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Daniel Arasa

 

Proselitismo y católicos acomplejados


Hacemos proselitismo de todo lo que nos gusta -nuestro médico, nuestro equipo de fútbol-... pero no de nuestra fe.

Los partidos políticos se mueven sin descanso para incrementar su militancia y captar votos.

Los directivos de un club de fútbol cantan las excelencias de su afición y buscan más socios y jugadores.

Todas las ONGs tratan de arrastrar voluntarios o colaboradores.

El vendedor de televisores o de coches expone las maravillas de su marca frente al producto de la competencia.

La cocinera que ha creado un plato lo postula en las conversaciones al igual que el ciudadano ilusionado por su tierra explica sus bellezas.

El profesional de la ingeniería vibra con los descubrimientos técnicos o el cinéfilo con los films.

El enamorado cuenta extasiado las virtudes de su novia o esposa.

Y quien ha conseguido una ganga en unas rebajas lo comunica a familiares y amigos para que puedan aprovecharla al igual que la señora cuyos pies la torturaban da a conocer a sus amigas que encontró un excelente médico que acabó de forma indolora con sus juanetes.

Caben mil ejemplos similares. Y es que todos hacen, absolutamente todos hacemos, nuestro “apostolado”. Que no es otra cosa que comunicar a otros aquello de lo que estamos convencidos, que nos entusiasma, que nos satisface, que nos alegra, o que consideramos bueno.

No sólo lo difundimos sino que incluso hacemos proselitismo de ello, que tampoco es distinto a querer que los demás aprovechen lo que consideramos muy bueno para nosotros y estamos convencidos que lo será también para ellos.

Nos parece perfectamente normal:

- dar a otros el teléfono del médico que nos ha curado,
- aconsejar la novela con la que disfrutamos,
- el restaurante con buena relación calidad-precio,
- proponer que voten a determinado partido porque resolverá mejor determinado asunto
- o incitar a otros a defender con vehemencia la camiseta de nuestro equipo.

Aceptamos con absoluta normalidad el “apostolado”, el “proselitismo”, en todos los asuntos de la vida pero resulta que, a menudo, lo que no comunicamos, lo que no estamos dispuestos a defender, aquello por lo que no movemos un dedo para atraer a otros es nuestra fe, lo que es la base de nuestra vida, la fuente básica de nuestra felicidad. Aunque, al menos en teoría, lo consideramos infinitamente más importante que lo demás.

Todos los cristianos tenemos vocación apostólica, que no es exclusiva de sacerdotes y religiosos. Sin embargo, nos falta a menudo vibración, como si no estuviéramos convencidos de que si atraemos a otros a Cristo van a ser más felices aquí, y luego en el Cielo.

En algunos ámbitos eclesiásticos o de seglares próximos a ambientes clericales se ha difundido, además, un elemento adicional: la renuncia explícita a atraer a otros hacia el Catolicismo.

Se argumenta que hay que respetar la religión de los demás, que si nosotros hubiésemos nacido en tal o cual país tendríamos tal otra religión, que si uno es buena persona tanto da, que nadie tiene la verdad, que no hay que ser intransigentes sino abiertos, y tantas cosas más.

Es incuestionable que hay que respetar la religión de los demás, tratarles con cariño, colaborar con ellos en muchas cosas, dialogar, que no cabe emplear violencia ni engaño, que si el otro actúa de buena fe con su religión podrá salvarse, ..., pero esto no significa que todas las religiones sean iguales.

Es una trampa fácil en nuestra sociedad relativista, de pensamiento débil, en la que muchos creen que no hay Verdad, sino como mucho “verdades”, cada uno la suya, sin que sea mejor una que otra.

Tal concepción no es un matiz sino algo de más enjundia de lo que a primera vista parece. Aceptar que todas las religiones son iguales y que tanto da una como otra significa, en primer lugar, no creer que Jesucristo vino para salvar a los hombres. Sus contemporáneos ya tenían sus religiones. Si todas son iguales era innecesaria la Encarnación, la muerte en cruz.

Y afirmar que no hay que hacer apostolado, proselitismo, es, por ejemplo, echar en cara a los misioneros de hoy y de todos los tiempos que su vida y su entrega es absolutamente inútil porque el Cristianismo que ellos llevan no es ni mejor ni peor que la religión que tienen los pueblos a los que van.

Que haya que adaptar las formas de apostolado y proselitismo a las situaciones y momentos específicos es cosa distinta. Habrá lugares en que pueda hacerse abiertamente, aquí será necesario atender antes las necesidades materiales, allá enseñar la doctrina, en otros puntos limitarse a dar testimonio. Pero teniendo claro siempre que el objetivo final es atraer a aquella o aquellas personas a Cristo.

En todos los planos de la vida los únicos que no son proselitistas son los acomplejados, los abúlicos, los depresivos. Unas enfermedades que parece han hecho mella en bastantes cristianos supuestamente convencidos. Un cristiano, un católico, que no es apostólico, que no es proselitista, muestra que no vibra por su fe. El proselitismo, respetuoso ciertamente, es lo más natural, perfectamente ecológico.