, y a pesar de ello persevera

en su amor lleno de ternura y de misericordia, ordenándose toda su solicitud en

enderezar de nuevo el corazón de su mujer. En su desgracia personal ha podido

descubrir Oseas, bajo la iluminación divina, una figura de las relaciones existentes entre

Dios y su pueblo. Israel es la esposa infiel que abandona a Yahvé su esposo, para

prostituirse con los dioses paganos. El sufrimiento de Oseas es inmenso porque se da

cuenta de que el adulterio de Gomer constituye sólo una parte de la infidelidad de Israel

para con Yahvé. Así, Oseas, el justo, sufre por los pecadores, sin poder desinteresarse

de ellos, porque su sufrimiento es como una participación del sufrimiento

experimentado por el mismo Dios, a causa de las infidelidades del malvado: el profeta,

que viene como a identificarse con Dios, sufre con Él a causa de las ingratitudes de

Israel, y Dios a su vez sufre en sus profetas. Este sufrimiento es el efecto de su amor

misericordioso para con los pecadores, amor que apunta veladamente hacia el Gólgota.

El profeta es un hombre destrozado por su misión, e incluso participa de ese dolor

misterioso que el pecado pueda causar en Dios.

Dolor e interiorización

El dolor lleva a la interiorización de la religiosidad. Este fenómeno lo hemos observado

ya en Israel, cuando caídos los cuadros nacionales ha de poner su espiritualidad, no en

ritualismos externos, sino en la contrición del corazón y en la actitud de abandono en la

mano de Dios. El mismo fenómeno de acercamiento a la intimidad divina se da en

Jeremías. Por este motivo, la figura de Jeremías será, durante muchas generaciones, el

santo ejemplar para el israelita fiel, y el Siervo de Yahvé podrá inspirarse también en él.

Jeremías fue el tipo perfecto del profeta que se sacrifica por su pueblo. Sufrió mucho de

los gobernantes, sacerdotes, falsos profetas, conciudadanos; tan grande y constante fue

la persecución que en ciertos momentos, llevado de angustia y amargura, Jeremías

prorrumpe en lamentos, y maldice el día de su nacimiento (20,14 s; 7-8; cf. 15,10).

Pero, su mayor dolor fue sin duda interno: fue enviado para "arrancar, destruir y

exterminar" (1,10), para anunciar la ruina inevitable de Judá, lo cual constituyó para él

una tortura constante (4,19; 9,1 s; 23,9 s). En algunas circunstancias se rebela contra la

misión que Dios le ha encomendado (9,1; 20,9,14 s), pero el impulso interno le fuerza a

continuar (20,9; cf. 1,6; 6,11). Predica, exhorta, flagela y anuncia ruina que él no desea

(17,16); y a la vez intercede (como Moisés y otros profetas) por su pobre pueblo (7,16;

11,14; 14,11; 15,11; 18,20; Ex 32,32; Am 7;2-6).

Lo más importante en Jeremías es que el viacrucis de su vida hace surgir en él una

nueva religiosidad: perseguido, despreciado y rechazado por todos, fue

acostumbrándose a conversar continuamente con su Dios. Por eso, Jeremías puede ser

considerado como el padre de la oración: él fue el primero que comenzó a realizar ante

sus conciudadanos "el culto en espíritu y verdad". Esta interiorización de la religión iba

a ser providencial en vísperas del gran hundimiento nacional cuando, arruinado el

Templo, se iba a romper el lazo entre la religión y la nación.

Esta vivencia íntima la iba a expresar Jeremías en su anuncio de la Nueva Alianza

(3,31-34): en la Nueva Alianza, Yahvé obrará directamente sobre el corazón y la

voluntad de sus miembros (24,7; 32,39 s), y éstos serán hombres interiores que

pertenezcan por completo a Dios. Ya desde ahora Jeremías pide vivir más interiormente,

pues sabe que Dios escruta su corazón (11,20), que Dios da a cada uno según sus actos

(31,29 s), y que el pecado rompe la amistad con Él (2,5 4,4; 17,9; 18,12). Estas normas

espirituales, en las que Jeremías proyecta su propia vivencia religiosa, serán las que

intentará poner por obra el pequeño Resto, fiel en el exilio, y para ello le tomarán como

modelo viviente. La piedad profunda de Jeremías irá de este modo imponiéndose a los

desterrados; la nueva religión será más interior y espiritual; será la religión de la Nueva

Alianza (31, 31 s): un pactó interior que une al individuo con Dios. Dios lo concede

como un don que el hombre ha de explotar como un bien personal.

De esta manera, Jeremías ha proyectado en el futuro su propia experiencia espiritual, y

se convierte, en cierto sentido, en el punto de arranque de ese movimiento: renovador

que había de informar al judaísmo de después del destierro. Jeremías será en adelante el

anawim por excelencia, "el padre de los humillados", y sus escritos estarán presentes en

la literatura posterior: el Salmo 73, por ejemplo, bien pudiera considerarse como un eco,

como una especie de comentario de Jer 12,1-3; también el Salmo 4,2-7 es como un

mosaico inspirado sin duda en Jer 10,24; 17,14; 45,3; el Deutero-Isaías también usa a

Jeremías, al igual que Ezequiel, a quien se comprende mejor a la luz de ciertos pasajes

jeremíacos (Ez 36,25-28: Jer 31, 3134; Ez 18: Jer 31,29-30; Ez 16,62; 34,25; 37,26). La

figura de Jeremías irá creciendo a medida que vayan pasando los siglos (cf. 2 Mac

15,1216), hasta el punto que Renan escribirá: "sin este hombre extraordinario la historia

religiosa de la humanidad hubiera seguido otro curso". Él fue el primero que comenzó a

considerar la religión como una relación personal e interior con Dios, y esto tenía que

representar una ruptura en Israel: la religión y la moralidad, existentes en el pueblo,

parecían estar penetradas de puro formulismo externo, y la religión de Yahvé estaba

siendo ahogada por las instituciones nacionales. Jeremías concibe la religión del futuro

como personal e interior, y, sin embargo, dentro del cuadro nacional de Israel, porque el

fin de la Nueva Alianza será el bien de la nación, pero, dentro de ella, el de los

individuos.

Dolor y salvación del pueblo

El tercer aspecto surge ante el comprometedor dolor de los profetas. El dolor es

comprometedor, porque, según las teorías corrientes en Israel, Yahvé sólo envía dolores

a los pecadores; y si los profetas son perseguidos, señal es de que algún grave pecado

tendrán por el que merezcan de Dios tales castigos. Con todo, los profetas están seguros

de su inocencia y de la autenticidad de su misión divina: Amós siente que "habla

rectamente" (Aní 5,10), Isaías es purificado en sus labios y Yahvé le dice: "tu culpa ha

sido quitada y borrado tu pecado" (Is 6,7), Miqúeas se da cuenta de que está lleno del

poder del espíritu de Yahvé para manifestar a Jacob su trasgresión y su pecado a Israel

(Miq 3,8), Jeremías estaba plenamente convencido de su inocencia (Jer 11,19; 15,10 s;

18,19 s).

Tan ciertos están dé su inocencia que piden a Dios vengue los ultrajes que se les infieren

(Miq 7,7 s; Jer 11,20 s; 12,1 s; 20,11 s). Más aún, se llaman a sí mismos "los esclavos

de Yahvé", ya que son sus representantes y a Él pertenecen enteramente: "Yahvé nada

hacía sin revelar su designio a sus siervos los profetas" (Am 3,7). Pero, si eran los

"siervos de Yahvé", su dolor, como hemos visto en Oseas, no era por sus propios

pecados, sino una participación en el dolor mismo de Dios ante la infidelidad de su

pueblo: los profetas fueron los primeros en vislumbrar la profunda verdad del

sufrimiento de Yahvé ante la infidelidad de su pueblo, y ante este descubrimiento

aprendieron a ver sus propios sufrimientos bajo una luz nueva. En adelante el profeta

sabe que su sufrimiento como siervo de Dios es por la causa de su pueblo: por él

trabajarán sin descanso para conducirlo al arrepentimiento y así salvarlo de la

destrucción (Jer 11,19; 18,19 s).

De lo dicho se desprende que ya en los profetas anteriores al destierro se fue

imponiendo la convicción de que sus sufrimientos no eran efecto ni castigo del pecado,

sino sufrimientos de amor por la salvación de otros. Esta convicción culminó en la

maravillosa página del Siervo de Yahvé de Isaías (52, 13-53,12): la interpretación más

profunda del misterio del dolor en el Antiguo Testamento.

Conclusión

El pueblo de Israel, a través de la catástrofe del destierro y de los sufrimientos de la

restauración, madura religiosamente hacia una interioridad, libre de pura exterioridad

cultural- nacionalista y centrada en una contrición humilde del corazón que no espera

sino en su Dios. En este proceso espiritual, fueron decisivos los escritos y el ejemplo de

los profetas -Jeremías en especial-, quienes habían vivido con prioridad el dolor, el tener

a solo Dios por apoyo, y el expiar por el pueblo amado de Yahvé.

