Autor: Fernando Casanova, Ph.D
Fuente:
http://www.regresoacasa.org/
Sorprendido por la Verdad
Durante la última semana de marzo, el canal 2 de Telemando en Puerto Rico comenzó la promoción de una serie de reportajes especiales sobre un caso insólito: «Fernando Casanova, un ex ministro evangélico que renunció para entrar a la Iglesia Católica...
Cruzando las fronteras de
la fe
Esto se confiesa en la serie: “Cruzando las fronteras
de la fe”.»
El reportaje acaparó la atención de la mayoría de los
telespectadores desde el 2 hasta el 8 de abril de ese año. Lo que parecía ser
una cuestión de conciencia de un individuo se convirtió en un acontecimiento
discutido por muchísima gente en Puerto Rico.
Lo que llamó la atención fue que de ordinario las
conversiones o los cambios de afiliación religiosa se dan a la inversa, por lo
general son los católicos los que se hacen protestantes o se cambian a las
sectas o incluso a otras religiones. Pero lo que terminó por desconcertar a
muchísimas personas de todas las creencias fue que este Fernando Casanova que
ahora testificaba públicamente su adhesión al catolicismo, había sido Ministro
Licenciado Ordenado, evangelista y pastor de una importante denominación
pentecosta ? los pentecostales suelen ser de los más a nticatólicos?, y que
además ese converso tenía una vasta preparación teológica y que era profesor
de seminaristas, líderes y pastores evangélicos. Los periodistas involucrados
descubrieron que este era el primer caso de este tipo en Puerto Rico, pero
también en Hispano América.
Sin embargo, lo que ese ministro y profesor evangélico
quería dar a conocer se vio opacado por la reacción polarizada del público.
Unos (católicos) celebraban lo que les parecía una victoria sobre los
protestantes, otros (protestantes) se dedicaron a insultar al “apóstata” que
les había abandonado para convertirse en papista; otros, tristes, se apenaban
de la pérdida del alma de un amigo, profesor o compañero en el ministerio;
otros (católicos, protestantes y seudo-religiosos), se preocuparon porque ese
tipo de historias no debían trascender, pues la verdadera religión era aquella
del no rompimiento, del “todos caben y que crean lo que les dé la gana”, del
diálogo que siempre dice sí, mientras se o bvian las creencias, valores y
costumbres que definían “nuestro” ahora-caduco ideario religioso.
Pero, en realidad, muy pocos atendieron a la sustancia
de lo que ese hombre dijo por televisión acerca de sus razones para haberse
hecho católico romano.
¿Por qué se hizo católico?
Desde entonces, Fernando se ha dedicado a explicar sus
razones. Su proclamación ahora responde siempre al gran tesoro que descubrió
en la Iglesia Católica. No importa el tema de la ocasión, o si se trata de su
testimonio, de una predicación, taller o curso, él siempre exalta la fe,
doctrina, espiritualidad y moral católica.
El cuestionamiento principal en el proceso de
conversión del reverendo Fernando Casanova fue la Eucaristía. No obstante,
él es el primero en reconocer que hubo otros temas importantes con los cuales
tuvo que lidiar: la excelencia y el rol de la Virgen María en la historia de
la salvación, el culto a la Virgen y a los santos, el pr imado de San Pedro,
el papado, el bautismo de infantes y el sacramento de la Confesión. Siempre,
sin excepción, encontró una respuesta contundente a favor de la Iglesia
Católica Romana.
El Dr. Fernando Casanova reconoce que no siempre
descubrió la Verdad católica por iniciativa propia, sino sin quererlo y sin
procurarlo; de hecho, por mucho tiempo se resistió, pues no quería hacerse
católico.
Hasta que se encontró retando al Señor sometiéndome,
por ejemplo, al sacramento de la Reconciliación (Confesión), y predicando en
su iglesia pentecostal sobre María y la Eucaristía, y negándose a bautizar al
modo protestante, y rehusándose casar a católicos, y enseñando la versión
católica de la teología a los seminaristas evangélicos… y un largo etcétera.
Como era de esperarse, una situación extraordinaria de
conversión como esta tuvo que ser muy difícil y dolorosa, sobre todo cuando se
pierde el afecto de amigos y los hermanos en la fe, y cuando se sacrifica la
vocación para la que se creía llamado por Dios, pero sobre todo cuando se
perjudica el matrimonio porque el cónyuge no comprende por qué su esposo
decide hacerse católico, con lo antipática que les solía parecer esa Iglesia y
sus prácticas.
Los esposos Casanova sólo platican de estas
dificultades cuando participan de actividades de evangelización y formación a
las que son invitados. Este no es el lugar para versar sobre situaciones
privadas tan neurálgicas.
Sin embargo, sí podemos aprovechar algunas líneas
escritas por el Dr. Fernando Casanova sobre las razones bíblicas, teológicas y
espirituales que tuvo para hacerse católico. A continuación presentamos un
breve resumen de estas razones, que hemos tomado y adaptado de una conferencia
que dictó Fernando en la XVI Convención de la Asociación Nacional de
Sacerdotes Hispanos de los Estados Unidos, el 11 de octubre de 2005, en San
Juan.
En esta conferencia se enfatizó el tema de la
Eucaristía, que fue la cuestión más importante en la conversión de Fernando, y
luego también de su esposa.
