LOS ORÍGENES DEL CRISTIANISMO

 

Domingo Cosenza OP

 

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La época del surgimiento del cristianismo fue en Palestina un período de gran transformación. Hacia el comienzo del siglo I, los sucesores de Herodes el Grande tenían aún ciertas prerrogativas reales; hacia final de siglo el reino judío quedó totalmente destruido y absorbido por la administración romana. A comienzos de siglo la vida religiosa de Israel se concentraba en el Templo y sus sacrificios y en las peregrinaciones a Jerusalem; hacia el final el Templo quedó en ruinas. Al comienzo, la sociedad judía se dividía en distintas sectas, al final prevaleció la concentración religiosa alrededor de los rabinos fariseos. La rebelión judía contra Roma y la destrucción de Jerusalem en el año 70 fueron los factores decisivos de estos profundos cambios. En este contexto nació y se consolidó el cristianismo.

 

INDICE

BIBLIOGRAFIA CONSULTADA.

 

 

 

  1. La primitiva predicación apostólica

 

La última subida que los discípulos de Jesús habían hecho a Jerusalem junto con su maestro fue para la Pascua del año 30. La noche previa a la preparación de la Pascua, Jesús había sido apresado en un huerto en el Monte de los Olivos mientras oraba después de haber cenado con sus discípulos. Procesado por las autoridades religiosas judías que lo acusaban de transgresor de la Ley y blasfemo, fue entregado al procurador romano, el cual lo condenó a morir crucificado por el cargo de pretenciones mesiánicas. Pero después de su ejecución su sepulcro fue encontrado vacío. ¿Qué había sucedido con ese cuerpo que había sido depositado en un sepulcro nuevo cercano al lugar de la crucifixión?

 

 

30

El primer anuncio sobre Jesús resucitado.

No había duda que el cuerpo de Jesús yacía desde la tarde del viernes de la Preparación de la Pascua en ese mismo sepulcro que ahora estaba vacío; "María de Magdala y María la de Joset se habían fijado dónde era puesto" (Mc 15,47) antes que la piedra rodara sellando la entrada de la tumba. No podían haberse equivocado de sepulcro. Por eso la Magdalena se alarma y avisa a Pedro cuando se encuentra la madrugada del primer día de la semana con la enorme piedra quitada del sepulcro: "Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde lo han puesto" (Jn 20,2). La reacción más espontánea era suponer que el cuerpo había sido robado.

Por otro lado, Pilato, a pedido de los sumos sacerdotes, dispuso que una guardia custodiara el sepulcro para evitar que el cuerpo fuese robado por sus discípulos, que podrían así argumentar una resurrección de Jesús (Mt 27,62-66). Sin embargo, a pesar de la vigilancia, la mañana posterior al sábado, desde ya muy temprano, se podía verificar la falta del cuerpo. Los soldados difundieron entre el pueblo la versión que, durante la noche y estando ellos dormidos, los discípulos de Jesús habían robado el cadáver.

Las sospechas de haber robado el cuerpo de Jesús se sostenían aún en los tiempos de la redacción del evangelio de Mateo, cuando estaba ya muy avanzado el siglo I: "Y se corrió esa versión entre los judíos hasta el día de hoy" (Mt 28,15). Pero, a pesar de que esas sospechas recaían sobre los discípulos, la autoridad romana jamás condenó a los discípulos por tal acto. Tal vez juzgó suficiente amenazarlos con el recuerdo de las leyes romanas sobre la profanación de tumbas. Para evitar este tipo de profanaciones, el estado romano había sancionado leyes que aplicaban la pena capital a los que cometían tales delitos.

Tenemos, sin embargo, otros testimonios que refieren la muerte de Jesús y la interpretación que los discípulos dan sobre la desaparición de su cuerpo. Uno de ellos surge de lo que le informa el procurador Festo en Cesarea a Agripa II respecto de un prisionero llamado Pablo: "Los acusadores comparecieron ante él, pero no presentaron ninguna acusación de los crímenes que yo sospechaba; solamente tenían contra él unas discusiones sobre su propia religión y sobre un tal Jesús, ya muerto, de quien Pablo afirma que vive" (Hech 25,18-19). Esto ocurre en el año 60, cuando Festo llega a Cesarea para asumir como procurador de Judea.

El otro, comúnmente llamado Testimonium Flavianum, es la breve relación que hace Josefo en las Antigüedades de los Judíos sobre la vida de Jesús: "Cuando, al ser denunciado por nuestros notables, Pilato lo condenó a la cruz, los que le habían dado su afecto al principio no dejaron de amarlo, ya que se les había aparecido el tercer día, viviendo de nuevo, tal como habían declarado los divinos profetas, así como otras mil maravillas a propósito de él. Todavía en nuestros días no se ha secado el linaje de los que por su causa de él reciben el nombre de cristianos" (XVIII, 63-64). Este testimonio fue publicado por primera vez en el año 93 ó 94 de nuestra era.

Si bien ambos testimonios son ofrecidos por personas no creyentes, nos refieren la fe de los seguidores de Jesús. Según el Testimonium Flavianum, los discípulos no sacaron sus conclusiones a partir de la ausencia del cadáver. La conclusión espontánea en esa circunstancia era la que compartían los adversarios de Jesús, por un lado, y María de Magdala al ver la piedra movida, por otro lado. La afirmación de los discípulos se apoyaba en una evidencia más fuerte, que sólo ellos tenían. Mientras que los demás suponían lo que seguramente había ocurrido, los íntimos de Jesús aseguraban tener una certeza procedente de una manifestación especialísima. Ellos afirman ser testigos de una presencia de Jesús.

La constancia y el entusiasmo en anunciar ese testimonio, aún en medio de amenazas y de gestos concretos de represión por parte de las autoridades religiosas judías, sólo podía provenir de la seguridad que únicamente una presencia confiere: "No podemos nosotros dejar de hablar de lo que hemos visto y oído" (Hech 4,20). Como comenta Josefo, después de su muerte aquel galileo supo animar de nuevo a sus seguidores, como todos podían comprobar. Y con esto se había desencadenado un movimiento que, al cabo de unas décadas, comenzaría a extenderse por el mundo, como, de hecho, otros historiadores también comprueban: Nerón "comenzó a castigar con exquisitos géneros de tormentos a unos hombres odiados por el vulgo por sus excesos, llamados comunmente cristianos. El autor de este nombre fue Cristo, el cual, imperando Tiberio, había sido ajusticiado por orden de Poncio Pilato, procurador de Judea" (Tácito, Anales XV 44).

Según el testimonio de sus discípulos, Jesús se les había aparecido a ellos, a Pedro y a los apóstoles, y a más de 500 discípulos, la mayoría de los cuales vivían aún veinte años más tarde (1 Co 15,5-6). Un testimonio compartido por mucha gente, demasiado extendido para ser resultado de la ilusión de algunos alucinados o de la mentira deliberada de una cantidad demasiado grande de falsos testigos.

Según ellos, Jesús les habló, comió con ellos, les mostró su cuerpo y se lo hizo tocar para que no dudaran que aquel que había estado colgado en la cruz era el mismo que ahora se les había aparecido (Lc 24,36-42). Será el testimonio sorprendente que ofrecerá incluso alguien que se había negado a creer y que se había empeñado en perseguir a quienes se empecinaban en seguir divulgando esa noticia: "en último término se me apareció también a mí, como a un abortivo" (1 Co 15,8).

Este encuentro con él después de su muerte, descrito por todos aquellos que lo experimentaron personalmente como un ver a Jesús, devolvió efectivamente el ánimo a los discípulos. Gracias a estas apariciones de Jesús, los discípulos, que se habían dispersado durante el arresto y la ejecución, se reunieron otra vez. Y además, comenzaron a dar testimonio valientemente de esta experiencia.

Afirmaban no simplemente que Jesús estaba vivo (como la hija de Yaír, a quien Jesús había devuelto a la vida; Mc 5,35-43), ni que fuese sólo una influencia viva en ellos (como una especie de buen recuerdo que da ánimo); afirmaban que Jesús había sido elevado a un estado de gloria en presencia de Dios. Como no se trata del testimonio de hombres influenciados por la filosofía griega (para quienes el alma sigue viviendo después de la muerte del cuerpo), la afirmación de que Jesús ha sido liberado de la muerte y no abandonado al dominio de la corrupción significa claramente una resurrección corporal (cf Hech 2,31-33).

Mediante este anuncio consiguieron que muchos se les unieran. Formaron entonces una comunidad que tenía conciencia de ser el pueblo escatológico (anunciado por los profetas para los tiempos últimos) en virtud de la efusión del Espíritu Santo (Hech 2).

La resurrección de Jesús, su ser despertado por Dios, fue el comienzo para ellos del reconocimiento de Jesús como Mesías (Khristós). Reconocieron que Dios había estado hablando y actuando en la vida de Jesús. Por eso, las palabras escuchadas de boca de Jesús durante su ministerio resonaban de un modo nuevo en el corazón de los discípulos, que desde aquella Pascua veían la vida y la muerte de Jesús de un modo distinto.

Ahora comprendían muchas de sus anteriores palabras que revelaban una clara conciencia que Jesús tenía sobre su muerte. Esas palabras difíciles de aceptar antes de la resurrección, ahora se entendían como esa clara conciencia que Jesús tenía de su misión: "que el Mesías padecería y resucitaría de entre los muertos al tercer día; en su nombre deberían predicar la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalem. Ellos eran testigo de estas cosas" (Lc 24,46-47).

Entre las actitudes que Jesús había tenido durante su vida, las más significativas acerca de la conciencia de su misión eran las que manifestaban el conocimiento que él tenía sobre cuál era la verdadera voluntad de Dios (en contraste con la opinión de otros grupos religiosos). Por ejemplo:

Todas estas actitudes aparecen como la afirmación de una dignidad que los discípulos pudieron reconocer a partir de la resurrección, como algo mesiánico, aunque en un sentido totalmente nuevo para el judaísmo. El Concilio Vaticano II, en la Constitución Dei Verbum (19) afirma que "los apóstoles ciertamente después de la ascención del Señor predicaron a sus oyentes lo que El había dicho y obrado, con aquella crecida inteligencia que ellos gozaban, amaestrados por los acontecimientos gloriosos de Cristo y por la luz del Espíritu de verdad". Como se escribiría varias décadas después del comienzo de la predicación, a esta mayor inteligencia se habrían referido una promesa de Jesús en la última cena: "El Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, se lo enseñará todo y les recordará todo lo que yo les he dicho" (Jn 14,26).

 

La fe y el bautismo

Después de la ejecución de Jesús como un malhechor era impensable para cualquier testigo de su muerte que Jesús fuera el Mesías esperado de Israel. Era un escándalo y un desafío insuperable. Pero de repente, Dios actuó soberanamente y produjo el hecho de la resurrección de Jesús. A partir de ese momento la muerte de Jesús aparece con una luz nueva, porque Dios no lo abandonó al poder de la muerte, sino que lo resucitó a una vida gloriosa.

Pero todo aquel que mirara la muerte cruel de Jesús desde la perspectiva de su resurrección, sentiría la urgencia de interpretar el sentido de aquella muerte.

"El Mesías murió por nuestros pecados, según las Escrituras" (1 Co 15,3), será la respuesta fundamental que aporta la fe de los que creen en esta actuación poderosa de Dios. Se trata, entonces, de una muerte prevista y querida por Dios para redimir al mundo; es propiciatoria y es vicaria.

Una gran novedad Dios realizaba por medio de Jesús en la historia de los hombres. Una novedad que no solo afectaba la existencia de Jesús (la muerte ya no tiene poder sobre él, Rom 6,9), sino que involucraba a todos los que creyeran en esta acción salvífica de Dios: al igual que Jesús fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también el creyente podía andar una Vida Nueva (Rm 6,4). La muerte de Jesús liberaba a los hombres de su existencia pecadora y su resurrección constituía para ellos el fundamento de una vida nueva (Rm 4,25).

Los discípulos comprendieron así el sentido profundo de la Palabra de Dios. "Empezando por Moisés y continuando por todos los profetas les explicó lo que había sobre él en todas la Escrituras" (Lc 24,27). Las concepciones mesiánicas del pueblo de Israel quedaron totalmente sobrepasadas. El cumplimiento de las promesas hechas de este modo por Dios se presentaba como algo absolutamente inesperado. De modo que Jesús no podía ser incluido en ninguna de las concepciones mesiánicas anteriormente conocidas, sino que éstas debían ahora acomodarse a esta actuación salvífica de Dios.

Los testigos del resucitado expresarán a través de distintas imágenes su convicción fundamental: el Resucitado ha entrado en un modo nuevo de ser. Está sentado a la derecha de Dios. Le fue dado todo poder en el cielo y en la tierra.

Pero tienen otra convicción fundamental: el que actuó en medio de la humillación y ahora ha sido exaltado a la gloria, volverá con poder a completar su obra mediante un juicio que abarcará a creyentes y no creyentes.

La seguridad de que Dios obró siempre en la historia de Israel, liberándolo de todas las situaciones de muerte en que se encontró a lo largo de los siglos, despertó la esperanza de una actuación semejante de Dios en la consumación de la historia, en el Día de YHWH. Ese tiempo sería la renovación de la Alianza: "Ésta será la Alianza que yo pacte con la casa de Israel, después de aquellos días - oráculo de YHWH - : pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Ya no tendrán que adoctrinar más el uno a su prójimos y el otro a su hermano, diciendo: "Conozcan a YHWH", pues todos ellos me conocerán del más chico al más grande - oráculo de YHWH - cuando perdone su culpa, y de su pecado no vuelva a acordarme" (Jer 31,33-34).

En ese tiempo Dios crearía para sí, por la acción de su espíritu, un pueblo santo, que constaría de todos los justos que él había de resucitar de la muerte para vivir y reinar eternamente con él: "Les daré un corazón nuevo, infundiré en ustedes un espíritu nuevo, quitaré de su carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en ustedes y haré que se conduzcan según mis preceptos y observen y practiquen mis normas" (Ez 36,26-27). "Infundiré mi espíritu en ustedes y vivirán; los estableceré en su tierra, y sabrán que yo, YHWH, lo digo y lo hago, oráculo de YHWH" (Ez 37,11-14).

El discurso de Pedro en Pentecostés del año 30, finalizó con una afirmación contundente que llenó de compunción el corazón de los oyentes: "A este Jesús Dios lo resucitó; de lo cual todos nosotros somos testigos. Y exaltado por la diestra de Dios, ha recibido el Espíritu Santo prometido y ha derramado lo que ustedes ven y oyen. Pues David no subió a los cielos y sin embargo dice: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra hasta que ponga a tus enemigos por escabel de tus pies. Sepa, pues, con certeza la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Mesías a este Jesús a quien ustedes han crucificado" (Hech 2,32-36). Un comienzo de la renovación esperada lo había hecho ya Dios claramente al resucitar a Jesús, como al primero, y al infundir su Espíritu en el corazón de sus discípulos. Dios no sólo actuó en las palabras, en las obras y en la resurrección de Jesús, sino que además lo hizo Mesías (gr.= Khristós), es decir, Señor y juez sobre todos los hombres. Por tanto dominaba el Día de YHWH que ya había comenzado. El futuro y toda la historia estaba en sus manos. El que esto aceptaba con fe, hacía depender de él por completo su propio futuro.

Pedro seguirá proclamando: "Dios ha resucitado a su Siervo y lo ha enviado para bendecirlos, con tal que cada uno de ustedes se aparte de sus iniquidades" (Hech 3,26). Todo aquel que quisiese participar de la bendición que Dios había hecho a Abraham ("En tu descendencia serán bendecidas todas las familias de la tierra"; Gn 12,3), debía convertirse, cambiar de vida. Debía vivir una vida nueva y hacerse bautizar en el nombre de Jesús Mesías para la remisión de sus pecados y para recibir el don del Espíritu Santo (cf. Hech 2,38).

El bautismo aparece el primer día de la predicación apostólica como una acción pública, una manifestación visible y verificable de que el pueblo ha aceptado a Jesús como Señor y Mesías. Los testigos de la Resurrección de Jesús muestran un impulso a unirse entre sí y a congregar a quienes persuaden sobre Jesús Mesías: la exigencia de un signo identificatorio como el bautismo es la primera etapa de ese proceso de agrupamiento.

Pedro predica a los peregrinos de pentecostés que ellos pueden ser salvados por Dios, pero no como simples individuos. El concepto israelita básico es que Dios escogió salvar un pueblo, y la renovación de la Alianza en aquel pentecostés no ha cambiado esto. Hay un aspecto colectivo en la salvación, y cada uno es salvado como parte del pueblo de Dios. La importancia de la ek-klesía (gr. reunión de los llamados) es una derivación de la importancia de Israel.

Pedro especifica que el bautismo debe realizarse en el nombre del Señor Jesús. Ya el judaísmo conocía el bautismo de los prosélitos, que con la circuncisión y el sacrificio, permitía convertirse en judío auténtico. El rito bautismal se componía de una enseñanza preliminar, de un interrogatorio sobre los motivos de la conversión. El bautismo se daba por inmersión total en agua corriente, de ahí que se construyeran las sinagogas cerca de un río (como en Filipos) o junto al mar (como en Cafarnaúm). El bautismo se practicaba en presencia de testigos, escribas o discípulos de rabinos, que hacen autoridad.

Entre los esenios existía también un bautismo de iniciación que consagra al candidato que se siente seguro de poder vivir la continencia (Josefo, Guerra II, 137-139). Además observaban baños cotidianos y baños de purificación, que ocupan el lugar que tienen los sacrificios en el Templo entre los judíos ortodoxos. Todas estas abluciones eran símbolo y medio de la pureza interior que los esenios se esforzaban en adquirir.

El bautismo de Juan es un signo de conversión, un bautismo con agua, como anticipo del bautismo con el Espíritu que le sucedería.

En el ministerio de los apóstoles aparece bien clara la distinción entre el bautismo de Juan y el bautismo en el nombre de Jesús; a aquellos creyentes que Pablo encuentra en Efeso, y que ni siquiera habían oído hablar del Espíritu Santo, Pablo les dice: "Juan bautizó con un bautismo de conversión, diciendo al pueblo que creyeran en el que había de venir después de él, o sea en Jesús" (Hech 19,5).

Es probable que en esa primera época la manera de bautizar implicaba una confesión de fe de parte del bautizado. El diálogo entre Jesús y el ciego de nacimiento curado (que guarda una evidente enseñanza teológica sobre el bautismo; Jn 9,35-38) es, probablemente, un eco de una liturgia bautismal primitiva. Se preguntaba al bautizando: "¿Crees en el Hijo del Hombre?", a lo que respondía con otra pregunta: "¿Quién es para que crea en él?". La respuesta del ministro: "Jesús", era replicada por el bautizando: "Señor, yo creo", seguido de un acto de adoración.

Todos los títulos que encontramos en el Nuevo Testamento sobre Jesús son confesiones de fe de los primeros discípulos que creyeron en él después de la resurrección. Como piecitas de un mosaico van diseñando la totalidad de la imagen que de Jesús tenía la comunidad de los creyentes. Los credos posteriores son profundizaciones (y también explicitaciones) de lo que ya está contenido en estas primeras intuiciones de los discípulos.

La fe en el nombre de Jesús va a ser la característica distintiva de los judíos que se bautizan por el testimonio de los apóstoles. Hasta entonces los más religiosos se decían discípulos de Moisés (Jn 9,28), pero esto sólo significaba que creían en Dios según las enseñanzas de Moisés. Pero los discípulos de Jesús no sólo creen en sus enseñanzas, sino creen en él como Señor y Mesías. Esta centralidad de la persona de Jesús en la Nueva Alianza fue distanciando de a poco a la comunidad del resto del judaísmo.

Pedro y sus compañeros han recibido el Espíritu Santo, y ahora prometen el mismo Espíritu a todos los que crean. Hay un desafío lanzado a los oyentes para que cambien de vida, pero la prioridad en la conversión pertenece a Dios. El Espíritu prometido por Dios, según el anuncio de Ez 36,26 es que realiza la santificación y purificación de los creyentes. El Espíritu de Dios realiza en el que cree en su corazón que Jesús fue resucitado de entre los muertos (Rm 10,9) algo semejante a lo que realizó en Jesús: "Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en ustedes, Aquel que resucitó al Mesías de entre los muertos dará también la vida a sus cuerpos mortales por su Espíritu que habita en ustedes" (Rm 8,11). La obra salvadora de Jesús fue hecha de una vez para siempre, pero en todos los tiempos sus efectos serán recibidos por aquellos que son bautizados.

 

Formación de la comunidad de los creyentes.

Muchos de los que escucharon las predicaciones de Pedro cumplieron con sus exigencias y fueron bautizados (Hech 2,41). El relato siguiente describe el modo de vida de esos primeros bautizados. De una manera idealizada se resumen, bajo cuatro títulos, las relaciones de los creyentes entre sí (2,42-47). Se trata de las características que han sido las más importantes de los primeros años de esa comunidad y a la vez las más permanentes. Se retrata en este relato lo que la comunidad de los creyentes debe ser, más allá de que no siempre lo sea o lo haya sido. Las notas distintivas de una comunidad de creyentes deben ser: la koinonía, la oración, la fracción del pan y la enseñanza de los apóstoles.

1-Koinonía (compañerismo, comunión). Los que fueron bautizados sentían fuertemente que tenían mucho en común. Existía entre ellos una comunión, es decir un espíritu que junta a los creyentes y los constituye en un grupo unido. Koinonía sería el nombre utilizado por los judíos creyentes en Jesús para designarse a sí mismos, del mismo modo como el grupo de judíos reunidos junto al Mar Muerto se autodenominaba Yahad (hebr. "la unidad").

Un aspecto importante de la koinonía era el compartir los bienes voluntariamente (2,44-47). Es una actitud asumida también por algún otro grupo judío, como el del Mar Muerto, convencidos de que habían comenzado los últimos tiempos y que la riqueza presente había perdido todo sentido. El compartir los bienes materiales producía una real unión (y no meramente afectiva) entre los miembos de la koinonía. La voluntad de otros creyentes que habitaban en otros lugares distantes por compartir sus bienes con sus hermanos más pobres de Jerusalem será una prueba tangible de esa koinonía que los mantenía vinculados (cf Gal 2,10 y 1 Co 16,1-3, respecto a la colecta organizada por Pablo). Sin embargo la koinonía implicaba, sobre todo, una fe común y una salvación común (Gal 2,9: el darse la mano después del debate en Jerusalem marca la koinonía entre los creyentes de origen judío y los de origen pagano): la ruptura de la koinonía atenta contra la convicción de un único Señor de los creyentes y de un único Espíritu recibido (1 Jn 1,3).

2- La oración. Durante un largo período, antes de recibir la influencia del mundo helénico, la vida y el pensamiento de la comunidad mantienen la tradición litúrgica y espiritual del judaísmo. Dado que no dejaron de ser judíos, los primeros creyentes en Jesús continuaban diciendo las oraciones que ya conocían. Entre ellas, el Shemá Israel ("Escucha Israel, el Señor, nuestro Dios, es solamente uno"; Dt 6,4-5) constituía la confesión judía básica, y, por tanto, también lo era para los creyentes en Jesús (Mc 12,29). Los himnos del relato lucano de la infancia de Jesús (los cánticos de María, de Zacarías y de Simeón) son como otros himnos judíos una combinación de textos del Antiguo Testamento. Celebran lo que Dios ha hecho en Jesús, pero en términos de Abraham, David, los antepasados bíblicos y los profetas.

Pero la continuidad de la oración de la comunidad de los creyentes con el Templo y la sinagoga no debe hacernos perder de vista la novedad que los seguidores de Jesús aportaban respecto al rito antiguo. El foco de la oración primitiva ha de buscarse en la asamblea eucarística que, lejos de ser una sustitución de los sacrificios del Templo, es una adición enriquecedora y fundamental de los judíos que creyeron en Jesús: "Asistían día a día al Templo juntos y partían el pan en sus casas" (Hech 2,46).

3- La eukaristía es, ante todo, el memorial de la muerte del Señor: "Siempre que ustedes coman este pan y beban esta copa, proclamarán la muerte del Señor hasta que él venga" (1 Co 11,26). Puede ser un eco del patrón judío del significado de la pascua como actualización del gran acto salvador de Dios desplazado, para los que creen en Jesús, del éxodo a la crucifixión/ resurrección.

El carácter de comida sagrada puede manifestar también otro transfondo judío: la reserva de un lugar vacío para el Mesías, en caso de que Dios quisiera manifestarlo durante la comida. Jesús resucitado se manifestó a los discípulos principalmente en el contexto de las comidas. Existía, por tanto, la esperanza de los creyentes que Jesús retornara gloriosamente también durante la comida sagrada que ellos celebraban. En esta circunstancia se comprende bien la exclamación Maranathá ("¡Ven Señor!") durante la celebración.

El descubrimiento de la tumba vacía temprano el primer día de la semana ayudó a fijar la atención en este día como el día consagrado al Señor (gr. hémera kyriaké; lat. dies dominica). Pero también pudo elegirse este día en lugar del shabat judío, porque éste concluía al atardecer del séptimo día. Recién a partir de esa hora, los judíos que creían en Jesús podían desplazarse y reunirse para partir el pan en la casa de algún creyente sin quebrantar el descanso sabático mandado por la Ley. De este modo era común la celebración eucarística en la noche entre el sábado y el primer día de la semana (cf. Hech. 20,7: Pablo se reúne en Tróade para la fracción del pan y alarga su palabra hasta la media noche). Tal asamblea sería una manifestación importante de la koinonía y ayudaría también a hacer que los creyentes en Jesús se sintieran distintos de los demás judíos.

3- Los primeros seguidores de Jesús siguieron sujetos a la autoridad de las Escrituras como todos los demás judíos, especialmente respecto a la Ley y a los Profetas. La enseñanza primitiva que recibieron los creyentes era, pues, la enseñanza de Israel. Los puntos en los que Jesús difería de la interpretación farisea de la Ley se recordaban y se convirtieron en el núcleo de una enseñanza especial. Pero los predicadores de Jesús resucitado debieron aplicar y adaptar las enseñanzas de Jesús sobre la ley a situaciones nuevas, no presentes durante el ministerio de Jesús. Por eso la enseñanza de Jesús se expandió y se transformó en la enseñanza de los apóstoles.

Esta enseñanza de Jesús y de los apóstoles es secundaria si se la compara cronológicamente con la Escritura de Israel, pero es de una importancia primaria en cuanto que es la interpretación autorizada de esas Escrituras. Dicho de otro modo, lo que llamamos hoy Antiguo Testamento no es una introducción (fácilmente prescindible) a las enseñanzas de Jesús, sino que es su presupuesto básico, sin el cual nunca comprenderíamos qué es lo que enseña Jesús. Lo que hoy llamamos Nuevo Testamento es la puesta por escrito de esas enseñanzas que fueron interpretando la Escritura de Israel, y que llegaron a convertirse en un segundo grupo de Escrituras Sagradas.

Algo similar sucede en la misma época entre los rabinos fariseos. La interpretación de la Escritura de Israel fue puesta por escrito en una obra llamada la Mishná, que llegó a ser un segundo grupo de enseñanzas junto a la Escritura. Así, hacia el fin del siglo II, tanto los judíos que creían en Jesús como los que no creían habían escrito suplementos autorizados a la Ley y los Profetas. Las características diferentes de ambos suplementos muestran los distintos enfoques sobre una misma Escritura, pero también reflejan el proceso de separación (y a veces hostilidad) entre ambos grupos.

 

 

 

II. Proceso de separación con el judaísmo

 

Continuidad a la vez que diferencia, es el balance de la expansión de la fe en Jesús resucitado. La continuidad acercaba a los creyentes a sus hermanos judíos que no creían, pero con quienes se reunían todavía en la sinagoga. La diferencia dio lugar a una clara identidad del grupo de los creyentes y a una seguridad que se transformaría después en autosuficiencia e independencia respecto al resto de los judíos. La aparición de factores externos de rechazo y reacción acelerará este proceso de separación hasta hacer de los seguidores de Jesús un grupo religioso distinto y autónomo del judaísmo. Algunos hechos significativos permiten seguir el rastro de este camino de separación.

 

 

35

 

La predicación de Pablo de Tarso.

Entre los creyentes en Jesús hubo, desde el comienzo, diferencias a causa de sus orígenes culturales. Los helenistas eran judíos que habían vivido fuera de Palestina, y habían recibido alguna cultura griega. Disponían en Jerusalem de sinagogas propias donde se leía la Biblia en griego en una traducción alejandrina llamada de los Setenta. Los hebreos eran los judíos autóctonos. Hablaban arameo, pero leían la Biblia en hebreo en sus sinagogas. Esta división del judaísmo se transfirió al interior de la comunidad de los que creyeron en Jesús resucitado.

Hubo problemas en la comunidad a causa de estas diferencias culturales que originaban también modos distintos de vivir la fe. Estas diferencias no tardaron en derivarse hacia los ámbitos más concretos y materiales de la vida de la comunidad: la distribución de los bienes comunes (Hech 6,1) fue entonces ocasión de que se produjeran enfrentamientos y divisiones. A partir de entonces, aunque manteniendo un vínculo común, los helenistas tendrían sus reuniones y dirigentes separados de los hebreos.

Mientras que los hebreos respondían a los Doce, presididos por Pedro, los helenistas respondían a los Siete, presididos por Esteban (Hech 6,5ss). Los Doce no se dedicarán de un modo tan directo a la organización de la comunidad de los hebreos, sino que delegarán este ministerio a Santiago y a un consejo de ancianos (gr. presbyteroi). Los Doce serán, como los Patriarcas, los que mantienen la unidad del nuevo Israel renovado por Jesús. Serán, ante todo, los testigos de la Resurrección a través del ministerio de la Palabra y de la oración.

Los helenistas serán dispersados de Jerusalem; los Doce (y aparentemente los demás creyentes hebreos) fueron respetados, presumiblemente porque no hacían propaganda contra el Templo como lo hacían los helenistas (cf. el discurso de Esteban, donde afirma que "el Altísimo no habita en casas hechas por mano de hombre"; Hech 7,48). Quienes fueron expulsados de Jerusalem se convirtieron en misioneros de Jesús resucitado. El libro de los Hechos nos dice que fueron a los samaritanos (8,5), a Fenicia, Chipre y Antioquía (11,19). Y aunque predicaron la palabra primeramente sólo a los judíos, algunos predicaron a los gentiles (11,20).

El impulso para ir a Samaría es un acontecimiento importante. Una de las mayores diferencias entre samaritanos y judíos fue que los primeros no aceptaban el Templo de Jerusalem como el único lugar de culto. Los discípulos helenistas, que como Esteban no creían que Dios viviese en edificios fabricados por manos humanas, eran predicadores ideales para los samaritanos, que no hubiesen acogido de igual modo a los discípulos hebreos que, como los apóstoles, continuaban orando en el Templo.

Otro hecho significativo de la predicación de los helenistas es el bautismo de un eunuco etíope que está volviendo a su patria después de su peregrinación a Jerusalem (Hech 8,27). Felipe, sucesor de Esteban, no duda en admitir al Nuevo Israel a un hombre a quien la Ley mosaica prohibía la incorporación a la comunidad israelita por estar castrado (Dt 23,2).

La misión helenista va ganando para la nueva fe samaritanos, judíos y paganos. Los creyentes que integran la koinonía en Antioquía son llamados khristianoi (seguidores de Khristós = Mesías). Un importante integrante se suma a esta misión: un fariseo de la diáspora llamado Saúl de Tarso (conocido en ámbitos gentiles como Pablo), primero opositor de la predicación de Esteban, después continuador de su obra. Con su aporte la Buena Noticia de Jesús se extenderá ampliamente en el mundo pagano y la noción de salvación adquirirá una comprensión nueva. Las cartas escritas por él a lo largo de su ministerio están repletas de formas de describir los efectos del acontecimiento de Jesús, lo que ha hecho por la humanidad en su vida, pasión, muerte, sepultura, resurrección, exaltación e intercesión en los cielos. Lo describe a través de imágenes que reflejan su mentalidad judía y helenista, pero también las controversias y debates de su experiencia misional.

La vida de Pablo dio un vuelco en Damasco, cuando buscaba combatir la influencia de los creyentes en Jesús en las sinagogas de ese lugar. Para un fariseo como él era intolerable el cuestionamiento que Esteban y sus seguidores hacían sobre la Ley en nombre de su fe en Jesús, que para ellos estaba vivo. Pero sus ojos se abrieron y el designio de Dios apareció ante él de un modo nuevo. Años después dirá: "El mismo Dios que dijo: De las tinieblas brille la luz, ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que está en el rostro del Mesías" (2 Co 4,6). Su percepción de Jesús cambió; se le manifestó como el enviado del Dios de los padres, como el Mesías prometido a su pueblo, resucitado por Dios de entre los muertos. Quedó claro para él que no debía hacer cambiar a los compañeros de Esteban por la cuestión de la Ley, sino que era él quien debía adquirir una nueva comprensión de Dios, frente a su postura legalista, y cambiar de mentalidad; porque el Jesús al que apelaban los judíos perseguidos para justificar sus infracciones a la Ley estaba vivo. Así se sintió enviado (apóstol) para anunciar esa Buena Noticia de la salvación también a los paganos, al margen de la Ley.

Pablo asumió en su propia predicación el contenido básico de la predicación de los apóstoles, es decir, la muerte y resurrección de Jesús. De este modo dirá a los corintios: "Les transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que el Mesías murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras" (1 Co 15,3-4). La pasión, muerte y resurrección de Jesús constituyen entonces el momento decisivo del plan salvífico de Dios. Muerte y resurrección son un todo inseparable (Rm 4,25). Pablo expresa así en sus cartas el doble efecto del acontecimiento salvífico: expiación de los pecados e institución de un estado de justicia para el hombre.

La muerte de Jesús es expiatoria: borra los pecados de los hombres. En Rm 3,25-26 presenta a Jesús como instrumento de propiciación. Este instrumento era en Israel la cubierta del arca de la alianza, sobre la cual se rociaba la sangre del sacrificio ofrecido por los pecados (Ex 25,17-22). Lo que no era más que una figura, en Jesús llega a ser una realidad definitiva. El efecto es entonces la reconciliación del hombre con Dios. El hombre vuelve a contar con el favor y la intimidad con Dios después de un largo período de alejamiento y rebeldía a causa del pecado y las transgresiones (Rm 5,2.9-11).

La muerte y resurrección de Jesús hace al hombre justo (es decir, lo sitúa en un estado opuesto al de pecado). La justificación que los hombres no pudieron obtener mediante el cumplimiento de la Ley se obtiene por la fe en el poder de Dios, que resucita a Jesús de entre los muertos y le confiere una nueva vitalidad. Este poder divino se difunde a partir de Jesús como fuerza creadora de una vida nueva que el creyente siente y puede vivir en unión con Jesús Mesías (1 Co 6,14).

Pablo predica que Jesús es el Hijo de Dios (Hech 9,20). Presenta a Jesús en su condición gloriosa de resucitado, constituido así Mesías y elevado a la categoría de Hijo de Dios (Rm 1,4). En el A.T. se daba el nombre de Hijo de Dios a Israel (Ex 4,23), a Salomón (2 Sa 7,12-14), al rey o Mesías (Sal 2,7), al hombre justo (Sab 2,13-18). La idea dominante que subyace en el empleo de este título en el mundo judío es la de una elección divina para una tarea encomendada por Dios y la correspondiente obediencia a dicha vocación. Esta noción de filiación constituye el fundamento de la aplicación del título a Jesús. Sería una especie de entronización real y expresa la misión de Jesús dotado del Espíritu vivificador para la salvación de los hombres. La mayor parte de los pasajes en que Pablo llama a Jesús el "Hijo" expresan sólo su elección divina y su dedicación completa al plan del Padre. Sin embargo Flp 2,6-7 parece aludir a una cierta preexistencia divina de Jesús: "siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; sino que se despojó de sí mismo tomando la condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre".

Pablo llama a Jesús Señor (Kyrios). También lo aplica obviamente a YHWH, siguiendo la costumbre de la biblia griega, que traduce con esta palabra el nombre de Dios. Al aplicar este título a Jesús está expresando el dominio actual de Jesús sobre los hombres, concedido al Mesías por su condición regia de resucitado (Rm 14,9), influyendo íntimamente en las vidas de los creyentes. No expresa la función de Jesús en su vida terrena ni su papel en la venida definitiva. Este título le confiere a Jesús el nombre dado sólo a YHWH. Indica así que está en cierto modo al mismo nivel (en la gloria junto a Dios), aunque no dice que sea absolutamente igual él.

Así como por su fanatismo aquel fariseo antes "sobrepasaba en el judaísmo a muchos de sus compatriotas contemporáneos, superándolos en el celo por las tradiciones de sus padres" (Gal 1,14), su cambio dejaba entrever un camino abierto para no pocos judíos. Su predicación en las sinagogas provocaba deserciones entre los judíos y captaba a muchos temerosos de Dios (paganos atraídos al judaísmo) a los que se les ofrecía la salvación al margen de la Ley y de la circuncisión. Las numerosas sanciones sinagogales que sufrió Pablo (los azotes nombrados en 2 Co 11,24) indican cómo fue considerado como un competidor desleal y peligroso al que respondían con agresividad.

 

La universalidad de la salvación.

A excepción del breve período en que un rey judío gobernó sobre Judea (Herodes Agripa I; 41-44 dC), la rama de la koinonía de Jerusalem vinculada a los Doce no fue perseguida. Durante algo más de veinte años los dirigentes de los que creen en Jesús trabajan sin que las autoridades judías intentaran exterminarlos. Mientras la misión helenista sigue avanzando, la misión israelita también progresa, siendo no pocos los fariseos que creen que Jesús es el Mesías. Eusebio de Cesarea (cf. Historia Eclesiástica II, 23,7-11) dice que todos los que proviniendo de los principales grupos religiosos habían creído, todos habían creído por Santiago, el hermano del Señor. Todos le daban el sobrenombre de Justo; se decía que nunca había bebido vino ni bebida fermentada, ni había comido carne; sobre su cabeza no había pasado tijera ni navaja y tampoco se había ungido con aceite. Y eran muchos los que habían creído, incluso de entre los jefes.