Condensó: TOMÁS ADMETLLA

ULRICH EIBACH

EL DOLOR DEL HOMBRE Y SU IMAGEN DE

DIOS

Es indudable que el dolor sufrido por el hombre, siempre ha provocado la pregunta

sobre Dios y la imagen que de él tenemos. ¿Qué respuesta teológico-pastoral tiene el

creyente para el dolor? ¿Es Dios quien provoca el sufrimiento? ¿Puede Dios hacer

algo contra el dolor? ¿Cómo hablar de un Dios bueno en un mundo tan lleno de males,

que aplastan de un modo especial a los seres más desprotegidos? El autor del artículo,

de un modo sencillo y a partir de la experiencia bíblica, se enfrenta a estos

interrogantes. La relación Dios - hombre que se descubre en el dolor queda plenamente

robustecida y enriquecida en el presente articulo: es una relación de sufrimiento

solidario compartido.

Die Sprache leidender Menschen und der Wandel des Gottesbildes, Theologische

Zeitschrift, 40 (1984) 34-65

I. LA EXPERIENCIA DEL DOLOR Y SU EXPRESIÓN

1. El cambio social en la expresión del dolor

El dolor se expresa cada vez menos en lenguaje religioso. A partir de la ilustración y del

advenimiento de la medicina científica, ante la enfermedad y la muerte el hombre ya no

vuelve su mirada hacia la religión, sino hacia la ciencia, en la que llega a poner una

confianza pseudoreligiosa.

Ante el dolor y la muerte ya no valen los antiguos tópicos religiosos de resignación o

confianza, sino que se busca su superación por medios técnicos. La fe en Dios parece

haber perdido su fuerza específica en este campo, y ello contribuye a reforzar el

movimiento de privatización por el que realidades como la enfermedad, la vejez y la

muerte desaparecen de la escena pública y quedan encerradas en bien protegidas

instituciones asistenciales. Los hombres de hoy no tienen casi contacto con estas

realidades hasta que no les afectan directamente. Esto no sucedía antes. La consecuencia

es que el hombre de hoy no está emocionalmente preparado para el encuentro real con

el sufrimiento, ni posee un lenguaje adecuado para comunicarse con los hombres que

sufren. Uno no sabe qué decir en estas situaciones, porque no se ha encontrado nunca

con ellas, y no posee formas de expresión adquiridas de la tradición y del contacto con

la realidad de la vida.

Más aún: el hombre moderno no sabe cómo expresar su propia experiencia del dolor; y

cuando pretende expresarla percibe que tal vez no puede rebasar una comunicación

superficial, porque ya no existe un lenguaje verdaderamente común con el interlocutor

en lo que se refiere al dolor. Esto crea el vacío y la decepción de la incomunicación aun

con personas en las que uno confía. En la visita al médico, éste utiliza la terminología

científica objetivada, que deja insatisfecho al paciente que no la comprende, y que

protege al médico de las incómodas preguntas del paciente y de penetrar en los más

profundos problemas de su espíritu. Surge entonces junto a la confianza en la ciencia, la

experiencia de la impotencia ante el poder de la enfermedad y ante el poder de aquéllos

a los que uno se confía. No es sólo el dolor lo que arroja a los hombres al sentido de

impotencia, sino también la imposibilidad de expresarse y comunicarse en medio del

dolor. Para vencer este sentido de impotencia es necesario ante todo superar esta

incapacidad de comunicación, mediante la adquisición de un lenguaje que libere al

hombre que sufre con la expresión de su dolor.

El pastoralista participa como todos de esta general pobreza de lenguaje para hablar del

dolor, y esto tiene efectos negativos en particular para su trato pastoral con los

enfermos, aparte de otras dificultades que surgen de la moderna socialización y

tecnificación de la atención a los enfermos. Al no poderse dar por supuesto un lenguaje

común con el que sufre, hay que procurar entenderse mediante otros lenguajes. El

lenguaje religioso, por otra parte, apenaria -y aun a menudo es cuidadosamente evitado-,

y por eso en el momento de la enfermedad no siempre resulta adecuado; es un lenguaje

que tal vez uno aprendió en familia o en la escuela, pero que luego se ha utilizado

raramente. Uno puede más fácilmente servirse de él con ancianos -que integran el

mayor número de los pacientes- los cuales, a veces tras vacilaciones y con algún

esfuerzo, recuperan su sentido y pueden expresarse y sentirse comprendidos. En las

generaciones más viejas, el lenguaje religioso a menudo fue verdaderamente asimilado e

interiorizado: pero esto ya no se da en generaciones más jóvenes, y cada vez se dará

menos en el futuro. Puede achacarse esto a una deficiencia de la formación religiosa en

nuestro tiempo, que exige buscar soluciones. Pero más allá de un problema de

formación individual o de grupos, hay un problema de estructura social: el choque

existencial de los individuos con la enfermedad, el dolor y la muerte está de tal manera

condicionado, que la misma experiencia y las posibilidades de comunicación y

expresión en estos campos quedan muy empobrecidas.

2. Lenguaje y pastoral del dolor

Se puede constatar en los Salmos que el lenguaje del hombre que sufre es el diálogo

directo del hombre consigo mismo, con los demás y con Dios. Este lenguaje que brota

de lo más profundo del alma no es precisamente el que le han enseñado al pastoralista

en su formación. La terminología teológica, como la médica, no expresa el nivel

experiencial del dolor. El lenguaje del dolor nacerá de la misma vida espiritual del que

lo experimenta y ha de luchar contra él, y se expresará en la poesía religiosa, de la que

hay excelentes muestras tanto en la Biblia como en la tradición. El pastor tendrá que

intentar recurrir a este lenguaje.

Con todo, el lenguaje religioso puede también encubrir y ahogar la experiencia del

dolor, cuando induce a una resignación en la que ya no hay lugar para la queja ni para la

duda. Este peligro ha sido a menudo señalado; pero no debe ser exagerado, y es

seguramente de menos monta que el de la pérdida del mismo sentido del dolor y del

lenguaje para expresarlo. Cuando- decimos que hay que recuperar de la tradición

literaria pasada el lenguaje del dolor no queremos exagerar la impotencia del

pastoralista por su carencia de modos de hablar sobre el sufrimiento. Pero queremos

decir que la experiencia del poder del dolor es una experiencia siempre necesaria para

poder penetrar en la situación anímica individual del que sufre, sin precipitarse en

explicaciones fáciles, sean o no de carácter religioso. La experiencia de la impotencia es

necesaria para que el hablar y el actuar del pastor no desemboque en algo rutinario, o en

una estrategia tranquilizadora por la vía del simple rechazo, o en un intento de

justificación de Dios o del sentido de la vida y del mundo mediante una teodicea

simplificadora.

Uno ha de dejarse afectar realmente por el dolor de los demás: ha de hacer la

experiencia de su propia importancia y ha de aprender a quedarse sin palabras y a callar.

Bien; pero sólo con esto no se ayuda nada al prójimo que sufre, ni se consigue ya con

ello poder hablar con un lenguaje liberador. Los amigos de Job estaban muy afectados

por su dolor, pero no encontraron las palabras en las que Job pudiera sentirse

comprendido y que pudieran resolver el enigma de su sufrimiento. El silencio tampoco

es sin más una forma de comunicación con el dolor ajeno: acompañando a otro

podemos incluso añadir un nuevo peso de aflicción al prójimo que sufre. Los expertos

en psicoterapia y en psicología pastoral insisten en la importancia que tiene la

capacidad de comunicación con los pacientes que soportan sufrimientos físicos o

psíquicos. Esto vale no sólo en los sistemas basados en el psicoanálisis o en la

logoterapia sino también en los sistemas que se valen de la comunicación no verbal, del

lenguaje corporal etc. El lenguaje es el medio terapéutico por el cual uno se descubre y

se ilumina a sí mismo. En el caso de la logoterapia se llega a postular que el terapeuta

no tiene otra función que la de hacer que el cliente confronte sus propias expresiones

con las de otros y así llegue a una mejor comprensión de sí mismo. Se trata de hacer que

el mismo cliente entre dentro de sí mismo y saque de sí mismo lo que tiene dentro, sin

imponerle una "verdad" desde fuera. El lenguaje es medio para el descubrimiento,

desarrollo y maduración de la propia personalidad, aunque a veces las terapias

mencionadas procedan de presupuestos antropológicos demasiado individualistas. Al

querer hacer uso del lenguaje como medio de personalización en teología y en pastoral,

hemos de preguntarnos hasta qué punto los presupuestos antropológicos de aquellas

terapias coinciden con lo que nos dice acerca del hombre la teología cristiana.

En todo caso hay que romper toda tendencia excesivamente individualista y aun

solipsista; se trata de "comprenderse a sí mismo", pero por medio del lenguaje, es decir,

por un medio que otros hablan y que, de alguna manera, me es dado desde fuera. No se

trata, pues, sólo de entrar en sí mismo, en la propia psicogénesis o la propia biografía,

sino de relacionar ésta con todo un pasado supraindividual preinscrito en la misma

lengua, con una cultura y una tradición en el marco de la cual uno puede situarse y

comprenderse. El lenguaje, con su trasfondo cultural, tiene entonces una función

hermenéutica para la comprensión de sí mismo.

Esta función hermenéutica descubre lo que el hombre concreto es no sólo en su

individualidad particular, sino en su dimensión social: el lenguaje crea la relación yo-tú

y organiza todo un círculo de relaciones dentro de las cuales uno se realiza, se

comprende y. se encuentra a sí mismo.

