Artículo 2º. El sacrificio de Jesucristo

La Eucaristía no es solamente sacramento, sino que, además de sacramento, es un sacrificio. Dicho más propiamente es un sacrificio sacramental, o, lo que es lo mismo, un sacramento sacrificial.

Jesucristo ha querido perpetuar su único sacrificio de la Cruz sobre nuestros altares, de tal manera, que aquel sacrificio realizado de manera cruenta en especie propia (su Cuerpo natural) se perpetúa en el sacrificio del altar realizado de manera incruenta en especie ajena.

Por eso, tenemos un solo y único sacrificio porque son uno y lo mismo el sacerdote, la víctima y la oblación. Tanto en la Cruz como en la Misa el sacerdote principal es Jesucristo; tanto en el Gólgota como en el altar la víctima es Jesucristo y el acto oblativo interno tanto en el Calvario como en la Eucaristía es el mismo, del mismo Jesucristo. No se multiplica el sacrificio, lo que se multiplican son las distintas presencias del único sacrificio, de manera parecida a como no se multiplica el Cuerpo de Cristo, sino se multiplican las presencias del Cuerpo de Cristo bajo las especies de pan en miles y miles de partículas.

El singular sacrificio eucarístico es una realidad tan inefable que no es posible expresarla, adecuadamente, con un solo concepto. Por eso, debido a nuestro modo humano de conocer debemos multiplicar los conceptos para poder llegar a tener una idea lo más adecuada posible a la realidad.

Hemos dicho que la Eucaristía se ofrece porque es sacrificio. Ahora queremos tratar de por qué razones la Misa es sacrificio. Siguiendo al Concilio de Trento y al Catecismo de la Iglesia Católica debemos decir que la Misa es sacrificio por tres razones:

1º. Porque es representación del sacrificio de la cruz;

2º. Porque es memorial del sacrificio de la cruz; y

3º. Porque es aplicación de los frutos de la cruz a nosotros.

En efecto, se enseña en el Catecismo de la Iglesia Católica que «la Eucaristía es, pues, un sacrificio porque representa ( = hace presente) el sacrificio de la cruz, porque es su memorial y aplica su fruto (y cita al Concilio de Trento): "(Cristo), nuestro Dios y Señor, se ofreció a Dios Padre una vez por todas, muriendo como intercesor sobre el altar de la cruz, a fin de realizar para ellos (los hombres) una redención eterna. Sin embargo, como su muerte no debía poner fin a su sacerdocio, en la última Cena, la noche en que fue entregado (1Cor 11,23), quiso dejar a la Iglesia, su esposa amada, un sacrificio visible (como lo reclama la naturaleza humana), donde sería representado el sacrificio sangriento que iba a realizarse una única vez en la cruz, cuya memoria se perpetuaría hasta el fin de los siglos y cuya virtud saludable se aplicaría a la redención de los pecados que cometemos cada día"».

Tres nociones que se entrecruzan y entrelazan, que se implican mutuamente y que recíprocamente se ilustran. En la Misa la representación es memorial y aplicación; el memorial es representación y aplicación; y la aplicación es representación y memorial; aunque entre ellas no se identifican totalmente.

Párrafo 1º. Representación

Decimos que es representación de la Pasión del Señor, porque en la Misa la Sangre aparece separada del Cuerpo, como en la Cruz. La Misa es representación de la Pasión del Señor, porque, significa, expresa, eficazmente, la misma Pasión del Señor en su acto principal cuando en la Cruz la Sangre se separó del Cuerpo.

1. ¿Qué es representar y representación en sentido profano?

Según el Diccionario de la Real Academia Española, representar viene del latín repraesentare y tiene 10 acepciones, algunas de ellas son, por ejemplo:

4. [tr.] Recitar o ejecutar en público una obra dramática.

5. [tr.] Interpretar un papel de una obra dramática.

6. [tr.] Sustituir a uno o hacer sus veces, desempeñar su función o la de una entidad, empresa, etc.

7. [tr.] Ser imagen o símbolo de una cosa, o imitarla perfectamente.

Y representación, del latín repraesentatio, –onis, con 8 acepciones, algunas de ellas:

1. [f.] Acción y efecto de representar o representarse.

2. [f.] Nombre antiguo de la obra dramática.

4. [f.] Figura, imagen o idea que sustituye a la realidad.

6. [f.] Conjunto de personas que representan a una entidad, colectividad o corporación.

7. [f.] Cosa que representa otra.

2. ¿Qué es representación en el Antiguo Testamento?

En el Antiguo Testamento los sacrificios, tanto los holocaustos, los sacrificios por los pecados, las hostias pacíficas y demás, eran figura, símbolo o imagen del sacrificio de la cruz, y, de alguna manera lo representaban, pero no lo contenían. Podemos decir que representación en el Antiguo Testamento responde a las séptimas acepciones: «Ser imagen o símbolo de una cosa» y «cosa que representa otra», en cuanto que, como figuras, signos e imagen, representaban el sacrificio de Cristo en la cruz. Como dice San Pablo: Todo esto es sombra de lo venidero; pero la realidad es el cuerpo de Cristo (Col 2,17); Todo esto les acontecía en figura (1Cor 10,11); Éstos dan culto en lo que es sombra y figura de realidades celestiales (Heb 8,5).

3. ¿Qué es representación en el Nuevo Testamento, en el sacrificio de la Nueva Alianza, en la Misa?

En el Nuevo Testamento es esencialmente distinta la representación en el sacrificio de la Nueva Alianza, donde la Eucaristía no solamente es signo, símbolo, figura o imagen del sacrificio de la cruz, sino que lo contiene, ya que contiene al Cristo que ha padecido. Es solamente «propio de este sacramento que en su celebración se inmole Cristo». Que se inmole como en la cruz, aunque de otro modo, cosa que jamás ocurrió en el Antiguo Testamento.

De ahí, que para algunos teólogos: «Representar es presentar por segunda vez la Víctima, pero con distinta victimación. Con ello se da a la palabra dos significaciones: la de imagen y la de repetición». La distinta victimación, es real y verdadera, pero es mística o sacramental.

Decimos que es representación de la Pasión del Señor, porque en la Misa la Sangre aparece separada del Cuerpo, como en la cruz. No es mera representación vacía, sino que es una verdadera representación sacramental, que realiza lo que significa, y la Misa es, por tanto, «un verdadero y propio sacrificio». Digamos una vez más: ¿La representación sacramental significa sacrificio? Sí, ¡pues lo realiza eficazmente!

Respecto de los demás sacramentos vale recordar aquí lo que enseña Piolanti tomando distancia respecto a los excesos de Casel: «... el axioma "producen lo que significan" vale solamente para "aquello que significan demostrándolo", o sea de la gracia, y no se puede aplicar a la pasión y a la gloria, precisamente porque estas realidades son significadas ‘conmemorándolas’ o ‘pronosticándolas’ (o "prefigurándolas"); en Santo Tomás, en fin, la palabra repraesentare no tiene el sentido clásico de ‘hacer algo presente’, sino el escolástico de ‘representar’, ‘figurar’, ‘simbolizar’, sentido que conserva también hoy en el lenguaje común». De aquí que los demás sacramentos no sean sacrificio. Esto, sin más, no es aplicable a la Eucaristía. Continúa diciendo Piolanti: «Para confirmar esta explicación es suficiente citar dos pasos del santo doctor: "La celebración de este sacramento es cierta imagen representativa de la pasión, que es verdadera inmolación"; "Lo que el sacerdote hace en la Misa...lo hace para representar algo. Pues, al extender el sacerdote los brazos después de la consagración, significa la extensión de los brazos de Cristo en la cruz". En este último paso, repraesentare equivale a ‘significar’, como en el precedente la ‘imagen representativa’ (o en ‘especie ajena’) se opone a la ‘verdad’ (o en ‘especie propia’)». (Es interesante notar que el Catecismo de la Iglesia Católica en italiano, traduce repraesentaretur por venisse significato).

También hay que tener en cuenta lo que en páginas atrás dice Piolanti: Decir "imagen" para los antiguos no es la simple representación ideal de una realidad ausente; ella misma contiene, por el contrario, la realidad que representa. Diciendo de Cristo que es la imagen perfecta del Padre, nuestros autores afirman una comunicación total, una identidad profunda de naturaleza. Comentando la epístola a los Colosenses dice un autor: «Esta imagen es verdadera: no inane, sino fuerte; no vacía, sino plena de vida».

De ahí que Santo Tomás –y Piolanti lo sigue- agrega una segunda razón que es por la cual éste sacramento implica una verdadera inmolación «por los efectos de la Pasión de cuyos frutos nos hace participar». En cuanto a ésta segunda razón: «la inmolación se realiza sólo en la celebración de este sacramento».

La palabra "imagen" define el lugar intermedio donde debe situarse el Nuevo Testamento: entre la sombra y la verdad; próximo a la sombra por el conocimiento oscuro que eso configura, pero próximo a la verdad por su sustancia profunda. Decía San Ambrosio: «La sombra en la ley (antigua), la imagen en el evangelio, la verdad en el cielo».

Santo Tomás enseña: «En la antigua ley la figura es propuesta sin la cosa; en la nueva ley, sin embargo, la figura es propuesta con la cosa; en el cielo se nos dará la cosa sin la figura».

De manera que no sólo debemos afirmar con fuerza que el mismo Cristo está presente bajo las especies de pan y vino, sino que, con la misma fuerza debemos considerar que está bajo las especies separadas de pan y vino como Víctima, es decir, con su sacrificio, con su inmolación y con su oblación u ofrecimiento. ¿Con cuál sacrificio, con cuál inmolación, con cuál oblación? Con el mismo sacrificio de la cruz, con la misma inmolación de la cruz, con la misma oblación de la cruz, aunque de modo sacramental.

Y si bien sabemos que bajo cada una de las especies está Cristo entero, por razón de la concomitancia, con su Cuerpo, Sangre, alma y divinidad, no es menos cierto que, por razón del sacramento, por la fuerza de las palabras, la Sangre está directamente presente bajo la especie de vino y el Cuerpo está directamente presente bajo la especie de pan. Esto alcanza y sobra para dar razón del sacrificio eucarístico –que es sacramental–: ¡Sangre derramada por un lado, Cuerpo entregado por otro, en todos los idiomas del mundo es sacrificio! Al ser el sacramento un signo eficaz, realiza lo que significa.

De tal modo que, por ser la Misa representación eficaz, viva y plena del sacrificio de Cristo en la Cruz, es perpetuación del mismo sacrificio cruento de Cristo en la Cruz, en figura ajena, o sea, «bajo condición que le es extraña –diríamos, que no le es natural–, como sucede en el sacramento», bajo las apariencias de pan y vino. En la Misa se hace no sólo el rito incruento de la Cena, sino que se hace presente el sacrificio cruento de la Cruz, bajo las especies sacramentales. El Cenáculo y el Calvario vienen hacia nosotros, sobre el altar. Suele decirse que nosotros debemos imaginarnos presentes en el Cenáculo y en el Gólgota, pero no es del todo exacto, son el Cenáculo y el Gólgota los que vienen a nosotros.

Debemos tener en cuenta, también, como ya hemos dicho, que muchas cosas representaban la Pasión del Señor, por ejemplo, los sacrificios del Antiguo Testamento en cuanto eran la representación de la verdadera inmolación de Cristo: «podría decirse que Cristo se inmoló en las figuras del Antiguo Testamento». El Bautismo y los demás sacramentos representan, a su modo, la Pasión del Señor; pero aún en la Misa: la fracción del pan, la comunión, la inmixtión... representan, a su modo, la Pasión del Señor; ¡pero la sola representación eficaz se tiene en la doble consagración por separado del pan y del vino!

De ahí que la fe católica no sólo dice que en la Eucaristía Jesucristo está presente, verdadera, real y sustancialmente, bajo las apariencias de pan y vino, sino que además, está presente el «Christus passus», el Cristo que ha sufrido, ya que la Eucaristía «"contiene a Cristo que padeció"; es decir, contiene a Cristo no "padeciendo ahora", sino que "padeció en otro tiempo"». «La Eucaristía es el sacramento perfecto de la Pasión del Señor, por cuanto contiene al mismo Cristo que padeció».

