¿QUÉ SIGNIFICA AFIRMAR QUE DIOS HABLA?

 


 

A. Torres Queiruga

 

        ¿Qué significa afirmar que Dios habla? Hacia revelación, Sal Terrae 82 (1994) 331-347

 


La concepción "vulgar" de la revelación

Cada domingo millones de cristianos en todo el mundo escuchan la lectura de unos

textos. Al final, el lector o lectora dice: "Palabra de Dios". Son textos sagrados que se

remontan a unos dos o tres mil años. Dios, allá lejos en el tiempo, ha hablado. La

teología enseña que ese hablar de Dios "ha quedado completo con los Apóstoles" y ha

dado como resultado lo que conocemos como Biblia.

Cuando la Biblia se estudia más de cerca, se aprende que Dios ha hablado en ocasiones

concretas, de modos extraordinarios, a quienes ha elegido y diciendo lo que ha querido.

Dios es libre de revelar cuando, cuanto y como quiere.

Además, hasta ayer se daba por supuesto que eso sucedía sólo en Israel. Los demás

vivían en un estado de "religión natural", producto de su razón, búsqueda a tientas del

Dios que había hablado en otro tiempo y en otra parte, con la esperanza de que un día su

revelación les llegaría también a ellos.

No vamos a decir que todo eso sea falso, o que no haya verdad en lo que quiere decir.

Pero es evidente que dicho así, de manera esquemática pero no deformada, a nosotros

hoy se nos antoja chocante e inaceptable.

 

Urgencia de un cambio desde la idea de Dios

Inaceptable por Dios mismo. Si hemos purificado su imagen, resulta incomprensible ese

Dios extrañamente particularista, por no decir arbitrario. Crear a todos los hombres pero

revelar su amor a sólo una pequeñísima minoría se parece demasiado a un hombre que

tuviese muchos hijos pero sólo cuidase de uno y mandase los otros a la inclusa. ¿Por

qué a unos sí y a otros no? Por otra parte, ¿por qué no decirlo todo de una vez o cuanto

antes?, ¿cómo es posible que, más o menos hasta el siglo III a.C., mantuviese a su

pueblo en la ignorancia sobre la vida eterna, provocando crisis tan terribles como la

relatada en el libro de Job? Más grave aún, ¿cómo pudo decir en algunas ocasiones que

había que pasar a cuchillo a ciudades enteras -el herem o anatema- o que iba a mandar

una peste sobre el pueblo (2S 24), porque el rey había pecado (¡instigado por El! [véase

2S 24,1 ]) o que castiga la culpa de los padres en los hijos hasta la cuarta generación (Ex

34,7; Nm 14,18)?

Resulta doloroso y casi irritante escuchar estas cosas. Pero cualquier diccionario bíblico

permite aumentar la lista. Quizás sea bueno dejar fluir la irritación orientándola en la

dirección justa, como llamada a la reflexión honesta y radical sobre un problema que

hay que afrontar con urgencia.

Es obvio que si se mantiene la concepción "tradicional", no puede negarse la verdad de

esas consecuencias. Vista así la Biblia, los cardenales romanos no podían, en conciencia, dejar que Galileo afirmase que la tierra se movía, cuando resulta claro que el

libro de Josué dice literalmente que el sol "se detuvo" (Hos 10,13) y, por consiguiente,

era el que giraba. El único camino practicable es revisar nuestra concepción de la

revelación y preguntarnos qué queremos decir cuando proclamamos que un texto

determinado es "palabra de Dios".

 

Necesidad de coherencia radical

No es sólo la idea de Dios la que exige el cambio, sino que la vivencia de la fe lo está

pidiendo y presuponiendo a cada instante. Porque la experiencia religiosa implica que

Dios se nos comunica aquí y ahora a todos y a cada uno, de modos siempre nuevos.