Esto es lo que hace el lenguaje de la predicación, la catequesis o la pastoral; al recordar

las "acciones de Dios" con las pasadas generaciones y la respuesta de los hombres,

propone "paradigmas" de comprensión de sí mismo. Los hombres pueden verse

reflejados en la historia de pasados sufrimientos de otros, y así pueden sentirse menos

aislados en su sufrir, pueden comprender mejor su sufrimiento y pueden sentirse

impulsados a superarlo. El que sufre tiende a pensar que sobre él solo se ha abatido la

adversidad, que nadie ha sufrido tanto como él o que su dolor es incomparable con

ningún otro. Al contemplar cómo otros sufrieron tanto o más, y lucharon contra el

sufrimiento, más fácilmente objetivará y relativizará su propio dolor y se animará a

luchar contra él.

Si llega el momento en que el que sufre al preguntarse por su sufrimiento levanta la

mirada a Dios, será preciso ante todo que el que le acompaña procure clarificar las ideas

que pueda el paciente tener de Dios mo strando precisamente y en relación a la peculiar

situación del mismo paciente, qué es lo que puede decirse y lo que no acerca de Dios

desde una fe cristiana bien formada.

II. EL LENGUAJE DEL DOLOR Y LA IDEA DE DIOS

Hemos indicado cómo las realidades de la enfermedad, la vejez y la muerte tienden a

desaparecer de la vida pública, con lo que se hace difícil la posibilidad de hablar sobre

el dolor. Pero de ahí resultan también problemas para la misma posibilidad y expresión

de la fe. Porque es precisamente a partir del dolor que se suscita más agudamente la

pregunta sobre el sentido de la existencia y sobre Dios, mientras que si se evita todo

encuentro con la realidad de la enfermedad y la muerte más fácilmente uno se escabulle

de tales preguntas.

La confianza en la medicina como solución para todo y el sueño utópico de un mundo

en el que la ciencia hubiera eliminado todo dolor tienden a constituirse en sustituto de la

religión y de Dios. Por otra parte, también la experiencia del dolor vivido como falta de

sentido puede llevar a una pérdida de fe.

1. Dios y el sufrimiento en el lenguaje del que sufre

El intento de dar una explicación del dolor dentro de una concepción religiosa del

mundo lleva a distintas formas de teodicea. Puede cuestionarse si el enfoque de la

teodicea es el adecuado para el diálogo pastoral con el hombre que sufre. Habrá que

discernir hasta qué plinto la cuestión de la teodicea se presenta como una cuestión

teórica y discursiva que nace ya posiblemente de una falta de disposición de fe, o más

bien es como una queja existencial que nace de una fe de alguna manera viva en el

corazón del que sufre. Pastoralmente se requerirá distinto tratamiento en uno u otro

caso.

Además, hay que examinar qué idea implícita de Dios se tiene al hablar de Dios en

relación con el sufrimiento. Según qué idea de Dios prevalezca se buscarán unas u otras

explicaciones del sufrimiento, y el lenguaje del dolor adquirirá una u otra forma. He

aquí una muestra de expresiones recogidas en el trato real con pacientes :"¿qué mal he

hecho para que yo tenga que sufrir?"; "yo no creo ser peor que los demás, pero a ellos

todo les va bien"; "este tumor, ¿viene de Dios, y Dios me lo envía precisamente a mí?";

"¿por qué ha de haber 1.300 enfermos en este hospital?"; "¿cómo puede permitir Dios

esto si es omnipotente?"; "si hay Dios, que me deje en paz"; "yo he vivido el mismo

infierno (después de un tratamiento doloroso), no podía haber nada peor; pero Dios me

ha salvado, ya no tengo miedo de nada"; "cuando sufría blasfemaba contra Dios, aunque

sé que esto no debe hacerse"; "¿por qué esto?, ¿qué sentido tiene?; ¿Vd. cree que esto ha

de tener respuesta en la otra vida?"; "debe ser que al que Dios ama le hace sufrir"; "la

enfermedad es una prueba de Dios"; ""yo siempre he cumplido con la Iglesia, ¿por qué

Dios me hace esto?".

Como puede verse, el enfermo tiende a relacionar a Dios con su situación, de la que

alguna manera ha de ser responsable ya que es omnipotente. Se presupone que Dios es

el responsable del orden del mundo, que ha de ser justo y ha de haber relación entre lo

que uno ha hecho y lo que a uno le sucede. En algunas de las expresiones citadas hay

como unas quejas del que sufre a Dios; pero el que así se queja duda de que esto le esté

permitido a un buen cristiano. También esta duda se basa en el fondo en la idea de

omnipotencia: Dios lo controla todo y no es lícito protestar. Tales preguntas de ninguna

manera pueden considerarse como pseudoproblemas, o pueden achacarse a la peculiar

situación psíquica del enfermo. Requieren ent rar en un profundo diálogo con el paciente

para describir su preciso problema existencial y para ver de proporcionarle alguna luz

desde una auténtica teología cristiana. Para ello uno ha de comenzar por tener clara la

auténtica teología cristiana de Dios.

2. El problema del dolor y la imagen de Dios

La idea de omnipotencia es la que suele dominar en la concepción que la mayoría de

gentes tienen de Dios. Aunque el Credo hable de "Dios Padre Omnipotente", la idea de

su omnipotencia parece dominar sobre la de su "Bondad" o su "Amor". Desde los

tiempos de Epicuro se presenta la gran cuestión de la teodicea de forma básicamente

invariable: "o Dios puede evitar el mal, pero no quiere, y entonces es malo y perverso; o

quiere y no puede, y entonces no es omnipotent e y no es Dios" Epicuro sacaba la

conclusión de que los dioses nada tienen que ver con lo que acontece en nuestro mundo.

El problema está formulado en el marco de la metafísica griega, para la que Dios era

Primer Motor y Primera Causa del Cosmos, concebido como orden y armonía que

reflejaba la belleza de Dios. Lo que el hombre experimenta como mal, o es sólo un mal

aparente, o es permitido por la Providencia en orden a un mayor y mejor bien, o se ha de

explicar como consecuencia de la maldad de la libertad humana.

La Biblia no habla así de Dios como Primer Motor y Causa de todo, ni del mundo como

reflejo de la bondad de Dios. Habla ciertamente de un Dios bueno; pero el mundo no es

sólo consecuencia y reflejo de la bondad de Dios. La Biblia toma en serio la realidad del

mal en el mundo; pero no la refiere a Dios ni tampoco sólo al hombre. El mal no se

explica en el marco de una ontología, ni se intenta dar razón de él o declarar su sentido;

pero su realidad ha de ser integrada en la fe en Dios.

a) Dios como Ser Supremo y el sentido del dolor.

Ante el problema de Epicuro podríamos comenzar preguntándonos si hay que buscar

una explicación o sentido del dolor, si es susceptible de explicación, si es lícito querer

comprenderlo. En otras palabras, si el dolor ha de ser situado dentro de un sistema

general de valores o dentro de un orden cosmológico u ontológico, de suerte que el

dolor fuera parte de un todo y tuviera que contribuir al sentido del todo y de suerte que

su presumible falta de sentido amenazara el sentido del todo. En tal intento, el mal, el

dolor y la muerte debieran aparecer como elementos planeados y ordenados al

desarrollo y realización del hombre dentro de un sistema total, ya se piense en el dolor

como medio para la maduración de la persona, o quizás como polo dialéctico requerido

para que el hombre pueda realizarse en libertad, en responsabilidad y en amor. Se

presupone entonces que el sentido del dolor está dentro de la misma realidad del

hombre: lo que importa es descubrirlo, para integrarlo en el sentido total del cosmos o

de la historia. Este fue el intento de la metafísica griega, o de la filosofía de la historia

de G. W. F Hegel, o de la especie de teo-filosofía de Teilhard de Chardin: Dios queda

identificado como Ser Supremo, Primera Causa, Fundamental, Suma y Fin de todo, sin

que, en definitiva, pueda llegar a distinguirse adecuadamente de la Realidad

experimentable o pensada como sistema. Se da entonces como una confusión entre Dios

y la realidad total; con lo que el mal que experimentamos en esta realidad ya no puede

concebirse como algo contrario a la voluntad de Dios, ni como algo meramente fáctico

que realmente carece de sentido y que sólo como tal -como carente de sentido- puede

comprenderse. Entonces la creación de Dios y lo que destruye esa creación ya no

pueden distinguirse ni separarse; se niega que en el mundo puede darse un mal que sea

absolutamente sin sentido, con lo cual en el supuesto mundo mejor del futuro tampoco

se aportará nada verdaderamente nuevo, que no esté ya en lo que está dado. En esta

concepción Dios sólo tiene la función de justificar lo ya dado, no la de crear algo nuevo

y mejor. Y por esto el Ser Supremo y Causa Primera es pensado como "apático"; como

libre de todo dolor; la teodicea se convierte en "cosmodicea", en justificación del

mundo: un mundo que, como reflejo de Dios, sé presupone que ha de ofrecer una

armonía que el dolor o el mal no pueden realmente perturbar.