Tengamos siempre en claro y muy firme en nuestra alma, la santa fe católica que enseña como dogma de fe definida que: «En este divino sacrificio, que en la Misa se realiza, se contiene e incruentamente se inmola aquel mismo Cristo que una sola vez se ofreció Él mismo cruentamente en el altar de la cruz».

Decía el gran Bossuet: «Todo se hará con este pan y este vino; vendrá una palabra omnipotente que de este pan hará la Carne del Salvador y del vino su Sangre ... ¡Oh Dios!, sobre el altar se encuentran aquel Cuerpo mismo, aquella misma Sangre; aquel Cuerpo entregado por nosotros, aquella Sangre derramada por nosotros ... Están separados, sí, separados, el Cuerpo por una parte, la Sangre por otra, y cada uno bajo signos diferentes ... He ahí, por tanto, revestidos del carácter de su muerte, a aquel Jesús, otra vez nuestra Víctima y hoy también nuestra Víctima de un modo nuevo por la separación mística de aquella Sangre de aquel Cuerpo. No diremos más porque todo el resto es incomprensible y nadie lo ve, excepto aquel que lo ha hecho».

Por la fuerza del sacramento lo que aparece sobre el altar, después de la consagración, es la Sangre separada del Cuerpo, que es la representación eficaz de lo que sucedió en la cruz. Nosotros, indignos y pecadores, por gracia de Dios, participamos así del sacrificio de la cruz. ¡Qué gracia enorme! ¡Cuánto nos vamos a arrepentir el día de mañana de haber dejado de participar de una Misa, por culpa propia!

El Cenáculo y el Calvario vienen a nosotros: ¡Debemos tener nosotros las mismas disposiciones espirituales que tuvieron los Apóstoles en la Última Cena, y la Santísima Virgen, San Juan, Santa María Magdalena, Santa María de Cleofás, Santa María Salomé y las otras santas mujeres en el Gólgota!

¿Cuál debería ser nuestra actitud expectante, reverente, concentrada, asombrada, amante, delicada, adorante, ante «el misterio de la fe»? ¿No deberíamos dejar nuestras preocupaciones, contratiempos, disgustos, dolores, desilusiones, fracasos en la patena y ponerlos en las manos y en el corazón de Jesús y así poner en práctica la enseñanza del Maestro: Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera (Mt 11,28–30).

Párrafo 2º. Memorial

También decimos que la Misa es el memorial (o memoria) de la Pasión del Señor.

El sacerdote es el hombre que hace el memorial.

De ahí que en todas las Plegarias eucarísticas se diga: «Por eso, Padre, nosotros, tus siervos, y todo tu pueblo santo, al celebrar este memorial de la muerte gloriosa de Jesucristo...»; «Así, pues, Padre, al celebrar ahora el memorial de la muerte y resurrección de tu Hijo...»; «Por eso, Padre, al celebrar ahora el memorial de la pasión salvadora de tu Hijo»; «Por eso, Padre de bondad, celebramos ahora el memorial de nuestra redención, recordamos la muerte de Cristo...»; «Por eso, Padre de Bondad, celebramos ahora el memorial de nuestra reconciliación...»; «Así, pues, al hacer el memorial de Jesucristo... y celebrar su muerte y resurrección...»; «Señor, Dios nuestro, tu Hijo nos dejó esta prenda de su amor. Al celebrar, pues el memorial de su muerte y resurrección...».

1. Distintos tipos de memorial

Hay tres tipos de memoriales:

a. El memorial mundano. Al estilo del Lincoln Memorial, el Jefferson Memorial, en Washington; o el Queen Victoria Memorial en Londres; o el memorial al holocausto a la Shoah levantado en Uruguay, son monumentos que nos recuerdan hechos pasados. Si se lo compara con el memorial del Nuevo Testamento no son dos especies del mismo género, sino son dos géneros distintos.

b. En el Antiguo Testamento. De manera parecida, así entendían el memorial en el Antiguo Testamento (así lo entendieron los protestantes) como un mero recuerdo, pero en este caso, que de alguna manera actualiza el hecho pasado al ser como signo de la continua ayuda de Dios en el presente y promesa de futuras ayudas. Con más precisión, el memorial del Antiguo Testamento se relaciona con el memorial del Nuevo como lo imperfecto con lo perfecto.

Al memorial en el Antiguo Testamento se lo llamaba «zikkaron», palabra que los Orientales la tradujeron al griego con el término «anámnesis» (ajnav=de nuevo y mnh/si"=recuerdo). Ellos hacían memoria de las intervenciones milagrosas de Dios en el pasado, reviviéndolas de alguna manera, como ser:

– la salida de Egipto, con la comida ritual del Cordero Pascual (fiesta Pascual);

– la permanencia en el desierto, dejando la casa para vivir siete días en tiendas de campaña (fiesta de los Tabernáculos o de las Tiendas);

– la entrada en la Tierra Prometida, llena de frutos, ofreciendo a Dios las primicias de los mismos (fiesta de las Semanas o de las Cosechas, que era cincuenta días después de Pascua).

c. El Memorial en el Nuevo Testamento. La otra concepción de Memorial es la del Nuevo Testamento.

La Misa, en el momento de la Consagración, es un Memorial, pero con un elemento que lo caracteriza esencialmente. No es un mero recuerdo, sino que es un recuerdo eficaz, que produce lo que recuerda.

Aquí el Sacrificio de la Cruz del Señor se perpetua hasta el fin de los tiempos. Por eso enseña el Concilio de Trento: «que la memoria (del sacrificio de la Cruz) se perpetuaría hasta el fin de los siglos» (enseñanza que repite el Catecismo de la Iglesia Católica), en la Santa Misa.

Es lo mandado por el Señor: Haced esto en memoria mía (Lc 22,19; 1Cor 11,24) ¿Qué es «hacer esto»? Es convertir el pan en su Cuerpo entregado y el vino en su Sangre derramada; es hacer presente la transustanciación de la Cena y el Sacrificio de la Cruz. El sacerdote obrando in persona Christi hace lo que Cristo mandó y para lo que le dio el poder sacerdotal, por la imposición de manos: eso es hacer el memorial... se lo celebra para cumplir el mandato del Señor: Haced esto en memoria mía (Cuando se hace públicamente el memorial, se lo llama conmemoración).

Ahora bien, aunque toda la Misa es memorial, especialmente lo es la Plegaria eucarística o anáfora, y, sobre todo, es memorial en el sentido eficaz del Nuevo Testamento, la consagración en la que el sacerdote obra «in persona Christi».

2. El memorial de la consagración

¿Qué es lo que se hace en la consagración? En la consagración, al transustanciar separadamente el pan y el vino, se hacen dos cosas:

a. La inmolación, o sea, el acto del sacrificio eucarístico; y,

b. la oblación, es decir, el ofrecimiento del sacrificio;

Luego de la consagración se hace la aclamación memorial: «Anunciamos tu muerte», donde decimos con palabras lo que de hecho ocurrió en la doble consagración de la Sangre separada del Cuerpo. Este anuncio realizado con el hecho de la doble consagración, luego es expresado con las palabras de la aclamación memorial.

Por extensión, de lo ocurrido en la consagración, se llama memorial a la oración que sigue a la consagración, y que explicita, aún más, lo hecho.

Es decir, que son dos los momentos del Memorial: la inmolación y la oblación. Por eso dice el sacerdote: «Al celebrar ahora el memorial», e inmediatamente, «te ofrecemos...», esto último, además del sacerdote ministerial, lo hacen los bautizados por medio del sacerdote y junto con él.

3. La inmolación

Distingue muy bien Santo Tomás entre sacrificios, oblaciones y lo que no es ni lo uno ni lo otro.

1º. Respecto a los sacrificios: «... se ha de decir que propiamente se dicen sacrificios cuando sobre las cosas ofrecidas a Dios se hace algo, como cuando se mataban los animales, como cuando el pan se parte, y se come, y se bendice. Y esto lo dice el mismo nombre, puesto que sacrificio se dice cuando el hombre "hace algo sagrado"».

2º Respecto a las oblaciones: «Pero se dice directamente oblación cuando se ofrece algo a Dios, aún cuando nada se hace sobre la cosa: como cuando se dice ofrecer dinero o panes en el altar, sobre los que no se hace nada, por donde todo sacrificio es oblación, pero no al revés. (En el Comentario a los Salmos enseña lo mismo: «Todo sacrificio es oblación, pero no toda oblación es sacrificio»). Las primicias son oblaciones porque eran ofrecidas a Dios como se lee en Deut 26, pero no eran sacrificios porque nada sagrado se hacía sobre ellas».

3º Sobre lo que no es ni lo uno ni lo otro: «Y los diezmos, propiamente hablando, no son sacrificios ni oblaciones, porque no se ofrece directamente a Dios sino a los ministros del culto».

 

Eso más que debe hacerse a la simple oblación para que llegue a ser sacrificio es la inmolación entendida en sentido amplio –como indican los ejemplos que pone Santo Tomás: –occisión para los animales; –consumisión para los alimentos; –efusión para los líquidos; –división y fracción para los sólidos, etc. Y la inmolación ha de realizarse de modo diverso, según que la víctima esté "en especie propia" –como en los ejemplos dichos–, o "en especie ajena", como en el Cuerpo y Sangre de Cristo en la Misa.

Respecto al sacrificio incruento de la Misa, la Revelación pública y oficial de Dios, declara que hay inmolación: «Este es el cáliz de mi sangre que es derramada por vosotros» (cf. Lc 22,20; Mt 26,28; Mc 14,24). "Ekchynnómenon", dice el texto griego, es decir, "derramada".

O sea, que la sangre de Cristo, aunque contenida en el cáliz eucarístico, del cual no se derrama... ¡Es derramada! ¿Cómo puede ser? ¡Es derramada porque es misteriosamente separada del cuerpo!.

Por eso, fundamentándose en la Revelación, el Concilio de Trento afirmó solemnemente: «En este divino sacrificio se contiene e incruentamente se inmola aquel mismo Cristo que una sola vez se ofreció Él mismo cruentamente en el altar de la Cruz». E «...instituyó una Pascua nueva, que era él mismo, que habría de ser inmolado por la Iglesia por ministerio de los sacerdotes bajo signos visibles...».

Enseñaba Tertuliano, Cristo: «es inmolado de nuevo».

Y San Agustín: «...se inmoló una sola vez en sí mismo... sin embargo, en el sacramento se inmola todos los días».

San Pedro Crisólogo: «Este es el cordero que todos los días y perennemente es inmolado para ser nuestro banquete».

En la Plegaria Eucarística III: «…por cuya inmolación…».

Al estar, por razón de las palabras, bajo la especie de pan, sólo el Cuerpo, y bajo la especie de vino, sola la Sangre, se sigue que en la Eucaristía está vigente una misteriosa separación de la Sangre del Cuerpo, o sea, en cada Misa hay una inmolación mística presente: ¡Por eso la Misa es "verdadero y propio sacrificio", como enseña el Concilio de Trento!

Además, la inmolación mística presente es memorial de la inmolación cruenta pasada del Calvario: ¡Y así es la Misa sacrificio relativo al único sacrificio absoluto de la Cruz!

Por tanto, en cada Misa: "incruentamente se inmola..." el mismo Jesucristo.

En la Santa Misa ocurre la misma inmolación realizada en la cruz, aunque en especie ajena. Jesucristo con su Sangre derramada y su Cuerpo entregado, o sea, Jesucristo en estado de víctima, se hace presente bajo las especies sacramentales. La inmolación ocurre en el momento de la transustanciación, que sólo la realiza Cristo por medio de su sacerdote ministerial. En este sentido enseña Pío XII: «Aquella inmolación incruenta con la cual, por medio de las palabras de la consagración, el mismo Cristo se hace presente en estado de víctima sobre el altar, la realiza sólo el sacerdote, en cuanto representa la persona de Cristo, no en cuanto tiene la representación de todos los fieles».

Como ya hemos dicho: Jesucristo instituyó de tal manera la Eucaristía, que en el momento de la doble consagración, es decir, de la transustanciación del pan y, separadamente, de la transustanciación del vino, por la fuerza de las palabras de la consagración, se pone directamente su Cuerpo bajo la especie de pan y su Sangre bajo la especie de vino. Esta separación sacramental de la Sangre de Cristo respecto de su Cuerpo es como su muerte o inmolación mística o incruenta, que como por imagen real representa, objetivamente, la muerte de Cristo en la cruz.