Siempre que oramos damos por supuesto que "hablamos" con Dios y que Él nos

responde. Y por eso tratamos dé determinar los movimientos de su gracia en nuestro

ser. Todos deseamos saber qué nos dice Dios, qué caminos desea para nuestra

realización, qué quiere que hagamos para ayudar a los demás.

No estamos acostumbrados a llamar a esto "revelación". Pero lo es. No verlo así es fruto

de una visión deformada que hace de la "palabra de Dios" algo lejano, acontecido in illo

tempore. Entonces se da un dualismo en la vida humana: por un lado eso que llaman "la

palabra de Dios", y por otro la vida de oración, la experiencia de la gracia. Todo ello

reforzado por la mentalidad deísta: división entre lo natural y lo sobrenatural.

El resultado es una "mala conciencia", que dice unas cosas mientras implica otras, que

vive dividida entre la teoría y la práctica: la revelación ha terminado (teoría), pero Dios

está presente en nuestra vida (práctica); Dios habló sólo a unos pocos (teoría), pero

cuida de todos (práctica); Dios habla sólo en la Escritura (teoría), pero se nos comunica

en la oración (práctica), etc.

Se trata de un conflicto muy grave, que afecta mucho a nuestras vidas y que forma parte

de ese síndrome que en tantos ha hecho incompatible fe y cultura moderna. Hegel fijó

ahí la culminación de la "conciencia desgraciada", dividida entre la fe en Dios y la

afirmación de lo humano. E indicó las falsas salidas: fideísmo ("ilustración

insatisfecha"), que no quiere pensar la fe en la nueva situación, y racionalismo

ilustrado, que abandona la fe quedándose con el pensamiento.

 

Un nuevo paradigma

Lo nuevo desconcierta. La secularización y el ateísmo son los signos mayores de una

crisis que lo ha afectado todo. Pero de ordinario lo nuevo trae también su pan debajo del

brazo. Los cambios profundos responden a una necesidad del tiempo, y eso significa

que debajo de ellos hay fuerzas que trabajan la historia, tratando de reorganizarla de una

manera nueva, más acorde con el estado actual de la humanidad. Cuando esa

organización afecta al conjunto, constituye un "cambio de paradigma".

No se trata de reajustes puntuales, sino que es la totalidad la que se mueve y estructura,

buscando una nueva comprensión global. Ese cambio no anula lo anterior, sino que

exige comprenderlo y vivirlo de otra manera. En el caso de experiencias profundas que afectan a las raíces permanentes de lo humano, exigen retraducirse a las nuevas

circunstancias. Eso es obvio tratándose de la fe.

Existe la tentación de la inercia: o negarse al cambio o defenderse de él con meras

acomodaciones. Como demostró Th. S. Kuhn en lo científico, esto sucede incluso

donde, por su "positividad aséptica", cabría no esperarlo. En lo religioso resulta

prácticamente inevitable. Los tradicionalismos, fideísmos y fundamentalismos son la

reacción extrema y, por lo mismo, más visible y fácil de superar. Más sutil es la simple

acomodación que, lampedusianamente, cambia algo para que todo permanezca.

No por malicia o estrategia, sino por instinto defensivo y por el mismo peso de la

dificultad, creo que éste es hoy el gran peligro del cristianismo. Comprendida la

necesidad de una renovación, se hace a medias. Se acepta la crítica bíblica, pero se

hacen lecturas fundamentalistas (es el caso del Nuevo Catecismo). Se acepta la

necesidad de reformar la Iglesia, pero se refuerza su juridicismo centralista (es el caso

del Nuevo Código). Se acepta la existencia de un cambio radical en la concepción de la

revelación, pero se siguen manteniendo los antiguos esquemas.

Conviene mirar este peligro de frente. Al caracterizarse por una historicidad radical, la

fe bíblica está especialmente preparada para ello. Es ella la que ha introducido la idea de

historia en la cultura, rompiendo la concepción circular del eterno retorno, como lo

sabía muy bien Nietzsche. Ejemplos como el de la teología de la liberación muestran

que, cuando algo así se lleva a cabo consecuentemente, se generan problemas, pero se

logra lo decisivo: la presencia de una fe viva y operante en el mundo.