Pero una grave crisis estalla para los judíos en Palestina. Muchos se encontraron ante la alternativa de la idolatría o la muerte, y no dudaron un instante en renunciar a su propia vida. El emperador Calígula envió a Petronio, gobernador de Siria, con un ejército a Jerusalem para erigir estatuas suyas en el Templo con la orden de que, si los judíos no las aceptaban, matase a los que se opusieran y redujece a la esclavitud al resto de la nación. Petronio salió de Antioquía y marchó hacia Judea con tres legiones y numerosas tropas auxiliares. Los judíos reunidos en masa en la llanura de Ptolemaida, con sus mujeres y sus hijos, suplicaban a Petronio que tuviera ante todo en consideración las leyes de sus padres y en segundo lugar a sus personas. Petronio, ante esa difícil situación, se arriesgó a sugerir al emperador el replanteo de su decisión (Josefo, Guerra II, 184-203). La respuesta de Calígula al pedido hecho por Petronio fue que éste debía suicidarse por haber desobedecido. Para fortuna suya el mar retrasó la llegada de esa carta, y primero llegó la carta que anunciaba la muerte del emperador. Herodes Agripa fue un portavoz decisivo de las reivindicaciones judías. Él organizó un banquete espléndido en Roma y pidió a Cayo, en su misma presencia, la conservación del Templo como Lugar santo. Agripa ya había convencido a Cayo cuando llegó la carta de Petronio (Josefo, Antig. XVIII 289-302).

La crisis estaba superada, pero el pueblo judío quedó seriamente impresionado por ella. Surge entonces un sentimiento nacionalista hostil a todo lo que tenga alguna referencia a los paganos en varios lugares del imperio. En Alejandría de Egipto hubo serios incidentes cuando los judíos de la ciudad tomaron las armas contra sus conciudadanos paganos que durante años los habían maltratado. En Jerusalem, un escriba fariseo llamado Simeón, critica a Herodes Agripa ante el pueblo y pide que se lo excluya del culto, acusándolo de mantener en su gobierno actitudes contrarias a la Ley (Josefo, Antig. XIX 332). Agripa logró atraerlo a su bando y ganarse a los grupos rigoristas adaptándose a sus exigencias. Josefo generaliza la actitud adoptada por Agripa: Cuando llegó a Jerusalem no omitió ningún precepto de la ley, y además de bajar los impuestos, mantuvo escrupulosamente las leyes tradicionales, observó los ritos de pureza y no dejó pasar un día sin los sacrificios legales (Antig. XIX 293. 299.331).

Los que creían en Jesús se vieron en una situación de apuro con esta crisis. Bien conocida era la actitud libre frente a la Ley y la crítica del Templo por parte de los helenistas, y también la acogida de paganos incircuncisos en la comunidad por parte de Pedro. No era raro entonces que el rey Herodes Agripa, para mantener su imagen de judío observante, sacrificara a aquellos judíos que tenían fama de hablar contra el Templo o que miraban favorablemente a los paganos. Hech 12,1-3 narra la ejecución de Santiago, hermano de Juan, y el prendimiento de Pedro "al ver que esto les gustaba a los judíos". La hostilidad contra los seguidores de Jesús ya no proviene de las autoridades religiosas, sino de todo el pueblo.

La extensión de la predicación a los no judíos y también más allá de Palestina producirá sus consecuencias en la configuración de la fe. Así vemos que Pedro bautiza al centurión Cornelio y a los de su casa, y de esta forma introduce en la koinonía de los creyentes una cierta novedad que abre las puertas de un debate. Los paganos que aceptan la fe en Jesús abandonan la idolatría y adoran al Dios de Israel. Se podría decir que ya por eso son hermanos de los creyentes judíos. Pero, sin embargo, no son hijos de Abraham. ¿No deberían ser circuncidados después del bautismo como se hacía en todas las sinagogas con cualquier pagano que quiere ser prosélito (convertido al judaísmo)? ¿Qué opinan sobre esto los creyentes de Jerusalem? Los creyentes, hasta entonces, eran todos judíos. Se trata de una situación nueva, no conocida hasta entonces. Los hermanos de Jerusalem objetan el actuar de Pedro, pues desde Abraham las Escrituras exigían la circuncisión y Jesús no había cambiado esta exigencia. El argumento de Pedro será que "también a los gentiles le ha dado Dios la conversión que lleva a la vida" (Hech 11,18). Si Dios les había concedido también a ellos el don del Espíritu Santo por haber creído en el Señor Jesucristo, ¿quién era Pedro para poner obstáculos a Dios? (11,17).

Sin embargo, una cosa era incorporar algunos pocos paganos en una Comunidad predominantemente judía; y otra cosa distinta era enfrentarse a comunidades enteras de paganos como las que comenzaban a aparecer, por ejemplo, en Antioquía de Siria (Hech 11,20-21). Allí fue enviado desde Jerusalem Bernabé para controlar la situación. Porque la única relación que estas comunidades tendrían con el judaísmo sería la veneración de las Escrituras de Israel. Lejos de ser injertados en el árbol común del pueblo de Abraham, estos nuevos creyentes podrían formar pronto otro árbol. Debía tomarse pronto una decisión porque los creyentes en Jesús podrían seguir constituyendo, como hasta entonces, un grupo más dentro del judaísmo (como los fariseos, saduceos o esenios), o podrían llegar a ser una religión separada si no se los vinculaba de un modo concreto a Israel. Y, a juzgar por la hostilidad desencadenada contra los apóstoles en Jerusalem, todos los creyentes en Jesús (circuncisos o incircuncisos) comenzaban a ser vistos como sectarios. Algo debía hacerse.

Los creyentes fariseos atacaron el principio de los helenistas según el cual los paganos podían ser admitidos en la comunidad sin hacerse judíos (ser circuncidados) y llevaron a Antioquía el problema. Pablo y Bernabé viajan desde allí a Jerusalem para confirmar su praxis misionera mediante la autoridad de los apóstoles. El tema era muy delicado, porque, aunque Pablo estaba seguro de su predicación, no podía arriesgarse a perder la koinonía con los que representaban la garantía del Evangelio: los testigos de Jesús resucitado. "No fuera que estuviese corriendo en vano" (Gal 2,2). Si los que eran tenidos por los creyentes como columnas de la ekklesía (Pedro, Juan y Santiago el Justo) niegan a las comunidades de paganos creyentes la koinonía con la comunidad madre de Jerusalem, existiría una división que contradiría la naturaleza misma de la ekklesía. Los testigos autorizados de Jesús deberían aclarar cuál era la intención que tuvo Jesús al enviarlos a predicar.

La comunidad de los creyentes se podía distinguir del resto de los judíos por su fe en Jesús, al que reconocían como Hijo del hombre y Mesías, glorificado a la derecha de Dios y adveniente en breve como juez y salvador. Pero en ningún momento se planteó la validez de la Ley. Eso estaba fuera de discusión. Si la comunidad se hubiese desligado del judaísmo se habría separado de sus propias raíces. Ni siquiera los creyentes helenistas critican la ley como tal, sino su comprensión exclusivamente ritual. Pero con Pablo, la cuestión de la Ley se convierte en un verdadero problema para los judíos creyentes, ya que plantea que, para el creyente, "Cristo es el fin de la Ley" (Rom 10,4).

Hasta Pablo sólo a través de la Ley Dios había abierto la posibilidad de vivir conforme a su voluntad, y por tanto, de salvarse. Pablo recoge esta concepción de la validez universal de la Ley y amplía su esfera de validez a los no judíos. De este modo polemiza contra la concepción judía según la cual la Ley es un privilegio del que puede gloriarse el judío y según la cual el juicio alcanza sólo al pagano. Contra esto Pablo afirma que la Ley ha sido revelada a todos; al judío de manera escrita y al pagano en el interior de su corazón mediante la conciencia; y el juicio entonces alcanza a ambos, pues todo hombre es pecador.

Pablo, en este sentido, considera la Ley, no desde su verdadera finalidad de acercar a los hombres a Dios, sino desde sus resultados concretos. La Ley sólo logró dar a conocer (prohibiendo) el pecado al hombre (Rm 3,20). La Ley no pudo refrenar la voluntad enferma del hombre; lo único que hizo fue poner en evidencia que la voluntad humana tiene una tendencia egoísta en contra de la voluntad de Dios. Basta sólo que el hombre conozca un precepto divino, cualquiera sea, para que su voluntad descubra que ella quiere hacer lo opuesto (cf. Rom 7,7ss). Y cuando un judío cumple la Ley, la justicia que realiza es su propia justicia, no la justicia de Dios. Un fariseo que se conforma con esa justicia corrobora su autoafirmación en oposición a aquel hombre humilde que sólo se gloría en Dios, y no en sus obras.

Mientras que los adversarios de Pablo podían decir que ellos eran los verdaderos hijos de Abraham, porque además de creer estaban circuncidados, Pablo los refuta diciendo que la fe de Abraham le fue reputada como justicia antes de que él recibiera la circuncisión. De ese modo Abraham "se convertía en padre de todos los creyentes incircuncisos, a fin de que la justicia le fuera igualmente imputada, y en padre de todos los circuncisos que no se contentan con la circuncisión, sino que siguen además las huellas de la fe que tuvo Abraham antes de la circuncisión" (Rm 4,11-12).

Tal son el judío y el pagano que llegan a creer. Son movidos por el Espíritu a esperar por la fe la salvación que los otros hombres esperan de su propia justicia. Porque en la salvación obtenida gracias a Jesús "no tienen valor ni la circuncisión ni la incircuncisión, sino solamente la fe que actúa por la caridad" (Gal 5,5-6).

No hay un requisito previo que el hombre pueda realizar para salvarse: "No hay diferencia alguna; todos pecaron y están privados de la gloria de Dios. Y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en el Mesías Jesús, a quien Dios exhibió como instrumento de propiciación por su propia sangre" (Rom 3,22-25). Hay, en cambio, una vida nueva que el hombre comienza a vivir a partir del momento en que cree. Y esto es una gracia que Dios otorga sin que ninguna acción buena del hombre lo obligue a concederla. Y así los creyentes son "conducidos por el Espíritu", sin estar empujados por la Ley (Gal 5,18). Y el Espíritu les hace vivir eficazmente la voluntad de Dios.

La moral no queda suprimida: "Porque toda la Ley alcanza su plenitud en este solo precepto: amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Gal 5,14). Dios quiere que el hombre realice buenas obras y, previéndolo, otorga la fe y el Espíritu para que pueda hacerlas. Lo hace cuando él quiere y a quien él quiere. Porque "¿acaso Dios lo es únicamente de los judíos y no también de los paganos? No hay más que un solo Dios, que justificará a los circuncisos en virtud de la fe y a los incircuncisos por medio de la fe" (Rom 3,29-30).

El debate concluirá con una decisión de la koinonía en Jerusalem: Santiago, creyente judío conservador, argumentó que los profetas (Am 9,11-12) previeron que los paganos buscarían también a Dios, y que la Ley de Moisés permitía a los no circuncisos vivir en el pueblo de Dios siempre que se abstuvieran de ciertas impurezas (Hech 15,13-21). Así, Pedro, Juan y Santiago dieron a Pablo la mano y extendieron, con ese gesto, la koinonía a los creyentes incircuncisos. De esta manera se abre libremente el camino de la evangelización hasta los confines de la tierra.

 

Las misiones paulinas.

En la asamblea de Jerusalem, la Koinonía se ha definido como una comunidad para todos los hombres. Teológicamente el mensaje de salvación anunciado por los creyentes ha alcanzado una gran madurez. Pero esta salvación reconocida para todos los hombres debe llegar ahora a toda la tierra donde los hombres habiten. El testimonio de la gracia de Dios ofrecida por la muerte y resurrección de Jesús intentará llevarse entonces tan lejos como los medios disponibles hasta entonces lo permitan.

Es preciso haber recorrido las vastas regiones de la planicie central de Turquía para apreciar en su justo valor los esfuerzos físicos, sin hablar de la tensión espiritual, que tuvo que desplegar Pablo para llevar el mensaje de la salvación de provincia en provincia. Siria y Anatolia imponen a los viajeros largos recorridos. El relieve tan accidentado, los cambios bruscos de temperatura entre la ribera del mediterráneo y el clima continental del interior, con veranos tórridos e inviernos helados, añadían nuevas dificultades al camino.

Los romanos dieron una perfección no igualada hasta entonces a la red de caminos construida sobre las huellas de las antiguas pistas de caravanas. Antioquía era un centro de primera importancia en esta red. No es extraño, entonces, que haya sido la plataforma operativa de la misión entre los paganos. Pablo parte de allí, y allí regresa en sus distintos viajes misioneros. La Via Egnatia (que unía Roma con Bizancio) es recorrida por Pablo en el tramo Filipos - Anfípolis - Apolonia - Tesalónica. Y al llegar cautivo a Roma transitará la célebre Via Apia, pasando por Foro de Apio y Tres Tabernas.

En los caminos, cada 25 millas (la distancia que se podía llegar a recorrer a pie por día) un puesto de guardia garantizaba seguridad a los viajeros, aunque no comodidad. Eso apenas importaba, porque lo únicamente temible eran los bandidos, que sobraban por aquellos tiempos. Había que contar, además, con las manadas de lobos que, en las montañas entre Capadocia y Siria, obligaban a los viajeros a cerrar filas (Apuleyo, Metamorfosis, VIII,15). Pablo recordará los peligros en los viajes como una fuente de sufrimiento en su apostolado (2 Co 11,22-27).

La navegación era muy intensa en todo el Mediterráneo. Algunas embarcaciones de alta mar podían llevar varios centenares de pasajeros: Hech 27,37 dice que en el barco que llevaba a Pablo viajaban 276 personas. Era muy difícil calcular el tiempo de los viajes porque dependía del capricho del viento. Así, de Ostia (el puerto de Roma) a Alejandría el viaje duraba de 8 a 9 días con buen tiempo; con mal tiempo hasta 50 días. El invierno era la peor época para embarcarse; los barcos permanecían anclados donde los sorprendía el invierno. Embarcarse era arriesgarse al naufragio, como le ocurre a Pablo en su viaje a Roma según Hech 27. La descripción hecha aquí es muy semejante a la del naufragio sufrido por Josefo rumbo a Roma: "Habiéndose hundido nuestro barco en pleno Adriático, tuvimos que nadar unas 600 personas durante toda la noche, hasta que al amanecer apareció providencialmente a nuestros ojos un barco de Cirene. Entonces, con unos 80 compañeros en total, me adelanté a los demás y fuimos izados a bordo..." (Autobiografía, 15). No es extraño que muchos comunidades importantes hayan florecido en los puertos, como es el caso de Corinto.

Calculando con los datos de Hech la distancia recorrida por Pablo en su empeño por "dar testimonio del Evangelio de la gracia de Dios" (Hech 20,24), el resultado es de 1000 km en la primera misión, 1400 en la segunda y 1700 en el tercero. Podemos resumir el recorrido de estos 4000 km de predicación en las siguientes etapas:

q Su primer viaje misionero, junto a Bernabé y a Juan Marcos, abarca la isla de Chipre, Panfilia y Licaonia. La característica de esta misión viene dada por el público mixto al cual se dirige, formado por judíos y prosélitos (por un lado) y paganos temerosos de Dios (por otro lado). El éxito obtenido entre los no judíos desencadena la oposición violenta de los judíos.

q El segundo viaje abarca Licaonia, Tróade, Macedonia, Atenas, Corinto, regreso a Antioquía por Éfeso. Este viaje está motivado por la visita de los centros ya evangelizados en el viaje anterior para fortalecer la fe de esas comunidades. Pero es la ocasión de extender la misión al suelo europeo. En medio de persecuciones y cárceles funda allí las comunidades de Filipos, Tesalónica y Berea. Las cartas a los Tesalonicenses muestran el entusiasmo de esas jóvenes comunidades, y la dirigida a los filipenses muestra el cariños especial que Pablo conservará por esa comunidad.

La predicación en el Areópago de Atenas es un ensayo de Pablo de evangelizar la religiosidad y filosofía pagana, dialogando en el terreno de éstas. El discurso es un fracaso y, pasando a Corinto, Pablo se decide en adelante no predicar otra cosa que Jesús el Cristo, y éste crucificado (1 Co 2,2). Su permanencia en Corinto fue muy importante, porque recién allí Pablo se tuvo que enfrentar con la vida pagana, residualmente presente en los creyentes. Día tras día Pablo tendrá que elaborar la moral cristiana.

q En su tercer viaje se detiene largamente en Éfeso. Allí encuentra a un grupo de seguidores de Juan el Bautista, que fueron instruidos parcialmente en la doctrina de Jesús por un alejandrino llamado Apolo. Sin embargo, éstos no habían llegado al bautismo en nombre de Jesús y a la recepción del don del Espíritu. Apolo será adoctrinado por el matrimonio colaborador de Pablo: Aquila y Priscila (1 Co 16,12).

q Pablo pasa desde allí nuevamente a Grecia, y desde allí regresa a Jerusalem a llevar la colecta hecha entre las comunidades de origen pagano para la comunidad pobre de los hebreos: éste será el principal lazo que une a los creyentes que ya no están unidos por la circuncisión (Hech 20,1-16).

Detenido en Jerusalem ante la acusación de los judíos que lo ven como un traidor a la Ley, y llevado custodiado por los romanos hasta Cesarea, Pablo apela al tribunal imperial, por lo cual es llevado prisionero a Roma. Allí permanece en arresto domiciliario durante dos años. Y ya no tenemos noticias seguras acerca de sus actividades.

La noticia más segura sobre su muerte la proporciona a fines del siglo I el obispo de Roma, Clemente. Afirma que "Pedro, por inicua emulación, hubo de soportar no uno ni dos, sino muchos trabajos. Y después de dar así su testimonio, marchó al lugar de la gloria que le era debido. Por la envidia y rivalidad mostró Pablo el galardón de la paciencia. Por seis veces fue cargado de cadenas; fue desterrado, apedreado; hecho heraldo de Cristo en Oriente y Occidente, alcanzó la noble fama de su fe; y después de haber enseñado a todo el mundo la justicia y de haber llegado hasta el límite del Occidente y dado su testimonio ante los príncipes, salió así de este mundo y marchó al lugar santo" (I Corintios V,4-7).

La noticia del martirio de Pedro y Pablo está fechado en el reinado de Nerón: "Nerón fue el primero en ensangrentar la fe cuando crecía en Roma. Entonces Pedro es ceñido por otro, cuando es atado a la cruz. Entoces Pablo es, por nacimiento, de ciudadanía romana, cuando renace por nobleza del martirio" (Tertuliano, Scorpiace 15, 2-5).

Sin embargo, no son las únicas víctimas, sino que "a estos hombres que llevaron una conducta de santidad vino a agregarse una multitud de escogidos, los cuales, después de sufrir por envidia muchos ultrajes y tormentos, se convirtieron entre nosotros en el más hermoso ejemplo" (Clemente de Roma, I Cor VI,1).

La comunidad de Roma llevaba para entonces varios años de existencia. A ella Pablo había dirigido la más importante y doctrinal de sus cartas. Suetonio nos da la noticia (junto con Hech 18,2) que los judíos fueron expulsados de Roma por el emperador Claudio en el 49 dC "porque, instigados por Chrestos, provocaban constantes alborotos" (Vidas de los Césares, Claudio XXV). La comunidad de creyentes en Jesús se presentaba aún a los ojos de los romanos como un grupo judío y, por tanto, son expulsados sin distinción aquellos que están enfrentados por su diferente opinión sobre Jesús. Pero la distinción será más clara cuando se identifique a aquellos que creen en Jesús como cristianos. A ellos va dirigida una sangrienta persecución.

El historiador pagano Tácito evoca el incendio de Roma y la persecución del grupo de los creyentes (Anales, XV 44). En él dice que Nerón era tenido por el causante del incendio según la opinión popular. "Y así, para desviar esta voz y descargarse, dio por culpados a unos hombres odiados por el vulgo a causa de sus excesos, llamados comúnmente cristianos". El texto refleja una opinión muy negativa del pueblo sobre este grupo, al que acusa de sostener una "perniciosa superstición". El texto dice también que la cantidad de víctimas fue numerosa. "Fueron castigados al principio los que profesaban públicamente esta religión, y después, por denuncia de aquellos, una multitud infinita, no tanto por el delito del incendio que se les imputaba, como por haberles convencido de general aborrecimiento a la raza humana".

Después de un crecimiento considerable en el ámbito pagano, la fe en Jesús encuentra por primera vez una oposición fuerte de parte del Estado romano. A partir de entonces, en virtud de una ley neroniana cuya declaración explícita no es segura, pero que las persecuciones posteriores dan por supuesta, a los cristianos no es lícito existir. El crecimiento numérico de los creyentes hace que los paganos recién ahora comiencen a tenerlos en cuenta y a combatirlos.

 

Consolidación del judaísmo rabínico.

A lo largo del siglo I, hubo muchos judíos que esperaban el restablecimiento de la soberanía de Israel. Los mismos discípulos de Jesús estaban incluidos en esta esperanza esperanza mesiánica: "Señor, ¿es en este momento cuando vas a restablecer el Reino de Israel?" (Hech 1,6). Cuando en el 41 Herodes Agripa logró reconstruir en provecho suyo el reino de su abuelo, los judíos pudieron pensar que ya se habían librado para siempre de la administración directa de Roma. Pero a la muerte de Agripa fue preciso volver a la realidad: aunque el emperador Claudio pensó en principio transferir el reino de Agripa a su hijo Marco Julio Agripa II, terminó por volver a la situación anterior y transformó Judea y Samaría y los demás territorios de Agipa I en provincia romana, a la que envió a Cuspio Fado como procurador.

El muy joven Agripa II continuó residiendo en Roma, donde intervino en favor de los intereses judíos en diversos conflictos, como el de la custodia de las vestiduras sacerdotales o los que estallaron entre judíos y samaritanos en tiempos del procurador Cumano. Hacia el 50 el emperador lo nombró rey de Calcis, como sucesor de su tío Herodes, y pocos años después le cambió este pequeño reino por la tetrarquía de Filipo y Lisanias. Más tarde, Nerón añadirá a sus posesiones partes de Galilea y Perea. Claudio lo nombró administrador del Templo y le otorgó el derecho de nombrar a los sumos sacerdotes.

Durante la primera fase de la administración romana de la provincia de Judea (6-41 dC) la situación general, con excepción del período de Pilato, puede calificarse de tranquila y pacífica. En cambio, durante la segunda fase las relaciones entre el gobierno y la población judía se deterioraron rápidamente y las tensiones aumentaron de tal forma que se hizo inevitable la explosión de los años 66-74. Las agudas tensiones sociales, el desbordamiento de las corrientes mesiánicas, la militancia de zelotes y bandidos, las divisiones dentro de la aristocracia sacerdotal, los conflictos entre sacerdotes y levitas y, sobre todo, las acciones faltas de consideración de los procuradores romanos crearon tal clima de inestabilidad y violencia que llegó el tan temido conflicto, desesperado y violento.

El tumulto popular ocasionado por los desafueros del último procurador, Gesio Floro, fue seguido de una represión sangrienta que ocasionó una verdadera batalla en Jerusalem. A juicio de Josefo, otro incidente decisivo fue la suspensión de los sacrificios ofrecidos en favor del emperador en el Templo de Jerusalem (Guerra II, 409-410). El pueblo consiguió apoderarse del monte del Templo y cortar las comunicaciones con la fortaleza Antonia. El procurador, demasiado débil para someter la revuelta por la fuerza, se retiró a Cesarea dejando sólo una cohorte en Jerusalem. La intervención desesperada de Agripa II para calmar los ánimos y convencer a los insurgentes de la inutilidad de la revuelta no obtuvo ningún resultado, y el rey se retiró a sus posesiones. También los fariseos y sacerdotes fracasaron en el mismo intento. Los rebeldes se hicieron más fuertes y aniquilaron a la guarnición romana.

La revuelta se extendió a las otras ciudades del país, que fueron escenario de enfrentamientos sangrientos entre la población judía y la numerosa población pagana. En las ciudades mayoritariamente paganas de Cesarea, Escitópolis, Ascalón y Tolemaida, la población judía fue asesinada, mientras que los judíos rebeldes asesinaron a la población pagana en las ciudades donde ésta era una minoría. La tentativa de sofocar la rebelión fue un fracaso: después de avanzar exitosamente sobre Jerusalem y de tomar el barrio de Bezeta, el gobernador de Siria, Cestio Galo, al mando de la Legión XII y de numerosas tropas auxiliares, se retiró y fue entonces derrotado en el desfiladero de Bet-Jorón.

Después de esta derrota, Nerón encomendó a Vespasiano la tarea de aplastar la rebelión. Las operaciones comenzaron en la primavera del 67, y fue ayudado por su hijo Tito en la dirección del ejército de 60000 hombres. Después de sofocar de norte a sur uno a uno los centros de resistencia judía, la ciudad de Jerusalem es tomada y el Templo destruido en el verano-otoño del 70.

La conmoción producida en el corazón del pueblo judío por el trágico final del conflicto alcanzó también la vida de la comunidad de los creyentes en Jesús. Ella seguramente no sería insensible a la problemática social subyacente al desencadenamiento de la guerra. Pero era evidente que su concepción mesiánica era opuesta a los ideales que activaron la revuelta, como lo revelará después la tradición evangélica: "Bienaventurados los que hacen la paz, porque serán llamados hijos de Dios" (Mt 5,9). La lucha interna entre los distintos partidos en los años del conflicto ofrecieron un trasfondo especial para que muchos abandonaran la ciudad ante la inminencia de la catástrofe. La guerra contra el más poderoso imperio de la época era una aventura demente: "¿Qué rey que marcha a la guerra otro rey no se sienta primero a considerar si con 10000 hombres puede enfrentar al otro que avanza contra él con 20000?" (Lc 14,31).

Eusebio de Cesarea (Historia Eclesiástica III, 5,3) refiere que los creyentes de Jerusalem abandonaron Jerusalem en masa, avisados por una predicción revelada a los notables, y se dirigieron a la ciudad pagana de Pella, en Transjordania. Aunque no se encontraron vestigios arqueológicos de su presencia en Pella anteriores a la época bizantina, las tradiciones evangélicas parecen evocar un cierto eco de un éxodo hacia la montañosa Pella: "Cuando vean a Jerusalem cercada por ejércitos, sepan entonces que se acerca su desolación. Entonces, los que estén en Judea, huyan a los montes; y los que estén en medio de la ciudad, que se alejen; y los que estén en los campos, que no entren en ella" (Lc 21,20-21).

También el vidente de Ap 12,6 dice que la mujer que entre dolores dio a luz al Hijo que fue arrebatado hasta Dios y hasta su trono, "huyó al desierto, donde tiene un lugar preparado por Dios para ser allí alimentada 1260 días". La interpretación corriente del Apocalipsis ve en esta mujer a la comunidad de los creyentes y en el tiempo de tres años y medio (la mitad de siete) un tiempo indeterminado. Si bien se trata de un número simbólico, coincide con la duración de la guerra judía. Epifanio (PG 43, 261) dice que, pasado ese tiempo, los cristianos regresaron a Jerusalem, "habiendo sido destruida la ciudad" y finalizada la guerra. ¿Cómo habrá sido la relación de estos judíos creyentes con los demás supervivientes del desastre?

El resultado del conflicto demostraba claramente que había sido una ilusión mal calculada y una loca aventura. La razón estaba, pues, de parte de quienes trataron inútilmente de encontrar una solución pacífica, como era el caso de los ancianos, los sumos sacerdotes y los fariseos. Josefo, después de comandar un grupo rebelde en Galilea y de haber caído prisionero, se convenció de la imposibilidad de hacer frente a los romanos y se pasó a su bando. Ante la Jerusalem sitiada será vocero judío de los romanos para convencer a los rebeldes que abandonaran la lucha. Las negociaciones no resultaron ante el fanatismo de los combatientes. Cuando escribe su Guerra de los Judíos, atribuye la caída de Jerusalem a las disenciones del pueblo y se llena de indignación ante el asesinato del sumo sacerdote, víctima de sus compatriotas extremistas: "Yo creo que Dios condenó la ciudad a la destrucción por causa de sus propios delitos y que, deseando purificar su santuario por el fuego, retiró a los que le estaban unidos con un tierno afecto" (IV 323).

Durante la guerra se habían organizado en torno a los líderes más o menos prestigiosos ciertas facciones. Josefo nombra (Guerra VII, 253-274) a los sicarios de Eleazar ben Yair (el héroe suicida de Masada), descendiente de Judas el Galileo (Hech 5,37); el grupo de Juan de Guiscala (otro galileo); el de Simón bar Giora; los mercenarios idumeos, llamados para aniquilar a los sacerdotes que buscaban la paz; y los zelotes, los más feroces, acusados por Josefo de confundir los peores crímenes con el bien (el celo por la virtud). La conclusión del relato descriptivo de los grupos evidencia la convicción de los supervivientes del desastre: "en el fondo, todos ellos encontraron el final que les convenía, pues Dios los castigó a todos según su merecido. En efecto, todas las formas de castigo que puede sufrir la naturaleza humana se abatieron sobre ellos hasta su última hora, teniendo que morir en medio de torturas de toda clase. Puede decirse, con todo, que no sufrieron ellos tanto como hicieron sufrir a los demás, pues no era posible encontrar suplicios proporcionados a sus crímenes. Por otro lado, los que cayeron víctimas de su crueldad, tampoco sería actualmente posible llorarlos como merecen".

Las consecuencias de la gran conmoción que se produjo en la conciencia judía se van a dejar sentir muy profundamente también en el ámbito religioso. Se tomará desde entonces una actitud caracterizada por el hecho de que la aspiración de volver a tener un Estado propio va a sobrepasar lo puramente terrenal, negándose una vía política (es decir humana) de lograrlo e imponiéndose paulatinamente la resignación y la contemporización. El Estado y otras instituciones judías importantes hasta entonces pasan a un segundo plano.

La desaparición de la liturgia sacrificial llevó consigo la decadencia de las familias sacerdotales y la extinción progresiva del partido saduceo. Al contrario, el culto siangogal llegó a tomar un importancia exclusiva bajo la dirección de los doctores de la Ley fariseos que reconstuyeron una escuela en Yabné (Jamnia), bajo la dirección del rabino Yojanan ben Zakkay.

En el período post-exílico (a partir del siglo VI aC) se había producido ya un movimiento nuevo en el judaísmo, que fue impulsado primeramente por Esdras y desarrollado por los escribas posteriores. Ese movimiento fue refrendado autoritativamente en el concilio judío de Yabné. Los maestros de Israel reunidos en torno a Yojanán ben Zakkay, primero, y de Gamaliel (nieto del maestro de Pablo), después, fijaron su preocupación en reconstruir la unidad del pueblo. Ya no serían las peregrinaciones al Templo, sino el estudio y práctica de la Ley lo que unifica a los judíos.

La Mishná constituye el broche de oro de este proceso, la carta constitutiva de un modo nuevo de ver el judaísmo. Es característico de este movimiento hacer de la Ley entera (Escrita y Oral), la norma de la vida cotidiana del judío. Dentro de este objetivo se recogen sistemáticamente las antiguas tradiciones de Israel, se escrutan las Escrituras en busca de textos que iluminen la cambiante realidad humana. Y se adoptan a veces nuevas disposiciones sin fundamento bíblico.

La Mishná recogerá muchas de esas tradiciones y de las innovaciones que fueron registradas, agrupadas y ensambladas durante todo el período precedente, desde Esdras hasta la redacción de la Mishná (principios del s.III dC).

Es importante tener en cuenta esta literatura a la hora de estudiar el ambiente de los evangelios, pues la Mishná recoge muchas tradiciones que son contemporáneas de los escritos neotestamentarios. Muchas de estas tradiciones estarían en la base de las discusiones de Jesús con los escribas y fariseos que "han anulado la Palabra de Dios por su propia tradición" (Mt 15,6).

Pero junto a esta actividad legislativa, los maestros de Yabné toman dos grandes decisiones: fijan el canon (lista oficial) de las Escrituras Sagradas y formulan la birkat ha minim (maldición de los herejes), que se agregará como fórmula de excomunión entre las shmone esre (las 18 bendiciones rezadas diariamente por el judío piadoso).

Lo característico de la lista compuesta en Yabné es que no recoge más que los libros escritos en hebreo. Fuera del canon quedarán libros más recientes, algunos de los cuales habían sido compuestos directamente en griego, y que eran usados por el judaísmo helenista. A esos libros el judaísmo palestino los llamó libros exteriores. Encontramos entre ellos algunos fragmentos griegos de Ester, Judit, Tobías, I-II Macabeos, Sabiduría, Eclesiástico, Baruc, los capítulos 13-14 de Daniel. Los creyentes de Jesús, no obstante, los asumen y citan en su predicación, incluyéndolos en el canon cuando ellos, mucho más tarde, elaboren su propia lista (por eso se los llama deutero-canónicos, es decir, correspondientes al segundo canon). En el siglo XVI, la reforma protestante vuelve al canon palestino estricto.

Tanto el canon de las Escrituras como la maldición apuntan a consolidar el judaísmo que se está reconstruyendo después de la guerra y a purificarlo de todas las posibles desviaciones doctrinales. Responde a esa actitud potenciadora del exclusivismo de la salvación para Israel, la búsqueda de la pureza del pueblo y la voluntad de cerrarse al mundo. La guerra no sólo reveló la estupidez de los rebeldes, sino también la maldad de los paganos (los romanos, pero también los habitantes de las ciudades helenísticas en Palestina y alrededores). Por tanto había que desligar del pueblo a aquellos que atentaban contra él desde afuera, pero también desde adentro; debía implorarse la bendición sobre Israel y la maldición sobre los enemigos: "No haya esperanza para los apóstatas; date prisa Señor en desarraigar el reino del orgullo de nuestro tiempo, y que los herejes perezcan en un instante; sean borrados del libro de la vida y no sean inscriptos con los justos".

Y, además de esta maldición otros textos son testigos del resentimiento creado contra todo lo que no sea judío. Según un comentario de la Escritura (Targúm de Nm 24,17-24), el Mesías recompensaría a los justos de Israel y aniquilaría a todos los paganos, en las que ni se piensa siquiera que pueda haber algún justo: "Un rey va a surgir de entre los de la casa de Jacob y exterminará a todo el que sea culpable en la ciudad culpable, es decir Roma... ¡Ah! ¿Quién vivirá en aquellos días, cuando la cólera de YHWH se inflame para castigar a los impíos y dar a los justos su recompensa, y cuando lance a los reinos unos contra otros? Muchedumbres numerosas saldrán en galeras de la provincia de Italia, es decir de Roma. Unirá a sus tropas numerosas legiones que vienen de los romanos. Ellas someterán a los asirios y oprimirán a todos los hijos de la Transeufratina. Pero el fin de los unos y de los otros será la aniquilación y su destrucción para siempre".

En el judaísmo posterior a la guerra quedó potenciado el pensamiento fariseo, mientras que otros grupos judíos perdieron fuerza e influencia hasta que algunos desaparecieron y otros quedaron relegados como marginales, como otros judaísmos que de vez en cuando van a salir a la luz.

Sea lo que fuere lo que pensaban los judíos no creyentes respecto del grupo de los creyentes en Jesús, lo cierto era que estaban hasta entonces unidos a ellos por haber nacido en el pueblo elegido. Era notable la aceptación que tenían del grupo de Santiago. Flavio Josefo refiere que el sumo sacerdote Anás pensó que podía muy bien aprovecharse la ocasión de la muerte del gobernador Festo, mientras su sucesor, Albino, estaba todavía de viaje. Convocó a los jueces del sanhedrín y trajo ante ellos a Santiago, el hermano de Jesús llamado Cristo, y a algunos otros. Los acusó de haber violado la ley y los entregó para que los lapidaran (Antigüedades, XX 197-203). Los habitantes de Jerusalem que eran considerados los más estrictos cumplidores de la Ley (es decir, los fariseos) reaccionaron y denunciaron a Anás ante Albino (que se encontraba entonces en Alejandría), quien amenazó a Anás por haber convocado al sanhedrín para dictar una pena capital sin su permiso. Esto había sucedido en el año 62. Para entonces, los escribas fariseos, en su tradicional oposición hacia los sacerdotes saduceos, eran favorables hacia el grupo más conservador de los judíos creyentes en Jesús, con el que compartían la creencia en la resurrección y el celo por la Ley.

Pero no sucedería lo mismo, en los tiempos de Yabné, cuando el judaísmo asume esa actitud más radical de diferenciación con respecto al resto del mundo. Porque la fe en Jesús se había extendido ampliamente entre los paganos y no había con esos paganos que creían en Jesús los mismos lazos respecto a la ley. Y aunque el Salvador para esos paganos era un judío nacido bajo la Ley, el movimiento originado por Jesús sería considerado con el tiempo como una religión pagana muy alejada de un judaísmo para el que la Ley se hacía cada vez más importante ahora que el Templo ya no existía. Los creyentes en Jesús serán entonces considerados también minim (judíos herejes), como lo demuestra la sustitución de esa palabra por notzrim (nazarenos) en una recensión de las Dieciocho Bendiciones hallada en la genizá de El Cairo.

 

 

 

 

III. Las tradiciones evangélicas

 

El anuncio de la salvación predicada y hecha presente en Jesús es para Israel y para todos los hombres que lo reciben con fe una Buena Noticia, un Evangelio (eu=buen, angelion= anuncio). Así es llamado este anuncio en los escritos apostólicos que comenzaron a aparecer a partir de la difusión de la fe. En ellos se habla de Evangelio de Dios o de Evangelio de Cristo.

Pero a partir del siglo II se designará con este nombre a los cuatro escritos que encabezan el cuerpo de las Escrituras específicamente propias del cristianismo. El hecho de que se llamara con el mismo nombre a los escritos y al mensaje contenido en ellos, demuestra que la comunidad de los creyentes estaba convencida de la identidad existente entre la predicación de los apóstoles y el contenido de esos escritos. Por lo tanto estos libros, según la consideración de la comunidad, aseguraban la difusión y conservación estable del mensaje de salvación.

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Transmisión de las tradiciones sobre Jesús.

Jesús no había escrito nada durante su vida, ni tampoco les mandó a sus discípulos que pusieran por escrito los milagros que le veían realizar, ni que tomaran nota de lo que él predicaba. Sólo los mandó a predicar que "el Reino de los Cielos está cerca" (Mt 10,7) y, después de la resurrección, a "enseñar a todas las gentes" (Mt 28,19). Para el cumplimiento de esta misión Jesús les prometió su ayuda permanente (Mt 28,20), así como también la del Espíritu Santo.

La estructura de la predicación apostólica presentada al público siguió siempre un esquema similar en todos los casos. Este esquema podemos describirlo de la siguiente manera:

Un ejemplo concreto lo tenemos en Hech 10, 37-43: "Ustedes saben lo sucedido en toda Judea, comenzando por Galilea, después que Juan predicó el bautismo; cómo Dios a Jesús de Nazaret lo ungió con el Espíritu Santo y con poder, y cómo él pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el Diablo, porque Dios estaba con él; y nosotros somos testigos de todo lo que hizo en la región de los judíos y en Jerusalem; a quien llegaron a matar colgándolo de un madero; a éste Dios lo resucitó y le dió la gracia de aparecerse, no a todo el pueblo, sino a los testigos que Dios había escogido de antemano, a nosotros que comimos y bebimos con él después que resucitó de entre los muertos. Y nos mandó que predicásemos al Pueblo, y que diésemos testimonio de que él está constituido por Dios juez de vivos y muertos. De éste todos los profetas dan testimonio de que todo el que cree en él alcanza, por su nombre, el perdón de los pecados".

