¿QUE SIGNIFICA
PARA
NOSOTROS
LA
RESURRECCIÓN DE
JESUCRISTO?

Autor Antonio Orozco
Arvo.net, 8.04.2012

 

Resumen

El misterio central de la fe cristiana

El «problema» nuestro de la resurrección:

la mayor «mutación», el salto más decisivo de la Historia.

Descendió a los infiernos

Luz en la oscuridad de la muerte

¿Qué novedad ha traído Cristo?

El amor más fuerte que el odio y la muerte

Un salto cualitativo en la historia de la «evolución» y de la vida

LA NUEVA VIDA EN EL CRISTIANO.

Fe y bautismo

La experiencia de Pablo: «yo, pero ya no yo»

«La fórmula de la resurrección en el tiempo»

Su resurrección es nuestra resurrección En el cielo y en la tierra a la vez 

 

Al hilo del magisterio del papa Benedicto XVI, tratamos de reunir algunos de los temas que suscita el hecho de la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. Lo que es el hecho en sí y su relación con nuestro hoy y ahora; la nueva vida de Cristo y la nueva vida del cristiano en Cristo. Naturalmente, se trata solo de unos apuntes sobre aspectos parciales, ya que la totalidad del misterio sobrepasa cualquier dimensión espacio temporal: toca en lo más hondo del ser del cristiano y su efectividad se extiende a toda la historia humana, hasta adentrarse en lo profundo de la vida eterna.

El misterio central de la fe cristiana

¡Cristo ha resucitado!, es la exclamación llena de gozo que inicia siempre el gran Día que hizo el Señor, la mañana del Domingo de Pascua. Precede la gran Vigilia que nos hace revivir casi a la misma hora, el acontecimiento decisivo y siempre actual de la Resurrección, misterio central de la fe cristiana, con ritos de elocuente simbología: en las iglesias se han encendido innumerables cirios pascuales para simbolizar la luz de Cristo que ha iluminado e ilumina a la humanidad, venciendo para siempre las tinieblas del pecado y del mal.

Hoy resuenan con fuerza las palabras que asombraron a las mujeres que habían ido la madrugada del primer día de la semana al sepulcro donde habían puesto el cuerpo de Cristo, bajado apresuradamente de la cruz. Tristes y desconsoladas por la pérdida de su Maestro, encontraron apartada la gran piedra y, al entrar, no hallaron su cuerpo. Mientras estaban allí, perplejas y confusas, dos hombres con vestidos resplandecientes les sorprendieron, diciendo: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí, ha resucitado» (Lc 24, 5-6). Desde aquella mañana, estas palabras siguen resonando en el universo como anuncio perenne, impregnado a la vez de infinitos y siempre nuevos ecos, que atraviesa los siglos. «No está aquí... ha resucitado». Los mensajeros celestes comunican ante todo que Jesús «no está aquí»: el Hijo de Dios no ha quedado en el sepulcro, porque no podía permanecer bajo el dominio de la muerte (cf. Hch 2, 24) y la tumba no podía retener «al que vive» (Ap 1, 18), al que es la fuente misma de la vida [^]».

El «problema» nuestro de la resurrección:
la mayor «mutación», el salto más decisivo de la Historia.

Los Evangelios testimonian la sorpresa ante lo inesperado e inconcebible, a pesar de que el Señor lo había anunciado varias veces antes de padecer. Les resultó muy difícil a los primeros comprender tanto el sufrimiento del Mesías como el acontecimiento de la resurrección. Mientras Pedro, Juan y Santiago bajaban del monte donde Jesús se transfiguró de tal modo que «su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz» [Mt 17, 2], Él les ordenó: « No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos »[17, 9]. «Ellos observaron esta recomendación», pero «discutieron entre sí qué era eso de 'resucitar de entre los muertos' » [Mc 9, 10]. No sólo no entendían que el Mesías tuviese que padecer y morir en una cruz, ni siquiera comprendían el concepto «resucitar de entre los muertos». Les resultaba más fácil creer en fantasmas que en muertos resucitados (cf. Mc 6, 49; Mt 14, 26).

