¿Por qué, entonces, la Iglesia católica admite en las órdenes sagradas sólo a los varones?


Antoni Carol i Hostench

 

"La Iglesia no ha admitido nunca que las mujeres pudiesen recibir válidamente la ordenación sacerdotal o episcopal (...). El motivo esencial de ello es que la Iglesia quiere permanecer fiel al tipo de ministerio sacerdotal deseado por el Señor Jesucristo, y mantenido cuidadosamente por los Apóstoles. La tradición de la Iglesia con respecto a este punto ha sido tan firme, a lo largo de los siglos, que el Magisterio no ha sentido necesidad de intervenir para proclamar un principio que no era discutido (...). La misma tradición ha sido fielmente salvaguardada por las Iglesias orientales" (SCDF, Declaración sobre la admisión de la mujer a los ministerios, 15.X.1976, I).

Por tanto, la razón fundamental de que la Iglesia católica admita al sacerdocio ministerial solamente a los varones bautizados es que Cristo lo ha querido así y la autoridad eclesiástica no está facultada para obrar de modo diverso en esta materia. Y Cristo no actuó así ni por error (es imposible en Él), ni por arbitrariedad (no tendría ningún sentido), ni por influjo del ambiente "machista" de su época (en esto el Señor mantuvo una actitud verdaderamente revolucionaria para la mentalidad de su tiempo).

Los Apóstoles, primeros Obispos de la Iglesia, dieron continuación al modo de hacer de su Maestro y tampoco actuaron así por motivos de "presión social". Ellos no ordenaron mujeres, pero también admitieron la cercanía y ayuda de algunas de ellas: en Pentecostés es una mujer -la Santísima Virgen- quien aúna a los Apóstoles; el mismo San Pablo se beneficia de la colaboración de algunas mujeres en la tarea de evangelización (Priscilia y otras, según Rm 16, 3-12).

Ya hemos dicho que Cristo no decide las cosas de modo caprichoso. Nosotros podemos atinar el motivo de conveniencia de este modo de proceder. Antes de nada, no está de más señalar que, desde un punto de vista de orden antropológico, estrictamente hablando y sin tomar en cuenta otros aspectos, no hay motivos que imposibiliten a la mujer representar a Cristo en su mediación sacerdotal: basta poseer naturaleza espiritual, es decir, tener inteligencia y voluntad. Pero, junto con esto, conviene tener presente que Dios ha querido "canalizar" la salvación -de modo ordinario- a través de la economía sacramental, y es en este punto donde debemos profundizar con más detalle.

El acto sacerdotal por antonomasia que realizó Cristo fue la entrega de su vida por los hombres en el monte Calvario, es decir, su muerte en la Cruz. Aquel Sacrificio tuvo un valor infinito, no tanto por el sufrimiento físico y moral que comportaba, cuanto por ser un acto de perfecta obediencia filial a Dios Padre: es decir, una perfecta y consciente conformación de la voluntad del Hijo al querer del Padre. Desde esta perspectiva, si esto es sacerdocio, entonces una mujer también puede ser sacerdote, porque también puede de manera consciente (inteligente) conformar su voluntad con la de Dios Padre. Y, efectivamente, esto es sacerdocio común o bautismal, al cual se incorporan todas las mujeres bautizadas. Este es el sacerdocio con el que merecemos la santidad: uno no es más santo por ser sacerdote-ministro, sino por ser mejor cristiano ("sacerdote-común").

La clave está en notar que el sacerdocio ministerial, ciertamente, es una mediación, pero se trata de una mediación muy peculiar: el ministerio sacerdotal existe sobre todo para administrar los sacramentos, y la economía sacramental "pide" que la confección de la Eucaristía -culmen de la liturgia sacramentaria- la realice un sacerdote-varón.

Para entenderlo mejor, repasemos una definición clásica de sacramento: signo sensible eficaz de la gracia. Dios, atento a nuestra naturaleza a la vez material y espiritual, ha querido encauzar la concesión ordinaria de la gracia (espiritual e invisible) de un modo muy congruente a nuestra naturaleza corpórea. Mediante signos (palabras y gestos), perceptibles a través de nuestros sentidos externos, confiere lo espiritual (no perceptible mediante los sentidos). Lo invisible, por garantía divina, nos llega a través de lo visible. Es decir, a sensu contrario, si respetamos los signos (palabras y gestos) instituidos por el mismo Cristo -bajo garantía divina, aunque sea indigno el ministro- se producen los efectos del sacramento.

Nótese que la simbología, en todo este modo de actuar, es básica: los signos no pueden ser arbitrarios, sino que deben adecuarse a los modos de hacer del hombre, de manera que, además de ser perceptibles por los sentidos, tales signos han de hacernos entender lo que ocurre a nivel espiritual (es decir, ha de haber una coherencia inteligible o una significación adecuada entre lo que se hace externamente y lo que se produce invisiblemente).

Veamos un ejemplo. En concreto, el Bautismo es un lavado del pecado y, por eso mismo, este sacramento sólo es válido si se confiere con agua. Los hombres nos lavamos de ordinario con agua y lo lógico es que -si el Bautismo es un "lavado"- el gesto externo (al cual se vincula el efecto espiritual de perdonar los pecados) sea un derramar agua pronunciando la fórmula correspondiente ("N, yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo"). Puesto que a nadie se le ocurre lavarse con café, se comprende que tampoco se puede bautizar válidamente con café: la liturgia bautismal jamás podrá admitir el uso de un líquido que no sea agua, porque lo realizado externamente no significaría lo que ha de producirse a nivel interno.

El acto santificador y litúrgico más importante (y hacia él se encamina toda la liturgia sacramental) es la Eucaristía: la Santa Misa. Ahí el ministro, al pronunciar las palabras consagratorias, inpersona radicalmente a Cristo, con sus gestos y con su cuerpo. La correspondencia entre lo que vemos y lo que se significa exige que el ministro de Cristo (que tiene Cuerpo de varón) tenga un cuerpo varonil: de no ser así se rompe la pedagogía de la liturgia sacramental.

Podría alegarse que, al fin y al cabo, es una sutileza simbólica; que parece absurdo hacer depender algo espiritual tan importante, como es la confección de la Eucaristía, de una condición material, tal como es el tener un cuerpo varonil; que el tener inteligencia y voluntad, y estar bautizado es infinitamente más importante que tener cuerpo justamente varonil, etc. Por lo pronto, no podemos olvidar el punto de partida: ha sido voluntad del mismo Cristo conferir el ministerio sacerdotal sólo a algunos varones bautizados elegidos por Él (porque, no lo olvidemos jamás, el sacerdocio ministerial es un don y una elección para servir, nunca un derecho del bautizado).

Pero lo más decisivo, a modo de razón de conveniencia, es que -tal como Nuestro Señor Jesucristo lo estableció- la simbología forma parte de la esencia de la economía sacramental; si se desecha el signo, también se anula el sacramento. Un sacramento sin signo ya no es sacramento.

Ciertamente el cuerpo material es una realidad "menos importante" que el alma espiritual (la realidad material es -ontològicamente- menos noble y menos perfecta que la espiritual), pero el hecho es que Dios nos ha creado en unión substancial de cuerpo y alma: para el hombre ambas dimensiones son esenciales y muy importantes, tan esenciales que debemos ganarnos el cielo con el cuerpo y seremos premiados también en el cuerpo. No tiene, por tanto, nada de particular que Cristo haya tenido tan en cuenta nuestra naturaleza corporal a la hora de instituir los sacramentos.