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Mensaje
Sobre el sentido del pecado y la misericordia
El significado del pecado y el perdón de Dios
La Iglesia nos exhorta siempre a la conversión con las mismas palabras de
Jesús: «Conviértete y cree en el evangelio» (Mc 1,15), pues se acerca el
tiempo de celebrar el misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo.
El misterio de la redención de Cristo pone de relieve que el amor de Dios es
más fuerte que nuestro pecado. Y el sacramento de la reconciliación es uno de
esos momentos en los que, de modo más evidente, esta eficacia redentora de
Cristo se hace personal y actual en la vida de cada uno de nosotros.
Ofreceremos algunas reflexiones que les ayuden a tomar mayor conciencia del
amor de Dios en sus vidas y de la realidad del propio pecado; para, de este
modo, valorar y vivir mejor el sacramento de la penitencia.
Después de un período de crisis progresiva de este sacramento en la vida de
muchos cristianos, se ha registrado en los últimos años el fenómeno de una
mayor conciencia entre los fieles, y aun entre los mismos sacerdotes, de su
importancia y necesidad. Lo pudimos constatar en Roma durante la celebración
del jubileo del año 2000; de manera especial, en la jornada mundial de la
juventud, cuando el Circo Máximo se convirtió en un inmenso santuario de
reconciliación para decenas de miles de jóvenes.
Sin embargo, es frecuente encontrar en no pocos cristianos, una mentalidad un
tanto superficial en el modo de vivir este sacramento; y, en algunos casos,
una concepción deformada de su verdadero significado. Sin llegar al
escepticismo o a una postura de abierto rechazo, pueden darse diversas formas
de rutina o de indiferencia, postergando frecuentemente esta práctica
sacramental por respeto humano o pereza, e incluso abandonándola por períodos
más o menos largos. Estas manifestaciones se deben principalmente a la pérdida
del verdadero sentido del pecado y a la falta de experiencia personal del amor
y de la misericordia de Dios en la propia vida.
1. El verdadero sentido del pecado en nuestra vida.
El pecado no es solamente la trasgresión de un precepto divino o la cerrazón
ante los reclamos de la conciencia. Pecar es fallar al amor de Dios. El
pecado consiste en el rechazo del amor de Dios, en la ofensa a una persona que
nos ama. «Contra ti, contra ti sólo pequé; cometí la maldad que tú aborreces»
(Sal 51,6).
El pecado de desobediencia de los ángeles y de nuestros primeros padres nació
cuando empezaron a sospechar del amor de Dios. Fue entonces cuando la inocente
desnudez de un inicio se trocó en vergüenza y en temor de que Dios pudiese
descubrirles tal como eran; y el Creador, garante de su felicidad, comenzó a
ser desde ese momento su principal amenaza (cf. Gn 3,1-10). Todo pecado,
cualquiera que sea su género o calificación moral, es, en el fondo, un acto de
desobediencia y desconfianza de la bondad de Dios (cf. Catecismo, 397).
Entre los diversos pecados que podamos encontrar en nuestro pasado
descubriremos, como una constante, esa voluntad de preferirnos a nosotros
mismos en lugar de Dios; de construir nuestra vida sin Dios o al margen de Él;
de anteponer nuestros bienes e intereses personales a su voluntad; de ver y
juzgar las cosas según nuestros criterios egoístas, pero no según Dios (cf.
Catecismo,< 398;="" exhortación="" postsinodal=""
Reconciliación y Penitencia, 18). Sólo cuando se comprende el pecado en
su verdadero significado, se puede valorar y entender mejor el sentido y la
importancia que las normas y preceptos tienen en nuestra vida.
La ley de Dios no es una limitación de la libertad humana, sino una ayuda que
la protege y la hace posible, pues sólo quien camina en la verdad es
plenamente libre (cf. Jn 8,32). El cristiano, guiado por su razón iluminada
por la fe, descubre detrás de una determinada norma del decálogo o de una
disposición de la Iglesia, la expresi ón concreta de la voluntad de Dios
que, como buen Padre, busca lo mejor para sus hijos, aun a costa de muchas
lágrimas (cf. Hb 12,5-13). Cada una de las normas custodia una serie de
valores y de bienes profundamente humanos; en cada una resuena el eco de una
llamada de Dios a seguirle, se fija una señal que delimita el camino de la
felicidad y la realización del propio destino eterno. La vida moral del
cristiano no es, por tanto, la sumisión ciega a un conjunto de leyes, sino la
adhesión de la propia voluntad al querer de Dios, como respuesta personal de
amor a Él. «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos» (Jn 14,15).