Entonces debemos considerar que Cristo al inmolarse ofrece «al Eterno Padre los deseos y sentimientos religiosos en nombre de todo el género humano» y se ofrece como Víctima a nuestro favor: «Al ofrecer a Sí mismo en vez del hombre sujeto a culpa». La enseñanza del Apóstol: Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo (Flp 2,5) exige a los verdaderos discípulos de Cristo, que quieren participar de la mejor manera en el santo Sacrificio de la Misa, tres cosas:

a. Exige a todos los cristianos que reproduzcan en sí, en cuanto al hombre es posible, aquel sentimiento que tenía el Divino Redentor cuando se ofrecía en Sacrificio: «Es decir, que imiten su humildad y eleven a la suma Majestad de Dios la adoración, el honor, la alabanza y la acción de gracias».

b. Exige que, de alguna manera, «adopten la condición de víctima, abnegándose a sí mismos según los preceptos del Evangelio, entregándose voluntaria y gustosamente a la penitencia, detestando y expiando cada uno sus propios pecados».

c. Exige que nos ofrezcamos a la muerte mística en la Cruz juntamente con Jesucristo, de modo que podamos decir como San Pablo: Estoy crucificado con Cristo (Ga 2,19). Hasta poder llegar a ser: «Víctima viva para alabanza de tu gloria».

En este sentido, participar de la Misa es subir todas las veces un poco más al Calvario, es aprender a victimizarnos con la divina Víctima, es crucificarnos un poco más con el Crucificado, es descubrir la importancia insubstituible de morir a nosotros mismos como el grano de trigo, es inmolarnos a nosotros mismos como víctimas. Inmolación de nosotros mismos que no se reduce sólo al Sacrificio litúrgico, sino que, como quieren los Príncipes de los Apóstoles, debe ser en todo tiempo: También vosotros, cual piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo (1Pe 2,5) y Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual (Ro 12,1).

Cuando se participa de la Misa con gran piedad y atención: «No podrá menos de suceder sino que la fe de cada uno actúe más vivamente por medio de la caridad, que la piedad dé fortaleza y arda, que todos y cada uno se consagren a procurar la divina gloria, y que, ardientemente deseosos de asemejarse a Jesucristo que sufrió tan acerbos dolores, se ofrezcan como hostia espiritual con su Sumo Sacerdote y por su medio».

En el caso de las almas consagradas esta muerte debe ser más total, más perfecta, más delicada, más sustancial, más íntegra: «Debemos morir totalmente al propio yo. Hay tres momentos en la perfecta abnegación de sí mismo: la mortificación cristiana, el espíritu de sacrificio, y la muerte total al propio yo. A este tercer momento es muy difícil remontarse. Se logra mediante un trabajo permanente. Se trata de morir para vivir: Estáis muertos y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios (Col 3,3). La vida de Cristo fue una muerte continua, cuyo último acto y consumación fue la Cruz. Por diversos grados de muerte se establece en nosotros la vida mística de Cristo: –muerte a los pecados, incluso a los más ligeros y a las menores imperfecciones; –muerte al mundo y a todas las cosas exteriores; –muerte a los sentidos y al cuidado inmoderado del propio cuerpo; –muerte al carácter y a los defectos naturales: no hablar u obrar según propio humor, o capricho, mantenerse siempre en paz y en posesión de sí mismo; –muerte a la voluntad propia y al propio espíritu: someter la voluntad a la razón, no dejarse llevar por el capricho o las fantasías, no obstinarse en el propio juicio, saber escuchar, estar siempre alegres con lo que Dios nos da; –muerte a la estima y amor de nosotros mismos: al amor propio; –muerte a las consolaciones espirituales, que un día Dios retira completamente, y al alma todo le molesta, todo le fastidia, todo le fatiga, la naturaleza grita, se queja, se enfurece; –muerte a los apoyos y seguridades con relación al estado de nuestra alma: experimentar el abandono de Dios; –muerte a toda propiedad en lo que concierne a la santidad: entera desnudez. Ya no se ven los dones, ni las virtudes, sólo los pecados, la propia nada».

En la inmolación de Cristo en la Misa, adquieren su significado más profundo los votos religiosos que hacen que el religioso sea un verdadero holocausto, es decir, un sacrificio que se consume totalmente sin reservarse nada para sí.

También hay que decir que la Misa es un «sacrificio vivo», o sea:

– no como los sacrificios del Antiguo Testamento que no daban la gracia;

– no como los sacrificios que terminan con la occisión de la víctima;

– es un sacrificio vivo, porque la víctima es gloriosa;

– porque se mantiene la oblación del Sacerdote principal;

– porque la Víctima permanece viva después de la inmolación;

– porque engendra vida y vida en abundancia (Jn 10,10), al aplicársenos los méritos del sacrificio de Cristo en la cruz

– porque clama en favor de la vida: al destruir los pecados y al promover el bien;

– porque el Sacerdote es eterno;

– en fin, porque es sacrificio de Aquel que es la Vida (Jn 14,6).

De ahí que todo verdadero participante de la Misa es un invicto defensor de la cultura de la vida. El sacrificio vivo impele, necesariamente, a defender la vida, a proclamar la vida, a celebrar la vida.

4. La oblación

Es un elemento esencial del sacrificio: «Todo sacrificio es oblación». Es el ofrecimiento del sacrificio. De hecho se ofrece el sacrificio en el mismo momento de la consagración, o sea, en el mismo rito de la inmolación. El ofrecimiento a Dios de la Víctima se hace visible en el momento de poner el pan consagrado y el cáliz sobre el altar: «Mas al poner el sacerdote sobre el altar la divina víctima, la ofrece a Dios Padre como una oblación para gloria de la Santísima Trinidad y para el bien de la Iglesia».

De hecho, este acto, se lo conoce con muy distintos nombres: Ofrecer, ofertorio, ofrecimiento, ofrenda, oblata, cosa ofrecida, oblación, etc. La oblación es el acto del sacrificio por el que se ofrece la Víctima a Dios.

Tres son los oferentes del Sacrificio de la Misa, como veremos por extenso más adelante.

5. Los bautizados ofrecen la Víctima

Los fieles por el Bautismo se configuran con Cristo sacerdote y por el carácter bautismal son consagrados al culto divino, participando de esa forma, a su manera, del sacerdocio de Cristo. Los bautizados ofrecen el Sacrificio por muchas razones, algunas más bien remotas:

a. Al asistir a los sagrados ritos alternan sus oraciones con las del sacerdote;

b. Al ofrecer a los ministros del altar el pan y el vino;

c. Al hacer con sus limosnas que el sacerdote ofrezca por ellos el Sacrificio.

Pero la razón más íntima es que ofrecen la Víctima. Este es el punto más importante de la participación de los fieles en el Sacrificio de la Misa.

6. En todas las Misas

Un laico, una religiosa, un sacerdote... que tuviese conciencia de que ofrece la Víctima de toda Misa vería eucaristizada toda su vida. ¡Nunca estaría solo! ¡Jamás se sentiría estéril! ¡Sería el mayor obrador de la paz! ¡Su vida tendría una plenitud inaudita! ¡Sería peregrino de todas las Iglesias, de todos los altares y de todos los sagrarios!

Es de destacar que esta participación en todas las Eucaristías válidas que se celebran incluye a todos los ritos (copto, armenio, maronita, ucranio...), pero aún de las Misas válidas que celebran los ortodoxos (griegos, rusos, coptos, armenios...).

Ésta es la grandeza del sacerdocio católico: Hace el Memorial sacramental que realiza eficazmente lo que recuerda, o dicho de otra manera, hace el Memorial que causa lo que recuerda, de modo eficaz.

Por eso en verdad la Eucaristía es un monumento del sacrificio de Cristo en la Cruz, pero un ¡monumento vivo!, pleno, objetivo no–subjetivo, memorial litúrgico y sacramental, verdadera inmolación sacramental, que actualiza perennemente la gran obra de la Redención de los hombres.

Párrafo 3º. Aplicación

De ahí, también, el saber que participando en la Santa Misa podemos pedir a Dios que sea aplicada la obra redentora a determinada persona, viva o muerta, o para alcanzar determinadas gracias o la solución de determinado problema.

Más aún, sin la Misa no hay solución para los problemas del hombre, de la cultura, del progreso, del matrimonio y la familia, de la vida económica, social y política de los individuos y de los pueblos. Sin la Misa no hay solución para los problemas de la falta de pan, de techo y de paz. Las soluciones técnicas de estos problemas están a la vista, al alcance de los hombres y de los pueblos, no la alcanzan por el desorden interior del hombre, por su orgullo, por su soberbia, que sólo puede curar la Pasión de Cristo.

Para los que, como nosotros, nos consagramos a la Santísima Virgen María en materna esclavitud de amor y hacemos entrega a Ella, absolutamente de todo, aún de nuestros méritos, aún de aplicar por nosotros mismos lo que corresponda al fruto especialísimo de la Santa Misa, podemos y debemos pedirle a Ella que, si es de su agrado, se sirva Ella aplicar ese fruto especialísimo por la intención deseada, en lo que dependa de nosotros.

No menos interesante que las anteriores es la noción de la aplicación para expresar la realidad de la Santa Misa.

El sacrificio de la Cruz es causa universal de la salvación de todos los hombres y de todos los tiempos. Causa universal que no deja afuera a ningún hombre, a ninguna mujer, ya que por todos murió Cristo (2Cor 5,14), y causa a la que no le falta nada, más aún, podemos decir que le sobra, porque si todos los pecados del mundo, desde Adán hasta el último hombre que existe sobre la tierra, aún elevados esos pecados a la enésima potencia y multiplicada toda su malicia por una imaginación tropical, no son más que el sacrificio de Cristo ¡Cada gota de Sangre de Cristo tiene un valor infinito muy superior a todos los pecados de la humanidad entera! La Cruz tiene un poder sobreabundante, de tal manera, que siempre será verdad que: Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia (Ro 5,20).

Ahora bien, una causa universal debe ser dirigida, apuntada, orientada, aplicada, por una causa particular para lograr sus efectos. Esa causa particular es el Santo Sacrificio de la Misa.

La Misa es la base que, en concreto, posibilita que los efectos y los frutos de la muerte de Cristo en Cruz, lleguen a los hombres de cada generación, en cada circunstancia histórica, en el sucederse de los tiempos, hasta la Segunda Venida.

De aquí, la importancia de la participación de cada cristiano en el Santo Sacrificio de la Misa para que a él se le aplique lo que Jesús obró en la Cruz.

De aquí, la importancia de hacer celebrar la Misa por nuestras intenciones.

1. ¿Qué es la aplicación?

La tercera razón por la cual es de fe que la Misa es sacrificio es porque la Misa es aplicación de los méritos que Cristo ganó en la cruz. Aplicar tiene como sinónimos: emplear, usar, destinar, utilizar, dedicar, aprovechar, valerse, asignar, administrar, manejar... Es la manera sacramental de cómo llega a las sucesivas generaciones la salvación realizada por Cristo en la Cruz.

«Cada uno de los creyentes en la Pasión de Cristo recoge sus beneficios: el mérito y la expiación sacrificial de ese gran holocausto de la Cruz, descienden sobre cada hombre (y mujer) y penetran en su alma. El sacrificio eucarístico es el divino medio que permite a cada cristiano ponerse en contacto con el sacrificio de la Cruz; esto es lo que entendemos por "aplicación"», enseñaba el abad Dom Vonier.

Ya Jesucristo nos lo enseñó, como decimos en la consagración del Cuerpo: «Que será entregado por vosotros» y de la Sagrada Sangre: «Que será derramada por vosotros», refiriéndose al poder del Cuerpo entregado y de la Sangre derramada en la cruz, que obra en este sacramento–sacrificio, sobre nosotros. Se aplica sobre nosotros. La aplicación es el fruto de la Pasión: «Se hace mayor mención de la Pasión y de su fruto en la consagración de la Sangre que en la consagración del Cuerpo». Y en otras partes enseña el santo Doctor: «En este sacramento se celebra la Pasión de Cristo, por el cual se aplica el efecto a los fieles», y «el poder de la Sangre derramada en la Pasión, obra en este sacramento».

