Artículo 6º. Tres niveles

Haciendo un resumen de lo que procede de la Revelación y de la Tradición, en los documentos conciliares y postconciliares aparecen tres elementos esenciales a la liturgia, que manifiestan lo que podríamos llamar los tres niveles de la liturgia: el «Mysterium», la «actio» y la «vita», o sea, el Misterio, la acción y la vida.

El «Mysterium» culmina y coincide con el Verbo Encarnado que muere en cruz y resucita, es la Pascua del Señor. El «Mysterium» se celebra en la «acción» por excelencia: la celebración litúrgica. ¿Para qué se celebra el «Mysterium»? Para la «vida» del Pueblo de Dios, de los bautizados que forman el Cuerpo místico de Jesucristo. De ahí que en la «Sacrosanctum concilium» se da la siguiente definición descriptiva: «...Se considera a la liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella los signos sensibles significan y cada uno a su manera realizan la santificación del hombre, y así el Cuerpo Místico de Cristo, es decir, la cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro. En consecuencia, toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdote o de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia». En donde puede verse que distintas expresiones corresponden a los diversos niveles, como ser: Mysterium, oficio sacerdotal de Cristo, obra de Cristo sacerdote y de su cuerpo; Actio, celebración litúrgica, acción sagrada, signos sensibles, ejercicio del oficio sacerdotal de Cristo, ejercicio del culto público íntegro; Vita, santificación del hombre, íntegro culto público.

El «Mysterium» ha sido revelado, manifestado, realizado en Cristo y entregado por Él a la Iglesia, quien perpetúa su presencia, perpetúa la encarnación viva del «Mysterium» a través de todas las generaciones hasta el fin del mundo, participado por la celebración («Actio»). La «Vita» de los hombres y mujeres debe culminar en la celebración («Actio») y derivarse de la celebración, lo que implica, necesariamente, la participación activa.

Estos tres niveles se relacionan y compenetran. El «Mysterium» está presente en la «Actio» por la celebración del memorial (anámnesis), de donde: «la actio es el memorial del Mysterium». La vida está presente en la «actio» por medio de la participación (methexis).

En su dimensión descendente, la Misa es el Mysterium celebrado para la vida del hombre, para su santificación. En su dimensión ascendente, la Misa es la vida del hombre llevada a la celebración para que el Mysterium llegue a su último fin: rendir culto a la Trinidad.

Ahora bien, quien realiza la compenetración entre Mysterium y Actio, entre Vida y Actio, y entre Mysterium y Vida, es el Espíritu Santo. La realidad del memorial litúrgico no es un mero recuerdo, ni una imagen fotográfica o fílmica, porque es obra del Espíritu Santo. Al igual, la participación litúrgica, supera cualquier otra forma de participación, porque el Espíritu Santo la hace posible. Por todo ello no puede haber Misa sin la presencia actuante y operante del Espíritu Santo.

Por obra del Espíritu Santo, en la celebración litúrgica, se hace presente el Mysterium, que sana, eleva, dignifica, ennoblece, hermosea la vida de los fieles por obra del Espíritu Santo. De modo tal, que el hacerse presente el Mysterium y la Vida en la Actio celebrativa es siempre epíclesis y paráclesis del Espíritu. Por eso nuestras celebraciones deben ser siempre epicléticas y paracléticas.

Debemos respetar en extremo el Misterio, sin caer en ninguna forma de desacralización ni secularización porque si no se desvaloriza la Acción litúrgica y se empobrece la Vida.

A la vez debemos ser muy fieles en la Acción litúrgica, si no, velamos el Misterio y no iluminamos la Vida.

Y debemos tener una Vida conforme al Evangelio, porque si no reduciremos el Misterio a las limitaciones de nuestra Vida y nos faltará Espíritu para la Acción litúrgica adecuada.

Artículo 7º. Triple signo

Los sacramentos son una relación de significados o de signos. Decía San Agustín: «Signo es aquello que, además de impresionar los sentidos, nos lleva al conocimiento de otra cosa».

En los sacramentos «se pueden distinguir tres aspectos: su causa propia, que es la pasión de Cristo; su forma, que consiste en la gracia y virtudes; y su fin último, que es la vida eterna. Los sacramentos significan todas estas realidades. Por tanto el sacramento es, a la vez, signo rememorativo de la pasión de Cristo, que ya pasó; signo demostrativo (o manifestativo) de la gracia que se produce en nosotros, ahora, mediante esa pasión; y signo prefigurativo (o profético) de la gloria futura». Decía Dom Vonier: «El sacramento ha de ser una causa de tal naturaleza que represente realmente lo pasado, lo presente y lo por venir; y debe significarlo de tal manera que realice en verdad la cosa que significa».

En otra parte dice Santo Tomás en relación a la Eucaristía: «Este sacramento tiene triple significación. Una, respecto del pasado, en cuanto es conmemoración de la pasión del Señor, que fue verdadero sacrificio... La segunda, respecto del presente, y es la unidad eclesial, de la que por el sacramento participan los hombres... así dice San Juan Damasceno "Se llama comunión, porque por ella comulgamos con Cristo, participando de su carne y de su divinidad, y porque comulgamos y nos unimos mutuamente". La tercera, en relación con lo futuro, por prefigurar este sacramento la fruición (el goce) de Dios, que tendremos en la patria (el cielo)... También se llama "Eucaristía", "buena gracia", porque la gracia de Dios es la vida eterna (Ro 6,23); o porque realmente contiene a Cristo, que está lleno de gracia (Jn 1,14)».

 

Párrafo 1º. Rememorativo

En cuanto es causa de la gracia diciendo relación al pasado: Es el signo conmemorativo o rememorativo de las acciones salvíficas de Cristo, principalmente de su pasión y de su muerte. En la Escritura está contenido en los textos siguientes: El Señor ... tomó el pan, y después de dar gracias, lo partió y dijo: Esto es mi cuerpo, que se da por vosotros; haced esto en memoria mía, y asimismo, después de cenar, tomó el cáliz diciendo: Este cáliz es el Nuevo Testamento (nuevo pacto) en mi sangre; cuantas veces lo bebáis, haced esto en memoria mía. Pues cuantas veces comáis este pan y bebáis este cáliz anunciáis la muerte del Señor (1Cor 11,23ss).

La referencia de la eucaristía a la historia sagrada precedente se expresa en los textos siguientes:

Este cáliz es el nuevo pacto en mi sangre (1Cor 11,25; cfr. Mt 26,28; Mc 14,24; Lc 22,20), alusión al pacto antiguo al pie del Sinaí en la sangre del cordero y a las profecías del futuro pacto que Dios habría hecho con el nuevo pueblo en los días del Mesías.

– Acerca de las relaciones entre la eucaristía y el maná en el desierto: Vuestros padres comieron del maná en el desierto y murieron. Éste es el pan que baja del cielo para que el que coma de él no muera. Yo soy el pan vivo bajado del cielo... y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo (Jn 6,49ss; cfr. 6,32ss y 1Cor 10,1.4).

Párrafo 2º. Demostrativo

En cuanto forma de la gracia, a lo que obra la gracia, diciendo relación al presente: Es decir, la transformación real del alma, es signo demostrativo, es la realidad misma significada por el signo sensible «de las realidades sagradas invisibles presentes; ante todo de la gracia santificante y del culto interno; luego de Dios obrando la santificación y como objeto del culto; de Cristo, causa instrumental y ejemplar de la santificación y causa principal y ejemplar, así como objeto del culto; de la Iglesia, objeto de la santificación y causa instrumental del culto». Lo cual, a mi modo de ver, implica las disposiciones de ánimo de aquel que recibe la santificación o quiere rendir culto. «Su importancia es capital, ya que, por una parte, hace ver cómo la vida litúrgica entalla vigorosamente en la cooperación libre y en la vida moral que ella exige estrictamente y, por otra, demuestra cómo la vida moral y ascética, fuera de la acción litúrgica, no es una cosa sin conexión con la vida litúrgica, sino su connatural derivación exigida, como en germen, en toda acción litúrgica».

Puede leerse para su comprobación la narración de la institución en los sinópticos; las reflexiones de San Pablo; el discurso eucarístico en el capítulo sexto del evangelio de San Juan. La Eucaristía es signo demostrativo, ante todo, del cuerpo y de la sangre de Cristo allí presente: «Éste es mi Cuerpo ...Ésta es mi Sangre» (palabras de la institución). El pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo. ...Si no comiereis la carne del Hijo del hombre y bebiereis su sangre... Quien come mi carne y bebe mi sangre... (Jn 6,51ss.); El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? (1Cor 10,16). Además, la eucaristía es signo demostrativo de la vida divina y de la gracia de unión con Cristo y entre nosotros: Quien come mi carne y bebe mi sangre, en mí mora y yo en él. ...Quien me come vivirá a causa de mí (Jn 6,56ss). Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan (1Cor 10,17). [...] De la Eucaristía [...] en orden a la conducta moral, habla San Pablo explícitamente en la Primera Carta a los Corintios (10,14–22) para hacer ver a los cristianos cuánto estamos obligados a huir de la idolatría: Por lo cual, amados míos, huid la idolatría. Os hablo como a discretos. Sed vosotros jueces de lo que os digo: El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? y el pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Lo que sacrifican los gentiles, a los demonios y no a Dios lo sacrifican, y no quiero yo que vosotros tengáis parte con los demonios. No podéis beber el cáliz del Señor y el cáliz de los demonios. No podéis tener parte en la mesa de Dios y en la mesa de los demonios. ¿O queremos provocar la ira del Señor? ¿Somos acaso más fuertes que Él?. El concepto de eucaristía [...] y del modo de conducirse para con Dios está incluido en el concepto de Eucaristía nuevo pacto, nueva alianza en la sangre de Cristo que reclama el concepto del pacto alianza del Antiguo Testamento con la fuerte acentuación de lo que él lleva consigo de consecratorio y de irrevocablemente obligatorio para el hombre que recibe la alianza de Dios, compromiso consagrado en la sangre de la víctima y del banquete sagrado delante de Dios».

Párrafo 3º. Profético

En cuanto a la meta (el fin) de la gracia, dice relación al futuro: Es signo pronosticador o preanunciativo o pronunciativo o prefigurativo o profético de la unión con Cristo en la gloria de la visión beatífica y del culto de la Jerusalén celeste. Es un concepto que se encuentra con mucha frecuencia en la Sagrada Escritura: Cuantas veces comáis este pan y bebáis este cáliz anunciáis la muerte del Señor hasta que Él venga (1Cor 11,26). Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer, por lo que os digo que no la comeré más hasta que sea cumplida en el reino de Dios (Lc 22,15-16). La conexión ideal de la Última Cena celebrada por Cristo con el banquete pascual judaico es cierta; y no menos cierto es el sentido escatológico del banquete pascual judaico; por lo cual, también por este verso, aparece verdadero el sentido escatológico de la última cena, y la conexión de la eucaristía con la gloria futura y la resurrección aparece, por ejemplo, en los textos siguientes de San Juan: Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo lo resucitaré el último día ... no como vuestros padres, que comieron el maná y murieron: quien come este pan vivirá eternamente (Jn 6,54.58).

Este hecho nos indica, claramente, que la Misa es escuela y fábrica de eternidad, como se dice en las palabras de la consagración del vino: «...Sangre de la alianza nueva y eterna...». Dice Santo Tomás: «Es nueva la alianza por razón de su presentación. Es eterna por razón de la preordenación eterna de Dios y por razón de la herencia eterna determinada en ella. También porque es eterna la persona de Cristo, con cuya sangre se sella la alianza».

Por eso se dice en las Plegarias Eucarísticas: «...pan de vida eterna y cáliz de eterna salvación...»; que «merezcamos... compartir la vida eterna»; «...esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu gloria...»; «así celebremos el gran misterio que nos dejó como alianza eterna»; «...te cantaremos la acción de gracias de Jesucristo, tu Ungido, que vive eternamente»; «...en el banquete de la unidad eterna...». Y luego de la comunión, reza en secreto el sacerdote: «El Cuerpo de Cristo me guarde para la vida eterna», «La Sangre de Cristo me guarde para la vida eterna», «...y que el don que nos haces en esta vida nos aproveche para la eterna».

«La Eucaristía es tensión hacia la meta, pregustar el gozo pleno prometido por Cristo… La Eucaristía, "es, en cierto sentido, anticipación del Paraíso y prenda de la gloria futura" [...] Quien se alimenta de Cristo en la Eucaristía no tiene que esperar el más allá para recibir la vida eterna: la posee ya en la tierra como primicia de la plenitud futura, que abarcará al hombre en su totalidad» .

Hace notar muy bien el P. Vagaggini: «Hay que observar, sin embargo, que las realidades del pasado y las del futuro no son significadas en los signos litúrgicos como cosas exclusiva y puramente pasadas o futuras de tal modo que, en cierta manera, no sean aún o ya realmente presentes en la acción sagrada de la liturgia. Las realidades sagradas del pasado y las del futuro, significadas por los signos litúrgicos, son, en cierto modo, significadas como presentes... El pasado y el futuro son, pues, significados en los signos litúrgicos como en un supratemporal, porque las realidades sagradas invisibles significadas, en cierto aspecto, son como pasadas o futuras, y en otro aspecto, son significadas como concentradas en la realidad presente. Los signos litúrgicos encierran, pues, en su significado litúrgico toda la realidad de la historia sagrada en su presente, pasado y futuro».

Cada Misa, que se afianza en el presente, es un puente de doble dirección. Una, al pasado de la historia salvífica, en especial, el Misterio Pascual del Señor; y otra, al futuro, anticipando, de alguna manera, lo que será, en especial, la vida eterna del cielo.

La Misa es el abrazo más entrañable entre el pasado, el presente y el futuro.

 

Artículo 8º. Tres instancias

Párrafo 1º. Los sacramentos y las tres instancias

Santo Tomás dice respecto de la Eucaristía: Hay «tres cosas que pertenecen a la integridad de este sacramento...». En rigor, todos los sacramentos tienen esas tres cosas, a saber:

1. Sacramentum tantum, es decir, los que es sólo sacramento o sólo signo;

2. Res et sacramentum, es decir, lo que es realidad o cosa y sacramento; o efecto y signo;

3. Res tantum, es decir, lo que es sólo realidad o sólo efecto o sólo cosa.

SACRA-MENTOS

Sacramentum tantum

(sólo el signo)

(Materia y forma = lo determinable y lo determinante)

Res et sacramentum

(el efecto y el signo)

Res tantum

(sólo el efecto)

(Gracia santificante y

gracia particular de

cada sacramento

Bautismo

Ablución del agua –

«Yo te bautizo...»

Carácter bautismal Filiación divina

Confirmación

Imposición de manos y crismación – «Recibe por esta unción...» Carácter confirmación Milicia cristiana

Eucaristía

Pan y vino – «Este es mi cuerpo... es mi sangre... » Cuerpo entregado, Sangre derramada y ofrecida Cuerpo Místico, o sea, unidad eclesiástica y la

caridad

Confesión

Actos del penitente –

«Yo te absuelvo...»

Penitencia interior Remisión del pecado

Unción

de los enfermos

Unción con óleo –

«Por esta santa unción...»

Alivio espiritual Gracia sanativa de los

rastros del pecado

 

Matrimonio

Mutuo Consentimiento Vínculo conyugal

Indisoluble

Gracia que produce el

sacramento

Orden sagrado

Imposición de las manos – «Te pedimos... que ... reciba de ti el sacerdocio...» Carácter sacerdotal Configuración con Cristo Cabeza y Pastor

Los sacramentos de la Nueva Ley, como dice San Agustín, son: «pocos en número, fáciles de observar, excelentes en su significado...».

 

El «sacramentum tantum» y la «res et sacramentum» obran por la fuerza del sacramento, por la misma obra obrada (es decir, «ex opere operato»), por eso, «ni el buen sacerdote hace más ni el malo menos», enseña Inocencio III; mientras que es necesario que el sujeto que recibe el sacramento no ponga obstáculo, o sea, obre a modo de mérito, por devoción del sujeto, por proceder de la fe y de la caridad (es decir, «ex opere operantis»), para recibir con buenas disposiciones los frutos. Es lo que distingue, esencialmente, el orden sacramental de la Iglesia de cualquier clase de magicismo superticioso, o sea, los sacramentos no obran mecánicamente sin tener en cuenta las disposiciones interiores de quienes los reciben.

Para recibirlos con fruto es necesaria nuestra libre colaboración. Por eso, de nada sirve «forzar» a alguien (si eso se pudiera hacer) a recibir algún sacramento en contra de su querer. No habría fruto.

Párrafo 2º. La Eucaristía y las tres instancias

En la Eucaristía, que es un sacramento sacrificial nos encontramos, como en los otros seis sacramentos, con tres aspectos íntimamente unidos:

1. Lo que los teólogos llaman: el sacramento sólo o signo sólo, sacramentum tantum»), o sea, el signo sensible exterior, el rito externo, aquello que significa y no es significado («significat et non significatur»): las especies de pan y vino, consagradas separadamente, que significan eficazmente la presencia del Señor y su inmolación sacramental.

2. Lo llamado: sacramento y cosa o signo y efecto, res et sacramentum»), que es algo intermedio entre el sacramento solo y la cosa sola –en el Bautismo, Confirmación y Orden Sagrado es el carácter–, aquello que es significado y al mismo tiempo significa («quod significatur simul et significat»); es significado (es efecto) inmediatamente por el sacramento más exterior y, además, significa (es causa) eficazmente –en cuanto unido por un nexo infalible con el mismo sacramento exterior– el último efecto de la gracia: el Cuerpo entregado y la Sangre derramada de Cristo, ofrecidas en sacrificio a Dios. Es decir que, por razón de las promesas de Cristo y del sentido de las palabras de la doble consagración, las especies muestran que Cristo está allí entregado.

