Santo Tomás y Maquiavelo
Josep Miró i Ardèvol
El concepto del derecho en las relaciones
internacionales y su aplicación al conflicto de la guerra es otra aportación
clave del Cristianismo. Y me refiero a la guerra porque es el punto culminante
de ruptura de la relación humana colectiva, dado que se trata de la
justificación de la muerte masiva provocada de manera organizada y dirigida
por la búsqueda de la mayor eficacia posible. El cristianismo contempla la
guerra en el marco de muchas limitaciones, lo que propició en el pasado la
intervención arbitral de la Iglesia en los conflictos bélicos. En el periodo
de mayor hegemonía cristiana, la guerra es sobre todo una práctica limitada a
los militares, y son ellos quienes sufren generalmente los principales daños
directos, y no la población civil. Ésta no es la circunstancia común en el
paganismo, donde los civiles son exterminados y, sobre todo, reducidos a la
condición de esclavos.
En la época moderna, la esclavitud ha desaparecido
excepto en los regímenes totalitarios, nazi y comunista, donde los perdedores
poseen un estatus idéntico o semejante a aquellos. Al mismo tiempo, se ha
multiplicado la agresión a la población civil transformada en objetivo
militar. Fue sobre todo en la II Guerra Mundial cuando se generalizó esta
práctica, que alcanza su paroxismo en el terrorismo, cuando los ciudadanos
pasan a ser el objetivo prioritario. El origen de esta terrible factura, que
convierte en mucho peor algo que ya es malo de por sí, tiene una datación
exacta: la de la Revolución Francesa y la guerra de exterminio contra los
campesinos de la Vendée que se alzaron contra ella. La misión no fue
triunfar militarmente sobre ellos, sino exterminarlos, matando masivamente a
mujeres y niños. Así empieza la lógica del primer genocidio. Es también la
misma fecha en la que la Revolución transforma al ejército profesional en otro
modelo basado en leva obligatoria. El genocidio como arma política y el
servicio militar obligatorio son dos de las aportaciones de la Ilustración.
En la concepción de Santo
Tomás de Aquino la guerra necesita de tres condiciones para ser considerada
justa. En primer lugar, la
autoridad de un soberano bajo cuyo mando se desarrolla; en otras palabras, la
autoridad pública de un poder reconocido. No son justas en este sentido las
llamadas “guerras secretas” que tan al orden del día están. En segundo lugar,
los atacados deben ser merecedores de tal agresión por haber cometido alguna
falta grave, y la acción está dirigida a “enmendar los daños que sus súbditos
han cometido, o a restituir lo injustamente arrebatado”. Esto suprime otro
tipo de guerra de nuestro tiempo, la denominada “preventiva”. Finalmente,
es necesario que los beligerantes tengan una intención justa, de manera que
procuren el bien y la evitación del mal. Éste sería el caso de la
intervención americana en ayuda del Reino Unido para combatir a Hitler. El
Aquinate añade: “Puede ocurrir que una guerra sea declarada por la autoridad
legítima y con causa justa; sin embargo, es ilícita si sus intenciones son
perversas”. “La pasión de causar daño, la cruel sed de venganza, y el espíritu
implacable y violento, la fiebre de la revolución, el ansia de poder y cosas
semejantes son justamente condenables en la guerra.”
Esta tradición se desarrolla y tiene en el
dominico Francisco de Vitoria, el constructor de los fundamentos del derecho
internacional, un continuador de la concepción de la guerra justa. Nuestro
fraile lo resume así:
Primera norma: si un príncipe tiene autoridad para
hacer la guerra no debe buscar ocasiones y motivos, sino siempre que sea
posible vivir en paz tal como San Pablo nos pide.
Segunda norma: cuando estalla una guerra por una
causa justa, ésta no debe arruinar al pueblo contra el que va dirigida, sino
librarse sólo con el propósito de obtener los propios derechos y defender el
país para que de ello resulten la paz y la seguridad futuras.
Tercera norma: una vez alcanzada la victoria debe
utilizarse con moderación y humildad cristiana; el vencedor ha de comprender
que está sentado como juez entre dos estados, el que ha sido dañado y el que
ha ocasionado el daño. En calidad de juez y no de acusador emitirá el juicio,
merced al cual el estado dañado pueda obtener satisfacción, evitando en lo
posible la calamidad e infortunio del estado ofensor, siendo los ofensores
individuales castigados dentro de la ley.
En una línea equivalente el filósofo y jurista
católico, el jesuita Francisco Suárez, estableció que la guerra ha de ser
librada por un poder legítimo, por una causa justa y correcta. Asimismo, han
de emplearse métodos justos desde el inicio hasta la victoria.
La Iglesia no propugna el
pacifismo, sino la paz, que no es lo mismo.
Entiende que hay guerras que pueden y deben hacerse, pero sólo siempre y
cuando se ajusten a determinadas condiciones. Esta concepción contrasta con la
de uno de los más celebrados tratadistas políticos, al menos de los más
citados como precursor de la modernidad. Se trata de Maquiavelo y de su obra,
El príncipe. Este escritor italiano vive en la misma centuria que
Francisco de Vitoria, pero su enfoque es radicalmente distinto, porque es
ajeno al cuerpo doctrinal cristiano. Maquiavelo sostiene que el príncipe, el
Estado, no puede ser juzgado por nadie, ni debe rendir cuentas de su
actuación; pertenece a una categoría distinta y superior a la de los seres
humanos y sus familias. La moral no reza por él porque él crea su propia
moral: es lo que después se ha establecido como razón de Estado. “La
eliminación de 5.000 hombres -escribe el italiano- no es más inquietante que
la eliminación de cualquiera de las figuritas de papel del tablero (de
ajedrez)”. Ésa es otra concepción del conflicto bélico que desprecia los
'remilgos' del planteamiento cristiano.
Desde nuestra sensibilidad actual podemos
sentirnos mucho más cerca de los planteamientos de los tomistas cristianos que
del moderno Maquiavelo, pero en una más de las grandes contradicciones de
nuestro tiempo, la notoriedad, el famoseo, hoy se lo lleva Maquiavelo y no
Tomás de Aquino, Vitoria y Suárez.
Hegel desarrollaría muchos años después, y de una
forma más completa, esa concepción superior del Estado, que penetraría a
derecha (Rosenkranz, Erdmann, Michelet, Fischer) e izquierda, con Marx como
personaje más destacado, en el núcleo central de las ideas políticas que
imperarían sobre todo a partir del siglo XIX. Desde la justificación del
Estado prusiano al comunista, y la reducción de la condición humana a un
sujeto que sólo tiene sentido en el marco y en el servicio a este Estado, es
el corolario de una visión que se aleja de los presupuestos básicos del
Cristianismo.
Este sucinto apunte nos sitúa
ante una interpelación: ¿quién expresa mejor el respeto a la dignidad humana,
la filosofía y el derecho cristiano, o la modernidad avant la lettre de
Maquiavelo y los grandes filósofos del siglo XX como Marx?
Josep Miró i Ardèvol, presidente de E-Cristians
y miembro del Consejo Pontificio para los Laicos