¿QUÉ BELLEZA SALVARÁ AL MUNDO?

Carlo Maria Martini

Carta pastoral 1999-2000

 

Índice

La transfiguración de Jesús

Introducción

INTERMEDIO METODOLÓGICO

I. ¿QUÉ BELLEZA SALVARÁ AL MUNDO?

LA SUBIDA AL M0NTE TABOR Y LAS PREGUNTAS DE LOS DISCÍPULOS

a) El escenario del tiempo: el siglo que ya no es breve

b) El escenario del corazón: la dificultad de conjugar salvación e historia

c) Las negaciones de la Belleza y la pregunta sobre el sentido de la vida y de la historia

II. LA REVELACIÓN DE LA BELLEZA QUE SALVA: LA TRANSFIGURACIÓN, LA TRINIDAD Y EL MISTERIO PASCUAL

a) La Belleza crucificada: el viernes santo y el hoy del dolor del hombre

b) El esplendor de la Belleza: la pascua y la salvación del mundo

c) El encuentro con la Belleza que salva: los relatos de las apariciones

d) El "Pastor hermoso" y la iglesia del amor

III. TESTIMONIOS DE LA BELLEZA QUE SALVA: EL DESCENSO DEL MONTE Y LA INVITACIÓN "LEVANTAOS, NO TENGÁIS MIEDO"

a) Experimentar la Belleza que salva: conversión y reconciliación

b) Anunciar la Belleza que salva

c) Compartir con todos la búsqueda y el don de la Belleza

d) Vivir el año jubilar en la unidad de las tres dimensiones: sacramental, profética y caritativa

CONCLUSIÓN:

MEDITAR EN EL CORAZÓN LA OBRA DE DIOS: LA IMAGEN DE LA ANUNCIACIÓN

APÉNDICE:

ALGUNAS PREGUNTAS PARA LA REVISIÓN DE LA VIDA PERSONAL Y COMUNITARIA


 

La transfiguración de Jesús

Mt.17, 1-8

1 Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los lleva aparte, a un monte alto.

2 Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz.

3 En esto, se les aparecieron Moisés y Elías que conversaban con él.

4 Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: « Señor, bueno es estarnos aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. »

5 Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salía una voz que decía: « Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle. »

6 Al oír esto los discípulos cayeron rostro en tierra llenos de miedo.

7 Mas Jesús, acercándose a ellos, los tocó y dijo: « Levantaos, no tengáis miedo. »

8 Ellos alzaron sus ojos y ya no vieron a nadie más que a Jesús solo.

 

Mc.9,2-8

2 Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, Santiago y Juan, y los lleva, a ellos solos, aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos,

3 y sus vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos, tanto que ningún batanero en la tierra sería capaz de blanquearlos de ese modo.

4 Se les aparecieron Elías y Moisés, y conversaban con Jesús.

5 Toma la palabra Pedro y dice a Jesús: « Rabbí, bueno es estarnos aquí. Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías »;

6 - pues no sabía qué responder ya que estaban atemorizados -.

7 Entonces se formó una nube que les cubrió con su sombra, y vino una voz desde la nube: « Este es mi Hijo amado, escuchadle. »

8 Y de pronto, mirando en derredor, ya no vieron a nadie más que a Jesús solo con ellos.

 

Lc.9,28-36

28 Sucedió que unos ocho días después de estas palabras, tomó consigo a Pedro, Juan y Santiago, y subió al monte a orar.

29 Y sucedió que, mientras oraba, el aspecto de su rostro se mudó, y sus vestidos eran de una blancura fulgurante,

30 y he aquí que conversaban con él dos hombres, que eran Moisés y Elías;

31 los cuales aparecían en gloria, y hablaban de su partida, que iba a cumplir en Jerusalén.

32 Pedro y sus compañeros estaban cargados de sueño, pero permanecían despiertos, y vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él.

33 Y sucedió que, al separarse ellos de él, dijo Pedro a Jesús: « Maestro, bueno es estarnos aquí. Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías », sin saber lo que decía.

34 Estaba diciendo estas cosas cuando se formó una nube y los cubrió con su sombra; y al entrar en la nube, se llenaron de temor.

35 Y vino una voz desde la nube, que decía: «Este es mi Hijo, mi Elegido; escuchadle»

36 Y cuando la voz hubo sonado, se encontró Jesús solo. Ellos callaron y, por aquellos días, no dijeron a nadie nada de lo que habían visto.

 

Introducción

Al disponerme a escribir esta carta pastoral, que quisiera servir de ayuda a mis fieles y a mí mismo para vivir bien el cambio de milenio, oigo llamar a la puerta de mi corazón muchos temas, demasiados incluso. Voy a intentar mencionar los principales, al menos.

En este año 2000, situado en el umbral entre dos siglos y dos milenios, al tiempo que conmemoramos el don de la encarnación del Hijo de Dios, realizada hace veinte siglos, quisiera ante todo ayudar a reflexionar sobre el significado del tiempo y k1 historia. ¿En qué punto estamos del camino humano? ¿Cómo ha sido acogido hasta ahora el don de Dios, que es el Señor Jesús? ¿Cómo lo hemos acogido nosotros, que creemos en Él? ¿Qué sentido puede tener el entrar en un nuevo milenio? Esta pregunta asume un carácter particularmente dramático a causa de los recientes acontecimientos de la guerra de los Balcanes y de los odios étnicos que ésta ha puesto tan violentamente de manifiesto: ¿cómo es posible que el siglo XX se cierre con experiencias tan dramáticas, como si no hubiésemos aprendido nada de las trágicas lecciones de las dos guerras mundiales, de los genocidios perpetrados y de la caída de las ideologías?

El papa nos pide que hagamos esta ardua meditación sobre la historia a la luz del misterio trinitario, que es el centro y corazón de la revelación cristiana. Ha querido que el año 2000, tras el trienio dedicado respectivamente al Hijo Jesús, al Espíritu Santo y al Padre, estuviese caracterizado por la alabanza a la Santísima Trinidad (Tertio millennio adveniente, n. 55). ¿Qué quiere decir contemplar ese misterio del que todo proviene y al que todo tiende? ¿Cómo nos ayuda a vivir este fin de siglo y de milenio con un poco de optimismo y serenidad?

En nuestro caso, estas preguntas debemos situarlas en el contexto de nuestro mundo occidental, caracterizado por desalientos y cansancios que se manifiestan particularmente, en el plano civil, en el descenso de la natalidad y, en el ámbito eclesiástico, en la crisis de vocaciones. ¿Qué puede darnos un impulso nuevo, un cambio de marcha, un horizonte de alegría y esperanza?