3. Lo que se llama: la sola cosa o efecto sólo res tantum»), o sea, el efecto interior, no–sensible, aquello que es significado y no significa («significatur et non significat»): «El Cuerpo místico de Cristo», ya que –por ser alimento espiritual del alma– es la gracia de unión con Cristo, Cabeza del cuerpo místico, y con sus miembros, por el que nos hacemos «una sola persona mística», con Él y con los hermanos, inmolándonos juntos al unir nuestros sacrificios interiores a la inmolación de Cristo. Es el acceso al Santuario, o sea, la participación a la vida trinitaria por la Sangre de Jesús.

Dice el teólogo J. H. Nicolás, OP, que esta distinción, que él llama «triple instancia», es una distinción que afecta «a la acción sacramental en su dinamismo», ya que tenemos:

a. lo que no es más que signo exterior = «sacramentum tantum», que es el signo sacramental: Por ejemplo, en la Misa el pan y el vino;

b. lo que es significado por el signo exterior y, a su vez, significa el efecto interior = «res et sacramentum»: Por ejemplo, el Cuerpo y la Sangre entregados, bajo la especie de pan y vino;

c. lo que no es más que significado = «res tantum», que es el efecto, la misma salvación, la gracia: Por ejemplo, la unión del Cuerpo Místico de Cristo, la Iglesia.

Esta distinción se refiere a la eficacia de los sacramentos, pero también, y principalmente a la significación.

A la eficacia, porque si alguno pone obstáculo no recibe el efecto del sacramento y aún más, si alguno come el pan o bebe la copa del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo (1Cor 11,27–29), es decir, no sólo no le dará la vida, sino que, por el contrario, puede darnos la muerte.

A la significación, porque uno es el signo visible, sensible, y otro es el signo invisible, la gracia.

A la verdad del sacramento, porque si un ministro legítimo junta la palabra al elemento, necesariamente se produce el sacramento, sin obstar la indignidad del ministro ni la del receptor. Es la acción del sacramento llamada «ex opere operato».

A su fructuosidad, ya que teniendo verdadero sacramento y sin poder destruir la naturaleza del mismo y su poder para producir fruto, no lo produce si no se dan las debidas condiciones en el receptor.

A la estabilidad, con el ministro válido, la materia y la forma, ciertamente hay sacramento. No destruye su estabilidad por algo extrínseco a él.

A la reviviscencia de algunos sacramentos, como indicamos en el punto siguiente.

Párrafo 3º. Más sobre las tres instancias

El gran teólogo Cardenal Luis Billot (quien tuvo como a uno de sus alumnos preferidos al querido y ejemplar Obispo, Mons. Antonio Rocca, que fuera por 41 años vicario general de la Arquidiócesis de Buenos Aires) enseñaba al respecto: «El mencionado efecto se llama «res» y «sacramentum» (realidad y sacramento), del cual hemos anticipado algo anteriormente. Puesto que Santo Tomás enseña que en los sacramentos de la Nueva Ley se encuentran tres cosas: a saber, algo que es sacramento sólo, algo que es realidad y sacramento y algo que es sólo realidad. El sacramento sólo significa y no es significado; pues es el mismo signo exterior que consta de cosas como de materia y de palabras como forma. La realidad tan sólo está significada pero no significa; pues es el último efecto, o sea la gracia propia de cada sacramento. Finalmente la realidad y el sacramento es algo intermedio que es significado y significa al mismo tiempo; digo es significado, inmediatamente por el sacramento exterior, y además en cuanto unido infaliblemente con el mismo sacramento exterior, significa el último efecto de la gracia, que como dijimos recién es sólo realidad (res).

Finalmente se designa aquel mismo efecto del que trata la presente proposición como la razón de la reviviscencia del sacramento ilícitamente recibido, en cuanto desaparece el obstáculo. Pues se ha de saber que los teólogos dicen que los sacramentos reviven, cuando se reciben válidamente pero infructuosamente por falta de las disposiciones y luego, quitado el impedimento que se oponía a la infusión de la gracia del sacramento, consiguen el efecto de la justificación. Y se toma esta noción de San Agustín, ... [quien] enseñando contra los donatistas que no hay que rebautizar a los herejes convertidos a la Iglesia Católica, dice: «Pues como en aquel que se acercara indebidamente, no debe ser bautizado de nuevo sino que es purificado con la misma piadosa corrección y verdadera confesión..., para que lo que antes fue dado, entonces empiece a valer para la salvación cuando aquel impedimento desaparezca con una verdadera confesión; así también el que recibió el bautismo de Cristo en alguna herejía o cisma (por cuyo sacrílego crimen sus pecados no fueron perdonados) cuando se haya corregido y venga a la sociedad y la unidad de la Iglesia, no se ha de bautizar de nuevo porque su misma reconciliación y paz hace que ya empiece a aprovechar el sacramento en la unidad para la remisión de sus pecados, el cual recibido en el cisma no podía aprovechar». Sin embargo al tratar de la reviviscencia de los sacramentos es necesario distinguir entre un sacramento y otro. Pues que el bautismo reviva y por razón de su evidente igualdad, los otros dos que imprimen carácter, es sentencia común y concorde de todos. Por el contrario, todos afirman con certeza que la Eucaristía no revive. Pero de los otros tres se discute. Hay quienes niegan rotundamente y quienes afirman rotundamente y nosotros con ellos; finalmente hay quienes opinan que reviven el Matrimonio y la Extremaunción, pero no la Penitencia, porque juzgan que no se puede dar el sacramento de la Penitencia válido al mismo tiempo informe».

Magníficamente S.S. Inocencio III decía: «Hay que distinguir, sin embargo, sutilmente entre las tres cosas distintas que hay en este sacramento: la forma visible, la verdad del cuerpo y la virtud espiritual. La forma es la del pan y el vino; la verdad, la de la carne y la sangre; la virtud, la de la unidad y la caridad. Lo primero es signo y no realidad. Lo segundo es signo y realidad. Lo tercero es realidad y no signo. Pero lo primero es signo de entrambas realidades. Lo segundo es signo de lo tercero y realidad de lo primero. Lo tercero es realidad de entrambos signos».

Las obras de Dios son perfectas (Dt 32,4) y los sacramentos y el sacrifico sacramental, por ser obras de Dios, son perfectos.

Párrafo 4º. Genialidad de este don de Dios

Frente a esta inefable realidad podemos considerar la sabiduría de nuestro Señor que quiso quedarse como comida y bebida bajo las especies consagradas y, además, la genialidad de dejarnos –como necesita nuestra naturaleza humana– un sacrificio visible, y por si fuese poco, no en especie propia, sino incruento, es decir, bajo otra especie, en especie ajena de pan y vino. Como quiso coadunar a su Cuerpo físico, su Cuerpo místico. Y, por último, como quiso quedarse bajo las especies eucarísticas todo el tiempo que duren las mismas, en actitud de oblación.

Por tanto, considero adecuado la posibilidad de deducir algunas consecuencias espirituales de esta doctrina de las tres formalidades del sacramento:

1. Considerando solamente el sacramento o signo: El signo más importante de la Eucaristía son las especies del pan y del vino, consagrados e inmolados. Todos los otros signos, ceremonias, acciones, cantos, actitudes, construcciones, mobiliario, ornamentos, etc. deben ayudar a realizar el signo primario; estas cosas son importantes para solemnizar la Eucaristía, pero no son lo principal. Tanto la Misa de Barcelona, como el más imponente pontifical celebrado por el Papa en la Basílica de San Pedro solemnizado por la Misa de la Coronación de Mozart, como la salsburguriense a cinco coros en la catedral de Salzburgo, como la que hemos celebrado en villas miserias bajo una nube de moscas, como la de los confesores de la fe Mindzenty, Slipyj, Van Thuan, etc. en sus prisiones –sin ornamentos, ni cantos, ni misales, ni cirios, ni manteles...– sólo ofreciendo la materia, consagrándola y comulgándola... en todas ellas lo más y lo único importante es el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo.

Cuando hacemos la adoración con el Santísimo Sacramento expuesto no hablamos con la custodia que lo contiene, ni le prestamos a ella mucha atención. Hablamos sí, escuchamos sí, adoramos sí, al mismo Señor expuesto en ella. De manera parecida obramos y debemos obrar en la Misa: debemos trascender lo sensible para llegar a lo esencial, que está velado por lo sensible.

Además, hemos de prestar suma atención al hecho de que, tal como instituyó este sacramento Nuestro Señor Jesucristo, se realiza por la doble consagración, primero del pan y luego del vino, que significan y realizan, el sacrificio de la Cruz en el cual también, su Sangre apareció separada de su Cuerpo.

2. Ni la posible indignidad del ministro, ni nuestra real indignidad afectan a la realidad infalible por la cual, dada las condiciones, el mismo Cristo ofrece su Cuerpo entregado y su Sangre derramada al Padre celestial.

Aunque me parezca no tener fe y en realidad no la tuviese, aunque me parezca estar lleno de pecados y lo estuviese realmente, aunque me pareciera que no me falta ningún escrúpulo y de hecho así lo fuese. Cristo está infaliblemente bajo las especies eucarísticas, aún después del rito mismo de la Consagración. Más allá de todo condicionamiento y limitación humana, habiendo un ministro legítimo, que quiere hacer lo que hace la Iglesia, que sobre la materia de pan de trigo y vino de uva, pronuncia las palabras de Cristo: «...Es mi Cuerpo ... es mi Sangre».

3. Si consideramos solamente lo que produce invisiblemente este sacramento, debemos considerar atentamente que realiza la Iglesia, es decir el Cuerpo místico de Cristo, la unión con su Cabeza Cristo y, por su Cabeza, unión con todos sus miembros. Unión con los miembros que ya reinan en el cielo formando la Iglesia celestial –la Virgen, los santos, los beatos... los que murieron en gracia sin deber pena temporal...–; unión con los que murieron en gracia pero están pagando todavía la pena temporal debida a los pecados ya perdonados y forman la Iglesia paciente, por quienes sufragamos; unión con todos los bautizados que todavía peregrinan por este mundo, unión plena con aquellos que están en gracia, unión en la fe con aquellos que están en pecado y una cierta unión con todos los hombres y mujeres que viven en este mundo y no están bautizados porque son miembros en potencia del Cuerpo Místico de Cristo y por todos ellos ofrecemos el sacrificio de Cristo y nuestros sacrificios unidos al sacrificio de El.

Porque significa la unidad de la Iglesia y la realiza eficazmente se nombra a los garantes de esa unidad: De la Iglesia Universal: el Papa, de la Iglesia particular, el Obispo. En cada Misa aprendemos a trabajar por la unidad de la Iglesia, a suspirar por la unidad de todos los cristianos y de todos los hombres hasta que se cumpla la promesa –profecía del Señor: Habrá un sólo rebaño y un sólo pastor (Jn 10,16).

¡No dejemos nunca de admirar la belleza de la Eucaristía y de enriquecernos con su participación y frecuencia!

 

Artículo 9º. Tres fines

Párrafo 1º. Latréutico

1. Sólo a Dios se debe sacrificar

«La eucaristía es a la vez sacrificio y sacramento. Tiene razón de sacrificio en cuanto se ofrece; y de sacramento en cuanto se recibe».

¿A quién se ofrece el sacrificio? Sólo a Dios.

Es muy cierto que sólo a Dios puede ofrecerse el sacrificio como enseña el Concilio de Trento: «Y aunque la Iglesia haya tenido la costumbre de celebrar en varias ocasiones algunas Misas en honor y memoria de los santos; enseña no obstante que no se ofrece a éstos el sacrificio, sino sólo a Dios que les dio la corona; por lo que no puede el sacerdote decir: Yo te ofrezco el sacrificio, san Pedro o san Pablo, sino que dando gracias a Dios por las victorias que éstos alcanzaron, implora su patrocinio, para que los mismos santos de quienes hacemos memoria en la tierra, se dignen interceder por nosotros en el cielo».

Enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: «Es justo ofrecer a Dios sacrificios en señal de adoración y de gratitud, de súplica y de comunión: "Toda acción realizada para unirse a Dios en la santa comunión y poder ser bienaventurado es un verdadero sacrificio".

El sacrificio exterior, para ser auténtico, debe ser expresión del sacrificio espiritual. Mi sacrificio es un espíritu contrito (Sl 51,19). Los profetas de la Antigua Alianza denunciaron con frecuencia los sacrificios hechos sin participación interior o sin relación con el amor al prójimo. Jesús recuerda las palabras del profeta Oseas: Misericordia quiero, que no sacrificio (Mt 9,13; 12,7). El único sacrificio perfecto es el que ofreció Cristo en la cruz en ofrenda total al amor del Padre y por nuestra salvación. Uniéndonos a su sacrificio, podemos hacer de nuestra vida un sacrificio para Dios».

¿Cuál es la razón de que sólo a Dios se sacrifique? La razón es que el sacrificio es el supremo acto de latría con el que adoramos a Dios, Ser supremo e infinito en toda perfección. Sería crimen de lesa majestad divina ofrecer sacrificio a cualquier criatura, ya que equivaldría a concederle la dignidad del Creador. Por eso recuerda el Señor: Adorarás al Señor tu Dios y a Él sólo servirás (Mt 4,10).

También es sabido que sólo a Dios y a nadie más se le pueden erigir templos y altares. Dice San Agustín: «El pueblo cristiano celebra con solemnidad religiosa las memorias de los mártires (de la Virgen María, de los santos y beatos...) de tal manera, sin embargo, que no se levantan altares a los mártires, sino al mismo Dios de los mártires, aunque en memoria de ellos». Por eso los templos y altares no son consagrados o dedicados a los santos cuyos nombres llevan, sino sólo a Dios, en memoria de ellos, como los sacrificios o Misas se ofrecen sólo a Dios, aunque se digan Misas en honor de la Virgen, de los santos o por diversas necesidades.

Por eso decimos en la Misa: «Padre misericordioso, te pedimos... que aceptes... este sacrificio santo y puro que te ofrecemos... Acepta, Señor, esta ofrenda... Te ofrecemos, Dios de gloria y majestad... el sacrificio puro, inmaculado y santo... Dios todopoderoso, que esta ofrenda sea llevada a tu presencia... (en forma parecida en las otras Plegarias).

Por tanto, venimos a la Misa para ofrecer el sacrificio a Dios. Debemos tener, cada vez más, una profunda actitud ofertorial hasta que, cada uno de nosotros, «...seamos colmados de gracia y bendición..., ...(nos) congregue en la unidad..., ...formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu, ...seamos en Cristo víctima viva para alabanza de tu gloria».

2. Sólo a Dios se debe adorar

Así como sólo al Dios, vivo y verdadero, se debe ofrecer el sacrificio, así sólo a Dios se debe adorar con culto de latría. Y por ser la Misa representación viva del sacrificio de la cruz, tiene los mismos fines y produce los mismos efectos. El primer fin es el latréutico o de adoración o de alabanza a Dios, por eso decimos en la Misa: «...Te ofrecemos, y ellos mismos te ofrecen, este sacrificio de alabanza, a ti, eterno Dios, vivo y verdadero», «...Con razón te alaban todas las criaturas...».

 

Enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: «La adoración es el primer acto de la virtud de la religión. Adorar a Dios es reconocerle como Dios, como Creador y Salvador, Señor y Dueño de todo lo que existe, como Amor infinito y misericordioso. Adorarás al Señor tu Dios y sólo a él darás culto (Lc 4,8), dice Jesús citando el Deuteronomio.

Adorar a Dios es reconocer, con respeto y sumisión absolutos, la "nada de la criatura", que sólo existe por Dios. Adorar a Dios es alabarlo, exaltarle y humillarse a sí mismo, como hace María en el Magnificat, confesando con gratitud que Él ha hecho grandes cosas y que su nombre es santo. La adoración del Dios único libera al hombre del repliegue sobre sí mismo, de la esclavitud del pecado y de la idolatría del mundo».

El hombre y la mujer que a lo largo de su existencia llega a experimentar la presencia de Dios, su acción todopoderosa y misericordiosa, su gloria inmensa y su santidad sin mancha, es normal que adore a Dios. La adoración es la expresión de la reacción compleja del hombre impresionado por la proximidad de Dios: conciencia aguda de su insignificancia y de su pecado, confusión silenciosa, veneración trepidante y agradecida, homenaje jubiloso de todo su ser. Hay gestos de adoración como el beso del adorante, que al no poder alcanzar a Dios, se llevaba la mano delante de la boca (ad os = adorare), que tiene sin duda por objeto expresar a la vez su deseo de tocar a Dios y acortar la distancia que le separa de Él.

 

¡Venimos a la Santa Misa para adorar a Dios! A cumplir lo que Él nos enseñó como el mandamiento más grande y el primero: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente (Lc 10, 27) y, cuando es Domingo, venimos también para cumplir con el tercer mandamiento: «Santificar las fiestas».

No se cansa Dios de enseñarnos en la Biblia que sólo a Él debemos adorar como a Dios: Yahvé es el verdadero Dios y que no hay otro fuera de él (Dt 4, 35), Reconoce, pues, hoy y medita en tu corazón que Yahvé es el único Dios allá arriba en el cielo, y aquí abajo en la tierra; no hay otro (Dt 4,39), Ved ahora que yo, sólo yo soy, y que no hay otro Dios junto a mí (Dt 32,39), Yahvé es Dios y no hay otro (1Re 8,60), No tembléis ni temáis; ¿no lo he dicho y anunciado desde hace tiempo? Vosotros sois testigos; ¿hay otro dios fuera de mí? ¡No hay otra Roca, yo no la conozco! (Is 44,8), Yo soy Yahvé, no hay ningún otro; fuera de mí ningún dios existe (Is 45,5), Yo soy Yahvé, no existe ningún otro... (Is 45,18), ¿No he sido yo Yahvé? No hay otro dios, fuera de mí. Dios justo y salvador, no hay otro fuera de mí (Is 45,21), Yo soy Dios y no hay ningún otro, yo soy Dios, no hay otro como yo (Is 46,9), Grande eres, Señor, Dios de Daniel, y no hay otro dios fuera de ti (Dn 14,41), etc.

