49. LA PERSONA Y SU DINAMISMO DE CRECIMIENTO.

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3. ELEMENTOS DE REFLEXIÓN

En el primer tema del libro 1 de esta colección, se presentaba la madurez humana como un triple camino a recorrer:

- La relación positiva consigo mismo, hasta formar una identidad personal, capaz de amar, optar libre y responsablemente y autoevaluarse.

- La relación positiva con los demás para construir una sociedad y cultura más humanas y humanizadoras.

- Y, finalmente, la relación positiva con el mundo natural, para hacer de la naturaleza una digna morada de la humanidad.

Este triple camino no es tarea de un día. Supone desarrollar unas capacidades que, en principio, tienen todas las personas. Depende del grado de desarrollo conseguido el que uno se sienta más realizado como persona y, en el fondo, más feliz.

La mayor parte de autores -psicólogos, antropólogos- hablan de cuatro capacidades importantes: la capacidad de trabajo o actividad, la capacidad de comunicación, la capacidad de afecto y amor, y la capacidad de gozo y alegría.

Vamos a analizar cada una de estas capacidades o dinamismos en su vertiente meramente humana y en su significado y sentido cristianos.

3.1. Capacidad de trabajo o actividad

El trabajo forma parte de la condición humana. Toda persona desarrolla en un momento u otro una actividad, sea de tipo manual, intelectual o artístico. Ya el hombre primitivo, aunque viviera de la naturaleza, realizaba actividades o trabajos para confeccionar utensilios destinados a la caza, la pesca o la construcción de viviendas rudimentarias. Y no digamos ya, cuando se hace sedentario y comienza a trabajar la tierra y cuidar animales para su sustento.

Hoy el trabajo está muy diversificado -agricultura, industria, servicios- y con estructuras muy diversas, desde pequeñas empresas familiares hasta las grandes multinacionales. El avance de la tecnología posibilita también un gran ahorro de desgaste físico y tiempo. Basta observar la forma y rapidez con que se llevan a cabo las grandes obras de infraestructura, comunicaciones, etc.

Pero el trabajo humano es algo más que la realización externa de una actividad. El trabajo, para que sea humano y favorezca la madurez de la persona que lo realiza, ha de abordarse con unos criterios determinados:

* Creatividad. En primer lugar, el trabajo ha de permitir a la persona expresar las propias cualidades y ser cauce de la propia creatividad. Por eso es importante que cada uno realice un trabajo de acuerdo con su preparación y posibilidades. En nuestra sociedad no todos pueden trabajar de esta manera. El paro, los contratos temporales, hacen que muchas personas estén realizando un trabajo que no es de su agrado o para el que no están preparados.

* Relación y colaboración. El trabajo posibilita la relación y colaboración con los demás. El trabajo ayuda a tomar conciencia de que hay otros al lado, con sueños e ilusiones, preocupaciones y problemas parecidos; lo cual impide una visión cerrada o individualista de la propia vida.

* Naturaleza. El trabajo humano hace más humana la naturaleza. Piénsese, por ejemplo, lo que suponen las grandes obras realizadas por la humanidad -diques, puentes- para quitar agresividad a la naturaleza e impedir grandes catástrofes naturales.

* Sociedad. Finalmente, el trabajo o cualquier actividad que realizamos es un manera de sentirnos protagonistas y ser útiles en la sociedad, lo cual aumenta el estímulo y el sentido de lo que hacemos. Desde esta característica, se entiende mejor el problema de la mayoría de los parados, personas que quieren y pueden colaborar en el progreso social, aunque la misma sociedad y sus estructuras económicas no se lo permiten.

El trabajo, desde la perspectiva cristiana

El trabajo humano adquiere perspectivas nuevas cuando se lo aborda desde la dimensión cristiana de la vida.

* Elemento creador. El trabajo no es sólo un medio para cubrir las propias necesidades, sino que se convierte en elemento creador. Mediante el trabajo colaboramos y continuamos la creación de Dios y favorecemos la construcción del Reino.

