Pecado y contemplación.

 

El mayor obstáculo para la contemplación no es la falta de recogimiento o de la visión interior de los secretos divinos, sino la persistencia voluntaria de resistir a Dios. Esta voluntad es la que pone en juego toda la persona, porque no se trata de una acción pasajera y puntual.

 

Cuando el Señor orienta a una persona totalmente a Él y para Él “no existe otro querer que el divino, no se apetece más que lo que a Dios le apetece”. Y si se cae en pecado, aún en el caso de que sea grave, diríamos que la voluntad interviene accidentalmente; ha cedido, se ha doblegado, pero vuelve a ponerse en pie en el mismo instante de la debilidad”. “El alma que vive en Dios, cae por su propia flaqueza” y reprueba su perversidad simultáneamente al pecado.

 

El pecado nos lleva a reflexionar sobre nuestra grandeza al “intuir vitalmente la posibilidad de perder al amor de nuestra vida, lo que más queremos. Al arrepentirnos descubrimos que “Dios es más grande que nuestro corazón, pues Él conoce todas las cosas, 1 Juan 3. 20.

 

Por experiencia sabemos que el pecado no agota forzosamente las gracias de Dios, que a veces derrama sobre personas demasiado débiles, abundantes gracias encaminadas a alzarlas al amor perfecto. El alma está absolutamente flechada, orientada a Dios y no le interesa ninguna otra cosa, aunque de momento muerda el polvo de la humillación en la caída para que no se enorgullezca y robe gloria a Dios. El alma sigue expuesta a los atractivos del orgullo y de la carne, pero eventualmente y de modo pasajero. Dios sabe lo que significan las pasiones en un ser humano, la violencia con que nos muerde nuestro amor propio.

 

Para entender el amor de Dios basta pensar cómo se comporta con algunas personas. Dios las ama y las posee, pero estas personas a veces buscan y exigen otras alegrías, otras libertades. Y Dios espera, asiste a la batalla del alma y sabe que si se inclina al mal es por debilidad, por esa debilidad momentánea que no la separa de Él, porque en lo profundo del ser no se doblega, sigue perteneciendo a Dios. Y sigue dando a manos llenas a estas personas más luz, más gozo.... y les hace ver que existe otra fuerza distinta a la que se quiere aferrar momentáneamente.

 

A través de esa falta llega a la experiencia de su impotencia; brota en el fondo del alma un desgarramiento interior tan agudo que descubre a Dios al borde de esos abismos en que parece estar aprisionado. Es un camino inédito, una vía dolorosa. Y lo vamos recorriendo mientras aceptamos nuestra terrible miseria y a través de ella el increíble amor del Padre. Si nos dejamos guiar por el Señor saldremos triunfantes de la prueba y entraremos un día – inolvidable día – en la intimidad con Dios.

 

A menudo las almas contemplativas se sienten invadidas por terribles tentaciones en el espíritu y en la carne; cuando Dios llama a la vida mística estalla una revolución interior: el espíritu no admite algo que lo supere y la carne no soporta que se la condene. Los instintos, quizá el instinto sexual al no ser ya controlados por la razón – porque también la razón está sumergida en la contemplación – se descontrolan. La imaginación puede sentirse inmersa en sensaciones y pensamientos carnales, recuerdos del pasado o fantasías nuevas del presente; la sensibilidad aflora por todos los poros; un simple gesto, una aceptación y caería en el placer que la turba; su ser puede, incluso desbordar de gozo; no busca el placer pero se ve sumergida en un contento que no conseguirá tocar, violar lo más intimo de su ser. Algo se alegra en esa persona que no es ella misma entera.

 

Es así como debemos seguir adelante en medio de esta barahúnda y confusión sin dejarnos salpicar. La presencia divina ha puesto un candado en el querer íntimo del ser; está en Dios y a Él le pertenece; el resto es una agitación periférica. Dios la ha hecho suya y el alma siente que amor con amor se paga.

 

El diablo hace más daño con el desencanto y frustración que produce el pecado que con el mismo pecado. En el fondo es nuestro amor propio, nuestro orgullo espiritual quien se siente herido porque la imagen que teníamos de nosotros mismos y la que pensábamos que Dios tenia de nosotros – fruto de trabajo de años de ascética y contemplación – parece que en un instante se hace añicos, que hemos perdido el tiempo. Pero sabemos que para Dios el tiempo no existe y en el aquí y ahora, en el mismo momento del pecado grave o leve puedo convertirme, reconsagrarme a ÉL como el único bien de mi vida, pertenecerle también en la superficie porque en lo profundo del alma no hemos dejado de ser suyos.

 

Jesús, a la Magdalena, experta en pecados que la hicieron famosa, cuando la perdona le dice: “Mucho se te ha perdonado porque mucho has amado”. Es perder el tiempo y peor que la tentación quedarnos triste y lamentarnos de tal caída; la única salida es ponernos a amar la voluntad de Dios del momento presente y “devolver” nuestra gratitud a Dios y agradecerle su misericordia amándole en las personas que nos rodean o por las que trabajamos en ese momento: escribir, cocinar, hacer la compra....

 

Todo lo demás es una lamentable pérdida de tiempo por nuestro amor propio herido al no aceptar el amor infinito de mi Padre Dios pensando que mis pecados son más grandes o tan grandes como su misericordia. Aunque no lo creamos nos comportamos como si así fuera.

 

¡Menos mal que el amor de Dios Padre no lo tiene en cuenta!  . ¡El Padre debe ser adulto, estable, sereno, entender el juego del hijo sin entrar al “trapo” y ponerse a la altura del hijo para elevarlo a la categoría de su amor: lo cubre de besos, lo acaricia, le pone un vestido nuevo.... y se termina haciendo una entrañable fiesta entre Dios, el alma y el cuerpo místico

 

Francisco Sánchez Abellán