El pentecostalismo y yo
Fui criado en la tradición pentecostal. Nunca conocí
otra experiencia de fe. No fue difícil para nuestra familia identificar esa fe
evangélica y pentecostal como la causa de nuestra excitante vida espiritual, y
como razón de nuestra grata convivencia familiar.
Estaba tan agradecido de Dios por el orden religioso
en nuestras vidas, por las nuevas oportunidades que me regaló después de haber
abandonado la fe de mis padres, viviendo por algún tiempo una vida juvenil
desordenada, que decidí entregarme al Señor en cuerpo y alma. Pronto me sentí
llamado por Dios a ser pastor. Respondí enseguida. ¡Qué mejor manera de vivir
para mi Dios que trabajar para él!
Pero una vez involucrado en el ministerio se me
develaron otras razones para querer procurar una vida espiritual cabal, más
aferrada a la Escritura, dependiente de la per fecta voluntad de Dios y en
sintonía con la Iglesia que él parecía haber establecido en el Nuevo
Testamento. Es que tenía que haber algo más profundo, alternativo, en línea
con la intención original de Jesús y en comunión con los primeros apóstoles y
con aquella Iglesia primitiva de la que me creía heredero, pero de la cual me
distanciaba la realidad que comencé a percibir cuando me inauguré como
ministro y pastor.
Al principio me entusiasmé con las propiedades
liberadoras de la religiosidad pentecostal, y me adherí a ella con todo el
corazón. Cuando accedo al ministerio por convicción y vocación, me di cuenta
de que arriba, en el liderato, y lejos de la buena fe del pueblo creyente, se
encuentra una actitud generalizada de embaucamiento. De pronto, di al traste
con la realidad: yo era parte de una ínfima minoría. Me relacioné con otros
colegas que se daban cuenta de la corrupción y de la incongruencia con el
evangelio de Jesús, con la idea paulina del ministerio cristian o (cf. 2 Co
11, 4 al 12, 21) y con la vida de la Iglesia primitiva (cf. Hch 2, 42.44; 5,
40; 9, 16; 14, 22; Col 1, 24), pero mis compañeros se conformaban. Tenían
miedo. Les preocupaba más su propio bienestar y sus sueldos, y terminaban
haciéndose cómplices de la religiosidad sensacional tipo espectáculo. Vi a
muchos sucumbir a la fascinación de los predicadores que presentaban a la
religión como un show para escapistas: una incubadora de sentimentalismo que
atraía a embaucadores apegados al dinero fácil y a la fama. Estos personajes
descollaban como súper apóstoles: “¡el hombre de Dios para este tiempo!” o “el
Evangelista Internacional”, de los que se resguardaban al lado de un elegante
escudo de armas circundado por las palabras “Mengano Ministries”, o detrás de
vistosos letreros con la foto artística del pastor y su esposa.
Estos personajes carismáticos se iban constituyendo en
los paradigmas del nuevo ministro pentecostal, un prototipo que yo no quería
emular y que re chacé con todas mis fuerzas.
Profesor de teología en el seminario pentecostal
Se me ocurrió que podíamos volver a aquel primer
cristianismo, genuino y martirial, que el movimiento pentecostal había tratado
de revivir cien años atrás. Pensé que todo sería cuestión de buena educación
teológica. Así que me fui al Colegio Bíblico Pentecostal a enseñar teología.
Este era el Seminario de mi denominación y el único colegio bíblico acreditado
fuera de los Estados Unidos continentales. Obtuve la Cátedra de Teología
Sistemática que ostentó el Dr. Richard González por más de treinta años antes
de retirarse. Me sentí optimista; sentía que podía hacer algo formando a los
seminaristas que ejercerían el liderato pentecostal en el futuro.
Tomé mi nueva responsabilidad con pasión. Sin pausa
enfaticé en la imperiosa necesidad de atender las incongruencias éticas y
doctrinales. Lo único que me movió fue el convencimiento de que teníamos que
actuar conforme a la Iglesia que descubrí en la Biblia; una Iglesia apostólica
(Jn 15, 16; 20, 21; Lc 22, 29-30; Mt 16, 18; Jn 10, 16; Lc 22, 32 [Jn 21, 17];
Ef 4, 11; 1 Ti 3, 1.8; 5, 17), con autoridad (Mt 28, 18-20; Jn 20, 23; Lc 10,
16; Mt 28, 20), perpetua (Is 9, 6-7; Dan 2, 44; 7, 14; Lc 1, 32-33; Mt 7, 24;
13, 24-30; 16, 18; Jn 14, 16; Mt 28, 19-20, infalible (Jn 16, 13; 14, 26; 1 Ti
3, 15; 1 Jn 2, 27; Hch 15, 28; Mt 16, 19). Otra idea bíblica que me martillaba
la cabeza constantemente era la unidad completa (espiritual y visible) de esa
Iglesia (Jn 10, 16; 17, 17-23; Ef 4, 3-6 [cf 3, 21; 4, 14]; Rm 16, 17; 1 Co 1,
10; Flp 2, 2; Rm 12, 5; Col 3, 15). Y ni se diga la contrariedad que me quitó
el sueño por mucho tiempo cuando me confronté con el testimonio acerca de la
Iglesia Católica de los llamados Padres de la Iglesia, en los primeros siglos
de la era cristiana: San Clemente Romano (97 d.C.), San Justino Mártir (155),
San Ignacio de Antioquía (165), Tertuliano (197), San Cipriano (250) y San Agu
stín (397), entre otros.