* Medio, no fin. El trabajo es para el hombre y no el hombre para el trabajo. El trabajo es un medio, no un fin. La persona es más que el trabajo que realiza. Esta perspectiva nos permite orientar el trabajo hacia una meta y darle un sentido. Así se evitan dos grandes peligros, presentes en nuestra cultura: la alienación -trabajar para olvidar otros problemas- y el mero activismo -hacer las cosas sin preocuparse demasiado por el motivo y el sentido.

* Actitud de servicio. Finalmente, desde la perspectiva cristiana, el trabajo es una forma de ejercer la actitud de servicio -vivir para los otros-, incluso por encima de la finalidad económica. Entonces se convierte en vocación, en llamada a buscar siempre la felicidad de los otros.

Solamente de esta forma se puede superar la crítica que hacía Marcuse a las personas que nacen para trabajar, trabajan para producir, producen para consumir, y trabajando, produciendo y consumiendo, se mueren. Un triste programa para emplear en él toda una vida.

El animador de un grupo de fe necesita crecer en esta dimensión humana y cristiana del trabajo, teniéndola en cuenta en los trabajos y actividades que realiza normalmente y en la tarea de animación del grupo.

3.2. Capacidad de comunicación

Un profesor de antropología solía comenzar sus clases con esta frase: <<No hay dos; pues tampoco hay uno>>. De esta forma introducía el estudio de la persona como ser social, como ser llamado y necesitado de relación con los otros. Esta relación con los otros se lleva a cabo a través de la comunicación.

Hay diferentes niveles de comunicación. Hay personas que se comunican muy externamente, se contentan con ver, oír y tocar. Otras comunican sus ideas y opiniones, lo que saben o han leído. Otras no tienen inconveniente en comunicar sus sentimientos, la propia escala de valores e, incluso, el sentido de su vida.

Cuesta comunicarse. A veces, porque falta el ambiente adecuado; ciertas cosas no se comunican a cualquiera o en cualquier sitio. Sin embargo, cuando existe una relación estrecha, la comunicación se da con facilidad y a niveles profundos; en ocasiones, incluso sobran las palabras; basta una mirada, un gesto. Otras veces, la dificultad viene de la falta de lenguaje y de palabras adecuadas. Es el caso de adolescentes y jóvenes a quienes les cuesta comunicar su mundo interior, porque tienen un léxico muy reducido. Comunican más con los gestos y comportamiento que con las palabras.

La comunicación en profundidad exige sinceridad y transparencia, evitando las llamadas agendas ocultas; o sea, guardarse algo dentro, distinto a lo que se expresa en las palabras. Supone también respeto a la persona del otro; es decir, aceptar al otro tal como es, no como a los demás les gustaría que fuera.

La comunicación queda fortalecida y gana en profundidad desde la visión cristiana de la vida.

* Hermano. La persona con la que me comunico es, como yo, signo o sacramento de la presencia de Dios, posee el mismo Espíritu y es un hermano de Cristo. Esta igualdad y fraternidad deshace cualquier intento de ver al otro como algo diferente, al que no doy ninguna importancia; ni como rival, que despierta en mí sentimientos y actitudes de competitividad o dominio; ni como alguien superior, que me humilla; o alguien inferior, al que pueda humillar.

* Compañero. Desde la fe en Cristo, el otro es también compañero de camino, llamado a compartir conmigo proyectos y metas que nos enriquecen mutuamente.

Diversas actividades en la comunicación

Hoy día se alude a distintas actitudes que pueden presidir la comunicación entre las personas. Un animador o catequista ha de tenerlas en cuenta en su tarea de animación del grupo y de cada uno de sus miembros. Sobre todo, cuando hay un problema por medio.

* Actitud valorativa. El animador valora, enjuicia una situación, aplicando una serie de normas: si está bien o mal, si es útil, si es cierta o no, importante o no. Su tendencia es indicar el camino a seguir, qué hay que hacer, cómo se debe actuar.

Esta actitud es directiva, pues se contenta con aplicar un código ya establecido.