La teología medieval, al enfrentarse con la metafísica griega se enfrentó con esta

concepción del dolor. Ya que el dolor tenía su lugar en el plan de Dios, el hombre tenía

que soportarlo éticamente más que luchar contra él. Ante un Dios garante del sentido

del mundo, el hombre no puede quejarse, mucho menos -como Job- rebelarse. La

aparente contradicción entre la necesaria bondad de la creación obra de un Dios bueno,

y la experiencia del mal en esta misma creación, se intenta superar con un acto

explicación racional, que inevitablemente ha de desembocar o bien en una Teodicea-

Cosmodicea, o bien en el ateismo y el nihilismo. Pero hay que preguntarse si las

experiencias negativas de nuestra existencia han de ser comprendidas, explicadas y

dominadas mediante el pensamiento especulativo racional, o si más bien sólo pueden

afrontarse mediante una actitud existencial vital, como la de la queja, la oración y el

diálogo. En esta última alternativa, el dolor aparecería como algo sin sentido e

incomprensible a partir de lo cual uno puede hablar directamente a Dios (oración), pero

no entablar un discurso indirecto sobre Dios (explicación racional). Es decir, el consuelo

en el dolor ha de buscarse no en la "explicación" racional del mismo, sino en el

"encuentro" con Dios.

b) Dios premiador de la conducta humana.

Otro intento de explicación parte del presupuesto de una necesaria armonía entre el

orden moral y el orden físico, entre la conducta humana y el bienestar o malestar del

hombre. El dolor sería siempre consecuencia de una mala conducta, y Dios sería

concebido ante todo como el garante de esta "justicia" moral en el mundo. Es una

concepción que tiene profundo arraigo antropológico, y que se expresa a menudo en el

Antiguo Testamento, particularmente en la literatura sapiencial (cf. Sal 73, etc.).

Incluso Kant creyó poder constituir sobre esta base un argumento en favor de la

inmortalidad del hombre y de la existencia de un Dios garante último de la justicia y del

orden moral en el mundo. Jesús, en cambio rechaza expresamente que todo sufrimiento

humano haya de ser un castigo .por algún pecado propio o ajeno (Lc 13, 1; Jn 9, 3). Con

todo, el Nuevo Testamento no rechaza toda relación entre el pecado y sus consecuencias

negativas para el hombre, y en primer lugar, la muerte (Rm 5, 12; St 1, 15). Pero no se

trata de un intento de justificación o explicación moral o metafísica del sufrimiento

humano, sino sólo de hacer notar cómo tanto el pecado como el mal y la muerte

pertenecen al reino de los poderes del mal, ni queridos ni creados por Dios: en ningún

momento se pretende ofrecer una explicación acerca de la causa última o el sentido del

mal en el mundo, que permanece un enigma inexplicable. A lo más hallamos algunos

intentos de explicación parcial, como que por medio del dolor se aprende a obedecer

(Hb 5, 8; 12, lss); que el dolor confirma la fe y la esperanza (Rm 5, lss), o que el

sufrimiento puede tener una función pedagógica y ser así instrumento del amor de Dios,

como va habían dicho los sapienciales (Hb 12, 6sgr, Ap 3, 19).

En la práctica pastoral esta idea de que el sufrimiento puede significar un castigo de

Dios reaparece una y otra vez. Detrás de ella puede ocultarse el deseo del paciente de

que se le confirme que no es así, que él no ha merecido tal castigo, que él es tan bueno

como los demás. La respuesta es delicada. No sería adecuado rechazar simplemente

toda relación entre la conducta de hombre y sus posibles consecuencias; en la tradición

cristiana siempre se ha afirmado cierta relación entre el pecado y el dolor- muerte, por la

que el hombre es causa de sus propios males, aunque no de manera que pueda asignarse

individual y concretamente que tales males suceden por culpa de querer justificar a Dios

culpando al hombre que sufre, o de querer justificar al que sufre culpando a Dios. Hay

que partir de la base teológica de que Dios no juzga con medidas humanas, y de que sus

juicios están por encima de nuestros juicios. Por un lado, no nos toca a nosotros

justificar lo que Dios hace o permite (Jb 7, 20ss; 9; 39, 31ss). Por otra, nuestra propia

justificación la hemos de fundar en la misericordia de Dios, no en nuestra justicia. No

es este camino en el que nosotros podamos entrar para explicar los males que nos

advienen. Y por esto también hay que ser cauto al hablar del valor pedagógico de los

males que Dios puede "enviar" o "permitir" para bien nuestro. Más bien ha de ser el

mismo que sufre el que descubra y asuma este beneficio que puede derivarse del mal,

aun cuando también en esto se le puede ayudar y acompañar. En todo caso hay que

dejar bien claro que Dios no es un Dios castigador, sino un Dios de amor y

misericordia; y que ante él no liemos de apelar a nuestra justicia o nuestros méritos, sino

a su amor y sus promesas.

c) La bondad y la omnipotencia de Dios.

Acabamos de decir que Dioses bueno, todo amor y misericordia, y por esto quiere la

vida, no la destrucción y la muerte. Pero la Biblia funda la bondad de Dios no

precisamente en su ser, como la metafísica griega, sino en sus promesas y en su

fidelidad a las mismas. Al distinguir claramente entre Dios y el mundo -cosa que no

hacía la metafísica griega- la Biblia puede hablar de la bondad de Dios por más que se

dé la experiencia del mal en el mundo, entendiendo la creación como "dañada". Por esto

puede el hombre enfrentarse a esta realidad dañada con confianza en la fidelidad de

Dios a sus promesas. En la enfermedad y adversidad sigue oyendo la Palabra, y espera

en la fe aun contra la experiencia inmediata (Rm 8, 35ss). Dios no quiere el mal y la

destrucción: la criatura anhela la liberación de su frustración (Rm 8, 19ss) y espera que

llegue el fin de toda lágrima y todo dolor (Ap 21, ls). El dolor nos enseña, ante todo,

que el mundo no es lo que Dios quiere que sea; nos interpela, no a buscar una

explicación, sino a esperar en el cumplimiento de la promesa de una "nueva creación".

El dolor y el mal son como el lado de la "Nada" de la creación, que Dios mismo rechaza

y que no tienen en sí inteligibilidad ni sentido. Cuando Jesús cura enfermos o resucita él

mismo de la muerte tiene lugar la protesta de Dios contra estas formas de la Nada: por

eso son promesas y anticipo de su victoria definitiva, el comienzo del reino de Dios en

el que no hay lugar para el mal. Sólo es verdadero, sólo tiene sentido lo que tiene futuro

en Dios, lo que él ha creado, lo que él ha querido. Por esto el último sentido del mal es

su aniquilamiento total en el reino de Dios, en el que la creatura será finalmente liberada

de todo dolor. Por esto la respuesta a la pregunta sobre el sentido del dolor no es. otra

que la promesa de la liberación de la carne.

Esta verdad teológica impide todo intento de hacer del dolor parte intrínseca de la

misma creación de Dios, algo "natural", propio de la "naturaleza" y como tal querido

por Dios. El dolor es ciertamente un poder fáctico en este mundo, pero que está en

contradicción con la vida y la salvación queridas por Dios. El dolor y el mal no tienen

ningún derecho en la creación de Dios: por eso no hay para ellos lugar ontológico en el

mundo; no son algo propio del mundo como Dios lo quiere, de lo positivo del mundo;

su realidad es encontrarse con el "no" de Dios. Por esto no es posible hallar un sentido

al dolor desde una teología u ontología de la creación. Más bien es algo que queda fuera

del acto creador de Dios, fuera del ser creado.

Esta concepción puede tener el peligro de tender hacia un dualismo, como si el mal

fuese un Poder realmente existente con independencia de Dios v del hombre, como una

divinidad negativa a la que Dios no puede someter. Aparentemente el N.T. da pie para

que se piense así, cuando habla de la muerte como del "último enemigo" que ha de ser

vencido (1 Co 15, 12). En cambio el A.T. con su énfasis monoteísta es más claramente

antidualista, y habla del dolor como algo que de alguna manera depende también de

Dios, aunque de manera incomprensible. Allí el hombre puede protestar al mismo Dios

contra el dolor, puede quejarse, en la idea de que si el sufrimiento viene de Dios, será

Dios mismo quien nos pueda salvar de él. El dolor no debilita en manera alguna la fe en

Dios; al contrario, el misterio del dolor es algo incluido en el misterio mismo de Dios,

sin que por ello el hombre deje de creer en la bondad y en la acción salvadora de Dios.

Lutero, embebido de esta espiritualidad, decía que "aun en su máxima necesidad el

hombre está siempre abrazado por el amor de Dios". Uno puede sentirse subjetivamente

en la "tiniebla de Dios", como abandonado de él, pero esto no destruye la confianza

fundamental en su promesa salvadora.

Con todo ¿cómo podemos creer que los dolores de este mundo están como abrazados

por la bondad de Dios, cuando esto no puede ser constatado en la experiencia ordinaria?

En' realidad esto sólo se comprende desde la cruz y la resurrección de Jesús: aquí es

donde Dios nos dice que se da ciertamente un poder del mal, del pecado y de la nada,

que destruye la creación y que impide que todo sea sometido a Dios. En este sentido

Dios no es todavía "todopoderoso" en este mundo; no está todo sometido ya a su

señorío: hay una lucha entablada entre Dios y el mal. La omnipotencia es un atributo

escatológico de Dios; se hará patente al final. Aunque en Jesús se nos revela que ya

protológicamente, desde la eternidad, Dios es Señor de todo, pero su señorío no se

realiza en abstracto (potencia Dei absoluta) sino en la historia concreta del mundo, que

implica la lucha con la nada.