Cuando constaté el fondo eclesial de la Biblia y del
cristianismo primitivo, se me comenzó a aparecer la Iglesia Católica como la
verdadera Iglesia de Jesucristo.
Mi optimismo inicial en el Colegio Bíblico se
convirtió en una profunda tristeza. Sabía que era responsable del destino
eterno de muchas almas. Sabía que un ministro mal formado o con distorsiones
éticas era un peligro. La desilusión fue inminente; yo me mortificaba
señalándole a todos lo que decía la Biblia, Jesucristo, sus apóstoles y los
Padres de la Iglesia, y ellos insistían en suspirar por ministerios
deslumbrantes, construcciones majestuosas y exposición en los medios.
Así que me concentré en la oración y el estudio
profundo de la Biblia y la historia. En medio de esta búsqueda se hizo
evidente que el problema radicaba, a la luz de la Iglesia que constatamos en
la Biblia y los Padres, en cuál de las pretendidas iglesias se encontraba la
plenitud de la graci a y del conocimiento divino (cf. Mt 28, 19-20; Jn 20, 30;
Ga 1, 9; Ef 1, 22; 2, 21; 1 Ts 2, 7; 2 Ts 2, 15; 1 Ti 3, 15; y 1 Jn 2, 19; 4,
6).
La verdadera Iglesia de Jesucristo
Me mortificó ver que, a pesar de que Dios proveyó el
Espíritu Santo para conducirnos a la verdad completa, al conocimiento pleno y
a una relación de donación de sí mismo (Jn 16, 12-15 [Rm 8, 14-17.23-27]), lo
que se podía verificar era una funesta realidad religiosa de división, de
fragmentación y de oposición entre los seguidores de Jesús. Cada vez que me
fijaba en el espectro religioso de nuestro entorno pentecostal para
identificar una respuesta o clave de solución, se me hacía más evidente una
escandalosa realidad de relativismo religioso por la división que acusaba a
nuestro Señor de mentiroso, pues él había urgido y anunciado lo contrario de
su Iglesia (Jn 17, 20-26; Hch 2, 42-43; 1 Co 1, 10; Ef 4, 1-6; Etc.). La
realidad que tenía de frente me denunciaba a un montón de espíri tus que
aducían ser el Espíritu Santo, pero que referían a muchas verdades diversas y
contradictorias entre sí. Tuve que reconocerlo: la división entre los
cristianos no sólo atentaba contra la disposición eclesial de Jesús, sino que
también era la causa principal de la incredulidad (Jn 17, 21.23).
Aquel mundo protestante y de sectas no podía ser la
Iglesia que Cristo convocó para su gloria, para remitir a su reino y señalar
su verdad (¡en singular!).
Estaba seguro de que Jesús no se había equivocado; de
que había una sola verdad que conduce a un solo Señor, y de que para mayor
gloria de Dios esta verdad debe ser transmitida sin ambigüedades por una sola
Iglesia (Ef 3, 21; 4, 3-6.14-15). La evidencia bíblica, el sentido común y la
historia me señalaban a la Iglesia Católica como la Iglesia de Jesucristo, la
original y la única. De hecho, ningún protestante, por más anticatólico que
fuese, podía negar que la Iglesia de Jesucristo que conocemos como Católica,
se mantuvo constantemente diciendo y estableciendo la verdad; sobre la
Trinidad (Nicea, 325), la personalidad divina de Cristo (Efeso, 431), la
divinidad del Espíritu Santo (Constantinopla, 381) y hasta sobre el canon
bíblico (Cartago, 493, y Roma, 497). En adición, todas estas verdades echaban
por tierra la hipótesis anticatólica de la corrupción de la Iglesia por
Constantino y el Edicto de Milán de 313. ¡Se suponía que la Iglesia Católica
se hubiera corrompido en esa fecha!
Vez tras vez, evidencia tras evidencia, me indicaban
una realidad que me obligó a reconocer que era muy probable que la Iglesia
Católica fuera la iglesia de Jesucristo, y que era muy improbable que nuestras
diversas iglesias (¡más de 30,000 en 1999!) fuesen esa única Iglesia del
Señor, con todas las notas que correspondían al pueblo de Dios en el nuevo
testamento.
No quería hacerme católico
Durante este proceso de conversión resistí al
catolicismo con todo lo que tenía a mi alcance. Cuando la excelencia y la
veracidad de su doctrina me alcanzaron por fin, es decir, cuando mis reservas
de índole bíblico, teológico, histórico (en especial cuando caí en la cuenta
de la existencia de una leyenda negra rabiosamente anticatólica) y espiritual
(cuando entendí que la piedad católica, sobre todo la mariana, estaba
cimentada en un sólido fundamento teológico que se gesticula y expresa a
través del comportamiento y del lenguaje del amor, tal y como me conduzco
cuando expreso con gestos y palabras controvertibles el amor y la pasión que
siento por mi esposa [«soy sólo tuyo y de nadie más; te adoro, mi amor; eres
la razón de mi vida», etc.]) se desvanecieron, opte entonces por hacerme de la
vista larga y seguir sin hacer caso a la voz de mi conciencia y de mi razón:
decidí continuar con mi ministerio, ocultando mis descubrimientos y tratando
de demostrar que creía lo que predicaba y enseñaba. Siento mucho admitirlo, me
da vergüenza, pero la verdad es que decidí act uar en adelante como un
hipócrita. “No quiero hacerme católico, no me conviene, no me caen bien.”
