Sobre el Amor y la Muerte
Reflexión en el día de Conmemoración de los Fieles Difuntos

Por Enrique Bonete Perales*

SALAMANCA, martes 2 de noviembre de 2010 (ZENIT.org).- A nadie se le escapa un dato antropológico básico: las personas vivimos para amar y ser amadas. Los humanos podríamos ser definidos como aquellos seres que no pueden prescindir del amor en ninguna etapa de la existencia. Mi vida –y la de cualquiera- en su mayor hondura consiste en desarrollar tal condición amorosa. Uno de los rasgos más relevantes de lo que significa ser persona se encuentra en la capacidad de amar. Desarrollamos nuestra existencia viviendo con otros y adquiriendo la propia identidad del yo en relación íntima con los demás. Llegar a ser persona es imposible sin amar y ser amado. Pero, el amor ¿qué es? En su núcleo implica necesitar radicalmente a alguien. Y la muerte, ¿qué consigue? Arrebatarnos con brusquedad el contacto físico con los seres amados. Mas, ¿es el morir, nuestra esencial finitud, el final del amor? No, en absoluto.

En primer lugar, porque la misma muerte, al provocar la ruptura del afecto con gran sufrimiento para los que permanecen vivos, nos está “enseñando” –si cabe hablar así- que lo principal y más valioso de la existencia humana es la relación interpersonal, la experiencia del amor, considerar al otro portador de dignidad intrínseca. De ahí que la soledad venga a ser el núcleo del impacto que produce en los vivos la desaparición del ser querido. La muerte, al ser el mayor enemigo del amor, al “matar” al otro, me transmite, aunque con dolor, cuál ha sido, es y será el sentido de mi global existencia: amar y ser amado. Y, aunque resulte un tanto extraño, en esto consiste lo que podría denominarse “valor educativo” del morir. Por ello, no es raro que la muerte sea percibida, en un primer momento, como la manifestación más clara del absurdo de la vida: destruye físicamente el amor entre las personas, origen de toda humana felicidad.

En segundo lugar, se puede constatar que la experiencia de amor se madura y perfecciona no sólo durante el proceso de morir del ser querido, sino incluso tras la separación definitiva que la muerte ocasiona. Lo cual puede constituir un foco de meditación que fomenta, de modo indirecto, serenidad de espíritu. Cuando muere el ser querido, el “amor físico”, la comunión corporal, no son ya posibles; sin embargo, se alcanza una nueva dimensión y experiencia humana inusitada: el “amor espiritual”. Éste, aunque penoso en no pocas ocasiones, expresa una fuerza psíquica y moral de plenitud. El morir no apaga el fuego del amor, sino que lo acrecienta, regenera y culmina.

En tercer lugar, el fallecimiento del ser querido puede abrir el corazón humano a la esperanza razonable de una pervivencia allende la muerte. Tiene sentido afirmar que definir a Dios como Amor implica sostener que las personas, en tanto que amadas por Dios, tal como la tradición cristiana sostiene, no serán destruidas por el poder corrosivo de la muerte. Nos resulta intolerable, como reacción emotiva e incluso racional, que dejen de existir para siempre las personas que hemos amado (también que deje de existir “yo” en cuanto amado por otros). Si inaceptable es la aniquilación total de los seres queridos, igualmente resulta impensable la desaparición absoluta de mi ser. Señalar, desde un punto de vista antropológico, que en la experiencia del amor interpersonal se encuentra la raíz del anhelo de inmortalidad, equivale a afirmar, en el plano teológico, una concepción de Dios como “ser amante”, como garante fiel de que la tumba no será la última etapa del destino humano, el vacío infinito de la nada, ni la torturante frustración de quienes vivamente se amaron… Miremos de frente, pues, nuestro ineludible morir, perenne amenaza, con la certeza revelada en el Cantar de los Cantares de que “el amor es más fuerte que la muerte”…

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*Enrique Bonete Perales es catedrático de Filosofía Moral en la Universidad de Salamanca (España)