La revelación como categoría fundamental, en cuanto implicada en todas las demás,

acaba influyendo en todas, colaborando así a la retraducción global.

 

Dios habla siempre y a todos

Para intentar situarse en el nuevo paradigma, lo más eficaz es partir de lo más

elemental, de lo más simple y seguro que hemos sabido de Dios, gracias al proceso real

de la revelación. "Dios es amor", por amor nos ha creado y por amor vive como un

"Padre" volcado sobre nuestra historia para salvarnos a todos con un amor universal,

incondicional e irrestricto.

Al poner en crisis la concepción tradicional, la nueva situación cultural aporta que es

posible tomar en serio esa verdad fundamental. Si Dios crea a todos por amor, resulta

obvio que quiere darse a todos siempre y totalmente. Es lo que nos enseña la

experiencia humana: ningún padre o madre normales escatiman el amor por sus hijos

primando a unos y discriminando a los demás, ni aman a unos desde el principio

esperando largo tiempo para mostrar su cariño a los otros.

Si viésemos algo así en la vida real, una de dos: o se trata de padres desnaturalizados o

algo les impide mostrar y ejercer su amor. En el caso de Dios, la primera hipótesis

queda descartada.

Sobre la segunda, algo hace imposible que Dios pueda revelarse plenamente a todos y

siempre. Lo que a muchos les impide aceptarlo es que les parece que, de ese modo, negarían la grandeza y omnipotencia divinas. Pero puede suceder -y es lo que sucedeque

una revelación universal y ubicua desde el comienzo de la humanidad resulte

imposible por parte del hombre. A priori sería extraño lo contrario: Dios es muy grande,

es trascendencia absoluta, nosotros somos muy pequeños y mundanidad relativa. Si aun

la comunicación entre iguales es muy difícil y expuesta a equívocos, ¿cómo no va a

serlo entre Dios y los hombres? Lo asombroso no es que la revelación sea tan difícil,

sino que sea posible.

A nadie se le ocurre pensar que Dios deje de ser omnipotente porque "no pueda" hacer

un círculo cuadrado: es que un círculo cuadrado es imposible y, por tanto, la suposición

carece de sentido.

Por muy inteligente que sea una madre y por mucho que quiera a su hijo de un año,

¿podrá enseñarle el teorema de Pitágoras? Y, si "no puede", ¿implica esto que ella no

sabe o que es tonta? Así, ¿tiene sentido decir que Dios no es omnipotente porque "no

puede" revelársele a un embrión de seis meses ni a un niño de once semanas?, ¿tiene

sentido preguntar por qué Dios no revela los más altos misterios de su trascendencia a

una horda primitiva del paleolítico inferior, acosada por el hambre, los animales y la

intemperie? Es imposible que estos hombres puedan entender -o simplemente

interesarse- por determinadas verdades.

No estamos ante un Dios tacaño o caprichoso, que, porque quiere, restringe su

revelación a un solo pueblo y, encima, empieza tarde (por la paleontología sabemos que

tardísimo: no seis mil años, sino más de un millón) y lo hace a cuentagotas y diciendo

oscuro lo que podría decir claro. Sucede todo lo contrario: Dios, con todo su amor por

toda la humanidad, lucha con nuestra ignorancia y pequeñez, con nuestros

malentendidos, para ir abriéndonos su corazón, para manifestarnos la profundidad de

nuestro ser y la esperanza de nuestro destino.

Desde esta nueva perspectiva, la Biblia cobra una luz nueva. Es la lucha amorosa de

Dios por hacer comprender su designio salvador, de acuerdo con las distintas

circunstancias y valiéndose de todos los medios. Aunque a veces se diga en la letra de

la Biblia, nunca es Él el que se niega, sino los hombres, que aún no saben o no pueden o

no quieren oír y dejarse guiar.

