Pablo es el nombre griego de
Saulo, hombre de raza hebrea y de religión judía, oriundo de Tarso de Cilicia,
ciudad situada en el sureste de la actual Turquía, que vivió en el siglo I
después de Cristo. Pablo fue, por tanto, contemporáneo de Jesús de Nazaret,
aunque presumiblemente no llegaron a encontrarse en vida.
Saulo de Tarso fue educado en el fariseísmo, una de las facciones del judaísmo
del siglo I. Como él mismo narra en uno de sus escritos, la Carta a los Gálatas,
su celo por el judaísmo le llevó a perseguir al naciente grupo de los cristianos
(Ga 1,13-14), a los que consideraba contrarios a la pureza de la religión judía,
hasta que en una ocasión, camino de Damasco, Jesús mismo se le reveló y le llamó
para seguirle, como antes había hecho con los apóstoles. Saulo respondió a esta
llamada bautizándose y dedicando su vida a la difusión del evangelio de
Jesucristo (Hch 26,4-18).
La conversión de Pablo es uno de los momentos clave de su vida, porque es
precisamente entonces cuándo empieza a entender lo que es la Iglesia como cuerpo
de Cristo: perseguir a un cristiano es perseguir a Jesús mismo. En ese mismo
pasaje, Jesús se presenta como “Resucitado”, situación que espera a todos los
hombres tras la muerte si uno sigue las huellas de Jesús mismo, y como “Señor”,
remarcando su carácter divino, ya que la palabra que se usa para denominar al
“señor”, kyrie, se aplica en la Biblia griega a Dios mismo. Podemos decir, pues,
que Pablo recibió el evangelio a predicar de Jesús mismo, aunque luego, también
ayudado por la gracia y la propia reflexión, supo sacar de esa primera luz
muchas de las principales implicaciones del evangelio, tanto para una mayor
comprensión del misterio divino como para mostrar sus consecuencias para la
condición y el obrar de los hombres sin fe y con fe en Cristo.
Pablo, en el momento de su conversión, es presentado con rasgos de profeta al
que se le asigna una misión muy concreta. Como dice otro de los libros del Nuevo
Testamento, los Hechos de los Apóstoles, el Señor dijo a Ananías, el que había
de bautizar a Pablo: “Vete, porque éste es mi instrumento elegido para llevar mi
nombre ante los gentiles, los reyes y los hijos de Israel. Yo le mostraré lo que
deberá sufrir a causa de mi nombre” (Hch 9,15-16). El Señor también dijo al
mismo Pablo: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Pero levántate y ponte en pie,
porque me he dejado ver por ti para hacerte ministro y testigo de lo que has
visto y de lo que todavía te mostraré. Yo te libraré de tu pueblo y de los
gentiles a los que te envío, para que abras sus ojos y así se conviertan de las
tinieblas a la luz y del poder de Satanás a Dios, y reciban el perdón de los
pecados y la herencia entre los santificados por la fe en mí” (Hch 26,15-18).
San Pablo llevó a cabo su misión de predicar el camino de la salvación
realizando viajes apostólicos, fundando y fortaleciendo comunidades cristianas
en las diversas provincias del Imperio Romano por las que pasaba: Galacia, Asia,
Macedonia, Acaya, etc. Los escritos del Nuevo Testamento nos presentan a un
Pablo escritor y predicador. Cuando llegaba a un sitio, Pablo acudía a la
sinagoga, lugar de reunión de los judíos, para predicar el evangelio. Después,
acudía a los paganos, esto es, los no judíos.
Después de dejar algunos lugares, ya sea por haber dejado la predicación
inconclusa, ya sea para responder a las preguntas que le enviaban desde esas
comunidades, Pablo empezó a escribir cartas, que pronto serían recibidas en las
iglesias con una particular reverencia. Escribió cartas a comunidades enteras y
a personas singulares. El Nuevo Testamento nos ha transmitido 14, que tienen su
origen en la predicación de Pablo: una Carta a los Romanos, dos Cartas a los
Corintios, una Carta a los Gálatas, una Carta a los Efesios, una Carta a los
Filipenses, una Carta a los Colosenses, dos Cartas a los Tesalonicenses, dos
Cartas a Timoteo, una Carta a Tito, una Carta a Filemón y una Carta a los
Hebreos. Aunque no son de fácil datación, podemos decir que la mayoría de estas
cartas fueron escritas durante la década que va del año 50 al 60.
El centro del mensaje predicado por Pablo es la figura de Cristo desde la
perspectiva de lo que ha realizado cara a la salvación de los hombres. La
Redención obrada por Cristo, cuya acción se pone en relación muy estrecha con la
del Padre y con la del Espíritu, marca un punto de inflexión en la situación del
hombre y en su relación con Dios mismo. Antes de la redención, el hombre
caminaba en el pecado, cada vez más alejado de Dios; pero ahora está el Señor,
el Kyrios, que ha resucitado y ha vencido la muerte y el pecado, y que
constituye una sola cosa con los que creen y reciben el bautismo. En este
sentido, se puede decir que la clave para entender la teología paulina es el
concepto de conversión (metánoia), como paso de la ignorancia a la fe, de la Ley
de Moisés a la ley de Cristo, del pecado a la gracia.