Todo ello debería contribuir también a vivificar las numerosas iniciativas promovidas por el Gran Jubileo a escala mundial, nacional, regional y diocesana, no como un cúmulo de citas y actividades dispares, sino adoptando la unidad de un camino de arrepentimiento y conversión, recorrido como un momento luminoso de la gran peregrinación de la humanidad hacia el Padre.

Bajo el estímulo de tan numerosas demandas, he buscado durante largo tiempo, junto con los diversos Consejos diocesanos, una palabra a modo de compendio, una imagen que unificara. En esta búsqueda, a veces no exenta de sufrimiento -precisamente debido a la multiplicidad de los temas y la dificultad de conectarlos de manera convincente-, se me ha ido metiendo cada vez más en el corazón la pregunta que Dostoievski, en su novela El idiota, hace por labios del ateo Hippolit al príncipe Myskin. "¿Es verdad, príncipe, que dijisteis un día que al mundo lo salvará la belleza? Señores -gritó fuerte dirigiéndose a todos-, el príncipe afirma que el mundo será salvado por la belleza... ¿Qué belleza salvará al mundo?".

El príncipe no responde a la pregunta, igual que un día el Nazareno, ante Pilato, no había respondido más que con su presencia a la pregunta "¿qué es la verdad?" (Jn 19,38). Parece como si el silencio de Myskin -que con infinita compasión de amor se encuentra junto al joven que está muriendo de tisis a los dieciocho años- quisiera decir que la belleza que salvará al mundo es el amor que comparte el dolor.

La belleza de la que hablo no es, pues, la belleza seductora, que aleja de la verdadera meta a la que tiende nuestro corazón inquieto: es más bien la "belleza tan antigua y tan nueva" que Agustín confiesa como objeto de su amor purificado por la conversión, la belleza de Dios. Es la belleza que caracteriza al Pastor que nos guía con firmeza y ternura por los caminos de Dios, aquel al que el evangelio de Juan llama "el Pastor hermoso, que da la vida por sus ovejas" (Jn 10,11 ). Es la belleza a la que hace referencia san Francisco en las Alabanzas al Dios altísimo cuando invoca al Eterno diciendo: "Tú eres la hermosura". Es la belleza de la que recientemente ha escrito el papa en la Carta a los artistas: "Al observar que cuanto había creado era bueno, Dios vio también que era bello... La belleza es en cierto sentido la expresión visible del bien, lo mismo que el bien es la condición metafísica de la belleza" (n. 3). Es la belleza frente a la cual "el espíritu tiene conciencia de cierto ennoblecimiento y de cierta elevación por encima de la mera receptividad de un placer por medio de impresiones sensibles" (Emmanuel Kant, Crítica de la razón, § 59). No se trata, pues, de una propiedad sólo formal y exterior, sino de ese peso del ser al que aluden términos como gloria -la palabra bíblica que mejor expresa la "belleza" de Dios en cuanto manifestada a nosotros-, esplendor, fascinación: es lo que suscita atracción gozosa, sorpresa grata, entrega ferviente, enamoramiento, entusiasmo; es lo que el amor descubre en la persona amada, esa que se intuye como digna del don de sí, por la cual estamos dispuestos a salir de nosotros mismos y a arriesgarnos libremente.

Creo que la pregunta sobre esta belleza sigue estimulándonos hoy fuertemente: "¿Qué belleza salvará al mundo?". No basta deplorar y denunciar las fealdades de nuestro mundo. No basta tampoco, en nuestra época desencantada, hablar de justicia, de deberes, de bien común, de programas pastorales, de exigencias evangélicas.

Es preciso hablar con un corazón cargado de amor compasivo, experimentando la caridad que da con alegría y suscita entusiasmo; es preciso irradiar la belleza de lo que es verdadero y justo en la vida, porque sólo esta belleza arrebata verdaderamente los corazones y los dirige a Dios. En resumidas cuentas, es necesario hacer comprender lo que Pedro entendió ante Jesús transfigurado: "Señor, ¡qué bien estamos aquí! " (Mt 17,4), y lo que Pablo, citando a Isaías (52,7), sentía ante la tarea de anunciar el Evangelio: "¿Qué hermosos son los pies de los que anuncian buenas noticias!" (Rom 10,15).

Para quien se reconoce amado por Dios y se esfuerza en vivir el amor solidario y fiel en las diversas situaciones de prueba de la vida y de la historia, resulta bello vivir este fin de siglo, este tiempo nuestro -aun cuando se nos muestre tan lleno de cosas feas y desgarradoras-, e intentar interpretarlo en sus enigmas dolorosos y conturbadores. ¡Es hermoso buscar en la historia los signos del Amor Trinitario; es hermoso seguir a Jesús y amar a su Iglesia; es hermoso leer el mundo y nuestra vida a la luz de la cruz; es hermoso dar la vida por los hermanos! Es hermoso apostar la propia existencia a la carta de Aquel que no sólo es la verdad en persona, que no sólo es el bien más grande, sino que es también el único que nos revela la belleza divina de la que nuestro corazón tiene una profunda nostalgia y una intensa necesidad.

De ahí nace la imagen a la que voy a referirme en esta carta pastoral. Es la imagen de la transfiguración, que unifica cuanto he dicho hasta el momento:

- en los discípulos que suben al monte, llevando en su corazón todas las inquietudes y pesadumbres que agitan su historia personal y colectiva, es posible percibir las preguntas que hay en nosotros sobre el sentido del tiempo, la demanda de significado nacida de las angustias provocadas por la violencia y todas las tragedias de nuestro siglo XX;

- en los discípulos que viven en el monte la hermosa experiencia de la revelación del Padre y del Hijo amado en la nube del Espíritu, se puede captar la relación entre todas esas preguntas y el misterio trinitario, relación capaz de satisfacer la necesidad de síntesis de nuestro camino;

- en los discípulos que bajan del monte, transfigurados también ellos en el corazón, se puede ver la necesidad que todos nosotros tenemos de vivir nuestra vida de fe, nuestra actividad pastoral y, en particular, las iniciativas del jubileo con honda inspiración y con un impulso sincero de conversión y renovación.

Así, la carta va a estar concebida ante todo como una relectura del episodio de la transfiguración según tres momentos: la subida al monte, la revelación en el monte, el descenso del monte. Todo estará dominado por el tema de la belleza de la revelación trinitaria, que destaca en el relato sinóptico reproducido al comienzo de la carta: Mt 17,1-8; Mc 9,2-8; Lc 9,28,36.

Intermedio metodológico

En este punto me encontraría preparado para abordar la materia, pero hay algo que todavía me detiene. Me pregunto: ¿cómo hacer para que quienes lean esta carta participen en mi búsqueda y en mis esfuerzos para escribirla?, ¿cómo hacer para que este conocimiento ulterior de la Trinidad, al que tiende la carta, sea una verdadera experiencia espiritual? Para esto no basta una nítida exposición de la doctrina, que se puede encontrar en todos los catecismos. El misterio trinitario requiere una implicación personal en que se acepte incluso el sufrimiento.