De esta consideración se desprende la grave obligación moral de un trabajo
serio de comprensión y profundización en las verdades de la fe cristiana y en
sus exigencias morales, que sólo se logrará con el estudio, la reflexión y la
oración constantes. Sólo entonces se podrá repetir con el salmista: «Hazme
entender, para guardar tu ley y observa rla de todo corazón (...) y me
deleitaré en tus mandamientos, que amo mucho» (Sal 118,34.47). El amor,
pues, representa la motivación fundamental que simplifica toda «la ley y
los profetas» (cf. Mt 22,34-40), y la única fuerza que suaviza la carga y
hace dulce el yugo del seguimiento de Cristo (cf. Mt 11,30).
¡Qué poco nos duele a veces el pecado! ¡Con cuánta facilidad vendemos nuestra
primogenitura de hijos de Dios al primer postor que se cruza en nuestro
camino! ¿Creemos de verdad en la vida eterna? Nos duelen mucho las ofensas que
los demás nos hacen, pero nos importa muy poco el dolor que infligimos al
Corazón de Cristo con nuestro comportamiento. Cuidamos demasiado nuestra
imagen ante los hombres y olvidamos fácilmente esa otra imagen de Dios que
llevamos esculpida en nuestro ser. Buscamos salvar las apariencias, pero nos
esforzamos poco por salvar la propia alma y por construir nuestra vida ante
Aquel que nos examinará sobre el amor el día de nuestra muer te.
Lamentablemente para muchos el pecado no supone una gran desgracia ni un grave
problema, como podría serlo la pérdida de la posición social o un fracaso
económico.
La mentalidad del mundo materialista y hedonista se nos filtra, casi sin
darnos cuenta, y va cambiando poco a poco nuestra jerarquía de valores. Nos
preocupan mucho los problemas materiales -el hambre, la pobreza, las
injusticias sociales, la ecología y las especies de animales en extinción- y
con facilidad nos solidarizamos para remediarlos. Pero pocas veces prestamos
la misma atención y nos movilizamos para socorrer a los demás en sus problemas
espirituales y morales, que son la causa de la verdadera miseria del hombre.
El mundo ahoga nuestra sed de trascendencia en el horizonte de lo inmediato, y
nos impide percibir que «el amor de Dios vale más que la vida» (Sal
62,4). ¿Qué pasaría si Dios me llamara a su presencia en este momento: me
encontraría con el alma limpia y las manos llenas de buenas ob ras?
2. La experiencia del perdón y del amor misericordioso de Dios.
Contemplar el rostro misericordioso de Cristo.
Contemplar el rostro de Cristo: ésta es la consigna que el Santo Padre Juan
Pablo II nos ha dejado en su carta apostólica Novo Millennio Inuente (cf.
nn. 16-28). Fijar la mirada en su rostro significa dejarse cautivar por la
belleza irresistible de su amor y de su misericordia.
Contemplemos a Cristo, Buen Samaritano, que se agacha hasta el abismo de
nuestra miseria para levantarnos de nuestro pecado, que limpia y venda
nuestras heridas, que se dona totalmente sin pedirnos nada a cambio (cf. Lc
10,29-37). Cristo, que espera con paciencia nuestro regreso a casa, cuando nos
alejamos azotados por las tormentas de la adolescencia y juventud o instigados
por el aguijón del mundo y de la carne; y que nos abraza, nos llena de besos y
hace fiesta por nosotros, porque estábamos perdidos y hemos vuel to a la vida
(cf. Lc 15,11-32). Cristo, el único inocente, que no nos condena ni arroja
contra nosotros la piedra de su justicia (cf. Jn 8,1-11). Cristo, que vuelve a
mirarnos con amor, como el primer día de nuestra llamada, y que sigue
confiando en cada uno de nosotros, a pesar de que el canto del gallo haya
anunciado muchas veces nuestra traición (cf. Mc 14,66-72; Jn 21,15-19). Es
maravilloso, es emocionante contemplar este amor y misericordia de Dios sobre
cada uno de nosotros; su sola experiencia es suficiente para cambiar nuestra
vida para siempre. El amor de Dios nos confunde. Nos cuesta pensar que Dios
pueda amarnos sin límites y para siempre; que su perdón nos llegue puro y
fresco, aunque sí sepamos lo que hacemos; que nos siga perdonando, incluso si
nosotros no perdonamos a los que nos ofenden. Él no nos trata como merecemos;
su amor no es como el nuestro, limitado, voluble, interesado. Él perdona todo
y para siempre. Él nos conoce perfectamente y, aunque cometamos el peor d e
los pecados, nunca se avergonzará de nosotros. Así es Dios: «Aunque
pequemos, tuyos somos, porque conocemos tu poder» (Sab 15,2). Incluso en
el pecado seguimos siendo sus hijos y podemos acudir a Él como Padre.