Cuando se adora algo distinto del Dios vivo y verdadero se cae en el grave pecado de idolatría: El que sacrificase a dioses extraños es reo de muerte (Ex 22,19). Nos dice el Catecismo: «La idolatría no se refiere sólo a los cultos falsos del paganismo. Es una tentación constante de la fe. Consiste en divinizar lo que no es Dios. Hay idolatría desde el momento en que el hombre honra y reverencia a una criatura en lugar de Dios. Trátese de dioses o de demonios (por ejemplo, el satanismo), de poder, de placer, de la raza, de los antepasados, del Estado, del dinero, etc. No podéis servir a Dios y al dinero, dice Jesús (Mt 6,24). Numerosos mártires han muerto por no adorar a "la Bestia", negándose incluso a simular su culto. La idolatría rechaza el único Señorío de Dios; es, por tanto, incompatible con la comunión divina».

El ofrecer sacrificios y el adorar a Dios son precepto de la misma ley natural, además de serlo de la ley divina. Los hombres y, a veces, los mismos pueblos, al olvidarse de estas verdades terminan por rendir culto a falsos dioses. Como señalaron a fuego en Puebla los Obispos Latinoamericanos: «Nada es divino y adorable fuera de Dios. El hombre cae en la esclavitud cuando diviniza o absolutiza la riqueza, el poder, el Estado, el sexo, el placer o cualquier creación de Dios, incluso su propio ser o su razón humana. Dios mismo es la fuente de liberación radical de todas las formas de idolatría, porque la adoración de lo no adorable y la absolutización de lo relativo, lleva a la violación de lo más íntimo de la persona humana: su relación con Dios y su realización personal. He aquí la palabra liberadora por excelencia: Al Señor Dios adorarás, sólo a él darás culto (Mt 4, 10). La caída de los ídolos restituye al hombre su campo esencial de libertad. Dios, libre por excelencia, quiere entrar en diálogo con un ser libre, capaz de hacer sus opciones y ejercer sus responsabilidades individualmente y en comunidad. Hay, pues, una historia humana que, aunque tiene su consistencia propia y su autonomía, está llamada a ser consagrada por el hombre a Dios. La verdadera liberación, en efecto, libera de una opresión para poder acceder a un bien superior».

«Los bienes de la tierra se convierten en ídolo y en serio obstáculo para el Reino de Dios, cuando el hombre concentra toda su atención en tenerlos o aun en codiciarlos. Se vuelven entonces absolutos. No podéis servir a Dios y al dinero (Lc 16,13)».

«La riqueza absolutizada es obstáculo para la verdadera libertad. Los crueles contrastes de lujo y extrema pobreza, tan visibles a través del continente, agravados, además, por la corrupción que a menudo invade la vida pública y profesional, manifiestan hasta qué punto nuestros países se encuentran bajo el dominio del ídolo de la riqueza».

«Estas idolatrías se concentran en dos formas opuestas que tienen una misma raíz: el capitalismo liberal y, como reacción, el colectivismo marxista. Ambos son formas de lo que puede llamarse "injusticia institucionalizada"».

Por eso: «La Iglesia, al proponer la Buena Nueva, denuncia y corrige la presencia del pecado en las culturas; purifica y exorciza los desvalores. Establece, por consiguiente, una crítica de las culturas. Ya que el reverso del anuncio del Reino de Dios es la crítica de las idolatrías, esto es, de los valores erigidos en ídolos o de aquellos valores que, sin serlo, una cultura asume como absolutos... ».

El hombre y la mujer, tanto como individuo como sociedad, a alguien tienen que adorar: o adorarán a Dios o adorarán al diablo, pero sólo adorar a Dios es reinar.

Olvidarse de ofrecer el sacrificio eucarístico, no participar de él como corresponde, no adorar al Ser Supremo, no cumplir con el precepto dominical... nos lleva a atarnos el dogal al cuello para ser esclavos de quienes ofrecen el espejismo de la falsa felicidad del mundo que «parece lo que no es y promete lo que no se da ... si halaga, es para engañar; si levanta, es para derribar; si alegra, es para entristecer ... ¿Qué bienes hay en él que no sean falsos y qué males que no sean verdaderos?». Y terminamos sirviendo a la nueva religión del dinero, que produce la injusticia institucionalizada propia del «imperialismo internacional del dinero».

Si estamos como estamos es porque, como individuos y como pueblo, primero, dejamos de estar bien con Dios.

Párrafo 2º. Eucarístico

1. Introducción

Decíamos que «por ser la Misa representación viva del sacrificio de la cruz, tiene los mismos fines y produce los mismos efectos. El primer fin es el latréutico o de adoración o de alabanza a Dios... », pero, además, son fines de la cruz y por tanto de la Misa, el segundo que es el fin eucarístico o de acción de gracias, y el tercero que es el fin propiciatorio o de pedir perdón, que según Trento se desdobla en dos ya que incluye, además, el fin impetratorio o de pedir por nuestras necesidades, que algunos consideran el cuarto fin. De tal modo que: «La alabanza y la acción de gracias tienen como término de referencia a Dios». El fin propiciatorio –que incluye el impetratorio– se dirige a Dios pero tiene su efecto sobre los hombres.

Celebramos la Misa de acción de gracias a Dios todopoderoso, por todos los bienes recibidos de Él, como la creación, la existencia, la vida, el alma espiritual, el ser hijos de Dios, el poder vivir en libertad, la salud, la alegría, el sentido de la vida y del amor, el trabajo, la familia, la solidaridad, la comunión con los hermanos, los dones particulares, etc. Es el segundo fin que Cristo tuvo en la cruz y perpetúa en la Misa: el fin eucarístico o de acción de gracias.

2. Los hombres y mujeres necesitan dar gracias a Dios

La realidad primera de la historia del hombre es el don –presente, regalo, obsequio...– gratuito de Dios, sobreabundante y sin derogación. La acción de gracias es la respuesta a los dones de Dios. Es conciencia de los dones de Dios. Cuando un hombre no agradece los dones de Dios es porque, para ese hombre, los dones no son buenos. La acción de gracias es entusiasmo del alma maravillada por esta generosidad, es reconocimiento gozoso ante la grandeza divina. Es una reacción religiosa fundamental de la criatura que descubre, en una trepidación de gozo y de veneración, algo de Dios, de su grandeza y de su gloria, de su poder y de su sabiduría, de su hermosura y de su alegría. Es decir públicamente la grandiosidad de las obras de Dios. Alabar a Dios es publicar sus grandezas; darle gracias es proclamar las maravillas que realiza y dar testimonio de las mismas.

3. Jesús nos dio ejemplo

Por ser Jesucristo la revelación y el don de la gracia perfecta, su persona es la revelación de la perfecta acción de gracias dadas al Padre en el Espíritu Santo. Toda su vida fue una perfecta acción de gracias al Padre y sólo Él es nuestra acción de gracias, como sólo Él es nuestra alabanza. Él es el que primero da gracias al Padre y por Él, con Él y en Él, nosotros.

Jesús nos dio ejemplo de oración de acción de gracias: «Los evangelistas han conservado las dos oraciones más explícitas de Cristo durante su ministerio. Cada una de ellas comienza precisamente con la acción de gracias. En la primera, Jesús confiesa al Padre, le da gracias y lo bendice porque ha escondido los misterios del Reino a los que se creen doctos y los ha revelado a los "pequeños" (los pobres de las Bienaventuranzas). Su conmovedor ¡Sí, Padre! expresa el fondo de su corazón, su adhesión al querer del Padre, que fue un eco del "Fiat" de su Madre en el momento de su concepción y que preludia lo que dirá al Padre en su agonía. Toda la oración de Jesús está en esta adhesión amorosa de su corazón de hombre al misterio de la voluntad del Padre (Ef 1,9).

La segunda oración nos la transmite San Juan, antes de la resurrección de Lázaro. La acción de gracias precede al acontecimiento: Padre, yo te doy gracias por haberme escuchado, lo que implica que el Padre escucha siempre su súplica; y Jesús añade a continuación: Yo sabía bien que tú siempre me escuchas, lo que implica que Jesús, por su parte, pide de una manera constante. Así, apoyada en la acción de gracias, la oración de Jesús nos revela cómo pedir: Antes de que lo pedido sea otorgado, Jesús se adhiere a Aquél que da y que se da en sus dones. El Dador es más precioso que el don otorgado, es el "tesoro", y en Él está el corazón de su Hijo; el don se otorga como "por añadidura"».

Por eso es que la oración de acción de gracias caracteriza la oración de la Iglesia: «La acción de gracias caracteriza la oración de la Iglesia que, al celebrar la Eucaristía, manifiesta y se convierte cada vez más en lo que ella es. En efecto, en la obra de salvación, Cristo libera a la creación del pecado y de la muerte para consagrarla de nuevo y devolverla al Padre, para su gloria. La acción de gracias de los miembros del Cuerpo participa de la de su Cabeza. Al igual que en la oración de petición, todo acontecimiento y toda necesidad pueden convertirse en ofrenda de acción de gracias. Las cartas de san Pablo comienzan y terminan frecuentemente con una acción de gracias, y el Señor Jesús siempre está presente en ella. En todo dad gracias, pues esto es lo que Dios, en Cristo Jesús, quiere de vosotros (1Te 5,18). Sed perseverantes en la oración, velando en ella con acción de gracias (Col 4,2)».

Más de 60 veces se utiliza en el Nuevo Testamento una palabra casi desconocida en el Antiguo, en griego «eucharisteo», «eucharistía», lo que manifiesta la originalidad y la importancia de la acción de gracias cristiana, respuesta a la gracia («charis») dada por el Padre en Jesucristo.

4. La acción de gracias por excelencia

Dice el Catecismo de la Iglesia Católica: «La Eucaristía, sacramento de nuestra salvación realizada por Cristo en la cruz, es también un sacrificio de alabanza en acción de gracias por la obra de la creación. En el sacrificio eucarístico, toda la creación amada por Dios es presentada al Padre a través de la muerte y resurrección de Cristo. Por Cristo, la Iglesia puede ofrecer el sacrificio de alabanza en acción de gracias por todo lo que Dios ha hecho de bueno, de bello y de justo en la creación y en la humanidad. La Eucaristía es un sacrificio de acción de gracias al Padre, una bendición por la cual la Iglesia expresa su reconocimiento a Dios por todos sus beneficios, por todo lo que ha realizado mediante la creación, la redención y la santificación. "Eucaristía" significa, ante todo, acción de gracias. La Eucaristía es también el sacrificio de alabanza por medio del cual la Iglesia canta la gloria de Dios en nombre de toda la creación. Este sacrificio de alabanza sólo es posible a través de Cristo: Él une los fieles a su persona, a su alabanza y a su intercesión, de manera que el sacrificio de alabanza al Padre es ofrecido por Cristo y con Cristo para ser aceptado en Él».

La liturgia nos dice de muchas maneras que la Misa es un sacrificio no sólo latréutico o de adoración y alabanza, sino también un sacrificio eucarístico o de acción de gracias. Todos los prefacios son acción de gracias (la cual se expresa sobre todo allí, en el prefacio) en la que el sacerdote, en nombre de todo el pueblo santo, glorifica a Dios Padre y le da las gracias por toda la obra de la salvación o por alguno de sus aspectos particulares, según las variantes del día, fiesta o tiempo. Por ejemplo, los prefacios nos dicen: «Demos gracias al Señor, nuestro Dios», respondiendo el pueblo: «Es justo y necesario», y continúa el sacerdote: «En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias, Padre santo, siempre y en todo lugar... En verdad es justo darte gracias, y deber nuestro glorificarte... Te damos gracias...», (y expresiones semejantes). En el momento más importante, tanto en la consagración del pan como en la consagración del vino se dice: «Dando gracias», o «Dándote gracias», o «Te dio gracias». En la oración memorial: «Te damos gracias», «En esta acción de gracias».

Así como es de ley natural que el hombre ofrezca sacrificios a Dios y lo adore, es de ley natural que al ofrecer el sacrificio le de gracias por los beneficios recibidos.

5. Y así instituyó la Misa Jesucristo

En los cuatro relatos de institución de la Eucaristía, aparece nuestro Señor dando gracias. Lo cual nos indica que, según la mente y el corazón del Señor, la oblación del sacrificio eucarístico va estrechamente unida a la acción de gracias «hasta el punto de ser ella la mismísima excelentísima expresión del agradecimiento que debemos expresar a Dios por los beneficios recibidos».

Por eso decía San Juan Crisóstomo: «Estos tremendos misterios, tan saludables que se celebran en cada una de las reuniones cristianas son llamados Eucaristía, porque son recordación de muchos beneficios, y nos hacen capaces sobre todo para dar gracias por ellos».

Es esencial al culto de Dios darle gracias por los beneficios recibidos. El don de valor infinito que se ofrece en la Misa, Jesucristo mismo, y el acto de amor infinito con que se ofrece, y nosotros con Cristo, unidos a Él en caridad, son la mejor acción de gracias.

Como enseña un autor: «En el sacrificio del altar, Jesucristo está animado de los mismos sentimientos de agradecimiento que lo abrazaron durante la pasión, en la santa Cena, y sobre el Calvario. El don que Él presenta a su Padre por todos los beneficios dados al género humano es, como sobre la cruz, su Cuerpo nobilísimo y su Sangre preciosísima. La Santa Misa es, entonces, un sacrificio de acción de gracias excelente e infinitamente agradable a Dios; en compensación por todos los beneficios divinos de los cuales el cielo y la tierra están repletos. El mismo Jesucristo ofrece el sacrificio eucarístico para agradecer de nuevo por nosotros y suplir las imperfecciones de nuestro reconocimiento. Mas nosotros lo ofrecemos también con Él y con el mismo objetivo: porque su sacrificio es el nuestro propio. Para Él nosotros hemos venido a ser ricos por rendir a Dios un don de una grandeza sin límites, en retorno de todos los bienes pasados y de dones excelentes que nos vienen de su gran liberalidad. Si nosotros mismos no podemos agradecerle de modo conveniente ni el menor beneficio, el santo sacrificio de la Misa, nos permite, él mismo, pagar todas nuestras deudas por muy grandes que ellas pudieran ser».

Lo peor que nos podría pasar en estos tiempos de dificultades y penurias, es olvidarnos de agradecer a Dios por tantos bienes que nos da, aún en medio de las dificultades, y aún las mismas dificultades.

Cuando dejamos de ver los bienes que recibimos, a raudales, todos los días, perdemos la alegría de vivir, el sentido de nuestro paso por esta tierra, la grandeza del fin último al que estamos llamados y caemos inexorablemente en distintas formas de tristeza y depresión, nos volvemos disconformes con todo, la vida cuenta poco, y hasta nos molesta la luz del sol.

Rendir culto a Dios, ofrecerle el sacrificio de adoración y de acción de gracias, es decir que uno reconoce que Él es bueno, que son buenas todas sus criaturas, que es bueno que uno viva y que la vida es buena; es afirmar la bondad de la existencia: Y esa es la raíz profunda de la fiesta. Hoy día se busca todo lo contrario y, por tanto, los hombres y los pueblos se van olvidando de hacer verdadera fiesta.

Párrafo 3º. Propiciatorio e Impetratorio

A. Propiciatorio

Hemos recordado reiteradas veces que la Eucaristía tiene los mismos fines que el sacrificio de la cruz. Uno de ellos es el fin propiciatorio, o expiatorio, o purificatorio, o de hacernos agradables a Dios, o de borrar las culpas, o del poder que tiene para perdonar los pecados y las penas temporales merecidas por los pecados, como el sacrificio de la cruz.

La Misa como sacrificio propiciatorio produce tanto la propiciación que aplaca a Dios, restablece al hombre en su amistad y perdona el pecado, como la satisfacción que remite las penas temporales merecidas por el pecado, que han de ser expiadas en esta vida o en el purgatorio. Por eso algunos llaman a este efecto satisfactorio.

1. Ideas sobre el tema en la Biblia

En la Biblia se usa frecuentemente –unas 70 veces– el término «expiación», por ejemplo Ex 30,10: Con la sangre del sacrificio por el pecado, es decir, el de la expiación, una vez cada año hará expiación por él en vuestras sucesivas generaciones; después derramó la sangre al pie del altar; de esta manera lo consagró haciendo por él la expiación (Lv 8,15), tendréis esto como decreto perpetuo: hacer la expiación (Lv 16,34), el día décimo de este séptimo mes será el día de la Expiación (Lv 23,27; el 10 tisri es el Ion Kippur); mientras el sumo sacerdote ofrecía el sacrificio de expiación (2Mac 3,33), etc. Decir expiar es decir esencialmente «purificar», o más exactamente, hacer un objeto, un lugar o una persona, agradable a Dios, después de haber sido desagradable. También se usa a veces el término «propiciación» (hebreo kipper; gr. hilaskesthai).

 

Todo eso que en el Antiguo Testamento era figura de lo que habría de venir, se hace realidad en el Nuevo Testamento, en Cristo Jesús.

Así, se dice en el Nuevo Testamento: Justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús, a quien exhibió Dios como instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia, habiendo pasado por alto los pecados cometidos anteriormente (Ro 3,24–25); Por eso tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos, para ser misericordioso y Sumo Sacerdote fiel en lo que toca a Dios, en orden a expiar los pecados del pueblo (Heb 2,17); Él es víctimas de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero (1Jn 2,2); En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados (1Jn 4,10).