De hecho, existen diversos modos de acercarse al misterio de la Trinidad. El más clásico considera a Dios en su misterio de unidad y multiplicidad, estudia las relaciones entre las personas y capta con provecho algún reflejo de esa multiplicidad, comunión en las comunidades humanas, empezando por la familia. La Trinidad aparece como un modelo de relaciones entre personas, y puede generar un modo adecuado de comprender la sociedad y, sobre todo, la Iglesia.

Un acercamiento más habitual hoy es el histórico, salvífico: la Trinidad se manifiesta en la sucesión de acontecimientos de salvación, en cuyo centro -está el misterio de la Encarnación. Dios se revela Padre mandándonos al Hijo; el Hijo revela su unidad con el Padre abandonándose a Él y a su voluntad hasta la muerte; el Espíritu es dado por el Hijo y prolonga su presencia entre los hombres. Así, a partir del misterio pascual, Dios se muestra Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Pasando revista a estos diversos modos de acercamiento, que no se excluyen, sino que son complementarios, he sentido, no obstante, la necesidad de adentrarme por una vía de conocimiento más personal, fruto de cierta connaturalización. Un conocimiento de la Trinidad que signifique también un paso adelante en la fe, esperanza, caridad, que cueste algo, que suponga una superación del yo para dejar espacio al conocimiento de Dios. Un conocimiento que sea a la vez clave de lectura "de gran precio" (cf. l Cor 6,20 y 7,23) del tiempo y el significado de las vicisitudes humanas, así como también del propio yo y del "nosotros hoy" de la Iglesia. Si es verdad que no es posible un conocimiento puramente "objetivo" de Dios, sino que sólo se le puede conocer entrando en relación y dándose, la vía de acceso es la de Jesús, que ama y se da sin lamentaciones.

Se trata, pues, de entrar en el misterio de la Trinidad a partir del Hijo, con un movimiento espiritual que implique a toda la persona. Jesús mismo ha dicho: "Nadie conoce al Padre más que el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar" (Mt 11,27). Es necesario, pues, entrar en la experiencia del Hijo.

Esta experiencia se expresa sobre todo en dos momentos: en la gratitud y en el abandono. El momento de la gratitud se manifiesta en textos como Mt 11,25: "Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra...", o como Jn 11,41: "Padre, te doy gracias, porque me has escuchado". Se trata de participar en la gratitud de Jesús, que lo recibe todo de su Padre y en todo encuentra modo de alabarlo. Viviendo el espíritu de reconocimiento y de alegría filial por todo cuanto recibimos, aun cuando sea contrario a nuestras expectativas, entramos en el conocimiento que Jesús tiene del Padre y vivimos en Él algo del misterio trinitario.

El momento del abandono se manifiesta en textos como Mt 26,39: "No sea como yo quiero, sino como quieres tú", y como Lc 23,46: "Padre, en tus manos confío mi espíritu", leído a la luz de Mt 27,46: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?". En estos momentos, Jesús expresa al máximo su confianza total en el Padre, por el cual, no obstante, se siente como abandonado. Es entrando íntimamente en el corazón de Cristo con una experiencia semejante a la suya como podemos decir que conocemos un poco más al Padre pasando por los sentimientos del Hijo. Hay momentos de la vida en los que esa experiencia requiere una entrega heroica. Sentimos entonces más claramente que no depende de nosotros vivir tales sentimientos, sino que es el Espíritu quien los suscita dentro de nuestro corazón. Estamos así en lo íntimo de la experiencia que Jesús tiene del

Padre y del Espíritu. La Trinidad, entonces, no es ya un teorema abstracto ni una serie de simples relatos, sino algo que sentimos dentro y que nos hace vibrar al unísono con el misterio divino. Desde este centro espiritual es posible reconsiderar las preguntas sobre el mundo y sobre la historia, no para obtener respuestas teóricas y más o menos desconectadas de nosotros, sino para intuir cuál debe ser nuestra implicación personal en esa pasión de amor y de misericordia con la que la Santísima Trinidad ha creado el mundo y lo ama para conducirlo hacia su plenitud.

Toda esta carta pastoral ha sido vivida antes de ser escrita; su autor ha procurado dejarse mover por el Espíritu para entrar en el corazón del Hijo y así conocer al Padre. No persigo otra finalidad, al divulgarla, que la de ayudar a todos a realizar este camino.

Estamos, pues, listos para entrar en la lectio divina del episodio de la transfiguración de Jesús.

1. ¿Qué Belleza salvará al mundo?

La subida al Tabor y las preguntas de los discípulos

Los apóstoles a los que Jesús invita a subir con él al monte, seis días después del anuncio de una próxima manifestación del Hijo del hombre (cf. Mt 17,1), llevaban consigo las preguntas, cada vez más serias, que iban surgiendo en su corazón. Estando con Jesús y aprendiendo a comparar su anterior visión de la vida y de la historia con cuanto él venía haciendo y enseñando, se preguntaban: ¿en qué modo este Maestro, que ejerce una fascinación tan grande, responde a las promesas de Dios para la salvación de su pueblo?, ¿cómo puede un hombre tan bueno y apacible poner orden en un mundo tan malo?, ¿qué significa el destino de derrota y muerte del que nos está hablando? (cf. Mt 16,21-23).

Son las preguntas que nosotros los cristianos sentimos surgir de nuevo al final de este siglo y de este milenio: ¿cómo puede la apacible belleza del Crucificado resucitado traer la salvación a esta humanidad cínica y cruel?

Es el interrogante que Dostoievski ponía en boca de Hippolit hace un siglo y que encuentra hoy ecos nuevos en diversas formas. Por ejemplo:

- en el gran escenario de la historia, donde la guerra de los Balcanes ha abierto de nuevo heridas que al menos en Europa se creían cicatrizadas para siempre;

- en la dificultad y el cansancio que a menudo se advierten también entre los creyentes a la hora de dar razón, con entusiasmo y convicción, de la esperanza que hay en ellos ante el mal del mundo;

- en el desánimo que tienta un poco a todos ante la banalidad de lo cotidiano, ante tantas formas de fealdad de la vida, con la incapacidad para percibir en ello una llamada a algo más grande en lo que valga la pena emplearse.

a) El escenario del tiempo: el siglo que ya no es breve

Los acontecimientos de 1999 en los Balcanes parecen haber acabado con la frecuente opinión de que el siglo XX era el "siglo breve" (Eric Hobsbawm), concluido con el profético 1989. Lo que parecía irrepetible de las atrocidades del siglo XX reaparece: guerra, genocidios, destrucciones y muerte. El siglo que parecía cerrarse con la crisis de las ideologías se encuentra de nuevo atravesado por empalizadas y oposiciones ideológicas análogas a las de las dos guerras mundiales o las de los largos decenios de la guerra fría: en este sentido, se podría decir que el nuestro es "el siglo que ya no es breve"; es el siglo en el cual las ideologías que se creían acabadas continúan en realidad influyendo, con su lógica de contraposiciones, en las opciones de individuos y pueblos, produciendo nuevas y terribles violencias. Sabemos, en efecto, que cuanto ha acontecido en los Balcanes no es más que una de las tragedias que marcan a tantos otros países, sobre todo en África.