* Actitud interpretativa. El animador tiende a buscar la clave, la llave, de lo que le sucede al otro: por qué le ocurre. En esta actitud son frecuentes frases como <<Yo pienso que...>> <<De ahí deduzco...>>. No se deja que el sujeto haga su propia interpretación y se le impone una desde fuera.

Esta actitud puede manipular a los miembros del grupo.

* Actitud explorativa. El animador trata de obtener datos; pregunta los porqués, cuándo, dónde, cómo. Investiga al sujeto. Toma la dirección del caso, como si él lo fuese a resolver, buscando pistas y hallando por sí mismo la solución. Esta actitud puede constituir una amenaza para el grupo.

* Actitud tranquilizadora. El animador trata de restar importancia al problema y ofrece su ayuda para resolverlo. Para ello comunica su propia experiencia en casos parecidos.

Esta actitud favorece la dependencia del grupo, ya que despierta en los miembros la confianza en el animador y no tanto en uno mismo.

* Actitud comprensiva. El animador trata de captar el sentimiento de cada uno. Una vez captado se lo va manifestando para que el otro vea que el animador se pone en su lugar. De esta forma, el otro toma confianza y adopta una posición activa para resolver su problema.

Esta actitud no es directiva y favorece la autodeterminación. Por eso, es la más idónea para comenzar a solucionar los problemas.

Esta actitud comprensiva es el primer paso que ha de dar el animador. Pero no ha de quedarse en él, pues ella sola no soluciona los problemas. Tiene que pasar a las otras: tranquilizar, explorar, interpretar, valorar.

A continuación, analizamos un ejemplo concreto de comunicación entre una chica de 13 años y su madre, considerando las distintas respuestas que ésta puede darle. La chica dice a su madre:

Bueno, pues, nos invitaron a fumar. Y fumamos, claro.. ¿Y eso qué tiene de malo? Peor sois los mayores, que también hacéis otras cosas y nadie os puede decir nada... Yo quiero salir hoy también... Pero eso de fumar sólo fue el otro día... O sea, que puedo salir, ¿no?... Y, además, si no salgo, no pienso estudiar nada... Porque yo al profesor ese no le entiendo casi nada... Bueno, nadie le entiende. Solamente le entienden dos o tres. Pero yo estoy desesperada... Y no me gusta estudiar ni ir al cole.

Posibles respuestas de la madre,

* Valorativa

Pues, eso de fumar está muy mal. Y, sobre todo, comenzar a una edad tan joven. Y, además, no me gusta nada eso que afirmas de que los mayores hacemos lo que queremos y nadie nos puede decir nada. Cuando tú seas mayor, ya sabrás qué hacer; pero, mientras tanto, tienes que escuchar a los que saben más que tú.

* Interpretativa

Yo pienso que lo que os pasa es que las mismas que andáis juntas por la calle, luego os ponéis en clase a hablar de lo que pasó el sábado y el domingo; y, por eso, no entendéis bien lo que el profesor explica.

* Explorativa

¿Con quién fumaste? ¿Quién te invitó? ¿Quiénes estaban allí? ¿De verdad, que era sólo tabaco? ¿Quiénes queréis salir hoy? ¿Adónde vais hoy?

* Tranquilizadora

Bueno, si no le entiendes ahora, ya le entenderás. A mí también me costaba mucho entender algunas cosas. Pero verás que la vida te va enseñando, y no hay que desesperarse tan pronto. Verás cómo las cosas se arreglan poco a poco.

* Comprensiva

... No te gusta ir al cole...

Esta última respuesta demuestra que la madre ha captado el sentimiento principal de su hija, expresado a través de todas las palabras dichas anteriormente. La comprensión de este sentimiento crea el clima de confianza necesario para poder avanzar en la comunicación.

3.3. Capacidad de afecto y amor

La capacidad de amor es otro criterio que ayuda a evaluar el ritmo de crecimiento y maduración humanos. La experiencia de amar y ser amado es el eje principal sobre el que gira el desarrollo de la persona.

Esta experiencia se vive de forma distinta según las etapas de la vida.