Dice muy bien Stanislas Lyonnet: «Por Cristo y en Cristo realiza el Padre su designio de amor eterno "mostrándose propicio" a los hombres con un perdón eficaz que destruye verdaderamente el pecado, que purifica al hombre y le comunica su propia vida (1Jn 4,9)».

2. Lo quiso Cristo al instituir la Eucaristía

Dijo: Éste es mi cuerpo, que se entrega por vosotros... este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros (Lc 22,19–20); y en Mateo: Ésta es mi sangre de la Nueva Alianza, que será derramada por muchos para remisión de los pecados (26,28). Se ve con toda claridad que Cristo instituyó la Eucaristía para el perdón de los pecados, o sea, por un fin propiciatorio, expiatorio, purificatorio... Él mismo lo proclama.

Esa es la función de todo sacerdote: ¡Ofrecer sacrificios para el perdón de los pecados! Lo dice el autor de la carta a los Hebreos: Porque todo Sumo Sacerdote es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios para ofrecer dones y sacrificios por los pecados; y puede sentir compasión hacia los ignorantes y extraviados, por estar también él envuelto en flaqueza. Y a causa de esa misma flaqueza debe ofrecer por los pecados propios igual que por los del pueblo (Heb 5,1–3). Por eso nos dejó el santo sacrificio de la Misa.

3. Lo recuerdan los Santos Padres

Así San Cirilo de Jerusalén: «Ofreciendo a Cristo inmolado por nuestros pecados, solícitos en tornar propicio a Dios misericordioso, tanto para los difuntos como para nosotros». San Juan Crisóstomo: «Cristo yace inmolado en el altar para reconciliarte con Dios, Señor de todo el mundo». San Ambrosio: «El sacerdote ofrece a Cristo y se ofrece a la vez para que nuestros pecados sean perdonados». San Agustín: «Aquellos sacrificios de la Ley Antigua significaban este único sacrificio, en el que se opera verdadera remisión de los pecados». Y San Gregorio Magno: «Esta Víctima, de modo singular salva al alma de la muerte eterna, pues que reitera por el misterio la muerte del Unigénito, el cual, aunque resucitado de entre los muertos, ya no muere, ni la muerte le dominará en adelante (Ro 6,9); sin embargo, incorruptible e inmortal se inmola de nuevo por nosotros en este misterio del santo sacrificio».

4. Lo enseña el Magisterio

Así Trento en el cap. II: «El sacrificio de la Misa es propiciatorio no sólo por los vivos, sino también por los difuntos. Y por cuanto en este divino sacrificio que se hace en la Misa, se contiene y sacrifica incruentamente aquel mismo Cristo que se ofreció por una vez cruentamente en el ara de la cruz; enseña el santo Concilio, que este sacrificio es con toda verdad propiciatorio, y que se logra por él, que si nos acercamos al Señor contritos y penitentes, si con sincero corazón, y recta fe, si con temor y reverencia; conseguiremos misericordia, y hallaremos su gracia por medio de sus oportunos auxilios. En efecto, aplacado el Señor con esta oblación, y concediendo la gracia, y don de la penitencia, perdona los delitos y pecados por grandes que sean; porque la hostia es una misma, uno mismo el que ahora se ofrece por el ministerio de los sacerdotes, que el que entonces se ofreció a sí mismo en la cruz, con la sola diferencia del modo de ofrecerse. Los frutos, por cierto, de aquella oblación cruenta se logran abundantísimamente por esta incruenta: tan lejos está que ésta derogue de modo alguno a aquella. De aquí es que no sólo se ofrece con justa razón por los pecados, penas, satisfacciones y otras necesidades de los fieles que viven; sino también, según la tradición de los Apóstoles, por los que han muerto en Cristo sin estar plenamente purgados». Y en el canon 3: «Si alguno dijere, que el sacrificio de la Misa es sólo sacrificio de alabanza, y de acción de gracias, o mero recuerdo del sacrificio consumado en la cruz; mas que no es propiciatorio; o que sólo aprovecha al que le recibe; y que no se debe ofrecer por los vivos, ni por los difuntos, por los pecados, penas, satisfacciones, ni otras necesidades; sea excomulgado».

5. Nos lo recuerda la liturgia

En el momento más importante de toda Misa se dicen las mismas palabras de Cristo: «Éste es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros... éste es el cáliz de mi Sangre, que será derramada por vosotros... para el perdón de los pecados».

Frecuentemente se enseña en las oraciones litúrgicas el carácter propiciatorio de la Santa Misa, por ejemplo: «Cada vez que se ofrece este sacrificio, se renueva la obra de nuestra Redención».

6. Lo demuestra la Teología

La Misa es verdadero y propio sacrificio: como en todo sacrificio, después de la adoración y en la misma línea que ella, está el efecto propiciatorio, que aplaca a Dios ofendido y le hace propicio al oferente.

Han negado esta verdad de nuestra fe los protestantes, con el siguiente razonamiento: si para el perdón de los pecados fuese necesario un sacrificio distinto del de la cruz, quedaría anulado el sacrificio de la cruz, o se estaría diciendo que éste fue insuficiente, porque se necesitaría otro sacrificio para completarlo. Respecto a esto dice Piolanti «esta rigurosa unidad no podía ser quebrantada. El protestantismo ha comprendido tan bien este aspecto de la verdad, que ha rechazado cualquier otro sacrificio, y desde hace cuatro siglos grita a los cuatro puntos cardinales del mundo que la Misa es una abominación, un atentado sacrílego al valor infinito de la muerte de Cristo. Sin embargo, el protestantismo no ha entendido que las obras de Dios son perfectas. En razón de la íntima solidaridad existente entre la Cabeza y los miembros del Cuerpo Místico, era necesario que el sacrificio de la Cruz, permaneciendo uno y absoluto, pasase a la trama cotidiana de la vida de la Iglesia, volviéndose coextensivo a todos los tiempos y a todos los lugares sin multiplicarse».

¿Qué hay que decir a esto? Simplemente, que el sacrificio de la Misa no es un sacrificio propiciatorio por sí mismo, sino porque es perpetuación del sacrificio de la cruz, por el que Cristo mereció el perdón de todos los pecados. En la Misa Cristo ya no merece mérito alguno, porque se merece durante esta vida, no después de la muerte, ni tampoco cuando se ha resucitado; pero lo que hace en cada Misa es aplicar los méritos obtenidos en la cruz, por los que se perdonan todos los pecados.

De hecho, cualquier acción de Cristo, por tener valor y mérito infinito, podría haber consumado la Redención (por ejemplo, la Última Cena), pero, por disposición del Padre, el Hijo debía morir en la cruz para salvarnos. Si ni en la Cena, donde podía merecer nos salvó, menos en la Misa donde no puede ya merecer. Eso sí, en la Misa se aplican (es como decir, se usan, se emplean, se utilizan, se destinan, se aprovechan, se hacen valer...) los frutos del sacrificio de la cruz, de su Cuerpo entregado y de su Sangre derramada. ¡Ahora y aquí! ¡Y mañana y pasado, y en todo el mundo donde se celebre la Misa! ¡Hasta el fin de los tiempos! ¡Se APLICA lo que Jesús hizo en la cruz!

Por eso el sacrificio de la cruz y su perpetuación incruenta en la Misa, es el pararrayos de la humanidad pecadora. Así como en la cruz, alzado entre el cielo y la tierra, atrajo sobre sí los justos rayos de la ira divina que merecíamos nosotros por nuestros pecados, así en la Misa, elevado entre el cielo y la tierra, impide que recibamos el justo castigo que merecemos por nuestro pecados.

Por eso decía el Papa Pío XII: «Se puede decir que Cristo ha construido en el Calvario como un estanque de purificación y salvación, que llenó con la Sangre por Él vertida; pero si los hombres no se bañan en sus aguas y no lavan en ellas las manchas de sus maldades, no pueden ciertamente ser purificados y salvados. Mas para que cada uno de los pecadores se lave con la Sangre del Cordero, es necesaria la colaboración de los fieles. Pues, aunque Cristo, hablando en términos generales, haya reconciliado con el Padre por medio de su cruenta muerte a todo el género humano, quiso, sin embargo, que todos se acercasen y fuesen conducidos a la cruz por medio de los sacramentos, y por medio del sacrificio de la Eucaristía, para poder conseguir los frutos de la salvación, ganados por Él en la cruz. El augusto sacrificio del altar es como un insigne instrumento para la distribución a los creyentes de los méritos derivados de la cruz del divino Redentor: "Cada vez que se ofrece este sacrificio, se renueva la obra de nuestra Redención". Y esto, más bien que disminuir la dignidad del sacrificio cruento, hace resaltar, como afirma el Concilio de Trento, su grandeza y proclama su necesidad».

A los 2000 años de la Encarnación del Verbo recordemos con energía que: «El Verbo se encarnó para salvarnos reconciliándonos con Dios: Dios nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados (1Jn 4,10). El Padre envió a su Hijo para ser salvador del mundo (1Jn 4,14). Él se manifestó para quitar los pecados (1Jn 3,5): "Nuestra naturaleza enferma, exigía ser sanada; desgarrada, ser restablecida; muerta, ser resucitada. Habíamos perdido la posesión del bien, era necesario que se nos devolviera. Encerrados en las tinieblas, hacía falta que nos llegara la luz; estando cautivos, esperábamos un salvador; prisioneros, un socorro; esclavos, un libertador. ¿No tenían importancia estos razonamientos? ¿No merecían conmover a Dios hasta el punto de hacerle bajar hasta nuestra naturaleza humana para visitarla, ya que la humanidad se encontraba en un estado tan miserable y tan desgraciado?"».

¡Qué generosidad y magnificencia la de Jesucristo que nos quiso dejar un sacrifico propiciatorio... cotidiano, que perpetúa en nuestros altares el sacrificio de la cruz: «El Nombre de Dios Salvador era invocado una sola vez al año por el sumo sacerdote para la expiación de los pecados de Israel, cuando había asperjado el propiciatorio del Santo de los Santos con la sangre del sacrificio. El propiciatorio era el lugar de la presencia de Dios. Cuando san Pablo dice de Jesús que Dios lo exhibió como instrumento de propiciación por su propia sangre (Ro 3,25), significa que en su humanidad estaba Dios reconciliando al mundo consigo (2Cor 5,19)».

¡Qué tontos seríamos, hermanos, si no nos aprovechásemos del tesoro de la Santa Misa! ¡Cuán pobres y cuán ciegos seríamos! ¡Cuánta soledad y llanto, cuánta tristeza y aflicción tendríamos! Desposeídos de Dios, ¿qué cosa será nuestra riqueza? ¿qué no tendremos por llanto y amargura? ¿qué norte guiará la nave al puerto?

El que ama busca la compañía del amado, nosotros decimos que amamos a Dios, ¿y no lo buscamos en la Santa Misa dominical? ¿Puede ser eso verdad? ¡No es amor si no buscamos reconciliarnos con Él, para que se nos muestre propicio!

B. Impetratorio

En la Misa no sólo adoramos con Cristo que adora y damos gracias con Cristo que da gracias, sino que también pedimos con Cristo que pide.

Pedimos el perdón de los pecados –es el fin propiciatorio o expiatorio o purificatorio–, pero también la Misa tiene poder para alcanzarnos gracia en todas las necesidades derivadas del pecado. Este es el fin impetratorio de la Santa Misa, que se ofrece a Dios, también, para alcanzar de Él los beneficios naturales y sobrenaturales que esperamos de Él. El Concilio de Trento bajo el nombre de propiciatorio incluye ambos efectos: el propiciatorio y el impetratorio.

Por eso, luego de pedir en la Misa lo que necesitaba, decía al terminar de celebrar San Leopoldo Mandic: «Ahora rehusad oírme, si podéis Señor», que es como si dijese: «Ahora no quieras oírme, si puedes Señor», o sea, que Dios no puede no escuchar lo que le pedimos en la Misa. ¡Qué expresión tan atrevida –propia de un santo–, pero, a su vez, qué llena de filial confianza!

 

Cuando decimos que en la Misa pedimos favores, decimos que pedimos ayuda, socorro, auxilio, apoyo, asistencia, protección, amparo, defensa, merced, gracia, beneficios, bienes, patrocinios, sustento, dádivas, atención... para nosotros, para nuestros seres queridos, para todos los que lo necesitan...

1. La oración de petición es alabada por la Iglesia

Por eso enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: «El vocabulario neotestamentario sobre la oración de súplica está lleno de matices: pedir, reclamar, llamar con insistencia, invocar, clamar, gritar, e incluso "luchar en la oración". Pero su forma más habitual, por ser la más espontánea, es la petición. Mediante la oración de petición mostramos la conciencia de nuestra relación con Dios: por ser criaturas, no somos ni nuestro propio origen, ni dueños de nuestras adversidades, ni nuestro fin último; pero también, por ser pecadores, sabemos, como cristianos, que nos apartamos de nuestro Padre. La petición ya es un retorno hacia Él.

El Nuevo Testamento apenas si contiene oraciones de lamentación, frecuentes en el Antiguo Testamento. En adelante, en Cristo resucitado, la oración de la Iglesia es sostenida por la esperanza, aunque todavía estemos en la espera y tengamos que convertirnos cada día. La petición cristiana brota de otras profundidades, de lo que san Pablo llama el gemido: el de la creación que sufre dolores de parto (Ro 8,22), el nuestro también en la espera del rescate de nuestro cuerpo. Porque nuestra salvación es objeto de esperanza (Ro 8,23–24), y, por último, los gemidos inefables del propio Espíritu Santo que viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir como conviene (Ro 8,26).

La petición de perdón es el primer movimiento de la oración de petición. Es el comienzo de una oración justa y pura. La humildad confiada nos devuelve a la luz de la comunión con el Padre y su Hijo Jesucristo, y de los unos con los otros; entonces cuanto pidamos lo recibimos de Él (1Jn 3,22). Tanto la celebración de la Eucaristía como la oración personal comienzan con la petición de perdón.

La petición cristiana está centrada en el deseo y en la búsqueda del Reino que viene, conforme a las enseñanzas de Jesús. Hay una jerarquía en las peticiones: primero el Reino, a continuación lo que es necesario para acogerlo y para cooperar a su venida. Esta cooperación con la misión de Cristo y del Espíritu Santo, que es ahora la de la Iglesia, es objeto de la oración de la comunidad apostólica. Es la oración de Pablo, el apóstol por excelencia, que nos revela cómo la solicitud divina por todas las Iglesias debe animar la oración cristiana. Con la oración todo bautizado trabaja por la venida del Reino.

Cuando se participa así en el amor salvador de Dios, se comprende que toda necesidad pueda convertirse en objeto de petición. Cristo, que ha asumido todo para rescatar todo, es glorificado por las peticiones que ofrecemos al Padre en su Nombre. Con esta seguridad, Santiago y Pablo nos exhortan a orar en toda ocasión».

2. ¡Con mucha mayor razón es alabada la oración de petición en la Misa!

Decía San Cirilo de Jerusalén: «Rogamos a Dios por la paz de la Iglesia, por la tranquilidad del mundo, por los emperadores, por los soldados, por las familias, por los amigos, por los enfermos, por los afligidos, y, en general, por todos los necesitados rogamos y ofrecemos esta Víctima».

Por eso en todas las plegarias eucarísticas suele haber la conmemoración (o memento) de los vivos y la conmemoración (o memento) de los difuntos. Muy frecuentemente decimos «te pedimos... acuérdate... concédenos... acepta... líbranos... admítenos... ten misericordia... te suplicamos... atiende... reúne... te rogamos...», y muchos otros términos sinónimos de petición.

Es de fe definida que la Misa «debe ser ofrecida por los vivos y los difuntos, por los pecados, penas, satisfacciones y otras necesidades».

La razón es que el efecto impetratorio es al propiciatorio como lo menos a lo más. Argumentaba San Roberto Belarmino: «Si la oblación de la Eucaristía tiene fuerza para perdonar los pecados, también debe valer lo mismo para otras necesidades que se originan del pecado. Y si Dios, aplacado con este sacrificio, vuelve a la gracia a sus enemigos, ¡cuánto más fácilmente será movido por este sacrificio, para que conceda bienes temporales, si les fueran útiles a los amigos y reconciliados!».

La Misa, por ser la perpetuación del sacrificio de Cristo, obra milagros, siempre que sean para nuestro bien. Y si Dios no nos da lo que le pedimos, es porque no sería para nuestro bien, pero, en ese caso nos da una gracia mayor porque Él no se deja ganar en generosidad por nadie. Como cuando alguien pide la salud, pero como Él –en un caso concreto– sabe que no sería para su bien, le da la gracia de arrepentirse, de recibir los sacramentos, de llevar con paciencia la enfermedad o de reconciliarse con los familiares o amigos, u ordenar todos sus asuntos antes de que sea tarde.

No existe, por tanto, ninguna gracia que no se pueda y deba pedir en la Santa Misa, siempre que sea para nuestro bien eterno. Se pueden y deben pedir todos los bienes espirituales, como la gracia santificante; la fe, esperanza y caridad; las virtudes morales infusas; los dones del Espíritu Santo; los frutos del Espíritu Santo; vivir las bienaventuranzas; las gracias actuales: la gracia de la perseverancia en la fe, en el bien, en la caridad, en la vocación, la gracia de la perseverancia final.

De manera parecida, se puede y debe pedir por todos los bienes temporales: salud, trabajo, paz, alegría, libertad, mejoría en lo económico, adelanto en el oficio o en la profesión, etc., siempre que sea para el bien del alma. Por ejemplo, en general, en los países del llamado primer mundo tienen muy buen nivel de vida, pero no tienen hijos, no tienen vocaciones, tienen un gran aumento de problemas psico–sociológicos (anorexia y bulimia), aumento de los suicidios, de los divorcios, de enfermos de sida, de drogadependientes, de sectas y de otras plagas derivadas de la sociedad consumista, hedonista y permisiva. Nosotros somos más pobres, pero todavía no hemos llegado a esos niveles de chatura moral que causa espanto. Aunque desgraciadamente, por la globalización, va llegando a pasos agigantados hasta nosotros.

