¿Son todos los que
están?
Fuente: es.catholic.net (26-3-2004)
Autor: P. Clemente González
El peligro de las divisiones en la Iglesia
Entre los más de mil millones de católicos se dan muchas actitudes, muchos modos
de vivir y de pensar. Sin ser exhaustivos, los podemos clasificar en tres
grandes grupos.
El primero corresponde a aquellas personas que están llegando a la conclusión de
que la Iglesia católica no contiene la verdad que ellos buscan. Algunos piensan
así después de experiencias negativas, o por lecturas que han realizado, o como
resultado de un camino intelectual más o menos complejo. Por lo mismo, es muy
probable que un día decidan dejar la Iglesia, abandonarla para unirse a otros
grupos cristianos o para seguir otros caminos espirituales, a no ser que
solucionen sus dudas y problemas con la ayuda de la gracia y de los demás
católicos que viven a su lado. Su decisión nos duele, pero quienes obran con
buena intención merecen nuestro respeto y la mano tendida: quizá algún día
regresarán a casa, podremos abrazarlos como a hermanos en la fe católica.
El segundo grupo es el de esa inmensa mayoría de hombres y mujeres, ancianos y
niños, jóvenes y adultos, sanos y enfermos, ricos y pobres, laicos, religiosos o
sacerdotes, que formamos el Pueblo de Dios. En este segundo grupo podemos
encontrar una cantidad enorme de actitudes y comportamientos. Desde santos como
Madre Teresa de Calcuta, Francisco de Asís y Maximiliano Kolbe, hasta pecadores
como muchos de nosotros (para no señalar a otros). Unos y otros miramos a
Cristo, queremos serle fiel, obedecemos a los Obispos y al Papa, recurrimos a
los sacramentos, nos emocionamos al ver ejemplos de caridad y nos esforzamos por
seguir esos ejemplos, y buscamos maneras de vivir el Evangelio tal y como nos lo
presenta y explica el Magisterio. Muchas veces tenemos que pedir perdón, con
humildad, por tantos pecados, pero encontramos siempre ese consuelo que Dios da
a los hijos pródigos que no dejan de ser hijos aunque a veces se alejen de la
casa del Padre. Basta un poco de arrepentimiento para volver a sentir los brazos
abiertos y la comprensión y el respeto de quien acepta la misma fe y quiere ser
fiel a la misma caridad cristiana.
Existe un tercer grupo. Se trata de algunos bautizados que poco a poco se han
separado de la fe, de la doctrina, de la disciplina de la Iglesia. De hombres y
mujeres que han abandonado elementos centrales de nuestro credo, o aspectos
importantes de la Liturgia, o ese sentido de cariño hacia el Papa y los Obispos
que debe caracterizar a todo bautizado, o puntos centrales de la moral
cristiana. Pero, a pesar de haber llegado a este triste resultado, no abandonan
la Iglesia como lo hacen los del primer grupo, sino que, desde dentro, quieren
cambiarla, acomodarla al espíritu del mundo. Lo único que logran es apartar a
los cristianos y a las comunidades de la recta doctrina y de la comunión con los
pastores. Algunos, con mayor o menor buena voluntad, se mantienen en sus errores
sin abrirse con sencillez a la verdad católica para solucionar sus dudas y
reencontrar el sentido de su fe. No nos fijamos en estos, sino en quienes dicen
“estar” y “ser” católicos cuando tienen clara conciencia de ir contra elementos
fundamentales del credo católico y de la caridad eclesial. “Están”, sí, dentro
de la comunidad, pero no “son” realmente católicos.
Es triste perder la fe, como ocurre en el primer grupo. Es hermoso conservarla y
poder ser parte del segundo grupo, a pesar de malos momentos y de caídas más o
menos graves. Pero es profundamente doloroso llamarse católico y luego
confundir, engañar, herir a otros hermanos con la mentira, la crítica
irresponsable, la calumnia sistemática, el recurso a libros y autores no
cristianos, la promoción de ideas teológicas equivocadas.
Lo más honesto sería resolver las propias dudas de fe en el respeto de la
Revelación contenida en la Escritura y en la Tradición, de las enseñanzas del
Papa y de los Obispos, de la doctrina del Concilio Vaticano II. Pero haber
perdido la fe en puntos esenciales y seguir con la máscara de ser católico para
dañar y dividir es crear en la Iglesia un verdadero cisma.
¿Cómo reconocer a quienes están sin ser? ¿Cuáles son las señales de su “mal
espíritu”? Intentemos señalar algunos aspectos o pistas que nos pueden ayudar a
identificarlos. Queda claro que siempre hemos de mantener el respeto a las
personas. Quizá alguno actúa de buena fe, quizá otro vive en un error
invencible. Pero no podemos dejar que destruyan la fe, la esperanza y la caridad
que Cristo ha dejado en su Iglesia.
Una primera señal para descubrir el mal espíritu radica precisamente en
actitudes de indiferencia, silencio culpable, oposición sincera y contestación
sistemática al Magisterio, especialmente al que viene del Sucesor de Pedro, del
Vicario de Cristo. Ante cartas encíclicas como la Veritatis splendor, la
Evangelium vitae o la Ecclesia de Eucaristía, se toman actitudes
de hostilidad, se ofrecen comentarios con críticas más o menos manifiestas, o se
dejan a un lado como documentos “de los de Roma”.