Infancia

En la infancia, la capacidad de amar se identifica con la experiencia de ser amado por otros -padres, familiares-. Un niño o niña de corta edad tienen una experiencia pasiva del amor; se dejan amar por todos. Por eso el amor infantil es, en cierta manera, egocéntrico: los demás son importantes o no según el grado de afecto y amor que proporcionan. El recurso que emplean los niños y niñas a esa edad -el llorar, las rabietas- busca, sobre todo, la presencia y atención de los adultos.

Ese talante se va superando a medida que se desarrolla la conciencia moral, y el niño va descubriendo unos valores en sus padres, superando así el complejo de Edipo; entonces responden con amor al amor recibido.

Adolescencia

En la adolescencia, la capacidad de amar aparece con una fuerte carga de narcisismo. El adolescente está preocupado por ser alguien, por dar contenido a su nueva identidad, distinta a la de la infancia, y todavía lejos de la edad adulta. Ello explica su tendencia al aislamiento y el interés sólo por aquello que refuerce su frágil identidad.

El enamoramiento, tan típico a esta edad, obedece, en la mayoría de los casos, a la necesidad de que alguien esté al lado, sea físicamente o en el pensamiento. En el fondo es una forma de sustituir la figura protectora y nutricia de los padres, propia de la infancia.

Los adolescentes, inconscientemente, trazan un círculo en torno a su persona y sólo dejan entrar a aquéllos que les refuerzan su propio yo. Por eso son proclives a la adulación mutua, a compartir ideas, gustos o <<hobbys>>. El día que falla este apoyo, por los motivos que sea, suelen romperse las relaciones existentes hasta entonces, sean de amistad o, incluso, de experiencia precoz de pareja.

Esta forma de vivir el amor no es propia solamente de la edad cronológica de la adolescencia; aparece también en personas adultas que se han estancado afectivamente en épocas anteriores. Y se nota en una serie de manifestaciones concretas: deseo desmesurado de ser admirado, excesivo protagonismo, ansia de ser el centro de las conversaciones, deseo casi enfermizo de ser querido, miedo a la soledad.

Juventud

Pasada la adolescencia, la capacidad de amor se sitúa en el descubrimiento de personas concretas, por las que se siente una atracción especial y con las que se busca una relación más profunda. Pero no ya por saciar la propia satisfacción, sino por el deseo de descubrir el misterio de la persona amada. Es una forma de amar más madura que la anterior, porque el centro de interés no es uno mismo, sino la persona del otro y el deseo de hacerlo feliz. Por eso, se manifiesta en ciertos detalles: hacer regalos, impedir todo aquello que puede contrariar al otro, ocultar detalles que le pueden hacer sufrir, etc.

En esta fase comienzan las grandes experiencias de amistad, y también aparece el enamoramiento -distinto al de la adolescencia-, que desemboca en el noviazgo y culmina en el matrimonio.

Madurez

La capacidad de amor llega a su culmen cuando la relación interpersonal no queda encerrada en el pequeño ámbito yo-tú, sino que se abre a una realidad más amplia: el nosotros, llamada a desarrollarse y crecer hasta metas insospechadas. En esta fase no importa el crecimiento de uno a costa del otro, sin el de ambos, al unísono. Esta relación interpersonal se puede dar tanto en el ámbito matrimonial, proporcionando a la relación de pareja su máxima profundidad, como también en la relación de amistad y afecto con otra persona.

Es una etapa donde existe la mayor libertad de comunicación y sinceridad, hasta el punto de no ocultar los fallos propios y ajenos; y donde las mismas crisis y dificultades son estímulo al crecimiento mutuo.

El animador de un grupo de fe o el catequista ha de revisar constantemente cómo se desarrolla su capacidad de amor y afecto hacia los miembros del grupo, superando las fases más infantiles y adolescentes y procurando llegar a la fase adulta del amor; en ella la entrega y afecto al grupo superan los intereses individuales y se comienza a crecer juntos.