La Biblia no especula sobre lo que Dios puede hacer a partir de un concepto abstracto

de su omnipotencia, sino sobre lo que hace concretamente en la historia de Israel y en

Jesús y lo que promete hacer con lo que ha hecho. Dios se define en sus promesas; y sus

promesas muestran que el mal no entra dentro de la voluntad de Dios que lo que él

quiere es el bien de su creación; y su omnipotencia consiste en su poder de conseguir

realmente este bien de la creación. Puede decirse, pues, que el mal es un enigma, algo

que ha entrado en la realidad contra la voluntad de Dios, algo que está en lucha con

Dios. Pero la resurrección de Cristo nos testifica que en esta lucha Dios es finalmente el

vencedor.

De aquí pueden sacarse consecuencias pastorales. Por ejemplo en lo referente a la

oración de petición en situación de dolor. No se trata de hacer que Dios cambie su

voluntad con respecto al que sufre, sino de afirmar que Dios acoge el clamor de la

criatura en el sentido de que en su lucha contra el mal está movido por el amor y

compasión para con ella. Por esto quiere establecer su Reino, en el que todo dolor será

vencido y toda lágrima enjugada (Ap 21, 3), y por esto toda petición del hombre por su

salud o bienestar es una petición para que venga el reino de Dios, es signo de la

confianza del Reino y anuncio de su venida. No se trata de pedir que Dios haga cosas

imposibles, sino que muestre su fidelidad y benevolencia para con su creatura. Entonces

los éxitos de la medicina o del esfuerzo humano por superar el mal, pueden considerarse

como signos del Reino y de la voluntad de Dios. No hay que pedir pensando en una

omnipotencia divina abstracta, sino pensando que la confianza en el momento del dolor

añade fuerza a la lucha contra el mal y favorece la venida del Reino. Cuando uno pide

para sí la salud, no pide sólo algo personal, sino que pide algo de valor suprapersonal y

comunitario pide la Venida del Reino, mostrando que uno tiene confianza en la lucha

que Dios mismo tiene entablada contra el mal. Y entonces sucederá a menudo que la

petición de salud o de "milagros", se convertirá en una petición de gracia y de fuerza

para poder soportar la enfermedad y seguir luchando contra el mal.

d) Un Dios que sufre con los hombres.

Puede parecer que estamos hablando muy antropomórficamente de un Dios que lucha

contra el mal. La metafísica griega nos enseñó a hablar de un Dios absolutamente

autosuficiente, inmutable, libre de toda necesidad, inafectado por cualquier

imperfección propia de los hombres. Para Aristóteles Dios es "impasible", incapaz de

padecer. Decir que Dios todavía no es el pleno e indiscutible Señor del universo, sino

que ha de entablar una lucha contra el mal, parece en esta mentalidad rebajar a Dios al

nivel de criatura débil y necesitada. El Dios de la filosofía griega es, en frase de

Moltmann, "físicamente inmutable, psíquicamente insensible, y éticamente

irresponsable". La libertad soberana de Dios implica, según los estoicos, una total

imperturbabilidad o indiferencia ataraxia- ante todo lo que pueda acaecerles a los seres

inferiores. El ideal del hombre es, entonces, imitar la imperturbabilidad de Dios -homo

apatheticus-, soportando sin queja el dolor, la enfermedad y la muerte.

La Biblia no concibe a Dios como autosuficiente e impasible. En los profetas, y

particularmente en los casos del siervo de Yahvé del Deuteroisaías, hallamos las bases

para una teología del dolor de Dios, que corrija la idea de una omnipotencia

irresponsable. Dios participa del dolor de su pueblo. Un Dios inafectado por el

sufrimiento de los hombres, al que lo sucedido en "Auschwitz" le deja indiferente, no

sería Dios; sería un ídolo, un demonio.

Los presupuestos filosóficos del helenismo impidieron en el pasado ver todo el

significado de la revelación de Dios en la Cruz de Jesucristo. En ella el discurso sobre

la omnipotencia y autosuficiencia de Dios ha de ceder lugar al discurso sobre el

sufrimiento de Dios con y por los hombres a causa de la presencia del mal en el mundo.

El poder y la justicia de Dios sólo se entienden a partir de su Amor, por el que Dios ha

querido establecer ion pacto, una comunión de solidaridad con los hombres. Se trata de

un Amor total, libre, sin límites (1 Co 13,8; Rm 8,35), que precisamente porque es tan

total e incondicional es omnipotente, lo vence todo, aun la misma ira de Dios contra los

hombres malvados. Por esto Dios sufre con el mal, sufre de amor, sufre por el pecado y

por sus consecuencias, y se entrega, por amor y con amor, a la lucha contra el mal Dios

es "compasivo", sufre con nosotros (Os 11,8; Hb 4,15); pero su sufrimiento no brota,

como en nosotros, de una imperfección o insuficiencia de su ser, sino de la libertad y

plenitud de su Amor.

El dolor de Dios es, pues, consecuencia de su libre alianza con los hombres. El dolor no

es algo que pertenezca intrínsecamente al ser mismo de Dios; si así fuera, Dios no

podría luchar contra él, sino que sería algo eterno y necesario en él, algo que él no

podría superar ni vencer. Pero el dolor tampoco es algo simplemente extrínseco a Dios,

algo que para nada le afecta. El dolor afecta a Dios, se hace en cierta manera intrínseco

a Dios, desde el momento en que Dios libremente se pone a amar a su. criatura. No es

correcto, pues, hablar de un "dolor intratrinitario" de Dios como si Dios sufriera en sí

mismo. Dios sufre sólo en relación con su criatura: en cuanto que, por amor a ella, lucha

con ella contra el dolor que surge de su "nada".

Como intuyó F. Nietzsche, la cruz es la paradoja que trastrueca todos los antiguos

ideales de orden y de belleza en el mundo: es la glorificación del sufrimiento y de la

debilidad -asumidos por el mismo Dios- frente a la voluntad de poder del

"superhombre". Nietzsche entendió mejor que nadie lo que es el meollo del

cristianismo: que el poder de Dios se muestra en la debilidad, en su amor por lo débil,

no en su omnipotencia o en su ser Absoluto. Que Dios se manifieste como "siervo

sufriente", no significa que Dios se resigne y pacte con el dolor del mundo; significa

sólo que Dios ha de ser hallado principalmente en los pobres y débiles que sufren en el

mundo. Pero al mismo tiempo significa que en el dolor se hace opaca la cercanía de

Dios, la fe se hace oscura y el hombre se siente como abandonado de Dios. El que Dios

mismo sufra en la cruz no nos clarifica el enigma del dolor ni el misterio de Dios en

relación con él. La cruz no es una fuente de sentido, no es una "explicación". Pablo

establece una analogía entre lo que se aconteció a Jesús y lo que acontece a los

cristianos en el sufrimiento: el cristiano "imita" a su Señor en el dolor. Pero esto no nos

permite decir que para el cristiano la vejez, la enfermedad o la adversidad no sean ya

males, o que sean una señal del amor de Dios. No es en estas realidades negativas donde

se manifiesta el actuar de Dios en favor del hombre, sino al contrario: estas realidades

muestran lo que queda por hacer en la acción salvadora de Dios. No hay que interpretar

la cruz como si la debilidad en sí fuese ya poder, o el dolor fuese gloria. No puede

admitirse semejante "paradoja de la cruz". La cruz y el dolor son siempre algo

monstruoso; lo paradójico es que Dios se haya sometido a ello, para asegurarnos de su

triunfo final sobre ello. El dolor ha de rechazarse, porque en él el hombre se siente

abandonado de Dios. Pero la cruz nos da testimonio de que esto no es así: en la cruz

Dios mismo sufre con su Hijo, el cual, aunque se siente, como nosotros, abandonado, no

es realmente abandonado por el Padre. Y por esto la cruz sólo revela su sentido en la

resurrección, como manifestación de la victoria final de Dios sobre el mal. Sin la

resurrección, la cruz sólo alcanzaría a ser el símbolo de la impotencia de Dios y de los

hombres. Dios ha querido sufrir con los hombres hasta el final, hasta la muerte, pero no

para sucumbir con ellos a la muerte, sino para asegurarles de su triunfo sobre la muerte.

Así está Dios cercano a los hombres: sufriendo con ellos; una cercanía que ha de ser

creída con fe contra la experiencia cotidiana del dolor. En medio de esta experiencia,

Dios se revela como "Yahvé", un nombre que no refiere a Dios como principio

metafísico, sino como presencia actuante: "Yo estoy ahí" (Ex 3,14). El hombre que

sufre ha de transformar la experiencia del abandono de Dios en el dolor en la

experiencia de fe en la cercanía de Dios. Para ello no hay que apelar a la omnipotencia

de Dios, sino a su amor, a su compasión, manifiestos en la encarnación, pasión y muerte

de. su Hijo. Cualquier otro intento de explicación del dolor resulta insatisfactorio.