Pero esta predicación tropezó desde el comienzo con objeciones y preguntas, tanto de parte de los oyentes judíos como de los paganos: Jesús fue procesado por quebrantar la Ley, ¿cómo puede ser entonces el Mesías? Jesús fue condenado mediante un fallo del infalible derecho romano ¿cómo puede ser considerado inocente e incluso juez de todo el mundo?

Si los que escuchaban eran convencidos por los argumentos de los misioneros, entonces consideraban el anuncio como un llamado dirigido por Dios a ellos personalmente y comenzaban a pertenecer al grupo de los discípulos. Si Dios había acreditado a Jesús con milagros y prodigios (Hech 2,22), como afirmaban los predicadores, ¿podrían los testigos de esos hechos contarles más acerca de eso? O sobre otras cosas que aún no terminaban de entender, como, por ejemplo, el por qué de las actitudes hostiles contra Jesús. Preguntas como esas hacían los recién llegados a la comunidad, sobre todo cuando ellos querían comunicar a otros lo que habían experimentado personalmente como una liberación.

De este modo, los primeros discípulos debieron refrescar su memoria sobre lo que habían visto realizar a Jesús y sobre lo que habían escuchado. Pero era imposible que lo contaran del mismo modo como lo habían percibido la primera vez. Ya no podían hablar de Jesús como lo hubiesen hecho antes de aquella pascua. La figura central de las tradiciones sobre Jesús era, entonces, el Resucitado, y no simplemente el predicador de Nazaret tal como sus discípulos lo vieron durante su ministerio, cuando no comprendían lo que estaba sucediendo. La tradición transmitida de sus hechos y palabras es una visión retrospectiva de los mismos desde su experiencia de testigos del Resucitado. "Los apóstoles transmitieron a sus oyentes lo que hizo y dijo realmente el Señor con aquella comprensión más profunda que ahora tenían" (Instrucción sobre la verdad histórica de los evangelios, Sancta Mater Ecclesia VIII). No se trata, pues, de la narración de una historia imparcial de los acontecimientos. Una experiencia muy especial queda involucrada en la redacción. Porque ellos veían ahora a Jesús vivo junto a Dios, como el Cristo ("Mesías"), y describían entonces las enseñanzas y signos de Jesús en función de esa fe. Sin embargo, esto no significa que Jesús haya sido transformado en una persona "mítica" ni que hayan deformado sus enseñanzas como consecuencia del culto que, desde entonces, rindieron los discípulos a Jesús en cuanto Señor e Hijo de Dios.

Sea en Palestina, Siria, Asia Menor o Egipto, donde quiera que un predicador formaba un grupo de creyentes, allí echaba raíces una tradición de Jesús. Las palabras de Jesús transmitidas por el predicador a esos creyentes eran recibidas como dirigidas a ellos personalmente, como una invitación a acoger el don salvífico de Dios. De este modo la tradición de Jesús fue tomando vida propia en cada comunidad. La comunicación constante entre las comunidades hizo que la tradición continuase siendo la misma, pero la difusión por doquier hizo también que se matizara con mucha riqueza. Se formó así un tesoro del cual se tomaría el material para la redacción de los relatos sobre Jesús.

Una vez que en torno a un predicador se había formado un nuevo grupo de discípulos, había principalmente tres ocasiones que lo invitaban a transmitir relatos sobre Jesús o sobre palabras de Jesús.

Siendo a la vez fieles a lo recibido, pero también sintiéndose libres para adaptarlo a la situación del momento y del lugar donde vivían, la transmisión de los relatos se vio enriquecida por los aportes que se fueron haciendo a la tradición de Jesús. Porque, "así como Jesús les interpretó a sus discípulos después de la resurrección las palabras de la Escritura y las suyas propias, también ellos interpretaron sus palabras y acciones atendiendo a las necesidades de sus oyentes" (Sancta Mater Ecclesia VIII).

Los evangelios son, entonces, lo que denominamos biografías, ni colecciones de historias. El interés histórico y biográfico queda relegado ante el interés didáctico religioso. No encontramos en los evangelios un orden cronológico exacto ni tampoco la totalidad de lo que dijo o hizo Jesús: "Jesús realizó en presencia de los discípulos otras muchas señales que no están escritos en este libro. Éstas han sido escritas para que uds. crean que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengan vida en su nombre" (Jn 20,30).

Los evangelios son, más bien, determinadas síntesis de las tradiciones comunicadas por los apóstoles y los predicadores que fueron discípulos suyos, adaptadas a las necesidades de las comunidades para las cuales se escribieron con un estilo propio de la proclamación. De este modo, cada evangelio ofrece un aspecto diverso del misterio de la persona de Jesús, remitiendo siempre al único Evangelio proclamado desde Pentecostés por los apóstoles.

La elaboración escrita de estas síntesis sucedería más tarde, cuando se dispersaron por el mundo los que fueron desde el comienzo inmediatos testigos de vista y de oídas de la vida y de la predicación de Jesús. Estos habían sido, además, los primeros predicadores del Evangelio. Surgía entonces la necesidad de fijar por escrito el contenido de esta predicación. De este modo los libros escritos venían a sustituir a los primeros predicadores.

Mientras tanto, estas tradiciones se van elaborando a medida que surge la necesidad de instruir a los creyentes. Pero también el impacto que producía en las comunidades los acontecimientos de su propia vida eclesial, o de la historia del lugar donde esas comunidades están ubicadas, muchas veces influye en la formación de una determinada tradición.

El comienzo de la tradición de los dichos y de los hechos es probable que comenzara en los lugares donde actuó Jesús: Galilea. Tal vez los que sostuvieron esas primeras tradiciones de relatos breves fueron los discípulos que habían seguido a Jesús en esos lugares, y que conservaban los dichos de Jesús para orientar con ellos su vida. Hech 9,31 dice que por el tiempo del regreso a Jerusalem del convertido Saulo (aprox. 40 dC), "las Iglesias gozaban de paz en toda Judea, Galilea y Samaría". Por eso es segura la presencia de creyentes en Jesús en la zona. La evidencia arqueológica, además, muestra una presencia antigua de creyentes en Nazaret y en Cafarnaúm (una domus-ecclesia = casa-iglesia, edificada sobre la supuesta casa de Pedro). Y las tradiciones de milagros pudieron prender también entre los que no eran discípulos, pero que estaban igualmente deseosos de escuchar relatos apasionantes sobre los prodigios de Jesús y sobre la muerte del bautista.

Relatos más extensos como la pasión, la infancia de Jesús o el vaticinio de la ruina de Jerusalem, se caracterizan por las citas de la Escritura o alusiones a la historia de Israel. En los relatos de la pasión aparece el lamento propio de los salmos de sufrimiento. La descripción del tiempo de tribulación que se avecina es más siniestra que el apocalipsis de Daniel. Los relatos de la infancia, tal como los recoge Mt, aparece conformado por citas de cumplimiento de la Escritura; y los mismos relatos, desde la tradición de Lc salpicado de himnos compuestos en lenguaje bíblico. En estos relatos es más claro un momento de transición desde la tradición oral a los evangelios escritos. Están revelando que ya hay un trabajo de composición.

Llegamos a la fase de la redacción de los evangelios. En esa "de entre las muchas cosas transmitidas seleccionaron unas, otras las redujeron a síntesis y otras las explicaron teniendo presente la situación de las Iglesias" (Sancta mater Ecclesia IX).

Comparando el texto de los evangelios entre sí, percibimos sorprendentes coincidencias de palabras a lo largo de párrafos y hasta de páginas enteras. El cuarto de los evangelios escapa a esta regla, pues es casi totalmente distinto de los tres primeros, a excepción de algunos puntos. Su redacción debió depender casi exclusivamente de una tradición propia, prácticamente desconocida para los otros tres.

El más breve de estos tres (Mc), tiene 661 versículos, de los cuales sólo 30 son exclusivos suyos. Los otros 331 versículos están presentes en los otros dos más extensos: Mt y Lc, en ambos a la vez o a veces en uno solo. Tratándose de autores diferentes, la coincidencia tan extensa entre esos 331 versículos deja en claro que hubo un trabajo de copia del texto de un evangelio respecto de otro. Antes se creía que el más breve podía ser un resumen de alguno de los otros más extensos. Pero la mejoría de la redacción de los evangelios más largos hace pensar que el breve es anterior, y los extensos posteriores copias mejoradas del más breve.

Pero estos dos evangelios más extensos, además de coincidir a veces con el breve, comparten alrededor de 240 versículos que no aparecen en él, y que contienen principalmente palabras de Jesús. Debía existir entonces alguna fuente común de dichos de Jesús (algo así como un refranero, llamado en alemán por los estudiosos Quelle=fuente), de la cual cada uno habría copiado a veces textualmente al realizar su propia redacción.

Y, finalmente, mucho material está sólo en Mt (y no en Mc ni en Lc), y mucho sólo en Lc (ni en Mc ni en Mt). Debía haber, pues, por lo menos otras dos corrientes de tradición más, exclusivas de Mt o de Lc.

Es evidente, entonces, que hubo una interdependencia entre los evangelios, como se afirma desde los días de san Agustín. Pero hay también notables diferencias cuando se compara un mismo relato común. Es evidente, entonces, que esta dependencia mutua no puede ser una simple copia, sino que hay, además, un trabajo de elaboración, donde cada autor agrega un toque personal a la redacción y también integra las fuentes que llegaron a él y no a los otros redactores.

 

 

Los evangelios sinópticos

El estudio del aporte redaccional permite descubrir un pensamiento propio del autor, es decir, aquella adaptación del único mensaje del Evangelio para la utilidad de las distintas comunidades. Esta utilidad era precisamente lo que movía al autor a escribir una versión propia a pesar de existir otras anteriores. Y esta intención del autor y la comparación de otros documentos con su obra nos permiten conocer también algo de lo que sucedía en la comunidad a la cual estaba dirigido el evangelio.

Si tomamos el más breve de todos, vemos que comienza con un título: "Comienzo del Evangelio de Jesús, el mesias, el hijo de Dios". Desde allí el texto tiene unas características propias, que cambian a partir de Mc 8,30: desde allí se dice: "Entonces Jesús comenzó a explicar a sus discípulos que el Hijo del Hombre tenía que morir...". Este cambio de tono señala una división en el texto: la primera parte termina con una confesión de fe de Pedro: "Tú eres el Mesías". La segunda parte termina también con una confesión de fe de parte de un centurión romano, un pagano que se halla al pie de la cruz cuando muere Jesús: "Verdaderamente este hombre es el Hijo de Dios". Las dos confesiones responden a los dos títulos que se le dan a Jesús en el encabezamiento del Evangelio.

En la primera parte el autor va presentando a Jesús como un hombre semejante a cualquier otro, pero que hace cosas extraordinarias que crean interrogantes en la multitud. Sin embargo, Jesús no responde a estos interrogantes. Los que presencian los milagros y enseñanzas de Jesús, al principio se entusiasman. Pero poco a poco se va perdiendo el entusiasmo, y en cambio va creciendo la agresividad de parte de sus adversarios hasta, terminar en una confabulación para darle muerte. Los discípulos también participan en cierto modo de este clima de incredulidad. De esta forma Jesús queda completamente solo en medio de la hostilidad creciente de los demás.

Al final de la primera parte (8,27ss), ante la confesión de fe de Pedro, "Jesús les mandó enérgicamente que a nadie hablaran acerca de él". Para destacar la realidad dolorosa de la vida de Jesús el autor recurre a un secreto mesiánico, que está presente a lo largo de todo el evangelio. Jesús solamente revela el misterio de su persona en dos momentos culminantes. Hay, entonces, un secreto voluntariamente mantenido por Jesús, que ya se comienza a revelar. Durante esta primera parte del evangelio hubo muchos milagros y poca enseñanza a la gente, y Jesús se negó, a dejar transparentar la gloria que irradiaba a través de los milagros.

Después de la confesión de Pedro, ante la incomprensión de la gente, Jesús enseña sólo a sus dicípulos el verdadero carácter de su mesianidad. Una vez que los discípulos han llegado a comprender que él es el Mesías, entonces explica en que consiste eso: el dolor, el sufrimiento y la muerte. Jesús reprende con palabras muy duras una intervención de Pedro: "quítate de mi vista, Satanás, porque tus pensamientos no son los de Dios sino los de los hombres" (8,32-33). Queda de manifiesto qué es lo que entendía Pedro por Mesías: un Mesías que no debía sufrir.

A partir de esto, Jesús llama a la gente y a los discípulos para invitarlos a seguirlo, pero para ello hay que cargar con la cruz. Pero en la escena siguiente (9,7) Jesús se manifiesta transfigurado delante de algunos de los discípulos y la voz de Dios proclama: "Este es mi Hijo amado, ¡escúchenlo!" El camino de la cruz de Jesús tiene su término en la gloria de Dios. De la misma manera, los hombres que siguen a Jesús por ese camino llegarán a la gloria con El.

Al ser llevado al tribunal, Jesús mismo da una respuesta que sirve de testimonio para que lo condenen a muerte por haber blasfemado: "¿Eres tú el Mesías, el Hijo Bendito de Dios?... Sí, lo soy" (14, 61-62).

La muerte de Jesús está narrada de una manera muy simple: "Jesús, lanzando un fuerte grito, expiró" (15,37). Jesús muere como cualquier hombre torturado, sin ningún fenómeno extraordinario a su alrededor. "Pero el centurión que estaba frene a El, al ver que había expirado de esa manera dijo: "verdaderamente este hombre era Hijo de Dios". El hace su confesión sin ver signos, mientras que los adversarios dicen: "que baje de la cruz para que veamos y creamos" (15, 32). Los que exigen signos extraordinarios no creen. A la vez que enseña que Jesús es Mesías e Hijo de Dios, el autor muestra que para creer no hay que exigir milagros o intervenciones fantásticas de Dios. Hay que creer encontrando a Jesús en medio del sufrimiento.

La fe que exige el autor es una fe sin pruebas. Se advierte en el texto un público de creyentes afligidos, tentados de pedir a Dios intervenciones extraordinarias. Lo que, se les muestra, sin embargo, es un Jesús sufriente e incomprendido como ejemplo para ellos de servicio a Dios. Por eso también omite los relatos de las apariciones de Jesús. Sobre la resurrección lo único que hay es el mensaje de un joven que aparece con vestidura gloriosa en el sepulcro (14, 51-52), y dice a las mujeres que Jesús ya no está allí porque resucitó (16, 1-8).

¿Dónde podemos encontrar una comunidad afligida e incomprendida? Las comunidades de Siria debieron pasar graves dificultades durante la rebelión que enfrentó al pueblo judío con los habitantes paganos de Siria y Palestina. Sabemos de enfrentamientos en las ciudades de población mixta, de matanzas de judíos, de denuncia de familiares que no pensaban igual ante tribunales: "Entre los que incitaban a la guerra y los que reclamaban la paz, se produjo un duro enfrentamiento. La pelea arreció primero en las familias, entre personas que habían vivido en armonía; luego los mejores amigos se lanzaron unos contra otros" (Josefo, Guerra IV,132). Y a causa de su fe de origen israelita los paganos no distinguían bien de los judíos a los discípulos de Jesús; por ser incircuncisos los judíos los consideraban paganos. El apocalipsis contenido en el capítulo 13 del evangelio refleja esta situación: "los entregarán a los tribunales, serán azotados en las sinagogas y comparecerán ante gobernadores y reyes por mi causa (v.9); se levantarán hijos contra padres y los matarán. Y serán odiados de todos por causa de mi nombre; pero el que persevere hasta el fin, ése se salvará" (vv. 12-13).

La destrucción del Templo parece no escapar como noticia bien conocida al autor: "No quedará piedra sobre piedra que no sea derruida" (v2). Esa demolición era el cumplimiento de una predicción que ya habría sido hecha por Jesús, al igual que la guerra que la precedió (66-70 dC). Pero el autor habría sabido no sólo de la guerra, sino también de la amenaza de algo por venir: "Pero cuando vean la abominación de la desolación erigida donde no debe (el que lea, que entienda), entonces, los que están en Judea, huyan a los montes"... (v.14). La abominación de la desolación es, en el libro de Daniel, una estatua del rey Nabucodonosor expuesta a la adoración obligatoria. El sobreentendimiento aludido en el texto del evangelio puede ser el conocimiento de la cita escriturística por parte del lector, o el conocimiento de un rumor sobre la construcción de un templo pagano en el lugar del Templo de Jerusalem. Sabemos que ese temor era fundado pues el solar del templo ya había sido profanado mediante un acto sacrílego: los soldados romanos victoriosos habían ofrecido allí sus insignias y proclamado a Tito como emperador (Josefo, Guerra VI, 316).

El autor estaría explicando a sus lectores que ya Jesús no había previsto otra cosa distinta para sus seguidores: "Ustedes, pues, estén sobre aviso; miren que se los he predicho todo" (v.23).

Ante la terrible crisis de la guerra que conmovió a Siria y Palestina, muchos no dudan en festejar la proclamación de Vespasiano, el nuevo emperador que terminó con las guerras civiles en Roma y con la revuelta de oriente, restableciendo la paz: "Más veloz que el pensamiento se difundió por oriente el mensaje del nuevo soberano, y todas las ciudades celebraron la buena noticia (euangelia) y ofrecieron sacrificios por su bienestar" (Josefo, Guerra IV, 618). Llegaron muchas embajadas de toda Siria para rendirle homenaje (id. IV, 620). Pero para Mc el verdadero euangelion no es la estabilidad política lograda bajo Vespasiano, sino el mensaje de Jesús de Nazaret, el Crucificado llamado a ser el soberano universal.

Una situación distinta plantea el obispo Papías de Hierápolis (120/130 dC): dice que el autor de este evangelio era compañero de Pedro. Marcos (¿el Marcos de Hech 12,12; 13,5.13; Col 4,10; Flm 24; 1 Pe 5,13?) "habiendo sido el intérprete de Pedro, escribió exactamente, aunque no con orden, cuanto recordaba de las cosas dichas o hechas por el Señor" (testimonio recogido por Eusebio de Cesarea en Historia Eclesiástica III, 39, 15). Marcos habría compuesto su evangelio en Roma, presumiblemente después del martirio de Pedro. Es por tanto la época de la persecución de Nerón. El auditorio del evangelio sería entonces un grupo de cristianos que muy pronto se encontraron con la prueba sangrienta de la persecución. Son conscientes de que ha venido el Mesías, de que ha comenzado el Reino de los Cielos, pero también ven que no hay una intervención de Dios para salvar a la comunidad que se encuentra en esta situación. El predicador debía dar una respuesta a todas estas preguntas. Sería tarea suya presentar al Cristo Viviente, Muerto y Resucitado, que respondiera a todos estos interrogantes. Siendo, además, el primero que pone por escrito en un evangelio las tradiciones de Jesús existentes en las comunidades, la muerte de Pedro (testigo ocular de los hechos) debía ser una señal de alerta ante el peligro de que esas tradiciones se perdieran o deformaran con el tiempo.

Comparado con este evangelio, Mt se caracteriza por presentar los relatos despojados de lo anecdótico, dando así un tono de solemnidad. Parece advertirse un empeño en corregir y hacer más claro el evangelio anterior. Las discusiones que abundan en este evangelio sirven para dejar clara la tesis de que Jesús es un nuevo Moisés y que en él se da el cumplimiento de la Ley y de los Profetas.

Sin embargo, Jesús no es reconocido por su pueblo. Su mesianidad tan transparente queda velada ante la incredulidad voluntaria. El autor muestra a Jesús sobrio en sus movimientos, autoritativo, majestuoso: Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, el Señor de la Iglesia. Su persona queda despojada de los rasgos pintorescos que hacen tan vivo al evangelio anterior, pero, en cambio, Jesús es invocado con frecuencia como Hijo de Dios. La insistencia de Mc sobre la falta de inteligencia de los dicípulos queda muy suavizada: el reconocimiento por parte de ellos de la mesianidad de Jesús puede es la retroproyección de la fe de la Iglesia apostólica al relato evangélico.

Podemos caracterizar este evangelio como un drama en siete actos sobre la venida del Reino:

I- Los preparativos de la venida en la persona del Mesías niño (1-2). Jesús aparece en la genealogía como el decendiente de Abraham y de David, y por lo tanto como el heredero de las promesas hechas a ellos por Dios (la promesa a Abraham de ser cabeza de un pueblo numeroso y la promesa a David de poseer el trono de Israel por siempre). Jesús es además el Emmanuel anunciado por Isaías 7,14 (según los LXX, que traducen virgen en lugar de mujer joven; cf. Mt 1,18). Jesús tiene los rasgos de Salomón (visitado por reyes de Oriente, 1 Re 10,1-13; Mt 2,1-12) y de Moisés (salvado de la matanza de los niños hebreos en Egipto, Ex 1-2, Mt 2,13-23).

II- La promulgación de su programa en el Sermón de la montaña ante los discípulos y la gente (3-7). Jesús es anunciado y proclamado como Hijo de Dios (3,17 lo muestra como el siervo de YHWH que debía venir, Is 42,1). En las tentaciones se manifiesta cumpliendo la voluntad del Padre como verdadero Hijo (a diferencia de Israel en el desierto), y en el Sermón de la Montaña enseña a cumplir esa misma voluntad de Dios para poder recibir el Reino de los Cielos y poder ser también hijos de Dios. Es así un nuevo Moisés que proclama la Ley en el monte, la misma Ley mosaica, pero perfeccionada.

III- Su predicación mediante misioneros. Los milagros realizados por Jesús son las señales que acreditarán su palabra (8-9), y el discurso da las consignas a los misioneros (10). Queda a la vista, pues, el poder del Reino de los Cielos. Jesús tiene este poder y lo demuestra haciendo milagros y perdonando los pecados.

IV- Los obstáculos con los cuales el Reino tropieza de parte de los hombres (11-12). Según el plan dispuesto por Dios, ilustrado en el Discurso Parabólico (13), el Reino crece humilde y ocultamente. Jesús va a explicar de modo sencillo, a través de siete parábolas, el misterio del Reino. Los que no comprenden a Jesús, pero tienen buena voluntad, éstos seguirán profundizando en la parábola; los que no comprenden por falta de interés, sólo se quedan con un conjunto de relatos pintorescos.

V- Los comienzos del Reino en un grupo de discípulos, primicias de la Iglesia, con Pedro por jefe (14-17) y las reglas de esa nueva comunidad (18).

VI- Las crisis que preparan la llegada definitiva del Reino (19-23), anunciada en el Discurso Escatológico (24-25). A través de las parábolas y las discusiones se percibe el intento de los hombres por sofocar el Reino de los Cielos. Este Reino que llega con Jesús es puesto en peligro por personas que endurecen su corazón y que terminan tramando su muerte. El discurso de Jesús dice que a pesar de tantas oposiciones el Reino llegará a su consumación. Y esta consumación comienza con la resurrección del Señor. El ya está en la gloria y viene a este mundo como Juez universal: todos los hombres serán juzgados por la forma en que lo han recibido, tanto los que lo vieron humilde y no lo aceptaron, como aquellos que nunca lo vieron pero tuvieron oportunidad de ver a sus pequeños hermanos, es decir a sus discípulos (Mt 25, 40).

VII- La llegada del Reino por el dolor, y el triunfo por la pasión y resurrección (26-28). El autor pone de relieve la libertad con la que Jesús, que conoce la voluntad del Padre, acepta los padecimientos. Todos los sucesos de la pasión responden a un plan elaborado de antemano y que se encuentra en la Escritura. Son el camino previsto por el Padre para que Jesús llegue a ser constituido Señor de todo (28,18). Jesús es el Mesías, pero no el Rey Mesías esperado, sino el Hijo del hombre doliente y pobre que instaura el Reino mediante el sufrimiento y la obediencia a Dios, no por la espada (es exclusivo de Mt el texto de que quien toma la espada perece por ella).

Todos los personajes importantes de la historia de la salvación son vistos en este evangelio como figuras de Jesús, como si todo lo dicho en la Escritura fuera como un esbozo que ahora se terminara de pintar. La comunidad receptora del evangelio era, por lo tanto, una comunidad que manejaba la Escritura y a la cual se le podía predicar usando el texto sagrado de Israel. Tenían las mismas preocupaciones que todos los judíos de la época: la llegada del Reino y del Mesías. Es, entonces, una comunidad integrada por creyentes de origen judío. El envío misionero de los apóstoles de Jesús está destinado "más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel" (10,6). Pero no falta un reconocimiento de la legitimidad de la misión a los paganos, como lo muestra el elogio de Jesús al centurión creyente: "vendrán muchos de oriente y occidente y se pondrán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los Cielos" (8,11).

Palestina o sus alrededores podría ser la cuna de este evangelio. Por Gal 2,12 sabemos de la presencia de Pedro en Antioquía y de su enfrentamiento con Pablo, que le reprocha el haberse separado de los creyentes incircuncisos por temor a la opinión de los creyentes del grupo de Santiago. En esa ciudad, por tanto, es probable que los creyentes circuncisos, aunque guardaran cierta comunión con los otros creyentes, tuvieran su celebración de la cena separados de los incircuncisos (siguiendo la costumbre de no compartir la mesa con paganos; recordemos el reproche que en Jerusalem se hizo a Pedro por haber comido con el centurión Cornelio en Cesarea). Y, teniendo en cuenta que en Mt se destaca la figura de Pedro, la proximidad con Siria es también una posibilidad de localización. Finalmente, la descripción de Galilea como "al otro lado del Jordán" (Mt 4,15) ubicaría al evangelio al este del Jordán, con lo cual se sigue manteniendo con un poco más de precisión la localización en la zona de Siria-Palestina (¿tal vez Damasco o la Decápolis?).

El interés de mostrar el cumplimiento de la Escritura y la descendencia davídica de Jesús, unido a las discusiones con los escribas y fariseos, permiten relacionar el evangelio con una confrontación de los creyentes con las actividades legislativas de los rabinos en Yabné (después del 70 dC). Frente al intento fariseo de purificar la fe centrándose en la Ley contra las desviaciones de los apóstatas y los minim (los grupos señalados como heterodoxos), los judíos creyentes en Jesús manifiestan que no son apóstatas, sino los auténticos judíos. Su fe en el Mesías Jesús no es una ruptura con el pasado, sino la consumación en plenitud de ese pasado. Basándose en Mc, en la colección de dichos de Jesús y en tradiciones propias de su comunidad, algún maestro de entre ellos compuso una actualización del evangelio anterior, útil para esa situación.

Mt (y sólo él entre los demás evangelistas) llama a la comunidad de los creyentes en Jesús ekklesía. Es la designación que se hizo más popular con el tiempo. Refleja la espiritualidad del Éxodo, que muestra cómo Israel llegó a ser un pueblo. En efecto, en Dt 23,2 la versión griega de los LXX tradujo, para describir a Israel en el desierto, el término hebreo qahal ("asamblea") por ekklesía. Pero, como Israel se había agrupado en torno a sus dirigentes fariseos, los antiguos privilegios de Israel han pasado ahora a la comunidad de los creyentes.

Según Mt, los dirigentes fariseos ya antes habían rechazado a Jesús. El capítulo 23 los pinta de una manera muy desfavorable. Sin embargo, otras testimonios nos transmiten una imagen distinta del trato que los fariseos tuvieron con Jesús y con los que creyeron en él. Más allá de separarse en la interpretación de la Ley, llegó a existir cierta relación entre Jesús y algunos fariseos que lo invitaban a sus casas (Lc 7,36; 11,37; 14,1) o que lo visitaban, como Nicodemo (Jn 3,1). Y un fariseo llamado Gamaliel defiende a los discípulos de Jesús ante el Sanhedrín (Hech 55,34). Muy probablemente, la imagen del enfrentamiento con los fariseos que muestra Mt 23 está más de acuerdo con aquellas controversias sostenidas entre creyentes y rabinos a partir de Yabné, que con las discusiones que Jesús tuvo con los escribas de su tiempo.

Papías de Hierápolis atestigua que el autor de este evangelio es Mateo, quien reunió "las palabras del Señor en lengua hebrea, y luego cada uno las interpretó lo mejor que sabía" (citado en Historia Eclesiástica III, 39,16). Y Eusebio de Cesarea completa el dato (Hist. Ecles. III, 24,6), diciendo que Mateo predicó a los hebreos y les dejó, al salir de Palestina, su evangelio compuesto es su lengua natal. Este Mateo es identificado por la tradición con uno de los Doce, que sería el publicano Leví, llamado por Jesús a su seguimiento. Tal vez la comunidad en la que se escribió el evangelio guardaba alguna relación cercana con aquel Mateo que había pertenecido a los Doce.

El tercer evangelio difiere de los otros por su extensión: mientras que los demás terminan con la Resurrección de Jesús, Lc se extiende con la predicación apostólica, para terminar recién con la llegada de Pablo a Roma. Así tenemos un libro escrito en dos partes. Para comprender su mensaje siempre es necesario tener presente sus dos partes.

El evangelio es presentado como una larga subida a Jerusalén. Insiste en el término de este viaje porque allí tienen que cumplirse las Escrituras (18,31) y allí tienen que permanecer los dicípulos después de la Ascención hasta recibir el Espíritu Santo. Después de Pentecostés el orden es inverso: Jerusalén pasa a ser el punto de partida de la predicación a todas las naciones.

Para Mt la vida de Jesús es el centro que divide la época de las promesas y la época de su cumplimiento. Para Lc este cumplimiento se realiza, a la vez, en el tiempo de Jesús y en el de la venida del Espíritu Santo prometido por el Padre. Así, la historia abarca tres períodos: el tiempo de Israel, el de Jesús y el de la comunidad de los creyentes.

Lc es el único de los evangelios que llama a Jesús el Señor. En este evangelio Jesús abre una perspectiva más universal a la salvación: su genealogía llega hasta Adán y no sólo hasta Abraham; menciona a personas extranjeras (samaritanos y paganos) como ejemplos a seguir; la predicación parte de Jerusalén, pero debe llegar a todo el mundo.

Jesús aparece muchas veces orando; hablando de la misericordia, del amor a los pobres. Un papel especial junto a Jesús lo ocupan las mujeres.

Jesús tenía que padecer, resucitar y en su nombre de debía predicar a todas las naciones (Lc 24,44-49).

Mientras que Mt lleva la impronta de la vida de una comunidad, en el caso del tercer evangelio el autor es claramente un individuo. Su obra es, en cierto, modo una producción personal, un libro cuya redacción es una iniciativa suya. Esta iniciativa es puesta de manifiesto al comienzo de su obra, mostrando claramente su intención: "he decidido yo también, después de haber investigado diligentemente todo desde los orígenes, escribírtelo por su orden, ilustre Teófilo" (Lc 1,3). La dedicatoria es también personal y no comunitaria, lo que no significa que no lo pueda leer nadie más. Al contrario, el no dirigirse a una comunidad local, aumenta aún más la perspectiva universalista que subyace en todo el texto. La redacción está dirigida a relatar los acontecimientos en que se basa la fe recibida por su destinatario (1,4). En la segunda parte, la presentación resume el contenido del primer libro, y manifiesta la decisión de continuar el relato de cómo se fue transmitiendo la enseñanza que el mismo destinatario de la primera parte ha recibido (Hech 1,1-5).

La investigación diligente que declara, pudo consistir en el acopio de fuentes que tuviesen ya una autoridad reconocida: tal era el caso de Mc, de la fuente de los dichos de Jesús que ya había utilizado Mt, y otros materiales que no habían llegado hasta Mt. Sustancialmente sigue a Mc en su orden, corrigiendo con mucho arte la redacción y la presentación de los discípulos, ganando el texto mucha unidad. Desaparece así el carácter fragmentario y yuxtapuesto de Mc, y la imagen tan ruda de los discípulos de Jesús. Interrumpe el relato de Mc con una sección importante de material añadido (la subida de galilea a Jerusalem), para retomarlo posteriormente.

El autor demuestra tener un conocimiento del mundo mediterráneo, y en muchas partes de Hech (al describir el último viaje de Pablo a Jerusalem y su viaje cautivo a Roma) el relato es redactado en primera persona plural. El relato de Hech termina en Roma con la noticia del tiempo transcurrido del arresto domiciliario romano. No menciona el martirio, con lo cual supone un período posterior de vida para Pablo, pero tampoco dice nada acerca de sus actividades. ¿Habría el autor partido de Roma para esa fecha? Una noticia antigua de un Prólogo a Lucas (siglo II) recogida por Eusebio (Histor. Ecles. III, 4,6) afirma que Lc-Hech fue escrito por Lucas, médico y discípulo de Pablo, que procedía de Antioquía de Siria.

 

 

 

IV. La tradición del Cuarto Evangelio

 

Analizando los pasajes del cuarto evangelio, notamos que son significativamente diferentes que los relatos de los tres primeros evangelios. Eso estaría mostrando que el origen de este evangelio siguió una tradición propia, procedente de un grupo de creyentes poco emparentados con los destinatarios de los otros evangelios.

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El cuarto evangelio.

El cuarto evangelio presenta a los primeros discípulos de Jesús como seguidores de Juan el Bautista. Los títulos de Jesús confesados en el capítulo 1 no son distintos de los que podemos encontrar entre los demás creyentes (más bien son comunes a los de los otros escritos evangélicos): Mesías, Maestro, Hijo de Dios, Cordero de Dios (víctima expiatoria). Con todo, estos títulos son considerados por el evangelista como inadecuados. Todo esto ya nos dice algo respecto a los orígenes. La comunidad (llamémosla joánica) comenzó entre los judíos seguidores del Bautista, que se acercaron a Jesús y que le reconocieron sin mucha dificultad como el mesías que esperaban.

El evangelio habría asimilado el sustrato que procedía de los orígenes de la comunidad porque estaba de acuerdo con él, pero las nuevas ideas joánicas serían entendidas como la verdadera interpretación de este sustrato original. La comunidad asigna gran importancia al Paráclito, al "Espíritu de la verdad, que los guía a la verdad completa", permitiendo comprender las muchas cosas que Jesús tenía para decir y que sus discípulos entonces no podían comprender (Jn 16,12-13). El Espíritu de la verdad completa en los creyentes la revelación del misterio de la persona de Jesús.

El vínculo entre los seguidores del Bautista y la comunidad posterior pudo ser el discípulo amado. Si bien éste fue evidentemente idealizado por la comunidad como un modelo del verdadero discípulo, no es simplemente una figura ejemplar, sino que es una persona histórica y un compañero de Jesús. Su posición de privilegio respecto de Pedro confirma esto: si el discípulo amado fuera solo una figura imaginaria, esa presentación sería contraproducente para la defensa de la comunidad frente a las otras comunidades que fundamentan su tradición en la enseñanza de alguno de los apóstoles testigos de Jesús. La comunidad es conciente de su enraizamiento en la tradición de algún testigo ocular. Durante su vida el discípulo amado habría vivido el mismo crecimiento en la comprensión de Jesús que ahora vive su comunidad, y fue ese crecimiento lo que hizo posible para la comunidad el identificarlo como uno al que Jesús amaba de una manera especial. Este discípulo podría ser un antiguo discípulo de Juan el Bautista, que comenzó a seguir a Jesús en Judea cuando el mismo Jesús se hallaba en estrecha proximidad con el Bautista (1,35). Compartió la vida de su maestro durante la última estancia de Jesús en Jerusalén (13,22). Era conocido del sumo sacerdote (18,16) y su relación con Jesús era diferente de la de Pedro, el representante de los Doce.

Aunque en los capítulos 2 y 3 del cuarto evangelio se insiste en la necesidad de conocer a Jesús mejor de lo que podrían garantizar las apariencias superficiales de sus acciones, el tema de los mismos es muy similar al presentado por los otros evangelios. Recién el capítulo 4 aparecen las diferencias. Jesús pasa por Samaría y convence a todo un pueblo de samaritanos para que crean que él es el salvador del mundo. A partir de aquí comienza una presentación de Jesús sumamente elevada, pero también un conflicto agudo con los judíos. Esto hace suponer la entrada en la comunidad de otro grupo, que aportó nuevas ideas y permitió un desarrollo más profundo de la presentación de Jesús.

En 4,35-38 Jesús reconcilia ambos grupos, que aparecen sin hostilidad entre ellos. Estos samaritanos habrían sido convertidos no por el primer grupo: "yo los he enviado a segar donde ustedes no se han fatigado; otros se fatigaron y ustedes aprovechan su fatiga". Un segundo grupo de judíos de concepciones anti-templo habrían sido los artífices de la conversión. La afirmación de Jesús a la samaritana de "que llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalem adorarán al Padre" (4,21), es muy semejante a la predicación del helenista Esteban ante el sanhedrín: "el Altísimo no habita en casas hechas por manos de hombre" (Hech 7,48). Y Hech 8,4-8 refiere que Felipe, uno de los helenistas dispersados de Jerusalem después de la muerte de Esteban, llegó a Samaría y convirtió a muchos.

Si los que se sumaron al grupo original son los helenistas que predicaron en Samaría, tal vez habrían aceptado algunos elementos del pensamiento samaritano, incluyendo un mesianismo diferente, no centrado en un mesías davídico. Así resulta una concepción de Jesús, ya no como Mesías de Israel, sino como Salvador del mundo.

Estos nuevos elementos son los que hicieron odiosos a los creyentes de la comunidad ante los ojos de los judíos más tradicionales. El estilo hostil del evangelista al hablar de los judíos, sin duda no proviene de los samaritanos, en cuyos labios era algo natural. La comunidad habría utilizado el término para designar a las autoridades judías de la época de Jesús, pero también para hablar de los hostiles partidarios de la sinagoga de su tiempo. Herederos de aquel grupo, los judíos tradicionales expulsaron a los creyentes joánicos y los expusieron a la muerte. La batalla entre estos dos grupos fue, ante todo, una batalla cristológica.

Los recién venidos a la comunidad joánica trajeron consigo nuevas categorías para interpretar a Jesús, y lanzaron a la comunidad hacia una teología de arriba hacia abajo y a una teología de la pre-existencia. El título Salvador del mundo es un indicio de esto. Pero más significativo puede ser el título Mesías que tenía que venir, en boca de los samaritanos. En efecto, los samaritanos no esperaban al descendiente de David, sino más bien al Taheb, maestro y revelador (4,25). A veces este Taheb era considerado como una figura de Moisés (que ya había visto a Dios después de partir de este mundo) que retorna (para revelar al pueblo lo que Dios había dicho). Para la comunidad es verdad que Jesús es el rey Ungido de la estirpe de David, pero esta concepción resulta inadecuada, es decir, baja. Esta designación, que es el significado más usual de Mesías, se convierte en adecuada cuando incluye la noción de que él es el que descendió desde Dios para revelarlo a los hombres. Según la comunidad, Jesús puede hacer esto porque es uno con el Padre (10,30).