«En cierto modo [también nosotros] -reconoce Benedicto XVI-, vemos la resurrección tan fuera de nuestro horizonte, tan extraña a todas nuestras experiencias, que, entrando en nosotros mismos, continuamos con la discusión de los discípulos: ¿En qué consiste propiamente eso de «resucitar»? ¿Qué significa para nosotros? ¿Ypara el mundo y la historia en su conjunto? Un teólogo alemán dijo una vez con ironía que el milagro de un cadáver reanimado --si es que eso hubiera ocurrido verdaderamente, algo en lo que no creía-- sería a fin de cuentas irrelevante para nosotros porque, justamente, no nos concierne. En efecto, el que solamente una vez alguien haya sido reanimado, y nada más, ¿de qué modo debería afectarnos? Pero la resurrección de Cristo es precisamente algo más, una cosa distinta. Es --si podemos usar por una vez el lenguaje de la teoría de la evolución-- la mayor «mutación», el salto más decisivo en absoluto hacia una dimensión totalmente nueva, que se haya producido jamás en la larga historia de la vida y de sus desarrollos: un salto de un orden completamente nuevo, que nos afecta y que atañe a toda la historia. Por tanto, la discusión comenzada con los discípulos comprendería las siguientes preguntas: ¿Qué es lo que sucedió allí? ¿Qué significa eso para nosotros, para el mundo en su conjunto y para mí personalmente? Ante todo: ¿Qué sucedió? Jesús ya no está en el sepulcro. Está en una vida totalmente nueva. Pero, ¿cómo pudo ocurrir eso? ¿Qué fuerzas han intervenido?»

Necesitamos volver a identificar el acontecimiento «resurrección». La muerte, según el concepto cristiano, consiste en la separación del alma (espiritual, incorruptible) respecto al cuerpo (material, corruptible). El alma humana es el principio vital (ánima) que anima al cuerpo y lo espiritualiza en cierto grado, le confiere cualidades que lo distinguen del ser irracional. Una vez se ha separado el alma del cuerpo, la naturaleza no puede volver a reunirlas, porque el cuerpo ha iniciado la corrupción. Haría falta un milagro como el que Jesús obró en su amigo Lázaro, después de cuatro días de permanecer éste en el sepulcro. Pero Lázaro tornó a la vida que tenía antes de morir, es decir, recobró su anterior vida mortal.

La resurrección de Jesucristo fue un acontecer diverso. Al morir en la cruz, su cuerpo quedó separado del alma humana, pero el hombre Cristo -como explica el Papa- «era uno con el Dios vivo», unido de tal modo con el Logos (Verbo) que formaba con Él una sola Persona: «Se encontraba, por así decir, en un mismo abrazo con Aquél que es la vida misma, un abrazo no solamente emotivo, sino que abarcaba y penetraba su ser. Su propia vida no era solamente suya, era una comunión existencia! con Dios y un estar insertado en Dios».

El Logos es Persona distinta pero Dios con el Padre y el Espíritu Santo. Jesús lo había dicho: «Yo y el Padre somos uno» [Jn 10, 30]. Por eso es vida en plenitud y fuente de la vida: Vida de las vidas, (Vita vitarum: san Agustín, Confess. 3, 6), en la que nada muere. Recuerda Tomás de Aquino que incluso Aristóteles, «una vez demostrado que Dios es inteligente, concluye que tiene vida perfectísima y sempiterna» [S. Th. I, q. 18, a. 3, c]. El Dios que revela Jesucristo, «no es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos viven» (Lc 20, 38). Él Logos mismo es la Vida (In Ipso vita erat: Jn 1, 3­4).

Es asombroso que asumiera una naturaleza humana, mortal como la nuestra. Lo hizo así para descender hasta las profundidades de la raíz del pecado y del poder de la muerte y desde ahí liberrar de la humanidad. El cuerpo de Cristo quedó en el sepulcro separado de su alma, pero ni el alma ni el cuerpo se separaron del Logos que los sustentaba. De ahí, que se cumpliera la profecía: «no abandonarás mi alma en el Hades ni permitirás que tu santo experimente la corrupción» (Hch 2, 27).

Descendió a los infiernos

Jesús, por tanto, murió realmente en la cruz, pero su muerte no fue como las demás muertes. Su humanidad quedó realmente quebrantada, destruida, muerta. Pero solo el tiempo suficiente para dejar claro el hecho innegable. Experimentó la muerte en toda su profundidad, hasta descender al los «infiernos», como confesamos en el Credo. El Catecismo de la Iglesia Católica explica que la Escritura llama infiernos, sheol, o hades a la morada de los muertos, donde bajo Cristo después de muerto. La imaginación en seguida se pone a fantasear sobre cómo fue todo esto, pero hay que atarla corto y atenerse con sobriedad a lo poco que sabemos. Hay que distinguir entre el infierno de los condenados del infierno en el que se hallaban los justos, privados de la visión de Dios, en espera de la Redención (cf. CIC, nn. 632­637). En éste desciende Cristo, cumpliéndose así la última fase de su misión mesiánica: Jesús anuncia el Evangelio - la Buena Nueva -, a todos los muertos que le precedieron (1 P 4, 6). La apertura de las puertas del Cielo es inminente.