2. La cruz y la Misa

¿Qué ocurrió en la cruz? Los padecimientos de Cristo, en especial, el derramamiento de su Sangre, obró de un modo suficiente, para todo el mundo, siendo causa universal de la salvación de todos los hombres y mujeres, de todos los tiempos y lugares.

¿Qué ocurre en la Misa? Los mismos padecimientos de Cristo obran de modo eficiente por los que se ofrece la Misa, si no ponen obstáculos. Hay una misma causa. Hay un mismo efecto. En la cruz, visible; aquí, invisible y sacramental, pero no menos verdadero y real.

¿Qué obró el sacrificio de Cristo en la cruz? La reconciliación de todos los hombres con Dios: «La Pasión de Cristo fue suficiente y de satisfacción sobreabundante para los pecados de todo el linaje humano». ¿Qué obra Cristo en este sacramento–sacrificio? La misma reconciliación de los hombres con Dios. Es decir, por medio de la Misa, la reconciliación de la cruz, se hace reconciliación nuestra. Por la Misa se nos aplica el sacrificio de la cruz.

Aún hay más. «En este sacramento se nos da el memorial de la Pasión en forma de alimento», «la cruz hace a la carne de Cristo apta para ser comida, en cuanto este sacramento representa la Pasión de Cristo». ¿Por qué es esto así? Porque «el Cuerpo de Cristo inmolado en la Cruz se encuentra verdadera, real y sustancialmente presente, y la Sangre de Cristo derramada en la Cruz está igualmente verdadera y realmente presente. Entonces, el amargo sufrimiento y muerte de Cristo, la sangrienta oblación de Cristo en la Cruz se hace verdadera, real y sustancialmente presente a través de la transustanciación por separado del pan y del vino. "Los sacramentos de la Nueva Ley contienen y causan lo que significan". Si bien la transustanciación por separado del pan y del vino significa o expresa en el santo sacrificio de la Misa la separación del cuerpo y de la sangre de Nuestro Señor en la Cruz, y también dicha separación, contiene y causa la muerte oferente de Cristo, es decir, hace presente la oblación de la Cruz, sin embargo se hace presente solamente bajo las formas exteriores de pan y vino».

3. Un solo sacrificio

¿Por qué los protestantes, en general, niegan que la Santa Misa sea sacrificio? Suelen fundamentarse en el texto de la carta a los Hebreos que dice: En efecto, mediante una sola oblación (o sacrificio) ha llevado a la perfección para siempre a los santificados (10,14). Una sola vez Cristo fue inmolado para el perdón de todos los pecados, ¿por qué otro sacrificio? Santo Tomás analizó el tema y dio la interpretación correcta. De tal modo que siglos antes, de manera anticipada, dio la respuesta contra la posterior objeción de los protestantes, que quedó refutada por él, de manera magistral.

El gran San Agustín afirmaba: «Cristo fue inmolado una vez en sí mismo (in semetipso) y a pesar de esto, es ofrecido el sacrificio en el sacramento diariamente para el pueblo», es decir, que el único sacrificio de Cristo en la cruz no anula el sacrificio de la Misa, ni éste perfecciona a aquél, como si algo le faltase. El sacrificio de la Misa es el sacramento del sacrificio de la cruz.

4. Un solo sacrificio, que se perpetúa

Pero entonces, ¿por qué un sacrificio sacramental?

El sacrificio de la cruz, que es el verdadero sacrificio de Cristo, es presentado y misteriosamente representado, y así se da un memorial de su padecimiento, por el cual nuestra fe y nuestro amor al Crucificado se mantiene despierta, y esto corresponde a la naturaleza humana. Ella es de tal condición que por medio de lo externo y de signos se recuerda el hecho pasado. Como lo había dicho San Ambrosio: «¿Y nosotros? ¿No ofrecemos también nosotros un sacrificio diariamente? Sí, pero en memoria de su muerte».

Por un lado, es usual denominar el signo de un hecho pasado con el mismo nombre de este hecho. «La celebración de este sacramento ... es imagen representativa de la pasión del Señor, que es verdadera inmolación», como se dice en una oración sobre las ofrendas –que recuerda el Concilio Vaticano II: «Cuantas veces se renueva sobre el altar el sacrificio de la cruz, en que nuestra Pascua, Cristo, ha sido inmolado (1Cor 5,7), se efectúa la obra de nuestra redención». Esta celebración es un verdadero sacrificio, ya que contiene el verdadero sacrificio de Cristo: «En cuanto al primer modo (mera representación figurada), se puede decir que Cristo se inmoló también en las figuras de la Antigua Alianza [...] Pero en cuanto al segundo modo (aplicación de los frutos de la Pasión), la inmolación con toda propiedad sólo se realiza en la celebración de este sacramento». El sacrificio del Nuevo Testamento, contiene, contrariamente al sacrificio del Antiguo Testamento, no sólo en la significación o en figura la inmolación de Cristo, sino también en la realidad verdadera la inmolación de Cristo.

Se «distingue entre representación y aplicación, ya que esta última sólo puede existir en el sacramento de la Nueva Ley [...] siendo la muerte de Cristo causa eficiente de salvación, no puede aplicársenos sin presuponer que Cristo vivió y murió realmente».

Por eso es incomparablemente más elevado el efecto de este sacramento, que el de los demás.

Por otro lado, como ya se ha adelantado, no ha sido solamente instituido para recordar constantemente la muerte de Cristo en la cruz, sino que también por medio de él se nos participa participes efficimus») de los frutos del padecimiento de Cristo. Entonces, este sacramento es la causa eficiente de la participación de los frutos del sacrificio. ¿Qué es según Santo Tomás este sacramento? Es el sacramento de la Pasión de Cristo, que contiene verdaderamente aquel verdadero sacrificio de la cruz. Existe con las formas exteriores de pan y vino, y ahí dentro, contiene el verdadero sacrificio de Cristo. Éste produce el que se nos comuniquen los frutos de la cruz.

Por medio del sacrificio de la Misa es que recién se vislumbra correctamente con qué fuerza obra el sacrificio de la cruz en nosotros. Porque nosotros somos los que, «cuya fe y entrega bien conoces», ponemos los ritos exteriores de este sacramento, porque los ministros dicen las palabras de la consagración –libremente sólo en la fuerza de Cristo–, porque por medio de ésta el sacrificio de Cristo en la cruz está contenido en el Santísimo Sacramento, porque nosotros podemos, reunidos con Él mismo, reconciliarnos con el Padre celestial. ¡El Sacrificio de la cruz vuelve eficaz nuestro sacrificio, la reconciliación de Cristo es nuestra reconciliación!

En la Misa, Cristo no efectúa nada nuevo, ni de nuevo se sacrifica cruentamente, todo lo nuevo ocurre en nosotros. Él perpetúa, sacramentalmente, su sacrificio de la cruz. En este sacramento se sacrifica Cristo, porque en este sacramento el sacrificio sangriento de la Cruz se vuelve nuestro sacrificio.

5. La causa universal de salvación y su aplicación

Una causa universal, como el sacrificio de la cruz, no puede ser manifiesta cuando no se arroja, ejecuta o aplica especialmente sobre el sujeto. El sol, por ejemplo, es una causa universal, una causa que es suficientemente fuerte para alumbrar y calentar a todos los objetos corporales. Pero es necesario que se produzca un efecto en particular en los objetos, entonces los rayos del sol tendrán que dirigirse hacia el objeto en particular, de hecho se tiene que exponer a la fuerza del sol. Cuando se lo aparta o retira, el sol no podrá producir nunca un efecto. Pero la culpa no es entonces del sol, ya que es igualmente inagotable en su eficacia. La culpa queda en el obstáculo que se pone a la fuerza del sol. Por eso: «una causa universal se aplica a efectos individuales a través de algo especial». ¿Y entonces el Santo Sacrificio de la Cruz?: «La pasión de Cristo produce su efecto en todos aquellos, a quienes se aplica a través de la Fe y del Amor y de los Sacramentos de la Fe».

El sacrificio de la cruz, que se hizo visible, es precisamente el Santo Sacrificio de la Misa, que se hace visible, no en sí mismo, sino en el velo sacramental «para que tenga lugar la fe», y por eso es que nos queda como un misterio de la fe: «Con ello su Esposa, la Santa Iglesia, tiene un sacrificio visible, Cristo ha inmolado a su Padre Celestial en la Ultima Cena su Santísimo Cuerpo y su Santísima Sangre bajo las formas visibles de pan y vino, y mandó a los apóstoles a hacer lo mismo que Él hizo».

Es lo que enseñaban los Santos Padres: «Diariamente ofrezco sobre el Altar al Dios Todopoderoso, no la carne de las bestias del sacrificio, sino el Cordero sin mancha». San Ambrosio dice también: «En Cristo se ofreció una sola vez la hostia que podía causar la salvación eterna. ¿Y nosotros? ¿No ofrecemos también nosotros un sacrificio diariamente? Sí, pero en memoria de su muerte». Y enseña San Juan Crisóstomo: «se trata de una y la misma ofrenda (esto es, la que Cristo ofreció y nosotros ofrecemos), y no de varias ofrendas; porque sólo una vez fue Cristo inmolado. Y como aquello que es sacrificado en todas partes es Un Cuerpo, y no muchos cuerpos, así también es solamente Una Ofrenda. Aquella que en aquel entonces fue ofrecida, la ofrecemos nosotros también ahora porque es inagotable».

San Agustín escribe: «¿No ha sido Cristo una vez inmolado en sí mismo? No obstante es inmolado diariamente por el pueblo en este sacramento». Santo Tomás junta la Tradición de los Padres cuando dice: «Los efectos que la pasión hizo en el mundo los hace este sacramento en el hombre». De este modo, a través del sacrificio de la Misa se convierte el sacrificio de la cruz en nuestro sacrificio. El santo Doctor marca a fuego esta verdad: «En este sacramento (en la Santa Misa) se recuerda la pasión de Cristo en cuanto su efecto se comunica a los fieles»; «en la celebración de este misterio hay que tener en cuenta la representación de la pasión del Señor y la participación de sus frutos»; «en la celebración de este sacramento se expresa algo perteneciente a la pasión de Cristo, que se representa en este sacramento, o también al Cuerpo Místico, que es significado en este sacramento».

Por último, ¿de qué forma es entonces que el sacrificio de la Misa es «mío», «nuestro», «tuyo», y sin embargo, obra en él, el poder de Dios, infaliblemente? Esto ocurre a través de la aplicación de la Misa.

6. Dos actos deben poner los hombres

Para esto deben concurrir, inevitablemente, dos actos, uno por parte de los creyentes y otro por parte del sacerdote.

a. Por parte de los creyentes. Se exige la libre manifestación de tomar parte en el sacrificio de la Misa, y a través de esto quedar comprendido en el sacrificio de la cruz. Tiene que ser nuestro sacrificio: Queremos adorar a Dios, darle gracias, queremos aplacar a Dios y pedirle favores, pero libremente en Cristo, con Cristo y por Cristo. Este acto de voluntad libre tiene que ser expresado por nuestra abnegación (disposición para hacer un sacrificio). Santo Tomás lo llama, unido a la Tradición de la Iglesia: devoción, que no es simplemente un acto piadoso de recogimiento, como el sentido que comúnmente se le da. Según el Angélico, devoción es definida como «la pronta voluntad de entregarse a aquello que pertenece al servicio de Dios». Ejercitar la devoción en el sacrificio de la Misa es muy importante, es tener parte alegremente en el sacrificio del sacerdote, y a través de esto alcanzar a Cristo crucificado, y por Él y con Él adorar y aplacar a Dios; es el acto voluntario, alegre y gustoso de participar en el sentido del sacrificio y en el acto del sacrificio de Cristo.

Pero este gozoso acto libre puede proceder solamente de la santa fe, la que nos enseña que el sacrificio de la Misa es el mismo sacrificio de la Cruz, y nos enseña el valor y la eficacia de la Misa, cómo a través de la Misa el sacrificio de la Cruz se vuelve nuestro sacrificio, y también cómo se vuelve nuestra la reconciliación de Cristo en la cruz.

De esta fe se produce la devoción de la alegre voluntad de unirse con el sacerdote que ofrece el sacrificio como figura sacramental de Cristo y entregarse a Cristo para la participación en la cruz.