III. LA PASTORAL Y LA POSIBILIDAD DE HABLAR DEL DOLOR EN

RELACIÓN CON DIOS

Al hablar de Dios en conexión con el dolor en la acción pastoral hay que hacerlo de una

manera teológicamente bien fundada. En primer lugar hay que procurar clarificar la

imagen de Dios que tenga el paciente. No se tratará simplemente de destruir o de

confirmar determinadas formas de lenguaje religioso como la de que la enfermedad es

un castigo de Dios, sino de ahondar en una manera teológicamente bien fundada de

hablar sobre Dios en relación con el hombre que sufre. Admitir las cuestiones de la

teodicea clásica y pretender darles una solución racional casi nunca llevará a clarificar

nada. No se trata de un problema especulativo que haya que resolver hablando sobre

Dios, sino de un misterio de la existencia que nos ha de llevar a hablar a Dios y con

Dios. Así lo hicieron Jeremías, los salmos, el libro de Job. Job rechaza los intentos de

explicación que le ofrecen sus amigos, pero se mantiene firme en su convicción de que

su sufrimiento es algo que no queda fuera de su relación personal con Dios, y por esto

presenta a Dios su queja y su petición. Es aquí donde experimenta que su Redentor

vive; el encuentra con Dios es la respuesta que él recibe. Como en los salmos y en el

Nuevo Testamento se trata de una queja que surge ya impregnada de la convicción de la

victoria final de Dios, y que por esto es ya una alabanza de Dios, una doxología: debajo

de la protesta contra el dolor y el ocultamiento de Dios se halla la confianza en su

promesa de no abandonar al hombre (Sal 77,9). Por esto la queja puede llegar a

convertirse en acusación (Is 38,12; Sal 77,8; Sal 88). Cuando un hombre hace esto es

que "se dirige realmente a Dios" (M. Buber) implorando su intervención; es que se

siente totalmente pendiente de Dios, no separado de Dios en su dolor y abandonado a sí

mismo. Y por esto aquella queja-acusación es oración, es invocación, es clamor en pos

de Dios y de su Reino.

El fin de la pastoral con los enfermos y dolientes ha de ser convertir los problemas

sobre el sentido de la vida y del dolor en motivo para hablar a Dios, para experimentar

su presencia compasiva y su promesa de victoria. Esto se hace "poniendo a Cristo ante

los ojos" (Lutero). Pero, para ello, hay que acompañar al hombre que sufre en su

sufrimiento, participar en su dolor. A veces esto se hace simplemente sin palabras,

porque en la impotencia uno no sabe qué decir. Con todo, no hay que identificar ese

"estar allí" en silencio impotente con la pretendida impotencia de Dios, que llevaría a

hablar de la pura y simple "muerte de Dios". Hablemos del dolor de Dios, no como

expresión y legitimación resignada de la impotencia, sino como expresión de la

grandeza y poder del amor de Dios, que abraza al hombre solidarizándose con él

precisamente en su sufrimiento y así lo libera de su impotencia, de su aislamiento y de

su no saber qué decir.

Esta manera creyente de "quejarse" a Dios es algo muy distinto de los lamentos con que

el hombre se sincera a veces sobre sí mismo y sobre su enfermedad, incapaz de abrirse

hacia fuera, fijado en su aislamiento y entregado a la depresión. En la pastoral habrá que

ayudar al enfermo a adquirir el lenguaje de la queja liberadora más allá del estéril

lamento: una queja que tiene su razón de ser en la misma oposición de Dios a las

fuerzas del mal y de la nada y en la fe en sus promesas y en su reino. Los salmos nos

muestran cómo este quejarse a Dios puede tener pleno sentido dentro de una actitud

creyente, por extraño que pudiera parecer en la mentalidad helénica de un Dios

omnipotente y omniperfecto. Nada ayudará tanto en la acción pastoral con lo s que

sufren como facilitarles la posibilidad de usar este lenguaje verdaderamente liberador.

La queja supone una confrontación con un Tú, del cual, de ordinario, se espera una

respuesta. Por esto no tiene carácter de monólogo, sino de diálogo. La queja implica que

de alguna manera uno se siente abandonado de Dios: pero por el solo hecho de quejarse

uno no supera tal abandono. En los salmos hallamos junto a la queja el recuerdo de la

experiencia de Dios en la comunidad, que aporta nueva conciencia y confianza en la

presencia de Dios, y desemboca en alabanza doxológica por lo que Dios ha hecho con

su pueblo en la historia (Sal 77,12; 86,8; 102; etc.). Los amigos de Job, en cambio,

fracasaron en su intento de enfocar el problema de su dolor desde el punto de vista de

una teodicea: con ello sólo lograron fijar al paciente en su misma impotencia, sin abrirle

el camino a la misericordia y fidelidad de Dios. El Dios que acompaña a los hombres y

sufre con ellos luchando contra su dolor no es el Dios de la consideración abstracta, sino

el Dios que se manifiesta en la narración histórica de lo que ha prometido y hecho con

su pueblo. De este Dios sólo puede hablarse repitiendo siempre de nuevo la misma

narración, en la convicción de que Dios quiere seguir haciendo lo que hizo en el

pasado. Así ya no se siente el hombre necesariamente fijado en su situación presente de

dolor; su situación queda abierta a la novedad de la acción de Dios.

La función del lenguaje, pues, no es aquí la de proporcionar una explicación teórica sino

la de mediar en una relación Yo-Tú: no está al servicio de una verdad Abstracta, sino al

de la verdad de la relación personal: una relación que se funda en el reconocimiento de

que Dios mismo sufre con los hombres sin querer el sufrimiento de los hombres, y que

tiene su mejor expresión en la oración.

La dificultad para el que atiende pastoralmente a los que sufren está en hallar un

lenguaje suficientemente expresivo para decir cómo Dios acompaña a los hombres en su

sufrimiento, o cómo las experiencias de otros pueden aportar sentido en el propio dolor.

Habrá que buscar el lenguaje adecuado a cada individuo y a cada situación; para ello no

bastará con referirse a los modelos bíblicos o judíos; habrá que recurrir a la tradición

cristiana con sus oraciones, sus cantos e himnos y su literatura espiritual, así como a los

ejemplos de las biografías de "testigos del dolor" que han sabido descubrir la cercanía

de Dios en su aflicción. Habrá que prestar atención a los malentendidos y desviaciones a

que se presta fácilmente el lenguaje del dolor. En pastoral no hay ni modelos ni criterios

definitivos de lenguaje: lo que se requiere es una teología correcta; el que la tenga estará

en situación de ver cómo puede comunicarla en cada ocasión.

Tradujo y condensó: JOSEP VIVES

MATTHIAS VOLKENANDT

FE Y DOLOR

No hay cuestión más inquietante que la existencia del dolor y la actitud religiosa del

que sufre. Precisamente la fe en un Dios bueno lleva al mayor desconcierto: ¿dónde

está Dios? ¿dónde se esconde su bondad y omnipotencia? En un intento de entender las

varias formas del dolor, el artículo comienza por presentar las respuestas dadas por la

predicación cristiana, verdadero reto a la teología, para bosquejar luego una doctrina

cristiana del dolor.

Menschliches Luid und die Frage nach Gott, Stimmen der Zeit, 207 (1989) 407-418

EL DOLOR HUMANO Y LA PREDICACIÓN

Son muchos los escritos que hablan del dolor como de una muestra de predilección

divina, de "la bendición de la enfermedad, con la que Dios intenta atraernos a su

corazón"; del "dolor que, bien considerado, es una prueba de la amistad amorosa de

Cristo" y medio de purificación. En 1972, Joaquín Brenning y Roswitha Brocks

emprendieron la valoración de unos 70 folletos, que podríamos denominar Guía de

enfermos. En ellos se expresa continuamente el convencimiento de que "el dolor viene

de la mano de Dios, ¡qué bendición tan inefable es!". "¿No experimenta Vd.

precisamente en el dolor, cómo Dios está á su lado?": Igual que el bisturí del cirujano, el

sufrimiento se convierte en cuchillo purificador, gracias al cual el hombre experimenta

un proceso de limpieza. Los consejos para saber comportarse en el dolor, empiezan por

su humilde aceptación: "¡qué sabio es el que se encuentra a gusto en la cama de

enfermo! ". Una y otra vez se remite a la cruz de Cristo, poniendo como ideal la

aceptación voluntaria de cualquier dolor, a ejemplo suyo: "un cristiano de veras toma la

cruz con ambos brazos!".

Y en clara contradicción con la idea de bendición de Dios, se le presenta asimismo

como castigo divino por los pecados cometidos. Hoy en día estas expresiones apenas si

se oyen, pero no cabe ignorar su enorme influjo en la conciencia cristiana; muchos se

preguntan aún: ¿cómo he merecido esto? Los Doce preguntaron acerca del ciego de

nacimiento: "¿quién ha pecado?. ¿éste o sus padres?" (Jn 9;2). Pocas preguntas contestó

Jesús con tal contundencia. Goethe describe el seísmo de Lisboa del año 1755, que él

presenció: "la tierra tiembla y oscila, 60.000 se hunden a la vez; y la clerecía no escaseó

sus sermones de penitencia".

Esta explicación oratoria deriva de una tradición secular: Agustín afirma que tanto el

mal como el dolor sirven en último término al bien; y Leibnitz define el dolor como

"casi nada" y elemento de gran armonía, del mundo que el perfecto Dios sólo pudo crear

perfecto. En el libro consolatorio de Juan de Dambach (s. XIV), muy difundido por toda

Europa, leemos: "el dolor es la ayuda segura que Dios envía; el testimonio fiel de que

ama en verdad al hombre". Un refrán alemán dice "Dolores ha de haber, si el cielo

quieres ver". En su pastoral de cuaresma del año 1857, escribe el obispo de Rennes a la

hambrienta población rural: "Consolaos pensando que el Salvador os ha querido poner

en, la situación más apta para realizar su salvación, haciéndoos partícipes de su cáliz".