Encuentro con la Eucaristía
Aceptando el reto lanzado por un fraile capuchino fui
a ver una Hora Santa. El religioso me enteró de una comunidad “muy
eucarística”, que tenían exposiciones del Santísimo programadas, y que se
aprestaban esa misma noche a celebrar una adoración eucarística. Y me remitió
a la parroquia Santa Bernardita, de Country Club, esa misma noche a las 7:30.
Quedé absorbido de inmediato por los detalles de
ambientación y embellecimiento del altar, la ornamentación majestuosa del
presbítero, una custodia hermosísima, incienso por el altar, luces de
escenario, música sublime… y la disposición y devoción de aquellos fieles no
tenían precedentes en mi memoria.
Hasta que caí en la cuenta de lo que hacían: ¡adoraban
un trozo de pan!
Y para colmo el sacerdote le oraba con tanta seguridad
y confianza, muy solemne, pero con familiaridad, similar a mis oraciones, pero
él oraba con más convicción, como si de veras estuviera frente al Señor. Ese
cura, y las cerca de 200 personas que le acompañaban, estaban convencidos de
que lo que estaba colocado en la custodia los escuchaba, y de que era
Jesucristo.
Se me ocurrió que si esas personas estaban
equivocadas, y yo deseaba que lo estuvieran, entonces lo que me habían
enseñado de niño era cierto a fin de cuentas: los católicos son idólatras.
Durante algunos años me tuvieron a la defensiva con los temas y circunstancias
que narraba al principio, pero ya no. Era imposible que estuvieran en lo
correcto. Era increíble para mí que pensaran que adoran a Jesús y que se lo
puedan comer.
Pero… y si están en lo correcto. El capuchino era un
joven muy inteligente y creía sin ambigüedades en la antiquísima doctrina de
su Iglesia al respecto.
No obstante, por alguna razón, sentía que ahora sí los
había atrapado. Había analizado el pu nto de vista de la crítica protestante a
la Iglesia Católica en este asunto y no le encontraba posibilidad a esa idea
de la presencia real y verdadera del cuerpo y la sangre de Cristo en la misa,
y mucho menos en los altares para culto de adoración. No podían tener la
razón, ahora no.
De momento el sacerdote se levanta en procesión y
comienza a ser seguido por sus acólitos. Tenía la custodia, la llevaba en
solemne desfile. Las luces le seguían y el humo del incienso le precedía. A
medida que se acercaba se escuchó el tintineo insistente de de unas
campanitas. Y una vez más la excelente música y la voz bellísima de una joven
se juntaron para cantarle a la presencia. Cuando tuve el Santísimo como a 10
pies de distancia se me ocurrió una idea para romper de una vez por todas con
el catolicismo: “Si logro demostrar fuera de toda duda razonable, por la
Biblia, que esta gente esta adorando a un trozo de harina cosida, y no a
Jesucristo, entonces serán en realidad unos idólatras , unos alucinados que
han estado confundidos o engañados por no atenerse a la realidad de los
sentidos y por desconocer las escrituras. ¡Esto no esta en la Biblia!”
Y retomé la Biblia para contradecir y desenmascarar la
falsedad de esa práctica idolátrica. Mi temor se convirtió en un apabullante
optimismo, pues estaba seguro de que había descubierto la puerta para salir
del atolladero en el cual me tuvo el catolicismo por los pasados tres años.
Tramé primero desbaratar la legitimidad de esa práctica mediante el estudio
bíblico, y luego, con el entusiasmo de aquella indudable victoria sobre la
idolatría católica, podría volver a encarar los otros temas que me tenían a la
defensiva frente al catolicismo.
Esta coyuntura fue para mí la posibilidad de lograr al
menos un empate: “Si los protestantes estamos mal, ellos también, y si ambos
estamos equivocados alguna salida habrá, como el agnosticismo o incluso otra
religión.” Así estaban las cosas en mi corazón.
La Eucaristía según los evangélicos
Yo enseñaba teología sistemática en dos instituciones
evangélicas y había repasado bien la noción de la Santa Cena en el ámbito de
nuestras iglesias. Nuestra celebración de la Santa Cena respondía a una idea
accesoria (=adjunta, accidental) de una imagen secundaria (no esencial o
determinante) del partimiento (o fracción) del pan o de la eucaristía, según
la cultura religiosa que fluía en nuestra tradición de parte de los grupos
wesleyanos y bautistas de los cuales salieron nuestras denominaciones
pentecostales. En consonancia con nuestra parca y escueta doctrina sobre este
tema enseñábamos que la Santa Cena (o partimiento del pan o Eucaristía) era
una remembranza de la cena pascual que tuvo Jesús con sus discípulos, que
tenía un valor simbólico que aludía al sacrificio expiatorio de Cristo y cuya
excelsitud estribaba más en el hecho de ser ordenanza (“hagan esto en recuerdo
mío”) que de todo lo demás que pudiera constatarse en la Biblia, los Padres de
la Iglesia y hasta en las iglesias de la Reforma protestante: «Celebramos de
vez en cuando la Santa Cena porque Él lo mando como un acto simbólico
(complementario [no necesario] a la predicación) de la muerte del Señor y
porque -y he aquí la gran aportación del pentecostalismo- era posible recibir
un milagro de sanidad en ese momento.