Fe y devoción, son necesarias para todos los que quieren participar del sacrificio de la Misa y del sacrificio de la Cruz. Fe y caridad significan lo mismo. Esto es, según Santo Tomás, «El amor divino, la causa más cercana y la fuente de la devoción alegre».

En el sacrificio de la Misa el fruto que se obra por lo que se hace, no puede, como causa universal, activar la fuerza inmanente cuando no se une a cada hombre en particular en el sentido propio del sacrificio, cuando no quieren tener parte en él. La causa universal es aplicada en los efectos particulares a través de algo «particular, especial». En nuestro caso, esto «especial» es el acto libre de la voluntad de los creyentes particulares, la fe y devoción particulares. Pero éstos son actos interiores; ¿por medio de qué se conocen y se vuelven visibles, reconocibles? Esto puede ocurrir de distintas maneras. Así, por ejemplo, que el creyente le pida al sacerdote la aplicación del sacrificio de la Misa, o que él mismo asista personalmente, o que se encomiende expresamente en el sacrificio de la Misa, o que mande a otro en su lugar (por ejemplo, los padres a los niños, el Superior a su subordinado), o que le dé al sacerdote una limosna (estipendio), o que él contribuya a la celebración de la Santa Misa, sirviendo al sacerdote en el altar, de cerca o de lejos.

Pero estos actos de la voluntad de los creyentes particulares no alcanzan para que se produzca el efecto. No alcanzan para que en el sacrificio de la Misa el fruto se vuelva efectivamente «mío», «tuyo», «nuestro». Es así que estos actos de la voluntad anuncian, solamente con devoción alegre e importante, el sentido gozoso del sacrificio, en la Santa Misa, y a través de ello tener parte en el Sacrificio de la Cruz. Pero se necesita algo más.

b. Por parte de los sacerdotes. A través del sacramento del Orden Sagrado es puesto el sacrificio de la Misa, el fruto de la Santa Misa, sola y únicamente en las manos de los sacerdotes, se les entregó solamente a ellos su administración, que deja actuar a esta misteriosa causa universal allí donde ellos quieren, no según su personal agrado, según su personal humor, sino como representantes de Cristo y la Santa Iglesia, según la voluntad de Cristo y la prescripción de la Santa Iglesia. Pero el sacerdote decide efectivamente cuándo tiene que ser aplicado el fruto, y solamente obra allí, y se desarrolla sólo allí en su fuerza para la remisión de los pecados, por donde el sacerdote lo dirija a través de sus actos de voluntad: «Recibe el poder de consumar el Santo Sacrificio de Dios y de celebrar la Santa Misa», decía el obispo para las órdenes sacerdotales. Sólo el sacerdote tiene el poder de consumar el sacrificio de Dios. Esto no se trata de un nuevo sacrificio, sino del sacrificio de Cristo en la cruz, el que a través de las palabras de la consagración es hecho presente y como causa universal de salvación es aplicado particularmente, y es así que se entiende también en forma manifiesta en la expresión offerre sacrificium –ofrecer el sacrificio–, o sea, el poder para precisar cuándo es válido el sacrificio de la Misa. Sin esta precisión no es pensable un efecto del sacrificio de la Misa en cada creyente en particular.

Esta es la maravillosa dignidad y autoridad del sacerdote católico, que le fue dada por Dios, para administrar y aplicar en la celebración de la Santa Misa el infinito y valioso sacrificio de la cruz. Este acto de la voluntad, por donde el sacerdote aplica a determinadas personas la Santa Misa como causa universal, y esto encerrado en el sacrificio de la Misa, se denomina intención aplicativa.

7. Son dos los actos que deben unirse

De estos actos, fe y devoción, de parte de los creyentes, e intención, del lado del sacerdote, se obtiene la aplicación de la Santa Misa; sin esto es imposible un efecto en cada creyente en particular. La intención del sacerdote supone, de este modo, necesariamente, alguien que tenga la fe y devoción en el Santísimo Sacramento; pero también al revés, la fe y devoción únicamente no trae el efecto; ella aguarda todavía la intención aplicativa del sacerdote. Cuando son puestos los actos de ambos lados, recién ahí se realiza el efecto del Santo Sacrificio de la Misa en virtud del rito sacramental que se realiza.

El Cardenal Cayetano aclara esto muy bien: «Por eso reza el sacerdote en el canon de la Santa Misa, en el cual él despierta los actos de la voluntad aplicada al sacrificio: "Te pedimos ... que aceptes y bendigas estos dones ... este sacrificio ... por tu Iglesia santa y católica ... (por) tu servidor el Papa ... (por) nuestro Obispo ... Acuérdate, Señor, de tus hijos ... y de todos los aquí reunidos...", etc. Luego él acoge el acto de devoción: "...cuya fe y entrega (devoción) bien conoces". Estas últimas palabras no se aplican simplemente a los aquí presentes, a los circunstantes, sino también a todos los otros (que fueron mencionados); a través de esto se quiere manifiestamente aludir a que la aplicación de este sacrificio no se puede ejecutar simplemente a través de la voluntad del sacerdote (intención), sino que también a través de la devoción que se le une, en el pensamiento de que según la medida de esa devoción es aplicada aquella inagotable fuente de su satisfacción».

Sepamos crecer en la fe en el sacrificio de la Misa y en nuestra renovada entrega al Señor, y participemos cada vez de forma más activa, consciente y fructuosa, pidiendo, también, para que se aplique la Santa Misa a nuestros seres queridos, vivos y difuntos, y por todos los que la necesitan.

 

Artículo 3º. El Sacerdocio de Cristo

Decíamos que la oblación es el acto del sacrificio por el que se ofrece la Víctima a Dios. Es el acto en el que se ejercita de tres maneras el único sacerdocio de Jesucristo: el Sumo y Eterno, el ministerial y el bautismal (de dos maneras).

Párrafo 1º. Jesucristo, Sacerdote principal

Hay como un avance pedagógico en el conocimiento de nuestra fe eucarística: Primero, de niños aprendemos que el mismo Jesús está presente bajo las apariencias de pan y vino; luego, de más grandes, entendimos que la Misa es, además, un sacrificio; y más tarde llegamos a conocer que el Sacerdote principal de cada Misa es el mismo Señor Jesucristo.

«La eucaristía es a la vez sacrificio y sacramento. Tiene razón de sacrificio en cuanto se ofrece; y de sacramento en cuanto se recibe». Por tanto, la Eucaristía, en cuanto sacrificio, se ofrece. ¿Quiénes la ofrecen? Tres son los oferentes:

a. El Oferente principal es Jesucristo, Nuestro Señor;

b. El oferente ministerial, el sacerdote jerárquico;

c. El oferente bautismal es, en general, toda la Iglesia y, en especial, los que asisten a la Misa.

Ciertamente que el Sacerdocio de Cristo no sólo se prolonga en la Misa, sino en toda la liturgia, que es «el ejercicio del Sacerdocio de Jesucristo». De tal modo que, cuando alguien bautiza, confirma, celebra la Eucaristía, confiesa... es Cristo quien bautiza, confirma, celebra la Eucaristía, confiesa.... Cristo continúa realizando los actos de su Sacerdocio eterno, a través de sus sacerdotes ministeriales o bautismales. Pero Jesucristo es el Sacerdote principal de la Santa Misa, porque ofrece todas y cada una de las Misas que se celebran.

La Biblia nos habla del Sacerdocio de Jesucristo: Nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros como oblación y hostia (Ef 5,2); Me sacrifico por ellos ; es Sumo Sacerdote: Fue declarado por Dios Sumo Sacerdote (Heb 5,10); se compadece de nuestras miserias: Pues no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras miserias (Heb 4,15); es Sacerdote Eterno: Tú eres sacerdote para siempre (Heb 5,6), Tiene un sacerdocio perpetuo, porque permanece para siempre (Heb 7,24); es Sacerdote Santo: Así es el Sumo Sacerdote que nos convenía: santo, inocente, incontaminado (Heb 7,26).

 

 

1. Los Santos Padres nos enseñan que Cristo es el Sacerdote principal de la Misa

San Juan Crisóstomo dice: «Está presente Cristo, y el mismo que preparó aquella mesa es también el que ahora la dispone. Pues no es un hombre el que hace que los dones presentados se conviertan en Cuerpo y Sangre de Cristo, sino el mismo Cristo que fue crucificado por nosotros».

San Ambrosio: «Vimos al príncipe de los sacerdotes viniendo a nosotros, le vimos y oímos ofreciendo su Sangre por nosotros; en razón de que somos sacerdotes, seguiremos como podamos detrás de Él, ofreciendo el sacrificio por el pueblo, deficientes en mérito; honorables, sin embargo, por el sacrificio; porque, aunque ahora no se vea que Cristo es ofrecido, sin embargo, Él mismo es ofrecido en la tierra, cuando se ofrece su Cuerpo (y su Sangre); es más, Él mismo cuya palabra santifica el sacrificio que se ofrece, se manifiesta ofreciendo en nosotros».

San Agustín: «Jesucristo sacerdote es el mismo oferente; Él mismo es la oblación; y de ello quiso fuera sacramento o signo cotidiano el sacrificio de la Iglesia», o sea, la Misa.

2. La Iglesia en su Magisterio nos lo recuerda

El IV Concilio de Letrán: «Una es la Iglesia [...] en la que el mismo Sacerdote Jesucristo es sacrificio, cuyo Cuerpo y Sangre se contienen verdaderamente en el sacramento del altar, transustanciado el pan en su Cuerpo y el vino en su Sangre por poder divino».

El Concilio de Florencia: «El sacerdote hablando en persona de Cristo consagra este sacramento».

El Concilio de Trento: «Una y la misma es la Víctima (tanto en la cruz como en el altar), uno mismo el que ahora se ofrece por ministerio de los sacerdotes (en los altares) y se ofreció entonces en la cruz. Sólo es distinto el modo de ofrecerse».

Pío XII: «Idéntico, pues, es el Sacerdote Jesucristo, cuya sagrada Persona representa su ministro. El cual, en virtud de la consagración sacerdotal, se asemeja al Sumo Sacerdote y tiene poder de obrar en virtud y en persona del mismo Cristo».

El Concilio Vaticano II dice que los sacerdotes ejercitan su oficio sagrado: «Sobre todo, en el culto eucarístico o comunión, en el cual, representando la persona de Cristo, y proclamando su Misterio, juntan con el sacrificio de su Cabeza, Cristo, las oraciones de los fieles, representando y aplicando en el sacrificio de la Misa, hasta la venida del Señor, el único Sacrificio del Nuevo Testamento, a saber, el de Cristo que se ofrece a sí mismo al Padre, como hostia inmaculada».

De manera particular lo dice la misma liturgia. Cuando el sacerdote ministerial, en la consagración, dice: «Esto es mi Cuerpo ... éste es el cáliz de mi Sangre», no habla en nombre propio, el pan no se transforma en su cuerpo ni el vino en su sangre, sino en el Cuerpo y en la Sangre de quien habla, Jesucristo, ya que lo realiza Cristo Sacerdote en Persona, y su ministro habla en Persona de Cristo. Dice: «...Mi Cuerpo ... mi Sangre...» porque «con el pronombre "mío", de primera persona, que es precisamente la que habla, está bien expresada la persona de Cristo, en cuyo nombre ... se profieren las palabras». De ahí que sea el mismo Jesucristo quien, sirviéndose del sacerdote como de instrumento, realiza la inmolación y la oblación sacrificial en la Santa Misa.

3. La ciencia teológica lo fundamenta

Jesucristo es el Sacerdote principal de la Misa no sólo por el hecho de que Él la instituye, porque Él da a sus ministros el poder de ofrecer y porque Él les manda ofrecer. Suma a todo esto el acto personal del ofrecimiento en cada una de las actuaciones de sus ministros, en cada una y en todas las Misas que se celebran y que se celebrarán en el mundo.

Cada Misa es una oblación principal de Cristo, como lo es, a su manera, la oblación ministerial de su ministro, la oblación general de todos los fieles cristianos laicos bautizados y la oblación especial de los participantes.