En el Credo decimos: "Descendió a los infiernos". Por un espacio de tiempo o de algo parecido al tiempo, la Vida, Cristo, habita la morada de los muertos. ¿Qué ocurrió entonces?, se pregunta el papa. Ya que no conocemos el mundo de la muerte, sólo podemos figurarnos este proceso de la superación de la muerte, a través de imágenes que siempre resultan poco apropiadas. Sin embargo, con toda su insuficiencia, ellas nos ayudan a entender algo del misterio. La liturgia aplica las palabras del Salmo 23 [24] a la bajada de Jesús en la noche de la muerte: "¡Portones!, alzad los dinteles, que se alcen las antiguas compuertas!" Las puertas de la muerte están cerradas, nadie puede volver atrás desde allí. No hay una llave para estas puertas de hierro. Cristo, en cambio, tiene esta llave. Su Cruz abre las puertas de la muerte, las puertas irrevocables. Éstas ahora ya no son insuperables. Su Cruz, la radicalidad de su amor es la llave que abre estas puertas. El amor de Cristo que, siendo Dios, se ha hecho hombre para poder morir; este amor tiene la fuerza para abrir las puertas. Este amor es más fuerte que la muerte.

Los iconos pascuales de la Iglesia oriental muestran como Cristo entra en el mundo de los muertos. Su vestido es luz, porque Dios es luz. "La noche es clara como el día, las tinieblas son como luz" (cf. Sal 138 [139],12). Jesús que entra en el mundo de los muertos lleva los estigmas: sus heridas, sus padecimientos se han convertido en fuerza, son amor que vence la muerte. Él encuentra a Adán y a todos los hombres que esperan en la noche de la muerte. A la vista de ellos parece como si se oyera la súplica de Jonás: "Desde el vientre del infierno pedí auxilio, y escuchó mi clamor" (Jon 2,3). El Hijo de Dios en la encarnación se ha hecho una sola cosa con el ser humano, con Adán. Pero sólo en aquel momento, en el que realiza aquel acto extremo de amor descendiendo a la noche de la muerte, Él lleva a cabo el camino de la encarnación. A través de su muerte Él toma de la mano a Adán, a todos los hombres que esperan y los lleva a la luz.

Luz en la oscuridad de la muerte

En la oscuridad impenetrable de la muerte Él entró como luz; la noche se hizo luminosa como el día, y las tinieblas se volvieron luz. Por esto la Iglesia puede considerar justamente la palabra de agradecimiento y confianza como palabra del Resucitado dirigida al Padre: "Sí, he hecho el viaje hasta lo más profundo de la tierra, hasta el abismo de la muerte y he llevado la luz; y ahora he resucitado y estoy agarrado para siempre de tus manos". Pero estas palabras del Resucitado al Padre se han convertido también en las palabras que el Señor nos dirige: "He resucitado y ahora estoy siempre contigo", dice a cada uno de nosotros. Mi mano te sostiene. Dondequiera que tu caigas, caerás en mis manos. Estoy presente incluso a las puertas de la muerte. Donde ya nadie puede acompañarte y donde tú no puedes llevar nada, allí te espero yo y para ti transformo las tinieblas en luz.

En suma: El Verbo se hizo carne y puso su morada entre nosotros. La Vida se entregó a la muerte y puso su morada en la muerte. La muerte se rindió a la Vida, como la oscuridad se disipa ante la luz; y el veneno mortal se convirtió en medicina saludable para los mortales. Al tercer día, el Logos, con el Padre y el Espíritu Santo, «re-unen» el Alma y el Cuerpo de Cristo: Alma y Cuerpo entregados en un exceso de amor a la violencia de los hombres. Se diría que todo el amor de que es capaz un corazón humano unido a la Persona del Hijo de Dios desciende hasta lo más profundo del abismo de la muerte. La muerte violenta del Hijo del hombre se encuentra sorprendida por la luminaria de un amor hermosísimo que la metamorfosea en manantial de vida riquísima. La muerte ha sido visitada por la Vida y la Vida ha decidido habitar en la muerte.

Él pudo dejarse matar por amor, y justamente así destruyó el carácter definitivo de la muerte, porque en Él estaba presente el carácter definitivo de la vida. Él era una sola cosa con la vida indestructible, de manera que ésta brotó de nuevo a través de la muerte.