Esta nueva presentación de Jesús trae algunas consecuencias doctrinales.

Existe una cierta continuidad entre la fe de los creyentes primitivos de esta comunidad y aquella que profundizaron después los nuevos integrantes. Pero los nuevos puntos de vista se colocan junto a los antiguos, la presentación alta junto a la baja, la escatología realizada junto a la final. El escritor no pensaba dialécticamente, así que los nuevos puntos de vista, lejos de oponerse a los primitivos, reinterpretan los antiguos.

También existen signos de un componente gentil entre los receptores del evangelio. Un ejemplo es el detenimiento para explicar términos hebreos como mesías y rabí. La lucha contra los judíos llevó a la comunidad a insistir en estos elementos comunes con el judaísmo, para demostrar que los creyentes eran el verdadero Israel. Desde el momento en que los judíos estaban ciegos, la llegada de los gentiles constituyó el plan de Dios para el cumplimiento y la plenitud.

Es probable que esta apertura a los gentiles haya significado también un cambio geográfico. Jn 7,35 lo sugiere, cuando los judíos se preguntan: "¿A dónde se irá éste que nosotros no le podamos encontrar? ¿Se irá a los que viven dispersos entre los griegos para enseñar a los griegos?" La comunidad pudo haberse desplazado de Palestina a la diáspora (la tradición señala a Efeso como cuna de este evangelio). Este contacto aportó posibilidades universalistas al pensamiento juánico. Esta apertura estaría implicando, además, una adaptación del lenguaje, de manera que pudiera tener una repercusión más amplia.

Sin embargo, no sólo los judíos rechazan a los miembros de la comunidad. Esta amarga experiencia convence a los creyentes de que el mundo es opuesto a Jesús, y de que ellos no deben formar parte de ese mundo que está bajo el poder del maligno.

Pero la comunidad no se caracteriza solamente por la oposición que encuentra en el exterior, sino, sobre todo, por el amor interno. Su predicación no es el manifiesto de un grupo cerrado que expresa una superioridad sobre los de fuera. El objetivo principal de su diferente predicación es provocar a la comunidad a entender a Jesús con mayor profundidad (20, 31).

Este proceso de transformación y diferenciación de la comunidad pudo llevar varias décadas. Hacia el 90 (fecha supuesta de la redacción del evangelio), la comunidad joánica está bien diferenciada de otros grupos. Los grupos no creyentes, y adversarios, que se pueden detectar a través de las páginas del evangelio son los siguientes:

El mundo. Con este término el cuarto evangelio se refiere a aquellos que rechazan la luz, ya que los que la aceptan se encuentran en su mayor parte dentro de la comunidad juánica. El mundo comprende a todos los paganos que no creen, pero también a los judíos. Jesús siendo rechazado por los suyos (1,11) y por el mundo (3,16.19), se convirtió en un extraño en la tierra (17,5). El mismo destino de repulsa se reserva inevitablemente a los creyentes de la comunidad: "si el mundo los odia a ustedes, sepan que antes me ha odiado a mí" (15,18-19).

Incluso después de la expulsión de la sinagoga, los creyentes fueron perseguidos y aún condenados a muerte por los judíos. En el tiempo en que fue redactado el evangelio, los creyentes vivirían igualmente en lugares donde había sinagogas. La comunidad mantiene todavía una actitud misionera, pero no orientada ya a este pueblo, sino a los gentiles.

Los seguidores de Juan Bautista son otro grupo adversario de la comunidad. Hay una lista larga de proposiciones negativas referentes al Bautista, lo cual se amolda a una presentación de su ministerio como de alguien que solamente da testimonio de Jesús y que le revela a Israel (1,29-34; 5,33). Se puede comprobar que seguidores del Bautista no lo fueron inmediatamente de Jesús (Mt 11,2-6). En Hechos hay doce en Éfeso (lugar que la tradición asigna como cuna del cuarto evangelio) que habían sido bautizados sólo con el bautismo de Juan. Apolo ya creía en Jesús, pero los otros necesitaban ser instruidos (19,4). Y en las Recognitiones pseudo-clementinas (s. III) partidarios del Bautista pretendían afirmar que su maestro, y no Jesús, era el Mesías. La comunidad del evangelio sigue esperando su conversión, y no presenta contra ellos ataques directos, como contra los judíos.

Pero hay también otros cristianos que se pueden detectar rivalizando con la comunidad.

Los cripto-cristianos. Jn 12,42-43 proporciona la más clara referencia a un grupo de judíos que se sentían atraídos por Jesús de forma que se podía decir que creían en él, pero que temían confesar su fe públicamente puesto que podían ser expulsados de la sinagoga. El ciego de 9,22ss representa a los que son expulsados al hacer su confesión de fe. Eso significa que la comunidad habría mostrado poca tolerancia con los que no hicieron su difícil elección. A pesar de todo, se espera de ellos un cambio de actitud. Los argumentos escriturísticos (que únicamente oyentes judíos podrían comprender), especialmente los referidos a la divinidad de Jesús, se explican si se los considera como un arsenal usado para persuadir a los creyentes secretos. A ellos se los alienta a desgajarse de una vez del pueblo judío.

Las comunidades judías de creyentes en Jesús, pero con fe inadecuada. Serían los judíos que dejaron las sinagogas (o fueron expulsados), conocidos públicamente como creyentes. Hacia ellos la comunidad del evangelio mantuvo una actitud hostil por su falta de fe. En 6,60-66 tenemos un claro ejemplo: no comparten la concepción joánica de la eucaristía. Se trataría del grupo de Santiago y los que le sucedieron en el gobierno de la comunidad de Jerusalén. Estos creyentes se atribuían la protección de Santiago y de los parientes de Jesús, que insistían en la importancia de la descendencia de Abraham y que poseían una presentación muy terrena de la persona de Jesús.

Estos creyentes judíos también rechazaban una concepción de la eucaristía altamente sacramental. Conviene tener presente que los pasajes paulinos y evangélicos acerca de la última cena asocian las palabras eucarísticas de Jesús con la conmemoración de su muerte ("haced esto en conmemoración mía..., proclamad la muerte del Señor hasta que él venga"). Y así los judíos podían entender un banquete que recuerda o hace presente nuevamente una gran acción salvífica del pasado, porque el banquete pascual recordaba de este modo la liberación de Egipto. Pero el cuarto evangelio separa la eucaristía del contexto de la última cena y la interpreta como un alimento y una bebida que dan la vida eterna (6,51-58). El agua del bautismo es, para este evangelio, un nuevo nacimiento que da la vida eterna; el comer la carne y el beber la sangre de Jesús alimenta esa vida. La comunidad joánica encaminó a los creyentes hacia una teología sacramental distinta (que es la que nosotros manejamos hoy), donde unos elementos visibles son signos que comunican realidades divinas.

Finalmente están los creyentes de las comunidades apostólicas: Están representados por Pedro y otros miembros de los Doce. Probablemente no había ninguna diferencia étnica entre ellos y los joánicos: unos y otros eran tanto judíos como gentiles. Jn 6,60-69 no considera a estos creyentes como a los del grupo de Santiago; ellos tienen una fe más adecuada: "¿a quién vamos a ir? Tú sólo tienes palabras de vida eterna". Y, por la escena de ese texto, podemos entrever que la actitud hacia ellos de los creyentes joánicos es fundamentalmente favorable. También, por la presencia de ellos en la última cena (13, 6). Sin embargo, los creyentes joánicos, representados por el discípulo amado, se consideran a sí mismos más cercanos a Jesús y más perceptivos de su mensaje.

Esta superioridad se halla centrada en su presentación del misterio de Jesús, debido a la concepción de la preexistencia de Jesús y de sus orígenes de arriba. Los creyentes de las comunidades apostólicas, en cambio, conocían a un Jesús que es Rey, Señor y Salvador desde el momento de su nacimiento en Belén. Y aunque lo ven como Hijo de Dios sin padre humano, no hay indicios de preexistencia, por ejemplo, en los relatos de la infancia de Mt y de Lc. En cambio, la falta de interés que muestra Jn por los orígenes davídicos de Jesús y por su nacimiento en Belén, como se refleja en los debates con los judíos (7, 41-42), puede constituir una corrección del tipo de cristología que encontramos en Mt y en Lc, una cristología que pone demasiado énfasis (a los ojos de Jn) en una cuestión que interesa a los judíos. De una manera similar, la exaltación por parte de Jn de Jesús en la cruz relativiza la importancia de las apariciones del Resucitado, y así, implícitamente corrige una cristología que asocia la filiación divina con la resurrección (Hechos 2,32.36; 5,31; Rom 1,4).

Pero también puede haberlos separado una eclesiología distinta en lo referente a la fundación y la sucesión apostólicas, los oficios de la comunidad o las prácticas sacramentales. Así, podemos encontrar algunas peculiaridades propias de la comunidad joánica que no están presentes en el resto de las comunidades apostólicas:

La continuidad con Jesús está dada en Jn, no por los apóstoles, sino por el discípulo amado (19,35; 21,24).

No comparte la insistencia en lo institucional, que en cambio vemos presente en las demás comunidades hacia finales del siglo I.

El punto de interés es la relación individual con Jesús, como se ve en la alegoría de la vid y los sarmientos. En esto se distingue de la presentación corporativa de las comunidades de Pablo en 1 Cor 12 (el cuerpo y sus miembros; diversidad de carismas). La categoria del discipulado basado en el amor hace que en Jn cualquier otra distinción en la comunidad sea relativamente poco importante.

Además, se puede notar la diversa actitud respecto del tratamiento de la tradición. La función del Paráclito como iluminador de la enseñanza de Jesús le da a la comunidad joánica la tranquilidad de permanecer en la verdad, por más que desatienda las tradiciones de los Doce.

Si bien el rechazo de la alta cristología de la comunidad por parte de los judíos creyentes (el grupo de Santiago) fue interpretado como una falta de fe, y llevó a la ruptura de la comunión con ellos, con respecto a los creyentes apostólicos hubo una constante búsqueda de comunión con esperanza de lograr la unidad. Este deseo lo expresa Jesús en su oración al Padre en favor de los suyos: "No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno" (Jn 17,20-21). Y también en el discurso del Buen Pastor: "También tengo otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño y un solo pastor" (Jn 10,16-17).

 

 

La persecución de Domiciano

Nerón murió cuatro años después de emprender la persecución contra los cristianos. El imperio lo ocuparon fugaz y respectivamente Galba, Otón y Vitelio, que se enfrentaron con sus respectivas legiones en una guerra por la sucesión. En este conflicto prevaleció finalmente Vespasiano, que estaba encargado de las operaciones contra la rebelión judía. Ni durante su gobierno ni durante el de su hijo Tito, tan adversos a los judíos, los cristianos sufren persecución. A pesar que Sulpicio Severo (citando a Tácito) dice que Tito planeó la destrucción del Templo de Jerusalén para destruir así al judaísmo y en consecuencia al cristianismo que surgía de la raíz judía, el hecho es que después de la caída de Jerusalén tanto judíos como cristianos sobreviven sin persecución. Sólo se exige a los judíos el impuesto del Templo, pagado ahora a Júpiter Capitolino como precio de su libertad (fiscus iudaicus).

El sucesor de Tito, su hermano Domiciano, demuestra más desprecio que preocupación frente a los cristianos. Prueba de esto es el relato de Hegesipo sobre el arresto de los nietos de Judas, pariente de Jesús, recogido por Eusebio de Cesarea (Historia Eclesiástica III, 20,1-5). Después de alarmarse por la denuncia que estos judíos creyentes eran de la familia de David, posibles herederos de la realeza israelita, los interrogó sobre Cristo y su reino. Ellos respondieron que "el Reino de Cristo no era mundano ni terreno, sino celestial y angélico, que se daría en la consumación de los tiempos, cuando viniendo en gloria, juzgará a vivos y muertos y dará a cada uno según sus obras". Domiciano, viendo entonces los callos de sus manos de labradores, llegó a la conclusión de que no valía la pena preocuparse por esos pobres miserables.

Muy distinta es su reacción cuando descubre en la misma corte imperial miembros cristianos. Allí dispuso el cumplimiento de la ley neroniana (christiani non sint = que no haya cristianos) y la ejecución de su primo, el cónsul Flavio Clemente, y de su esposa Flavia Domitila. El cargo era el de a-theos (gente sin dios), pues así eran vistos los cristianos: sin religión nacional, sin templos ni imágenes, sin sacrificio y culto conocido. Justino dirá en su Apología (I,6): "...si de esos supuestos dioses se trata, confesamos ser ateos; pero no respecto del Dios verdaderísimo, Padre de la justicia y de la castidad y de las demás virtudes, en quien no hay mezcla de maldad alguna". Flavio Clemente, ocupando un cargo tan alto y obligado a entrar en contacto con ceremonias religiosas públicas, no podía dejar de experimentar a cada momento un conflicto interior.

Dión Casio atestigua la persecución de Domiciano. Además de citar a los miembros de la familia imperial, dice que otros muchos fueron acusados por ateísmo y por costumbres judaicas: "De ellos, unos murieron; a otros se les confiscaron los bienes; en cuanto a Domitila, fue desterrada a la isla Pandataria" (Historia Romana, 67,14).

Es muy probable que Domiciano se estuviera deshaciendo de gente que pudiera hacerle sombra. Sin embargo, el libro del Apocalipsis señala también para esa fecha persecuciones en Asia: en este caso están más ligadas al conflicto con el culto al emperador: "eran exterminados cuantos no adoraran la imagen de la bestia" (Ap 13,17).

Apocalipsis intenta dar una interpretación de las tribulaciones por las que pasaban los creyentes. Tiene una visión de la historia según la cual el plan de Dios rige y lleva todo a su fin: la consumación que se da en el momento que Dios fija, momento de salvación para unos y de condenación para otros.

El libro relata hechos contemporáneos al autor, pero también se ocupa de anuncios para el futuro. Habla de los conflictos presentes con los judíos y paganos, pero presenta como futuro el final de las persecuciones, la caída de la Roma pagana y la aparición de la Jerusalén celeste.

El libro es una revelación, y revelación de Jesucristo. Hay, al comienzo, una visión de Cristo, en la que las ideas están traducidas en símbolos, y gran parte de las cosas que aparecen dicen una referencia inmediata a algún texto de la Escritura. En esta visión se observan la obra de salvación y la venida del Hijo del hombre: "Yo soy el Primero y el Último, el que vive; estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la Muerte y del Hades" (1,17-18).

A través de siete cartas a las iglesias, nos muestra la realidad de las mismas: muchos méritos, pero también muchas deficiencias. Hace a ellas una amenaza o una promesa. Así, en la carta a la Iglesia de Éfeso, primero le hace una gran alabanza por la paciencia en las persecuciones y por el cuidado puesto en la ortodoxia. Pero a continuación se la reprende por su falta de amor, y agrega una amenaza. Las localidades nombradas se encuentran una después de otra, partiendo de la orilla del mar (Éfeso) y siguiendo un mismo camino por la costa. Pero sabemos que no son las únicas iglesias que existen (no se nombra la de Colosas, que conocemos por una carta enviada a ella). Por lo tanto, el número de siete iglesias es simbólico; significa todas las iglesias.

En el capítulo 13, La visión de la Bestia a la que el Dragón le transmite su poder, se inspira en Dn 7 (persecución de Antíoco Epífanes), en donde se habla de cuatro bestias que salen del mar. En Ap, la Bestia del mar (Mediterráneo) es el imperio romano o su emperador, que se arroga títulos divinos. Y este es el motivo de la persecución: ni judíos, ni cristianos admitieron las pretensiones del emperador de llevar títulos divinos (que más adelante llegará a ser un cierto culto). Se trata de una lucha contra la divinización del poder.

La Bestia había muerto, pero volvía a la vida. Alude así a una historia muy en boga en el siglo I, después de la muerte de Nerón. Se había difundido la opinión de que Nerón se había ido y volvería con un poderoso ejército. Para el autor de Ap, el Nerón redivivo era Domiciano.

En 13,18 aparece la cifra simbólica de la bestia. El método para realizar su cálculo consiste en leer las letras como si fueran números. Porque, tanto en hebreo como en griego, cada letra tiene un valor numérico correspondiente a su posición en el alfabeto. Entonces la cifra de un nombre es el resultado de la suma de sus letras. En este caso, el nombre más probable es "Nerón César": n (N=50) r (R= 200) w (O=6) n (N=50) k (Q=100) s (S=60) r (R=200) = 666.

En 17,8 aparece la imagen de una "Prostituta" sentada sobre la Bestia: "La Bestia que has visto, era y ya no es". Las siete cabezas de la Bestia "son las siete colinas" (9) de Roma. También son siete los "reyes, cinco han caído, uno es, y el otro no ha llegado aún". Los cinco son Augusto, Tiberio, Calígula, Claudio, Nerón. El sexto es Vespasiano. Tito dura sólo dos años y por eso no lo cuenta. El séptimo es Domiciano. Nerón y Domiciano son los que persiguen a la Iglesia. Y el octavo es, en realidad, uno de los siete: la Bestia rediviva que ha vuelto de la muerte (Nerón). En el capítulo 18 el castigo (la caída de Babilonia) es inminente.

En 19,11 describe el castigo de los que participaron en todo esto. Después de las dos Bestias y sus ejércitos, es aniquilado su jefe, el Dragón. También habla de una resurrección que todavía no es la final (20,4). El autor, con todo esto, está entreviendo el triunfo inmediato de los que murieron mártires: ya están reinando con Cristo. Forman el pueblo sacerdotal que reina para siempre.

Los capítulos 21-22 contienen la descripción de la "Jerusalén futura". Hacia aquí apunta todo el libro. Lo importante no es todo aquello que pasó, sino lo que viene. El autor toma textos de los profetas y los compagina para describir la Jerusalén celestial, la ciudad santa "bajaba del cielo". Hay un corte absoluto, no hay continuidad entre nuestra historia y la Jerusalén nueva. Y estaba "engalanada como una novia ataviada para su esposo" (es el lenguaje de Os 2,16).

La promesa mesiánica hecha a David (2 Sam 7,14), ahora es título de todos los vencedores. Y entre los excluidos, se encuentran en primer lugar los cobardes, los que no perseveraron en la persecución.

El autor del libro se presenta como Juan (1,1; 1,4; 1,9; 22,8). En ninguno de los casos reclama para sí el título de apóstol; más bien, habla de los apóstoles en tercera persona. Se presenta como profeta (10,10; 22,9), que es un ministerio desempeñado dentro de las comunidades antiguas). Podemos decir que el autor de Ap es un judío, pues piensa en hebreo y escribe en un griego pésimo. Ha vivido en Asia Menor, pues conoce bien la situación de las comunidades de esa zona). Dice que escribió cuando se "encontraba en la isla llamada Patmos", una Isla en el Adriático, muy cercana a Éfeso. Estaba allí "por causa de la palabra de Dios y del testimonio de Jesús" (1,9). Eso puede significar que había ido allí a predicar, o que fue enviado allí preso, o que la misma Palabra en una revelación le ordenó ir allí (algo que le pasa a los videntes).

Este libro quiere consolar motivando la esperanza en la consumación final. Todos los males y calamidades no significan el triunfo del mal. Detrás está Dios, Señor de la historia, que premiará a los que hayan sido fieles y constantes.

 

Separación en la comunidad joánica

En la carta llamada 1 Jn se perciben los esfuerzos del autor de conservar en la unidad a los creyentes, que parecen estar divididos. Mediante el uso continuo del nosotros se identifica como el representante de una tradición (no simplemente de una opinión personal), y de una tradición que se remonta a lo que ocurrió desde el principio (1 Jn 1,1). Las afirmaciones defendidas o atacadas por el autor responden a la temática del cuarto evangelio. De modo que la división denunciada estaba desintegrando a aquella comunidad en la que se compuso ese evangelio, la comunidad del discípulo amado de Jesús. Ambas partes enfrentadas seguramente pretendían ser la que interpretaba genuinamente el testimonio del discípulo amado. La interpretación que los separatistas (vistos así por el autor de la carta) daban al evangelio la podemos conocer indirectamente a través de las refutaciones del autor. ¿Cómo se llegó a esta separación?

El pensamiento de la comunidad se había desarrollado a través del enfrentamiento con los adversarios de afuera, y así se fue perfilando en una teología cada vez más alta. La continuación de esa tendencia pudo hacer olvidar a los separatistas los elementos más bajos y tradicionales, que también formaban parte del patrimonio de la comunidad; y precisamente era un patrimonio compartido con los otros grupos de creyentes. Siendo la creencia en la pre-existencia del Hijo de Dios la clave joánica para afirmar que el creyente poseía la vida de Dios (Jn 20,31) y la clave de todo el evangelio, precisamente aquí se dio la ruptura y división de la interpretación. El énfasis puestos en la divinidad de Jesús ensombreció un dato tal elemental y falto de dificultad, como era su humanidad. La controversia no era una discusión sin importancia, pues la historia de la comunidad recordaba que por confesar a Jesús en la profundidad de su misterio, ellos fueron expulsados de las sinagogas por sus hermanos y muchos llegaron a dar la vida por esa verdad. Esa verdad debía ahora defenderse contra aquellos que la deformaban desde adentro.

Igual que antes, la comunidad afirma que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios; y cualquiera que lo niegue es un mentiroso y un anticristo (1 Jn 2,22). La pregunta era ¿es Jesús, cuya vida y muerte conocemos, el Hijo pre-existente de Dios? Todo el evangelio estaba escrito para afirmar que sí (Jn 20,31). Pero la pregunta ahora era otra: ¿es importante que el Hijo de Dios viviera y muriera como lo hizo Jesús? Los separatistas de tal manera subrayaron el principio divino de Jesús, que su trayectoria humana quedó descuidada. Para ellos la existencia humana de Jesús llegó a ser simplemente una plataforma en la trayectoria del verbo divino y no un componente fundamental de la redención. Pensaron probablemente que lo que Jesús hizo en Palestina no era verdaderamente importante para ellos, ni siquiera el hecho que muriera en la cruz. la salvación no hubiera sido diferente si el Verbo se hubiera encarnado en un hombre que hubiese llevado una vida diferente y hubiera tenido una muerte distinta. Lo único verdaderamente importante para ellos era la vida eterna dada a los hombres y mujeres del mundo a través de un Hijo divino que pasó por este mundo.

¿Era esta interpretación del evangelio algo descabellado? Tomado en sí mismo, y separado de la tradición que lo precedió, el evangelio podía ser interpretado como lo hizo el autor de la carta 1 Jn o como lo hicieron sus oponentes. Porque el evangelio ofrece una imagen de Jesús que hasta cierto punto relativiza su humanidad. Mientras que en los otros evangelios la gloria de Dios resplandece en Jesús sólo durante la transfiguración, en el cuatro evangelio ya en el primer milagro "reveló su gloria y sus discípulos creyeron en él" (Jn 2,11). Se puede decir que en Jn toda la vida de Jesús fue una transfiguración. Y además, en Jn hay elementos que aminoran la importancia salvífica del ministerio de Jesús. De hecho, Jn 17,3 dice que la vida eterna consiste en conocer al "único Dios verdadero, y a su enviado Jesús Cristo". Los separatistas pudieron pensar que lo fundamental en la redención era el envío, la presencia en el mundo del Hijo de Dios. Y si Jn destacaba el bautismo y la pasión como dos momentos importantes de la revelación del Hijo, parece que éstos fueron interpretados como momentos que permitían recordar que el Verbo había venido a los hombres (bautismo) y que había vuelto al Padre (pasión).

El autor de la carta 1 Jn discutirá esas conclusiones simplistas y aportará otras afirmaciones que refuercen los elementos que quedaron descuidados. Especialmente respecto a la pasión, el autor insiste en la teología de la muerte expiatoria de Jesús: "él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero" (1 Jn 2,2). Si Jesús aparecía en Jn 10,15 dando la vida por sus ovejas, pero volviéndola a tomar (con un poder soberano dado por el Padre), en 1 Jn 4,10 Jesús ofrece su vida: "en esto consiste la caridad, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y envió a su Hijo, víctima expiatoria de nuestros pecados". Es fundamental la importancia del derramamiento de sangre en la vida de Jesús: "éste es el que vino por el agua y por la sangre" (1 Jn 5,6).

Esta presentación poco humana de Jesús traería forzosamente consecuencias morales en los que creyeran de esta forma. Los separatistas podían haber creído que, al hacerse hijos de Dios, se hallaban libres de la posibilidad de pecar, lo mismo que el Hijo de Dios carecía de pecado. El autor responde diciendo que esto es una ilusión: "Si decimos: "No hemos pecado", le hacemos mentiroso y su Palabra no está en nosotros" (1 Jn 1,10). El creyente ciertamente no debe pecar, no debe ser pecador. Pero explica en qué sentido hay que entender la ausencia de pecado; el creyente no puede ser constante o habitualmente pecador. Lamentablemente no siempre logra mantenerse libre de pecado, pero esas caídas deben ser la excepción en su vida: "hijitos míos, les escribo esto para que no pequen. Si alguno peca, abogado tenemos ante el Padre, a Jesucristo el justo" (1 Jn 2,1). A diferencia de los separatistas, la visión del autor es más realista; para él la ausencia de pecado no es una verdad anticipadamente realizada, sino un desafío al que está llamado el creyente.

Y así como desestimaban la posibilidad de pecar, los separatistas también negaban importancia salvífica a la conducta moral. Y esto era un resultado de su cristología deshumanizada. Si ellos no atribuían importancia salvífica a la vida terrena de Jesús ¿por qué la vida terrena del creyente tendría que ver con la salvación? Si la vida eterna consiste en conocer a Dios y a aquel a quien él envió (Jn 17,3), se podría tener intimidad con Dios sin importar lo que uno hace en el mundo. También en esto hay que reconocer que el evangelio de Jn era poco claro y que se prestaba a tales interpretaciones. Nunca se mencionan específicamente tipos de pecados referidos a la conducta de los creyentes: el gran pecado es rehusar el creer en Jesús (Jn 8,24). Y en esto difiere de los otros evangelios más éticos, donde se insiste en la conducta de los creyentes. Basta sólo leer el Sermón de la Montaña en Mt. Por este vacío ético inherente al pensamiento joánico, el autor de 1 Jn tendrá dificultades para argumentar desde su tradición, y por eso la exhortación a dar importancia al comportamiento en esta vida no deja de ser una formulación bastante vaga: "Quien dice que permanece en él, debe vivir como vivió él" (1 Jn 2,6). Se queda sin poder ejemplificar cómo vivió Jesús.

Pero el mayor reproche dirigido contra los separatistas es el de no amar a los hermanos: "el que no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve" (1 Jn 4,19). ¿Se puede decir que el autor de la carta ama a los separatistas, a quienes ya no reconoce como hermanos? ¿No dirían otro tanto sobre el grupo del autor los separatistas, que creían ser los que se mantenían fieles a la tradición del evangelio? Vemos aquí otra debilidad del evangelio de Jn al presentar el mandamiento nuevo (Jn 15,12): el mandamiento del amor no se halla en términos de amor al prójimo (Mt 19,19) y mucho menos incluye al enemigo y al que nos persigue (Mt 5,44). El mandamiento está expresado en términos de amarse los unos a los otros o mutuamente. Y evidentemente, tanto el autor y su grupo, como los separatistas, reconocían como hermanos a los que debían amar sólo a aquellos que creían como ellos. Por eso, así como Jesús no rogaba por el mundo que no lo acogió, sino sólo por los suyos (Jn 17,9), así también el autor de la carta se niega a rogar por los creyentes que han cometido un pecado de muerte al apostatar de la comunidad (1 Jn 5,16). La tradición joánica dio lugar a una dualidad que se prolongaría por los siglos: nosotros-ellos, los que creen-los que no creen, nosotros-el mundo.

Lamentablemente, esa comunidad que se había distinguido especialmente por sus relaciones de caridad fraterna, giró sus armas defensivas dirigidas antes contra los de afuera, y las orientó hacia aquellos que desde adentro habían dejado de ser verdaderos hermanos. El celo por la defensa de la verdad tuvo un precio muy alto: "si alguno viene a ustedes y no es portador de esta doctrina, no lo reciban en casa ni lo saluden, pues el que lo saluda se hace solidario de sus malas obras" (2 Jn 11-11). Una afirmación como ésta dio pie a aquellos creyentes de todos los tiempos que se sintieron justificados para odiar a otros creyentes por amor a Dios.

 

El judeocristianismo.

El gran movimiento de expansión de la fe en Jesús dentro del mundo pagano, y su inevitable enfrentamiento, puede hacer olvidar el desarrollo que siguieron teniendo las comunidades de judíos creyentes en Palestina y alrededores, y en otros lugares del imperio. Cierto es que las comunidades de origen pagano crecieron mucho en número y en importancia, pero no es menos cierto que las comunidades de creyentes circuncisos mantienen sus tradiciones y su vida propia al margen de aquel crecimiento. Sería muy aventurado considerar a la comunidad de Jerusalem como un lejano recuerdo de lo que había sido el origen judío de la fe en Jesús. En Palestina, los creyentes judíos también deben defender su fe también ante judíos no creyentes y paganos.

Desde el final de la guerra judía sabemos que Jerusalem era un conjunto de ruinas entre las que sólo habían permanecido en pie las tres grandes torres del palacio de Herodes. Allí se había establecido la Legión X Fretensis. Sobre la situación de la comunidad creyente sabemos que debe adaptarse a esa nueva situación de simplificación del judaísmo en torno a los rabinos fariseos de Yabné. Si el pueblo se dedicaba con mayor meticulosidad a la observancia de los mandamientos de Dios, se debía a la firme creencia en que así se disponían para ser dignos de la gloria futura que ellos esperaban tan vivamente. Los apocalipsis de Baruc y Esdras IV, escritos en ese tiempo, proporcionan un auténtico reflejo del clima religioso que se respiraba en la post-guerra judía. La enseñanza de estos libros se resume en lo siguiente: Si el pueblo se deja instruir por Dios, la promesa de un día de salvación se cumplirá pronto. El fin de estas obras era el de confortar al pueblo en la desgracia que había caído sobre Jerusalem y la nación judía. La esperanza mesiánica obtenía nueva fuerza y vitalidad de la tristeza producida por la ruina del Templo. Los autores de ambos apocalipsis se presentan como si fueran contemporáneos de la primera destrucción del Templo (587 aC): Baruc, compañero de Jeremías, y Esdras, restaurdaor del culto a la vuelta del exilio babilónico. Así como la destrucción del Templo y el destierro había sido para Israel un renacimiento espiritual, ¿no sucedería otro tanto después de esta nueva destrucción del Templo?

Pero la salvación supone la llegada del Mesías: "Cuando se cumpla lo que está previsto empezará a manifestarse el Mesías. La tierra dará su fruto, diez mil por uno. Cada cepa tendrá mil sarmientos, cada sarmiento dará mil racimos, cada racimo contará mil uvas y cada uva producirá un kor (3000 litros) de vino. Y todos los que tengan hambre se alegrarán y serán cada día espectadores de prodigios. En aquel tiempo el maná guardado en reserva caerá de nuevo y comerán (de él) esos años, porque habrán llegado al fin de los tiempos" (Apocalipsis Siríaco de Baruc, 29,3.5-6.8).

Los judíos creyentes en Jesús deben desarrollar una actitud de diálogo con sus hermanos no creyentes, presentando a Jesús como Mesías e hijo de David. En el evangelio de Mt se observa como transfondo estos intentos de argumentación, pero a partir de los textos de la Escritura: cada relato importante de la vida de Jesús sucede para que se cumpliera la Escritura que dice... Pero la comunidad de judíos creyentes va a argumentar también a partir de otros escritos judíos no considerados inspirados por los rabinos de Yabné (ni tampoco por los creyentes de la gentilidad). Esos escritos (conocidos como apócrifos) serán rechazados por los fariseos, que desconfían particularmente de los apocalipsis y centran su atención en otros géneros literarios (como los comentarios midráshicos y los targumim).

Los escritos que llegan hoy hasta nosotros son numerosos, y proceden de Siria, de Asia Menor, de Egipto, de Grecia y hasta de Roma, siendo muy pocos los que proceden inmediatamente de Palestina. Son, por tanto, un eco de una amplia expansión de la fe en Jesús por el mundo mediterráneo después de la forzosa dispersión que siguió a la destrucción del Templo. Algunos son comunes al común pensamiento apocalíptico judío, pero otros son específicamente cristianos. En algunos cuesta distinguir ya el original de las interpolaciones que agregaron los copistas cristianos.

Un ejemplo lo tenemos en el Testamento de los Doce Patriarcas. Testamento de Judá 24,1-3 puede ser un texto judío barnizado de una mínima capa cristiana: "Después de esto, se levantará para ustedes una estrella de Jacob en la paz, un hombre surgirá de mi linaje como el sol de justicia, que camine con los hijos de los hombres en mansedumbre y justicia; en él no se encontrará pecado alguno. Los cielos se abrirán sobre él para derramar el Espíritu (que es) bendición del Padre Santo, y él mismo derramará sobre ustedes el Espíritu de gracia. Ustedes serán sus hijos en verdad y caminarán según sus leyes, los primeros como los últimos". En efecto, recoger el oráculo mesiánico de Núm 24,17 no es una exclusividad de los creyentes en Jesús (la estrella de Belén, y la Estrella Luciente de la mañana, en Ap 22,16). También este texto aparece entre los monjes esenios de Qumrán (4 Q Test).

Testamento de Leví 18,7-9 ha experimentado una transformación cristiana más pronunciada: "La gloria del Señor se pronunciará sobre él y el Espíritu de inteligencia y de santificación reposará sobre él, en el agua. En efecto, a sus hijos les dará la grandeza de Dios en verdad y para siempre, y su sucesión no cesará jamás de generación en generación hasta el fin. Bajo su sacerdocio, las naciones paganas abundarán, en la tierra, en el conocimiento del Señor, y quedarán iluminadas por la gracia del Señor, mientras que Israel se empequeñecerá en la ignorancia del Señor y se verá llena de tinieblas por el llanto". El sacerdote nuevo es investido en una escena que recuerda muy bien al Bautismo de Jesús. La actitud frente a los paganos que creen en masa refleja la predicación a los incircuncisos y el deterioro de las relaciones con la sinagoga judía desde el final de la guerra.

En cuanto a Testamento de Benjamín 9 que se refiere explícitamente a los relatos de la crucifixión, resurrección y ascención de Jesús, así como al relato de pentecostés, no cabe duda de que el trabajo del copista cristiano se ha impuesto casi totalmente al texto judío original: "El último templo será más gloriosos que el primero. Las doce tribus de Israel se reunirán allí, así como todas las naciones paganas, hasta que el Altísimo envíe su salvación por la intervención de un profeta, un unigénito. Este penetrará en el primer templo y el Señor será ultrajado, pues será alzado en el madero. La cortina del templo se desgarrará y el Espíritu de Dios descenderá sobre las naciones paganas como un fuego que se extiende. Subiendo del Hades, pasará de la tierra al cielo. Yo sé cuán humilde será en la tierra y cómo se llenará de gloria en el cielo".

Si tenemos en cuenta el origen seguramente esenio de estos textos, y que los esenios de Qumrán esperaban al Mesías de Israel (rey davídico), al Mesías de Aarón (sacerdote) y al Profeta semejante a Moisés, podemos ver la originalidad de los creyentes en la relectura de estos textos, para presentar en la única persona de Jesús al Mesías en sus funciones real, profética y sacerdotal. Esta triple función mesiánica será muy profundizada en la posterior teología cristiana.

Entre los textos que son específicamente cristianos en estas comunidades de judíos creyentes, podemos mencionar el Evangelio de los Nazarenos, escrito en arameo y utilizado (según S. Jerónimo) por los creyentes de Siria. No ha llegado completo a nosotros, sino a través de citas de los escritores posteriores; tendría un estrecho parentesco con el evangelio de Mt. El evangelio de los Nazarenos respira el espíritu del judaísmo creyente en continuo debate con el judaísmo que no cree en Jesús.

Otro texto semejante es el Evangelio de los Ebionitas, igualmente emparentado con Mt y con los sinópticos, pero, a la vez, esencialmente divergente. El relato de la infancia (Mt 1-2) está ausente, pues la comunidad de los creyentes llamados ebionitas negaba el nacimiento virginal de Jesús: un hombre llamado Jesús fue hecho Hijo de Dios y Cristo cuando el Espíritu Santo descendió sobre él en el bautismo. En este punto los ebionitas se separaban notablemente en su manera de pensar del resto de los creyentes.

Sin embargo, ¿ésta no es la cristología más primitiva de la predicación de los discípulos de Jesús? En efecto, la predicación más antigua presentaba a Jesús como un hombre que ha vivido sencillamente como profeta, como siervo de YHWH obediente, que después ha muerto y mediante su resurrección ha sido constituido Señor. Es la predicación de los discursos de Pedro en Hech. Y aunque en algunos casos se insista en que la investidura mesíanica es recibida en la resurrección, y en otros casos en el bautismo, en ambos casos se trata de una cristogía de la exaltación.

Pero debemos observar bien que el desarrollo que sigue la teología de los judíos creyentes en Jesús, además de ser independiente del desarrollo propio de las comunidades de creyentes gentiles, sigue una dirección distinta y, también, bastante aislada. En efecto, algunas comunidades de gentiles o de judíos y gentiles (como las de los evangelios de Mt y Lc), siguiendo esa línea primitiva de pensamiento llegan a formular, a través de la concepción virginal sin intervención de varón, la filiación divina de Jesús desde su nacimiento: Jesús nace, no se hace, Hijo de Dios.

Y otras comunidades (como la reunida en torno al Discípulo amado) van más allá y desarrollan una cristología de la preexistencia: siguiendo la reflexión del judaísmo tardío sobre la Sabiduría y la Palabra de Dios, presentaron a Jesús como la revelación definitiva de Dios; en ese hombre llamado Jesús aparece en medio de nosotros la Palabra creadora y salvadora de Dios. Jesús es un ser divino preexistente que se hace hombre, vive como hombre hasta la muerte y mediante su resurrección retorna la Padre.

Por lo tanto, es muy distinta la creencia de los ebionitas no sólo con respecto a la fe más desarrollada de las otras comunidades, sino también con respecto a los nazarenos (como veremos luego por su relación con otras comunidades creyentes) y a la más primitiva predicación. Es cierto que la presentación paulina de Rm 1,4 o del evangelio de Mc nos muestran una cierta adopción de Jesús por parte de Dios y silencian el nacimiento de Jesús (Gal 4,4 dice simplemente "nacido de mujer"). Pero también es cierto que no hay en esos textos un adopcionismo declarado y explicado como en el caso de los ebionitas, ni una negación explícita de la concepción virginal de Jesús.