Pensemos hermanos: como decía Santo Tomás de Aquino que nuestras oraciones hechas con las condiciones debidas tienen poder infalible: «Siempre se consigue lo que se pide, con tal que se den estas cuatro condiciones: pedir para sí mismo, cosas necesarias para la salvación, piadosamente (o sea, con humildad, confianza suma, en nombre de Cristo, con atención) y con perseverancia», y San Agustín bellamente enseña: «La oración es la fuerza del hombre y la debilidad de Dios»; si esto es así para toda oración con mucha mayor razón hay que decirlo del valor impetratorio de la Santa Misa, en la cual Cristo: «Ruega por nosotros como sacerdote nuestro, ruega en nosotros como Cabeza nuestra, es rogado por nosotros como Dios nuestro», decía el mismo Águila de Hipona.

 

¿Cuál es la razón por la que cuando salimos del Templo después de participar de la Santa Misa, salimos mejor que cuando entramos? La razón es que, según nuestra fe y devoción (o entrega), se nos han aplicado los frutos y efectos del sacrificio de la cruz y junto a Cristo hemos adorado, dado gracias, pedido perdón y pedido por muchas necesidades propias y ajenas, y así nos sabemos protegidos por nuestro Buen Dios.

Salimos mejor porque sabemos que Dios, en Jesucristo, nos ha escuchado, ya que, de alguna manera, tenemos algo de la experiencia de San Leopoldo: «Ahora rehusad oírme, si podéis Señor».

El gran maestro de espiritualidad, el Beato Dom Columba Marmion, enseñaba: «Nuestra indigencia es inmensa; necesitamos continuamente luz, fortaleza, consuelo. Todo esto lo encontramos en la Misa. Allí está, en efecto, Aquel que dijo: Yo soy la luz del mundo, yo soy el camino, yo soy la verdad, yo soy la vida. Venid a mí los que sufrís y yo os aliviaré. Si alguno viene a mí, no lo rechazaré».

En la Misa está Jesucristo siempre vivo intercediendo por nosotros (Heb 7, 25). Por eso la fuerza impetratoria de la Misa es incomparable.

Cuando un padre o una madre reza por sus hijos; cuando un hijo o una hija reza por sus padres; cuando rezamos por nuestra patria y por el mundo; cuando lo hacemos por los pobres, por los pecadores, por los necesitados, por los que nos quieren mal... ¡somos partícipes del oficio intercesor de Jesús!, ya que «interceder, pedir a favor de otro, es... lo propio de un corazón conforme a la misericordia de Dios». Hermoso oficio de las madres y abuelas, de los padres y catequistas, ¡Enseñar a rezar a los niños, enseñarles a ser intercesores ante Dios por todos!

 

Artículo 10º. Dos clases de hombres

Según los teólogos hay dos sujetos (o casi sujetos) de la Misa: del primero llamado cui = a quien se ofrece, del cual ya hemos hablado en Sólo a Dios se ofrece el sacrificio; del segundo llamado pro quo = por quien se ofrece, escribimos ahora.

¿Por quienes se inmoló Cristo en el sacrificio de la cruz? Dice San Pablo: Murió por todos (2Cor 5,15); El que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros (Ro 8,32) y se entregó a sí mismo como rescate por todos (1Tim 2,6).

¿Por quienes se inmola Cristo en el santo sacrificio de la Misa? ¡Por todos! Se ofrece por dos clases de hombres y mujeres: 1º. Por todos los hombres y mujeres que viven en este mundo; y 2º. Por todas las benditas almas del purgatorio.

Párrafo 1º. El sacrificio eucarístico se ofrece por todos los vivientes

Enseña San Juan Crisóstomo que el sacerdote que sacrifica: «Ora por todo el mundo y suplica a Dios sea propicio por los pecados de todos». Por eso enseñaba el Catecismo Romano: «La virtud de este sacrificio, por lo demás, es tal, que no sólo aprovecha a quien lo ofrece y recibe, sino a todos los fieles, tanto a los vivos como a los muertos en el Señor, que esperan aún su completa purificación: Es doctrina cierta, de tradición apostólica, que la Misa se ofrece tan útilmente por lo difuntos como por los pecados, penas, expiaciones, angustias y calamidades de los vivos. Todas las misas son, por consiguiente, de utilidad común, en cuanto van dirigidas a la común salvación y salud de todos los fieles».

La Eucaristía representa objetivamente la pasión del Señor en la que se entregó por nosotros en oblación y sacrificio de fragante y suave olor (Ef 5,2), por eso tiene razón de sacrificio. Y, al mismo tiempo es aplicación del sacrificio cruento de la cruz. Si en la cruz se ofreció por todos, por todos se ofrece en la Misa, aunque no todos se aprovechan del sacrificio.

Por eso prescribe el Código de Derecho canónico actual: «El sacerdote tiene facultad para aplicar la Misa por cualesquiera, tanto vivos como difuntos».

* * *

1. Por tanto, toda Misa y cada Misa, el sacerdote, con las manos elevadas, la ofrece por todos los vivientes. Por eso la Misa, toda Misa y cada Misa, es como el ágora de la humanidad doliente. Es la asamblea, reunión, plaza y foro de todo el mundo. La Misa se ofrece por todos los hombres y mujeres del mundo, por todos los miembros de las más de 184 naciones como Tayikistán, Bangladesh, Isla Fiji, Ghana, Congo, Botsuana, Estados Unidos, Polonia, Italia, Sudáfrica, India, Chad, Vietnam, Malawi, Zimbabue, Moldavia... con sus costumbres, tradiciones, culturas, historias y geografías...; es decir, la Misa se ofrece por los más de 6.200 millones de habitantes de la tierra, con sus más de 6.000 lenguas: indoeuropeas, semitas, camitas, ugrofinesas, uraloaltaicas, chinotibetanas, aborígenes, caucásicas, dravídicas, austroasiáticas, thai, bantú, cusitas, indopacíficas, malayo-polinesias... ; con sus variadas vestimentas antiguas y modernas: suelta y drapeada tipo saya, túnicas, vestidos cosidos y ajustados, capa, kalasaris, el quitón, la clámide (o toga) y el peplo, el sari, las calzas y pantalones, el caftán persa, el farji, el cheongsam, el kimono, el shador... ; con sus distintos sombreros: el petaso; el gorro de forma cónica inclinado hacia delante y originario de Frigia; las capuchas de lana; las caperuzas en forma de turbante; el gavroche; las boinas, la burqa ...; sea cual sea la moneda que usen llámense: sucre, peso, nuevo sol, guaraní, bolívar, dólar, libra, lira, peseta, florín, marcos, rublos, yen, franco, yuan, oro, plata o el simple trueque... ¡Por todos se ofrece la Misa!

Firme está el altar del sacrificio de la Misa, mientras gira el mundo. El mundo como un calidoscopio multiplica las imágenes de las gentes reflejándolas en la Misa. El mundo como un carrusel donde todos los pueblos están representados y desfilan con sus culturas es como la música de fondo de la Misa. Toda la humanidad, la que fue, la que es y la que será, gira orbitando la Misa como una calesita (o tiovivo) en una especie de círculo giratorio. La Misa es el atalaya del orbe desde donde se aprende a mirar todo lo que sucede «sub especie aeternitatis», es decir, con los ojos de Dios.

Por eso, cuando quieran saber las últimas noticias, las noticias verdaderas, las sustanciales, las que vale la pena conocer, no vayan a ver los noticiosos –allí las noticias duran lo que las burbujas de jabón y tienen el peso de una tela de araña–, sino ¡participen de la Santa Misa! ¡Allí recibimos la verdadera lección sobre la historia del mundo y de los hombres!

¡La Misa es como la pasarela de la humanidad!

* * *

2. Padre, ¿también rezamos ofreciendo la Misa por los paganos, los infieles, los miembros de otras religiones, herejes, sectarios, no bautizados? Sí, también. Y esto, ¿desde que tiempo se realiza? Desde Jesucristo que murió por todos y que por todos ofreció su sacrificio en perdón por los pecados: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen (Lc 23,34), y en ese tiempo sólo un puñado de hombres y mujeres eran sus discípulos. San Pablo manda: Ante todo te ruego que se hagan peticiones, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres, por los emperadores y por los constituidos en dignidad (1Tim 2,1–2). Quiere que se rece, y en preces públicas, por todos, muchos de los cuales eran infieles. Tertuliano decía: "Sacrificamos por la salud del emperador". Y San Juan Crisóstomo: "El sacerdote es como el padre común de todo el orbe. Conviene, pues, que el sacerdote cuide de todos, como Dios de quien es sacerdote". El sacerdote ofrece por todos, con las manos elevadas.

Por todos rezamos cualquiera sea el edificio en el que se reúnen para su devoción: iglesia, sinagoga, mezquita, pagoda, zigurat, stupa hindú, chaitya, asamblea, salón del reino...

El gran San Agustín enseña: «Cuando oyeres al sacerdote de Dios que desde el altar exhorta al pueblo a que ore al Señor o que ora él mismo con voz clara, para atraer a su fe a los incrédulos, ¿no responderás Amén?». Y también: «Que ninguno, dada la estrechez de miras del humano conocimiento, juzgase que estas cosas no se han de hacer por aquellos de quienes la Iglesia sufre persecución, puesto que los miembros de Cristo habrían de ser reclutados de entre hombres de toda raza y linaje».

* * *

3. Decir que se ofrece la Misa por todos los hombres, ¿quiere decir que se ofrece aún por aquellos que están sumergidos en los vicios y pecados, incluso los más nefandos? Ciertamente, por todos se ofrece la Santa Misa: por los incrédulos, por los ateos, por los anticristianos, por los criminales, por las prostitutas, por los ladrones, por los avarientos, por los homicidas, por los esclavizados al sexo, por los apóstatas, por los divorciados, por las aborteras... en fin, por todos los que caen en los llamados pecados capitales, como son: la soberbia, la avaricia, la envidia, la ira, la lujuria, la gula, la pereza, llamados así porque generan otros pecados, otros vicios.¡Por todos murió Cristo, para que se conviertan, reciban el perdón de sus pecados y se salven! ¡Por eso se ofrece la Misa por todos!

La Misa es la escuela en donde los católicos tienen que aprender a amar de Jesús, que nos da ejemplo. ¡Nadie ama al Padre como Jesús en la Misa! ¡Nadie ama a los hombres como Jesús en la Misa! ¡Jamás encontraremos un Maestro que nos enseñe a amar de verdad y mejor que como lo hace Jesucristo en la Misa! ¡En la Misa nos debemos unir a ese amor y aprender a amar con el Corazón de Jesús al Padre y a los hermanos! ¡Y en el Corazón de Jesús!

Enseña Santo Tomás: «En cuanto es sacrificio, tiene efecto también en aquellos otros por los cuales se ofrece, en quienes no exige que se de antes la vida espiritual en acto, sino sólo en potencia; y por esto, si esos tales se hallan dispuestos, obtiene para ellos la gracia en virtud de aquel verdadero sacrificio del cual se deriva a nosotros toda gracia; y en consecuencia borra los pecados mortales en ellos, mas no como causa próxima sino en cuanto impetra para ellos la gracia de la contrición. Y respecto a aquello que se argumenta en contra de esto, es decir, que no se ofrece sino por los miembros de Cristo, hay que entender que se ofrece por los miembros de Cristo cuando se ofrece por algunos para que sean miembros [de Cristo]».

Decíamos: «cada Misa se ofrece, sin duda alguna, por todos los hombres y mujeres vivientes bautizados; por los herejes, cismáticos y excomulgados (evitando siempre el posible escándalo); por los infieles o no bautizados. De tal manera que en el sacrificio de la Misa es como que se arraciman los círculos concéntricos del diálogo del que hablaba Pablo VI: "Hay un primer círculo, inmenso, cuyos límites no alcanzamos a ver, se confunden con el horizonte; son los límites que circunscriben la humanidad en cuanto tal, el mundo... vemos dibujarse otro círculo... que es, antes que nada, el de los hombres que adoran al Dios único y verdadero... los hijos del pueblo hebreo... los musulmanes... los seguidores de las grandes religiones afroasiáticas... el círculo más cercano, el de los que llevan el nombre de Cristo. En este campo el diálogo que ha alcanzado la calificación de ecuménico ya está abierto... (finalmente) nuestro diálogo se ofrece a los hijos de la casa de Dios, la Iglesia una, santa, católica y apostólica, de la que esta, la romana, es mater et caput". Toda Misa es una grandiosa sinfonía en la que, a su manera, participa cada miembro de la humanidad. El Sacerdote principal de la Misa lleva los rostros de todos los hombres en su corazón. ¡Los deberíamos llevar los sacerdotes ministeriales y todos los que en cada Misa ejercen su sacerdocio bautismal!».

* * *

4. El sacerdote, con las manos elevadas, ofrece el sacrificio de la cruz

por todos los dolientes del mundo: por los que sufren la pérdida de algún ser querido, los que soportan la enfermedad, los que no tienen techo ni trabajo ni paz ni pan, los que sufren persecución, los marginados, los excluidos, los abandonados, los que renunciaron a sus ideales, los esclavos de las adicciones...

* * *

5. Con mayor razón aún, también, se ofrece la Misa por el Papa y los Obispos. Enseña el catecismo: «En las intercesiones, la Iglesia expresa que la Eucaristía se celebra en comunión con toda la Iglesia del cielo y de la tierra, de los vivos y de los difuntos, y en comunión con los pastores de la Iglesia, el Papa, el obispo de la diócesis, su presbiterio y sus diáconos y todos los obispos del mundo entero con sus Iglesias»; y en otra parte: «Toda la Iglesia se une a la ofrenda y a la intercesión de Cristo. Encargado del ministerio de Pedro en la Iglesia, el Papa es asociado a toda celebración de la Eucaristía en la que es nombrado como signo y servidor de la unidad de la Iglesia universal. El obispo del lugar es siempre responsable de la Eucaristía, incluso cuando es presidida por un presbítero; el nombre del obispo se pronuncia en ella para significar su presidencia de la Iglesia particular en medio del presbiterio y con la asistencia de los diáconos. La comunidad intercede también por todos los ministros que, por ella y con ella, ofrecen el sacrificio eucarístico: Que sólo sea considerada como legítima la Eucaristía que se hace bajo la presidencia del obispo o de quien él ha señalado para ello».

Y así ofrece por todas las generaciones y generaciones de hombres desde Adán y Eva hasta los últimos hombres y mujeres, de tal modo, que la Misa, cada Misa y toda Misa, es el punto focal de la historia del mundo y de los pueblos: «Totius mundi salute» («por la salvación del mundo entero»).

Párrafo 2º. El sacrificio de la Misa se ofrece, también, por todos los fieles difuntos

No tenemos solamente hermanos en este mundo por quienes tenemos que ofrecer nuestras Misas, también están nuestros hermanos difuntos que mendigan las migajas de nuestros sufragios.

Enseña el Concilio de Trento, como verdad de fe definida, que la Misa: «No sólo se ofrece legítimamente, conforme a la tradición de los Apóstoles, por los pecados, penas satisfacciones y otras necesidades de los fieles vivos, sino también por los difuntos en Cristo, no purgados todavía plenamente». Y nadie piense que esto es cosa del pasado, ya que el Concilio Vaticano II enseña: «Este Sagrado Sínodo recibe con gran piedad tan venerable fe de nuestros antepasados acerca del consorcio vital con nuestros hermanos que están en la gloria celestial o aún están purificándose después de la muerte; y de nuevo confirma los decretos de los sagrados Concilios Niceno II, Florentino y Tridentino».

Si en el Antiguo Testamento se ofrecían sacrificios por los difuntos, con mayor razón deben beneficiarlos en el Nuevo Testamento. Judas Macabeo: Después de haber reunido entre sus hombres cerca de 2.000 dracmas, las mandó a Jerusalén para ofrecer un sacrificio por el pecado, obrando muy hermosa y noblemente, pensando en la resurrección. Pues de no esperar que los soldados caídos resucitarían, habría sido superfluo y necio rogar por los muertos; mas si consideraba que una magnífica recompensa está reservada a los que duermen piadosamente, era un pensamiento santo y piadoso. Por eso mandó hacer este sacrificio expiatorio en favor de los muertos, para que quedaran liberados del pecado (2Mac 12,43–46).

Por eso decían los santos: «Oramos también por los santos Padres y Obispos difuntos y por todos en general, creyendo que ésta será la mayor ayuda para sus almas mientras yace en el altar la santa y tremenda Víctima» y San Agustín: «No se ha de negar que las almas de los difuntos se alivien merced a la piedad de los vivos, cuando se ofrece por ellas el sacrificio del Mediador».

Al escuchar las mismas palabras de la Sagrada Liturgia recordemos que el Santo Sacrificio se ofrece por todos. Cuando, en todas las Plegarias eucarísticas, se consagra el cáliz dice el sacerdote las palabras de Cristo: «Éste es el cáliz de mi Sangre ... que será derramada ... por todos los hombres». Y en otros momentos: «Que esta Víctima ... traiga la paz y la salvación al mundo entero. ...A todo el pueblo redimido por ti. ...Reúne en torno a ti, Padre misericordioso, a todos tus hijos dispersos por el mundo»; «Te ofrecemos su Cuerpo y su Sangre, sacrificio agradable a ti y salvación para todo el mundo»; «Reúne también a los hombres de cualquier clase y condición, de toda raza y lengua».