Jesucristo con voluntad actual quiere y ofrece todas y cada una de las Misas que se celebran en la tierra. O sea que, Cristo hombre asiste y obra actual e inmediatamente, como instrumento unido a la divinidad, consciente y libre, a todas las consagraciones o transustanciaciones que en la Iglesia se verifican y se verificarán hasta el fin de los siglos. Él ve y conoce, mucho mejor que los sacerdotes humanos, todas y cada una de las Misas y las quiere todas y todos sus efectos, y ofrece todos y cada uno de los sacrificios eucarísticos, como Sacerdote principal, no por sucesivos actos de oblación, sino por un solo acto interno oblativo sin innovación ni sucesión. No se trata de una multiplicación de actos oblativos por parte de Cristo, sino de una aplicación múltiple del único y actual Acto oblativo, el mismo de la cruz.

Esa oblación, que sin interrupción se continúa, es la misma oblación interna del sacrificio de la cruz (aunque sin la modalidad del mérito, sino sola aplicativa del mérito y satisfacción del sacrificio de la cruz).

Enseña el teólogo Garrigou–Lagrange: «La oblación interior que persevera ahora es la misma oblación interna del sacrificio de la cruz... (que) sin mérito nuevo, nos aplica los méritos pasados de la Pasión».

Que Jesucristo sea el Sacerdote principal de la Santa Misa oblando, próxima y actualmente todos los sacrificios eucarísticos, muestra mucho mejor la dignidad y el valor del sacrificio de la Misa, ya que no sólo es santísima y dignísima la víctima que se inmola, santísimo y dignísimo el sacerdote que la realiza, sino también es santísima y dignísima la oblación que se efectúa.

En la Última Cena, como en la Cruz del Calvario, como en nuestros altares, una y la misma es la Víctima que se sacrifica: Cristo; uno y el mismo es el Sacerdote que la ofrece: Cristo; uno y el mismo es el Acto oblativo por el que se ofrece, el de Cristo.

El mismo Acto de oblación interna de la Víctima del sacrificio de la cruz, se perpetúa en el acto de oblación interna de la Víctima de cada Sacrificio de la Misa, por los poderes que Cristo trasmite a través del sacramento del orden sagrado. De allí que el sacerdote sacramental, como signo sensible y eficaz de Cristo–Cabeza invisible, ofrece, de modo sensible y también eficaz, el Sacrificio del Cuerpo y Sangre del Señor.

Cuando participamos en la Misa estamos asistiendo al acto que realiza el «solo Santo, el solo Altísimo, Jesucristo». No hay acto ni obra más grande que la Misa instituida por nuestro Señor.

¡Qué fervor de espíritu deberíamos tener para participar siempre en ella con mucho fruto! ¡Cómo deberían cuidar los padres a sus hijos para que conozcan y amen ese tesoro!

Asimismo, ¡cómo deberíamos colaborar para que nuestros Templos y campanarios, los altares, sedes y ambones, los ornamentos litúrgicos y el mobiliario litúrgico, las imágenes y retablos, el sonido y la iluminación, la música y el canto sagrado con coros dignos, el desempeño correcto de todos los oficios y ministerios litúrgicos, etc. sean de lo mejor, ya que son para el Señor, ¡y al Señor hay que darle lo mejor!

Párrafo 2º. El oferente ministerial

Todos y sólo los sacerdotes debidamente ordenados son ministros del sacrificio de la Misa. Ésta es una verdad de fe definida por el Magisterio de la Iglesia, así el Concilio de Letrán enseña: «Ninguno puede celebrar este sacramento sino el sacerdote que haya sido debidamente ordenado».

El Concilio de Trento: «Si alguno dijere que con estas palabras: Haced esto en memoria mía Jesucristo, no instituyó a sus apóstoles sacerdotes o no ordenó que así éstos, como otros sacerdotes, ofreciesen su cuerpo y su sangre: sea anatema».

En la profesión de fe impuesta a los valdenses: «Firmemente creemos y confesamos que por muy honesto, religioso, santo y prudente que uno sea, no puede ni debe consagrar la Eucaristía ni ofrecer el sacrificio del altar, si no es presbítero debidamente ordenado por un obispo visible y tangible».

Y la declaración de Clemente VI contra los armenios: «Ninguno, aunque fuere santo, puede consagrar el Cuerpo de Cristo si no es sacerdote».

Lo enseña Juan Pablo II: «Solamente los Obispos y Presbíteros pueden celebrar el misterio eucarístico. En efecto, aunque todos los fieles participen del único e idéntico sacerdocio de Cristo y concurran a la oblación de la Eucaristía, sin embargo, sólo el sacerdote ministerial está capacitado, en virtud del sacramento del Orden, para celebrar el sacrificio eucarístico "in persona Christi" y ofrecerlo en nombre de todo el pueblo cristiano».

El sacerdote secundario renueva su oblación externa –que supone y se fundamenta en la de Cristo– y, además, ofrece como representante de todos los fieles; representación que, por oficio, tiene del pueblo: «Sólo porque representa la persona de nuestro Señor Jesucristo, que es Cabeza de todos los miembros por los cuales se ofrece».

1. Lo enseña la Sagrada Escritura

a. En el evangelio de San Lucas (22,19) y en la primera carta del Apóstol San Pablo a los Corintios (1Cor 11,24), donde Cristo, después de instituir la Eucaristía dijo a los apóstoles: Haced esto en memoria mía; palabras con que Cristo los instituyó sacerdotes y les mandó a ellos y a sus sucesores en el sacerdocio a que la ofrecieren.

Ahora bien, no todos suceden a los apóstoles en el sacerdocio ni todos tienen mandato de consagrar, sino sólo los ordenados sacerdotes por la Iglesia.

b. Ni vale decir que estas palabras llevan consigo el precepto de la comunión, y que, por tanto, afectan a todos los fieles; porque si bien se refieren a que la función pueda entenderse de todos ellos, sin embargo, en cuanto se refieren a la consagración no alcanza sino a los apóstoles y sus sucesores en el sacerdocio; de lo contrario se seguiría que los laicos y las mujeres no sólo podrían, sino que también deberían por precepto divino consagrar la Eucaristía.

 

2. Lo enseñaron los Santos Padres

San Ignacio Mártir: «Téngase como válida la eucaristía que se consagra por el obispo o por quien hubiere sido por él autorizado».

Eusebio de Cesarea: «Ante todo, el mismo Salvador y Señor nuestro, después los sacerdotes que en Él tienen su origen, representan con pan y vino el misterio de su cuerpo y de su sangre salvadora, ejerciendo su espiritual ministerio según los preceptos eclesiásticos en todas las gentes».

San Juan Crisóstomo: «La oblación es la misma, quienquiera sea el que ofrece, Pablo o Pedro; es la misma que Cristo encargó a sus discípulos y que ahora practican los sacerdotes».

San Jerónimo: «Lejos de mí decir mal de estos clérigos, que dentro de la sucesión apostólica consagran por su boca el cuerpo de Cristo; que nos hacen cristianos; que teniendo en sus manos las llaves del reino de los cielos, juzgan de alguna manera antes del día del juicio; que conservan la Esposa de Cristo con sobria castidad».

3. Lo enseña la Sagrada Liturgia

Los más antiguos libros rituales, tanto de la Iglesia occidental como de la oriental, muestran contestes la potestad de consagrar como privilegio singular de los obispos y de los sacerdotes. Por otra parte, no se descubre en la antigüedad ejemplo alguno con el que se evidencie que el diácono o laico consagraran alguna vez la Eucaristía, aunque no falten ejemplos con que se demuestre que los diáconos y aun los laicos bautizan en determinados casos.

4. Lo enseña la razón teológica

El sacramento de la Eucaristía se hace en persona de Cristo, por lo cual suele llamarse al sacerdote otro Cristo.

Pues bien, cualquiera que representa a otra persona es de necesidad que obre según la potestad derivada de ella; y la potestad consecratoria del cuerpo de Cristo, por voluntad del mismo Cristo, solamente se deriva y comunica a los sacerdotes debidamente ordenados.

Decíamos en otro lugar: «En el ministro ordenado, es Cristo mismo quien está presente en su Iglesia, como Cabeza de su cuerpo, Pastor de su rebaño, Sumo Sacerdote de su sacrificio redentor, Maestro de la Verdad». La Iglesia enseña esta verdad al decir que, el sacerdote visible, por haber recibido el sacramento del Orden, «actúa en la persona de Cristo Cabeza», o sea, en su nombre y con su autoridad. El sacerdote ministerial es imagen de Cristo–Sacerdote: «Es como "ícono" de Cristo–Sacerdote». Cristo es el primer y único Sacerdote de la Iglesia, pero «todos los demás son sus figuras sacramentales».

Porque ha sido tomado de entre los hombres para que pueda compadecerse de los ignorantes y extraviados; por cuanto él está también rodeado de flaqueza (Heb 5,1–2), el sacerdote ministerial no está exento de debilidades, limitaciones, imperfecciones, flaquezas humanas, es decir, del pecado. Debe arrepentirse de los mismos, debe confesarse como todo hombre, debe ofrecer el sacrificio y hacer penitencia por sus mismos pecados. Pero la misma fuerza del Espíritu Santo garantiza que, en los sacramentos, «ni siquiera el pecado del ministro puede impedir el fruto de la gracia».

5. Modernas opiniones erróneas

Algunos «afirman que toda comunidad cristiana, por el hecho mismo de que se reúne en el nombre de Cristo y por tanto se beneficia de su presencia, está dotada de todos los poderes que el Señor ha querido conceder a su Iglesia».

«Opinan además que la Iglesia es apostólica en el sentido de que todos los que en el Sagrado Bautismo han sido lavados e incorporados a la misma y hechos partícipes del oficio sacerdotal, profético y real de Cristo, son también realmente sucesores de los apóstoles ... de ahí que también las palabras de la institución de la Eucaristía, dirigidas a ellos (los apóstoles), estarían destinadas a todos».

También se ha afirmado que «en virtud de la apostolicidad de cada comunidad local, en la cual Cristo estaría presente no menos que en la estructura episcopal, cada comunidad, por exigua que sea, si viniera a encontrarse privada por mucho tiempo del elemento constitutivo que es la Eucaristía, podría «reapropiarse» de su originaria potestad y tendría derecho a designar el propio presidente y animador, otorgándole todas las facultades necesarias para la guía de la misma comunidad, no excluida la de presidir y consagrar la Eucaristía. O también –se afirma– Dios mismo no se negaría, en semejantes circunstancias, a conceder, incluso sin sacramento, el poder que normalmente concede mediante la Ordenación sacramental».

 

«Por otra parte, en algunas regiones las opiniones erróneas sobre la necesidad de ministros ordenados para la celebración eucarística, han inducido también a algunos a atribuir siempre menor valor a la catequesis sobre los sacramentos del Orden y de la Eucaristía».

6. Esas opiniones se refutan así

«Aunque se pongan en formas bastante diversas y matizadas, dichas opiniones confluyen en la misma conclusión: que el poder de celebrar la Eucaristía no está unido a la Ordenación Sacramental ... lo que deforma la misma economía sacramental de la salvación».

«La apostolicidad de la Iglesia no significa que todos los creyentes sean apóstoles, ni siquiera en modo colectivo; y ninguna comunidad tiene la potestad de conferir el ministerio apostólico, que fundamentalmente es otorgado por el mismo Señor. Cuando la Iglesia se profesa apostólica en el Símbolo de la fe, expresa, además de la identidad doctrinal de su enseñanza con la de los Apóstoles, la realidad de la continuación del oficio de los Apóstoles mediante la estructura de la sucesión, por cuyo medio la misión apostólica deberá durar hasta el fin de los siglos».

«La Iglesia Católica ... al imponer las manos a los elegidos con la invocación del Espíritu Santo, es consciente de administrar el poder del Señor, el cual hace partícipes de su triple misión sacerdotal, profética y real a los Obispos, sucesores de los Apóstoles en modo particular. Éstos a su vez confieren, en grado diverso, el oficio de su ministerio a varios sujetos de la Iglesia». «Entre estos poderes, que Cristo ha otorgado» de manera exclusiva a los Apóstoles y a sus sucesores, figura en concreto el de presidir la celebración Eucarística. Solamente a los Obispos, y Presbíteros a quienes aquéllos han hecho partícipes del ministerio recibido, está reservada la potestad de renovar en el ministerio eucarístico lo que Cristo hizo en la Última Cena».