También se aprende a ver que, "mientras tanto", Dios no había abandonado a los demás

pueblos, sino que desde el comienzo de la humanidad está con todos manifestándoseles

en cuanto es posible, es decir, en cuanto las circunstancias y las posibilidades culturales

lo permiten. Las religiones representan el resultado de esa presencia. Por eso, según la

fenomenología de la religión, todas se consideran reveladas. Y lo son, como por fin ha

reconocido el Vaticano II.

En este preciso sentido, hemos de decir que todas las religiones son verdaderas, aunque

de manera provisional y limitada, a través a menudo de deformaciones o perversiones.

Pero esto sucede en todas, también en la bíblica, que ni siquiera después de su

culminación en Cristo se libra de abusos, deformaciones e inquisiciones. Que unas

avancen más que otras no depende de un "favoritismo" divino, sino de la necesidad de

la historia finita. Dios, padre con sus hijos, piensa en todos y se entrega totalmente a todos. La

desigualdad viene de la acogida humana. Su amor busca la igualdad y cualquier avance

es, en definitiva, una ventaja para los demás. Por esencia, toda revelación, en el mismo

momento de ser captada por alguien, pertenece por derecho a la humanidad. Por esto,

cuando culmina en Cristo, la revelación se hace universal. De ahí la enorme importancia

del diálogo entre las religiones.

Resumiendo: Dios, como amor infinito y siempre activo, se entrega y trata de

manifestarse a todos desde el comienzo y en la máxima medida posible; las

restricciones vienen sólo de la limitación humana, que o no puede o se resiste a su

revelación.

Por eso hay que recelar de expresiones como el "silencio de Dios". Eso puede

parecernos a nosotros en algún momento, pero objetivamente hieren el amor de un Dios

que sólo desea manifestársenos. Dios no nos abandona, aunque las circunstancias

parezcan decir lo contrario.

Soy consciente de que mi propuesta puede sonar a optimismo leibniziano y puede

parecer como si dictase a Dios su conducta. Hay optimismo, cierto; pero sólo respecto a

Dios. No hay soberbia, sino profunda humildad. No le dictamos a Dios su conducta,

sino que reconocemos su amor y nos esforzamos por creer en Él. De quien no nos

fiamos es de nosotros. Basta abrir los ojos para ver que el hombre puede fallar y falla,

sometido como está al lento progreso de la historia, en lucha con la ignorancia y el

instinto. Un pesimismo exacerbado también sería falso, porque la limitación se ve

siempre en relación con el amor de Dios. Esa relación es la esencia misma de la

revelación y de su historia.

 

Qué significa "palabra de Dios"

Negativamente, algo muy decisivo se ha roto. Y es justamente lo que provocó la crisis y

la renovación. Según la crítica bíblica, ya no es posible seguir considerando la

revelación como un "dictado". Dios no pudo dictar órdenes como la de exterminar

ciudades enteras ni copiar el relato del diluvio del poema de Gilgamesh ni equivocarse

afirmando que el sol gira en torno a la tierra.

Estas afirmaciones pueden resultar provocativas: nos obligan a afrontar el problema.

Pero la dificultad radica en la determinación positiva: ¿qué es, entonces, la revelación?,

¿qué significa afirmar que la Biblia es palabra de Dios? En realidad, la creación misma

es ya la primera y fundamental revelación de Dios, su manifestarse hacia fuera.

"Silabeas el alba igual que una palabra; Tú pronuncias el mar como sentencia" dice un

himno de Laudes. La maravilla de la creación consiste en que tiene tal capacidad

expresiva: "los cielos cantan la gloria de Dios", y el espíritu humano puede "escuchar"

su voz.

El secreto, casi el milagro de la experiencia religiosa es que, en el modo de ser del

mundo -en su contingencia, en su belleza, en sus enigmas- descubre ella que el mundo

no es la razón última de sí mismo, sino que remite a un fundamento creador. El hombre

lo ha hecho siempre, como lo demuestra la presencia universal de la religión.