La Eucaristía según San Pablo
Este profesor creía que el único texto eucarístico
importante era 1 Co 11, 23-34, pero sobre todo los versículos 23 al 26; los
demás (en especial del 27 al 34) eran consideraros como una explicación de las
consecuencias de referirse al símbolo de la Cena sin gozar de la plenitud de
la gracia divina. Para la celebración utilizábamos los versículos 23-26, y
eran por lo tanto los que conocían nuestros fieles. Confieso que comencé a
preocuparme cuando me percaté de la ineptitud de mi tradición, de los teólogos
evangélicos y de mis primeros profesores pentecostales, al no tomar en
consideración textos importantes con un inequívoco sabor eucarístico. Para
comenzar, ni siquiera contábamos con una reflexión coherente de nuestros
maestros y líderes con relación a las terribles consecuencias de enfermedad y
muerte de 1 Co 11, 27-24 por causa del mal entendimiento de un símbolo, de
algo que según nosotros era prescindible de la sustancia y la definición
pentecostal del culto cristiano. Y otro tanto de desesperación me invadió
cuando di al traste con la poca consideración que dábamos a los relatos de la
institución de la Eucaristía (Mt 26, 26-29; Mc 14, 22-25; Lc 22, 19-20) ni de
su sugestivo contexto pascual, ni de su trasfondo sacerdotal (Gn 14, 17-20) y
soteriológico (Ex 12), y mucho menos nos habíamos enterado del consenso que
siempre ha existido en la opinión de que Jn 6, 25-59 y Lc 24, 13-35 son textos
eminentes que destacan un valor trascendental a la Eucaristía, o la Cena del
Señor, o como hayamos querido llamarle.
Pero, en cuanto a nuestro pasaje preferido de 1 Co, lo
increíble es que tampoco subrayáramos su contexto literario, imposibilitando
de esta manera el descubrimiento de otros aspectos, riquezas y beneficios de
la Eucaristía. Y este contexto literario que añade significado al mencionado
texto es 1 Co 10. Este capítulo 10 sirve a la intención de Pablo de exigirle a
sus lectores que frente a la mesa eucarística ellos tienen que decidirse (10,
20-21): la mesa del Señor o la mesa de los demonios. Con esto quiere matizar
que frente a este acontecimiento cumbre del culto cristiano, todos tienen que
tomar una decisión definitiva y radical. Luego, al combinarlo con el capítulo
11, pude comprender el valor de la Cena según San Pablo, al señalarla como
signo de contradicción (en el capítulo 10): motivo excelente de conversión y
razón de ser de una vida íntegra delante del Señor y de los hermanos, y esto,
porque en este acontecimiento del partimiento del pan y de la “copa de
bendición” tenemos comunión (común-unión ) con el cuerpo y la sangre del Señor
(10, 16).
Entonces pude ir sobre el capítulo 11, en especial por
los versículos enigmáticos del 27 al 31. Tomemos el 29: dice que en esta Cena
(que para mi era un recuerdo por referencia simbólica) se es juzgado por Dios
si no se discierne el cuerpo y la sangre del Señor. Este no es el lugar para
discurrir sobre disquisiciones exegéticas del texto en cuestión, pero la
realidad es que “discernir” (diakríno) se refiere aquí a “darse cuenta”
(determinar; decidirse por la realidad de lo que está de fondo; distinguir la
verdad de lo que está frente a uno) de la presencia que subyace frente a uno
en la mesa del Señor. En la antigüedad el cernidor (del verbo “cernir”) era un
instrumento para separar (o para dis-cernir) el trigo de los demás componentes
de la planta y de la tierra, pero también de otras plantas que podían
confundirse como verdadero trigo. El discernir con el cernidor era la acción
de darse cuenta, de identificar, de establece r un juicio certero de que lo
que quedó después del ejercicio discernidor fue el trigo de verdad, lo que en
realidad se buscaba, lo que importaba y daba sentido a la búsqueda. En otras
palabras, el que no se da cuenta del verdadero cuerpo (mé diakrínon tó sóma
[v. 28]) del Señor, el que no descubre esa realidad maravillosa que es Cristo
mismo, se está metiendo en un grave problema que puede costarle la salud o la
muerte (11, 30) ?Ahora sí tenía sentido eso de las consecuencias nefastas de
enfermedad y muerte para los profanadores, es decir, para aquellos que
menospreciaban, que no distinguían, que no se decidían, que no se daban cuenta
del auténtico cuerpo de Cristo. El Dios del nuevo testamento no iba a matar a
alguien simplemente por haber mal interpretado un mero símbolo?.
La Eucaristía según San Juan
Lo próximo fue el capítulo 6 de San Juan, versículos
22-71. ¡Increíble!: más de 40 versículos que versan sobre la Cena del Señor.
Un pasaje bíblico impr esionante que el catolicismo utiliza para sustentar su
fe inamovible en la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía.