También libros de oración y catecismos recientes atribuyen el dolor al querer de Dios:

reconozco que tu bondad me ha enviado esta enfermedad, dándome la oportunidad de

hacer penitencia por mis pecados. El Pequeño Catecismo Social de la KAB (Colonia

1952) pregunta: "¿por qué permite Dios la injusticia social?, para que alcancemos la

felicidad verdadera por el mismo camino que anduvo Cristo, el viacrucis que lleva al

gozo de la Cruz, a la alegría de la Resurrección". Y el Catecismo Católico de los

Obispados de Alemania (texto escolar 1965-72) trae memorialines que enseñan a

aceptar todo dolor en el seguimiento de Cristo: "Nunca me quejaré en el dolor. Sólo diré

callandico: más soportó Jesús".

CRÍTICA DE ESTA INTERPRETACIÓN

Los ejemplos aducidos se prestan a ser criticados. La crítica no afecta al paciente, a

quien esta predicación ayudaba de alguna manera; ni a la sinceridad de la pastoral que la

empleaba. Todas las respuestas contienen algo de verdad. Más no ignoremos sus

consecuencias negativas.

1. Francisco, al llamar hermanas bienvenidas a la enfermedad y la muerte, da un sentido

conmovedor al dolor. Pero esta significación que alguien es capaz de dar a su dolor, es

meramente relativa y no permite esbozar un sistema teológico válido para todo dolor;

antes al contrario, llena de contradicciones cualquier teoría del sufrimiento. Karl Rahner

ha observado que los ascetas cristianos no son consecuentes: mientras afirman que el

dolor procede del pecado, lo alaban enfáticamente como clima adecuado para el

desarrollo de las virtudes cristianas. Un tipo de respuestas determinado, puede acertar en

casos concretos la expectación de un paciente, pero a menudo le herirá tanto como "al

hambriento y sediento una lección sobre higiene y química de la alimentación" cuya

verdad no guarda relación con su realidad vital.

2. Si se enseña que todo dolor es un don de Dios, todo intento de superarlo carecerá de

interés. En último término, no es necesario ni aun lícito luchar contra él. Un sufrimiento

ordenado: por Dios "está en regla". La religión se convierte realmente en el opio del

pueblo.

La valoración del dolor lleva, en buena lógica, a glorificarlo y aun a buscarlo

deliberadamente, desacreditando los intentos por superarlo y la investigación a favor de

la terapia analgésica. Cuando Jaime Simpson introdujo en Edinburgo (1847) la

analgesia por inhalación para evitar los dolores del parto, se le trató de "blasfemo,

hereje y emisario del diablo (agent of the devil)". Es voluntad de Dios que la mujer dé a

luz con dolor, en castigo del pecado original Fue menester que Pío XII, el año 1956,

tomara posiciones en contra de la prohibición de la analges a en tocología, idea

dominante entonces también en la Iglesia católica.

3. El intento de atribuir el dolor a la intervención inmediata de Dios, corre peligro dé

concebir un "dios sádico" (D Sölle) y sentir "la mano de este gran torturador de

animales" (H. Heine), con la consiguiente pérdida de la fe; el sufrimiento se convierte

así en "roca del ateísmo" (L. Boff) "quizá mejor para Dios que no se crea en El" (A.

Camus). Mas con destronar a Dios, ni se supera el dolor, ni se contesta ninguna

pregunta. La aporía de un mundo sin Dios radicaliza aún más el problema: ¿no será la

protesta contra el dolor del todo injustificada, a no ser que se lo vea como algo que no

debiera darse? ¿por qué buscar "bajo un cielo vacío, un mundo racional y bueno"?

(Levinas). Si queremos seguir andando con Dios, debemos replantearnos su relación

con el dolor.

Llama la atención que al hablar de éste como roca del ateísmo, sólo se nombre a Dios

sin mencionar a Cristo, si no es insertando un despropósito tras otro al citar su Cruz.

Hay un viacrucis que es camino hacia Dios y una cruz que el cristiano debe abrazar si

quiere seguir a Cristo (Mc 8,340. Pero no todo dolor es, sin más, seguimiento de Jesús.

¿Cómo va a serlo el que uno se causa culpablemente con sus pecados? Intentemos

distinguir por tanto, en cuanto sea posible, las distintas formas de dolor que resultan de

una u otra causa o de la posibilidad de superarlo y que exigen interpretaciones cristianas

contrapuestas.

DIVERSAS FORMAS DE DOLOR

1. Sufrir para otros

Sufrir fue algo tan esencial en la vida de Jesús, que el evangelio viene a ser una "historia

de la pasión, con una extensa introducción" (M. Kähler). Su bondad chocó con los

opresores políticos o religiosos y aun con los zelotas que pugnaban por la liberación

apelando a la violencia. Quería poner fin a toda dolor (Lc 4,18) y no cejó en la lucha ni

aun cuando le alcanzó a él mismo. Pero aceptó el sufrimiento que acompañó toda su

vida, sin jamás quererlo ni buscarlo como tal. Su dolor fue un "dolor producido por la

lucha contra el dolor".

Quien quiere seguir a Jesús sin acomodarse a este mundo presente (Rm 12,2), deberá

mantenerse como extranjero en él, padecer y ser desechado y odiado por su nombre (Mc

13,13; Jn 16,26). El discípulo de Jesús sufre porque quiere valorizar el evangelio,

dedicándose, p.ej., a aliviar las penas de los indígenas del Brasil. Esta fatiga activa por

un mundo sin dolor, es el auténtico dolor cristiano.

El que sigue este camino de Jesús, en la esperanza de que Dios no abandonará al justo a

la muerte, participa de la cercanía de Jesús al Padre, capaz de proporcionar la más

completa alegría. Aunque una falsa mística de la Pasión haya pasado por alto esta

alegría, es correcto ver en Jesús paradójicamente, al "hombre más feliz que jamás haya

vivido" (D. Sölle). Hemos sido bautizados en Jesús en unidad de destino (Rm 6,3), y

esto comporta participar en esta alegría, pues "llevamos en nuestros cuerpos el morir de

Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo" (2Co 4,10).

Por tanto, este primer tipo de dolor, que proviene de la lucha contra el sufrimiento de la

humanidad, dice relación a la Cruz de Cristo y se lo puede aceptar por El y para

participar en su alegría.

2. Sufrir a causa de los demás y de uno mismo

El cristiano no sufre tan sólo por su opción por Cristo. La maldad humana, las guerras o

la opresión, son otra fuente de dolor. El mismo obra mal, molesta a otros, nunca es del

todo cristiano. Y por difícil que resulte decir dónde empieza el mal uso de la libertad,

cierto que el dolor causado por un pecado propio no proviene de seguir a Cristo, sino de

abandonarle. Dios no quiere ese dolor ni el debido a pecados ajenos. Aceptarlo

significaría otorgar al pecado derecho de existencia. Ni tiene sentido ver en ese dolor

una proximidad especial a Jesús. Esto sería lo más absurdo que se puede pensar y

malversar de la manera más burda la cruz de Cristo. ¿No es más bien la vuelta del hijo

pródigo lo que le acerca al Padre? También aquí deberá levantarse contra el dolor.

¡El alzarse contra el sufrimiento injusto, la resistencia activa contra el dolor, es el dolor

en nombre de Dios!, como se ve claro en el comienzo de la historia bíblica: los hebreos

no sufrían en Egipto por voluntad de Dios, cuyo nombre ni tan sólo conocían; sino por

la maldad del Faraón y por su subordinación como minoría étnica. Su situación no era

del todo intolerable. Podían saciarse con las "ollas de carne de Egipto" (Ex 16,3). Pero

en cuanto encontraron a Dios (Ex 3), su paciencia cedió el lugar a la obligación de

presentarse en su Nombre al Faraón y exigirle la libertad. A lo que contestó: "No

conozco a Yahvé. Que se aumente el trabajo de estos hombres (Ex 5,2 y 9). Este

sufrimiento por la liberación y la santidad es un tormento "por causa de su Nombre".

La "desgracia apática" (Handke) no es un ideal cristiano. Dorotea Sölle habla con razón

de la "apatía postcristiana" de nuestras naciones civilizadas y cita la satisfacción del

obrero de una gran fábrica, contento porque así lo dicen la sociedad y la propaganda.

Pero el cristiano luchará solo con los medios de Cristo, "sin devolver mal por mal" (I P

3,9). No por debilidad sino a conciencia de que el único modo de superar el mal es

romper la fatídica cadena de violencia y contraviolencia. Cuando el cristiano padece por

renunciar a la fuerza, sufre por seguir a Cristo y aun en sus fracasos sabe andar su

viacrucis.

3. Sufrir con la creación

El cristiano participa asimismo con la naturaleza irredenta, del sufrimiento creacional,

que le viene de haber sido creado en este mundo (Rm 8,22) y que se concreta en forma

de una enfermedad grave, de una parálisis congénita, de la pérdida de un- ser querido,

de la mortalidad que nos es propia. Y aunque el dolor sea el sello de una creación caída

colectivamente en el pecado que gime por su redención (Rm 8,23), no hay respuesta

humana al dolor existencial y el cristiano que la intenta va mucho más allá que la

Escritura. La cuestión del dolor individual de cada uno sigue sin respuesta válida. La

teología no la reclamará.