A juzgar por la tendencia dominante, ¿se puede decir con simplicidad que el esquema primitivo pronto se convirtió en una cristología subdesarrollada, superada por aquella de la preexistencia? Al respecto, puede sorprendernos que el mártir Justino escriba en el año 165 que existen personas de procedencia judía "que confiesan efectivamente que Jesús es el Cristo, pero que lo predican como un hombre que desciende de hombres" (Diálogo con Trifón 48). A pesar de que muchos creyentes de la gentilidad no quieren tener relación con esos creyentes que enseñan que Jesús "nació hombre de los hombres y vino a ser Cristo por elección", Justino está dispuesto a tratar con ellos con tal que no pretendan obligar a otros a observar la Ley de Moisés (cf. Diálogo 47). A un siglo de distancia de la predicación de Pablo, sigue actual el debate sobre la vigencia de la Ley entre los creyentes venidos del paganismo y los procedentes del judaísmo.

Es interesante, entonces, observar que mientras escribe Justino en Roma, en ese mismo tiempo y lugar tiene aceptación general entre los creyentes gentiles un escrito de un visionario llamado el Pastor, atribuido a un creyente de origen judío llamado Hermas. El escrito contiene visiones, y parábolas. En una de ellas, se habla de un Señor que ha plantado una viña. Al salir de viaje, la confía a un esclavo fiel. Cuando vuelve, encuentra que el esclavo ha hecho más de lo que se le pedía. El Señor, entonces, después de deliberar con su Hijo y con los consejeros, determina adoptar al esclavo como heredero de su Hijo (Comparación V, 2,2-11). Al explicar la parábola, el autor dice que el Señor es Dios Creador, la viña es el Pueblo de Dios, el Hijo es el Espíritu Santo y el esclavo es el Hijo de Dios. "Dios ha hecho habitar el Espíritu santo, que existía anteriormente y que ha hecho la creación, en la carne que él había elegido. Mas la carne en que habitó el Espíritu santo sirvió bien al Espíritu... Tras haber vivido en el bien y en la pureza y haberse esforzado y colaborado en todo con el Espíritu... Dios la eligió como compañera del Espíritu. Pues el comportamiento de esta carne fue de su agrado, ya que no mancilló al Espíritu Santo que poseía en la tierra. El deliberó entonces con el Hijo y con los gloriosos ángeles, para que la carne adquiriera una morada y no le faltara la recompensa por su servicio; pues toda carne pura y sin mancha, en la cual vive el Espíritu Santo, será recompensada" (Compar V, 6,4-7).

El Espíritu Santo tiene los rasgos de la Sabiduría de Dios preexistente. Como recompensa el hombre Jesús recibe la participación en la dignidad de este Hijo preexistente. Durante su vida mortal Jesús no parece ser el Hijo de Dios; se eleva a esta dignidad como recompensa por su actuación (obediencia hasta la muerte). Se puede suponer que lo más importante en esta presentación es la identificación de Jesús con el Espíritu Santo preexistente, a través de un esquema de adopción: Jesús lleva el nombre y participa en la dignidad de un ser divino (el Hijo de Dios = el Espíritu Santo), con el cual forma en su obra y su relación con Dios una unidad.

El recurso a la angeología del judaísmo lleva también a Hermas a presentar al Hijo de Dios como el mayor de los siete arcángeles: "Aquel hombre glorioso es el Hijo de Dios, y aquellos seis son los ángeles gloriosos que le rodean a derecha e izquierda. De estos ángeles gloriosos ninguno puede llegar a Dios sin él. Todo el que no recibiere su nombre, no puede entrar en el reino de Dios" (Compar IX, 12,8). Y concretamente lo identifica con Miguel: "el ángel grande y glorioso es Miguel, que tiene potestad sobre este pueblo y lo gobierna. Porque éste es el que pone su Ley en el corazón de los que creen" (Compar VIII 3,3).

En conclusión, hay, pues, una coexistencia de las dos corrientes de pensamiento: algunos judíos, como Hermas, han reconocido en el Señor exaltado un misterio del presente que se despliega en toda la historia de la salvación ya desde el principio. Lo importante es que desarrollan de una manera independiente de la teología joánica este pensamiento integrador de exaltación y preexistencia. Y, además, este pensamiento encuentra cierta acogida entre las mismas comunidades que se niegan a recibir en comunión a los creyentes ebionitas.

Sin embargo, para muchos judíos creyentes Jesús seguirá siendo el siervo de Dios, profeta y maestro, portador de una remisión de los pecados y de la nueva Ley, que pone fin a los antiguos sacrificios. Lo decisivo en la predicación será acentuar la ascendencia davídica de Jesús, que lo legitimiza como verdadero Mesías de Israel. Según una noticia de Julio Africano recogida por Eusebio (Hist. Ecles. I,7), en el siglo III vivían aún en Nazaret los parientes de Jesús, quienes habían preservado la genealogía de su familia y la exhibían para demostrar su ascendencia davídica. Durante la post-guerra, a pesar de la derrota y del movimiento de resignación espiritual de los rabinos, seguirá algo activo el fermento de la expectación del Mesías davídico. Hay noticias de la inquietud generada en los gobernantes romanos en esa época. El relato de Hegesipo sobre el arresto de los nietos de Judas, pariente de Jesús, recogido por Eusebio de Cesarea (Historia Eclesiástica III, 20,1-5) muestra que durante el gobierno de Domiciano se dieron órdenes expresas de buscar y ejecutar a los decendientes de la familia real de David.

Un rebrote de persecución con esta misma intención surgió en tiempos del emperador Trajano (98-117). Conocemos para esta fecha la noticia del martirio de Simeón, jefe de la comunidad creyente de Jerusalem, transmitida por Hegesipo. Por él sabemos que después de la guerra sucedió a Santiago en el gobierno de la comunidad "Simeón, hijo de Cleopás, de quien hace mención el evangelio, primo que era, según se dice, del Salvador, pues en efecto cuenta Hegesipo que Cleopás era hermano de José" (Eusebio, Historia Eclesiástica III, 11). Hegesipo informa que el motivo de la denuncia y de la ejecución fue el pertenecer a la dinastía real israelita: "algunos herejes acusaron a Simeón, hijo de Cleopás, como de la familia de David y cristiano, y así sufrió el martirio, siendo de 120 años de edad, bajo el emperador Trajano y el procónsul Atico" (Eusebio, Historia Eclesiástica III,32). Eusebio continúa la noticia diciendo que, tras la crucifixión de Simeón, también fueron arrestados como descendientes de David los acusadores del anciano.

Históricamente el cristianismo judío no sobrevivió a la formidable expansión del cristianismo en ambientes paganos. Al ser una minoría, aquejado de las tendencias heréticas que lo contaminaban, se verá más o menos relegado al rango de secta. Esta desaparición es para nosotros una grave pérdida.

 

 

 

V. El surgimiento de la Gran Iglesia

 

A comienzos del siglo II, el éxito romano experimentado después de la guerra judía llevó a un triunfalismo que permitía soñar en proseguir las conquistas en Oriente. Roma abandonó entonces la antigua política de Augusto, de contar con reinos satélites que contuvieran las fronteras de Oriente. Ahora Roma se sentía con poder para enfrentar personalmente al imperio parto (descrito en Ap 9,16 como 200 millones de jinetes junto al Eufrates). Trajano lanzó así una gran campaña para conquistar regiones de Armenia y Mesopotamia. El emperador romano se siente en esta época el soberano universal.

Y mientras se producen lamentables divisiones en el interior de algunas comunidades de creyentes, desde afuera se sigue consolidando la leyenda negra contra los cristianos, que se había iniciado en los tiempos de Nerón. El pagano Tácito hablaba del aborrecimiento general que causaban los cristianos: aunque por entonces se reprimió algún tanto aquella perniciosa superstición, tornaba otra vez a reverdecer, no solamente en Judea, origen de este mal, sino también en Roma, donde llegan y se celebran todas las cosas atroces y vergonzosas que hay en las demás partes (Anales XV 44). En cambio, el cristiano Tertuliano lamentará esta injusta situación: Si el Tíber se inunda hasta las murallas, si el Nilo no inunda los campos, si el cielo no se mueve, si hay hambre o peste, al punto resuenan los gritos de: "¡los cristianos al león!" (Apología XL, 1-6). Era necesario buscar un fortalecimiento a través de la unidad. Frente a enemigos de adentro y perseguidores de afuera, las comunidades de creyentes se asociaron más estrechamente entre sí por una creciente estructura común de jerarquía en mutuo reconocimiento. El obispo mártir Ignacio de Antioquía escribió al respecto: dondequiera que aparece el epíscopo, está presente la congregación, lo mismo que donde está Jesucristo, está la ekklesía universal (Carta a los Esmirniotas 8,2).

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El gnosticismo heterodoxo

Los escritos de la comunidad joánica y algunos elementos de su pensamiento son atestiguados por autores cristianos a partir de los comienzos del siglo II. Es decir, poco después de la elaboración de estos escritos. Sin embargo, a partir de esa fecha lo que no se atestigua es la existencia de esa comunidad particular. ¿Qué se hizo de ella? ¿Pudieron sobrevivir al enfrentamiento los partidarios del autor de 1 Jn, por un lado, y los separatistas, por otro? La desaparición de la escena histórica de ambos grupos enfrentados, con su correspondiente peculiaridad joánica, se puede explicar a través de la incorporación respectiva de cada grupo dentro de movimientos más amplios, como los que observamos al comienzo del siglo II. Los partidarios del autor de 1 Jn se habrían integrado en el movimiento de unificación de las comunidades creyentes llamado la Gran Iglesia, o Iglesia Católica. Los separatistas se habrían mezclado en el movimiento filosófico-religioso llamado gnosticismo. Ambos grupos aportaron a quienes los acogieron su común patrimonio espiritual: el cuarto evangelio, pero también su modo particular de interpretarlo.

El grupo del autor de 1 Jn enriqueció entonces a los cristianos de origen apostólico con la alta cristología de la preexistencia, pero también con una sana interpretación (contenida en 1 Jn) que evitara caer en el docetismo (apariencia de la encarnación). Sin embargo, como la estructuración de la comunidad centrada en la asistencia del Paráclito no había logrado protegerla frente a los separatistas (que también invocaban para ellos la asistencia del Paráclito), el grupo tuvo que aceptar que era más segura la estructura de autoridad docente que tenían las comunidades de la Gran Iglesia.

Por otro lado, sin esta estructura de autoridad, los separatistas no pudieron frenar su tendencia en la interpretación del cuarto evangelio. Avanzaron en su cristología ultra alta hasta terminar en un verdadero docetismo. Culminaron lo que antes iban insinuando. Pensando que la trayectoria terrena de Jesús tenía poca importancia, concluyeron finalmente que ésta no era real, sino aparente. Y considerándose hijos de Dios por la fe en Jesús y por la elección de Dios, comenzaron a ver esa elección como algo anterior a sus vidas terrenas, y se consideraron a sí mismos también divinos y preexistentes como Jesús. Ellos también habrían venido al mundo, y extraviado su camino. El Verbo se había hecho carne para guiarlos a ellos nuevamente al cielo.

El cuarto evangelio fue recibido con entusiasmo por los creyentes gnósticos, quienes no dejaron de comentarlo para fundamentar sus enseñanzas. Eso provocó serios temores en la Gran Iglesia, que miró a este evangelio con mucha desconfianza. Finalmente, acompañándolo con las cartas 1, 2 y 3 Jn como guía segura de interpretación, el cuarto evangelio fue aceptado con más tranquilidad hacia fines del siglo.

¿Era fundado este temor? ¿Podía una lectura de este evangelio llevar al docetismo? Hay que decir que de hecho esto efectivamente había ocurrido. Como el evangelio de Jn nunca menciona claramente el nacimiento de Jesús, los docetas interpretaron el momento de la llegada de la Luz al mundo a partir de algunas afirmaciones aisladas del prólogo. Allí se dice, al hablar del Verbo como la Luz que viene al mundo, que el Bautista no era la Luz, sino su testigo. Y nuevamente se menciona al Bautista como testigo después de afirmar que "el Verbo se hizo carne y puso su morada entre nosotros" (1,14). Estas referencias al Bautista pudieron hacer pensar que en el momento del bautismo en el Jordán se produce un ingreso del Verbo en la humanidad de Jesús. Así se interpretaron las palabras del Bautista: "Yo no lo conocía, pero para que él fuese manifestado a Israel he venido yo, y bautizo en agua. Y Juan dio testimonio diciendo: yo he visto al Espíritu descender del cielo como paloma y posarse sobre él" (Jn 1,31-32). Un tratado gnóstico llega a esta conclusión: "Y Juan Bautista dio testimonio del descenso de Jesús. Porque él es el único que vio el poder que bajó sobre el río Jordán" (Testimonio de la verdad XI 3 (30,24-28).

Este pensamiento no es una "encarnación del Verbo", porque el Verbo no se hace carne, sino que viene a la carne. No hay una unidad real, sino una inhabitación que, además, no es permanente. Esta transitoriedad queda manifiesta en algunos textos gnósticos. En uno de ellos el Verbo celestial exclama: "Yo simulé a Jesús. Yo lo arrebaté del maldito madero y lo establecí en las mansiones de su Padre. Y los que vigilan sus moradas no me reconocieron" (Trimorfica Protenoia XIII 50,12-15). Otro muestra a un Jesús impasible riéndose de sus verdugos: "Ese a quien ves en el madero que se alegra y que ríe es el viviente Jesús. Pero el que está clavado de manos y pies es su envoltorio carnal, el sustituto" (Apocalipsis de Pedro VII 81,15-25).

Según un testimonio de Ireneo de Lyon (Contra los herejes I 20,26) Cerinto afirmaba que "después del bautismo de Jesús, el Cristo descendiendo del Poder que está sobre todo, bajó sobre él en forma de paloma... Al final, sin embargo, el Cristo se apartó de nuevo de Jesús... el Cristo, siendo como era espiritual, no podía sufrir". ¿Podían sacarse tales conclusiones del cuarto evangelio? Cerinto pudo haber entendido que Jn quería decir que antes de la muerte de Jesús, el elemento divino ya había retornado al Padre. Particularmente, la oración de despedida de Jesús lo muestra como suspendido entre el cielo y la tierra: "Yo ya no estoy en el mundo" (Jn 17,11). Una lectura demasiado literal de estos pasajes da fácilmente lugar a tales conclusiones.

Estas conclusiones son gravísimas porque alteran esencialmente el mensaje de la salvación. Incapaz de acercar el mundo trascendente al mundo terreno, definitivamente corrompido, el Salvador no podría haber vivido más que una encarnación de apariencia. El mito gnóstico del Salvador que vino a salvar los destellos de luz caídos en la materia (las almas encarnadas que deben ser liberadas de la materia) sirve de telón de fondo para estas reflexiones sobre Cristo. Él es el Salvador que pasa por una semejanza de carne burlándose de aquellos que se engañan sobre él y que lo consideran realmente encarnado. El peligro más grave de esta doctrina, que se niegan a ver los que la sostienen, es que una encarnación aparente significa también una salvación aparente.

Mientras que las comunidades de occidente se muestran muy desconfiadas frente al cuarto evangelio, debido a los errores que se originaron a partir de una lectura docetista del mismo, en oriente la teología del Verbo va ganando cada vez más aceptación. Esto podemos verlo a través de las cartas de un creyente que es considerado una de las figuras más importante del cristianismo primitivo: Ignacio de Antioquía.

Según Eusebio de Cesarea, Ignacio fue el tercer obispo de Antioquía después del apóstol Pedro y de Evodio. En el imperio de Trajano (98-117) fue condenado a las fieras y deportado a Roma para padecer el martirio. Durante su viaje a Roma, cerca del 110, escribió siete cartas, de una importancia inapreciable para la historia del dogma. Ellas tienen como destinatarias las comunidades de Éfeso, Magnesia, Tralia, Filadelfia y Esmirna cuyos delegados había saludado a su paso. Otra está dirigida al obispo Policarpo de Esmirna y otra a la comunidad de Roma. Con cordialidad fraterna Ignacio agradece a esas comunidades su caridad para con él, les inculca la sumisión a los obispos locales y no deja de incluir algún consejo, incluso alguna ligera reprensión, y les precave contra las doctrinas heréticas.

Advirtiendo a sus lectores frente a los peligros que encierran esas doctrinas, Ignacio sostiene claramente tanto la divinidad de Jesús como la realidad, y no sólo la apariencia, de su cuerpo humano. Jesús es "hijo de María e hijo de Dios, primero pasible y luego impasible, Jesucristo nuestro Señor. Él es con toda verdad del linaje de David según la carne, hijo de Dios según la voluntad y poder de Dios, nacido verdaderamente de una virgen, bautizado por Juan, para que fuera cumplida por él toda justicia" (Esmirn. 1,1). Muestra así que conoce, además de una cristología de la preexistencia del Verbo, una cristología de la concepción virginal, que Jn no nos da a conocer y sí lo hacen Mt y Lc. Ignacio se hace eco de la predicación apostólica y refiere también que Jesús "realmente padeció persecución bajo Poncio Pilato, que realmente fue crucificado y murió a la vista de los seres celestiales, terrestres y subterráneos; quien resucitó también verdaderamente de entre los muertos, resucitándole su Padre" (Tral. 9,1-2).

Los creyentes joánicos deseaban vivamente la unión con los creyentes apostólicos, si estos últimos aceptaban la alta cristología de la preexistencia de su evangelio. Ignacio y otros escritores del siglo II muestran que evidentemente la Gran Iglesia aceptó esta cristología. Pero seguramente se les exigió también a los creyentes joánicos que no rechazaran la concepción virginal y otras cristologías más bajas.

Escribiendo sobre los docetas afirma que ellos "se apartan también de la Eucaristía y de la oración, porque no confiesan que la Eucaristía es la carne de nuestro Salvador Jesucristo, la misma que padeció por nuestros pecados, la misma que, por su bondad, resucitó el Padre. Así, pues, los que contradicen al don de Dios, mueren y perecen entre sus disquisiciones. ¡Cuánto mejor les fuera celebrar la Eucaristía, a fin de que resucitaran!" (Esmirn. 7,1). Porque la eucaristía es para Ignacio "medicina de inmortalidad, el antídoto para que no muramos, sino para que vivamos para siempre en Jesucristo" (Ef 20,2). De este modo se acerca también al alto sacramentalismo de Jn 6,51-58, donde la carne y la sangre de Jesús son alimento y bebida reales y donde "el hombre que come de este pan vivirá para siempre".

Se puede decir entonces que Ignacio comparte el mismo pensamiento que Jn en aquellos puntos en los que ambos se distancian de aquellos creyentes judíos que tienen una cristología baja y una concepción poco sacramental (sólo memorial) de la eucaristía. Es interesante leer las advertencias que contra ellos hace Ignacio: "No se dejen engañar por doctrinas extrañas ni por esos cuentos viejos que no sirven para nada. Porque si hasta el presente vivimos a estilo de judíos, confesamos no haber recibido la gracia... Por eso, pues nos hemos hecho discípulos suyos (de Cristo), aprendamos a vivir conforme al cristianismo. Porque todo el que otro nombre lleva, fuera del de cristiano, no es de Dios... Absurda cosa es llevar a Jesucristo en la boca y vivir judaicamente. Porque no fue el cristianismo el que creyó en el judaísmo, sino el judaísmo en el cristianismo, en el que se ha congregado toda lengua que cree en Dios" (Magnes. 8,1; 10,1.3).

En sus cartas se descubre el alma ardiente, heroica y mística de Ignacio Tiene sed de martirio y un amor encendido a Cristo, a quien quiere imitar. Pide a los romanos que no den ningún paso para ahorrarle ese deseo: "Temo justamente vuestra caridad, no sea ella la que me perjudique. El hecho es que yo no tendré jamás ocasión semejante de alcanzar a Dios. Trigo soy de Dios y por los dientes de las fieras he de ser molido, a fin de ser presentado como limpio pan de Cristo" (Rom 1,2; 2,1; 4,1). A Policarpo le anima así: "Mantente firme, como un yunque golpeado por el martillo. De grande atleta es ser desollado y, sin embargo, vencer" (Policarpo 3,1). Su espíritu cristocéntrico se revela en la insistencia con que inculca la imitación del Señor, si queremos vivir animados por su Espíritu. Esta imitación de Jesucristo tiene que extenderse a la participación en su Pasión por medio del martirio, que es, para Ignacio la cumbre en la imitación del Redentor, y por ello hay que estar siempre dispuestos a él: "Perdonadme, yo sé lo que me conviene. Ahora empiezo a ser discípulo. Que ninguna cosa visible o invisible se me oponga por envidia a que alcance a Jesucristo. Fuego y cruz y manadas de fieras, quebrantamiento de mis huesos, descoyuntamiento de miembros, trituraciones de todo mi cuerpo tormentos atroces del diablo, vengan sobre mí, a condición sólo de que alcance a Jesucristo. De nada me aprovecharán los confines del mundo ni los reinos todos de este siglo. Para mí mejor es morir en Jesucristo que ser rey de los términos de la tierra. Amo a aquel que murió por nosotros. Amo a aquel que resucitó por nosotros" (Rom. 5,3-6,1).

 

Evolución de la jerarquía eclesiástica.

Pero si Ignacio compartía en cristología y en la eucaristía el pensamiento de los creyentes joánicos, muy distinto era su pensamiento sobre la comunidad y su estructura jerárquica. De la comunidad joánica no tenemos testimoniados ministros que controlen la doctrina, como sí ocurre con otras comunidades. Esa función docente la desempeña en la comunidad joánica el Paráclito. Pero en Ignacio la importancia de la responsabilidad pastoral cae en un cuerpo organizado en torno a la figural presidencial del epískopos.

El desarrollo de la organización de las comunidades cristianas nos permite ver que hubo una profundización en la comprensión de la koinonía de los creyentes. Junto a la designación primitiva de koinonía (comunidad) o de Camino (Hech 9,2), aparece la denominación ekklesía (reunión de los llamados), pero usada primeramente en sentido local. Se habla así de las iglesias de Jerusalem (Hech 5,11) o de otros lugares (11,26). Pero pronto se entiende ekklesía en un sentido más universal, se habla de la Iglesia (1 Co 6,4; 1 Tim 3,15). Y en la época de la redacción de los evangelios de Mt (80 dC), ya es clara la autoconciencia de los discípulos de Jesús como rebaño o ekklesía, confiado al cuidado de Pedro: "Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia" (Mt 16,18).

El proceso de acercamiento y de unión de las comunidades apostólicas llevó a la conformación de lo que se llamó Ekklesía Katholiké (universal). Ésta es el desarrollo o continuación organizada del movimiento originado por Jesús. Debido a que Jesús no había dejado planes de cómo debían organizarse sus discípulos, las estructuras de la comunidad que creía en él se fueron desarrollando progresivamente para responder a las necesidades que iban surgiendo. Los factores sociológicos jugaron un papel importante, como lo vemos a partir de la estructuración de jerarquías para los hebreos o para los helenistas (Hech 6), o de ministerios especiales para predicar, enseñar o servir. Sin embargo, según la autocomprensión de los creyentes, el Espíritu Santo dado por Jesús resucitado es quien guió a las comunidades en su desarrollo, de manera que sus estructuras llegaron a concretizar la voluntad de Jesús de reunir a los hombres en un único Pueblo de Dios.

Las primeras comunidades, tanto en Jerusalem (Hch. 11,33; 15,2s; 21,18) como en la Diáspora (Hch. 14,23; 20,17; Tt 1,5; 1 P 5,1), tenían al frente un colegio de presbyteroi (ancianos). Los episkopoi (vigilantes) aparecen relacionados con los diakonoi (Flp. 1,1; 1 Tm 3,1-13) y en algunos textos (Tt 1,5; Hch. 20, 17.28) parecen prácticamente idénticos a los presbyteroi.

_ Un famoso escrito nos permite observar un ordenamiento similar. La Didakhé es un compendio de preceptos de moral, de instrucciones sobre la organización de las comunidades y ordenanzas relacionadas con las funciones litúrgicas. Su composición es fijada entre los años 90 y 100, probablemente en Siria. En este escrito los jefes de las comunidades son llamados episkopoi y diakonoi: "Escogeos, pues, epíscopos y diáconos dignos del Señor; varones mansos, no amigos del dinero, veraces y probados, porque para vosotros administran el ministerio de los profetas y maestros. No los desprecéis, pues ellos mismos son los que reciben honra entre vosotros, juntamente con los profetas y maestros" (15,1-2). No hay mención de los presbyteroi, por lo cual no queda claro si estos episkopoi eran equivalentes a los presbyteroi aludidos por Hech o si se trata de obispos tal como los entendemos hoy. Podemos concluir también que, además de los episkopoi, jugaban un papel semejante los llamados profetas. Su principal función parece haber sido la de explicar, bajo la luz del Espíritu, los oráculos de la Escritura, especialmente de los antiguos profetas (1Pe 1,10-12) y descubrir en consecuencia el misterio del plan divino. Pero leemos acerca de ellos en la Didakhé: "Ellos son vuestros sacerdotes (13, 3); y también: A los profetas permitidles dar gracias (eukharistein) todo el tiempo que quieran" (10,7). Por lo tanto tenían la potestad de celebrar la eucaristía. Hech 13,1 nombra a Pablo entre los profetas de Antioquía, y lo presenta presidiendo la fracción del pan en Tróade (Hech 20,7).

La Didakhé habla también de los apóstoles, considerados en un sentido más amplio que los Doce: "Todo apóstol que venga a vosotros, sea recibido como el Señor" (11,4). Considerando, entonces, en su conjunto la jerarquía de la segunda mitad del siglo I que nos describe este escrito, ella aparece casi siempre en movimiento. El apóstol, el profeta, el maestro, ocupan la escena con más frecuencia que los otros ministros. Sin embargo, incumbe a los epískopoi el cargo de vigilarlos e inspeccionarlos: El apóstol "no se detendrá más que un día. Si hubiere necesidad, otro más. Mas si se queda tres días, es un falso profeta" (11,5). A medida que las comunidades se organizan de manera más estable, la autoridad de los epískopoi va surgiendo con más relieve, absorviendo pronto en sus funciones pastorales todas las del apóstol, profeta y maestro. En el siglo II éstos desaparecerán de la jerarquía, donde no habrán ocupado más que un puesto transitorio.

En síntesis, el cuadro jerárquico de las comunidades hacia finales del siglo I evoluciona desde el esquema apóstoles-profetas-maestros (1 Co 12,28: "y así los puso Dios en la Iglesia, primeramente como apóstoles; en segundo lugar como profetas; en tercer lugar como maestros") hacia la forma epískopos-presbiteros y diáconos (I-II Tm; Tt). La Didakhé es un testigo de lo que parece ser esta transición, a veces polémica. 2 Jn evidencia la polémica entre los apóstoles itinerantes (aquí los emisarios del autor de la carta) y la jerarquía local (con tendencia al gobierno monárquico, representado aquí por "Diótrefes, ese que ambiciona el primer puesto entre ellos", v.9).

_ La primera epístola que Clemente de Roma escribe a los Corintios alrededor de los años 96-98, con motivo de una sedición contra los dirigentes de esta comunidad, constituye un verdadero manifiesto de la juridicción eclesiástica. Aparece en ella por primera vez una declaración clara y explícita de la doctrina de la sucesión apostólica. Insiste en que los presbíteros no pueden ser depuestos por los miembros de la comunidad, porque no son éstos los que confieren la autoridad. El derecho de gobernar deriva de los apóstoles, quienes ejercieron su poder obedeciendo a Cristo: "Y así, predicando por regiones y ciudades [los Apóstoles] iban estableciendo a los que eran las primicias de ellos -habiéndolos probado por el Espíritu- como inspectores (epískopoi) y ministros (diákonoi) de aquellos que iban a creer" (1 Co 42,4). "Constituyeron a los antedichos y juntamente dieron la ordenación que, cuando ellos murieran, a otros varones aprobados su ministerio (leitourgía) dejaran" (id 44,2).

La epístola distingue claramente entre jerarquía y laicado. Después de explicar las distintas clases en la jerarquía de Israel, el autor añade: "El hombre laico está ligado por preceptos de laicos" (40,5), sacando luego esta conclusión: "Procuremos, hermanos, cada uno agradar a Dios en nuestro propio puesto, conservándonos en buena conciencia, procurando con espíritu de reverencia no trangredir la regla de su propio ministerio (leitourgía)" (41,1).

La función más importante de los que dirigen la comunidad es la celebración de la liturgia: ofrecer los dones o presentar las ofrendas: "Y es así que cometemos un pecado nada pequeño si deponemos de su puesto de epíscopos a quienes intachable y religiosamente han ofrecido los dones" (44,4). Esto muestra que no tienen, a pesar del nombre de inspectores, una función meramente administrativa, sino también sacerdotal.

Los miembros de la jerarquía eclesiástica son llamados, según vimos, epíscopos y diáconos. En otros pasajes, sin embargo, se los designa con el nombre común de presbíteros: "Vosotros, pues, que hicísteis los fundamentos de la sedición, sujetaos a los presbíteros y recibid la corrección para la conversión, doblando las rodillas de vuestros corazones" (57,1).

Aún no aparece el episcopado monárquico, sino, más bien, el gobierno colegial de episkopoi-presbyteroi según el modelo de I-II Tm y Tt. Esto es así tanto en Corinto como en Roma, como se deduce del saludo de la carta: "La Iglesia de Dios que habita como forastera en Roma, a la Iglesia de Dios que habita como forastera en Corinto...". Pero según Eusebio (Hist. Ecles. III,38) Clemente escribió "en persona de la Iglesia de los Romanos"; lo mismo dice San Jerónimo (Sobre los varones ilustres, 15), lo que puede dar lugar a pensar que dentro del colegio de presbyteroi varios tenían poderes sacerdotales supremos, pero uno ejercía la preeminencia sobre los otros. A esto se debería el catálogo de sucesivos epíscopos de Roma que describe Ireneo de Lyon (la conocemos por Eusebio, Hist. Ecles. III,4,13-15). La carta de la Iglesia de Roma a los Corintios, atribuida por toda la tradición a Clemente, indicaría que en ese momento Clemente estaba a la cabeza de los presbíteros romanos.

_ En las cartas de Ignacio de Antioquía aparece claramente el episcopado monárquico, donde el epískopos está rodeado de sus presbyteroi y diákonoi. El epískopos preside como representante de Dios, los presbyteroi forman el senado apostólico y los diákonoi realizan el servicio de Cristo: "Os exhorto a que pongáis empeño en hacerlo todo en la concordia de Dios, presidiendo el epískopos, en lugar de Dios, y los presbyteroi, en lugar del senado (synedríon) de los apóstoles, y los diákonoi, para mí dulcísimos, el ministerio (diakonía) de Jesucristo, que antes de los siglos era junto al Padre y en el tiempo final se manifestó" (carta a los Magnesios 6,1).

Se desprende entonces una imagen muy precisa de la jerarquía y del prestigio otorgado al epískopos. Éste es el único responsable de los fieles. Estar en comunión con él equivale a preservarse del error y de la herejía: "Cuantos son de Dios y de Jesucristo, ésos son los que están al lado del epískopos" (carta a los Filadelfios 11,2). El epískopos debe entonces exhortar a su rebaño a la paz y a la unidad, que únicamente pueden obtenerse adhiriéndose a la jerarquía: "Vuestro colegio de ancianos (presbytérion), digno del nombre que lleva, digno de Dios, está tan armoniosamente concertado al epískopos como las cuerdas de la lira. Pero también vosotros debéis formar un coro, a fin de que, unísonos por vuestra concordia y tomando en vuestra unidad la nota tónica de Dios, cantéis a una voz al Padre por medio de Jesucristo, y así os escuche y os reconozca, por vuestras buenas obras, como cánticos entonados por su propio Hijo" (a los Efesios 4,1-2).

Según Ignacio el epískopos es también el sumo sacerdote y el dispensador de los misterios de Dios. Ni el bautismo ni la eucaristía se pueden celebraar sin él: "Sólo aquella Eucaristía que se celebre por el epískopos o por quien de él tenga autorización ha de tenerse por válida. Dondequiera apareciere el epískopos, allí esté la multitud, al modo que dondequiera estuviere Jesucristo, allí está la Iglesia universal (katholikë ekklësía). Sin contar con el epískopos, no es lícito ni bautizar ni celebrar la Eucaristía; sino, más bien, aquello que él aprobare, eso es también lo agradable a Dios, a fin de que cuanto hiciéreis sea seguro y válido" (a los Esmirniotas 8,1-2).

Los textos de las cartas ignacianas nos atestiguan con absoluta claridad que cada comunidad (al menos Antioquía, Esmirna, Efeso, Trales, Filadelfia y Magnesia) tiene a su cabeza un epískopos (intendente o inspector), autoridad suprema en la comunidad, al que se agrega como dependiente un presbytérion (colegio de ancianos), que le asiste como una especie de senado, y un tercer cuerpo de diákonoi o ministros. ¿Podrían los creyentes joánicos haber aceptado tal estructura jerárquica en la que a un episkopos único se le atribuyen las prerrogativas del Paráclito?

Si la mayoría de los creyentes joánicos se orientaban a los errores cristológicos y éticos sin que hubiese tenido resultado la recomendación de discernir el Espíritu (1 Jn 4,2), algunos pudieron comprender lo que ya habían aprendido las comunidades paulinas: que los presbyteroi-episkopoi como maestros autorizados eran un baluarte contra aquellos que presentaban una doctrina "que no presta atención a las saludables palabras de Jesucristo y a la doctrina que se ajusta a la piedad" (1 Tim 6,3). Así algunos creyentes joánicos es posible que hubiesen reconocido que la jerarquía puesta de relieve por la Gran Iglesia era un oficio docente válido, en la medida en que ejercía sus funciones en nombre del Paráclito, que es quien enseña todo. Y a través del mutuo reconocimiento de sus respectivas riquezas, algunos creyentes joánicos y algunos creyentes apostólicos pudieron haberse convertido en un único rebaño. A través del segundo final del evangelio de Jn, una voz autorizada persuade a los creyentes joánicos de que la autoridad pastoral practicada en las comunidades apostólicas y en la Gran Iglesia (Pedro que apacienta las ovejas de Jesús 21,15-17) fue instituida por Jesús y que podría aceptarse sin rebajar la categoría que Jesús atribuyó al discípulo(s) a quien(es) más amaba.

 

La apología cristiana

Además de las persecuciones dirigidas por Trajano hacia los judíos de ascendencia davídica y del martirio de Ignacio de Antioquía, un hecho importante ocurre en Bitinia bajo el gobierno de Plinio el Joven, ya que da ocasión a una consulta de éste al emperador. A poco de comenzar la gira de inspección de su provincia, el nuevo y escrupuloso gobernador, que traía la consigna de Trajano de prohibir las asociaciones ilícitas, se encuentra en Amastris (en el Ponto) con una mayoría de población cristiana. Habiendo iniciado los procesos, e incluso habiendo ordenado varias ejecuciones, la perspectiva de exterminar a la población entera lo lleva a detenerse y esperar instrucciones del emperador. ¿Hay que castigar al cristiano simplemente por serlo o hay que probar otros crímenes? "Afirmaban éstos que, en su suma, su crimen o, si se quiere, su error se había reducido a tener por costumbre en días señalados reunirse antes de rayar el sol y cantar, alternando entre sí a coro, un himno a Cristo como a Dios y obligarse por solemne juramento no a crimen alguno, sino a no cometer hurtos ni latrocinios ni adulterios, a no faltar a la palabra dada, a no negar, al reclamárseles, el depósito confiado. Terminado todo esto, decían que la costumbre era retirarse cada uno a su casa y reunirse nuevamente para tomar una comida, ordinaria empero e inofensiva; y aún eso mismo lo habían dejado de hacer después de mi edicto, por el que, conforme a tu mandato, había prohibido las asociaciones secretas. Con estos informes, me pareció más necesario inquirir qué hubiera en todo ello de verdad, aún por la aplicación del tormento a dos esclavas que se decían diaconisas. Ninguna otra cosa hallé sino una superstición perversa y desmedida" (Plinio, Cartas X,96).

La respuesta de Trajano se resume a esto: los cristianos sólo deben ser llevados ante tribunales cuando son denunciados como tales a la autoridad; para su condenación, empero, basta la profesión de fe cristiana y no se requiere demostrar otros delitos: "Efectivamente, no puede establecerse una regla general, que haya de tener como una norma fija. No se los debe buscar; si son delatados y quedan convictos, deben ser castigados; de modo, sin embargo, que quien negare ser cristiano y lo ponga de manifiesto por obra, es decir, rindiendo culto a nuestros dioses, por más que ofrezca sospechas por lo pasado, debe alcanzar perdón en gracia de su arrepentimiento. Los memoriales, en cambio, que se presenten sin firma, no deben admitirse en ningún género de acusación, pues es cosa de pésimo ejemplo e impropia de nuestro tiempo" (Trajano a Plinio, Cartas X,97). De ahí que sólo esporádicamente se pueden señalar procesos contra los cristianos. Tertuliano se quejará más tarde de lo absurdo de la cuestión: "Condenáis, pues, a un denunciado a quien nadie quiso se le buscara; ese tal no mereció la pena por ser culpable, sino porque, no debiendo ser buscado, fue hallado" (Apol. II, 6-10).

A partir del momento en que constituyen una minoría importante (distinguida ya por los paganos respecto del judaísmo), los discípulos de Jesús empiezan a causar problemas. Por ser originaria de Oriente, la fe en Jesús es, a veces, confundida con aquellas religiones mistéricas que de allí provenían. El imperio trató de encauzar aquellos cultos contrarios a la tradición de los antepasados, que juzgaban demasiado ruidosos e inmorales. Realizados en secreto, a estos cultos se ingresaba mediante ceremonias de iniciación reservada a unos pocos. El iniciado, purificado a lo largo de varias pruebas, tiene el sentimiento de salvarse en un encuentro personal con la divinidad. Al mysta (iniciado) se le impone la obligación de no revelar lo que ha experimentado. En el ritual de los misterios se encuentran cosas de la mejor y de la peor especie: procesiones, una música enervante, cánticos lánguidos. Todo ello mucho más atractivo que el formalismo de las religiones tradicionales de Roma. Pero la imitación del dios podía arrastrar a prácticas aberrantes que suscitaban el sarcasmo o la indignación de los viejos romanos y muy pronto la de los cristianos. En los misterios de Cibeles, por ejemplo, los devotos gálatas se castraban a imitación del dios Attis. Pablo aludirá a esta práctica para ridiculizar la firmeza de los judaizantes por conservar la circuncisión: "¡Ojalá que se mutilaran los que os perturban!" (Gal 5,12).