Las referencias anti-presencia real a las que había
recurrido veían un sentido “oscuro” este capítulo, o sea, no evidente o claro,
sino que la plática de Jesús a sus interlocutores incrédulos debía entenderse
siempre en sentido figurado. Una vez más se recurría al símbolo, a la
Eucaristía como una representación, sólo como una referencia pedagógica tipo
metáfora y cuya observancia de nuestra parte (no muy frecuente, por cierto)
mostraba el grado de cumplimiento de un deseo del Señor: “hagan esto”.
Pero ahora, yendo sobre el pasaje en cuestión y
mientras me refería a la otra cara de la moneda, es decir, cuando decidí ir
sobre las palabras, escudriñándolas y tomando en serio la repercusión de la
intransigencia del Señor y del empecinamiento de San Juan evangelista, pude
descubrir el verdadero sentido de Jn 6, 22-71.
1. Lo primero que me señaló una interpretación literal
de Jn 6 fue el sentido natural y recurrente de las palabras del Señor a través
de todo el capítulo, de manera insistente y sin importar la resistencia de los
incrédulos, ni las consecuencias para el éxito numérico de su ministerio o la
reacción de sus simpatizantes (cf, 6, 2-3. 14. 22-23. 60.): “yo soy el pan
vivo bajado del cielo”, “quien come de este pan vivirá para siempre”, “y el
pan que voy a dar es mi carne, la cual entregaré por la vida del mundo”, “mi
carne es verdadera comida… mi sangre es verdadera bebida”, “el que come mi
carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él”, “el que me coma vivirá
por mí”, “si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre no
tenéis vida en vosotros”, “el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida
eterna”, etcétera. Esta obstinación, reiterada y con tanta fuerza, no sólo
desde el punto de vista de la interacción de los personajes en cuestión, sino
también desde la óptica del lenguaje tenaz, gráfico, directo y sin ambigüedad
de ningún tipo, se hace patente aquí en Jn 6; no hay precedente que pueda
sugerir que una narrativa y diálogo como estos aludan a un entendimiento
exclusivamente simbólico.
2. Junto a este sentido natural y demandante que
anuncia la significación literal del pasaje en cuestión, y que por lo tanto lo
señala como evidencia de la presencia real de Cristo en la Santa Comunión,
tenemos el hecho de que Jesús no corrige la interpretación literal de sus
oyentes. Esto es importantísimo porque es harto conocido y aceptado que una
característica de este evangelio es que cuando, o cada vez que el Señor es mal
interpretado o mal entendido, Él siempre corrige. Siempre: 3, 5; 4,34; 7,
38-39; 21, 21-23 (y hasta en Mt 16, 6ss). Pero aquí, de manera atípica, y por
lo tanto desconcertante para mí, El Jefe no corrigió, no se echó para atrás,
no lo echó a votación ni les dijo que cada cual podía tener su propia idea o
interpretación porque, total, somo s hijos de un mismo Padre y le servimos a
un mismo Dios. Algunos dirían: “¡qué falta de perspectiva democrática, y de
pluralidad, y de diálogo, y de tolerancia!... ¡pero qué nivel de
intransigencia, y de integrismo, y de arrogancia!... ¡no está a la altura de
los tiempos, carece de enfoque histórico crítico, no es capaz de un discurso
estructuralista consecuente con la mentalidad de los que no piensan como él!
¡Es un fundamentalista!” El Señor es un buen maestro y quiere que todos
lleguen al conocimiento de la verdad, y por lo mismo, ahora, cuando tiene una
multitud cautiva de 10 mil personas que lo seguían, se vuelve a ellos para
decirles lo que él cree, lo que quiere, la verdad, de frente, duro, sin
tapujos ni relativismos acomodaticios: tenían que comérselo y bebérselo.
3. Lo tercero que me señaló una interpretación literal
de Jn 6 fue que no encontré en toda la Biblia algún precedente que exprese a
pan y vino como símbolos de cuerpo y sangre. En efecto, lo pude corrob orar:
no existe ninguna referencia bíblica que proponga una comparación espacial
semejante, no hay ni siquiera una sola identificación simbólica de pan y vino
como cuerpo (“carne”) y sangre… ninguna, nada de nada.
4. Lo próximo fue el versículo 51b, que según la
versión evangélica de mi Biblia Reina-Valera de 1995, decía: “y el pan que yo
daré es mi carne, la cual entregaré por la vida del mundo”. Volví a leerlo. Lo
meditaba y estudiaba, y pude así encontrar su repercusión literal ?o “literalista”,
como señalábamos despectivamente a la versión católica?, a tono con todo lo
que ya había desenvuelto.
Sabemos que Juan tenía una lucha acérrima en contra
del gnosticismo, una herejía que circundaba la comunidad para la cual escribía
y que enseñaba, entre otras cosas peligrosas para la supervivencia de la fe
cristiana, que Cristo había venido en apariencia, en espíritu, porque la carne
era mala (la prisión del espíritu y del alma y la coartadora de la verdadera y
más conveniente divinización, que era la meta de los aventajados por una
condición inherente a su superioridad espiritual). Pensaban que el Verbo de
Dios no pudo haberse manchado mediante el contacto con el principio de
corruptibilidad, con la materia, con carne, en un cuerpo humano convencional,
limitante, no divino. Por lo tanto, Cristo, como Verbo encarnado, no murió en
la cruz. “Lo perfecto es eterno, espiritual, no corpóreo, no físico, no puede
morir: Cristo no murió” ?El apócrifo gnóstico de Tomás dice que el Señor les
hizo pensar que murió, y que comía y dormía, pero él más bien los engañaba?.