En los umbrales del año jubilar -que estamos invitados a vivir como una contemplación del desenvolvimiento del tiempo en el seno de la Trinidad- parecen, pues, volver las dramáticas preguntas de siempre, enraizadas en el dolor humano: ¿qué sentido tiene la historia?, ¿cómo se revela Dios en la tragedia?, ¿por qué el Padre de la misericordia parece callar ante el sufrimiento de sus criaturas?, ¿por qué permite que entre ellas exista tanto odio y tanta violencia?

b) El escenario del corazón: la dificultad de conjugar salvación e historia

Lo que parece imponerse a la meditación de nuestra fe es el esfuerzo de conjugar el hoy del dolor humano con el hoy de Dios Salvador, de cuyo nacimiento en el tiempo celebra los 2.000 años el jubileo. Una lectura sintética de estos veinte siglos, cuyo potencial trágico parece resumido en los recientes acontecimientos bélicos, busca luz en la revelación del amor trinitario realizada en la pascua de resurrección del Crucificado. La pascua revela el sentido de la historia: una historia orientada a la victoria final de Dios, de la cual es anticipo y promesa la resurrección del Crucificado. Sin embargo, parece que en el corazón de los creyentes existen muchas dificultades a la hora de dar razón de la esperanza que hay ellos (cf. l Pe 3,15 ).

Es urgente, por tanto, escuchar la palabra de la cercanía y de la consolación de Dios revelada en pascua: es allí donde Dios amó tanto al mundo que le dio a su Hijo unigénito (cf. Jn 3,16); es allí donde el Padre se revela como amor en el gesto supremo del sacrificio de Jesús (cf. l Jn 4,8ss). Es ante este amor donde cada uno de nosotros puede hacer suyas las palabras de Pedro en el monte ante la revelación de la Trinidad: "¡Qué bien estamos aquí". Es en este amor revelado sobre la cruz donde es posible reconocer e indicar a todos -creyentes y no creyentes en búsqueda- la belleza que salva y que se ofrece como luz y fuerza incluso en el fragmento trastornador y doloroso de nuestro presente.

Es en la "contemplación" del misterio pascual donde entreveo como una "cifra", una clave de lectura de mi camino episcopal durante estos veinte años. Hemos querido ejercitarnos en contemplar la historia a la luz de la Trinidad, y la Trinidad en la trama de los acontecimientos de este mundo.

c) Las negaciones de la Belleza y la pregunta sobre el sentido de la vida y de la historia

Lo que nos impulsa a buscar tan intensamente la Belleza de Dios revelada en pascua es también su contrario, es decir, la negación de la Belleza. La verdadera Belleza es negada dondequiera que el mal parece triunfar, dondequiera que la violencia y el odio toman el puesto del amor, y la vejación, el de la justicia. Pero la verdadera Belleza es negada también donde ya no hay alegría, especialmente allí donde el corazón de los creyentes parece haberse rendido a la evidencia del mal, donde falta el entusiasmo de la vida de fe y no se irradia ya el fervor de quien cree y sigue al Señor de la historia.

Es verdad que algún lector de buena voluntad podría decir en este momento: "Pero yo, aun cuando querría amar al Señor, ¿estoy seguro de irradiarlo?". Existen a veces sufrimientos físicos, psíquicos y espirituales que hacen pesada la vida y producen la impresión de que no se sabe comunicar la alegría del evangelio. Sin embargo, quien lee en el corazón descubre en él una paz profunda, testimonio silencioso del sentido de una vida entregada a Cristo.

Yo hablo aquí, más bien, de esa negación de la belleza que es a menudo sutil e invasora y habita la vida de creyentes y no creyentes: es la mediocridad que avanza, el cálculo egoísta que ocupa el puesto de la generosidad, el hábito repetitivo y vacío que sustituye a la fidelidad vivida como continua novedad del corazón y de la vida. Como creyentes, deberíamos preguntarnos si la Iglesia que construimos cada día es bella y capaz de irradiar la Belleza de Dios. Quienes se han comprometido en una mutua fidelidad en el amor esponsal pregúntense si, más allá de las inevitables cargas de la vida, se transparenta algo de la belleza de la recíproca donación. Pregúntense también los presbíteros y los consagrados si a veces la costumbre o las inevitables desilusiones no han apagado el entusiasmo de los comienzos. Ninguna negación de la Belleza es tan triste como la que proviene de quien con su vida entera ha sido llamado a ser testigo del Amor crucificado y, por tanto, apóstol de la Belleza que salva.

Antes de concluir esta primera parte, siento que otro interrogante se abre paso en mi corazón: ¿en qué condiciones están llamados hoy nuestros muchachos y adolescentes a captar la Belleza de Dios y de la vida según el Evangelio?, ¿cómo pueden, en un mundo consumista en el que parece que todo se puede comprar con dinero, no dejarse engañar por lo efímero y decidirse en cambio por lo que vale y cuesta sacrificio?, ¿cómo hacerles comprender que la vocación por la belleza pasa por una valiente ascesis de la mente y del corazón? Estoy convencido de que el "hermoso testimonio" (cf. l Tim 6,13) de Aquel que dio la vida por amor a cada uno de nosotros, reflejado en las páginas de la Escritura, asimilado en la lectio divina y encarnado en la vida de tantos testigos de nuestro tiempo -desde el padre Kolbe a Gianna Beretta Molla, a Teresa de Calcuta...-, es hoy capaz de vencer los condicionamientos de nuestro tiempo y de entusiasmar por la verdadera Belleza de Dios.

 

II. La revelación de la Belleza que salva al mundo

La transfiguración, la Trinidad y el misterio pascual

Hemos subido al monte, pues, en compañía de los tres discípulos y junto con Jesús, llevando con nosotros sus preguntas y las nuestras. ¿Qué nos responderá ahora el Señor? En realidad, en el monte Jesús no nos habla: ¡se transfigura! "Seis días después, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, los llevó a solas a un monte alto y se transfiguró ante ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como ningún batanero del mundo podría blanquearlos. Se les aparecieron también Elías y Moisés, que conversaban con Jesús. Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús: 'Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Vamos a hacer tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías"' (Mc 9,2,5). El relato de Lucas dice que también los dos personajes participan de la belleza de Jesús: "Resplandecientes de gloria" (Lc 9,31).