Sólo quien ha contemplado y meditado, quien ha experimentado personalmente
este amor y misericordia de Dios es capaz de vivir en permanente paz, de
levantarse siempre sin desalentarse, de tratar a los demás con el mismo amor,
la misma comprensión y paciencia con la que Dios le ha tratado.
No nos engañemos, sólo quien vive reconciliado con Dios puede reconciliarse,
también, consigo mismo y con los demás. Y para el cristiano el sacramento del
perdón «es el camino ordinario para obtener el perdón y la remisión de sus
pecados graves cometidos después del Bautismo» (Reconciliación y
Penitencia, 31).
Necesidad de la mediación de la Iglesia.
Al igual que al leproso del evangelio, también Cristo nos pi de la mediación
humana y eclesial en nuestro camino de conversión y de purificación interior:
«Vete, muéstrate al sacerdote y haz por tu purificación la ofrenda que
prescribió Moisés para que les sirva de testimonio» (Mc 1,40-45). Tenemos
necesidad de escuchar de labios de una persona autorizada las palabras de
Cristo: «Vete, y en adelante no peques más» (Jn 8,11), «tus pecados
te son perdonados» (Mc 2,5).
Nadie puede ser al mismo tiempo juez, testigo y acusado en su misma causa.
Nadie puede absolverse a sí mismo y descansar en la paz sincera. La estructura
sacramental responde también a esta necesidad humana de la que hacemos
experiencia todos los días. A este respecto, qué realismo adquieren las
palabras que el sacerdote pronuncia en el momento de la absolución: «Dios,
Padre de misericordia, que ha reconciliado consigo al mundo por la muerte y
resurrección de su Hijo, y ha infundido el Espíritu Santo para la remisión de
los pecados, te conceda, m ediante el ministerio de la Iglesia el perdón y la
paz». Es en este preciso momento, cuando el perdón de Dios borra realmente
nuestro pecado, que deja de existir para Él. Sólo entonces brota en nuestro
corazón la verdadera paz, que el mundo no pueda dar porque no le pertenece, al
no conocer al Señor de la paz (cf. Jn 14,27).
La paz interior fruto del perdón.
La paz que nace del perdón sacramental es fuente de serenidad y equilibrio
incluso emocional y psicológico. ¡Cuántas personas he encontrado en mi camino
que, como la mujer hemorroísa del evangelio (cf. Mc 5,25-34), han consumido su
fortuna, lo mejor de su tiempo y de sus energías, buscando en las estrellas la
respuesta a sus problemas, o recurriendo a sofisticadas técnicas médicas o de
introspección psicológica que, bajo una apariencia científica, han explotado
la debilidad de esas personas, dejándolas más vacías y destrozadas que al
inicio! No mediando un caso patológico o un probl ema estructural de
personalidad, la verdad de nosotros mismos y la solución a nuestros problemas
la encontraremos únicamente en la fuerza curativa que emana de Cristo, cuando
se le «toca» con la fe y el amor.
La psicología y las ciencias humanas pueden apoyar o acompañar este proceso de
conversión interior, sobre todo ante problemas especialmente complejos o ante
casos de personalidades frágiles, pero nunca podrán sustituir ni mucho menos
pretender dar una respuesta a aquello que únicamente se puede solucionar con
el poder de Dios, pues sólo Él puede perdonar los pecados (cf. Mc 2,6-12).
No duden del perdón infinito de Dios. Dejen que Él transforme sus vidas, que
su amor y misericordia sea el objeto permanente de su contemplación y de su
diálogo con Él. No se cansen de pedir todos los días la gracia sublime del
conocimiento y de la experiencia personal de este amor. Cultiven en su corazón
la memoria de la infinita misericordia de Dios frente a sus faltas y pec ados;
se darán cuenta de que habrá siempre más motivos para agradecer que para pedir
perdón.