No es difícil para ninguno de nosotros suponer el riesgo que esta corriente
representaba si se infiltraba y repercutía en el cristianismo, sobre todo si
entendemos a este último como la expresión de la verdad de Dios que deviene a
partir de la versión judía de la revelación, y que logra su cumbre y sentido
total en las personas y la palabra de Jesucristo, sus apóstoles y la Iglesia
(el nuev o Israel). Es decir, que este “detalle” de la peligrosidad gnóstica
es entendible para nosotros, los que aceptamos la naturaleza judeo-cristiana
de la verdad que nos condiciona y define (revelación, alianza (pacto,
testamento); encarnación (a propósito, ver alusión a la encarnación del verbo
de 1, 14, en 6, 41-42, y cómo los judíos que resienten el lenguaje literal de
Jesús son propuestos como no elegidos [v. 43]), vida, pasión, muerte y
resurrección corporal de una persona 100 por ciento Dios y 100 por ciento
humano), que todos tenemos acceso a los beneficios de Dios, en y por Cristo, y
no solamente unos cuantos privilegiados y sabiondos de una cierta provisión
misteriosa , como aducían los gnósticos.
Pues bien, la repercusión de Jn 6, 51b es que la carne
que se nos dará para comer es la misma que padeció en el Gólgota. Y esto,
teniendo presente la disyuntiva del evangelista con la herejía gnóstica. Juan
estaba muy consciente de que la carne que daría Jesús para comer no podía ser
mal entendida como algo etéreo e incorpóreo, y por lo tanto tan indeterminado
como un fantasma. Juan, en línea con la predicación apostólica, pregonaba la
vida humana, pasión, muerte y resurrección de un hombre de carne y hueso
llamado Jesús de Nazaret. Ése mismo es el que se da como pan, se da a sí
mismo, tal real y literal como lo tenía fijado el evangelista en su mente.
5. Lo siguiente que me señaló una interpretación
literal de Jn 6, fue la imposibilidad de encontrar en la Biblia un precedente
simbólico de comer la carne y beber la sangre que fuera coherente con el
relato de Jn 6, 22-71, y que pudiera fundamentar una salida alegórica a este
problema ?Ya lo consideraba un gran problema y estaba muy asustado. «La verdad
católica de nuevo»?.
Resultó que siempre que la Biblia habla simbólicamente
de comerse la carne o beberse la sangre de alguien (cf. Is 49, 26; M 3, 3),
implica perseguir sangrientamente o destruir a una persona o a un pueblo”. Si
e ra consistente con este antecedente simbólico y lo aplicaba al pasaje de Jn,
tendríamos al Señor diciendo que aquellos que lo persigan, castiguen, le
falten el respeto, lo injurien y lo destruyan, serán recompensados con la vida
eterna (viz., 6, 50. 54.), tendrán vida en ellos (v. 53), vivirán por el Señor
(v. 57) y vivirán para siempre (v. 51. 58.). Sólo un loco podría aceptar una
aplicación tan disparatada. Entonces, una identificación simbólica de las
afirmaciones comer y beber carne y sangre, tal y como aparecen en Jn 6, es
imposible.
6. Otro hallazgo que me señaló una interpretación
literal de Jn 6, fue el cambio de verbo ocurrido en el versículo 54. Hasta el
v. 53 el Señor habla de comérselo, y para ello Juan utiliza el verbo fagéin (afagon,
fáge, fagete), que es la palabra más común para designar el acto de comer,
como consumir o ingerir alimentos. Ustedes saben que el nuevo testamento se
escribió en griego koiné, y que se trata de una lengua muerta que no guarda c
orrespondencia exacta con los idiomas que han bebido de él, como el español,
por ejemplo. Pues lo que pasa aquí es que no hay un conseguimiento preciso de
este cambio de conceptos, y por eso no aparece dicho cambio en nuestras
versiones modernas. Sin embargo, se da un cambio significativo.
Verán:
Fue en el instante más neurálgico de la discusión,
cuando lo judíos lo impugnaban ?¡por última vez en el capítulo!? preguntándose
“¿cómo puede éste darnos a comer su carne?, que El Jefe cambia la palabra
comer, de fagéin y sus derivados, a trógon (ho trógon mou tén sarka), lo cual
implica una matización mucho más radical aún que señala indudablemente un
sentido literal franco e indefectible. No me quedó más remedio que reconocer
la verdad que tenía de frente: Ahora, en este preciso momento de incredulidad
y de minusvalía de parte de los judíos hacia Jesús, este se atreve a cambiar,
de comer o ingerir su carne, a morder, mordisquear, mascar, mascullar, roer;
denota un proceso lento de carcomer, supone un énfasis perentorio en el acto
de comer, como si se estuviera avanzando conscientemente en la ingestión
inflexible de un alimento.
Busqué si se repetía el término en este evangelio y lo
encontré en 13, 18, una vez más, en contexto eucarístico, mientras se
efectuaba la última cena de Jesús con sus discípulos.
Supe que me estaba metiendo en un problema. La
Eucaristía como símbolo no tenía fundamento en Jn 6.