«Para que puedan ejercer sus oficios, y especialmente el muy importante de celebrar el misterio eucarístico, Cristo Señor marca espiritualmente a los que llama al Episcopado y al Presbiterado con un sello, llamado también "carácter" en documentos solemnes del Magisterio, y los configura de tal manera a sí mismo que, al pronunciar las palabras de la consagración, no actúan por mandato de la comunidad, sino "in persona Christi", lo cual quiere decir más que "en nombre de Cristo" o "haciendo las veces de Cristo"..., ya que el celebrante, por una razón sacramental particular, se identifica con el "sumo y eterno Sacerdote", que es el Autor y principal Actor de su propio Sacrificio, en el cual en realidad no puede ser substituido por ninguno».

«Como pertenece a la misma naturaleza de la Iglesia que el poder de consagrar la Eucaristía sea otorgado solamente a los Obispos y a los Presbíteros, los cuales son constituidos ministros mediante la recepción del sacramento del Orden, la Iglesia profesa que el misterio Eucarístico no puede ser celebrado en comunidad alguna sino por un sacerdote ordenado, como ha enseñado expresamente el Concilio Lateranense IV».

«A cada fiel o a las comunidades que por motivo de persecución o por falta de sacerdotes se ven privados de la celebración de la sagrada Eucaristía por breve o por largo tiempo, no por eso les faltan las gracias del Redentor ... mientras que los que intentan atribuirse indebidamente el derecho de celebrar el misterio eucarístico terminan por cerrar su comunidad en sí misma».

La conciencia de que nunca nos faltarán, en cualquier circunstancia, las gracias del Redentor: «...no dispensa a los Obispos, a los Sacerdotes y a todos los miembros de la Iglesia del deber de pedir al Señor de la mies que envíe trabajadores según las necesidades de los hombres y de los tiempos y de empeñarse con todas sus fuerzas para que sea escuchada y acogida con humildad y generosidad la vocación del Señor al sacerdocio ministerial».

«Los fieles que atentan la celebración de la Eucaristía al margen del sagrado vínculo de la sucesión apostólica, establecido con el sacramento del Orden, se excluyen a sí mismos de la participación en la unidad del único cuerpo del Señor, y en consecuencia no nutren ni edifican la comunidad, más bien la destruyen».

«Toca pues a los sagrados Pastores el oficio de vigilar, para que en la catequesis y en la enseñanza de la teología no continúen difundiéndose las antedichas opiniones erróneas, y especialmente para que no encuentren aplicación en la praxis; y si se dieran semejantes casos, les incumbe el sagrado deber de denunciarlos como totalmente extraños a la celebración del sacrificio eucarístico y ofensivos de la comunión eclesial. El mismo deber les incumbe contra los que disminuyen la importancia central de los sacramentos del Orden y de la Eucaristía para la Iglesia».

Recemos siempre por nuestros sacerdotes y por todos los sacerdotes del mundo entero para que cada vez celebren con más atención la Santa Misa ya que, como decía el Santo Cura de Ars: «La causa de la tibieza en el sacerdocio es que no se pone atención a la Misa».

¡Ellos son los ministros de la Eucaristía!

El mismo Cura de Ars decía: «¡Oh, el sacerdote es algo grande! No, no se sabrá lo que es, sino en el cielo. Si lo entendiéramos en la tierra, moriría uno, no de espanto, sino de amor».

Con palabras memorables dice Juan Pablo II: «Si la Eucaristía es centro y cumbre de la vida de la Iglesia, también lo es del ministerio sacerdotal. Por eso, con ánimo agradecido a Jesucristo, nuestro Señor, reitero que la Eucaristía es la principal y central razón de ser del sacramento del sacerdocio, nacido efectivamente en el momento de la institución de la Eucaristía y a la vez que ella».

Párrafo 3º. El oferente bautismal

A. El oferente general

La Santa Misa es ofrecida a Dios, no solamente por Jesucristo –que es el Sacerdote principal–, por el sacerdote ministerial que hace sus veces y también por los fieles que participan de la Misa, como oferentes especiales, sino que, toda Misa es ofrecida por todo bautizado, como oferentes generales. ¡Ésta es una verdad bellísima de la sagrada Eucaristía, que llena al alma de un consuelo inenarrable!

1. ¿Cómo es posible que todo bautizado ofrezca todas y cada una de las Misas que se celebran?

Ello es posible porque toda Misa es acción de Cristo y es acción de la Iglesia, es decir, toda Misa no es acción tan sólo de la Cabeza, sino que es acción de la Cabeza y los miembros, nosotros, bautizados.

Lo enseña la Iglesia en su Magisterio que Jesucristo dejó: «a la Iglesia su Esposa amada un sacrificio visible... Él mismo, que bajo signos sensibles había de ser inmolado por la Iglesia»; «Y perpetuar... el sacrificio de la cruz y confiar así a su Esposa amada, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección...».

Enseñaba el papa Inocencio III: «No solamente ofrecen los sacerdotes, sino también todos los fieles; porque lo que en particular se cumple por el ministerio del sacerdote, se cumple universalmente por voto (o deseo) de los fieles». El papa Pío XI dice: «Toda la grey cristiana, llamada con razón por el Príncipe de los Apóstoles: linaje escogido, sacerdocio real (1Pe 2,9), debe ofrecer por sí y por todo el género humano sacrificios por los pecados, casi de la misma manera que todo sacerdote y pontífice... (Heb 5,1)». Y el papa Pío XII enseña: «De la misma manera que quiere Jesucristo que todos los miembros sean semejantes a Él, así también quiere que lo sea todo el cuerpo de la Iglesia. Lo cual en realidad se consigue cuando ella, siguiendo las huellas de su Fundador, enseña, gobierna, e inmola el divino sacrificio».

El Catecismo de la Iglesia Católica enseña: «La Eucaristía es igualmente el sacrificio de la Iglesia. La Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo, participa en la ofrenda de su Cabeza. Con Él, ella se ofrece totalmente. Se une a su intercesión ante el Padre por todos los hombres. En la Eucaristía, el sacrificio de Cristo es también el sacrificio de los miembros de su Cuerpo. La vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquieren así un valor nuevo. El sacrificio de Cristo presente sobre el altar da a todas las generaciones de cristianos la posibilidad de unirse a su ofrenda.

En las catacumbas, la Iglesia es con frecuencia representada como una mujer en oración, los brazos extendidos en actitud de orante. Como Cristo que extendió los brazos sobre la cruz, por él, con él y en él, la Iglesia se ofrece e intercede por todos los hombres».

Verdad enseñada, asimismo, por los Santos Padres y Doctores y testificada por la misma liturgia. Así, por ejemplo, San Agustín: «También la Iglesia celebra el sacramento del altar, donde se hace patente que la Iglesia en el sacrificio que ofrece es ella misma ofrecida»; San Roberto Belarmino: «El sacrificio es ofrecido principalmente en la Persona de Cristo. Por eso la oblación que sigue a la consagración atestigua que toda la Iglesia consiente en la oblación hecha de Cristo y la ofrece juntamente con Él». Comentando San Pedro Damián las palabras del Canon Romano: «Acuérdate Señor de tus hijos ... por ellos y todos los suyos ... te ofrecemos y ellos mismos te ofrecen» dice: «Estas palabras muestran claramente que ofrecen este sacrificio ... todos los fieles, hombres y mujeres...».

Más adelante se dice en el Canon: «Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa» y luego de la transustanciación: «Por eso, Padre, nosotros, tus siervos y todo tu pueblo santo... te ofrecemos ... el sacrificio puro, inmaculado y santo: pan de vida eterna y cáliz de eterna salvación». (En las otras Plegarias hay textos semejantes; las plegarias «suizas» realzan al oferente principal, Jesucristo).

2. ¿Cuáles son las razones teológicas de esta enseñanza?

Esto es así, porque el sacrificio de la Misa es parte principalísima del culto público y social de la Iglesia, a quien Cristo se lo legó en la Última Cena y porque es el culto en el que todo el Cuerpo Místico, con Cristo Cabeza, Víctima y Sacerdote, ofrece y se ofrece a Dios en solemne homenaje de adoración, acción de gracias, satisfacción e impetración. Ofreciendo la Iglesia el sacrificio de la Misa lo ofrecen también todos los miembros de la Iglesia. Por el bautismo se incorporan al Cuerpo Místico, se hacen miembros de Cristo sacerdote, son destinados al culto divino (por el carácter bautismal que se imprime en sus almas), de donde todos los fieles cristianos laicos ofrecen el sacrificio por manos de los sacerdotes, que, obrando en persona de Cristo Cabeza, ofrecen el sacrificio en nombre de todos los miembros. Pero, «no sólo por las manos del sacerdote, sino juntamente con él».

«Por el hecho mismo de ser uno fiel cristiano presúmese que consiente en todos los sacrificios que se celebran en la Iglesia y que virtualmente quiere que sean ofrecidos también en su nombre y, en lo posible, participar de su fruto» de la mejor manera posible.

Ofrece, pues, la Iglesia, o sea todos los fieles, por medio del sacerdote como órgano apto, constituido y designado en su ordenación sacerdotal para, en nombre de todos ellos, ofrecer el sacrificio. A esa oblación del sacerdote puede y debe responder la interna y espiritual oblación del mismo sacrificio por parte de los fieles. Esta puede ser, según Meunier:

a. Habitual incluida en la caridad (e imperfectamente en la fe informe) por la que los hombres se unen a Cristo y tienen así voto habitual (o habitual deseo) de conformarse con Él al ofrecer a Dios la única Víctima. (Este hecho no exime de la obligación del precepto dominical).

b. Actual si por un acto elícito (o voluntario, querido, adrede) el cristiano se une a la Misa que aquí y ahora se está celebrando.

O sea, todos los bautizados ofrecen habitualmente todas las Misas, aunque no asisten actualmente a la oblación, pero toman parte en el culto que se da a Dios en toda la tierra según el rito instituido por Cristo; otros, además, ofrecen también de modo actual, encargando la Misa, ayudando en la misma, participando conscientemente o haciendo actual el deseo habitual. «No es necesario que todos los que pertenecen a la Iglesia ofrezcan del mismo modo; porque algunos ofrecen sólo habitualmente, quienes no concurren actualmente a la oblación, sino que por su misma profesión de cristianos comunican en el culto que se da a Dios en toda la tierra según el rito instituido por Cristo; otros, sin embargo, ofrecen también actualmente, bien procurando la celebración o ministrando al sacerdote o asistiendo solamente...».

¡Qué maravilla! Participamos así, actualmente, en la Misa que se está celebrando, o de manera habitual, en cualquier otra Misa y en toda Misa, por ejemplo, de la Misa que celebra el Papa en Roma, de la que celebran todos los Obispos en sus Diócesis, de la que celebran los monjes en sus Monasterios, los misioneros que están en China, en Rusia, en Oceanía, en África, o de la Misa que celebra cualquier sacerdote en cualquier parte del mundo. Si fuésemos conscientes de esta realidad, ¡qué consuelo tendríamos! Por día en el mundo se celebran alrededor de 400.000 Misas, de las cuales participamos, porque toda la Iglesia celebra todas y cada una de las Misas que se celebran.

Y, a su vez, en nuestra Misa de la que participamos ahora, participan ofreciéndola todos los demás bautizados: el Papa, los Obispos, sacerdotes, misioneros y misioneras, monjes... los benditos difuntos, los ángeles, todos los santos, la Santísima Virgen...

Además, nuestros familiares, amigos, conocidos, antiguos fieles participan así de la Misa que yo celebro o a la que asisto, y también los ángeles del cielo, los santos, nuestros queridos difuntos que están en el cielo o en el purgatorio, participan de esta Misa y de todas las Misas que se celebran, porque Cristo suscita en ellos el deseo de intervenir e interceder por la Iglesia militante, y a ésta le despierta el deseo de implorar el auxilio de los ángeles y santos. ¡El Corazón Eucarístico de Cristo es el mejor lugar para encontrarnos con nuestros seres queridos!

Debemos aprender a participar cada vez mejor de la Santa Misa a la que asistimos tomando parte de las oraciones, los gestos y los cantos litúrgicos, como enseña el Concilio nuestra participación debe ser hecha: «activa, consciente y fructuosamente».