¿Qué novedad ha traído Cristo?

Ahora, sin embargo, se puede preguntar: ¿Pero qué significa esta imagen? ¿Qué novedad ocurrió realmente allí por medio de Cristo? El alma del hombre, precisamente, es de por sí inmortal desde la creación, ¿qué novedad ha traído Cristo? Sí, el alma es inmortal, porque el hombre está de modo singular en la memoria y en el amor de Dios, incluso después de su caída. Pero su fuerza no basta para elevarse hacia Dios. No tenemos alas que podrían llevarnos hasta aquella altura. Y sin embargo, nada puede satisfacer eternamente al hombre si no el estar con Dios. Una eternidad sin esta unión con Dios sería una condena. El hombre no logra llegar arriba, pero anhela ir hacia arriba: "Desde el vientre del infierno te pido auxilio...". Sólo Cristo resucitado puede llevarnos hacia arriba, hasta la unión con Dios, hasta donde no pueden llegar nuestras fuerzas. Él carga verdaderamente la oveja extraviada sobre sus hombros y la lleva a casa. Nosotros vivimos aferrados a su Cuerpo, y en comunión con su Cuerpo llegamos hasta el corazón de Dios. Y sólo así se vence la muerte, somos liberados y nuestra vida es esperanza.

El amor más fuerte que el odio y la muerte

Éste es el júbilo de la Vigilia Pascual: nosotros somos liberados. Por medio de la resurrección de Jesús el amor se ha revelado más fuerte que la muerte, más fuerte que el mal. El amor lo ha hecho descender y, al mismo tiempo, es la fuerza con la que Él asciende. La fuerza por medio de la cual nos lleva consigo. Unidos con su amor, llevados sobre las alas del amor, como personas que aman, bajamos con Él a las tinieblas del mundo, sabiendo que precisamente así subimos también con Él. Pidamos, pues, en esta noche: Señor, demuestra también hoy que el amor es más fuerte que el odio. Que es más fuerte que la muerte. Baja también en las noches y a los infiernos de nuestro tiempo moderno y toma de la mano a los que esperan. ¡Llévalos a la luz! ¡Estate también conmigo en mis noches oscuras y llévame fuera! ¡Ayúdame, ayúdanos a bajar contigo a la oscuridad de quienes esperan, que claman hacia ti desde el vientre del infierno! ¡Ayúdanos a llevarles tu luz! ¡Ayúdanos a llegar al "sí" del amor, que nos hace bajar y precisamente así subir contigo! Amén.

Un salto cualitativo en la historia de la «evolución» y de la vida

Su muerte fue un acto de amor. En la última Cena, Él anticipó la muerte y la transformó en el don de sí mismo. Su comunión existencial con Dios era concretamente una comunión existencial con el amor de Dios, y este amor es la verdadera potencia contra la muerte, es más fuerte que la muerte. La resurrección fue como un estallido de luz, una explosión del amor que desató el vínculo hasta entonces indisoluble del «morir y devenir». Inauguró una nueva dimensión del ser, de la vida, en la que también ha sido integrada la materia, de una manera transformada, y a través de la cual surge un mundo nuevo. Está claro que este acontecimiento no es un milagro cualquiera del pasado, cuya realización podría ser en el fondo indiferente para nosotros. Es un salto cualitativo en la historia de la «evolución» y de la vida en general hacia una nueva vida futura, hacia un mundo nuevo que, partiendo de Cristo, entra ya continuamente en este mundo nuestro, lo transforma y lo atrae hacia sí.

El Espíritu Creador, al infundir la vida nueva y eterna en el cuerpo sepultado de Jesús de Nazaret, llevó a la perfección la obra de la creación, dando origen a una "primicia": primicia de una humanidad nueva que es, al mismo tiempo, primicia de un nuevo mundo y de una nueva era.

Esta renovación del mundo se puede resumir en una frase: la que Jesús resucitado pronunció como saludo y sobre todo como anuncio de su victoria a los discípulos: "Paz a vosotros" (Lc 24, 36; Jn 20, 19. 21. 26). La paz es el don que Cristo ha dejado a sus amigos (cf. Jn 14, 27) como bendición destinada a todos los hombres y a todos los pueblos. No la paz según la mentalidad del "mundo", como equilibrio de fuerzas, sino una realidad nueva, fruto del amor de Dios, de su misericordia. Es la paz que Jesucristo adquirió al precio de su sangre y que comunica a los que confían en él. "Jesús, confío en ti": en estas palabras se resume la fe del cristiano, que es fe en la omnipotencia del amor misericordioso de Dios.» (15 de abril de 2007)