7. Y se me hizo patente cuando me aferré a cierta idea
de los partidarios de la interpretación simbólica de Jn 6. Me sentí tan
ridículo cuando descubrí la idiotez de esa posibilidad simbólica de cierto
versículo del capítulo 6 de San Juan.
¿Y cuál era el argumento que presentaba a la
Eucaristía como símbolo en jn 6? Pues el versículo 63: “El espíritu es el que
da vida; la carne no sirve de nada”.
Desconcertante, ¿ah? ¿Con que el Señor a estado
diciendo que su carne y su sangre son para vida ete rna y comunión con el
Padre y con él, y ahora se contradice para significar que su “carne no sirve
de nada”?Es insólito hasta dónde son capaces de llegar algunos para defender
lo indefendible, porque cuando empecé a auscultar la opinión de algunos
colegas ministros me respondían con el argumento de Zwinglio, ese de que Jesús
se contradecía para decir que la carne que padecerá por nosotros y por la cual
seremos alimentados para vida eterna, no vale nada, es nada, como basura,
igualito que los gnósticos. Entonces aquella herejía era la verdad, si es que
son consecuentes en su interpretación y continúan con la misma apreciación de
la frase “El espíritu es el que da vida”. Esto sería incluso un intento atroz
de preferir una noción heterodoxa y por lo tanto dañina, con tal de menguar un
principio de literalidad como sentido correcto de un texto bíblico por el
simple hecho de que no me conviene, o porque se supone que los católicos
siempre estén mal.
Ya me había metido bastante con el evangelio de Juan y
sabía a qué se refería el Señor en el versículo 63.
Las palabras en cuestión se refieren a uno de dos
sentidos por los cuales Juan usa sarx (carne): como sinónimo de mentalidad o
actitud carnal, como una mente dominada por las cosas materiales, que juzga
según los sentidos (cf., 8, 15) ?esos sentidos que esbozábamos como lo
concluyente en materia de la presencia real y la Eucaristía?, que se aferra a
lo natural y por lo tanto no descubre la verdad espiritual que determina los
asuntos divinos. Por eso, lo que se devela aquí es más bien otra prueba de la
noción literal de presencia real, y así lo remacha sin duda el final del
versículo 63: “Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida.” O sea,
las palabras del Señor con relación al pan de vida expresan una realidad
divina que sólo el Espíritu es capaz de hacernos comprender y que por lo mismo
es brote de vida eterna para los creyentes (cf., Jn 1, 33; 14, 26).
Tuve que reconoce r que este acontecimiento que ha
celebrado la Iglesia Católica por 2,000 años, con tanta fe y a un costo tan
alto, supone una poderosa presencia especial de Dios. Una presencia que tiene
que producir una excelente oportunidad de conversión. Esta oportunidad que
provee Dios en la Eucaristía se constituyó para mí en una fuente
reconciliación y de liberación también.
Y de esta manera tuve que actuar de acuerdo a mi
conciencia, convencido y poseído de esta gran verdad de la Iglesia del Señor:
una, santa, católica y apostólica. No me quedó más remedio. Tuve que renunciar
a mi ministerio. Sufrí mucho.
Otras cuestiones
Otros temas con los cuales tuve que lidiar fueron: la
excelencia de la Virgen María y la importancia de su rol en la historia de la
salvación, el culto a Santa María y a los santos, el primado de san Pedro y la
institución del papado, el bautismo de infantes y el sacramento de la
Confesión. Siempre, sin excepción, encontré una respues ta contundente a favor
de la Iglesia Católica Romana.
Aunque tengo que reconocer que no siempre descubrí la
Verdad católica por iniciativa mía, sino sin quererlo; de hecho, por mucho
tiempo me resistí, pues no quería hacerme católico.
Hasta que me encontré retando al Señor sometiéndome,
por ejemplo, al sacramento de la Reconciliación (Confesión), y predicando en
mi iglesia pentecostal, y en otras que me invitaban como evangelista, sobre la
Virgen María, y negándome a rebautizar al modo protestante, y enseñando la
versión católica de la teología a nuestros seminaristas evangélicos, y un
largo etcétera.
Un alto costo
Sobre los inconvenientes y las crisis vocacionales,
familiares y económicas sólo las platico con las comunidades que nos invitan.
Pero no debe ser difícil para nadie imaginar lo mucho que tuvimos que sufrir.
Y aquí me encuentro ahora, en la Iglesia de
Jesucristo. Yo hubiera preferido otro método, pero el Señ or lo dispuso así.
Hay cosas que nunca comprenderé del todo. ¿Por qué señaló a Pedro como el
primero? Juan era mejor. ¿Por qué escogió a Judas Iscariote como tesorero? De
seguro Mateo le hubiese resultado mejor, pues había sido CPA del Imperio
(publicano). ¿Por qué no hizo que la Biblia fuese suficiente? ¿Por qué no se
limitó a poner sólo gente santa, perfecta, casta y pura en Iglesia Católica
para hacerme el trago menos amargo? ¿Por qué permitió que yo sufriera la
afrenta y el escarnio público por hacerme católico, si pudo haberme hecho
nacer en esta Iglesia y ahorrarme problemas? Total, lo que él quería conmigo
lo pudo haber realizado comoquiera.
Sólo se me ocurre una explicación para todo esto:
¡ÉL ES EL SEÑOR!