El monte es en la Biblia el lugar de la revelación, nuevo Sinaí donde Dios habla a su pueblo. Jesús es la Ley en persona, la Torah hecha carne, que se manifiesta en el esplendor de la luz divina: es la Verdad viva, testimoniada por los dos testigos por excelencia, Moisés y Elías, figuras de la Ley y los Profetas. Esta experiencia les parece a los discípulos no sólo verdadera y buena, sino también bella: es la fascinación de la Verdad y del Bien, es la Belleza de Dios lo que se les ofrece a ellos. Esa Belleza se vincula en el relato con la misteriosa revelación de la Trinidad: "Vino entonces una nube que los cubrió y se oyó una voz desde la nube: 'Éste es mi Hijo amado; escuchadlo"' (v. 7). La nube y la sombra son figura del Espíritu de Dios. La voz es la del Padre, y Jesús es designado como el Hijo, el Amado: es, pues, la Trinidad quien se está comunicando a los discípulos. La Belleza a la que hace referencia la exclamación de Pedro es, pues, la de la Trinidad divina.

En el relato de Lucas se indica expresamente dónde se realizará la plena revelación de la Trinidad: en el acontecimiento pascual. "Hablaban del éxodo que Jesús había de consumar en Jerusalén" (Lc 9,31). En los demás sinópticos, la alusión a ese acontecimiento tiene lugar en el momento del descenso: "Al bajar del monte, les ordenó que no contaran a nadie lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre hubiera resucitado de entre los muertos. Ellos guardaron el secreto, pero discutían entre sí sobre lo que significaría resucitar de entre los muertos. Y le preguntaron: '¿Cómo es que dicen los maestros de la Ley que primero tiene que venir Elías?'. Jesús les respondió: 'Es cierto que Elías ha de venir primero y ha de restaurarlo todo, pero ¿no dicen las Escrituras que el Hijo del hombre tiene que padecer mucho y ser despreciado?"' (Mc 9,9-12 ).

La muerte y resurrección del Hijo del hombre son, pues, el lugar donde la Trinidad se revela definitivamente al mundo como amor que salva: "El amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros y envió a su Hijo para libramos de nuestros pecados" (1 Jn 4, l0).

La transfiguración nos permite, pues, reconocer en la revelación de la Trinidad la revelación de la "gloria", y remite al pleno cumplimiento de dicha revelación en la suprema entrega de amor realizada en la cruz. Es allí donde "el más hermoso de los hombres" (Sal 45,3 ) se ofrece -bajo el signo paradójico de lo contrario- como "varón de dolores..., como alguien a quien no se quiere mirar" (Is 53,3). La Belleza es el Amor crucificado, revelación del corazón divino que ama: del Padre, fuente de todo don; del Hijo, entregado a la muerte por amor nuestro; del Espíritu, que une Padre e Hijo y es derramado sobre los hombres para conducir a los que están lejos de Dios a los abismos de la caridad divina.

Acompañemos, pues a los discípulos en el camino que Jesús les mostró en el monte; contemplemos con ellos la gloria de Dios, la divina Belleza en la cruz y resurrección del Hijo del hombre, desde el viernes santo -hora de las tinieblas en la cual es crucificada la Belleza- hasta el esplendor del día de pascua. Quisiera que este camino no se limítase a una sucesión de referencias bíblicas, sino que representase una especie de itinerario ígneo en el cual hay que adentrarse con decisión personal y, a la vez, con temor y temblor, dejándose quemar por la llama de Dios.

a) La Belleza crucificada: el viernes santo y el hoy de dolor del hombre

La cruz es revelación de la Trinidad en la hora de la "entrega" y el abandono: el Padre es Aquel que entrega a la muerte al Hijo por nosotros; el Hijo es Aquel que se entrega por amor nuestro; el Espíritu es el Consolador en el abandono, entregado por el Hijo al Padre en la hora de la cruz ("E inclinando la cabeza, entregó el Espíritu": Jn 19,30; cf. Heb 9,14) y por el Padre al Hijo en la resurrección (cf. Rom 1,4). En la cruz, el dolor y la muerte entran en Dios por amor de los sin Dios: el sufrimiento divino, la muerte en Dios, la debilidad del Omnipotente, son otras tantas revelaciones de su amor por los hombres. Es este amor increíble y a la vez apacible, atrayente, lo que nos implica personalmente y nos fascina, lo que expresa la verdadera Belleza que salva. Este amor es fuego devorador y no cabe resistirse a él sino con una incredulidad obstinada o con una negativa persistente a ponerse en silencio ante su misterio, es decir, con el rechazo de la "dimensióncontemplativa de la vida".

Ciertamente, el Dios cristiano no da de este modo una respuesta teórica a la pregunta sobre el porqué del dolor del mundo. Simplemente, se ofrece como el "estuche", el "seno" de dicho dolor, como el Dios que no deja que se pierda ni una sola lágrima de sus hijos, porque las hace suyas. Es un Dios cercano que, precisamente en la cercanía, revela su amor misericordioso y su ternura fiel. Nos invita a entrar en el corazón del Hijo que se abandona al Padre y a sentirnos así dentro del misterio de la Trinidad.

El Hijo es el gran compañero del sufrimiento humano, aquél al que nos es dado reconocer en todos los sufrimientos, sobre todo en los que llamamos "inocentes": piénsese en lo intenso que ha sido este motivo del "dolor inocente" en la labor incansable de un don Carlo Gnocchi por sus "mutiladitos". El rostro "al que no se quiere mirar" (Is 53,3 ) se nos muestra como un rostro bello, el que la madre Teresa de Calcuta contemplaba con ternura en sus pobres y en los moribundos.

b) El esplendor de la belleza: la pascua y la salvación del mundo

En pascua resplandece la Belleza que salva, la caridad divina se derrama sobre el mundo. En el Resucitado, colmado del Espíritu de vida por el Padre, no sólo se realiza la victoria sobre el silencio de la muerte y se ofrece el modelo del Hombre nuevo, que es plenamente tal según el proyecto de Dios, sino que se realiza también el supremo "éxodo" desde Dios hacia el hombre y desde el hombre hacia Dios, se verifica esa apertura al más allá de sí a la que aspira el corazón humano. Si hacemos nuestro en la fe el acontecimiento de pascua, también nosotros somos arrastrados en este torbellino que nos invita a salir de nosotros mismos, a olvidamos, a gustar la belleza del don gratuito de sí.

c) El encuentro con la Belleza que salva: los relatos de las apariciones

La revelación de la Trinidad como Belleza divina que salva alcanza la vida de los discípulos en los encuentros testimoniados por los relatos de las apariciones. En la variedad cronológica y geográfica de estas escenas se manifiesta una estructura recurrente: es el Resucitado quien toma la iniciativa y se muestra vivo (cf. Hch 1,3). El encuentro viene a nosotros desde el exterior, a través de un gesto y una palabra que nos alcanzan y que son hoy el gesto y la palabra de la Iglesia que anuncia al Resucitado. Gestos y palabras que suscitan sorpresa gozosa, exultación por la gloria del Resucitado, consolación por sentirse tan amados, anhelo de darse a Aquel que nos llama a participar en su plenitud de vida, deseo de gritar la alegre confesión de fe: "¡Es el Señor!" (Jn 11,?); "¡Señor mío y Dios mío!" (Jn 20,28 ).

