¿Qué pensar del sacerdote?

por Arnaldo Cifelli

 

Todo sumo sacerdote es tomado de entre los hombres y puesto para intervenir a favor de los hombres en todo aquello que se refiere al servicio de Dios, a fin de ofrecer dones y sacrificios por los pecados. Él puede mostrarse indulgente con los que pecan por ignorancia y con los descarriados, porque él mismo está sujeto a la debilidad humana. (Heb 5, 1- 4).

 

Como vemos, antes que nada, el sacerdote es un hombre.  Un hombre que siente, que llora, que tropieza, que ríe, que tiene hambre, se enferma, duerme, y hasta puede descuidar su salud, fumando.

Un hombre con su historia personal, con capacidades y limitaciones, con “afectos y defectos”.  Un hombre.

A este hombre, Dios, en Jesucristo, le “trastornó” la vida: le propuso que lo siguiera.  Le mostró la ardua maravilla de entregarse a una misión siempre en camino… y  lo conquistó definitivamente.  Y él, como una locura incomprensible, decidió “dejar todas las cosas” para acompañar a Jesús, ocupándose de sus hermanos, “a tiempo completo”.

¿Qué pensar del sacerdote?  Que es un HOMBRE;  un hombre que decidió decir “Sí” al llamado del Señor.

El sacerdote  –por el sacramento del orden sagrado– es una “nueva creatura”: continúa llamándose Jorge o Luis, pero ha cambiado su identidad profunda: está configurado con Cristo,  Cabeza de la Iglesia, Pueblo de Dios, en cuyo nombre actúa: es “otro Cristo”.

Esta realidad sobrenatural reclama, en el ordenado, un “nuevo estilo de vida”, el que inauguró Jesús al decir: “Aprendan de mí…” (Mt 11, 28-29). El sacerdote está comprometido, de una manera especial, a buscar la perfección moral y la santidad.   

Así ocurre con la inmensa mayoría de los sacerdotes, en el marco de las limitaciones  y fragilidades propias de todo ser humano.  Esa mayoría que no son “noticia”; la “noticia” –bien lo sabe el periodismo– no es repetir que la oveja es blanca, sino descubrir que apareció “una oveja negra”…   

Sin “idealizar” su figura, los fieles sabemos que la mayoría de los sacerdotes están empeñados en su misión, consumiendo su total existencia en el servicio al Pueblo de Dios. No son “perfectos” (¿alguien lo es?), pero, aun condicionados por su propia limitación,  son la voz de Dios llamando a los hermanos al Camino de la Verdad y la Vida.   Por eso, los fieles sensatos no nos dejamos impresionar por la morbosa explotación que los críticos de la Iglesia Católica hacen de los escándalos que, lamentablemente, protagonizan, a veces, algunos sacerdotes. Más bien, debemos proclamar, con firmeza, la importancia de su profética presencia en la Iglesia y en la sociedad.

Este hombre de Dios  (1 Tim 6, 11)  no es una isla: es sacerdote en y para una comunidad. A ella sirve en los múltiples –casi ilimitados– aspectos de la vida, tanto espiritual como material. ¿Conocerán los detractores de la Iglesia cuántas obras espirituales y asistenciales animan los sacerdotes?  ¿Las conoce el cristiano corriente?

¡Qué fácil es decir que necesitamos sacerdotes santos! Los laicos somos tanto más exigentes con  nuestros sacerdotes, cuanto más condescendientes somos con nuestras debilidades.  Entonces, más que servir de “megáfono” de defectos y miserias ajenas, los fieles debemos preguntarnos qué hacemos  para que nuestros sacerdotes vivan el don del sacerdocio con alegría, para que persigan, con renovado ahínco, la perfección moral y la santidad: ¿Rezamos por nuestros sacerdotes? ¿Les ofrecemos colaboración? ¿Nos interesamos por sus necesidades materiales? ¿Los acompañamos con nuestro interés y comprensión? ¿Tenemos en cuenta el lado “humano” del sacerdote; que también él pudo haber dormido mal, estar agotado, desalentado?     

Como puede verse, además de saludarlo, con particular afecto y gratitud, en este día, es mucho lo que podemos y debemos hacer para impulsar esta “figura” querida por el mismo Jesucristo, en la que se entrelazan misteriosamente la grandeza divina y la fragilidad humana.