Pero todo animador o catequista es un creyente. Eso significa que su capacidad de amor se enmarca en la visión cristiana de la vida y, por tanto, en el amor de Jesús.

El amor de Jesús ha revolucionado la experiencia del amor humano. Su forma de ser y actuar ha introducido el amor gratuito -la caridad- en medio del amor más o menos interesado, fortaleciendo incluso el amor paterno y filial. Su forma de amar es consecuencia y manifestación del amor de Dios. Jesús se siente profundamente amado por el Padre y dedica toda su vida a transparentar este amor a todos, sobre todo a los sencillos y marginados.

El animador cristiano está llamado a situar el amor a los demás en este horizonte nuevo.

* Acto de fe. El amor es un acto de fe continuo. Se cree en el amor como fuerza dinamizadora y transformadora de la vida.

* No manipular. El amor no es manipulado ni manipulable. Evita en todo momento convertir a los demás en proyección de sí mismo u objeto al propio servicio.

* Amor al enemigo. Y, finalmente, un amor subversivo, revolucionario: el amor al enemigo que proclama el Evangelio. Ese amor no se alimenta sólo de las respuestas más o menos gratificantes de las personas a las que amamos, sino que abarca mucho más, incluso a los que suponen una amenaza para el propio yo.

3.4. Capacidad de gozo y alegría

La motivación principal que mueve a las personas tiene un nombre: la felicidad y sus expresiones de gozo y alegría de vivir. Nos movemos hacia delante o hacia dentro, buscando siempre una felicidad siempre mayor que la ya poseída, deseando estar mejor que antes. Todo lo que hay en nosotros: placer, inteligencia, sentimiento, voluntad, relaciones, actividad, sirve a esta necesidad de ser felices.

El gozo y la alegría, como expresión de la felicidad, son situaciones que afectan a toda la persona, se experimentan en lo profundo del propio yo y de forma estable. Por eso son distintos del mero placer, más parcial e inmediato.

Pero no todas las personas desarrollan esta capacidad de gozo y alegría con la misma intensidad y en la misma dirección.

* Herencia genética. Influye en ello la herencia genética. Esta predispone a una vivencia más vitalista y positiva de la vida o a un sentido negativo o trágico de la existencia. Personas que enfocan y dirigen su vida hacia arriba y otras que lo hacen hacia abajo.

* Ambiente. También influye el ambiente en que se han desarrollado los primeros años de vida. Un ambiente familiar, rico en experiencias de afecto, acogida y alegría, modela personalidades más positivas y alegres; y, viceversa, la ausencia de estos valores conduce a una visión negativa de sí mismo y de los demás.

* Los otros. Además de estos factores, menos conscientes, existen otros motivos de gozo y alegría más cercanos a la vida de cada día. Son motivos gratuitos, nos vienen de fuera y cuando no los buscamos directamente. Su fuente suele ser: los otros, su compañía, su amor y preocupación por nosotros; y también el trabajo bien hecho, las propias expectativas cumplidas, el progreso auténtico de la humanidad.

Esta capacidad de gozo y alegría forma parte del proceso de maduración de la persona; de ella depende el grado de realización personal y el éxito de su relación con los demás.

El animador cristiano acepta estos factores, pero alimenta su capacidad de gozo y alegría en otra fuente: la experiencia de Jesús. El gozo aparece en la vida de Jesús como fruto de su relación con Dios y su encuentro con los sencillos. Esta experiencia le lleva a proclamar el mensaje de felicidad de las bienaventuranzas y presentar sus palabras y acciones como buena noticia para todos.

No siempre la Iglesia ha sabido presentar esta dimensión gozosa de la vida como expresión de la vivencia del Reino de dios. Y los resultados todavía están presentes en algunos cristianos: vivir la fe con un cierto complejo de víctima, como experiencia que recorta las ganas de vivir en plenitud.

El animador de un grupo de fe tiene aquí un gran reto: demostrar con el talante gozoso y feliz de su vida que Dios no es ningún virus, sino que es germen de vida nueva; que el Evangelio de Jesús es anuncio gozoso de salvación.