El sacerdote, imagen sacramental de Jesucristo, se yergue, de pie, con las manos elevadas, en el altar del sacrificio, como padre de toda la humanidad, hermano de todos los hombres y servidor de todos al ofrecer por todos el santo sacrificio.

Aprendamos en la Misa a no ceder nada en lo que hace a la santa fe católica, pero, al mismo tiempo, sepamos ser en lo que hace a la misión, al apostolado, a las obras de misericordia, en el llevar el Evangelio a los demás, atrevidamente abiertos a todos, como Cristo en la cruz –y en la Misa– que con los brazos extendidos nos indica que quiere salvar a todos.

La Misa nos ensancha la mente y el corazón a la medida del mundo, del purgatorio y del cielo, para hacernos cada vez más semejantes a la mente y al corazón de Jesús y María.

* * *

La doxología final

El broche de oro de la Plegaria eucarística es la doxología final: «Por Cristo, con Él y en Él, a ti, Dios Padre todopoderoso, en la unidad del Espíritu Santo, por los siglos de los siglos», a lo que el pueblo responde cantando: «Amén», uniéndose a todo lo realizado sobre el altar y aceptándolo.

«Amén» no corresponde a la traducción ¡Así sea!, que expresa un mero deseo, pero no una certeza (si así fuera sería incorrecto usarlo al recibir la comunión). Amén significa ciertamente, verdaderamente, seguramente, : ¡Así es! Deriva de la raíz hebrea «aman» que implica firmeza, solidez, seguridad (de allí: fe; creer, verdad).

 

Decir «Amén»:

– Es proclamar que se tiene por verdadero lo que se acaba de decir y hacer,

– Es unirse a una plegaria,

– Es ratificar una proposición,

– Es un compromiso: muestra uno su conformidad con alegría,

* es aceptar una misión,

* asumir la responsabilidad de un juramento,

* es la solemne renovación de la Alianza.

– En la liturgia: Uno se compromete con Dios porque tiene confianza en su palabra y se remite a su poder y a su bondad,

* es una adhesión total a Él,

* es bendición de Dios,

* es una oración segura de ser escuchada,

* es una aclamación litúrgica (después de la Doxología), que «suena como un trueno celestial»,

* es conclusión de los cánticos de los elegidos,

* «es suscribir».

Dios es Amén: porque es fiel a sus promesas y es el Dios de la verdad.

El Amén de Dios es Jesucristo; Él es el Amén por excelencia; es el testigo fiel y verdadero.

Si el cristiano quiere ser fiel y quiere ser verdadero, debe responder a Dios, uniéndose a Cristo, el único Amén eficaz que es el pronunciado por Cristo a la gloria de Dios: Por Él decimos Amén, para gloria de Dios (2Cor 1,20).

La Iglesia pronuncia este Amén en unión con los elegidos del cielo. Así debemos hacerlo nosotros en cada Misa, ofreciendo la divina Víctima y a nosotros con Ella, y luego mantener ese Amén en toda nuestra vida diaria de la semana que comienza, y por todos los días del año, y por todos los años de nuestra vida. ¡Para poder repetirlo por toda la eternidad en el cielo!

Tercer momento

Comunión

Capítulo 1º. El Padre nuestro

Los ritos de comunión están formados así: el Padre nuestro, la paz, la fracción, la preparación inmediata y la comunión.

1. El Padre nuestro

Aquí «se pide el pan cotidiano, que para los cristianos consiste sobre todo en el Cuerpo de Cristo, y se implora la purificación de los pecados, de modo que en realidad se den las cosas santas a los santos». Aquí reconocemos un Padre común a todos los hombres, por tanto, debemos reconocer nuestra fraternidad y comprometernos en ser solidarios.

La oración que sigue (llamada, embolismo) es una amplificación de la última petición del Padrenuestro. Algunos afirman que es del tiempo de San Gregorio Magno. Pedimos dos cosas, que la Iglesia sea librada por Dios de «todos los males» y que le conceda «la paz».

2. El rito de la paz

Es el signo por el que los cristianos «se expresan mutuamente la paz y la caridad». Expresa el amor cristiano y la unidad eclesial.

La estructura del rito es la siguiente: oración por la paz, invitación a intercambiarse la paz y signo de la paz.

La liturgia actual prevé que, cuando se considere oportuno, el diácono o el mismo sacerdote inviten expresamente a los fieles a intercambiarse la paz, para preparar el gesto posterior, que queda así más explicitado y enriquecido.

La paz se debe dar entre todos los participantes. «El rito debe ser verdadero, es decir, manifestativo y comunicativo de la paz y fraternidad mutuas. Por ser un gesto religioso debe estar penetrado de sacralidad».

 

Capítulo 2º. Fracción del pan

El rito tiene tres partes: la fracción, el canto del Cordero de Dios y la inmixtio o mezcla (una partecita de la Hostia consagrada se echa en el cáliz).

«El gesto de la fracción del pan, que en los tiempos apostólicos designaba sencillamente la Eucaristía, manifestará con mayor claridad la fuerza y la importancia del signo de la unidad de todos en un solo pan, y de este signo de la caridad, porque este único pan se distribuye entre hermanos».

Como enseña un teólogo, en la antigüedad «era una ceremonia solemnísima... De entre los actos preparatorios que se refieren al Sacramento directamente, el más antiguo e importante, y que, por lo mismo, se encuentra en todas las liturgias, es la fracción del pan consagrado. «Fracción del pan» es el nombre más antiguo que tuvo la celebración eucarística. La razón práctica de la fracción hay que buscarla en la necesidad de tener que partir para la comunión de los fieles el pan eucarístico que se había consagrado entero y tal vez también en la de procurarse una partícula para el rito de la conmixtión. Este modo de proceder, es decir, el partir el pan y no cortarlo, eligiendo una forma de pan que se prestaba sólo a la fracción, se inspiró en el ejemplo de la fracción que en el cenáculo dio Jesucristo. Pues bien, las ceremonias de la fracción, que tenían por fin únicamente la preparación de las partículas para la comunión de los fieles, se mantenían, por lo general, dentro de la más prudente sobriedad. Parece que en las liturgias orientales no se ocupaba de ellas más que el celebrante. A veces se ponían oraciones más largas, debido, sin duda, a que en ciertos días, por la mayor afluencia de fieles a la comunión, se necesitaba más tiempo para la fracción».

Es el nombre más antiguo que tuvo la liturgia: Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones (He 2,42).

Recién en el siglo VII se le unió el canto del «Agnus Dei» (canto de fracción).

Como ya dijimos hay una razón práctica: poder comulgar. Lo que no obsta para que el signo y su significado litúrgico sean los que tienen una particular fuerza.

Su significado primero: la resurrección del Señor porque se multiplica la presencia del Señor, como ocurrió después de la resurrección en que se manifestó a los discípulos, a las mujeres, a los Apóstoles..., en el Cenáculo, en Emaús, en el Lago de Genesareth, en el Monte Tabor, en el Monte de los Olivos... Enseña Jungmann: «Pero no solamente a la conmixtión, sino también a la fracción, que consideran como preparación para la comunión, se da en los documentos siríacos un sentido más profundo. Es como si por medio de ella multiplicara el Señor en muchos su presencia, como después de la resurrección se manifestó a sus discípulos, «haciendo partícipes de su aparición a muchos», a las mujeres, a los discípulos de Emaús, a los apóstoles. En cambio el simbolismo de la fracción del pan, tan propio del rito de los convites en la Iglesia primitiva e incluso de los judíos, y que expresaba la unión de los comensales en la participación de un mismo pan, no aparece ya en ninguno de los documentos litúrgicos que se nos han conservado. El segundo significado: Tampoco perduró por mucho tiempo el simbolismo de la resurrección, al menos en la ceremonia de la fracción. Entre los griegos se veía, ya en el siglo VI, en la fracción cuando menos, no tanto la división y distribución como la separación violenta, la destrucción, y con ello la representación de la muerte en la cruz». Expresa la unión de los comensales en la participación de un mismo pan: Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan (1Cor 10,17).

El tercer significado: La Pasión del Señor donde sucedió la separación violenta de la Sangre del Cuerpo, insinuada en Pablo: Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? (1Cor 10,16). Así aparece en la liturgia siria occidental: «Verdaderamente así sufrió el Verbo de Dios en su carne y fue crucificado». También en la Misa etiópica, en la Misa bizantina, con la hermosa amplificación: «Se parte, pero no se divide; continuamente se come, pero nunca se consume, sino que santifica a los que lo reciben». De allí el ser llamado «Cordero» el pan eucarístico.

Otra fracción, pero pequeña

Todas las acciones, gestos y palabras de la Misa están cargadas de profundo sentido. Así, por ejemplo, la fracción en tres partes de la Hostia consagrada: ¡El Corpus Christi triforme!

Luego de la primera fracción del pan consagrado en dos partes, el sacerdote, tomando una de las partes hace otra fracción más pequeña, de tal modo, que queda sobre el altar el Cuerpo de Cristo en tres partes fraccionado.

Inmixtión o mezcla (o conmixtión)

La última parte más pequeña, el sacerdote, la echa en el cáliz donde está la Sangre de Cristo. Esto se llama inmixtión o mezcla o conmixtión. Al dejar caer una partícula en el cáliz, el sacerdote, dice en secreto: «El Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, unidos en este cáliz, sean para nosotros alimento de vida eterna».

Así Amalario en un escrito del 813–814 dice que:

1. La partícula mezclada con la sangre alude al Cuerpo resucitado del Señor, ya desde el siglo IX se solía ver simbolizada la resurrección con creciente unanimidad. Para los antiguos el alma subsistía en la sangre, porque de hecho cuando veían que un animal se desangraba, el animal moría; por el contrario, con la sangre vuelve el alma al cuerpo. En la liturgia: «La unión de las especies, hasta ahora separadas, simboliza que ambas pertenecen a la única persona de Cristo glorioso, que está presente de forma total y viva».

2. La que comulga el sacerdote: alude a su Cuerpo existente en la tierra, es decir, la Iglesia Militante.

3. La que queda para los enfermos: significa su Cuerpo en los sepulcros.

Siglos más tarde esta alusión fue aplicada a la Iglesia celestial o triunfante, peregrinante o militante y paciente o purgante.

Santo Tomás, citando y comentado al Papa Sergio I, dice: «"El cuerpo del Señor se manifiesta en tres formas. La parte que se echa en el cáliz, simboliza el cuerpo de Cristo ya resucitado", y con Él a la bienaventurada Virgen María, y si hay algún santo con el cuerpo ya en la gloria. "La parte que se come significa el cuerpo todavía peregrino en la tierra": los que viven en la tierra asociados al sacramento y son triturados por el sufrimiento, como el pan comido se mastica con los dientes. "La parte reservada en el altar hasta el fin de la Misa significa el Cuerpo de Cristo yacente en el sepulcro; pues en él están los cuerpos de los santos hasta el fin del mundo", aunque sus almas estén ya en el purgatorio o en el cielo. Este rito de reservar una parte hasta acabar la Misa no se observa ahora; con todo, queda el mismo simbolismo de las partes, expresado por algunos en verso de esta manera: "La hostia se divide en partes: significa la mojada a los totalmente felices; la seca, a los vivos; la reservada, a los muertos".

 

También hay quien opina que la parte echada al cáliz simboliza a los que viven en el mundo; la reservada, a los que son del todo felices, en cuerpo y alma; y la que se come, a los demás».

Unidad del sacramento bajo las dos especies

El sentido primitivo probablemente viene de Siria en el siglo V. Así Narsai (muerto hacia el 502) dice: El celebrante une ambas «para que todos confiesen que el Cuerpo y la Sangre son una misma cosa». Así la liturgia griega de Santiago y la siria oriental.

En algunas épocas hubo hasta tres conmixtiones:

Primera: De ésta muy poco se sabe. (Algunos afirman que se trataba de una partícula de otra Misa anterior, y tendría el objeto de expresar que es una misma la Eucaristía celebrada ayer y hoy. Es parecida a la idea de los nestorianos quienes a la masa con que preparaban el pan, añadían algo de la masa del pan del día anterior. Además está la leyenda de que San Juan guardaba un pedacito del pan de la Última Cena para mezclarlo con el que se preparó el pan para la primera Misa celebrada sólo por los Apóstoles);

Segunda: Es de la fracción del pan de la propia oblación (En la antigua Misa papal era la partícula que enviaba a los sacerdotes vecinos como expresión de la unidad de la Iglesia y de que estaban en comunión con él. Se lo llamaba «fermentum» porque la eucaristía penetra en toda la Iglesia como la levadura en la masa). Sería la que en la Misa papal echaba en el cáliz al momento del Pax Domini, también se la llamaba «sancta»;

Tercera: Había una tercera conmixtión antes de la comunión.

Eusebio de Cesarea dice que San Ireneo relataba que el Papa enviaba la Eucaristía a los obispos, en señal de que los consideraba dentro de la Iglesia, a aquellos que celebraban la Pascua en la misma fecha que él. Porque la Eucaristía es el sacramento de la unidad y manifestaba simbólicamente la unidad entre las distintas Iglesias y con el Papa.

La grandeza de la Misa

Nunca deberíamos olvidarnos que la mezcla del pan consagrado con el vino consagrado expresaba la acción unitiva de la Eucaristía, por encima de las distancias, y ahora, además de que expresa la unión con toda la Iglesia, nos debe recordar la unidad interna del sacramento bajo las dos especies y el simbolismo de la unión entre las diversas Iglesias particulares, locales o diocesanas, y las iglesias parroquiales con la Sede principal, la Catedral.

La Santa Misa tiene una densidad tal de contenido, que desborda absolutamente todo entendimiento creado, que aún, en lo que podríamos considerar un detalle, echar una partícula en el Sanguis, tiene altísimos contenidos teológicos, que van edificando la espiritualidad de quienes participan en la misma de manera activa, consciente y fructuosa.

 

Capítulo 3º. La comunión

Los fieles se acercan en procesión a comulgar, «se entona el canto de comunión, canto que debe expresar por la unión de las voces, la unión espiritual de quienes están comulgando, demostrar la alegría del corazón y hacer más fraternal la procesión de quienes van avanzando para recibir el Cuerpo del Señor». La digna recepción de este sacramento confiere la gracia santificante.

 

Artículo 1º. Confiere el aumento de la gracia

Párrafo 1º. Por la presencia de Cristo

El pan que Yo os daré es mi carne para la vida del mundo (Jn 6,51). El efecto de este sacramento se debe considerar primera y principalmente por lo que contiene: ¡Cristo!, Quien así como cuando vino al mundo trajo la vida de la gracia: La gracia y la verdad vinieron por Jesucristo (Jn 1,17), así cuando viene al hombre sacramentalmente le da la vida de la gracia: Quien me coma vivirá por mí (Jn 6,58).

Enseñan los Santos Padres:

San Cirilo: «El Verbo vivificante de Dios, al unirse a su propia carne, la tornó vivificante también. Convenía que se uniera Él a nuestros mismos cuerpos con su Carne Sagrada y con su Preciosa Sangre, tomados mediante la bendición vivificadora del pan y del vino».

Tertuliano: «Nuestra carne se alimenta con el Cuerpo y Sangre de Cristo para que nuestra alma se nutra de Dios».

San Juan Crisóstomo: «Esta Sangre es salud de nuestras almas: con ella se limpia el alma, con ella se adorna, con ella se inflama».

San Cirilo de Jerusalén: Se te da el Cuerpo y la Sangre de Cristo «para que tomándolos te hagas concorpóreo y consanguíneo con Él. Así, al penetrar su Cuerpo y su Sangre en nuestros miembros nos tornamos cristíferos; así –según San Pedro– nos hacemos partícipes de la naturaleza divina (2Pe 1,4)».

Por eso el Concilio de Trento definió: «Si alguno dijere que los sacramentos de la Nueva Alianza no contienen la gracia que significan, sea anatema». La Eucaristía es forma visible de la gracia invisible, «pero en la Eucaristía hay algo excelente y singular... en la Eucaristía está el mismo Autor de la gracia».

«La Eucaristía es verdadero banquete, en el cual Cristo se ofrece como alimento».

Párrafo 2º. Por ser representación de la Pasión del Señor

Por ser la Eucaristía la representación de la Pasión del Señor, «los efectos que la Pasión hizo en el mundo los hace este sacramento en el hombre».

Comentando San Juan Crisóstomo las palabras: De su costado salió sangre y agua (Jn 19,34) dice: «Puesto que de aquí toman principio los sacramentos, cuando te llegues al tremendo cáliz, llégate como si bebieras del costado mismo de Cristo» . Por eso dice el Señor: Ésta es mi Sangre que será derramada por vosotros para el perdón de los pecados (Mt 26,28).

Y San Ireneo dice: «La oblación de la Iglesia que el Señor enseñó ofrecerse en todo el mundo fue considerada puro sacrificio para con Dios y es aceptada por Él».

Párrafo 3º. La Eucaristía es alimento que sostiene, aumenta y deleita

La tercera razón por la cual la Eucaristía da vida se debe al modo en que este sacramento se da a manera de comida y bebida. Y así todo lo que hacen la comida y bebida materiales en la vida material, lo hace este sacramento en la vida espiritual. ¿Qué es lo que hacen la comida y bebida?

– sustentar,

– aumentar y

– deleitar.

Este sacramento sustenta, aumenta, repara y deleita al alma. Como decía Tertuliano: «Nuestra carne se alimenta con el Cuerpo y la Sangre de Cristo para que nuestra alma se nutra de Dios». San Ambrosio dice: «Este pan es de vida eterna, pues sustenta la sustancia de nuestra alma». San Juan Crisóstomo: «Se deja tocar, comer y abrazar por quienes lo desean». Y el mismo Señor con frase inmortal: Mi Carne es verdadera comida y mi Sangre verdadera bebida (Jn 6,55).