Quien ha encontrado al Resucitado es enviado por éste a ser su testigo: el encuentro pascual cambia la vida de quien lo experimenta. Los medrosos fugitivos del viernes santo se convierten en testigos valerosos de la pascua, hasta el punto de dar la vida por la confesión de su Señor. Su esplendor les ha arrebatado verdaderamente el corazón y ha hecho de ellos los anunciadores del don de Dios; esos que, habiendo experimentado la salvación y gustado su belleza y alegría, sienten la incontenible necesidad de comunicar a otros el don recibido.

Transfigurados por el amor que salva, los discípulos se convierten en los testigos de esta transfiguración: la belleza que los ha arrebatado a sí mismos se convierte en el acicate que les impulsa a dar gratis a todos lo que gratis han recibido.

d) El "Pastor hermoso" y la Iglesia del amor

La condición de testigos de la Belleza que salva tiene su origen en la experiencia continua y siempre nueva que de ella tenemos: Jesús mismo nos lo da a entender cuando, en el evangelio de Juan, se presenta como el "Pastor hermoso" –así dice el original griego, aun cuando la traducción preferida normalmente es la de "buen Pastor"-: "Yo soy el pastor hermoso. El pastor hermoso ofrece la vida por las ovejas... Yo soy el pastor hermoso, conozco a mis ovejas y mis ovejas me conocen, lo mismo que el Padre me conoce y yo conozco al Padre, y ofrezco la vida por las ovejas"

(Jn 10,11.14s). La belleza del Pastor depende del amor con el que se entrega a la muerte por cada una de sus ovejas y establece con cada una de ellas una relación directa y personal de intensísimo amor. Esto significa que su belleza se experimenta al dejarse amar por Él, al entregarle el propio corazón para que lo inunde de su presencia, y al corresponder al amor así recibido con el amor que Jesús mismo nos hace capaces de tener.

El lugar donde este encuentro de amor hermoso y vivificante con el Pastor resulta posible es la Iglesia: es en ella donde el Pastor hermoso habla al corazón de cada una de sus ovejas y hace presente en los sacramentos el don de su vida por nosotros; es en ella donde los discípulos pueden obtener, de la Palabra, de los acontecimientos sacramentales y de la caridad vivida en la comunidad, la alegría de saberse amados por Dios, custodiados con Cristo en el corazón del Padre. La Iglesia es, en ese sentido, la Iglesia del Amor, la comunidad de la Belleza que salva: formar parte de ella con adhesión plena del corazón que cree y ama es tal experiencia de alegría y de belleza que nada ni nadie en el mundo puede darla del mismo modo. Estar llamados a servir a esta Iglesia con la totalidad de la propia existencia, en el sacerdocio y en la vida consagrada, es un don hermoso y precioso que hace exclamar: "Me ha tocado un lote delicioso, ¡qué hermosa es mi heredad!" (Sal 16,6).

La confirmación de esto nos llega de la vida de los santos: ellos no sólo creyeron en el "Pastor hermoso" y lo amaron, sino que, sobre todo, se dejaron amar y moldear por él. La caridad de él se convirtió en la de. ellos; su belleza se derramó en sus corazones y se irradió en sus gestos.

Cuando la Iglesia del amor hace realidad plena su identidad de comunidad reunida por el "Pastor hermoso" en la caridad divina, se ofrece como "imagen" viva de la Trinidad y anuncia al mundo la Belleza que salva. Es ésta la Iglesia que nos ha engendrado a la fe y continuamente ha hecho hermoso nuestro corazón con la luz de la Palabra, el perdón de Dios y la fuerza del pan de vida. Es ésta la Iglesia que querríamos ser, abriéndonos al esplendor que irradia desde lo alto, para que éste -habitando en nuestras comunidades- atraiga la "peregrinación de los pueblos", según la admirable visión que los profetas tienen de la salvación final: "Al final de los tiempos estará firme el monte del templo del Señor; sobresaldrá sobre los montes, dominará sobre las colinas. Hacia él afluirán todas las naciones, vendrán pueblos numerosos. Dirán: 'Venid, subamos al monte del Señor, al templo del Dios de Jacob. Él nos enseñará sus caminos y marcharemos por sus sendas"' (Is 2,1,3; cf. Miq 4,1,3; Zac 8,20s; 14,16; Is 56,6-8; 60,11-14). A través del pueblo del "Pastor hermoso", la luz de la salvación podrá llegar a muchos, atrayéndolos a Él, y su Belleza salvará al mundo.

III. Testigos de la Belleza que salva

El descenso del monte y la invitación: "No tengáis miedo"

La reacción de los discípulos ante el don de la transfiguración es la de fijar la Belleza que han experimentado: "Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Vamos a hacer tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías" (Lc 9,33). Pero la belleza no es posesión, es don, y como tal se debe dar, no retener. A los discípulos postrados en adoración y presa de gran temor, Jesús se les acerca y, tocándolos, les dice: "Levantaos, no tengáis miedo" (Mt 17,7). Es la invitación a continuar el camino sin temor, a. bajar del monte a la vida ordinaria y a emprender el gran viaje que llevará al Hijo del hombre a Jerusalén para cumplir su propio destino.

Es la invitación dirigida también a nosotros para que prosigamos sin miedo nuestra peregrinación hacia la Jerusalén del cielo, sabiendo que Él está con nosotros y que por eso la vida es bella y bello es comprometerse por el Reino. Es la invitación a acoger, anunciar y compartir con todos la Belleza que salva. Actualizando para nuestro hoy esta reflexión, podríamos decir que redescubrir la Belleza de Dios significa redescubrir las razones de nuestra fe ante el mal que devasta la tierra y las motivaciones profundas de nuestro compromiso en servicio de todos, para la gloria de Dios. Quien experimenta la Belleza aparecida sobre el Tabor y reconocida en el misterio pascual, quien cree en el anuncio de la Palabra de la fe y se deja reconciliar con el Padre en la comunión de la Iglesia, descubre la belleza de existir, en un grado que nada ni nadie en el mundo podrían brindarle.