¿Se encuentra pues el cristiano en el mismo desconcierto que el ateo? Si nos referimos a

la raíz última del dolor, sí. Pero esta cuestión, donde queda sin respuesta, no es la

pregunta más profunda del hombre. Lo que importa es encontrar en este dolor y a pesar

suyo un camino, la posibilidad de seguir viviendo. La palabra sentido del, o mejor en el

sufrimiento, del indogermano sent (orientarse), no alude a la finalidad del dolor, sino al

rastreo de un camino (latín: sent-ire) a través del sufrimiento. ¿Qué podemos decir,

pues, respecto al dolor creacional?

a. Dios no quiere ni envía el dolor

La tesis tradicional "Dios permite el dolor como medio para un fin más elevado del

orden físico o moral", resulta difícil de comprender ante la vida de Jesús, testigo del

Padre (Jn 1,18). Sus obras muestran que Dios no quiere el sufrimiento, ni mucho menos

lo envía. Imposible pensar que los dolores "hayan sido impuestos como castigo o

anexados como ocasión para hacer méritos, siendo así que la misión de Jesús se orienta

hacia la salvación y la liberación de la criatura" (Kahlefeld). Que Dios pueda obrar la

salvación y el bien aun mediante el dolor creacional y el pecado humano (Gn 50,20), no

significa que los quiera, sino que su voluntad salvifica es tan fuerte, que actúa aun aquí

y precisamente aquí. Jesús nunca alabó el dolor hablando de la bendición del

sufrimiento, antes al contrario, desafiando la jerarquía del templo jerosolimitano, gritó

en nombre de Dios: ``levántate, toma tu camilla y vete a tu casa" (Lc 5,25) ahora

mismo, en sábado.

La certeza que da la fe, de que Dios no quiere el dolor, es fundamento de esperanza.

Dios está cerca del que sufre y quiere la supresión del dolor. La traducción de Mt 10,29,

según la cual ni un gorrión cae en tierra "sin el consentimientode vuestro Padre" es

falsa. Más bien debe decir que no cae "sin vuestro Padre", sin que El esté ahí cerca.

b. Dios participa de cerca en el dolor del que sufre

Mientras nosotros nos imaginamos un Dios fuerte y tonante, sentado feliz en su trono,

sin entender que Jesús "no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; sino que se despojó de

sí mismo tomando condición de siervo, hecho semejante al hombre" (Flp 2,6), los

evangelios nos hablan del Dios presente en el hambriento (Mt 25,40). En su entrañable

misericordia siente de tal modo la pena de la criatura, que hace suyo su doliente destino.

La pregunta sobre el dolor sufre un cambio radical: "¿Qué le importa esto a Dios, por

qué permite el dolor del mundo? Propón esta pregunta' ante la Cruz; mira su rostro,

transido de dolor".

La esperanza cristiana se basa en que Dios interviene en nuestra quebrantada realidad,

permaneciendo a la vez Dios, superior al dolor y aun a la irreversibilidad de la muerte.

Frente a esta total superación del dolor en la Resurrección de Cristo, el sufrir no

significa el fin de la promesa, sino la manifestación del poder y la fidelidad de Dios.

Con la experiencia del favor divino, el dolor no desaparece, pero se obra un cambio, en

el que el paciente no es ya superado por él: se siente oprimido, pero no aplastado,(2Co

4,8). La sensación de abandono, que halla su colmo en la muerte, se transforma en la

convicción de la asistencia divina. El dolor y la muerte pierden su aguijón (1Co 15, 55),

lo más angustioso de su fuerza. Sigue siendo verdad que "estamos cercados por la

muerte en medio de la vida", pero asimismo que "en medio de la muerte, estamos

rodeados de vida" (Lutero). Una la rga tradición litúrgica y expresiones como la alemana

leider Gottes (dolores de Dios) aluden a esta compasión divina, dando testimonio de la

proximidad de Dios en el sufrimiento. Generaciones enteras han ido exclamando: por

los dolores de Cristo he de soportarlo, es decir: sólo en atención a los dolores de Dios y

con su ayuda, puedo sufrirlo.

LA ENSEÑANZA CRISTIANA SOBRE EL DOLOR

Si en contraposición a una respuesta teórico-especulativa, sólo el encuentro con Dios es

capaz de abrirnos a la vida, la fe en esta presencia divina, especialmente difícil en

tiempos de desolación, deviene la pregunta fundamental; teniendo en cuenta que la

tradición litúrgica del salmo 23,4 (aunque pase por valles tenebrosos, te tengo cerca de

mí), o la imprecación de Pablo, nada puede separarnos del amor de Dios (Rm 8), se

refieren más bien a la experiencia contraria de la lejanía de Dios, pues sólo expresan

seguridad en cuanto se hace sentir la inseguridad.

1. La querella contra Dios del atribulado, dirigida a Dios

La tribulación lleva al mutismo, que impide toda comunicación. El primer paso para

encontrar a Dios puede ser precisamente el superarlo, con una protesta en que el

atribulado se exprese sinceramente. En este grito contra Dios dirigido a Dios, el

atribulado vuelca el peso de su dolor, a la vez que se agarra a Dios, a quien dirige su

querella. La queja ha perdido su importancia en la conciencia de la Iglesia. El Job que se

querella apasionadamente en la parte central del libro, es mucho menos conocido que el

piadoso y paciente Job de la narración marginal. Las formulaciones didácticas a del

catecismo (no "quiero" quejarme nunca en el dolor) y los refranes (aprende a sufrir sin

quejarte) lo atestiguan. Las personas educadas así, si llegan a gritar, sentirán más el

sentido de culpabilidad que la confortante fuerza de la queja.

Al exteriorizar su pena en unión con otros, se puede sentir un principio de liberación del

aislamiento. Los salmos bíblicos de lamentación han ayudado durante siglos a

exteriorizar el dolor común, al resaltar la tensión con que el hombre se queja vivamente

contra Dios, a la vez que invoca su presencia: "Mi carne y mi corazón se consumen:

¡roca de mi corazón!" (S 78,26). Esto nos lleva a plantearnos la pregunta sobre el valor

de la palabra que nos habla de la salvación divina:

2. La teología narrativa y el dolor humano

El contraste entre la desgracia actual y la: historia de la salvación es innegable y J.B.

Metz intenta reducirlo lo recordando que el cristianismo no es "una asociación

argumentativo- interpretativa, sino una sociedad narrativa". El carácter rememorativo de

la liberación y esperanzas que relata, lejos de ser una mera revisión de la historia, las

proyecta de manera eficaz en el presente. Tal actualización corriente en el ámbito

bíblico-semita y muy viva en el judaísmo actual, cuyas comunidades revíven en sí

mismas la narración de la Pascua, es evidente asimismo en la concepción narrativa de la

Iglesia: la fórmula del signo sacramental explica ("en la noche en que fue entregado")

algo que realiza en el presente; y el relato de la pasión no es una disertación sino el

recuerdo de un hecho cuyo poder operativo puede abrir un camino de vida.

3. La mediatizada inmediación de Dios en la acción humana

Cuando Jesús encontraba un enfermo, se preocupaba de su salud corporal y convertía su

curación exterior en signo de la salvación. Del mismo modo, cuando alguien continúa

su lucha contra el dolor, puede que el enfermo halle a Dios y empiece a declinar su mal.

La "mediatizada inmediación de Dios" (Schillebeeckx) hace que no podamos prescindir

de mediaciones, sino que éstas nos ayuden a encontrarle.

La tarea que esto impone al hombre vale tanto en el dolor curable como respecto al mal

creacional, que en conjunto es insuperable. Y ¿dónde comienza en realidad la

imposibilidad de curación y dónde acaban las posibilidades humanas? El sufrimiento

alcanza su grado sumo si a un diagnóstico irreversible se añade la actitud de los demás.

Impresiona ver hasta qué punto un concepto unitario de medicina, sicología y teología

es capaz de aliviar al enfermo desahuciado. Cuando el enfermo ve en esta dedicación y

en el alivio de las curaciones parciales un signo de la fidelidad y voluntad salvadora de

Dios, "el amor humano deviene un sacramento del amor redentor de Dios"

(Schillebeeckx).

Y al que le atiende, en el juicio final (Mt 25) no se le preguntará sobre la imposible

curación del enfermo o liberación del preso, sino solamente sobre sus posibles visitas al

paciente. El cristiano puede superar la resignación pasiva y hacer lo que hoy le es

posible, porque adivina en lo provisorio la salvación total de Dios, más aún, como dice

Simone Weil, la toca: "hay que hacer lo posible para tocar lo imposible".

Cierto que toda ayuda humana resulta muy limitada ante el dolor. Pero toda ayuda puede entenderse como proyecto inicial de una salvación divina que no conoce límites, precisamente porque la fuerza y fidelidad de Dios, a diferencia de la humana, carece de fronteras. Andar en una noche oscura es muy distinto que andar en la noche de la ceguera, ya que el que anda en la oscuridad sabe muy bien que hay luz y que la volverá a ver. Gracias a la dedicación y al alivio experimentadas por el enfermo, su angustia se podrá transformar en la esperanza, capaz de hacer soportable su dolor, de la salud global de Dios en la que Dios "secará toda lágrima" y "nunca más será de noche" (Ap 21, 4 y 25).

Tradujo y condensó: RAMON PUIG MASSANA