1. Sustenta

Como todo sacramento, la Eucaristía, además de la gracia santificante, da la gracia propia del sacramento. Aquí se la llama: «gracia cibativa», porque produce en el alma efectos semejantes a los que produce el alimento (en latín = «cibus») en el cuerpo. Por eso nuestro Señor nos dijo que comiéramos su Cuerpo y bebiéramos su Sangre: El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí (Jn 6,56–57). Más aún, si no lo comíamos ni lo bebíamos no tendríamos vida eterna: El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día (Jn 6,54).

Así como el alimento corporal sustenta el cuerpo al darle las calorías que ha gastado por el calor natural del organismo, por el movimiento de los órganos y de los músculos, por el trabajo que realiza el ser humano; y por el enemigo de fuera: la enfermedad; así obra la Eucaristía como alimento espiritual: sustenta al alma que se ha debilitado por el pecado original, por la ignorancia con que fue herida la inteligencia y por la malicia en la voluntad, además del desorden en el apetito irascible y en el concupiscible, que son como heridas del alma de nuestra naturaleza pecadora; hay que sumar los enemigos de fuera: otros hombres mundanos y el demonio tentador, y evidentemente que nuestras energías espirituales se desgastan y la lucha nos cansa. Esas energías se recuperan con la Eucaristía, que nos sostiene y sustenta la vida sobrenatural del espíritu.

2. Aumenta

La gracia es vida y como tal crece y se desarrolla, se perfecciona y paulatinamente va llegando a su plenitud. La gracia de Dios en el alma se va perfeccionando, por eso: Que el justo siga practicando la justicia y el santo siga santificándose (Ap 22,11). Mandándonos el Señor que crezcamos espiritualmente: Hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo (Ef 4,13). Gracias a la Eucaristía podemos, espiritualmente, crecer, mejorar, perfeccionarnos, desarrollarnos, madurar, a ser cada día mejores y más perfectos.

Por razón de la gracia de la Eucaristía se nos da la perseverancia en la vida propia de hijos de Dios. Hay que alimentar lo que se posee, si no, ni siquiera se lo puede mantener. Comulgar a menudo facilita la perseverancia. No basta con conservar lo adquirido, sin tratar de crecer, porque en este caso, no sólo no se crece, sino que se decrece. Es decir, quien no trabaja por desarrollarse, perderá aún lo que tiene. Es obligatorio desarrollar los talentos.

3. Deleita

¡Comed, amigos, bebed, oh queridos, embriagaos! (Ct 5,1). Santo Tomás aplica este versículo del Cantar de los Cantares a la Eucaristía.

Éste es uno de los efectos de la Eucaristía: Deleitar. Así como la comida material deleita el cuerpo, este manjar espiritual deleita al alma.

Este sacramento aumenta espiritualmente la gracia junto con la caridad. De ahí que San Juan Damasceno lo compara con el carbón encendido que vio el profeta Isaías: Como el carbón no es simple leña, sino leña con fuego, así el pan de la comunión no es pan corriente, sino pan unido a la divinidad.

¡Oh cosa milagrosa!

Convite y quien convida es una cosa.

Enseña San Gregorio Magno que: «El amor de Dios no está ocioso, sino que, teniéndolo, obra cosas grandes», se sigue que este sacramento tiene de suyo eficacia, no sólo para dar el hábito de la gracia y de la virtud –en especial de la caridad–, sino también para excitar al acto de la caridad, porque El amor de Cristo nos apremia (2Cor 5,14). Con el amor de Cristo «el alma se fortalece, espiritualmente se deleita y de algún modo se embriaga con la dulzura de la divina bondad», enseña Santo Tomás.

El alma... ¡se deleita y de algún modo se embriaga!

De ahí que: ¡Comed, amigos, bebed, oh queridos, embriagaos! (Ct 5,1).

Por eso exclamamos en el «Anima Christi»: «Sangre de Cristo, ¡embriáganos!».

A este deleite llama Santo Tomás efecto actual o caridad actual y, también fervor, porque implica actualidad y actualidad tensa. La gracia de la Eucaristía –cibativa– produce en acto el sustentar, aumentar y reparar, dando la mayor gracia y mayor caridad habituales. Pero más allá de la actualidad del hábito está la actualidad del acto en el que prorrumpe el hábito poseído. La Eucaristía produce el acto del amor de Dios.

También se le llama gozo, que proviene de la percepción actual del bien que se posee, para lo cual no debe haber distracción en la recepción –sacramental o espiritual– de la Eucaristía. Muchas almas pierden el deleite actual de la Eucaristía ... ¡porque están distraídas en Misa o en la Adoración! ¡Deja de lado las tontas distracciones!

 

El deleite que produce la Eucaristía no es necesariamente sensible, ni tampoco de un afecto sensible. Se trata de un gozo espiritual, que proviene de la apreciación del gran bien que se recibe: el Señor, con todo lo que es y tiene.

El deleite consiste sustancialmente en la prontitud de la voluntad para las obras virtuosas de la vida cristiana.

Además de las distracciones actuales, ¿qué otra cosa impide el deleite? Los pecados veniales. Las faltas veniales actuales impiden el efecto actual de la Eucaristía. La dulzura espiritual es infalible por parte del sacramento, pero el afecto actual a las faltas veniales o la distracción actual en el momento de la Comunión –sacramental o espiritual–, impiden el efecto del gozo actual, del fervor espiritual, del deleite o del amor actual.

Decía Urbano IV de la Eucaristía: «Memorial admirable y estupendo, deleitable, suave ... en el cual se gusta todo deleite y toda suavidad de sabor y se paladea la misma dulzura de Dios». Y León XIII: «Derrama en (las almas) gozos dulcísimos, que exceden en mucho a cuanto los hombres puedan en este punto entender y ponderar».

Por eso: Amigos queridos, ¡comed, ...bebed, ...embriagaos! (Ct 5,1).

¡Oh cosa milagrosa!

Convite y quien convida es una cosa.

Panen de coelo praestitisti eis. Omne delectamentum in se habentem!

Nos diste, Señor, el pan del cielo. ¡Que contiene en sí todo deleite! (Sb 16,20).

 

 

Artículo 2º. Signo de unidad

También se debe considerar lo que produce la digna recepción de la Eucaristía por las especies con que se da: pan y vino.

Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan (1Cor 10,17) traduce la Biblia de Jerusalén.

Puesto que uno es el pan, un cuerpo somos la muchedumbre; pues todos de un sólo pan participamos, lo hace Bover.

Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan, se lee en la Biblia de Nácar–Colunga.

Por comulgar un único pan formamos un solo Cuerpo, por tanto, otro efecto de la Eucaristía es la unidad del Cuerpo místico, es la unidad de la Iglesia.

De ahí que la Eucaristía es el sacramento de la unidad eclesiástica.

Dos cosas debemos decir:

1º. La Eucaristía simboliza la unidad de la Iglesia; y

2º. La Eucaristía crea la unidad de la Iglesia de manera plena. Por eso dice el Concilio Vaticano II que los participantes de la Eucaristía: «Muestran de un modo concreto la unidad del Pueblo de Dios, significada con propiedad y maravillosamente realizada por este augustísimo sacramento».

Simboliza la unidad: todos participamos de una misma mesa lo que es símbolo de fraternidad y comunión de sentimientos. (Es lo que expresa el rito de la inmixtión o conmixtión, el antiguo «fermentum» y el rito de la paz).

Dice la Didajé (año 70): «Como este fragmento estaba disperso sobre los montes y reunido se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia de los confines de la tierra en tu Reino».

San Ignacio de Antioquía: «Si os congregáis con unánime fe ...con indivisible pensamiento, rompiendo un solo pan ... ».

Por eso dice San Agustín: «Nuestro Señor nos dio su Cuerpo y su Sangre en cosas que se hacen de muchas, ya que el pan es un uno que se hace de muchos; y el vino de muchos racimos» y exclama: «¡Oh, sacramento de piedad, oh signo de unidad, oh lazo de caridad!».

De ahí que declarara el Concilio de Trento: la Eucaristía es «Símbolo de aquél solo cuerpo del que es Él mismo la cabeza y con el que quiso que nosotros estuviéramos, como miembros, unidos por la más estrecha conexión».

La Eucaristía es el signo más acabado de la unidad de la Iglesia, que con la participación específica y diferente de cada miembro –sacerdotes, diáconos, religiosos, seglares– expresa adecuadamente la Iglesia diocesana o local, que es a la vez, símbolo y presencia de la Iglesia universal, Una, Santa, Católica y Apostólica.

 

Artículo 3°. Causa la unidad

Decíamos que la Eucaristía es signo de la unidad de la Iglesia:

– Una sola mesa;

– Un solo pan formado de muchos granos;

– Un solo cáliz con vino hecho de muchos racimos;

– Una asamblea con muchos y diversos miembros; y una sola Iglesia. Pero no es únicamente signo, es también causa de la unidad de la Iglesia, o sea, produce, crea, realiza... la unidad de la Iglesia.

¿Por qué causa? Porque es sacramento que significa la unidad; ya que sacramento es signo sensible y eficaz de la gracia invisible. Significa unidad, causa unidad.

«Un cuerpo somos los que somos muchos, puesto que de un pan participamos», ¿cuál es la eficacia unitiva del pan eucarístico? El Apóstol lo dice versículos antes: «El pan que partimos, ¿no es acaso comunión con el Cuerpo de Cristo? La comunión con Cristo crea la comunión de todos entre sí.

Además, «el efecto de este sacramento es la caridad no sólo en cuanto al hábito sino también en cuanto al acto que se excita en este sacramento». «Cristo y su Pasión son causa de la gracia, y como no hay comida espiritual ni caridad sin gracia, es evidente que este sacramento la confiere».

 

Artículo 4º. ¿Cómo es que nos incorporamos a Cristo?

En la Eucaristía, como sabemos, está el cuerpo físico del Señor con su vida biológica y psíquica. Está todo Él, con su cuerpo y con su alma. Está Él con su divinidad.

Entre el Cuerpo de Cristo y el nuestro se establece una relación, a través de las especies eucarísticas, pero ciertamente no es ésta la incorporación de la cual queremos hablar, porque entre cuerpo y cuerpo hay continencia pero no incorporación. No asimilamos la carne de Cristo, ni Cristo asimila nuestra carne.

Cuando comemos su cuerpo asimilamos su vida.

Pero Cristo tiene varias vidas:

1. Tiene la vida sustancialmente divina que le corresponde por ser persona divina, segunda de la Trinidad, y de naturaleza divina igual que el Padre y el Espíritu Santo.

2. Tiene la vida divina accidental con carácter individual que le santifica como hombre particular.

3. Tiene también la vida divina accidental con carácter social, que procede de la gracia capital con la que se santifica como Cabeza del Cuerpo Místico.

4. Y tiene, como hemos dicho, la vida humana, biológica y psicológica.

La incorporación que se realiza en la Eucaristía es la incorporación a la vida de Cristo Cabeza. El cristiano cuando comulga recibe la vida o la gracia que desciende de Cristo Cabeza y por eso se hace miembro suyo. Sólo la gracia capital es comunicable, o mejor, sólo ésta es la que hace la incorporación.

Por tanto, la unión del hombre con Cristo en la Eucaristía, esa unión intimísima que Él reveló: Quien me come vivirá por Mi (Jn 6, 57), que es efecto propio de la Eucaristía,

– no es unión hipostática,

– no es unión sustancial,

– no es cualquier modo de unión física,

– sino que más bien es unión moral por el aumento de la gracia santificante y principalmente por la caridad que nos une a Cristo. De tal manera que, por esa caridad permanezcamos en Él con la voluntad y el afecto, viviendo por Él como Él vive por el Padre. Dice un autor: «Nuestra unión con Él no confunde las personas, ni mezcla las sustancias, sino que aúna los afectos y hace comulgar las voluntades».

Esta unión del hombre con Cristo se obtiene principalmente por el amor, que encierra así una poderosa fuerza unitiva y transformativa del amante en el amado y que es, por lo mismo, la perfección y la consumación de la vida cristiana. Dice San Juan en su primera carta: Dios es amor y el que vive en el amor permanece en Dios y Dios en Él (1Jn 4,16). Por eso, con toda razón se llama a la Eucaristía el sacramento del Amor.

 

Artículo 5º. La Eucaristía, fin y principio de todos los sacramentos

Así lo enseña el Pseudo Dionisio: «Es el fin y la consumación de todos los demás sacramentos»;

– Santo Tomas de Aquino: «Es el más excelente de todos los sacramentos»;

– El Concilio Vaticano II: es «Fuente y cumbre de toda la vida cristiana» o sea, fuente por ser principio y cumbre por ser fin; «Los otros sacramentos, así como todos los ministerios eclesiásticos y obras de apostolado, están íntimamente trabados con la sagrada Eucaristía y a ella se ordenan». El Concilio cita en nota a Santo Tomás: «La Eucaristía es como la consumación de la vida espiritual y el fin de todos los sacramentos».

– El Catecismo de la Iglesia Católica reitera esta doctrina: «La Eucaristía es "fuente y cima de toda la vida cristiana". "Los demás sacramentos, como también todos los ministerios eclesiales y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan. La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua"».

La Eucaristía, es fin de los sacramentos por tres razones principales:

1. Por razón de lo que contiene;

2. Por la ordenación de los sacramentos entre sí;

3. Por los ritos sacramentales.

* * *

1. Por razón de lo que contiene, la Eucaristía es fin de los sacramentos, porque contiene sustancialmente al mismo Cristo. Los demás sacramentos sólo contienen una virtud instrumental recibida de Cristo por participación y, como el ser por esencia es más excelente que el ser por participación, la Eucaristía es más excelente que los demás sacramentos.

* * *

2. Por la ordenación de los sacramentos entre sí, la Eucaristía es fin de los sacramentos, porque todos los sacramentos están ordenados a la Eucaristía como a su fin. Por ser la Eucaristía el fin de todos los sacramentos, de alguna manera, está en todos los sacramentos, ¿de qué manera? como el fin está en los medios que a él conducen. Repasemos:

– el Orden tiene por fin la consagración de la Eucaristía;

– el Bautismo, la recepción de la Eucaristía;

– la Confirmación perfecciona al bautizado para que el respeto humano no le retraiga de acercarse a tan excelso sacramento;

– la Penitencia y la Unción de los enfermos disponen al hombre para recibir dignamente el cuerpo de Cristo;

– el Matrimonio representa el lazo indisoluble de Cristo con su Iglesia, cuya unión se significa y se causa en la Eucaristía. Gran misterio este del matrimonio; pero entendido de Cristo y de la Iglesia (Ef 5, 32).

* * *

3. Por los ritos sacramentales, la Eucaristía es fin de los sacramentos, porque la administración de casi todos los sacramentos se completa, se consuma, con la Eucaristía; lo cual puede apreciarse en todos los rituales de los otros sacramentos.

De ahí que «el bien común espiritual de toda la Iglesia se contiene sustancialmente en el mismo sacramento de la Eucaristía».

Artículo 6º. Consumación de los otros sacramentos

La Eucaristía no sólo es fin de los demás sacramentos, sino que también es la consumación de los mismos. ¿Qué quiere decir consumación? Quiere decir perfección, plenitud, coronamiento. Aún podemos decir, consummatio es el acto de perfeccionar alguna cosa. La Eucaristía es el sacramento–sacrificio que lleva a su perfección el orden sagrado, el bautismo y la confirmación, la confesión y unción de los enfermos, el matrimonio.

De hecho, todos los sacramentos se ordenan a la Eucaristía, y la Eucaristía no se ordena a ningún otro sacramento: «No ordena a obrar o a recibir algo ulterior ni como agente ni como recipiente en el orden sacramental». Por eso no imprime carácter en el cristiano.

Pero no se crea que por no imprimir carácter sacramental, deja de ordenarse al culto divino. Más aún, se ordena eminentemente al culto divino.

En rigor los sacramentos de la Nueva Ley se ordenan a dos fines, que son: 1º. el remedio del pecado y 2º. al culto divino. Todos los sacramentos tienen en común suministrar remedio al pecado al dar la gracia santificante. Pero no todos están ordenados directamente al culto divino, como la penitencia que no le añade al hombre nada nuevo para el culto divino, sino que lo restablece en el primer estado.

Los sacramentos se ordenan al culto divino de tres maneras:

1. por la misma acción sacramental;

2. proveyendo al culto de agentes (los sacerdotes);

3. proveyéndole de sujetos pasivos (recipientes), los bautizados.

La Eucaristía es el sacramento que dice relación directa al culto divino en la misma acción sacramental y por contener al Sumo Sacerdote. Dicho con palabras de Santo Tomás: «Dice relación directa al culto divino en la misma acción... en la cual consiste, principalmente, el culto divino, por cuanto ella es el sacrificio de la Iglesia. ...(y además) contiene a Cristo mismo, quien no tiene carácter (sacerdotal), sino la plenitud absoluta del sacerdocio».

 

Artículo 7º. La Eucaristía, principio vivificante de los otros sacramentos

Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros (Jn 6,53).

Además de los efectos particulares que tiene la Eucaristía, el principal de los cuales es la gracia cibativa, tiene, también, un efecto general, como sacramento que se relaciona con los otros, como fin de todos ellos, como su consumación y como principio vivificante del que depende la eficacia de todos los demás.

Hay muchas especies morales de gracia: el bautismo y la penitencia regeneran; la confirmación robustece; el orden sagrado y el matrimonio son gracia de estado. Todas estas gracias tienen un elemento que santifican al hombre, o sea, lo vivifican, lo sobrenaturalizan, lo divinizan. El bautismo y la penitencia quitan el pecado y dan la vida; la confirmación robustece, pero aumentando la vida; el orden y el matrimonio dan la gracia de estado que da vida a quienes los reciben en relación al cumplimiento de los deberes de estado.