Confortado por la imagen de la transfiguración, que me ha llevado a contemplar con vosotros la revelación de la Trinidad y de su belleza en el triduo santo, me gustaría exclamar con vosotros: "Señor, ¡qué bien estamos aquí!", con el deseo de encontrar estímulo en esta experiencia de gracia para vivir nuestra vocación y misión con una alegría cada vez mayor. En particular, a mis hermanos en el ministerio ordenado quisiera recordarles las palabras con las que el apóstol Pablo sintetiza la tarea que se nos ha confiado: "Queremos contribuir a vuestro gozo" (1 Cor 1,24).

De esta Belleza que viene de lo alto debe alimentarse el discípulo de Jesús, y hacerse siempre de nuevo su anunciador, para compartirla con quien no la conoce y con quien de formas diversas va en su busca. La invitación nos llega a todos particularmente en este año de gracia y de renovación que es el año jubilar del 2000. Por eso, en nombre de Jesús crucificado y resucitado, quisiera deciros a todos la palabra que resuena desde el Tabor: "Levantaos, no tengáis miedo", invitándoos a experimentar el don de Dios, verdadera Belleza que salva; a anunciarlo con la palabra y la vida para compartir con todos el esplendor de la verdad y del bien, que es la luz de la Belleza divina.

Y a todos los consagrados les recuerdo cuanto les dice Juan Pablo II partiendo precisamente del episodio de la transfiguración: "La persona que por el poder del Espíritu Santo es conducida progresivamente a la plena configuración con Cristo, refleja en sí un rayo de la luz inaccesible, y en su peregrinar terreno camina hasta la fuente inagotable de la luz. De ese modo, la vida consagrada se convierte en expresión particularmente profunda de la Iglesia Esposa, la cual, conducida por el Espíritu a reproducir en sí las facciones del Esposo, se presenta ante Él 'toda gloriosa, sin mancha ni arruga ni cosa parecida, sino santa e inmaculada' (Ef 5,27)" (Vida consagrada, n. 19).

a) Experimentar la Belleza que salva: conversión y reconciliación

Experimentar la Belleza que salva significa ante todo vivir el camino de la fe, especialmente en la oración personal y litúrgica vivida como oración en Dios, en el Espíritu, yendo por el Hijo al Padre y recibiéndolo todo de Él en la paz. Es la experiencia de reconocerse amados y salvados, apasionadamente confiados al Dios vivo, escondidos con Cristo en las relaciones de amor de la Trinidad. A esa experiencia se llega a través de la conversión del corazón y la reconciliación con Dios y con la comunidad.

La Belleza de la caridad divina -una vez experimentada en lo profundo del corazón- no puede dejar de llevar a la superación del individualismo, por desgracia tan difundido incluso entre los cristianos. Nos vemos conducidos a redescubrir el valor del "nosotros" en nuestra vida, tanto en el plano de la comunidad eclesial como en el de cada una de las comunidades familiares y en todas las formas en que, como creyentes, nos encontramos viviendo en relación con los demás. En particular, la belleza de la comunión deberá resplandecer en las comunidades de consagrados y consagradas, que por vocación están llamados a ser imagen de la comunión de toda la Iglesia, fundada en la comunión de la Trinidad divina. Dicha belleza deberá resplandecer también en la liturgia. ¡Qué importante es una celebración litúrgica que en los tiempos, los gestos, las palabras y los enseres refleje algo de la belleza del misterio de Dios!

En el corazón de la celebración eucarística, la exclamación "éste es el misterio de nuestra fe" brota cada vez del estupor consciente del orante cuando el esplendor de la verdad se le manifiesta en plenitud. Tras haber hecho lo que el Señor Jesús mandó repetir a los apóstoles "en memoria de Él", los ojos de la fe se abren como los de los discípulos de Emaús (cf. Lc 24,30-31) y confesamos con estupor y gratitud el "misterio de la piedad" (cf. l Tm 3,16). La Belleza se desvela en el misterio de Cristo que culmina en la pascua: la celebración eucarística constituye su memorial. La exigencia de celebrar bien se enraíza en estas convicciones. Los ritmos de palabra, silencio, canto, música, acción, en el desarrollo del rito litúrgico contribuyen a esta experiencia espiritual.

b) Anunciar la Belleza que salva

En este final de siglo y de milenio, el encuentro con la Belleza da nuevo impulso a la pasión misionera en todas sus formas: proclamar la belleza de la Trinidad divina, educar para experimentarla, testimoniar la caridad que de ella deriva y el compromiso en favor de la justicia, formar a los jóvenes en estos valores, son otros tantos quehaceres que exige el "descenso del monte".

El itinerario jubilar se presta de modo particular a vivir este anuncio de la Belleza que salva con sus cinco momentos: espiritual, eclesial, caritativo, penitencial y mariano.

Pero también el arte es un anuncio de la Belleza que salva. "Toda auténtica inspiración encierra en sí algún temblor de ese 'soplo' con el cual el Espíritu creador invadía desde el principio la obra de la creación. Presidiendo las misteriosas leyes que gobiernan el universo, el soplo divino del Espíritu creador se encuentra con el genio del hombre y estimula la capacidad creativa de éste. Lo alcanza con una especie de iluminación interior que une la indicación del bien y de lo bello y despierta en él las energías de la mente y del corazón, haciéndolo apto para concebir la idea y para darle forma en la obra de arte. Se habla entonces con razón, si bien analógicamente, de 'momentos de gracia', porque el ser humano cuenta con la posibilidad de tener alguna experiencia del Absoluto que lo trasciende" (Juan Pablo II, Carta a los artistas, n. 15 ).

Subrayo en particular el significado de las arquitecturas e iconografías sacras. Desear que nazcan con la impronta de la belleza es respetar su función primaria de testimoniar la irrupción de la gracia divina en nuestra cotidianeidad. Las arquitecturas e iconografías sacras desusadas, repetitivas, que no se esfuerzan por respetar el dictado de nuestro Sínodo 47 (cf. Cost. 540), son incapaces de suscitar la emoción propia del misterio al que aluden, no conmueven ni llevan a la alabanza. Y deberían ser, más bien, una flecha lanzada a la interioridad a través del lenguaje de la belleza, un apoyo para la contemplación.

c) Compartir con todos la búsqueda y el don de la Belleza

Aplicar el oído a las verdaderas preguntas del corazón humano quiere decir captar toda nostalgia de belleza allí donde esté presente, para caminar con todos en busca de la Belleza que salva.