Si contemplamos el curso de la historia del universo con una sucesión evolutiva de la vida, la resurrección de Cristo es un hecho que trasciende todas las leyes del devenir de la naturaleza, ligada siempre a la muerte. Acontece un «salto», que quiebra cualquier proceso evolutivo. Aparece en nuestro mundo una nueva dimensión del ser, de la vida: vida que surge de la muerte, vencida por la fuerza de un amor inaudito, que es Vida en plenitud. Se trata de un hecho, bien testificado y localizado en el espacio y en el tiempo; no se trata de un mito. Los Apóstoles y los demás discípulos de Cristo son enviados al mundo entero como testigos fiables de este hecho -no una idea, no una ideología, no un código moral-, que indudablemente es del máximo interés para todo ser creado para la inmortalidad. Afecta a todos, porque «nuestro Salvador, quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad» (1 Tim 2, 4).

LA NUEVA VIDA EN EL CRISTIANO.

Fe y bautismo

Ahora bien, Benedicto XVI se pregunta: «¿cómo ocurre esto? ¿Cómo puede llegar efectivamente este acontecimiento hasta mí y atraer mi vida hacia Él y hacia lo alto? La respuesta, en un primer momento quizás sorprendente pero completamente real, es la siguiente: dicho acontecimiento me llega mediante la fe y el bautismo. Por eso el Bautismo es parte de la Vigilia pascual, como se subraya también en esta celebración con la administración de los sacramentos de la iniciación cristiana a algunos adultos de diversos países. El Bautismo significa precisamente que no es un asunto del pasado, sino un salto cualitativo de la historia universal que llega hasta mí, tomándome para atraerme. El Bautismo es algo muy diverso de un acto de socialización eclesial, de un ritual un poco fuera de moda y complicado para acoger a las personas en la Iglesia. También es más que una simple limpieza, una especie de purificación y embellecimiento del alma. Es realmente muerte y resurrección, renacimiento, transformación en una nueva vida».

Desde los tiempos más antiguos la liturgia del día de Pascua empieza con las palabras: Resurrexi et adhuc tecum sum - he resucitado y siempre estoy contigo; tú has puesto sobre mí tu mano. La liturgia ve en ello las primeras palabras del Hijo dirigidas al Padre después de su resurrección, después de volver de la noche de la muerte al mundo de los vivientes..

Obviamente el Papa ha de resumir mucho en una homilía, y también nosotros aquí.

Pero quisiera recordar que el cristiano, con frecuencia sin darse cuenta, vive en lo profundo de su ser en el mundo, una vida riquísima. Bastaría citar las palabras de Pablo a los Efesios:

«Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo - por gracia habéis sido salvados - y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús.» [Ef 2, 4-7]. Participamos en la muerte, resurrección y gloria de Cristo ya ahora, en este mundo. Nos puede pasar inadvertido por falta de viveza en la fe, pero es verdad. Hemos sido «engendrados a una nueva vida » [Col 3, 10], «nacidos de Dios» [Jn 1, 13], hechos «hijos de Dios» [1 Jn 3, 2], «partícipes de la naturaleza divina» [ 2 Pdr 1, 4], llamados a una conformidad y semejanza con el mismo Hijo de Dios [cfr. Rom 8, 9], de tal manera elevados sobre el nivel de nuestra naturaleza, que un día «veremos a Dios cara a cara, tal cual es» [1 Jn 3, 2]. «Dios se hizo hombre -escribe san Agustín- para que el hombre se transforme en Dios» [Sermo 13, De Tempore]. Aquel «seréis como dioses» [Gen 3, 5] del principio, era satánico porque pretendía ser sin Dios, no porque estuviera al margen del plan divino sobre el hombre: «es preciso admitir que sólo Dios puede deificar, comunicando el consorcio con su divina naturaleza por cierta participación de semejanza, como es imposible admitir que algo arda sin calor» (Tomás de Aquino, I-II, q. 112, a. 1). Pero el cristiano auténtico es realmente una transformación ut deus fias ("para que te vuelvas dios", San Basilio, De Spir. Sancto, 9].

El Bautismo, ese rito que parece un trámite aplazable según la comodidad o la moda, resulta ser el detonante de la explosión de la nueva vida en Cristo, el salto cualitativo vital, la inserción en la Vida de Cristo verdadero Dios y verdadero hombre, resucitado, poseedor de la vida eterna, fuente de la nueva vida en Dios, ampliación del horizonte del yo que rompe los límites del espacio y el tiempo para vivir ya con Dios en la eternidad. ¿Cómo explicarlo?