El elemento vivificante es efecto del sacramento de la Eucaristía. Por eso: Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros (Jn 6,53).

No hay modo de vivificarnos con la vida sobrenatural sino a través de la Eucaristía. Dice Santo Tomás: «La Eucaristía tiene por sí misma poder para dar la gracia, de tal modo, que nadie tiene la gracia antes de recibir la Eucaristía al menos en deseo; en deseo personal como los adultos, en deseo de la Iglesia como los niños ... Es tal la eficacia de su poder, que con sólo su deseo recibimos la gracia, con la que nos vivificamos espiritualmente». Hace crecer y perfeccionar la vida espiritual, para que el hombre en sí mismo sea perfecto por la unión con Dios.

De lo dicho se desprende que la Eucaristía se recibe in voto real cuando se recibe cualquier otro sacramento (el deseo o voto de la Eucaristía está objetivamente incluido en todos los otros ritos sacramentales). «La recepción de todos ellos viene a ser como preparación para recibir o consagrar la Eucaristía». La Eucaristía es el fin de todos los sacramentos y está en todos, como el fin está en los medios que a él conducen.

Por eso decía San Agustín: «No penséis que los niños no pueden tener la vida por estar ayunos del Cuerpo y la Sangre de Cristo». «No cabe dudar de que los fieles se hacen partícipes del Cuerpo y la Sangre del Señor cuando en el bautismo se hacen miembros del cuerpo de Cristo. Y no están alejados del consorcio del pan y del cáliz, aún en el caso de que no lo coman ni lo beban, si dejan el mundo estando ya constituidos en la unidad de este cuerpo».

Dice Santo Tomás que: «A este sacramento pueden asignarse los efectos de todos los sacramentos, en cuanto que es la perfección de todo sacramento, teniendo como en principio y plenitud (o como en síntesis y en suma) todo lo que los otros sacramentos contienen particularmente».

Por tanto, «es necesario concluir que la Eucaristía es un sacramento general; contiene lo de todos, hace lo de todos, actúa en todos. No se compara con ellos como uno de tantos sólo, sino, además, como el primero, principal y universal».

Por tanto la Eucaristía es el principio vivificador de todos los demás sacramentos, como enseñó la Verdad Encarnada: Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros (Jn 6,53).

 

Artículo 8º. Causa el que alcancemos la gloria

El que come este pan vivirá eternamente (Jn 6, 51). La vida eterna es la vida de la gloria, luego este sacramento nos da la gloria del cielo.

 

Canta la liturgia:

«¡Oh sagrado convite!, en el que se recibe a Cristo,

se renueva la memoria de su Pasión,

el alma se llena de gracia

y se nos da la prenda de la vida futura».

Prenda, es decir, que la Eucaristía sirve de seguridad y firmeza para alcanzar la vida eterna.

Enseña Trento: Cristo «quiso fuese prenda de nuestra futura gloria y de nuestra eterna felicidad». León XIII: «Es causa y prenda a la vez de la divina gracia y de la gloria celestial, y esto no sólo para el alma, sino también para el cuerpo». En el concilio Vaticano II se reitera esta doctrina: «El Señor dejó a los suyos prenda de tal esperanza (del cielo) y alimento para el camino en aquel sacramento de la fe en el que los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre, se convierten en el cuerpo y sangre gloriosos con la cena de la comunión fraterna y la degustación del banquete celestial».

¿Por qué razones?

1. Porque contiene al mismo Cristo, que con su muerte nos abrió las puertas del cielo.

2. Porque conmemora y nos aplica de manera especial la Pasión, de allí que Cristo: Por eso es mediador de una nueva Alianza; para que, interviniendo su muerte para remisión de las transgresiones ..., los que han sido llamados reciban la herencia eterna prometida (Heb 9, 15). Por eso en la forma de la consagración del Sanguis se dice: «Éste es el cáliz de mi Sangre, Sangre de la Alianza nueva y eterna».

 

3. Porque se nos ofrece a manera de comida espiritual, que nos da fuerza para perseverar en el bien y así poder alcanzar la Patria del cielo.

4. La unidad del Cuerpo místico la produce este sacramento, y por virtud de él mismo se consumará en la sociedad perfecta de los santos en el Cielo.

¡Prenda de la gloria futura! ¡Prenda! como si dijéramos: resguardo, seguro, garantía, aval, fianza, seguridad, éste es otro efecto de esta maravilla sin par que es la Eucaristía.

 

Artículo 9º. La resurrección, efecto de la Eucaristía

Decíamos que la Eucaristía es prenda de la vida eterna. Pero para llegar a la gloria plena, se supone como paso previo, la resurrección corporal.

1. En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros (Jn 6,53).

Ciertamente que esta vida que da la Eucaristía es la vida de la gracia, es la vida del alma. Pero, esta misma vida, postula la permanencia del sujeto en quien se asienta, y sin el que ella no puede existir. Por eso la gracia cristiana tiene como efecto el conducir a los cristianos a la inmortalidad, no evitando la muerte, pero si conduciendo a la resurrección.

Dicho en otras palabras, la gracia conduce al hombre a la vida inmortal, dado que éste debe morir, lo conduce resucitándolo. Y como la parte vivificadora de la gracia procede de la Eucaristía, se sigue que la Eucaristía es el principio vivificante del que procede la resurrección.

2. El Señor expresamente liga la resurrección a la Eucaristía: El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día (Jn 6,54). Estas palabras confirman lo que acabamos de decir. La gracia tiende a perpetuar la vida de quien la tiene; se tiene por la Eucaristía, luego, ésta perpetua la vida del cristiano; ahora la perpetuación no se hace con la inmortalidad, luego se perpetúa la vida del hombre con la resurrección.

3. Cristo resucitado es causa de nuestra resurrección; es para nosotros espíritu vivificador (1Cor 15, 45). El Cristo de la Eucaristía es justamente el Cristo Resucitado. El pone en quien lo recibe un germen o principio de inmortalidad, del que procede la resurrección.

4. Por la comparación que hace San Pablo entre Adán y Cristo. El primero trajo al mundo el pecado y la muerte, el segundo la gracia y la vida. Para que la antítesis sea perfecta, es necesario que la vida de que habla el Apóstol no sólo sea la de la gracia, sino también la natural.

En la Eucaristía nos da la vida de la gracia, y nos deja además una raíz de vida natural, raíz que germinará mediante la resurrección.

Dice San Agustín: «Desean los hombres comer y beber para no tener hambre ni sed, y esto, en realidad, no lo dan más que esta comida y esta bebida, con los que quienes las toman se hacen incorruptibles e inmortales en la sociedad de los santos, en donde hay paz y unidad plenas y perfectas».

 

Artículo 10º. La Eucaristía da la vida eterna

Nos preguntamos si la Eucaristía nos hace alcanzar la gloria.

Pareciera que no, porque el efecto es proporcionado a la causa. Y siendo este sacramento propio de viadores (de ahí que se lo llame «viático»), quienes todavía no son capaces de la gloria, pareciera que la Eucaristía no cause la gloria.

A esto hay que decir varias cosas:

 

1. Este sacramento obra en virtud de la Pasión de Cristo que es causa suficiente de la gloria.

2. Es causa suficiente de la gloria, pero no de tal manera que seamos inmediatamente introducidos en la gloria. Antes bien, es necesario que primero padezcamos juntamente con Cristo (Ro 8,17), para después ser glorificados juntamente con Él (Ro 8,17).

3. De manera semejante, la Eucaristía no nos lleva inmediatamente a la gloria, aunque sí nos da el poder llegar. Por eso se llama «viático».

4. Figura de la Eucaristía fue el pan subcinericio (el cocido en el rescoldo o debajo de la ceniza) y el agua que Elías comió y bebió y anduvo con la fuerza de aquella comida cuarenta días y cuarenta noches, hasta el monte de Dios, Horeb (1Re 19,8).

 

Artículo 11º. La Comunión frecuente

Enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: «Es conforme al sentido mismo de la Eucaristía que los fieles, con las debidas disposiciones, comulguen cuando participan en la Misa: "se recomienda especialmente la participación más perfecta en la Misa, recibiendo los fieles, después de la comunión del sacerdote, del mismo sacrificio, el cuerpo del Señor".

La Iglesia obliga a los fieles "a participar los domingos y días de fiesta en la divina liturgia" y a recibir al menos una vez al año la Eucaristía, si es posible en tiempo pascual, preparados por el sacramento de la Reconciliación. Pero la Iglesia recomienda vivamente a los fieles recibir la santa Eucaristía los domingos y los días de fiesta, o con más frecuencia aún, incluso todos los días».

 

Rito de conclusión

Rito de despedida

Tiene dos partes: el saludo y la bendición del celebrante y la despedida propiamente tal.

El saludo expresa el deseo de que los misterios celebrados influyan, con el auxilio divino, en la vida de quienes han participado en ellos.

La despedida implica a los fieles y al altar. En relación a los fieles, se les dice: «Ite, missa est», en la liturgia romana (o similares). La despedida del altar la hace el sacerdote besándolo e inclinando la cabeza, en señal de reverencia.

Ya había pedido el sacerdote que las oraciones del pueblo y del sacerdote, los sacrificios espirituales, sean presentados a Dios por el ángel asistente a los divinos ministerios. Y por mano del Ángel subió delante de Dios la humareda de los perfumes con las oraciones de los santos (Ap 8,4) y por él las «envía». Por todo esto se denomina «missa». Ya que el sacerdote «envía» (mittit) a Dios sus ruegos con el ángel, como el pueblo los manda por el sacerdote.

También por ser Cristo la Víctima «enviada» (missa). Por eso la despedida al pueblo diciendo: «Ite, missa est», como diciendo: «Podéis iros, la Víctima ya se ha enviado» a Dios por el ángel para que Dios la acepte. San Alberto Magno dice: «Ite, missa est» como si dijera: La Hostia –la Víctima– y nosotros en la Hostia –missa est– está enviada al Padre: Id con el aumento de virtudes como incorporados a la Hostia y enviados –missi– a Dios. Y el coro responde: «Demos gracias a Dios», porque ésa es la gracia cumbre de la que el mismo Hijo dio gracias al Padre en tan alto sacramento. Dice textualmente Santo Tomás: «Por todo esto se denomina "missa", ya que el sacerdote «envía» a Dios sus ruegos con el ángel, como el pueblo los manda por el sacerdote. Tal vez también por ser Cristo la víctima «enviada». ... (se) licencia al pueblo diciendo: «Id, la Hostia se ha enviado» a Dios con el ángel para que la acepte».

El ofrecer –enviar– implica una santificación de lo ofrecido –una bendición descendente– («te pedimos ... que aceptes y bendigas estos dones»). La despedida va unida a una bendición (descendente) de ahí que se considera bendición descendente y juntamente como «missa» todo el conjunto de la Eucaristía: «Para que cuantos recibimos el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo, al participar aquí de este altar, seamos colmados de gracia y bendición».

También, puede verse más que como despedida, como una invitación a prolongar la Misa en la vida diaria, como si dijese: «Id sois enviados a prolongar la Misa con vuestra vidas»; a vivir la vida de todos los días como una misión («missio»), para extender el Reino de Dios en la tierra por medio del testimonio y del apostolado, luego de haber sido fortalecidos por la participación en el Sacrificio de la cruz y haber recibido la Víctima divina, como dijese: «Id, sois enviados a la misión para llevar a Cristo a todo hombre y a todas las manifestaciones del hombre».

Final

Al terminar de escribir este libro sobre un tema tan apasionante y tan difícil como la Eucaristía, no puedo no pensar como Santo Tomás luego de su experiencia en la Misa del día de la fiesta de San Nicolás, el 6 de diciembre de 1273, cuando dejó de escribir: «Todo lo que he escrito me parece como pasto seco...» en comparación con la realidad. ¡Y eso que era nada menos que Santo Tomás!

Como él pongo bajo el juicio actual o futuro de la Iglesia jerárquica todo lo escrito, aceptando, de manera anticipada las posibles censuras, retractándome desde ya de mis errores y condenándolos.

Las consideraciones acerca de la Sagrada Eucaristía que hemos realizado, en más de 100 aspectos, perspectivas, enfoques o como quiera llamárseles, hablan a las claras de la realidad poliédrica del augusto misterio y del equilibrio teológico que hay que tener para no desdibujar, en ningún aspecto, la grandeza de la realidad del misterio que nos causa asombro y estupefacción adorante.

El sacrificio de la Misa es el abrazo gigantesco de la infinita misericordia de Dios con la inmensa miseria de los hombres y es la más rotunda y contundente afirmación de que «todo lo que existe es bueno, y es bueno de que exista», que es el fundamento insoslayable de toda fiesta. Es común escuchar a los feligreses: «fue algo distinto», «se sentía uno en otro mundo», «me parecía estar en el cielo» ... porque en el fondo se capta el mundo verdaderamente «distinto» y absolutamente «nuevo» de la majestad de Dios. Platón llamaba a la fiesta un «respiro». Un grande como San Juan Crisóstomo decía: «Fiesta es alegría y nada más», la alegría es la manifestación del amor y: «Donde se alegra el amor, allí hay fiesta». La fiesta vive de la afirmación y es fiesta cuando el hombre reafirma la bondad del ser mediante la respuesta de la alegría. De allí que «no puede darse una afirmación más radical que la glorificación de Dios, que la alabanza del creador de ese mismo mundo; no puede pensarse una aprobación del ser más intensiva, más incondicional. Si el núcleo de la fiesta consiste en que los hombres viven corporalmente su compenetración con todo lo que existe, entonces es el acto del culto, la fiesta litúrgica, la forma más festiva de la fiesta». «Es decir, de hecho, un "decir sin límites: sí y amén"», es el repetido grito de júbilo: ¡Aleluya!, «el alado imperativo», del hebreo Hal.lelú–Yah = ¡Alabad al Señor!. ¡Eso es la Misa!

El culto católico «es realmente la realización de un asentimiento expresado como alabanza, glorificación, acción de gracias y referido a toda realidad y a toda existencia».

Es aquello profetizado por el Señor: Viene la hora, y es ahora, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad... Dios es Espíritu, y los que lo adoran, es necesario que lo adoren en espíritu y en verdad (Jn 4,23.24).

Comenta Santo Tomás:

1. «...cuando dice verdaderos, se oponen a tres cosas, según la exposición antedicha: primero contra el falso rito de adoración de los Samaritanos (Ef 4,25: abandonando la mentira, hablad la verdad); segundo, contra lo vano y transitorio que había en las ceremonias carnales (Sal 4,3: ¿por qué amáis la vanidad, y buscáis la mentira?); tercero, contra lo figurado (Jn 1,17: la gracia y la verdad fue hecha por Cristo...).

2. Se entiende ...por eso de en espíritu y verdad, que se indica la condición de la verdadera adoración. Para que la adoración sea verdadera, se necesitan dos cosas:

– Una que sea espiritual: por ello dice en espíritu, es decir, en fervor de espíritu (1Cor 4,15: oraré en espíritu, oraré con la mente).

– La otra que sea en verdad. Primero, por la fe, porque ningún fervor espiritual es apto para merecer si no se adjunta la verdad de la fe (Sant 1,6: pida en fe sin hesitación). Segundo, en verdad, es decir, sin ficción ni simulación.

Por lo tanto, para la misma oración se requiere el fervor de la caridad respecto de lo primero, y la verdad de la fe respecto de lo segundo, y la rectitud de intención en cuanto a lo tercero... ...Dios busca quienes lo adoren en espíritu y verdad, tanto en el fervor de la caridad como en la verdad de la fe... (Dt 10,12: ahora, Israel, qué te pide el Señor tu Dios, sino que temas al Señor tu Dios, y camines en sus caminos, y lo ames, y sirvas al Señor Dios tuyo con todo tu corazón...; Mi 6,8: Te indicaré, hombre, qué es bueno y qué te pide Dios: que hagas justicia, y ames la misericordia y camines solícito con tu Dios) ... Dios tanto nos ama cuanto nos asimilamos a Él; pero no nos asimilamos a Él por lo carnal, dado que es incorpóreo, sino según lo espiritual, porque Dios es espíritu».

Nunca debemos presentarnos al altar con las manos vacías: No te presentarás ante mí con las manos vacías (Ex 23,15; 34,20; Sir 35,6), sino llenas de buenas obras que son los frutos de virtud: «La vida moral es un culto espiritual. Ofrecemos nuestros cuerpos como una hostia viva, santa, agradable a Dios en el seno del Cuerpo de Cristo que formamos y en comunión con la ofrenda de su Eucaristía. En la liturgia y en la celebración de los sacramentos, plegaria y enseñanza se conjugan con la gracia de Cristo para iluminar y alimentar el obrar cristiano. La vida moral, como el conjunto de la vida cristiana, tiene su fuente y su cumbre en el sacrificio eucarístico».

Por eso, el sacerdote, luego de la presentación de los dones, inclinado delante del altar, en actitud oblativa, se presenta y pide: «Con humildad y corazón contrito nos presentamos ante ti, Señor; recíbenos y acepta con agrado el sacrificio que hoy te presentamos». Alguno podrá decir: «Me resulta difícil asimilar tanta doctrina y luego vivirla en la Misa»; ciertamente que, de hecho, es mucho más simple la participación en la Santa Misa: se trata de mantener la fe y disposiciones interiores de pureza, asombro, entusiasmo, humildad, confianza, amor... que teníamos el día de nuestra Primera Comunión. ¡Así de simple!

Como decía San Pío de Pietrelcina: «El mundo podría estar aún sin sol, pero no sin la Santa Misa».

Que la Virgen Inmaculada con paciencia de madre y sabiduría de maestra nos acompañe en nuestro eucarístico peregrinar.