Hagamos dos observaciones. La primera, que en la revelación no se trata de alguien que

intenta ocultarse, sino que la experiencia religiosa es consciente de que, si descubre, es

porque alguien estaba ya tratando de manifestársele y de que ella "cae en la cuenta".

Sabe que es Dios quien toma la iniciativa, y, por eso, toda religión se considera a sí

misma como revelada.

La segunda observación es que la manifestación se acomoda a la realidad: la realidad es

la manifestación. En el mundo natural Dios se manifiesta en las leyes físicas: la persona

religiosa comprende que el mundo funciona así porque Dios así lo ha creado y lo

sostiene. En el mundo humano se manifiesta en los dinamismos de la libertad, en las

llamadas al bien y a la justicia. Nosotros mismos somos una palabra de Dios,

pronunciada en su impulsarnos a realizarnos, siempre respetando nuestra libertad.

 

La Biblia como palabra de Dios

Solemos limitarnos a pensar en la revelación sólo cuando se trata de la Biblia,

relegándola al pasado, como algo lejano y ajeno, sin darnos cuenta de su conexión con

nuestra vida. Pero, en realidad, la Biblia nació precisamente del descubrimiento de Dios

en la vida de un pueblo y de la sucesiva comprensión de su modo de relacionarse con

los seres humanos y de las actitudes que en ellos suscita. Sólo de eso habla la Biblia.

Todo lo demás es vehículo expresivo.

¿En qué sentido cabe hablar de la Biblia como "palabra de Dios"? Lo es en cuanto en

ella se expresa lo que Él quiere manifestarnos. Lo es en y a través de las palabras

humanas en que toma cuerpo, las cuales llevan la marca de su tiempo y lugar. Lo cual

explica que la revelación sea un proceso humanísimo, que avanza a base de recuerdos y

nuevas experiencias, con tanteos y contradicciones, vacilaciones y retrocesos.

Fuera de contexto, las afirmaciones bíblicas pueden aun escandalizar. Pero en él,

suponen casi siempre un avance y merecen todo respeto. Una Biblia sin las heridas del

tiempo sería la mejor prueba de que es un libro "amañado". Y resultaría igualmente

desenfocado pretender que todo lo que en la Biblia se dice es, sin más y a la letra, válido

para hoy en día.

Es posible que, llegados a este punto, el lector se sienta perplejo. Puede que vea la

coherencia de lo dicho, que confirma muchas de sus ideas. Pero puede también que se le

rompan demasiado los esquemas y se pregunte: ¿entonces la Biblia no es libro

inspirado? ¿Cuál es el papel de los profetas y de los hagiógrafos?

He señalado la dificultad intrínseca de la revelación por la distancia infinita entre Dios y

el hombre. Contábamos con el hecho de la revelación constituida en la Biblia. Pero la

dificultad más radical está precisamente en esta constitución, es decir, en el nacimiento

de los grandes descubrimientos originales.

En el origen de cualquier intuición religiosa se encuentra un fundador, un santo, un

profeta, que descubren la presencia divina allí donde los demás no ven nada. Moisés,

David, Isaías, Ezequiel para el A.T. Lucas, Pablo, Juan, por no decir Jesús, para el N.T.

Ese rol excepcional de algunos es lo que más tarde los demás reconocieron como el don

divino de la "inspiración". Y lo era, porque todo lo que descubrieron fue gracias a Dios.

El profeta es el primero en saber que no es en él sino en Dios donde se origina aquello

que descubre y su capacidad para descubrirlo.

Pues bien, en eso consiste la inspiración de la Biblia. Lo que ocurre es que nuestros

hábitos mentales tienden al exclusivismo y a lo extraordinario: a una especie de milagro

mediante el cual Dios "dictaría" verdades ocultas a los hagiógrafos. Pero ¿qué decir de

los relatos de sueños, raptos o experiencias extáticas? Si analizamos relatos, queda claro

que, aun en las ocasiones más excepcionales, se trata de una actividad espiritual

humana, a veces espontánea, a veces tras un esfuerzo reflexivo o a costa de tremendas

crisis. Y es en esa actividad donde Dios logra hacer sentir su presencia.