La experiencia de Pablo: «yo, pero ya no yo»

«Pienso que lo que ocurre en el Bautismo se puede aclarar más fácilmente para nosotros si nos fijamos en la parte final de la pequeña autobiografía espiritual que san Pablo nos ha dejado en su Carta a los Gálatas. Concluye con las palabras que contienen también el núcleo de dicha biografía: «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí» (2, 20). Vivo, pero ya no soy yo. El yo mismo, la identidad esencial del hombre --de este hombre, Pablo-- ha cambiado. Él todavía existe y ya no existe. Ha atravesado un «no» y sigue encontrándose en este «no»: Yo, pero ya «no» soy yo. Con estas palabras, Pablo no describe una experiencia mística cualquiera, que tal vez podía habérsele concedido y, si acaso, podría interesarnos desde el punto de vista histórico. No, esta frase es la expresión de lo que ha ocurrido en el Bautismo.»

Es preciso caer en la cuenta de la seriedad del asunto, de la profundidad de la vida cristiana en cuanto tal. Es decir, de lo que es la vida del cristiano desde su inicio en el Bautismo; de lo que es el Bautismo y de lo que implica «ser en Cristo»; desde ese momento: mi yo, transformado, bruñido, abierto por la inserción en el otro, en el que adquiere su nuevo espacio de existencia. «Vosotros habéis llegado a ser uno en Cristo» responde Pablo» (cf. Gálatas 3, 28). No sólo una cosa, sino uno, un único, un único sujeto nuevo.

«La fórmula de la resurrección en el tiempo»

Esta liberación de nuestro yo de su aislamiento, este encontrarse en un nuevo sujeto es un encontrarse en la inmensidad de Dios y ser trasladados a una vida que ha salido ahora ya del contexto del «morir y devenir». El gran estallido de la resurrección nos ha alcanzado en el Bautismo para atraernos. Quedamos así asociados a una nueva dimensión de la vida en la que, en medio de las tribulaciones de nuestro tiempo, estamos ya de algún modo inmersos. Vivir la propia vida como un continuo entrar en este espacio abierto: éste es el sentido del ser bautizado, del ser cristiano. Ésta es la alegría de la Vigilia pascual. La resurrección no ha pasado, la resurrección nos ha alcanzado e impregnado. A ella, es decir al Señor resucitado, nos sujetamos, y sabemos que también Él nos sostiene firmemente cuando nuestras manos se debilitan. Nos agarramos a su mano, y así nos damos la mano unos a otros, nos convertimos en un sujeto único y no solamente en una sola cosa. Yo, pero ya «no» soy yo: ésta es la fórmula de la existencia cristiana fundada en el bautismo, la fórmula de la resurrección en el

tiempo. Yo, pero ya «no» soy yo: si vivimos de este modo transformamos el mundo. Es la fórmula de contraste con todas las ideologías de la violencia y el programa que se opone a la corrupción y a las aspiraciones del poder y del poseer. «Viviréis, porque yo sigo viviendo», dice Jesús en el Evangelio de San Juan (14, 19) a sus discípulos, es decir, a nosotros.

Viviremos mediante la comunión existencial con Él, por estar insertos en Él, que es la vida misma. La vida eterna, la inmortalidad beatífica, no la tenemos por nosotros mismos ni en nosotros mismos, sino por una relación, mediante la comunión existencial con Aquél que es la Verdad y el Amor y, por tanto, es eterno, es Dios mismo. La mera indestructibilidad del alma, por sí sola, no podría dar un sentido a una vida eterna, no podría hacerla una vida verdadera. La vida nos llega del ser amados por Aquél que es la Vida; nos viene del vivir con Él y del amar con Él. Yo, pero ya «no» soy yo: ésta es la vía de la Cruz, la vía que «cruza» una existencia encerrada solamente en el yo, abriendo precisamente así el camino a la alegría verdadera y duradera. De este modo, llenos de gozo, podemos cantar con la Iglesia en el «Exultet»: «Exulten por fin los coros de los ángeles... Goce también la tierra». La resurrección es un acontecimiento cósmico, que comprende cielo y tierra, y asocia el uno con la otra. Y podemos proclamar también con el «Exultet»: «Cristo, tu hijo resucitado... brilla sereno para el linaje humano, y vive y reina glorioso por los siglos de los siglos». Amén.