Una segunda señal consiste en el recurso a doctrinas teológicas claramente
contrarias a la fe, a la Tradición, a la Escritura. Se divulgan ideas de autores
confusos, incluso de algunos cuya doctrina ha sido condenada explícitamente por
el Magisterio. Se hacen opciones por ideas filosóficas incompatibles con la fe
cristiana, como pueden ser el marxismo materialista, el subjetivismo
individualístico o el hegelianismo. Se siguen interpretaciones exegéticas
contrarias a la Tradición, muchas veces llenas de confusión y de errores más o
menos graves, por no respetar el modo eclesial de acercarse al texto sagrado.
Una tercera señal consiste en la rebeldía disciplinar. Se crean grupos de
presión para ir contra un obispo “no deseado”, porque no piensa como piensan
ellos, o porque es “demasiado fiel” a Roma, o porque defiende, sin miedo, la
doctrina católica en temas como el aborto o la anticoncepción. Es triste
encontrar comunidades en las que algunos laicos y sacerdotes viven en esta
actitud de rebeldía y contestación, como si la Iglesia fuese una sociedad humana
en la que se actúa según la lógica de los grupos de presión y de mentiras que
caracterizan algunas luchas políticas. Hay quienes incluso inventan calumnias o
medias verdades contra quienes se mantienen fieles a la doctrina católica, y
usan hábilmente medios de comunicación social para propagar sus mentiras y para
confundir a los católicos de buena voluntad.
Una cuarta señal puede verse en el modo de celebrar los sacramentos. Es cierto
que el Concilio Vaticano II ha dado pautas de actualización y renovación
litúrgica. Pero eso no significa que cada uno pueda hacer lo que quiera sin
depender del obispo y de la Santa Sede. Existen numerosas pistas y criterios que
nos ayudan a vivir la unidad también en el modo de celebrar nuestra fe.
Apartarse de estas normas, sobre todo en aspectos esenciales, o dejar de lado el
culto eucarístico, bellamente defendido de nuevo en la encíclica Ecclesia de
Eucharistia, o confundir a los fieles acerca del modo de celebrar el sacramento
de la confesión con absoluciones colectivas fuera de los casos previstos por el
Derecho Canónico, son señales de que ha entrado el mal espíritu, de que alguien
“está dentro” con el corazón fuera.
Una quinta señal es el recurso exagerado a técnicas de pseudomeditación o de
autocontrol psicológico que no siempre armonizan de modo adecuado con la
ascética y la mística cristiana. A veces se recurre a métodos orientales o a
prácticas nacidas en los grupos del New Age sin ningún sentido crítico, como si
todo fuese igual o como si uno pudiese hacer compatible la doctrina sobre la
gracia y el pecado con algunos presupuestos filosóficos presentes, por ejemplo,
en el enneagramma (cf. el
siguiente estudio) una técnica que se difunde cada vez más entre
algunas comunidades católicas, incluso entre religiosos. Sobre este punto,
tenemos dos documentos interesantes que pueden ayudar a un correcto
discernimiento: Carta a los obispos de la Iglesia Católica sobre algunos
aspectos de la meditación cristiana (ver
documento); y Jesucristo portador del agua de la vida. Una reflexión
cristiana sobre la “Nueva Era” (ver
documento).
Una sexta señal, que ya ha sido insinuada en los otros puntos, es la falta de
caridad. Si una persona se autodeclara católica y defiende doctrinas que
implican violencia, odio de clases, o, incluso, promueve abiertamente el
desprecio hacia la mujer, el racismo, el aborto y la eutanasia, ¿puede ser
considerado un católico de verdad? Otros grupos se dedican a la mentira
sistemática, a la división entre comunidades, a la promoción del choque y del
rencor entre los hermanos. ¿Cómo podemos decir que es verdadero católico quien
inventa, manipula, calumnia a otros laicos, religiosos, sacerdotes u obispos
porque piensan de modo distinto a su propia ideología, a su mentalidad muchas
veces anticristiana, si no antihumana, como en grupos que se dicen católicos y
defienden el “derecho” al aborto?
Hemos esbozado algunas señales que nos permiten identificar a quienes “están”
sin “ser”. Hay, desde luego, otros aspectos, pero no podemos recogerlos todos.
Lo importante es ver el grado de sintonía, de amor, de sencillez, de humildad,
de abnegación, de obediencia sincera y cordial al Papa y a los Obispos. Donde
falta esto, donde reinan ideas personales o de grupo por encima de la “regla de
la fe”, donde se da más importancia a seguir a un autor o un método espiritual
que a la enseñanza litúrgica y dogmática del Magisterio, podemos estar seguros
de que existe el peligro de la división, de la herejía o del engaño propio de
los falsos hermanos.
Cristo rezó, al final de su vida, para que todos seamos uno (cf. Jn 17,20-26).
Unidad en la fe y el amor, unidad en la gracia y en los sacramentos, unidad en
la disciplina y en la ayuda mutua. Esa es la verdadera Iglesia de Cristo, la que
hace casi 2000 años nació de la Pascua y de Pentecostés. Esa es la Iglesia que
nos invita a todos a mirar a Cristo salvador y llegar, a través de Él, y desde
la unidad que nace del amor, al Padre en el Espíritu Santo.
Nos toca a cada uno defender el tesoro de esa unidad. Especialmente ante los
ataques de los falsos hermanos. No nos corresponde juzgar el grado de
culpabilidad de sus conductas. Hemos de respetarlos y pedir por ellos. Pero no
podemos permitir que engañen o arranquen del amor de Cristo a otros bautizados,
aunque se presenten como ángeles o como iluminados, porque sólo hay un evangelio
que salva (cf. Gál 1,8), y porque todos hemos sido invitados a reencontrar la
unidad del género humano cuando formemos un solo rebaño bajo un solo pastor (cf.
Jn 10,16).