 

La Biblia como "partera"

Esta visión puede parecer pobre. Pero acaba mostrándose muy rica, como algo real, que

nos afecta. Eso hace posible que la Biblia, lejos de ser algo aparte, pueda vivificar

nuestra experiencia y mantener actual la vivencia de la revelación.

El profeta no capta algo para sí, sino algo destinado a la comunidad: descubre al Dios

cuya presencia está afectando a todos. Es un mediador, que logra poner voz al mensaje

dirigido a todos.

Moisés reconoció la llamada de Dios contra la injusticia, pero ésta les afectaba a todos.

La inspiración de Moisés consistió en advertirlo.

En una fe responsable uno descubre lo que está afectando al conjunto. Si los israelitas

siguen a Moisés o creen a Ezequiel, es porque se reconocen en lo que oyen. Sus

paisanos le dicen a la Samaritana: "Ya no creemos por lo que tú cuentas; nosotros

mismos lo hemos oído" (Jn 4,42). Algo que ocurre en todos los órdenes profundos de la

existencia: si una obra literaria nos conmueve de verdad, es porque el genio del autor

descubre una dimensión en la que nos reconocemos. Sócrates comparó su propio rol con

el oficio de su madre, que era partera. La palabra auténtica ayuda a "dar a luz" lo que ya

estaba dentro y que por eso puede ser reconocido como propio.

Está demasiado extendida la idea de que hay que aceptar la revelación porque "lo dice la

Iglesia" y porque a ella se lo dijeron algunos que "dijeron que Dios se lo había dicho".

Es cierto que, si no nos lo dijera la Iglesia, muchos no llegaríamos a la fe, y que sin los

grandes profetas y, sobre todo, sin Jesús tampoco lo sabría la Iglesia. Pero, una vez que

se nos dice, no somos como niños que tienen que obedecer a la mamá. La palabra

reveladora solicita nuestra inteligencia y libertad. Aceptamos la Biblia como partera de

nuestra autenticidad en su relación con el mundo, los demás y Dios. Es lo que yo llamo

la revelación como mayéutica histórica.

La vida religiosa auténtica no consiste en "vivir de memoria" de una reve lación pasada,

sino un vivir actual desde un Dios que se revela ahora. La revelación como

descubrimiento culminó en Cristo, pero eso no significa que la revelación haya acabado.

Nunca como a partir de entonces pudo ser tan actual. Un amor no acaba cuando culmina

en la entrega total, sino que entonces es cuando empieza a ser vivido en plenitud.

La actualidad de la revelación no es una metáfora, sino lo que da realidad a nuestra vida

religiosa. Si yo creo que Dios es Padre tal vez puedo hacerlo gracias a que Cristo lo

descubrió; pero esto constituiría una mera aceptación sociológica, si sólo creyese porque

él lo ha dicho. Sólo hay fe viva cuando verifico en mi vida que efectivamente Dios me

ama como Padre. Lo que explica la necesaria "vuelta a la Biblia" es que, dada la

irreductible ambigüedad de nuestra vida, se nos oscurecen esas verdades y debemos

esforzarnos por recordar que alguien nos lo ha dicho. Sin la Biblia es muy probable que

el cristianismo se hubiera extraviado en el marasmo de la crisis histórica. Nuestra

misma experiencia individual nos enseña que la Palabra representa un medio

indispensable para avivar el rescoldo de esta presencia divina que tantas cosas tienden a

ocultar y deformar.

Lo decisivo es que no se trata de un recuerdo externo y lejano, sino de una relación

viva, en la que, aquí y ahora, yo reconozco a Dios presente, acogiéndome, guiándome,

"hablándome".

Extractó: Teodoro de Balle