Es formidable esa perspectiva que adopta el papa Benedicto XVI a partir de la resurrección de Jesucristo, en consonancia con la Sagrada Escritura y las enseñanzas contenidas en el Magisterio de la Iglesia:

Su resurrección es nuestra resurrección

Jesucristo ha «elevando al hombre y a todo el cosmos a la gloriosa libertad de los hijos de Dios (cf. Rm 8, 21). Cumplida esta obra extraordinaria, el cuerpo exánime ha sido traspasado por el aliento vital de Dios y, rotas las barreras del sepulcro, ha resucitado glorioso. Por esto los ángeles proclaman «no está aquí»: ya no se le puede encontrar en la tumba. Ha peregrinado en la tierra de los hombres, ha terminado su camino en la tumba, como todos, pero ha vencido a la muerte y, de modo absolutamente nuevo, por un puro acto del amor, ha abierto la tierra de par en par hacia el Cielo. Su resurrección, gracias al Bautismo que nos "incorpora"a Él, es nuestra resurrección.» [Ibid.]

Quisiera volver ahora a la carta a los Efesios. Primero a Efesios 1, 20, donde el apóstol indica que Dios «ha actuado en Cristo resucitándole de entre los muertos y sentándole a su derecha en los cielos, sobre todo Principado, Potestad, Virtud y Dominación y sobre todo cuanto existe, no sólo en este siglo sino también en el venidero. Todo lo sometió bajo sus pies y lo hizo cabeza suprema de la Iglesia, que es su cuerpo, la plenitud de quien llena todo en todas las cosas» [Ef 1, 20]

En las asambleas públicas de la época, el emperador gobernaba sentado en un trono. El trono ha sido siempre el símbolo del poder supremo. Pablo nos revela aquí que Cristo participa de la suprema potestad y gloria de Dios; la ha recibido del Padre. En su resurrección ha sido exaltado por encima de todos los seres. Lo afirma Pablo frente a los que pretendían que había otros superiores. La Iglesia es su cuerpo. Separar a Cristo de la Iglesia o a la Iglesia de Cristo sería negar la verdad revelada, la realidad indisoluble. Ella es plenitud (pléroma) de Cristo, no porque lo complete sino porque ella está llena de Cristo, formando con Él un solo organismo espiritual, cuyo principio unificador y vivificante es Cristo Cabeza. Jesucristo es quien lo llena todo en todas las cosas.

En Él se encuentra la Vida eterna, por tanto, nuestra salvación. No hay otro nombre - otra persona- en la que podamos ser salvados para la eternidad. Pero «gratia enim estis salvati per fidem; et hoc non ex vobis, Dei donum est» [Ef 2, 8-9]. La salvación, la vida eterna bienaventurada, es un don de Dios, que sólo en Cristo se encuentra y por ello sólo en Él y por Él podemos alcanzar.

Muchas más cosas, en pocas palabras nos enseña el Apóstol a continuación. No olvidemos que la Iglesia es su cuerpo. Pero ahora quisiera detenerme en lo que sigue un poco más adelante: «Deus autem, qui dives est in misericordia, propter nimiam caritatem suam,

qua dilexit nos, cum essemus mortui peccatis, convivificavit nos Christo -gratia estis salvati- et conresuscitavit et consedere fecit in caelestibus in Christo Iesu, ut ostenderet in saeculis supervenientibus abundantes divitias gratiae suae in bonitate super nos in Christo Iesu» (Ef 2, 4-7). Son palabra fuertes que solicitan fe recia: El poder de Dios actúa en el cristiano de forma similar a como ha actuado en Cristo. San Pablo emplea casi las mismas expresiones que antes (cfr Ef. 1,20), para mostrar el alcance que tiene en el hombre la salvación realizada por Jesucristo.

Así como un muerto no es capaz de darse a sí mismo la vida, tampoco quienes estaban muertos por el pecado podían alcanzar por sí solos la gracia santificante. Únicamente Cristo, mediante la Redención, proporciona esa vida nueva que comienza con la justificación y que tiene como fin la resurrección y la felicidad del Cielo. El Apóstol habla de esa vida de la gracia y, en consecuencia, de nuestra futura resurrección y glorificación con Cristo en los cielos. Observemos que todo esto lo contempla el apóstol como si se tratara de algo «ya» realizado.