El secreto que rodea al culto cristiano, reservado sólo a los bautizados, deja sospechar lo peor. Muchos rumores son el resultado de una mirada distorsionada por la ignorancia acerca de lo celebrado en esas reuniones no públicas. Así, por ejemplo, llegó a formarse la suposición de que la eucaristía era un acto de antropofagia ¿Acaso los cristianos no comen el cuerpo de Jesús y beben su sangre? Y la comunión por la cual todos son hermanos y hermanas llegó a imaginarse como una relación incestuosa. Un abogado romano escribió un diálogo en el que un pagano se hace eco de los rumores que circulan sobre los cristianos: "El relato que se hace de la iniciación de los reclutados es tan horrible como notorio. Un niño muy pequeño, recubierto de harina para que el novicio actúe engañado y sin desconfiar, es colocado delante del que va a ser iniciado en los misterios. Engañado por aquella masa envuelta en harina, que le hace creer que sus golpes son inofensivos, el neófito mata al niño... Lamen ávidamente la sangre de aquel niño, se disputan y se reparten sus miembros; por medio de esa víctima afianzan su alianza, y con la complicidad en este crimen se comprometen a un mutuo silencio... Se reúnen los días de fiesta para un festín, con todos sus hijos, sus madres, personas de todo sexo y edad. Allí, después de una comida abundante, cuando ha llegado a su colmo la animación del festín y el ardor de la embriaguez enciende las pasiones incestuosas, excitan a un perro atado a un candelabro para que salte, tirándole un trozo de carne más allá de la longitud de la cuerda que lo tiene amarrado. La luz que podría haberlos delatado se cae y se apaga... Entonces se abrazan al azar, y si todos no son incestuosos de hecho, lo son por la intención" (Minucio Félix, Octavio IX,6).

Luciano de Samosata mira con lástima la fe en la inmortalidad de los cristianos y la prontitud con que van a la muerte, y de modo semejante juzga su amor fraterno, su desprecio a la riqueza y su comunidad de bienes; cualquier hábil embustero podría aprovechar este modo de ser y hacerse rico entre ellos. En La muerte de Peregrino cuenta la vida de un charlatán infiltrado que se aprovecha de la credulidad de los cristianos. Sólo cuando los cristianos descubren que Peregrino ha infrigido alguno de sus preceptos, lo abandonan.

A través de tanto alboroto popular el fenómeno cristiano es cada vez más conocido en el mundo pagano. Por eso surge una reacción de carácter intelectual en el campo cristiano. Algunos apologistas se dirigen al contorno no cristiano, a fin de procurarle, por escritos más o menos extensos, una imagen fiel de la nueva religión y hacer así posible un juicio objetivo sobre sus adeptos y un trato humano correspondiente.

Bajo Adriano aparece un rescripto dirigido a Minucio Fundano, procónsul de Asia. Aunque los apologistas cristianos lo verán como una concesión de igualdad y libertad de culto, es más bien una exigencia de legalidad en las acusaciones. Éstas deben respaldarse personalmente y no en medio de motines populares: "Si los habitantes de la provincia pueden sostener abiertamente su petición contra los cristianos, de manera que el asunto pueda ser discutido ante el tribunal, que se sirvan tan sólo de ese medio y no de solicitudes o de simples gritos. En efecto, es mucho más conveniente que, si alguno quiere presentar alguna acusación, la juzgues tú mismo. Por tanto, si alguien los acusa y prueba que hacen algo en contra de las leyes, decide tú según la gravedad de la falta. Pero, por Hércules, si alguien alega esto por simple delación, pronuncia un veredicto contra esa conducta criminal y procura castigarla" (citado por Eusebio en Hist. Ecles. IV 9,1-3).

Pero también bajo Adriano se desata en Judea una tormenta semejante a la del año 70. Simón bar Kosiba, reconocido como Mesías por rabí Aquiba y llamado así Bar Kokbá (hijo de la estrella: Nm 24,17), encabeza en el año 131 una rebelión contra el emperador. Adriano quería construir sobre la arrasada Jerusalén una ciudad pagana, cuyo nombre sería Aelia Capitolina. La violencia de la revuelta hizo que la represión romana fuera lenta y trabajosa. El general Julio Severo viajó desde Britania para dirigir las operaciones. Las numerosas pérdidas romanas llevaron a Adriano a desistir de celebrar el tradicional triunfo en Roma en el 135. La guerra acabó con la vida de más de medio millón de personas, según el testimonio de Dion Casio. El centro espiritual del judaísmo pasó a Galilea, en cuyas academias se completaría la obra comenzada en Yabné.

El resultado de la guerra es la prohibición (bajo pena de muerte) a la población judía de habitar en Jerusalem. La prohibición afecta también a los judíos creyentes en Jesús, pues a partir de entonces la comunidad creyente consta sólo de paganos convertidos, siendo Marcos el primer dirigente de esos creyentes (Eusebio, Hist. Ecles. IV,6,4). Finaliza así la serie de 15 dirigentes judíos de la comunidad de Jerusalem (Hist. Ecles. V,12,1-2).

Mientras tanto, la apología cristiana toma dos formas principales: el discurso de defensa, sobre todo cuando se quiere hablar al público pagano; el diálogo, en la discusión con el judaísmo sobre el tema mesiánico.

La primera apología que conservamos es la de Aristides, dirigida a Adriano según Eusebio, que la tiene entre sus manos en su texto original. Para Arístides hay tres géneros de hombres (bárbaros, judíos y griegos) que carecen de una idea correcta de Dios; el cuarto grupo, los cristianos, posee la verdadera doctrina y la recta vida moral. Habla de la vida diaria de los cristianos, que se recomienda por su alta pureza de costumbres: "No adulteran, no fornican, no levantan falso testimonio, no codician los bienes ajenos, honran al padre y a la madre, aman a su prójimo y juzgan con justicia. Lo que no quieren se les haga a ellos no lo hacen a otros. A los que los agravian, los exhortan y tratan de hacérselos amigos, ponen empeño en hacer bien a sus amigos, son mansos y modestos... Se contienen de toda unión ilegítima y de toda impureza... No desprecian a la viuda, no contristan al huérfano; el que tiene, le suministra abundantemente al que no tiene. Si ven un forastero, le acogen bajo su techo y se alegran con él como con un verdadero hermano. Porque no se llaman hermanos según la carne, sino según el alma... Están dispuestos a dar sus vidas por Cristo, pues guardan con firmeza sus mandamientos, viviendo santa y justamente según se lo ordenó el Señor Dios, dándole gracias en todo momento por toda comida y bebida y por los demás bienes... Este es verdaderamente el camino de la verdad, que conduce a los que por él caminan al reino eterno, prometido por Cristo en la vida venidera. Y para que conozcas, ¡oh rey!, que no digo estas cosas por mi propia cuenta, inclínate sobre las Escrituras de los cristianos y hallarás que nada digo fuera de la verdad" (Apología XV,4-11). Es evidente que Arístides habla de un ideal de vida y no del comportamiento concreto que, en muchos cristianos, no reflejaba tal integridad.

Bajo Marco Aurelio (161-180) los procesos son reclamados con más frecuencia que antes por la opinión pública, que se ha vuelto más hostil, y a menudo tumultariamente, lo que se debe al creciente nerviosismo de la población. En todos estos procesos donde es reclamada la intervención estatal el número de víctimas sigue siendo relativamente escaso, pero los mártires son ilustres. En Roma es ejecutado el filósofo Justino y en Esmirna el obispo Policarpo.

Samaritano por el lugar de nacimiento, Justino fue un incircunciso de origen romano. Inició pronto su itinerario intelectual en búsqueda de la verdad y frecuenta las escuelas estoica, aristotélica, pitagórica y platónica (Diálogo con Trifón 2,1-5). Fascinado estaba por el platonismo, cuando el encuentro con un anciano provocó su conversión en Éfeso (Diál. 3,1 -8,2). Desde ese momento, y siendo siempre laico, puso sus conocimientos filosóficos al servicio de la fe. Aparece luego en Roma, donde a imitación de otros filósofos estoicos, epicúreos, platónicos, etc., abrió la primera escuela de filosofía cristiana. Según su discípulo Taciano (Oratio 19), debido a las maquinaciones del filósofo cínico Crescente tuvo que comparecer ante Junio Rústico y, por el solo delito de confesar su fe, fue condenado a muerte.

De las ocho obras que conoció Eusebio sólo nos llegaron de Justino la Apología (con un apéndice o apología segunda) y el Diálogo con Trifón. Aprovechando las verdades filosóficas familiares a los paganos, partirá de ellas para presentar la revelación cristiana. El Verbo se manifestó muchas veces en la historia, en los profetas y en hombres eminentes que tuvieron la verdad como semillas suyas: "Nosotros hemos recibido la enseñanza de que Cristo es el primogénito de Dios, y anteriormente hemos indicado que él es el Verbo, de que todo el género humano ha participado. Y así, quienes vivieron conforme al Verbo, son cristiano, aún cuando fueron tenidos por ateos, como sucedió entre los griegos con Sócrates y Heráclito y otros semejantes" (Apología I 46).

Justino habla con mucha sencillez de la vida y de la práctica litúrgica de la Iglesia. Es en este sentido un testimonio valiosísimo: "El día que se llama del sol se celebra una reunión de todos los que moran en las ciudades o en los campos, y allí se leen, en cuanto el tiempo lo permite, los Recuerdos de los Apóstoles o los escritos de los profetas. Luego, cuando el lector termina, el presidente, de palabra, hace una exhortación e invitación a que imitemos estos bellos ejemplos. Seguidamente nos levantamos todos a una y elevamos nuestras plegarias, y éstas terminadas, como ya dijimos, se ofrece pan y vino y agua, y el presidente, segúan sus fuerzas, hace igualmente subir a Dios sus plegarias y acciones de gracias y todo el pueblo exclama diciendo amén. Ahora viene la distribución y participación, que se hace a cada uno, de los alimentos consagrados por la acción de gracias y su envío por medio de los diáconos a los ausentes... Y celebramos esta reunión el día del sol, por ser el día primero, en que Dios, transformando las tinieblas y la materia, hizo el mundo, y el día también en que Jesucristo, nuestro Salvador, resucitó de entre los muertos; pues es de saber que lo crucificaron el día antes del día de Saturno, y al siguiente al día de Saturno, que es el día del sol, aparecido a sus apóstoles y discípulos, nos enseñó estas mismas doctrinas que nosotros os exponemos para vuestro examen" (Apología I 67).

Los representantes de la filosofía pagana se ven obligados a enterarse con mayor precisión de la vida y doctrina cristiana, y a discutirla y a combatirla. El pagano Celso conoce parte de la Escritura, de los Evangelios y de otra literatura cristiana. Sus conclusiones expuestas en el Alethes Logos (Discurso Verdadero) son muy negativas, al punto que setenta años después Orígenes lo sigue refutando. El Dios supremo, según Celso, está sentado en una lejanía inaccesible y no puede revelarse sin cambiar su ser o someterse al cambio de la historia: es imposible su encarnación. Los cristianos por eso creen en un muerto y no en un ser divino. La predicación de los maestros cristianos contradice la sabiduría terrena y espanta a todo aquel para quien la paideia griega representa un ideal. Los cristianos contradicen el nomos (la ley) que prescribe el culto politeísta: se suman así a la infracción de la ley que comenzó Moisés al introducir el monoteísmo. "La raza de los judíos y de los cristianos puede compararse con una bandada de murciélagos, con hormigas salidas de su agujero, con ranas que celebran un consejo alrededor de un charco, con gusanos que forman una asamblea en el rincón de un cenagal, disputando juntamente cuáles entre ellos son los más pecadores y diciendo: "Dios nos lo ha revelado y predicho todo a nosotros de antemano; se ha olvidado del mundo entero y del movimiento de la tierra, se ha despreocupado de la amplitud de la tierra; gobierna para nosotros solos; comunica con nosotros solos por medio de mensajeros, sin dejar de enviarlos y de buscar por qué medio estaremos unidos a él para siempre" (citado por Orígenes en Contra Celso IV,25).

Pero si Justino demuestra una actitud de diálogo y valoración de la cultura helénica, su discípulo Taciano sólo muestra burlas y escarnio para las conquistas culturales griegas: "No os mostréis tan de todo en todo enemigos de los bárbaros, oh griegos, ni juzguéis desfavorablemente sus doctrinas. Porque, ¿qué institución entre vosotros no tuvo su origen en los bárbaros?" (Discurso contra los griegos 1). La desmesura de su ataque correspondía a su temperamento extremista que, a su vuelta a Siria hacia el 172, terminó por apartarlo de la Iglesia y a fundar la secta de los encratitas, que rechazaba el matrimonio, prohíbía comer carne y beber vino.

Atenágoras escribe su Súplica a Marco Aurelio en la que refuta las calumnias contra los cristianos, reclama para el cristianismo igualdad de derechos con la filosofía pagana y pide, por ende, se lo tolere por parte del Estado: "¿Quiénes con más justicia merecen alcanzar lo que piden que quienes rogamos por vuestro imperio, para que lo heredéis, como es de estricta justicia, de padre a hijo, y crezca y se acreciente, por la sumisión de todos los hombres? Lo que también redunda en provecho nuestro, a fin de que, llevando una vida pacífica y tranquila, cumplamos animosamente cuanto nos es mandado" (Súplica 37).

El Discurso a Diogneto habla bellamente de la vida de los cristianos: "Habitan sus propias patrias, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos y todo lo soportan como extranjeros; toda tierra extraña es para ellos patria, y toda patria, tierra extraña. Se casan como todos; como todos engendran hijos, pero no exponen los que les nacen. Tienen la mesa en común, pero no el lecho... Hacen bien y se los castiga como malhechores; castigados de muerte, se alegran como si se les diera la vida" (V,5-7.16). Dice que los cristianos son para el mundo lo que el alma es para el cuerpo (VI,1).

Si bien no se logró el objetivo de reconocimiento de los derechos del cristianismo por parte del Estado, sin embargo se fortaleció la confianza de los cristianos en sí mismos y contribuyó al trabajo misionero de expansión de la Iglesia.

 

Refutación del gnosticismo

Una carta de los creyentes de Lyon a sus hermanos de Asia, transmitida por Eusebio de Cesarea (Hist. Ecles. V,1), nos da cuenta de una persecución en el año 177. Un motín popular, cuyas causa ignoramos, condujo al arresto y a la ejecución de medio centenar de cristianos. Entre ellos se ha conservado sobre todo el nombre de Potino (el anciano obispo nonagenario), el del diácono Santo y el de Blandina, la frágil esclava que fue la última en sucumbir. Esta carta es el testimonio más antiguo de la presencia cristiana en las Galias. El sucesor de Potino es Ireneo, un discípulo del obispo mártir Policarpo de Esmirna. La influencia doctrinal de Ireneo será fundamental para toda la cristiandad, tanto que se lo considera el primer teólogo cristiano. Ireneo será el principal opositor del gnosticismo mediante su escrito Adversus Haereses (Contra las Herejías).

El gnosticismo es aquel movimiento dualista que se fue afirmando en el siglo II, y que se originaba en una mezcla de la filosofía platónica y de las religiones mistéricas, como así también en la doctrina de ciertas sectas judías como la de los esenios y del pensamiento samaritano. El nudo del gnosticismo es el dualismo, que sitúa dos principios coeternos y opuestos (uno bueno y otro malo), creadores del mundo espiritual y material respectivamente: "Un tal Cerinto, en Asia, enseñó que el mundo no fue hecho por el primer Dios, sino por una Potencia muy separada y distante de la Autoridad que está sobre todo, y que no reconocía al Dios que está sobre todas las cosas" (Adv. Haer. I,26,1). Los seres espirituales, por una culpa viven en la materia, de la cual deben huir. Un dualismo semejante plantea Marción: "aquel que anunciaron la Ley y los profetas es el Dios creador de los males, que se complacía en la guerras... Jesús había venido a la Judea de parte de aquel Padre que está por sobre el Dios fabricador del mundo... y se manifestó en forma humana a los judíos de entonces, para destruir la ley y los profetas y todas aquellas obras del Dios que hizo el mundo, al cual llamaba Cosmocreador" (Adv. Haer. I, 27,2). Este dualismo distingue al creador (revelado en el Antiguo Testamento) y al Padre (revelado en el Nuevo Testamento).

El dualismo gnóstico diferencia al Jesús humano del Cristo celestial: "Con pretexto de la gnosis piensan que uno es Jesús, otro el Cristo, otro el Unigénito, otro más el Verbo y otro el Salvador, el cual sería una emisión de los Eones caídos en deterioro" (Adv. Haer. III,16,8). El Cristo, aparentemente humano, aparece como pedagogo, con una doctrina oculta que enseña a los espirituales (pneumáticos: los gnósticos) y no a los que viven de la fe, los que creen sin conocer (psíquicos: los miembros de la Gran Iglesia), y tampoco a los que están tan metidos en la materia que son incapaces de conocer y de creer (hílicos), y por eso están ya condenados. Tanto el Salvador como los demás hombres llegarán a la salvación por el conocimiento (gnosis) de su sustancia espiritual y por la sucesiva liberación de las ataduras materiales. Plantean, en definitiva, una autoredención.

Frente a este dualismo, Ireneo plantea una unidad de creación y redención: "El Verbo, que está en el principio junto a Dios, mediante el cual fueron creadas todas las cosas y que en todos los tiempos asistió al género humano, Este Verbo, al fin de los tiempos..., se unió a su creatura y se hizo hombre mortal... Mediante esta encarnación restauró y compendió la larga serie de los hombres y en este compendio nos ha otorgado la salvación. Así recobramos en Cristo lo que perdimos en Adam, esto es, el ser imagen y semejanza de Dios" (Adv. Haer. III, 18,1).

Ireneo sostiene así la absoluta soberanía del Dios único sobre el mundo, refutando la idea gnóstica según la cual Dios no tiene nada que ver con la creación. Entre Dios y su obra se intercala un único mediador, el Verbo, y no la multitud de intermediarios que la gnosis defiende. Por tanto, el mal y el dolor presentes en el mundo no proceden ni de un dios malvado ni de un dios pervertido, sino del hecho de que el hombre introdujo en ella la semilla del mal por su desobediencia a Dios. Pero el proceso histórico no terminó ahí, sino que llevó a la reconciliación de todo, cuando Cristo recapituló en sí el mundo entero creado. El Verbo no fue sòlo la mano de Dios en la creación; sino también el Salvador, el prototipo de la nueva humanidad, el nuevo Adam.

Esta recapitulación es la verdad central que devuelve a la fe la unidad que Marción destruía. Pero, además de esa unidad histórico-salvífica, hacía falta también una unidad personal en el Salvador. Porque el dualismo que distinguía entre el Jesús humano y el Cristo divino hacía imposible la recapitulación. Completa entonces la idea de la recapitulación con la del intercambio: "Para eso se hizo hombre el Verbo, y el Hijo de Dios Hijo del Hombre, para que el hombre uniéndose con el Verbo y recibiendo la filiación adoptiva, se hiciese hijo de Dios. Porque no había otro modo como pudiéramos participar de la incorrupción y de la inmortalidad, a menos de unirnos a la incorrupción y a la inmortalidad" (Adv. Haer. III,19,1). Por lo tanto la humanidad del Verbo divino no es aparente, sino real: "es lo mismo afirmar que él se manifestó en apariencia, y que nada tomó de María; porque no habría tenido verdadera carne y sangre para por ellas redimirnos, si no hubiese recapitulado en sí la antigua creatura de Adam. Están locos, pues, los seguidores de Valentín que esto enseñan, para excluir la salvación de la carne y rechazar la creatura de Dios" (Adv. Haer. V,1,2).

El rechazo de lo material llevó también a los gnósticos a rechazar toda mediación eclesial, porque está ligada a la materia y al tiempo, y por eso mismo rechazaron la mediación de los sacramentos. Ireneo vio precisamente en este rechazo la aparición y atomización de las numerosas herejías: "Todos los predichos herejes tienen necesidad, por su ceguera acerca de la verdad, de caminar por otros y otros atajos, y por eso las huellas de su doctrina se dispersan de modo desacorde e inconsecuente. Mas el camino de aquellos que pertenecen a la Iglesia recorre el mundo entero, porque posee la firme Tradición que procede de los Apóstoles, y al verla nos ofrece una y la misma fe de todos, porque todos obedecen a uno y el mismo Dios Padre, reconocen el mismos don del Espíritu, observan los mismos preceptos, guardan la misma forma de organización eclesial, esperan la misma parusía del Señor y la misma salvación de todo el hombre o sea del alma y del cuerpo" (Adv. Haer. V,20,1).

La plenitud de la gnosis, entonces, no se puede obtener al margen de esa Tradición: "Nosotros no hemos conocido la economía de nuestra salvación, sino por aquellos a través de los cuales el Evangelio ha llegado hasta nosotros: ellos primero lo proclamaron, después por voluntad de Dios nos lo transmitieron por escrito para que fuese columna y fundamento de nuestra fe" (Adv. Haer. III,1,1). Las nuevas composiciones que se agregan a la Escritura como igualmente inspiradas (en este caso los cuatro evangelios, de los cuales Ireneo es el primero en darnos su número y sus autores) son un primer acto de transmisión del mensaje de salvación proclamado por los testigos de Jesús resucitado. A la luz de estos escritos hay que leer todas la Escrituras.

Pero hay un segundo acto de transmisión, que se realiza a través de la sucesión apostólica de los epískopoi, que se remonta a aquellos a quienes los apóstoles confiaron las comunidades, y por otra parte, en la conservación de las Escrituras y la confesión de la fe. Esta sucesión Ireneo afirma poder reconstruirla paso a paso, a través de una lista ininterrumpida: "podemos enumerar a aquellos que en la Iglesia han sido constituidos obispos y sucesores de los Apóstoles hasta nosotros, que ni enseñaron ni conocieron las cosas que aquellos (los gnósticos) deliran. Pues, si los Apóstoles hubiesen conocido misterios recónditos y en oculto se lo hubiesen enseñado a los perfectos, sobre todo los habrían confiado a aquellos a quienes ellos encargaban las Iglesias mismas. Porque ellos querían que aquellos a quienes dejaban como sucesores fuesen en todo perfectos e irreprochables, para encomendarles el magisterio en lugar suyo: si ellos obraban correctamente se seguiría grande utilidad, pero si hubiesen caido, la mayor calamidad" (Adv. Haer. III,3,1). Y a modo de ejemplo presenta la lista de la sucesión de "la Iglesia fundada y constituida en Roma por los dos gloriosísimos Apóstoles Pedro y Pablo, la que desde los Apóstoles conserva la Tradición" (Adv. Haer. III,3,2). Para la fecha en que escribe, Ireneo menciona que "Eleuterio tiene el duodécimo lugar desde los Apóstoles" (Adv. Haer. III,3,3).

Pero la predicación de Ireneo no condena únicamente a los gnósticos. Se vuelve también contra los ebionitas: ellos "usan sólo el Evangelio según San Mateo y rechazan al Apóstol Pablo pues lo llaman apóstata de la Ley. Exponen con minucia las profecías; y se circuncidan y perseveran en las costumbres según la Ley y en el modo de vivir judío" (Ireneo, Adv, Haer. I,26,2). Afirman que Jesús es un simple hombre engendrado por José, y así, "desconociendo al Emmanuel nacido de la Virgen se privan de su don, que es la vida eterna; no recibiendo al Verbo de la incorrupción, permanecen en la muerte carnal" (Adv. Haer. III,19,1).

Otros judíos creyentes en Jesús, los Nazarenos, se siguen considerando iguales a los demás creyentes de origen pagano, y deseaban aparecer como verdaderos creyentes distintos de los herejes, aún de aquellos herejes de su misma raza (los ebionitas). Sin embargo seguirán todavía en el siglo IV practicando la circuncisión, observando el Sábado y celebrando la pascua el 14 de Nisán, como todos los judíos, según un testimonio de Epifanio (cf. Patrología Griega 41,387-406). S. Jerónimo atestigua que estos judíos creyentes son condenados como herejes por los judíos fariseos a causa de su fe en Jesús, "Cristo, Hijo de Dios, nacido de la Virgen María y que sufrió bajo Poncio Pilato, y que resucitó". En eso comparten la misma fe de los demás cristianos. Pero a pesar de compartir esa fe no son tampoco aceptados por los cristianos de la Gran Iglesia, que adoptan masivamente la cristología del Verbo divino encarnado, y que miran como algo inútil y superado las observancias legales judías. Como sigue diciendo S. Jerónimo: "mientras ellos desean ser a la vez judíos y cristianos, no son ni judíos ni cristianos" (cf. Patrologia Latina 22, 924).

 

Estructuración de la ortodoxia cristiana

Una serie de desviaciones en el campo de la fe suscitó otra serie de decisiones y de instituciones ordenadas al mantenimiento de la autenticidad de la misma fe. Esta nueva regulación de la vida de fe no se hizo sin la pérdida de una cierta libertad creadora en beneficio de una institución preocupada de su autodefensa. Pero se trató de una reacción instintiva. Fue, ante todo, el reconocimiento por parte de los creyentes de la realidad del tiempo y del espacio, y del hecho de que no dejaran de venerar en Dios al Creador del cielo y de la tierra. Contra todos los ataques gnósticos, la Gran Iglesia conservó el Antiguo Testamento y sostuvo firmemente que la historia de Jesús no tenía que comprenderse en términos puramente simbólicos.

Así es cómo, en reacción contra los peligros que representaba la gnosis en las comunidades cristianas, la Gran Iglesia formalizó y a veces estableció los tres grandes ejes de la recta doctrina (ortodoxia):

1- Establecimiento del canon de la Escritura contra las amputaciones que realizaba Marción, pero también como un discernimiento ante la proliferación de todo tipo de escritos de doctrina desviada. Se precisa, pues, sin añadidos ni recortes, qué escritos reflejan auténticamente la predicación apostólica. La primera lista que poseemos, el llamado Canon de Muratori, se compuso en Roma entre los años 200 y 300. Comprende los 4 evangelios, 13 epístolas de Pablo, Judas, 1-2 Juan, Apocalipsis. No menciona Hebreos, Santiago y 1-2 Pedro. Pero, en cambio, sí menciona un Apocalipsis de Pedro y El Pastor de Hermas.

El criterio de reconocimiento de la inspiración de los libros canónicos fue triple:

2- Aparición de un episcopado representativo de la sucesión apostólica del ministerio, del que se entiende que fue constituido para mantener la verdad de la fe. Es una sucesión oficial, institucional y verificable, a diferencia de la tradición esotérica de los gnósticos.

Pero la sucesión apostólica no puede mantener la rectitud de la fe en las comunidades si éstas no guardan una estrecha unión unas con otras. Ningún obispo puede enseñar de manera aislada. Por este motivo los ministros y los fieles de las comunidades se reunirán en sínodos o concilios regionales, teniendo estas reuniones más autoridad que cada obispo particular. En esta concertación de comunidades la comunidad de Roma es reconocida ya por Ignacio de Antioquía como la que está "puesta a la cabeza de la caridad" y la que "a otros ha enseñado" (Carta a los Romanos, Saludo y III,1). Desde finales del siglo II su obispo se convierte en miembro participante de la vida sinodal de todas las comunidades. Su comunidad se convierte en la instancia de apelación cuando surgen problemas que no pueden resolverse en el plano local o regional. Su autoridad no dejará de afianzarse con el tiempo.

3- Establecimiento de fórmulas de fe que habrían de convertirse después en credos (lat. yo creo). Por razones de instrucción catequética la comunidad cristiana expresó en fórmulas sintéticas la predicación apostólica para concentrar allí el núcleo de la fe tradicional y reunir (gr. sym-ballein) las distintas verdades de la fe, que quedaban así articuladas entre sí. Por eso se llamó también a estas fórmulas símbolos, y a las verdades que reúnen artículos de fe. De esta manera hay que subrayar siempre las funciones de confesión y de integración que tienen estas fómulas. En el contexto de riesgo de diversificación de la fe, estas fórmulas también reunían a los creyentes que adherían a la misma fe; en cuanto los distinguía de los herejes constituía para ellos su simbolo distintivo.

Estas fórmulas son el resultado de una elaboración hecha en base a las más primitivas confesiones de fe de los tiempos apostólicos. Repasando la predicación de los apóstoles podemos clasificar esas confesiones en cuatro modelos:

Algunas veces se predicaba invocando el nombre de Jesús y un título que expresa su identidad. Por ejemplo "Jesús es el Señor" (Rom 10,9), "el Cristo" (Hech 18,5) o "el Hijo de Dios" (Hech 8,36-38). Al confesar a Jesús como Señor, el creyente proclama el reinado actual y universal de Jesús resucitado, que tiene el poder en el cielo, en la tierra y en los infiernos. Durante las persecuciones se exigirá a los cristianos que digan "anatema a Cristo" y "César es Señor". Plinio informaba a Trajano que "a los que negaban ser o haber sido cristianos y lo probaban maldiciendo a Cristo -cosa que se dice ser imposible forzar a hacer a los que son de verdad cristianos"-, juzgó que debían ser puestos en libertad. A los que después de tres interrogatorios persistían en su confesión de cristianos, los mandó a ejecutar (cf. Cartas X,96). Por eso el testimonio que se daba de la fe (martyrion) durante la persecución constituía el contexto privilegiado para el uso de estas fórmulas cristianas.

Una segunda manera de proclamar la fe era una forma narrativa, en la que se cuenta el acontecimiento de Jesús insistiendo en su misterio de muerte y resurrección. Es lo contenido en los discursos de Hech a partir de pentecostés, o el resumen transmitido por Pablo a los corintios: "Les transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristó murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras" (1 Co 15,3-4). Esta proclamación es llamada kerygma.

En otros casos se enumera los nombres de Dios Padre y de Cristo, con cada uno de los cuales se relaciona una intervención propia en la historia de salvación: "Para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual existimos; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual somos nosotros" (1 Co 8,6). A Jesús, el mediador de la salvación, se lo reconoce también como mediador en la creación, ya que ambos actos (salvar y crear) son obra del mismo Dios, su Padre.

Pero estas fórmulas binarias pueden aparecer, a veces, combinadas con la narración del kerygma: "Aquel que resucitó de entre los muertos a Jesús nuestro Señor" (Rom 4,24).

Finalmente, algunas de estas fórmulas contienen una estructura triádica, como algunas expresiones que podemos encontrar en las cartas paulinas: "Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo. Hay diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo. Hay diversidad de actividades, pero uno mismo es el Dios que activa todas las cosas en todos" (1 Co 12,4-6). Pablo refiere las diversas realidades de la vida de la comunidad a la unidad de un solo misterio: la unidad del Espíritu y la unidad del Señor confirman la unidad última de Dios Padre. Estos tres nombres divinos aparecen también en los saludos de sus cartas: "La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo sean con todos ustedes" (2 Co 13, 13). Estas fórmulas muestran el reconocimiento de una relación Dios-Cristo-Espíritu, que existe como una tríada divina que se da a conocer en la historia de la salvación mediante una unidad en el obrar salvífico.

Esta impronta trinitaria vino a expresarse sobre todo en la confesión bautismal, atestiguada ya en Mt 28,19: "Hagan discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo". Esta confesión es un desarrollo de lo que originariamente se expresaba como bautismo en el nombre de Jesucristo (Hech 2,38), pero que también aparece así mencionado en la Didakhé: "Si no tienes agua viva, bautiza con otra agua; si no puedes hacerlo con agua fría, hazlo con caliente. Si no tuvieres una ni otra, derrama agua en la cabeza tres veces en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (VII,2-3).

 

El modelo del nombre de Jesús se sigue desarrollando y llega a tomar la forma de un famoso acróstico: ICQUS (IKHTHYS: pez, en griego). Corresponde a las iniciales de Jesús, Cristo, Hijo de Dios, Salvador. El término y la imagen del pez se convirtieron de este modo en señal de reconocimiento entre los cristianos y en uno de los primeros símbolos iconográficos del cristianismo.

Pero lo decisivo en el desarrollo de los símbolos de fe es la integración, en el siglo II, de los modelos cristológicos (el nombre de Jesús con su título o la narración kerygmática) y del modelo trinitario. La fórmula trinitaria se fue revistiendo de nuevos contenidos, agregando a cada nombre divino un título o una actividad que le es propia en la historia de la salvación. El Padre es presentado como Creador y Soberano del universo (Pantokrator). Al Hijo, además de un título se agrega la narración del kerygma: nació de María Virgen, Padeció bajo Pilato, murió y resucitó... Al Espíritu se asocia la profecía; luego se nombra a la Iglesia, que reúne a todos los que creen; la esperanza de la resurrección para los creyentes; el perdón de los pecados. Este desarrollo es siempre el fruto de la actividad bautismal de la comunidad creyente. Un ejemplo lo encontramos en el Testamento en Galilea de Nuestro Señor Jesucristo, entre los años 150 y 180: "Creo en el Padre omnipotente, y en Jesucristo, Salvador nuestro, y en el Espíritu Santo Paráclito, en la Santa Iglesia, y en el perdón de los pecados" (citado en Denzinger 1).

Un texto muy claro, que explica la articulación de las verdades de la fe según el esquema trinitario en su forma más desarrollada, nos ofrece Ireneo en otra de sus obras, Demostración de la predicación apostólica: "He aquí la regla de nuestra fe, el fundamento del edificio y lo que da firmeza a nuestra conducta:

"Dios Padre, increado, que no está contenido, invisible, Dios único, creador del universo; éste es el primer artículo de nuestra fe".

"Pero como segundo artículo: el Verbo de Dios, el Hijo de Dios, Cristo Jesús nuestro Señor, que se apareció a los profetas según el género de su profecía y según el estado de las economías del Padre; por quien fueron hechas todas las cosas; que además, al final de los tiempos, para recapitular todas las cosas, se hizo hombre entre los hombres, visible y palpable, para destruir la muerte, hacer aparecer la vida y realizar una comunión entre Dios y el hombre".

"Y como tercer artículo: el Espíritu Santo, por el que los profetas profetizaron y los padres conocieron lo que concierne a Dios y los justos fueron guiados por el camino de la justicia y que, al final de los tiempos, se derramó de una forma nueva sobre nuestra humanidad para renovar al hombre por toda la tierra con vistas a Dios" (Demostración 6).

Esta fórmula de Ireneo es interesante por su intención doctrinal: intenta presentar la regla de la fe cristiana, fuertemente estructurada en torno a tres nombres divinos convertidos en objeto de tres artículos de fe. Es la primera vez que nos encontramos con el término artículo. El lugar propio de esta integración de los modelos cristológico y trinitario es muy probable que fuera la catequesis bautismal: allí se uniría la enseñanza de la fe (que es el ámbito privilegiado de las fórmulas cristológicas) y la liturgia (contexto original de las fórmulas trinitarias, como vemos en Mt 28,19 y en Didakhé VII,3).

Pero este texto es un Credo de un autor, que explica la regla de la fe. Pero a comienzos del siglo III nos encontramos con algunos Credos de la Iglesia, que presentan la culminación oficial del desarrollo anterior. Uno de estos credos aparece en la Tradición Apostólica escrita por Hipólito de Roma a comienzos del siglo III, que es la primera colección de reglamentos eclesiásticos y litúrgicos desde la aparición de la Didakhé.

Este escrito, en su primera parte, describe lo que constituye el estadio definitivo del desarrollo de la jerarquía eclesiástica. Allí se continúa la doctrina de Ignacio e Ireneo, y se consolida la estructuración de un episcopado con funciones claramente sacerdotales y de gobierno de la comunidad. Se muestra al obispo recibiendo la sucesión apostólica por la imposición de manos de otros obispos (2), investido así del Espíritu dado por Jesús a los apóstoles y hecho partícipe de su sumo sacerdocio. La oración de consagración de obispos reza: "Padre que torne sin cesar tu rostro propicio y ofrezca los dones de tu santa Iglesia; que tenga en virtud del espíritu del sumo sacerdocio, el poder de perdonar los pecados según tu mandamiento; que distribuya los cargos siguiendo tu mandato y que libere de todo lazo en virtud del poder que tú le diste a los apóstoles" (3). Y este poder sacerdotal lo comunica el obispo en menor grado a los presbíteros imponiéndoles también las manos. Ellos concelebran la eucaristía con el obispo: "Que los diáconos le presenten la oblación y que el obispo, imponiendo las manos sobre ella con todo el presbiterio, diga, dando gracias: El Señor esté con vosotros" (4). A diferencia de los presbíteros y a pesar de recibir la imposición de manos, los diáconos no ofrecen el sacrificio eucarístico, "pues no están ordenados para el sacerdocio, sino para el servicio del obispo" (8). Su función en la celebración litúrgica es de asistente.

Aparecen también otros ministerios no ordenados, como el de Lector (11) o Subdiácono (13), y estados de vida como las Viudas (10) o las Vírgenes (12). Un reconocimiento especial lo reciben los Confesores (9), que son los que fueron torturados por confesar la fe, aunque sin llegar a la muerte.

En la segunda parte trata de la iniciación cristiana. Se fija el tiempo de la instrucción dada a los que serán bautizados alrededor de los tres años, aunque se admiten excepciones para los más aplicados (17). Se describen los ritos prebautismales y finalmente el bautismo y la inmediata comunión eucarística; la confirmación forma parte de este rito (21). Nos interesa especialmente la profesión de fe que debe emitir el que será bautizado: "Cuando aquel que será bautizado hubiera descendido al agua, el que lo bautiza, imponiéndole la mano, preguntará: "Crees tú en Dios Padre Todopoderoso?" y él responderá: "Yo creo". Seguidamente, (aquel que bautiza) teniendo la mano puesta sobre su cabeza lo hará por primera vez. A continuación dirá: "Crees tú en Jesucristo, Hijo de Dios, que nació por el Espíritu Santo de la Virgen María, que fue crucificado bajo Poncio Pilato, que murió y al tercer día resucitó de entre los muertos; que subió a los cielos y está sentado a la derecha de del Padre; que vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos?" Y cuando haya dicho "Yo creo", será bautizado por segunda vez. Se le preguntará a continuación: "¿Crees en el Espíritu Santo, en la santa Iglesia?". Y el responderá: "Yo creo", y así será bautizado por tercera vez".

Este Credo, bastante breve, representa el punto de llegada del desarrollo de las fórmulas anteriores: es una fórmula trinitaria ampliada, que encierra en el segundo artículo la inserción de la secuencia cristológica.

No podemos saber de qué modo la fe entendió al comienzo esta relación triádica. Pero lo seguro es que se comprendió como una relación entre Personas. Al tener el bautizado la vivencia de que es el Espíritu quien santifica, ilumina y otorga la vida eterna, no era posible que el Espíritu se concibiera como fuerza divina y nada más. A partir de la fe en la persona del Señor glorioso se llegó probablemente a la convicción más amplia de que el Espíritu, consumador de la obra de Cristo, es también persona. Con esos rasgos personales es presentado el Espíritu Paráclito en Jn.

Este Credo es profesado en la comunidad de Roma y se impone en todo Occidente. Con algunos agregados posteriores, realizados probablemente en la Galia en el siglo VII, llega hasta nosotros con el nombre de Símbolo de los Apóstoles; pues según una leyenda, cada uno de los Doce pronunció uno de los artículos el día de pentecostés, antes de separarse para predicar ese credo.

