Resentimiento

Nos hemos detenido hablando sobre el resentimiento por dos razones: primera, porque es una plaga que hace mucho daño a muchas personas; segunda, porque el camino de victoria sobre el resentimiento ilustra muy bien cómo se entrelazan el conocimiento de uno mismo y la sanación. Sobre esto último hay que abundar un poco ahora.

El resentimiento, según hemos mostrado, es una especie de trampa que uno construye para sí mismo. Implica un engaño o por lo menos la obstinación en quedarse anclado en un momento ya pasado para sostenerlo como la única verdad o como el único criterio para juzgar a alguien. En este sentido es una negación de la verdad.

Esto también quiere decir que en la medida en que una persona se dispone para recoger nuevas evidencias y adopta una postura más sosegada y como exterior al sentimiento que ha estado cultivando, muy probablemente empezará a experimentar que el resentimiento tiene menos y menos poder en él.

El resentimiento disminuye cuando descubro los condicionamientos de la persona que he considerado siempre como culpable. Antonio sólo tiene malos recuerdos de su padre, llamado José. Lo ve como alguien que apenas se ocupó de la familia, que se limitó a proveer lo económico y que mantuvo una actitud agria, distante y autoritaria. Un día descubre que José no tuvo papá. Se educó prácticamente en la calle y cada centavo tuvo que disputarlo en riña contra las injusticias que conoció en la infancia y juventud. Esto no absuelve a José pero abre una ventana para entender todo lo sucedido de otra manera.

Notemos que la declaración de alguien como "culpable," no en el fuero de las leyes civiles sino en lo hondo de nuestro corazón, supone que ya conozco todo lo que tenía que conocer sobre el acusado. Uno no pronuncia esa sentencia del corazón sino cuando ya considera que el caso está completo y puede ser cerrado con un drástico veredicto. Aquí se aplica bien lo que nos dijo Cristo de no juzgar. Parece imposible, porque uno ve que mucha gente hace cosas que son reprobables, pero no es a eso a lo que se refiere él. El "juicio" del que nos habla es esa condena del corazón que ya renuncia a saber más de alguien y lo encierra en un saco que dice "culpable." Cuando uno, en cambio, sabe que no sabe todo lo que necesitaría saber para dar esa sanción entonces ya no pronuncia sentencia sino que se detiene un paso antes y aguarda.

Por eso dice Cristo: "No juzguéis para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con que juzguéis, seréis juzgados; y con la medida con que midáis, se os medirá" (Mateo 7,1-2). Este "juzgar" implica atribuirse una prerrogativa divina, que es disponer del destino o desenlace de la vida de alguien. Si hago a Dios a mi tamaño ese ya no es Dios. Y si me quedo sin Dios el condenado soy yo. Es así de sencillo.

Mucha gente cree que lo de no juzgar es una especie de esfuerzo sobrehumano por el que uno se niega a ver que alguien está obrando mal o se niega a reconocer que otro hizo mucho daño. Este "no juzgar" equivaldría a "hacer de cuenta" que la persona no es lo que vemos que sí es. En realidad, el acto de no juzgar es simplemente el acto de reconocer mi ignorancia sobre las condiciones en que la otra persona ha obrado. Es verdad que veo la maldad de lo que hizo pero cómo llegó ahí y qué grado de culpa real tiene es algo que no puedo establecer completamente; por eso doy un paso atrás y dejo a Dios lo demás.

Así llegamos a entender las palabras del apóstol san Pablo: "Si es posible, en cuanto de vosotros dependa, estad en paz con todos los hombres. Amados, nunca os venguéis vosotros mismos, sino dad lugar a la ira de Dios, porque escrito está: mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor. Pero si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; y si tiene sed, dale de beber, porque haciendo esto, carbones encendidos amontonarás sobre su cabeza. No seas vencido por el mal, sino vence con el bien el mal" (Romanos 12,18-21).

El perdón no es un favor que le hacemos al que nos hizo daño sino un acto de liberación con el que renunciamos a quedar presos del mal que una vez nos hicieron. Leí un proverbio chino alguna vez: "Tu enemigo tu hirió una vez; tus recuerdos, mil veces." El acto firme de "dejar en manos de Dios" es, a la vez, la sensatez de admitir que no lo conozco todo y la libertad para ir más allá de las condiciones que un mal momento quiere imponerme.

La clave está en tener el valor de preguntar qué desconozco del caso que me duele tanto. Al hacer esa pregunta abro caminos insospechados de comprensión de la otra persona y también de conocimiento de mí mismo.