La razón es ésta: Jesucristo es nuestra Cabeza y todos formamos con Él un solo cuerpo (cfr Gal 3,28). Hemos visto que la Iglesia es «su cuerpo». Así que, como miembros vivos del cuerpo participamos de la condición de la Cabeza. Cristo, después de su Resurrección y Ascensión a los cielos está sentado a la derecha del Padre. «El cuerpo de Cristo, que es la Iglesia -comenta San Agustín-, ha de estar a la derecha, es decir, en la bienaventuranza, como dice el Apóstol: con él nos ha resucitado y hecho sentar en los cielos. Aunque nuestro cuerpo no esté allá todavía, ya tenemos allá la esperanza» (De agone christiano, XXVI).

La resurrección y exaltación de Cristo es una realidad evidente para la fe del cristiano. Pues bien, también es real nuestra participación en la muerte y en la resurrección de Cristo. Incoada ya en nosotros desde el momento mismo de nuestra incorporación a Cristo por el Bautismo. Hemos «co-muerto» con Cristo, hemos sido «con-vivificados» y «co-resucitados» con Él. «Convivificavit nos, et conresuscitavit^», dice san Pablo. También nos ha sentado con Él en los cielos: «et consedere fecit in caelestibus in Christo Iesu». La vida del cristiano es realmente una vida del todo nueva nueva en Cristo; una nueva creación.

Esto es una realidad, no plena, pero real; como es real lo no pleno pero incoado y en tensión a la plenitud. Estamos «sentados» con Cristo en el Cielo. Quizá la ley de la gravedad, las leyes de Newton, y cualesquiera otras leyes gravosas de la existencia humana, nos dificulten la comprensión de esta realidad, pero la sabiduría de la fe nos asegura que es así. Y es preciso que ese saber informe toda nuestra manera de pensar, nuestro modo de ver y de enfocar las cuestiones que la vida corriente y las circunstancias eventualmente extraordinarias nos plantean en este mundo. Tocamos con los pies en el suelo, nos movemos en el planeta Tierra, hemos de calcular según las leyes de este universo, pero ¡no sólo con éstas!, porque también estamos con Cristo a la derecha del Padre y nuestra perspectiva ha de señorear sobre todo este mundo sensible, material, apasionante, pero transitorio. Las decisiones no pueden proceder sólo de un cálculo físico, químico, biológico, económico, político, etc. Han de contar siempre con el factor «eternidad», o lo que para el caso es lo mismo, con la luz de la Fe, con la ilusión sobrenatural de la esperanza cristiana y la fuerza del amor de Dios.

En el cielo y en la tierra a la vez

Por eso, en cierta ocasión, san Josemaría rezaba así: «Hemos de estar --y tengo conciencia de habéroslo recordado muchas veces-- en el Cielo y en la tierra, siempre. No entre el Cielo y la tierra, porque somos del mundo. ¡En el mundo y en el Paraíso a la vez! Esta sería como la fórmula para expresar cómo hemos de componer nuestra vida, mientras permanezcamos in hoc saeculo. En el Cielo y en la tierra, endiosados; pero sabiendo que somos del mundo y que somos tierra, con la fragilidad propia de lo que es tierra: un cacharro de barro que el Señor se ha dignado aprovechar para su servicio. Y cuando se ha roto, hemos acudido a las lañas, como el hijo pródigo: he pecado contra el cielo y contra Ti. Lo mismo cuando se trató de una cosa de categoría, que cuando era algo menudo. A veces nos ha dolido mucho, mucho, un fallo pequeño, un desamor, un no saber mirar al Amor de los amores, un no saber sonreír. Porque, cuando se ama, no hay cosas pequeñas: todo tiene mucha categoría, todo es grande, aun en una criatura miserable y pobre como yo, como tú, hijo mío. Ha querido el Señor depositar en nosotros un tesoro riquísimo. ¿Que exagero? He dicho poco. He dicho poco ahora, porque antes he dicho más. He recordado que en nosotros habita Dios, Señor Nuestro, con toda su grandeza. En nuestros corazones hay habitualmente un Cielo. [_] [S.Bernal, Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei, Ed. Rialp, Epílogo, p.357 ss.]

Cristo vive. Al encarnarse se ha unido a todo hombre, a cada hombre (Juan Pablo II). La relación de todo hombre con Cristo - la oración, la «ad-oración», el coloquio íntimo - ha de ser viva, puesto que en Él vivimos, si se me permite hablar así, reduplicativa y pluridimensionalmente, ya que de una parte, como afirma san Pablo: «En él [por ser sus criaturas] vivimos, nos movemos y existimos»; de otra, por Gracia, «ya no yo, sino Cristo^».

La resurrección es todo esto en el tiempo del fiel cristiano. ¿Qué será la resurrección en la eternidad? «Seremos semejantes a Él_», dice san Juan

Antonio Orozco Arvo.net, 8.04.2012