 

Hipólito, Tertuliano y Orígenes

A fines del siglo II y comienzos del III son las jóvenes comunidades de Cartago y Alejandría las que llevan la voz cantante en la reflexión sobre la fe. La confesión de fe contenida en el Símbolo debió explicarse de un modo convincente cuando aparecieron serios cuestionamientos debido a su carácter trinitario. A los ojos de los judíos y de los paganos, si los cristianos adoran a Cristo, adoran a dos dioses. Para responder a esta acusación se presentan dos soluciones: o negar que Cristo es Dios o negar que es otro Dios.

La primera solución consiste en decir que Cristo es un hombre hecho Dios por haber sido adoptado por Dios como Hijo suyo. Este adopcionismo era el que sostenían los ebionitas, y también Teodoto, en Roma, y Pablo de Samosata.

Pero la reducción de Cristo a un ser puramente hombre chocaba demasiado frontalmente con la fe de los cristianos, por lo cual tuvo mucha más recepción la segunda alternativa: el Dios único a venido a nosotros bajo otro modo. Este modalismo, que niega la distinción de personas divinas reduciendo a Dios a un único sujeto de múltiples rostros, comienza en Esmirna, por el año 180, con la predicación de Noeto. Ya no es el resultado de la especulación de una secta disidente, sino la convicción de algunos miembros de la Iglesia en nombre de la fe tradicional. Noeto "dice que Cristo es el Padre y que es el Padre quien nació, sufrió y murió" (según Hipólito, Elenkhós IX,10). Puesto que no hay más que un solo Dios, éste es el que se encarna y sufre. A esta doctrina se la llamó patripasionismo. Este mismo pensamiento será sostenido después por Sabelio.

Hipólito de Roma reaccionó contra esta negación de la Trinidad, afirmando que Dios es uno solo y al mismo tiempo múltiple: "Dios estaba solo y no tenía nada contemporáneo a él... Pero aún estando solo, era múltiple, porque no estaba sin Razón ni Sabiduría, sin Potencia ni Decisión; pero todo estaba en él y él era el Todo. Y cuando quiso y como quiso, engendró a su verbo, por medio del cual lo hizo todo en los tiempos fijados por él" (Contra Noeto 10). Dios es solo y sin embargo no solo, sino múltiple, porque es razonable y sabio, es decir, tiene en sí el Verbo y el Espíritu Santo contenidos en él desde siempre, pero de forma oculta. Dejan de estar ocultos cuando "hace visible a su verbo, que él tenía en sí mismo y que era invisible al mundo creado. Enunciándolo primero como voz y engendrándolo como luz salida de la luz, emite como Señor para la creación su propia Inteligencia y la hace visible, siendo así que antes era visible solamente a él e invisible al mundo, para que el mundo, viéndola gracias a esta epifanía, pudiera salvarse" (idem anterior).

Sin embargo, el gran adversario del monarquianismo divino (moné arkhé: único principio) es Tertuliano. Éste había nacido en Cartago, alrededor del año 160, y recibido una esmerada formación retórica. En Roma, había ejercido como abogado y se había convertido al cristianismo. Vuelto a su ciudad natal desarrolló una intensa actividad literaria. En el 207 se separó de la Iglesia y pasó a la secta de los montanistas, que, por aquel entonces, iba ganando terreno también en África. Esta secta no sostenía doctrinas heréticas, pero menospreciaba la estructura jerárquica de las comunidades insistiendo en la influencia carismática del Espíritu en los profetas seguidores de Montano. Respondiendo a Praxeas (continuador de la doctrina de Noeto) Tertuliano trata de orientar a la gente sencilla, desconcertada por las novedades de los herejes.

En nombre de la monarquía divina, los partidarios de Praxeas acusaban a sus adversarios de politeísmo: "¡Ustedes Predican dos y hasta tres dioses!" (Contra Praxeas 3,1). La objeción tiene que ver con la representación de esta monarquía como el dominio de Dios sobre el mundo y los hombres. Tertuliano responde mostrando que este tipo de monarquía no excluye la Trinidad: "Para mí, que también conozco el griego, la Monarquía no significa más que el mandato de uno solo. Pero esto no implica que la monarquía, al ser de uno solo, o bien le prive de un Hijo, o le impida buscarse un Hijo, o no le deje administrar su poder único por quién él quiera" (3,2).

El tener un Hijo no priva al Padre de su autoridad, porque no es otro Dios que se sitúa como rival. No cumple su propia voluntad, sino la del Padre, ya que procede de la misma sustancia del Padre: "Pero yo, que no hago venir al Hijo de ninguna parte más que de la sustancia del Padre, un Hijo que no hace nada sin la voluntad del Padre, que ha recibido de él todo poder, ¿cómo puedo, con toda buena fe, destruir la Monarquía, a la que miro en el Hijo, transmitida a él por el Padre? Lo que digo de ella debe entenderse igualmente del tercer grado, ya que el Espíritu no viene de ningún otro más que del Padre por el Hijo" (4,1). El proceder de la misma sustancia lo explica a través de tres imágenes: "Dios profirió el Verbo, tal como lo enseña el mismo Paráclito, lo mismo que la raíz produce la rama, y la fuente el río, y el sol el rayo; porque estas especies son también emisiones de las sustancias de donde salen... Pero ni la rama se separa de la raíz, ni el río de la fuente, ni el rayo del sol, ni tampoco el Verbo se separa de Dios" (8,5). El Verbo es uno con el Padre, es decir, la misma sustancia y no otra separada, pero son dos distintos.

Tertuliano expresa también así otra característica de su doctrina trinitaria: la relación entre lo oculto y lo revelado. Antes de su manifestación la rama, el río y el rayo existían ya, pero ocultos en la raíz, la fuente y el sol. Igualmente, los Tres existían en Dios desde siempre, pero se manifestaron en la historia de la salvación. No son simples modos de manifestación, sino sujetos ya existentes que se van revelando.

Pero si el Hijo es engendrado por el Padre, ¿puede decirse que es eterno? ¿No significa esto que comienza a existir y que no siempre fue? Para responder a esta objeción, distingue dos momentos en la generación del Hijo a través de la imagen del nacimiento humano: el acto maternal por el que el niño es dado a luz en el parto, y el acto paternal previo de concebirlo dentro del seno materno: "Fundado primero por Dios para la obra de pensamiento bajo el nombre de Sabiduría... fue luego engendrado para la obra efectiva...; a partir de entonces fue hecho Hijo, Primogénito en cuanto que fue engendrado antes de todas las cosas, Hijo unigénito en cuanto que es el único engendrado por Dios, en el sentido propio de la palabra, de la vulva de su corazón" (7,1).

El modo de esta concepción es intelectual, como nuestro pensamiento permanece en nosotros antes de pronunciarse con palabras. Aún cuando Dios no hubiera enviado todavía a su Verbo, "lo tenía dentro de sí mismo, con y en su razón, meditando y disponiendo silenciosamente consigo lo que pronto habría de decir por el Verbo" (5,4). Y el objeto de esta concepción es pensar el mundo desde siempre: La bondad suprema del Creador que, evidentemente, no es repentina, no es obra de un estímulo accidental y provocado desde fuera, como si hubiera que referir su origen al momento en que se puso a crear. En efecto, si es esta bondad la que estableció el momento a partir del cual se puso a crear, no tuvo ella misma comienzo, puesto que lo produjo (Contra Marción II,3,3-4).

Este Verbo pronunciado por Dios cuando crea las cosas, se hizo carne sin transformarse en carne. En efecto, "vemos en Cristo una doble constitución, que no es confusión, sino conjunción en una misma persona, de Dios y del hombre Jesús" (Contra Praxeas 27,11). A la sustancia divina se atribuyen los milagros, a la humana corresponden la debilidad y la muerte.

Como primer autor eclesiástico que escribió en latín, Tertuliano tuvo que forjar nuevas palabras llenas de significado teológico. Su principal aporte fue el reservar una palabra que expresara lo que hay en Dios de común y de único, y otra que expresara lo que es distinto y múltiple. Así, dice que Dios es Trinidad "a título de la persona y no de la sustancia, bajo la relación de la distinción y no de la división. "En todas partes mantengo una sola sustancia en tres que se mantienen juntos" (12,6-7). Y también su definición del cómo de la encarnación: "Dios y el hombre Jesús en una sola Persona". Sin embargo, existe el riesgo de reducir las relaciones personales de la salvación a una estructura abstracta de naturalezas, olvidando que la doctrina de la divinidad y humanidad de Jesús es el resultado de la profundización de una intuición original: Jesús hace presente como Mesías la salvación divina.

Mientras tanto, los pensadores alejandrinos usan el platonismo como instrumento conceptual. Uno de los principales impulsores de esta teología es Clemente, nacido alrededor del 150. Durante su juventud había realizado un largo viaje impulsado por el ansia de saber: visitó Italia, Siria, Palestina y Egipto. Su conversión al cristianismo parece haber tenido lugar durante este viaje. La trayectoria de Clemente es muy parecida a la de Justino: se acerca al cristianismo pidiéndole, sobre todo, una visión más clara de Dios, que ya ha desesperado de encontrar en la filosofía pagana. En Alejandría fue director de la escuela catequética. En el 202-203, abandona la ciudad a causa de la persecución de Septimio Severo, dirigida especialmente contra las comunidades eclesiásticas florecientes y contra las actividades encaminadas a ganar nuevos adeptos.

La visión de Clemente es unitaria y profundamente optimista: Dios concedió a los griegos la filosofía, a los judíos la Ley y a los cristianos se dio a sí mismo, entregándoles la plenitud de la verdad, en cuya plenitud se encuentra la salvación. La obra salvífica consiste entonces en que el Verbo divino se da a conocer, ilumina al hombre y lo educa para una vida divina. Jesús es ante todo un Pedagogo divino: "El Verbo se hizo hombre para que ustedes aprendieran de un hombre cómo el hombre puede hacerse Dios" (Clemente de Alejandría, Protréptico I,8,4). Pero en la presentación de Clemente la existencia humana de Jesús se reduce a un medio de enseñanza, palideciendo ante la luz radiante del Verbo. ¿No había sido precisamente la vida terrena de Jesús como obra de Dios lo que constituyó el punto de partida para que los antiguos creyentes se elevaran hacia el conocimiento del Verbo eterno?

Orígenes fue su sucesor en la conducción de la escuela teológica de Alejandría. Nacido probablemente en esta ciudad en. 185, murió en el 253 en Tiro, a consecuencia de los tormentos sufridos durante la persecución de Decio. Su teología se caracteriza por presentar los datos claros de la fe, transmitidos por los apóstoles, y las cuestiones abiertas, que debe profundizar el teólogo: "Los santos apóstoles, cuando predicaron la fe en Cristo, transmitieron a todos los creyentes (...) todo lo que juzgaron necesario. Pero dejaron la tarea de buscar las razones de sus afirmaciones a los que merecieran los dones más eminentes del Espíritu" (Tratado de los principios, prólogo 3).

Contra los cristianos poco instruidos, que leen la Escritura tomándola al pie de la letra, de manera demasiado antropomórfica, Orígenes enseña que Dios no sólamente es sin-cuerpo, sino también naturaleza intelectual. A partir de esto, afirma que es imposible imaginarse que Dios Padre haya estado nunca, ni siquiera un momento, sin engendrar la Sabiduría (Prov 8,25): no "se puede pensar que Dios progresó de la impotencia al poder, como que, pudiendo hacerlo, lo descuidó o se atrasó en la generación de la Sabiduría. Por eso sabemos que Dios es siempre Padre de su Hijo único, nacido de él, teniendo de él lo que es, pero sin ningún comienzo" (de los principios, I,2,2). El Hijo es eterno porque el Padre no existe sin el Hijo, que es su Verdad, su Sabiduría, y todo lo que caracteriza al Padre: "¿Cómo puede decirse que hubo un momento en el que no habría sido el Hijo? Esto es lo mismo que decir que hubo un momento en el que la Verdad no habría sido, en el que la Sabiduría no habría sido, en el que la Vida no habría sido, siendo que en todos estos aspectos se enumera perfectamente la sustancia del Padre" (idem IV,4,1). La comparación del sol y de su rayo pone de relieve la idea de que el Hijo no sólo ha sido engendrado desde siempre, sino que además es engendrado sin cesar: "El rayo de gloria no ha sido engendrado una vez por todas de manera que no sea ya engendrado; sino que, así como la luz engendra irradiación, sigue siendo engendrada la Irradiación de la gloria de Dios" (Homilías sobre Jeremías IX,4).

La irradiación es luz, lo mismo que el sol de donde emana, y por eso el Hijo, engendrado del Padre, es ciertamente Dios. No hay en el Hijo otra bondad distinta de la del Padre, "porque no viene de otra parte, sino de esa Bondad que es el principio" (de los principios I,2,13). Pero la irradiación es sólo la imagen del sol, y por eso (sin estar separada de él) se distingue del sol. Del mismo modo el Hijo "no puede compararse ni mucho menos con su Padre. En efecto, es imagen de su bondad e irradiación, no de Dios, sino de su gloria y de su luz eterna, exhalación no del Padre, sino de su poder" (Comentario a Juan XIII, 152). Este tipo de consideración acerca de la distinción del Padre y del Hijo constituye un subordinacionismo, es decir una relación de inferioridad del ser del Hijo respecto al Padre, aunque sin negar el carácter divino del Hijo. ¿Cómo se puede seguir afirmando que el Hijo es Dios si es inferior al Padre? De este pensamiento, más tarde, otros concluirán que el Hijo no es Dios.

A pesar del límite que representa para la unidad en Dios esta consideración subordinacionista, hay que reconocer en Orígenes el aporte de una palabra que será clave para la doctrina trinitaria: "Para nosotros, convencidos como estamos de que hay tres realidades subsistentes (hypóstasis), el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo..." (Com. a Juan II,10). Esto significa un cambio de perspectiva con respecto a la teología de Tertuliano. No se presenta ya a los Tres a partir de la sustancia una, identificada con Dios Padre, sino a ellos mismos a partir de su pluralidad. Partiendo del número Tres, Orígenes muestra la unidad del Padre y del Hijo en base a Jn 10,30: "El Padre y yo somos uno".

Pero la unidad tal como la explica Orígenes, parece púramente moral, como la existente entre dos sujetos que siguen siendo exteriores el uno al otro: "Son dos realidades por la hypóstasis, pero una sola por la semejanza de pensamiento, la concordia, la identidad de la voluntad, de manera que el que ha visto al Hijo, irradiación de la gloria, impregnado de la sustancia de Dios, ha visto a Dios en él, que es imagen de Dios" (Contra Celso, VIII, 12). Si así se entendiese se estaría dando pie para afirmar un triteísimo, la existencia de tres dioses. Sin embargo, para Orígenes, esta unidad de pensamiento y voluntad entre Padre e Hijo no es como la que podría haber entre Adam y Eva, que eran una sola carne (Gn 2,24), ni como la que hay entre Cristo y el creyente, que se hacen un solo espíritu (1 Co 6,17): "Nuestro Salvador y Señor, en su relación con el Padre y Dios del universo, es no ya una sola carne ni un solo espíritu, sino -lo que es superior a la carne y al espíritu- un solo Dios" (Coloquio con Heráclides 2).

Al hablar del Verbo encarnado, afirma que "una es en Cristo la naturaleza divina, el Hijo único del Padre, y otra la naturaleza humana que asumió en los últimos tiempos de la economía" (de los principios I,2,1). Y la naturaleza humana comprende cuerpo y alma. Orígenes es el primero en asentar el gran principio según el cual sólo se salva lo que es asumido: "El hombre no se habría salvado por entero, si el Salvador no se hubiera revestido del hombre entero" (Coloquio con Heráclides 7).

Orígenes es el primer autor que se pregunta de forma conciente por el cómo de la unión de las dos naturalezas y propone como solución el alma de Cristo como intermediaria entre Dios y la carne: "De esta sustancia del alma, que sirve de intermediario entre Dios y la carne -pues no es posible que la naturaleza de Dios se mezclara con la carne sin mediador- nace el Dios-Hombre: esta sustancia era la intermediaria, ya que no era antinatural para ella asumir un cuerpo. Y del mismo modo, no era innatural que esa alma, sustancia racional, pudiera contener a Dios" (de los principios II,6,3). El alma de Jesús (preexistente como todas las almas, según el pensamiento platónico de Orígenes) amó al Verbo y por eso fue escogida para ser ungida con su presencia y convertirse en Cristo aquí abajo. "Como el hierro en el fuego, así está el alma siempre en la Palabra, siempre en la Sabiduría, siempre en Dios. Lo que hace, siente y piensa es Dios" (de los principios II,6,6). El hierro metido en el fuego no deja de ser hierro, pero adquiere las propiedades del fuego. A la humanidad de Jesús se comunica lo que es propio de la divinidad, y se atribuye a la divinidad lo que es propio de la condición humilde de la humanidad.

Tras la muerte de Orígenes se discutió -con razón- el carácter herético de algunas de sus ideas. Hacia el 400, Epifanio de Salamina lo condenó en un sínodo reunido cerca de Constantinopla, y el obispo de Roma Anastasio hizo lo mismo en una carta pastoral. El concilio de Constantinopla de 543 pronunció quince sentencias condenatorias contra él, decisión que fue suscrita por Vigilio, el obispo de Roma, y los demás patriarcas. Entre las tesis condenadas está la negación del castigo eterno de los condenados, sustituido por un fuego purificador para todos, que concluiría con una salvación universal (¡hasta el diablo y los demás demonios serían perdonados!). Así se realizaría la restauración cósmica (apokatástasis). Otra tesis es la de la preexistencia de las almas, es decir la atribución a los seres humanos de un estado espiritual y sin cuerpo físico antes de la caída: el encierro en un cuerpo es resultado del enfriamiento del espíritu; de ese estado miserable es rescatada el alma cuando el Verbo se abaja, se encarna y se eleva nuevamente tras la resurrección.

Si miramos hacia atrás, la elaboración de la teología en el siglo III supone un largo desarrollo a partir de las primeras intuiciones de los creyentes en Jesús. Este camino se puede resumir en algunos puntos significativos:

 

 

 

VI. El final de las persecuciones

 

Geográficamente el cristianismo llegó a ser un fenómeno mediterráneo que prácticamente había invadido todo el Imperio. La mayor parte de los fieles pertenecían a las provincias orientales, agrupados en torno a los centros más importantes: Grecia, Alejandría de Egipto (la segunda ciudad más grande del Imperio), Antioquía de Siria (la tercera ciudad) y Palestina. La parte occidental latina no presentaba un penetración uniforme, por lo que había todavía grandes lagunas. Sin embargo la comunidad de Roma seguía creciendo en importancia. La fe cristiana había dejado de ser para entonces la religión de las clases menos favorecidas y había alcanzado también a las clases dirigentes.

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Los primeros monjes

El Imperio experimenta hacia el siglo III una profunda crisis externa (crecimiento de la amenaza persa y presión de los pueblos germánicos) e interna (guerra civil, inestabilidad política y económica) que casi lo lleva a la ruina. Los emperadores intentan eliminar los factores de división y estrechar los vínculos entre los habitantes del imperio por medio del culto imperial. Aunque afirmaban claramente su lealtad, los cristianos se negaban a entrar en esas perspectivas. Los cristianos participan como ciudadanos en todo, pero no están dispuestos a adorar a nadie fuera de Dios: "Somos de ayer y ya hemos llenado toda la tierra y todo lo que es de ustedes: las ciudades, las islas, las plazas fuertes, los municipios, las aldeas, los mismos campos, las decurias, los palacios, el senado, el foro; ¡tan sólo les hemos dejado los templos! /.../ Vivimos con ustedes, tenemos el mismo alimento, el mismo vestido, el mismo género de vida que ustedes; estamos sometidos a las mismas necesidades de la existencia. No somos brahmanes o fakires de la India que vivan en los bosques o anden desterrados de la vida" (Tertuliano, Apologética 37 y 42).

Sin embargo la cosa no es tan simple. Existían prohibiciones impuestas por la Iglesia a los candidatos al bautismo, por las cuales no podían servir al ejército ni ejercer funciones públicas. La Tradición Apostólica de Hipólito excluye del bautismo al magistrado y al soldado ya que ambos tarde o temprano se encontrarán en situaciones que los llevarían a un conflicto interior, participando de ceremonias oficiales idolátricas o dictando sentencias de muerte o matando en combate: "El que sea sacerdote de los ídolos o guardián de los ídolos tendrá que cesar en su oficio o será rechazado. El soldado subalterno no matará a nadie. Si recibe orden de hacerlo, no la ejecutará y no prestará juramento. Si se niega, será rechazado. El que tiene el poder de la espada o el magistrado de la ciudad, que lleve la púrpura, cesará en su oficio o será rechazado. El catecúmeno o fiel que quieran hacerse soldados serán rechazados, porque han despreciado a Dios" (Tradición Apostólica 16). Mientras fueran pocos, esto no tenía consecuencias. Pero cuando aumentó el número de cristianos y empezó a ser problemática la defensa de las fronteras, todo se complicó.

Por eso varios emperadores comenzaron a elaborar una legislación anticristiana para el conjunto del imperio, y no ya la ejecución arbitraria de personas aisladas sin ninguna ley que lo justificara. Hasta entonces los cristianos eran hallados culpables de todos los desórdenes producidos (incendios, revueltas). Las condenas hacían bajar la tensión en una opinión desfavorable (como en el caso de Nerón) y ofrecían víctimas para los juegos del anfiteatro.

Septimio Severo quiso detener el crecimiento de las agrupaciones religiosas prohibiendo el proselitismo judío y cristiano bajo pena de graves castigos. En otras palabras, el catecumenado era ilegal y los cristianos quedaban fichados por la policía (202). De este modo padecen el martirio en Cartago Perpetua y Felicidad (embarazada de ocho meses), que son catecúmenas y reciben el bautismo en la cárcel (año 203). Mientras daba a luz en medio de gemidos, "uno de los verdugos le dijo: "Si ahora gimes, ¿qué harás cuando te entreguen a las fieras, que has incitado contra ti al negarte a sacrificar?". Felicidad le respondió: "Ahora soy yo la que sufro. Pero entonces habrá en mí otro que sufrirá por mí, porque yo sufriré por él". Felicidad dio a luz una niña, que fue adoptada por una cristiana" (Acta del martirio de Santas Perpetua y Felicidad).

El emperador Maximino hizo morir a miembros del clero en el 235 para debilitar a la Iglesia.

En un imperio amenazado desde afuera en sus fronteras, el emperador Decio quiso asegurarse la lealtad de los civiles en la retaguardia. En el 250 todos los ciudadanos tenían que sacrificar a los dioses del imperio y pedir un certificado de haberlo hecho. Tal es el origen de la primera persecución general contra los cristianos. No sucedía como en otras ocasiones que se buscaba calmar la furia popular con unas cuantas víctimas: esto era un plan sistemático. Si muchos sufrieron el martirio, también muchos sacrificaron, ya que la persecución los sorprendió después de un período de tranquilidad. Cipriano, obispo de Cartago, describe estas deserciones que turbaron profundamente la vida de la comunidad africana: "No esperaron ser detenidos para subir a sacrificar, ni a ser interrogados para negar su fe" (Sobre los caídos 8). Vuelta la calma, las comunidades se dividieron sobre la conducta a observar con los que habían sacrificado y deseaban volver a la Iglesia. Cipriano recomienda no tener indulgencia, pero sí otorgar el perdón si se muestra arrepentimiento mediante una dura penitencia: "Les ruego hermanos que cada uno de ustedes confiese su delito mientras el delincuente está todavía en este mundo, mientras su confesión puede ser admitida, mientras la satisfacción y perdón, administrado por los sacerdotes, es acepto ante el Señor. Convirtámonos al Señor con toda el alma y, expresando con verdadero dolor el arrepentimiento de nuestro crimen, imploremos la misericordia de Dios" (Sobre los caídos 29).

En esta época algunos cristianos, en lugar de apostatar, huyeron al desierto con idea de volver cuando regresara la paz, pero la experiencia de la soledad los decidió a quedarse. Comprobaron que la dura vida llevada allí les permitía ser tan héroes como los mártires: así como estos entregaban su vida sangrientamente de una vez, ellos lo hacían incruenta y cotidianamente. Era un martyrion (testimonio) que se prolongaba de por vida. El más famoso de ellos es Pablo en Egipto, que huyó a la Tebaida. Es considerado el primer ermitaño.

Valeriano quiso lograr la unidad del imperio contra los persas. Los cristianos se le presentaban como un cuerpo extranjero. El año 257, el emperador tomó medidas contra el clero, prohibió el culto y las reuniones en los cementerios. Al año siguiente murieron los que se negaron a sacrificar. El obispo de Roma, Sixto, y su diácono Lorenzo, sufrieron el martirio. También le toca la misma suerte a Cipriano. Detenido por dos oficiales del procónsul y conducido a las afueras de Cartago, compareció al día siguiente ante el tribunal de Galerio, que lo sometió a nuevo interrogatorio: "¿Eres tú Tascio Cipriano?". "Lo soy". "¿Eres el pontífice de la secta sacrílega?" "Lo soy". "Los sacratísimos emperadores te ordenan que sacrifiques". "Yo no lo hago". "Reflexiona". "Haz lo que se te ordena. En cosa tan justa no hay lugar a reflexionar". Galerio pronunció entonces con pena su sentencia: "Tascio Cipriano es condenado a morir decapitado". El santo replicó con serenidad: "Bendito sea Dios". En seguida se dirigió, escoltado por soldados, al lugar de la ejecución. Al llegar el verdugo, hizo entrega a éste de 25 piezas de oro. El verdugo temblaba, y no podía empuñar la espada con firmeza. Al fin, animado por el mismo mártir, hizo un esfuerzo y derribó de un golpe mortal a la ilustre víctima" (Del Acta del martirio de s. Cipriano, 3-6).

La captura y muerte de Valeriano a manos de los persas fue visto por los cristianos como un castigo del cielo. Después de estas persecuciones el emperador Galieno publicó un edicto de tolerancia en el 261. Durante 40 años la Iglesia no será importunada por el poder civil. Aunque todavía no se había logrado aclarar totalmente la situación legal, pues el cristianismo seguía siendo una religión prohibida, se dio un reconocimiento de hecho que permitió a la Iglesia actuar abiertamente y hacer uso de sus propiedades. Puede, pues, hablarse de una primera paz de la Iglesia, que permitió una difusión mayor del cristianismo, realizando grandes progresos tanto en extensión como en profundidad.

Pero esta tranquilidad es, sin embargo, un motivo de pérdida de calidad entre sus miembros. Ante el enfriamiento del fervor primitivo numerosos cristianos intentaron volver al ideal original tal como lo ven encarnado en la vida de Jesús. Algunas mujeres (las vírgenes) y algunos hombres (los ascetas) se dedicaron exclusivamente al ejercicio de las virtudes (ascesis) en el seno de su propia familia. Este ideal de vida consistía en: practicar la castidad perfecta; mantenerse alejados de los lujos; no participar de las diversiones de la vida pagana; dedicarse a las obras de caridad. Ingresaban en este estado de vida mediante una promesa realizada en presencia del obispo.

Pero este modo singular de vida cristiana no comenzó en esta época, sino que tuvo antecedentes desde el siglo II. Ya entonces la práctica de la castidad y la pobreza les concedía libertad para afrontar el martirio durante las persecuciones y para esperar más ansiadamente la parusía, consciente de que el tiempo es corto (1 Co 7,29). Su consagración no era un fin en sí mismo, sino un medio para progresar en la santidad. Según el apologista Anaxágoras los ascetas son "hombres y mujeres que encanecen en la virginidad dentro de nuestras comunidades para unirse más íntimamente a Dios" (Súplica en favor de los cristianos 30).

De este modo se hizo cada vez más patente la distinción entre dos estilos de vida posibles en el seno de la Iglesia: "El primer género supera la naturaleza y la conducta normal, no admitiendo matrimonio ni procreación, comercio ni posesiones; apartándose de la vida ordinaria, se dedica exclusivamente, inundado de amor celestial, al servicio de Dios... El de los demás es menos perfecto... Para ellos se determina una hora para los ejercicios de piedad, y ciertos días son consagrados a la instrucción religiosa y a la lectura de la ley de Dios" (Eusebio de Cesarea, Demostración evangélica I,8).

Así como algunos ascetas huyeron al desierto durante la persecución, otros lo hicieron directamente para vivir mejor su consagración. Se alejaron primero de sus familias y luego de las ciudades: se hicieron solitarios (gr. monakhoi). Al respecto, esto se dice de uno que dejó corte imperial en Roma: "El padre Arsenio, cuando aún estaba en el palacio, rogaba a Dios diciendo: "Señor, enséñame el camino de la salvación". Y oyó una voz que decía: "Arsenio, huye de los hombres y te salvarás" (Apotegma de los padres 87).

En el desierto vivían una vida de oración contínua, trabajo para su mantenimiento, y ayuno. Allí encontraron dos elementos favorables para ocuparse de las cosas de Dios: silencio y soledad. No se ocupaban ya de los negocios seculares, y sentían que las molestias soportadas en ese ambiente inhóspito las podían sufrir por Dios: "Preguntado el padre Ammonas sobre cuál era el camino estrecho y áspero respondió que era el forzar los propios pensamientos y cortar los propios deseos por causa de Dios. Que equivale a lo de: "Hemos dejado todo y te hemos seguido" (Apotegmas 123A).

Solían instalarse alrededor de un solitario monje anciano y experimentado, al que consultaban y llamaban Abbá, Padre. Con el tiempo estos grupos llegaron a constituir verdaderas colonias monásticas, siendo las más famosas las de los desiertos egipcios de Escete, Nitria y la Tebaida. Allí tenían en común la sinaxis (gr. reunión: la celebración de la Eucaristía) y algún encuentro para alguna festividad.

El ejemplo más célebre de huída de la vida fácil es Antonio, que se establece en los desiertos de Escete y Nitria: "Haciéndose fuerza, Antonio se marchó a las tumbas que había lejos del pueblo. Hecho esto, encargó a un conocido suyo que le llevase pan para muchos días. El mismo entró para quedarse en una de las tumbas" (Atanasio de Alejandría, Vida de Antonio 8,1).

La lucha contra el demonio es un elemento esencial de la vida del desierto. Así como los pensamientos y deseos piadosos son reconocidos como inspiraciones de Dios, los pensamientos y deseos que se oponen al cumplimiento del santo propósito son considerados tentaciones demoníacas. A cada uno de esos violentos deseos que se oponen directamente a la vocación de Antonio, su biógrafo los relaciona con algún demonio. Así habla del demonio de gula, de tristeza, de fornicación: "Aquel le provocaba el deseo de lo impuro; pero éste, como si sintiese vergüenza, construía un muro alrededor de su cuerpo con la fe y los ayunos. El desgraciado diablo aguantaba hasta el transformarse por la noche en una mujer, imitándola en todo, con tal de seducir a Antonio. Pero él, pensando en Cristo y teniendo presente, gracias al mismo, la nobleza y el carácter intelectual del alma, apagaba esos carbones de pasión y seducción" (Vida de Antonio 5,3-5). La desolación del desierto pone a la vista del hombre su propia fragilidad y le muestra claramente todas sus necesidades, las más básicas y las más instintivas. En medio de esos requerimientos, el monje debe discernir los espíritus que inspiran cada deseo que descubre en su corazón, tanto los más grosera y claramente contrarios a su vocación, como también los más aparentemente divinos, pero más sutilmente. Los monjes se sintieron entonces semejantes a los mártires, aunque luchando de este modo no hubiesen llegado "hasta la sangre en su lucha contra el pecado" (Heb. 12,4).

 

Política religiosa de Constantino

Con la llegada al poder de Diocleciano en 285, se inicia un período de recuperación para el imperio. Ésta será el resultado de una reforma del Estado. En primer lugar, se dividió el poder en una Tetrarquía: Dos augustos (uno en Oriente con sede en Nicomedia y otro en Occidente con sede en Milán) son secundados por dos césares. Diocleciano (Oriente) y Maximiano (Occidente) son augustos, Galerio y Constancio Cloro son sus respectivos césares. La reforma incluye la descentralización de las provincias. Sobre los ciudadanos se abatió una fiscalidad implacable, ya que había que financiar un gran ejército y construcciones monumentales.

Se afirmó el carácter divino del emperador, elevándolo por encima del común de la humanidad; la adoración formaba parte del ceremonial de la corte. Se afirmó fuertemente el elemento religioso en la estructura del poder imperial: el paganismo siguió siendo la religión oficial del Imperio, y Diocleciano se manifestó como un viejo romano muy apegado a la religión tradicional. Es fácil comprender, pues, que era inevitable el choque entre el Imperio y la religión cristiana. Ya se presentía en el edicto contra los maniqueos (religión dualista de origen persa), que los consideraba criminales porque ponían en duda la validez de lo establecido desde tiempos antiguos.

La negativa de varios soldados cristianos a realizar los ritos del culto imperial disgustó a Diocleciano. Para su césar Galerio el cristianismo ponía en peligro a la vieja sociedad tradicional. Esto originó la última y más terrible persecución que se desató contra los cristianos. Desde 303 a 304 fueron promulgados cuatro edictos, cad vez más rigurosos:

La violencia y la duración de esta crisis fueron diversas según las regiones. En las Galias Constancio Cloro se contenta con hacer demoler algunos edificios de culto. En Italia, España y Africa la persecución es violenta, pero corta (303-305). En Oriente la persecución fue muy severa y se prolongó, con intervalos de calma, hasta el año 313. El número de cristianos alcanzaba casi el 50% de la población. Los soberanos que reinaron en Egipto, Siria y Asia Menor mostraron una especial hostilidad contra los cristianos y su religión.

En 305 renunció Diocleciano y obligó a lo mismo a su par, Maximiano. En sus lugares asumieron como augustos Constancio (en Occidente) y Galerio (en Oriente), siendo secundados respectivamente por Severo y Maximino Daia. Galerio siguió siendo el principal impulsor de la persecución y llegó a propagar apócrifos anticristianos. Sin embargo, a pesar de esta saña, la represión terminó por perder fuerza: seis días antes de su muerte Galerio debió reconocerlo. Su política había fracasado y no tuvo más remedio que promulgar, de mala gana, un edicto de tolerancia (30 de abril de 311). En éste deplora la obstinación, la locura de los cristianos que se niegan a volver a la religión de la antigua Roma. Maximino Daia, sucesor de Galerio, no aplicó el edicto y a los seis meses reanudó la persecución en Egipto.

Mientras tanto, en Occidente ocurre un acontecimiento trascendental para la historia. Constantino, el hijo de Constancio Cloro, es declarado augusto por los soldados a la muerte de su padre (306). Su madre, Elena, era catecúmena cristiana. Sin embargo, para ese tiempo, en lugar de cuatro, pronto hubo siete emperadores en lucha unos contra otros. Constantino elimina uno tras otro a sus competidores de occidente. En 312 comienza la guerra contra Majencio. Durante la misma un hecho prodigioso (narrado por Eusebio en la Vida de Constantino) produce un sentimiento de simpatía de Constantino por el cristianismo. Antes de su victoria definitiva junto al puente Milvio, mientras invocaba la protección del dios paterno, habría visto sobre el sol el signo de la Cruz con la siguiente inscripción: in hoc signo vinces (con este signo vencerás). Durante la noche siguiente se le habría aparecido Jesús con la Cruz y le habría ordenado grabarla en los escudos de los soldados. Pero Lactancio, más cercano a Constantino, habla sólo de un sueño. Lo cierto es que Constantino experimentó de algún modo un auxilio de Cristo durante la campaña militar, y esto pudo haber influido en su opinión favorable hacia los cristianos.

Otras posibles influencias pueden ser los antecedentes de su padre, que no puso en práctica los edictos de persecución de Diocleciano. O tal vez la posible presencia de cristianos en su familia: una hermanastra por parte de su padre se llama Anastasia (gr. resurrección), nombre casi exclusivo de cristianos). O tal vez la aversión a Diocleciano y a Galerio (que quisieron desplazarlo en la sucesión del imperio), que pudo hacerle intentar una política religiosa distinta.

La manifestación más importante de cambio fue la carta al gobernador de Bitinia, llamada tradicionalmente edicto de Milán. Firmada con su cuñado Licinio (augusto de Oriente) en febrero de 313, esta carta concede plena y total libertad de culto para todos los súbditos del Imperio, citando expresamente a los cristianos. También restituye a la Iglesia los bienes inmuebles confiscados durante la última persecución: "Yo, Constantino Augusto, y yo también, Licinio Augusto, reunidos felizmente en Milán, para tratar de todos los problemas que afectan a la seguridad y al bienestar público, hemos creído nuestro deber tratar junto con los restantes asuntos que veíamos merecían nuestra primera atención para el bien de la mayoría, tratar, repetimos, de aquellos en los que radica el respeto de la divinidad, a fin de conceder tanto a los cristianos como a los demás, facultad de seguir libremente la religión que cada cual quiera, de tal modo que toda clase de de divinidad que habite la morada celeste nos sea propicia a nosotros y a todos los que están bajo nuestra autoridad. Así pues, hemos tomado esta saludable y rectísima determinación de que a nadie le sea negada la facultad de seguir libremente la religión que ha escogido para su espíritu, sea la cristiana o cualquier otra que crea más conveniente, a fin que la suprema divinidad, a cuya religión rendimos este libre homenaje, nos preste su acostumbrado favor y benevolencia. Por lo cual es conveniente que tu excelencia sepa que hemos decidido anular completamente las disposiciones que te han sido enviadas anteriormente respecto al nombre de los cristianos, ya que nos parecían hostiles y poco propias de nuestra clemencia, y permitir de ahora en adelante a todos los que quieran observar la religión cristiana, hacerlo libremente sin que esto les suponga ninguna clase de inquietud y molestia... Y además, por lo que se refiere a los cristianos, hemos decidido que se les devuelva los locales en donde solían reunirse y acerca de lo cual te fueron anteriormente enviadas instrucciones concretas, ya sean propiedad de nuestro fisco o hayan sido compradas por particulares, y que los cristianos no tengan que pagar por ellos ningún dinero de ninguna clase de indemnización..." (transmitida por Lactancio, Sobre la muerte de los perseguidores 48).

Desde su victoria sobre Majencio Constantino manifiesta una simpatía eficaz por el cristianismo. A las medidas ya generosas de Licinio, añade en sus nuevas provincias de Africa favores en beneficio del clero de la Iglesia, distribución de dinero, exenciones fiscales.

Si ponemos en una balanza paganismo y cristianismo no apreciamos un equilibrio. Es decir que se va más allá de una simple tolerancia. En 315 se acuñan símbolos cristianos en las monedas imperiales, de las cuales desaparecen los signos paganos en 323. La Iglesia recibe un estatuto jurídico privilegiado, por el cual las sentencias de un tribunal eclesiástico son también válidas ante el Estado. Los obispos son considerados al mismo nivel que los gobernadores de provincias.