Vivir el empeño ecuménico, el diálogo interconfesional e interreligioso es una tarea urgente para respetar y promover con todos la Belleza como justicia, paz y salvaguardia de lo creado. En esta línea, se podrá evaluar la experiencia del diálogo con los no creyentes como forma de búsqueda común de la Belleza que salva.

Compartir el don de la Belleza significa, además, vivir la gratuidad del amor: la caridad es la Belleza que se irradia y transforma a quien toca. En la caridad no hay relación de dependencia entre quien da y quien recibe, sino intercambio en la común participación en el don de la Belleza crucificada y resucitada, del Amor divino que salva. Se debe redescubrir, pues, el valor del otro y del distinto, entendido según el modelo de las relaciones mutuas de las tres Personas divinas: el otro no como competidor o dependiente, sino como riqueza y gracia en la diversidad.

d) Vivir el año jubilar en la unidad de las tres dimensiones: sacramental, profética y caritativa

La unidad de las tres dimensiones indicadas -la de la experiencia sacramental de la Belleza que salva, la de la escucha de la Palabra que la anuncia y de su proclamación, la del compartir en la caridad- se debe buscar siempre, pero resulta propia y particularmente urgente en el año jubilar. Éste no se vivirá como se debe si no incluye una lectura renovada de la vida y de la historia a la luz de la Trinidad, en la escuela de la Palabra de Dios proclamada y acogida; si no se nutre de los sacramentos de la vida redescubiertos en toda su riqueza de lugares de encuentro con la Belleza que salva, y si no se vive el esfuerzo de compartir con todos el don de dicha Belleza. Liturgia y vida espiritual, catequesis y evangelización, diálogo y servicio de la caridad, deberán conocer en el año jubilar un nuevo impulso, motivado por el renovado encuentro con la Belleza de Dios experimentado en esta especie de Tabor del camino del tiempo que es el año 2000.

 

Conclusión

Meditar en el corazón la obra de Dios: la imagen de la Anunciación

Una imagen bíblica puede ayudarnos a concluir esta lectura de nuestro presente a la luz del misterio pascual, revelación de la Trinidad, y a superar mejor las resistencias de tantas negaciones de la Belleza: es la escena de la Anunciación (cf. Lc 1,26,38).

María es la figura de la creyente que está a la escucha del misterio de Dios incluso ante lo inescrutable de sus designios: "¿Cómo será esto, si yo no tengo relaciones con ningún hombre?" (v.34). Ella no duda: sólo quiere que el Señor la guíe por sus caminos. Es ya la mujer del viernes santo a la que una espada traspasará el alma (cf. Lc 2,35) a los pies de la cruz de su Hijo (cf. Jn 19,25-27 ). Es ya María del sábado santo, la única que conservó la fe en el tiempo del silencio de Dios y de su aparente derrota en la lucha con las potencias de este mundo. Sin embargo, es ya la mujer de la reconciliación, la Virgen cubierta por la sombra del Altísimo para concebir al Verbo en la carne, envuelta por las relaciones entre Dios Padre y el Hijo, que se hace presente en ella con la fuerza del Espíritu.

Cercana en todo a nosotros, en la fragilidad de la condición creatural y en la experiencia dolorosa de acompañar a su Hijo en su camino hacia la cruz, María es la mujer que con el "sí" de su fe hace de su hoy el hoy de Dios. Ella "guardaba todos estos recuerdos y los meditaba en su corazón" (Lc 2,19), o -según una traducción mejor que se podría hacer del griego- los ponía en relación unos con otros, y todos con el misterio de Dios. En la Anunciación, María nos enseña a leer nuestro hoy a la luz de la Trinidad que lo envuelve, reconociendo en el desarrollo del misterio pascual la misteriosa Belleza que ilumina nuestro tiempo y todo el sucederse de los siglos, especialmente de los dos mil años que nos separan de la primera venida del Eterno al tiempo.

Por la intercesión de María, Virgen de la escucha y madre del Amor Hermoso, pidamos la capacidad de reconocer en cada ser y en cada situación de la vida y de la historia la presencia del amor trinitario de Dios, estuche de todo cuanto existe. Se trata de vivir una especie de contemplación para alcanzar amor, análoga a la que Ignacio de Loyola propone en sus Ejercicios espirituales (nn. 230-237), de manera que reconozcamos y confesemos presente en todas las cosas el Dios amor en el acto de darse a nosotros y de ofrecerse como referencia última de todo valor. A esta mirada contemplativa del Amor he intentado que tendiera mi servicio episcopal en medio de vosotros, con la convicción de que el mayor don que se puede acoger y transmitir es el de la gloria de Dios y la mirada que llega a ser capaz de reconocerla y testimoniarla en todo tiempo.

 

Apéndice

Algunas preguntas para la revisión de la vida personal y comunitaria

1. Examen sobre el "Intermedio metodológico"

¿Siento el deseo de entrar un poco más profunda y personalmente en el misterio de la Trinidad? ¿Trato alguna vez de ponerme en el corazón de Cristo para dar gracias al Padre en Él y con Él y para abandonarme a la voluntad del Padre también en los momentos difíciles, confiando en la gracia del Espíritu Santo?

2. Examen sobre "¿Qué Belleza salvará al mundo ?"

¿Qué preguntas llevo -llevamos con nosotros- en este final de milenio? De las preguntas formuladas en este capítulo, ¿cuáles nos llegan más? ¿Albergamos en el corazón otras preguntas de

relieve moral, social, civil y religioso? ¿Ponemos dichas preguntas ante Dios en la oración para recibir luz o dejamos que nos pesen dentro, sin esperanza de encontrarles respuesta?

3. Examen sobre "La revelación de la Belleza que salva al mundo"

¿Llego a contemplar en el Crucificado algo de la Belleza del amor que salva? ¿Capto en las apariciones del Resucitado el reverbero de la Belleza de Dios, que toca también mi vida a partir del bautismo? En la Iglesia, ¿veo sólo los aspectos humanos, a veces demasiado humanos, que me deprimen o intento percibir la presencia del "Pastor hermoso" que, pese a toda nuestra debilidad, guía a la humanidad hacia la plenitud del Reino?

4. Examen sobre "Testigos de la belleza que salva"

¿Siento lo hermoso que es reconciliarse con Dios, con los hermanos y las hermanas en la fe, con la comunidad? ¿Me dejo arrebatar por la alegría del anuncio del Evangelio? ¿Qué hago para que la liturgia en la que participo sea "hermosa" y atrayente -¡sería ya mucho si todos los fieles respondiesen al unísono y cantasen todos con una sola voz!-? ¿Qué compromisos del año jubilar podemos asumir como individuos y como comunidad?