Vemos también que la inspiración cristiana comienza a aparecer en la legislación imperial. Los cristianos ahora acceden al Consulado, a la Prefectura de Roma, a la Prefectura del Pretorio. Por otro lado aparecen las primeras restricciones respecto al culto pagano: se prohiben los sacrificios privados, la magia y los auspicios en los domicilios privados. Finalmente Constantino educa a sus hijos en el cristianismo, aunque él no recibirá el bautismo hasta dos meses antes de su muerte.

Licinio, por su parte, va cambiando su actitud para con los cristianos hasta convertirse en en perseguidor. Después de expulsar a los servidores cristianos de su palacio, y de entorpecer las reuniones sinodales y de culto, viola el edicto de Milán al obligar a todos los soldados de su ejército a ofrecer sacrificios a los dioses.

Constantino reaccionó declarando la guerra a Licinio, que fue vencido definitivamente en Tracia (324) y asesinado por orden de Constantino (325), quedando éste como único dueño del imperio. Los cristianos de Oriente recibieron a Constantino como a su liberador. Éste, por su parte trasladó la residencia imperial a Bizancio (330), constituyendo allí una ciudad enteramente cristiana: Konstantinou Polis (gr. Ciudad de Constantino: Constantinopla).

Con esta paz en la Iglesia, quedan removidos todos los obstáculos, sean legales o materiales, que dificultaban la evangelización. La generosidad del emperador (gr. basileus) y de su madre cristiana se traduce en donación de edificios oficiales (basílicas) para que los cristianos los usen para el culto, y en la construcción de otros magníficos edificios nuevos destinados al mismo fin: la primera basílica de San Pedro en la colina Vaticana, la del Santo Sepulcro en Jerusalem, la de la Natividad en Belén, todas las iglesias en Constantinopla. La conversiones se multiplican y se fundan nuevas sedes episcopales. La política imperial tan favorable al cristianismo empuja a la cristianización del Imperio romano en su totalidad y hace de Constantino el primer emperador cristiano.

El cambio total que se dio en la relación Imperio-Iglesia hizo que comenzara a verse al ahora Imperio Cristiano como una imagen del Reino de Dios, en cierta manera materializado en la tierra: "Expurgada así realmente toda tiranía, el imperio que les correspondía se reservaba seguro e indiscutible solamente para Constantino y sus hijos, quienes, después de eliminar del mundo antes que nada el odio a Dios, conscientes de los bienes que Dios les había otorgado, pusieron de manifiesto su amor a la virtud, su amor a Dios, su piedad para con Dios y su gratitud mediante obras que realizaban públicamente a la vista de todos los hombres" (Eusebio, Hist. Ecles. X,2,9). El emperador en cuanto tal no puede quedar al margen de las realidades espirituales. Los problemas religiosos ocupan demasiado lugar en la preocupación de sus súbditos y en su vida diaria para que pueda pensarse en una política de separación entre Iglesia y Estado. La misma Iglesia requerirá la intervención del emperador en las querellas religiosas. El interés que lleva a intervenir al emperador no es sólo la pacificación de la sociedad, sino que él es un interesado más que participa del mismo espíritu religioso y que se considera jefe del pueblo cristiano.

El primer problema interior a la Iglesia del que debió ocuparse Constantino pocos meses después de vencer a Majencio es el cisma africano de los donatistas, suscitado como consecuencia de la persecución de Diocleciano. El punto de partida es la elección para la sede de Cartago del archidiácono Ceciliano, cuya consagración fue puesta en duda por sus oponentes, pues uno de los tres obispos que en ella intervinieron era considerado culpable de traditio. Eran considerados traditores los obispos que, obedeciendo a la orden de Diocleciano, habían entregado los Libros Santos. Contra Ceciliano fue elegido otro obispo al que poco después sucedió Donato.

Para los donatistas era tan grave haber sido un traditor que incluso los que entraban en comunión con él o eran sucerores suyos contraían la misma mancha. Consideraban inválidos los sacramentos administrados por los traditores o por sus sucesores, por lo que rebautizaban a los cristianos que ingresaban a sus filas. Surge en Cartago y en todo el norte africano una división que enfrenta a la autodenominada Iglesia de los Santos (los donatistas) y a los traditores (la Iglesia presidida por Ceciliano).

Los donatistas apelaron al emperador para que reconociera sus derechos. Constantino encomendó el asunto a los obispos de Italia y luego de la Galia. Éstos condenaron en el concilio de Arlés en 314 a Donato y la costumbre de rebautizar: "Acerca de los africanos que usan de su propia ley de rebautizar, plugo que si alguno pasare de la herejía a la Iglesia, se le pregunte el símbolo, y si vieren claramente que está bautizado en el Padre y en el Hijo y en el Espíritu Santo, impóngasele sólo la mano, a fin de que reciba el Espíritu Santo. Y si preguntado no diere razón de esta Trinidad, sea bautizado" (canon 8). Una vez oídas ambas posiciones, Constantino se pronunció a favor de Ceciliano y ordena a los donatistas entregar las iglesias que habían ocupado. Escribe en una carta a Ceciliano: "Y como quiera que tengo informes de que algunos hombres de inconstante pensamiento están queriendo apartar al pueblo de la santísima y católica Iglesia con perverso engaño, sabe que he dado órdenes parecidas al procónsul Anulino y también al vicario de los prefectos, Patricio, que se hallaban presentes, para que, entre todo lo demás, dediquen también a esto la debida preocupación y no se permitan el descuidar tal asunto. Por lo cual, si vieres que algunos hombres así persisten en esta locura, acude sin la menor vacilación a los jueces antedichos y preséntales este asunto para que ellos, como les mandé cuando estaban presentes, les conviertan al buen camino" (en Eusebio, Hist. Ecles. X,6,4-5).

Los donatistas se resistieron, aún ante la intervención del ejército, resultando de esto motines y víctimas (honradas como mártires por ellos). Es interesante apreciar un cierto elemento nacionalista bereber en esta controversia, que aparece a veces como una reacción contra la colonización romana: sea el Estado perseguidor o la Iglesia universal comprometida con los traditores. Con gran cantidad de pobres y campesinos, no faltan en sus protestas los reclamos sociales y la agresión (a veces criminal) llevada a cabo por bandas organizadas de elementos proletarios contra católicos terratenientes y contra el clero especialmente. Dotados de espíritu sectario, tampoco les faltará el fanatismo irracional que los llevará a sobreestimar el martirio al punto de provocar incidentes para suscitarlo. El Estado no tiene más salida que concederles la tolerancia en 321.

Las consecuencias doctrinales son valiosas. La Iglesia se ve obligada a precisar en los años siguientes, en los cuales se sigue la disputa, la doctrina de los sacramentos; éstos tienen eficacia a partir de la acción misma realizada (ex opere operato) y no a partir de aquel que realiza la acción sacramental (ex opere operantis). Es decir que su eficacia no depende de la santidad del ministro. Un famoso obispo africano, Agustín de Hipona, dirá algunos años más tarde: "Aunque sean muchos los ministros santos o pecadores que bautizan, la santidad del bautismo es sólo atribuible a Aquel sobre el que la paloma descendió en el Jordán, y de quien dijo el Bautista que bautiza en el Espiritu Santo. Que sea Pedro quien bautice o que sea Pablo o Judas, es Él quien bautiza" (Comentario al Evangelio de Juan 6,8).

 

La controversia arriana

Mientras tanto, en los países orientales había surgido otra contienda, doctrinal en primer término. Un presbítero de Alejandría llamado Arrio, se había opuesto a su obispo, Alejandro, por intentar salvar en el seno de la Trinidad los privilegios del Padre, el único no engendrado (agénnetos): "el obispo nos destruye y persigue y tira todo tipo de lazos contra nosotros, para echarnos de la ciudad como a hombres sin Dios, porque no estamos de acuerdo con él cuando públicamente predica: Siempre Dios, siempre Hijo, al mismo tiempo el Padre y al mismo tiempo el Hijo, el Hijo coexiste ingénitamente con Dios, siempre engendrado, engendrado ingénito, Dios no precede al Hijo ni en concepto ni por un instante, siempre Dios siempre el Hijo, el Hijo proviene de Dios mismo" (Arrio, Carta a Eusebio de Nicomedia 2). Esto llevó a Arrio a desvalorizar relativamente al Verbo: "antes que fuese engendrado o creado o delimitado o fundado, no existía. Porque no es sin-origen. Porque no era ingénito (agénnetos). Somos perseguidos porque hemos dicho que el Hijo tiene principio, en cambio Dios es sin-principio (anarkhós). Por eso se nos persigue: porque afirmamos que existe de la nada. Y hemos dicho así, porque no es ni parte de Dios ni de un sujeto preexistente" (idem 3).

Arrio intentó expresar la superioridad ontológica más que la anterioridad cronológica, pero tuvo que esforzarse en multiplicar las precauciones. Así, dice que la generación del Verbo se produjo "antes de todos los tiempos, antes de todos los siglos", y precisa que, si bien es verdad que fue "creado" (Prov 8,22: el versículo arriano por excelencia), de ningún modo es comparable con el resto de los seres creados: "inmutable e inalterable, creatura perfecta de Dios, pero no como una de las creaturas, engendrado, pero no como uno de los engendrados" (Carta a Alejandro de Alejandría 2). Demuestra así una tendencia subordinacionista explícita, llevando al extremo la teología de Orígenes acerca de la distinción de las "tres subsistencias" (hypóstasis: utiliza esta expresión en su carta a Alejandro).

Alejandro había convocado un sínodo de casi cien obispos de Egipto y Libia, que condenó los errores de Arrio, y lo había excomulgado a él y a sus partidarios (cinco presbíteros, seis diáconos y solamente dos obispos). Arrio, por su parte, no había aceptado la condena, sino había buscado apoyo en Palestina junto a Eusebio de Cesarea y en Asia Menor junto a Eusebio de Nicomedia. A iniciativa de éste los sínodos provinciales de Bitinia y Palestina lo habían rehabilitado.

A partir de entonces, la polémica llegó a extenderse a cada región del Imperio, reaccionando los obispos uno contra otro. La complejidad de la situación y la agitación desatada movió al emperador a invitar a las partes enfrentadas a la reconciliación: "He sabido el origen de vuestras diferencias. Tú, Alejandro, preguntaste a tus sacerdotes qué pensaba cada uno sobre cierto texto de la ley, o mejor dicho sobre un punto y un detalle insignificante. Tú, Arrio, emitiste imprudentemente una opinión que no había que concebir o, si se concibiera, no había que comunicar. Desde entonces, la división se estableció entre vosotros, se rehusó la comunión, el pueblo santo se dividió y la unidad quedó rota. Pues bien, que cada uno de vosotros perdone al otro y siga los consejos de vuestro servidor" (carta citada por Eusebio de Cesarea, Vida de Constantino II,69). Constantino estaba interesado en mantener la unidad del imperio y se sentía con autoridad (a pesar de su falta de formación teológica que lo llevó a minimizar la cuestión doctrinal) para involucrarse en la disputa. Viendo que la agitación continuaba, decidió la convocación de un gran concilio que resolviera el tema.

A lo largo de los siglos anteriores se habían celebrado varios concilios locales. Pero al convocar a todos los obispos en Nicea de Bitinia, Constantino daba origen a una nueva institución en la Iglesia; el concilio ecuménico: "De todas las Iglesias que llenaban Europa entera, Libia y Asia, se reunió la flor de los ministros de Dios. Una sola casa (oikoumene) de oración, como dilatada por el poder divino, reunió a sirios y cilicianos, a los fenicios y a los árabes, a los palestinos y a los de Egipto, Tebaida, Libia y Mesopotamia" (Eusebio, Vida de Constantino III,15). A pesar de haber puesto a disposición de los obispos todas las facilidades que Constantino tenía a su alcance, las dificultades materiales provocaron la ausencia de muchos prelados. Así, la representación no fue homogénea en todas las regiones. De los trecientos presentes más de cien son de Asia Menor, treinta de Siria-Fenicia, veinte de Palestina y Egipto, apenas tres o cuatro de Occidente (que probablemente se encontraban en la corte), y dos presbíteros romanos delegados por el anciano obispo Silvestre.

La disposición de las tendencias variaba desde un extremo a otro: 1- Arrio y los dicípulos de la primera hora, apoyados por el grupo de Eusebio de Nicomedia. 2- Un grupo cercano a ellos formado por Eusebio de Cesarea y los partidarios de un subordinacionismo moderado. 3- A ellos se agregaban los tímidos que buscaban más la unidad que la precisión, y que por lo tanto se oponían a toda formulación no bíblica ajena a la tradición recibida. 4- Los moderados que desenmascararon al arrianismo: Alejandro de Alejandría y su futuro sucesor, el diácono Atanasio, y Osio de Córdoba. 5- Y los extremistas que apoyaban a éstos: Eustacio de Antioquía y Marcelo de Ancira (éste se opondrá tan fuertemente al arrianismo que, adhiriendo al viejo principio de la monarquía divina caerá en la herejía simétricamente opuesta a Arrio: el modalismo).

Fue fácil lograr una mayoría contra los errores de Arrio, pero fue más trabajoso introducir, frente a la reserva de los conservadores, precisiones de origen filosófico no bíblico para expresar las relaciones trinitarias. Después de larga discusión, a una profesión de fe propuesta por Eusebio de Cesarea se agregaron aclaraciones decisivas: al Dios de Dios, Luz de Luz se agregó Dios verdadero de (ek) Dios verdadero, engendrado y no creado, consustancial (homoousios) al Padre. Con la introducción de esta expresión en la fórmula la teología ingresó en una nueva etapa en el esfuerzo de la comprensión y del progreso de la fe: "Creemos en un solo Dios Padre omnipotente, creador de todas las cosas, de las visibles y de las invisibles; y en un solo Señor Jesucristo Hijo de Dios, nacido unigénito del Padre, es decir, de la sustancia del Padre, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no hecho, consustancial al Padre, por quien todas las cosas fueron hechas, las que hay en el cielo y las que hay en la tierra, que por nosotros los hombres y por nuestra salvación descendió y se encarnó, se hizo hombre, padeció, y resucitó al tercer día, subió a los cielos, y ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos. Y en el Espíritu Santo.

Mas a los que afirman: Hubo un tiempo en que no fue y que antes de ser engendrado no fue, y que fue hecho de la nada, o los que dicen que es de otra hipóstasis o de otra sustancia o que el Hijo de Dios es cambiable o mudable, los anatematiza la Iglesia Católica". (Símbolo de Nicea).

A pesar de su incompetencia teológica, el emperador influyó en el rápido resultado de la deliberación, sea por persuasión o por intimidación: "Cuando se oyó la señal que advertía la llegada del emperador, todos los obispos se levantaron, e inmediatamente entró él en medio de una corte de personas distinguidas y se presentó como un ángel de Dios. Deslumbraba a los ojos el esplendor de su púrpura y el brillo del oro y piedras preciosas que lo engalanaban" (Eusebio, Vida de Constantino III,15). Apoyó con todo el peso de su autoridad las conclusiones a las que se llegaron en los debates. Fue él quien pidió que se agregaran las precisiones a la fórmula de fe de Eusebio, según el consejo de Osio de Córdoba.

Los dos obispos desde el principio asociados a Arrio se opusieron al homoousios y a los anatemas que lo comentaban, y por eso fueron desterrados junto con Arrio. Otras decisiones del concilio se referían a las secuelas de la persecución, la reconciliación de los herejes, las modalidades de la penitencia litúrgica. Aparece también, por primera vez, el tema del celibato de obispos, sacerdotes y diáconos. A pesar de la propuesta de hacerlo obligatorio, el obispo célibe Pafnucio, aconsejó no imponer un yugo tan duro a los que ya estaban casados: "bastaba con que los que habían sido admitidos al clero no se casasen después, según la antigua tradición de la Iglesia, sin obligar a los que se habían casado siendo laicos a abandonar a sus mujeres... Todos los obispos se atuvieron a su parecer y, sin deliberar más, dejaron que optaran libremente los que ya estaban casados" (Sócrates, Historia eclesiástica I,11). Cada clérigo conservaría el estado que tenía al recibir la ordenación (casado o soltero) sin poder casarse después (sea que fuera soltero o que quedara viudo).

El problema arriano parecía estar resuelto, pero no fue así, porque pronto se reanudó la contienda. Muchos obispos orientales habían aceptado la noción de consustancial no sin vacilacones ni reticencia. Le reprochaban su carácter demasiado material, pues en el lenguaje común el término homoousios se empleaba al hablar de dos objetos, por ejemplo dos monedas, hechas del mismo metal. Se podría sintetizar la situación doctrinal como una aceptación inamovible y tranquila del homoousios en Occidente y una reserva intranquila en el Oriente.

En esa región cambió el foco de atención de la cuestión: el problema no era ya los errores extremos de Arrio; tampoco el mismo Arrio, sometido mediante la profesión de una fórmula de fe bastante vaga compuesta por él mismo. El actual peligro procedía del modalismo latente de uno de los defensores del homousios: Marcelo de Ancira. Era necesario ponerse en guardia contra la equivocidad del término.

Se formó entonces un frente antimodalista. El alma de este frente fueron Eusebio de Cesarea y Eusebio de Nicomedia (éste es hábil para las intrigas y poderoso por su lugar en la corte). Lograrán la deposición de varios obispos defensores del consustancial, no tanto mediante refutaciones teológicas, sino a través de intrigas y calumnias. Así, Marcelo de Ancira fue depuesto por sus doctrinas sospechosas de modalismo. Eustacio de Antioquía fue depuesto bajo la acusación (de parte de una prostituta) de adulterio. Atanasio de Alejandría fue depuesto en el sínodo de Tiro (335) por no querer reintegrar a Arrio al presbiterio alejandrino. Esta deposición fue seguida de una orden de destierro a Tréveris (en la frontera con Germania) mandada por Constantino.

La figura del emperador será decisiva en estos años: él definirá la situación más allá de lo que puedan discutir los obispos. Si hay un cambio de emperador, cambia también el apoyo prestado a uno u otro bando. Esto se verá claro a la muerte de Constantino (338), cuando se repartieron el Imperio sus hijos Constante en el Occidente (protector de la fe nicena) y Constancio II en el Oriente (que permanecerá bajo la influencia de los teólogos arrianizantes). Al mismo tiempo estos emperadores continuaron la cristianización del Imperio, pero sin tener en cuenta el edicto de tolerancia de Milán, que permitía la libertad de todos los cultos. Ambos prohíben los sacrificios paganos, y obligan a cerrar sus templos. A la muerte de Constante, Constancio aplicará la pena de muerte para reforzar estas leyes: "Comunicamos que pueden ser condenadas a muerte las personas de las que se haya probado que han participado en los sacrificios u honrado a los ídolos" (recogido en el Código Teodosiano, XVI, 10,6). Cincuenta años antes eran los cristianos los que morían por negarse a hacer lo que ahora se prohibía.

Se sucedieron en esos años varios concilios locales que propusieron fórmulas de fe diversas, desde algunas semiarrianas hasta una vagamente ortodoxa en 359, en Sirmio: "En cuanto al nombre de sustancia, como los Padres la emplearon demasiado ingenuamente, sin comprenderla el pueblo que quedó escandalizado por ella, y como no figura en las Escrituras, se ha decidido abandonarla y que en adelante no se hable ya de sustancia a propósito de Dios. Pero, tal como las santas Escrituras lo dicen y enseñan, decimos que el Hijo es semejante (homoios) en todo al Padre". Esta fórmula fue impuesta por el emperador Constancio con el fin de pacificar el imperio, bajo pena de destierro contra quien no la aceptara.

Unos pocos, entre ellos el obispo de Roma, Liberio, se opusieron a firmarla, pues aunque ortodoxa, no contenía la palabra clave que expresaba la fe de Nicea: homoousios. Liberio, Hilario de Poitiers, Osio de Córdoba y Atanasio partirán al destierro. La Iglesia se había visto beneficiada por el edicto de tolerancia y el favor del emperador, pero comenzaba a ser seriamente perjudicada por esta misma protección. Todos estos conflictos siembran la división en cada Iglesia local. Antioquía llega a tener cinco obispos distintos a la vez. A Roma le resulta difícil elegir un sucesor para el obispo Liberio, muerto en 366; allí se producen motines que provocan 173 muertos. Atanasio de Alejandría conocerá siete destierros.

El temor de la persecución, todavía vivo en el recuerdo de sus supervivientes, pareció renacer cuando Juliano se enfrentó con su primo Constancio y lo venció, quedando como su sucesor por la aclamación de los soldados en 361. Juliano tuvo un gobierno muy hostil hacia las comunidades cristianas:

Pero esta situación duró poco tiempo, pues en 363 Juliano murió luchando contra los partos. Se dice que sus últimas palabras fueron "¡Venciste Galileo!". Realmente, el último intento de conservar el paganismo moría con Juliano.

 

La cristianización del Imperio

El reinado de Valentiniano (364-375) fue un período de recuperación y estabilidad. Este emperador, cristiano y niceno, estaba más bien preocupado por el problema de los bárbaros que presionaban en las fronteras. En el plano religioso se mostró simplemente pacífico y tolerante. Pero en el Oriente, su hermano Valente (364-378) hizo que el arrianismo dominara otra vez. Valente volvió a desterrar a todos los obispos que habían regresado en el mandato de Juliano. Pero esta política religiosa se fue debilitando debido a la atención que le exigía el avance de los godos. Tratando de detenerlos en Adrianópolis (378) murió en un desastroso combate. El camino hacia Constantinopla quedó despejado ante las hordas bárbaras. Muchos cristianos interpretaron la muerte de Valente como un castigo del cielo.

En esa difícil situación, el general hispano Teodosio salvó al Oriente y fue proclamado augusto de Oriente por Graciano, el augusto de Occidente. Este nombramiento será significativo para la historia del cristianismo, porque con él quedará consumada la tendencia comenzada por Constantino.

En efecto, Teodosio era un cristiano ferviente y un niceno convencido. Por eso en 380 en Tesalónica impuso para todos sus súbditos la ortodoxia católica, definida en referencia a la cátedra de Roma y a su obispo, y la proclamó como única religión del Imperio: "Queremos que todos los pueblos situados bajo la dulce autoridad de nuestra clemencia vivan en la fe que el santo apóstol Pedro transmitió a los romanos, que se ha predicado hasta hoy como la predicó él mismo y que siguen como todos saben el pontífice Dámaso y el obispo Pedro de Alejandría... Decretamos que sólo tendrán derecho de decirse cristianos católicos los que se sometan a esta ley y que todos los demás son locos e insensatos sobre los que pesará la vergüenza de la herejía. Tendrán que aguardar ser objeto en primer lugar de la venganza divina, para ser luego castigados por nosotros, según la decisión que nos ha inspirado el cielo" (Código Teodosiano XVI,1,2).

El giro iniciado por Constantino llega a ser de este modo completo. De perseguidores, los paganos han pasado a ser perseguidos. Y de perseguidos, los cristianos llagaron a ser perseguidores. El poder estatal, antes al servicio del paganismo, está ahora al servicio del cristianismo. Pero siguen funcionando las mismas estructuras mentales. Era inconcebible, para un romano tradicional, la separación entre la religión y el estado. Pocos años antes, el negarse a sacrificar a los dioses de Roma era un delito contra el Imperio. El ateísmo era castigado con la pena capital; y los cristianos eran acusados principalmente de ser ateos. La religión seguía siendo el fundamento de la sociedad. Pero la religión de la sociedad había cambiado y los atentados contra ella seguirían siendo castigados con la misma pena capital.

Ciertamente esto correspondía al deseo de la mayoría, de la cual los emperadores no eran más que los intérpretes. Sin embargo, algunos obispos se mostraron reticentes ante una circunstancia que conmocionó al mundo cristiano. Prisciliano, obispo de Avila, en Hispania, había formado una comunidad fervorosa, de gran austeridad, pero un poco secreta y con rasgos sectarios. Dos obispos hispanos lo acusaron de maniqueísmo ante un concilio local, que condenó sus doctrinas, pero que sin embargo no tomó medidas disciplinares contra él. Más tarde, sus acusadores llevaron la acusación al emperador Máximo, que aplicó el rigor de la legislación romana contra los que atentaban contra la religión. Martín, obispo de Tours, exhortó al obispo acusador a que desistiera y al emperador a que no derramara sangre: "Sería una novedad inaudita y monstruosa hacer que un juez secular juzgara un asunto eclesiástico". Sin embargo, Prisciliano y muchos de sus partidarios fueron ejecutados en 385 bajo la acusación de inmoralidad y de magia. Fue la primera vez que se condenó a muerte a cristianos por herejía. Este hecho provocó un inmenso pesar incluso en personajes como el obispo Ambrosio de Milán que, aunque se había negado a recibir a Prisciliano, no dudó en romper relaciones con los obispos acusadores.

El obispo Ambrosio se enfrentó severamente al emperador Teodosio con ocasión de un episodio sangriento en 390. Los habitantes de Tesalónica asesinaron a un oficial imperial poco grato. En un primer arrebato de cólera, Teodosio dio la orden brutal de pasar a espada a la población reunida en el estadio. Pero a pesar de haberse arrepentido y dado con apuro la contraorden, muchos alcanzaron a ser asesinados. Ambrosio le impuso pública penitencia (muy dura, según la costumbre de la época), y el más alto representante de la autoridad política debió humillarse como cualquier pecador y someterse a la disciplina penitencial de su propia Iglesia. Ambrosio le recordó que el emperador cristiano no es señor, sino hijo de la Iglesia, como cualquier bautizado.

En 392 Teodosio promulgó un edicto contra las herejías y el paganismo: "Si alguien pone incienso para venerar las estatuas hechas por mano del hombre, corona de guirnaldas un árbol, eleva un altar con piedras levantadas del suelo, se trata de un atentado pleno y completo contra la religión. Culpable de haber violado la religión, ese hombre será castigado con la confiscación de su casa o de la propiedad en donde se demuestre que fue esclavo de esta superstición pagana" (Código Teodosiano XVI,12). Ya no se llama religión a la de los antiguos romanos, sino a la de los cristianos; y ya no se llama superstición al cristianismo, sino al paganismo. En esta misma línea se suprimen en 394 los juegos olímpicos, celebrados en honor de los dioses; se iniciarán nuevamente recién 1500 años más tarde como un certamen deportivo.

Esas situaciones tensas, en las que el emperador se apoderaba de atribuciones de juicio que pertenecían al orden espiritual, o aquellas otras en las que el emperador debía someterse a dicho juicio, dejaron entrever cuán peligrosa resultaba la alianza entre la Iglesia y el Imperio. No todos los pastores tenían la convicción y valentía de Ambrosio, y por eso los privilegios seguirán siendo bienvenidos y muchas veces buscados por tal o cual obispo. Pero no faltarán tampoco voces decididas como la del presbítero Jerónimo (de santidad reconocida por la Iglesia), que no tiene inconvenientes en decir: "Desde que la Iglesia vino a estar bajo emperadores cristianos, ha aumentado, sí, su poder y riqueza, pero ha disminuido su fuerza moral" (Vida de S. Malco PL 23, 55 B).

Teodosio, según esa intención de combatir la herejía, desplazó de sus cátedras a los obispos arrianos y convocó en 381 un concilio en Constantinopla para restablecer la ortodoxia. El arrianismo comenzaba a declinar, pero no sólo a causa de una decisión imperial. Algunos personajes contribuyeron a eso mediante su contribución teológica. Entre ellos el obispo Basilio en Cesarea de Capadocia, Gregorio de Nacianzo (obispo de Constantinopla), el obispo de Roma, Dámaso. Sus aportes iluminaron la oscuridad de una época marcada por la inquietud teológica. Gregorio de Nisa llega a decir que "todos los rincones de la ciudad están llenos de estas conversaciones: las calles, las plazas, los cruces, las avenidas. Son los comerciantes de vestidos, los cambistas, los tenderos. Si le preguntas a un cambista el curso de una moneda, te responde con una disertación sobre el engendrado y el inengendrado. Si te interesa la calidad y el precio del pan, el panadero responde: "El Padre es mayor y el Hijo está sometido al Padre". Si preguntas en las termas si el baño está dispuesto, el conserje te dice que el Hijo ha salido de la nada. No sé qué nombre darle a este mal, si frenesí o rabia..." (Sobre la divinidad del Hijo y del Espíritu Santo). La teología desbordaba ya el ámbito de las salas conciliares.

La aportación de los escritores procedentes de Capadocia fue decisiva para el desarrollo de la doctrina trinitaria y para la comprensión del credo Niceno. Solo ellos consiguieron concluir definitivamente la lucha arriana. En su exposición teológica del misterio trinitario partieron de la diferencia entre las tres Personas, mientras que los latinos habían arrancado anteriormente de la naturaleza divina única y de sus acciones. Partiendo de la triple realidad personal atestiguada en los escritos apostólicos, intentaron avanzar hacia un concepto que expresara la unidad esencial. El haberlo conseguido se debe en gran parte a que enriquecieron el vocabulario teológico con el aporte de términos filosóficos precisos. De este modo utilizaron para significar la diferencia personal el concepto de hypostasis, distinguiéndolo del de ousía. Basilio de Cesarea escribía a su amigo Anfiloquio de Iconio: "La sustancia y la hypóstasis se distinguen entre sí lo mismo que lo común y lo particular, como, por ejemplo, entre lo que en el animal hay de general y tal hombre determinado. Por eso reconocemos una sola sustancia en la divinidad, de tal modo que no se pueden dar del ser dos definiciones diferentes; la hypóstasis, por el contrario, es particular, tal como lo reconocemos, ya que en nosotros hay una idea clara y distinta sobre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. En efecto, si no consideramos los caracteres que se han definido para cada uno, como la paternidad, la filiación y la santificación, y si no confesamos a Dios más que según la idea común del ser, nos es imposible dar una sana razón de nuestra fe. Por consiguiente, hay que unir lo que es particular a lo que es común y confesar así la fe: lo que es común es la divinida, lo que es particular es la paternidad; luego, hay que reunir estas nociones y decir: Creo en Dios Padre. En la confesión del Hijo hay que decir lo mismo (..) Y lo mismo para el Espíritu Santo (...) Así quedará plenamente salvaguardada la unidad en la confesión de la única divinidad y lo que es particular a las personas se confesará en la distinción de las propiedades particulares que el pensamiento atribuye a cada una" (Epístola 236,5).

Con todo, esta distinción de una sustancia y tres hypóstasis seguía expuesta al equívoco, ya que podía imaginarse que la unidad de las tres personas era semejante a la de tres hombres que tienen en común la misma naturaleza humana. La esencia divina, a pesar de ser común a las tres hipóstasis, es con todo numéricamente única, de tal modo que no hay una divinidad del Padre, otra del Hijo y otra del Espíritu Santo (como sí cada hombre tiene su humanidad individual que lo distingue de los otros hombres). Las Personas divinas no son más que un único Dios. Las personas humanas son distintos hombres.

De este modo, hubo un aspecto en que los capadocios prolongaron y completaron el símbolo Niceno: ellos fueron quienes aplicaron a la tercera Persona divina su idea de homousía intratrinitaria. Gregorio de Nacianzo explica la consustancialidad del Padre y el Espíritu (y del Hijo y del Espíritu) a partir de las expresiones que se aplican al Espíritu en los escritos apostólicos: "Cuando se añade a ellas la de Otro Consolador (Jn 14,16) y, por así decirlo, de Segundo Dios, cuando se sabe que la blasfemia contra el Espíritu es el único pecado irremisible (Mt 12,31) ... ¿crees que se proclama la divinidad del Espíritu o alguna otra cosa? ¡Qué dura ha de ser tu inteligencia y qué lejos estás del Espíritu, si dudas de esto y si es necesario que te lo enseñe!" (Discurso teológico V). Basilio, en cambio, en su obra Sobre el Espíritu Santo, deduce del mandato bautismal (Mt 28,19) la común naturaleza del Espíritu con el Padre y el Hijo a partir de las acciones del Espíritu: la santificación y divinización del cristiano. Sigue en esto a Atanasio: "Si la participación del Espíritu nos comunica la naturaleza divina, sería una locura decir que el Espíritu es de naturaleza creada y no de naturaleza divina" (Primera carta a Serapión 2,24).

Los debates que se desarrollaron durante el concilio de Constantinopla (el segundo Ecuménico) fueron especialmente violentos. El caos reinó en el aula conciliar, según el relato del obispo de esa ciudad: "Los obispos discutían como una pandilla de devotas reunidas. Era una disputa de niños, el ruido de un taller con todas las máquinas en marcha, un vendaval, un verdadero huracán... Discutían sin orden y, como avispas, iban directos al rostro, todos al mismo tiempo. Los ancianos venerables, lejos de moderar a los más jóvenes, les ponían la zancadilla..." (Gregorio de Nacianzo, Poema sobre su vida v. 1680s).

En cuanto a un símbolo, parece que en ese clima el concilio no elaboró ninguno. Pero desde el siglo V se atribuye a este concilio el símbolo llamado Niceno-constantinopolitano. En cuanto que es una versión ampliada del credo Niceno en el artículo tercero y en cuanto tiende a armonizar la antigua ortodoxia nicena con la nueva ortodoxia capadocia, puede considerarse a este símbolo como una reproducción fiel de las deliberaciones del concilio de Constantinopla.

En el símbolo se refuerza la divinidad del Espíritu Santo de dos maneras: se atribuyen a él los predicados divinos Señor (contra los que no veían en él más que un servidor) y Dador de vida, y se acentúa que el Espíritu es digno de adoración. Contra quienes el Espíritu era una creatura proveniente del Hijo, se formuló que procede del Padre.

Estas peculiaridades del símbolo muestran que el credo Niceno se impuso definitivamente en esa versión nacida de la interpretación de los capadocios, y que este símbolo comportó la victoria de Nicea y de Atanasio en Oriente, así como el acuerdo entre Oriente y Occidente. Fue tal su importancia (y su inclusión en la liturgia lo prueba) que supuso una interpretación definitiva del misterio trinitario: "Creo en el Espíritu Santo, Señor y Dador de vida, que procede del Padre, que juntamente con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas" (cf. Denzinger 86).

El cambio de situación del cristianismo frente al imperio hizo que el ser cristiano dejase de implicar el riesgo de ser ejecutado. Al contrario, la protección del Estado movió a muchos a solicitar el bautismo sólo para gozar de ese beneficio. Se hacía necesario entonces efectuar un severo control de los candidatos para verificar si estaban realmente dispuestos a vivir las exigencias morales que requería el bautismo. El obispo Cirilo de Jerusalem no dificultad de insinuar a los catecúmenos que está instruyendo las motivaciones más rastreras que pueden estar ocultando en su corazón: "Puede ser que hayas venido con otro pretexto. A veces un hombre desea conquistar a una mujer y viene para ello. Lo mismo podría decirse de alguna mujer. A veces se trata de un esclavo que desea agradar a su amo, o de un amigo por agradar a su amigo. Y yo me trago la carnada del anzuelo y te acepto a ti que vienes con mal propósito, pero lo hago con la buena esperanza de salvarte" (Catequesis previa 5). Por eso se organizó un catecumenado (tiempo de formación) para preparar a los candidatos al bautismo.

Cuando un pagano deseaba hacerse cristiano y era aceptado por el obispo, tenía que someterse a algunas ceremonias preliminares, después de las cuales era contado entre los cristianos, pero todavía no entre los fieles, pues aún no había recibido el bautismo. En algunos el catecumenado se eterniza. Retrasan el bautismo hasta su ancianidad o el lecho de muerte. Como el bautismo perdona todos los pecados y la reconciliación de los bautizados que pecan se concede en este tiempo una sola vez en la vida, más vale aguardar a que se calmen las pasiones para comprometerse definitivamente. Por eso la Iglesia concentró sus esfuerzos en aquella época por atender más a los que piden efectivamente el bautismo para una fecha cercana.

Conocemos el relato de una mujer que a fines del siglo IV (la época que tratamos) peregrinó a Palestina para visitar los lugares ligados a la historia de la salvación. En este relato nos describe la liturgia bautismal que se realiza en Jerusalem. Esta ciudad había cambiado completamente su fisonomía y su nombre desde la segunda revuelta judía (135). Allí Adriano había construido Aelia Capitolina, una ciudad totalmente romana, a la que tenían prohibido el ingreso los judíos. Fue en esa época cuando la comunidad creyente que allí residía quedó formada exclusivamente por creyentes de origen gentil, y todos sus obispos eran, desde entonces, de dicha procedencia y no judíos. Sobre la explanada del Templo se había construido un templo dedicado a Júpiter Capitolino, y el sepulcro de Jesús había sido tapado con tierra, edificando sobre él un templo de Venus. Constantino había derribado este templo y edificado en torno al sepulcro nuevamente descubierto una imponente basílica. Allí se celebra la liturgia descrita por la peregrina Egeria.

Los candidatos se inscriben al principio de la cuaresma, que se convierte en el marco temporal de la preparación. Las catequesis prebautismales, predicadas por el obispo, van exponiendo progresivamente el contenido del credo (junto al emplazamiento del Calvario, en el lugar de la basílica llamado Martyrion). Se pide a los catecúmenos que guarden en secreto ante los no bautizados lo que van aprendiendo. "Al cabo de cinco semanas de instrucción, reciben el Símbolo, cuya doctrina se les explica como la de las Escrituras, frase por frase... Han sido instruidos durante cuarenta días, desde las seis hasta las nueve de la mañana" (Itinerario XLVI).

El rito bautismal tiene lugar la vigilia de Pascua. Durante la octava de pascua los recién bautizados completan su instrucción con las catequesis mistagógicas (para los iniciados). En ellas el obispo les explica lo que el bautismo ha realizado en ellos y el misterio de la eucaristía (junto al Sepulcro, en el lugar de la basílica llamado Anástasis): "En primer lugar ustedes entraron en el vestíbulo del baptisterio, y estando de pie con la mirada dirigida hacia el occidente, oyeron que se les ordenaba extender la mano, y como si Satanás estuviera presente renunciaron a él... Como símbolo de esto te has vuelto hacia el oriente, la zona de la luz. Entonces se te dijo que dijeras: Creo en el Padre, y en el Hijo, y en el Espíritu Santo, y en el bautismo de penitencia... Ya desvestidos fueron ungidos con óleo... Después de todo esto, ustedes fueron llevados de la mano hasta la santa piscina del divino bautismo, así como Cristo fue llevado de la cruz a este sepulcro que está delante de ustedes... En un mismo momento ustedes han muerto y han nacido. Aquella agua salvadora se convirtió para ustedes en sepulcro y en madre" (Cirilo de Jerusalem, Catequesis XIX,2.9; XX,3-4).

 

 

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