Pero también debemos aprender a participar con acto voluntario de la Misa que se celebre en cualquier lugar aunque no podamos asistir: Por ejemplo cuando escuchamos las campanas que llaman a Misa, leyendo el Misal en nuestras casas uniéndonos espiritualmente a la Misa que en ese momento esté celebrando algún sacerdote en alguna parte del mundo, u ofreciéndola a modo de jaculatoria: «Te ofrezco la divina Víctima que en este momento se inmola», o «Me uno al ofrecimiento de la Misa que está celebrando algún sacerdote, en especial, a la de los que están sin pueblo...». Hoy día, que hasta los relojes pulsera tienen esa función por la que suena la alarma en cada hora, podríamos santificar las horas, diciendo, en ese momento, esas jaculatorias u otras parecidas.

Aprendamos así a unirnos a nuestros seres queridos, que aunque físicamente estén lejos, espiritualmente están muy cerca, en la Misa y en el Corazón Eucarístico de Jesús, que es el Corazón en el que se encuentra presente toda la humanidad.

Lo sepamos o no, participamos de todas las Misas que se celebran y si lo hacemos en forma consciente y actual es mejor y es más meritorio.

Podemos apropiarnos aquí lo que dice San Pedro Crisólogo referido a otra cosa: «Hombre, ofrece a Dios tu alma,... para que sea una ofrenda pura, un sacrificio santo, una víctima viva que, sin salirse de ti mismo, sea ofrecida a Dios. No tiene excusa el que esto niega a Dios, ya que está en manos de cualquiera el ofrecerse a sí mismo».

B. El oferente especial

La oblación es un elemento esencial del sacrificio: «Todo sacrificio es oblación». Es el ofrecimiento del sacrificio. De hecho se ofrece el sacrificio en el mismo momento de la consagración, o sea, en el mismo rito de la inmolación. De hecho, este acto, se lo conoce con muy distintos nombres: ofrecer, ofertorio, ofrecimiento, ofrenda, oblata, cosa ofrecida, oblación, etc. La oblación es el acto del sacrificio por el que se ofrece la Víctima a Dios.

1. ¿Por qué pueden y deben los que asisten a la Misa ofrecer la Víctima del altar?

Porque han sido capacitados para ello por el bautismo: «Los fieles... en virtud del sacerdocio real, participan en la oblación de la eucaristía, en la oración y acción de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la abnegación y caridad operante... Participando del sacrificio eucarístico, fuente y cima de toda vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y a sí mismos juntamente con ella; y así, tanto por la oblación como por la sagrada comunión, todos toman parte activa en la acción litúrgica, no confusamente, sino cada uno según su condición».

2. ¿Cuándo debe comenzar en los bautizados la actitud ofertorial?

Debe comenzar con la presentación de los dones u ofertorio, cuando en la presentación de los dones de pan y vino, «se convierten en cierto sentido en símbolo de todo lo que lleva la asamblea eucarística, por sí misma, en ofrenda a Dios y que ofrece en espíritu». De ahí la importancia de este primer momento de la liturgia eucarística, por eso solemnizado –con procesión, con canto, estando todos de pie– en casi todas las liturgias, ya que «tiene su valor y su significado espiritual».

3. ¿Cuándo se ofrece, de hecho, la Víctima inmolada?

De hecho, el ofrecimiento de la Víctima, se realiza en el momento mismo del rito de la inmolación o consagración; se manifiesta –de hecho– al depositar la Víctima sobre el altar. Repito: el ofrecimiento a Dios de la Víctima, que se realiza en el mismo momento de la consagración, se hace visible en el momento de poner el Cuerpo y de poner el cáliz con la Sangre sobre el altar: «Mas al poner el sacerdote sobre el altar la divina víctima, la ofrece a Dios Padre como una oblación a gloria de la Santísima Trinidad y para el bien de la Iglesia».

4. ¿Cuándo se explicita la oblación con palabras?

Luego, esa acción oblativa se explícita en palabras después de la consagración, en la oración de ofrenda, luego de la oración memorial, (ya que no se puede hacer y decir todo al mismo tiempo), así dice en voz alta el sacerdote: «Te ofrecemos Dios de gloria y majestad, de los mismos bienes que nos has dado, el sacrificio puro, inmaculado y santo: pan de vida eterna y cáliz de eterna salvación», o sea, la Víctima; o, «Te ofrecemos el pan de vida y el cáliz de salvación», es decir, la Víctima; o, «Te ofrecemos, en esta acción de gracias, el sacrificio vivo y santo. Dirige tu mirada sobre la ofrenda de la Iglesia, y reconoce en ella la Víctima por cuya inmolación quisiste devolvernos tu amistad»; o, «Te ofrecemos su Cuerpo y su Sangre, sacrificio agradable a ti y salvación para todo el mundo»; o, «Dirige tu mirada, Padre Santo, sobre esta ofrenda; es Jesucristo que se ofrece con su Cuerpo y con su Sangre y, por este sacrificio, nos abre el camino hacia ti»; o, «Te ofrecemos, Dios fiel y verdadero, la Víctima que devuelve tu gracia a los hombres»; o, «Te ofrecemos lo mismo que tu nos entregaste: el sacrificio de la reconciliación perfecta». Son todas expresiones sinónimas: se refieren al hecho de ofrecer la Víctima.

Pues bien, así como la inmolación sólo la realiza el sacerdote ministerial, la oblación de la Víctima la pueden y deben realizar todos los fieles cristianos laicos y, con mayor razón, las almas consagradas.

Dice el Papa Pío XII: «En esta oblación, en sentido estricto, participan los fieles a su manera y bajo un doble aspecto; pues, no sólo por manos del sacerdote, sino también en cierto modo juntamente con él, ofrecen el Sacrificio; con la cual participación también la oblación del pueblo pertenece al culto litúrgico»

– «Por manos... por manos o por medio del sacerdote», como complemento de instrumento, quiere decir, que en cuanto representa a la comunidad, ofrece el sacrificio en nombre de todos. Para ello ha sido especialmente deputado. Es el acto que los bautizados no pueden hacer por sí mismos, sino con la mediación del sacerdote ministerial. Al representar la persona de Cristo Cabeza, ofrece en nombre de todos los miembros, por eso «toda la Iglesia universal ofrece la víctima por medio de Cristo»;

– y, «juntamente... Juntamente con el sacerdote», expresa un complemento de compañía, se trata de los actos inmediatamente sacerdotales de los fieles, actos en los cuales no necesitan estar representados por el sacerdote ministerial. Aquí los fieles cristianos obran como concausa de la ofrenda, no por realizar el rito litúrgico visible –propio de los sacerdotes ministeriales– «sino porque unen sus votos de alabanza, de impetración, de expiación y de acción de gracias a los votos o intención del sacerdote, más aun, del mismo Sacerdote divino, para que sean ofrecidos a Dios Padre en la misma oblación de la Víctima, incluso con el mismo rito externo del sacerdote». Y ello es así porque: «El rito externo del Sacrificio, por su misma naturaleza, ha de manifestar el culto interno, y el Sacrificio de la Nueva Ley significa aquel obsequio supremo con el cual el mismo oferente principal, que es Cristo, y juntamente con Él y por Él todos sus miembros místicos, reverencian y veneran a Dios con el honor debido», Juan Pablo II agrega: «Todos aquellos que, sin sacrificar como él (sacerdote), ofrecen con él, en virtud del sacerdocio común, sus propios sacrificios espirituales, representados por el pan y el vino, desde el momento de su presentación en el altar». Por eso el celebrante dirigiéndose a los fieles dice: «Orad, hermanos, para que este sacrificio mío y vuestro sea agradable a Dios Padre todopoderoso»; asimismo, explícitamente se dice que el pueblo participa del Sacrificio de la Misa, en cuanto que el pueblo también ofrece: «...te ofrecemos y ellos mismos te ofrecen»; «Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa...»; «...nosotros, tus siervos, y todo tu pueblo santo..., te ofrecemos, Dios de gloria y majestad, de los mismos bienes que nos has dado...».

5. ¿Por qué dice el sacerdote: «orad, hermanos, para que este sacrificio mío y vuestro»?

Porque el pueblo fiel ofrece, también, la Víctima del altar y junto con ella «sus propios sacrificios espirituales», por así decirlo, ofrece una doble víctima: Jesucristo y su propia persona. Y porque la Eucaristía: «tiene razón de sacrificio en cuanto se ofrece».

Para llegar a ello, «la conciencia del acto de presentar las ofrendas, debería ser mantenida durante toda la Misa. Más aún, debe ser llevada a plenitud en el momento de la consagración y de la oblación anamnética, tal como lo exige el valor fundamental del momento del sacrificio». Por ejemplo, hay expresiones que manifiestan especialmente el carácter sacrificial de la Eucaristía y unen el ofrecimiento de nuestras personas al de Cristo: «Dirige tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia, y reconoce en ella la Víctima por cuya inmolación quisiste devolvernos tu amistad, para que fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu. Que Él nos transforme en ofrenda permanente».

6. ¿Cuándo llega a su plenitud el ofrecimiento de la Víctima divina y de nosotros junto con Ella?

La oblación, el ofrecimiento de la Víctima, llega a su plenitud en la Doxología final, cuando el sacerdote alza el Cuerpo y la Sangre del Señor, diciendo: «Por Cristo, con Él y en Él», y con el «Amén» en el que participan todos los fieles al cantarlo, ordinariamente, o al rezarlo, manifiestan su aceptación a todo lo realizado sobre el altar.

7. ¿Cómo debe ser la actuación en el sacrificio incruento?

La manera de ofrecerse Cristo en la cruz es distinta de la Misa, como enseña el concilio de Trento: «distinta manera de ofrecerse», o sea, incruenta. Esta distinta manera de ofrecerse imprime su estilo a toda la misteriosa realidad del Sacramento-Sacrificio y a toda la actuación del cristiano en el mismo. De manera pedagógicamente escalonada, San Pedro Crisólogo comentando Rom 12, 1, enseña cómo debe ser el ofrecimiento del cristiano en la Misa: 1º. Ofrecer sus cuerpos; 2º. Como un sacrificio viviente u hostias vivientes; y 3º. A la manera de Jesucristo.

1º. «Os exhorto a ofrecer vuestros cuerpos... El Apóstol, con esta oración ha elevado a todos los hombres a la cumbre sacerdotal».

2º. «Os exhorto a ofrecer vuestros cuerpos como un sacrificio viviente... ¡Oh inaudito ministerio del sacerdocio cristiano, en el cual el hombre no busca fuera de sí aquello que sacrificará a Dios; en el cual el hombre lleva consigo y en sí mismo aquello que sacrificará a Dios en beneficio de sí; en el cual la víctima pertenece la misma, el mismo permanece el sacerdote; en el cual la víctima es inmolada y vive mientras el sacerdote oferente es incapaz de matar! ¡Maravilloso sacrificio en el cual se ofrece un cuerpo sin cuerpo, sangre sin sangre!»

3º. «Os exhorto, por la misericordia de Dios, a ofrecer vuestros cuerpos como un sacrificio viviente. Hermanos, este sacrificio deriva del modelo de Cristo, que inmoló vitalmente el propio cuerpo para la vida del mundo. Y verdaderamente ha hecho del propio cuerpo una víctima viviente, Aquel que, muerto, vive. En consecuencia, en tal víctima la muerte paga la pena merecida, la víctima atrae hacia sí, la víctima vive, la muerte es castigada... Sé, por tanto, ¡oh hombre!, sé, por tanto sacrificio y sacerdote de Dios... Dios busca la fe, no la muerte; tiene sed de tu plegaria, no de tu sangre, es aplacado por el amor, no por el matar».

Ofrecer los cuerpos es ofrecer toda la persona, cuerpo y alma (ofrecer es un acto del alma espiritual), con todos nuestros proyectos, ideales, amores, trabajos, bienes... ese más que implica la inmolación está constituido por dos cosas: entregar ‘matándolos’ todos los males y unir al sacrificio de Cristo ‘divinizándolos’ todos los bienes.

Hoy mismo, Cristo sigue atrayendo a los hombres: «levantado sobre lo alto» (Cf. Jn 3,14). El sacerdote en la Misa nuevamente lo eleva entre la tierra y el cielo: «para que todos los que crean en Él tengan vida eterna» (Jn 3,15).

¡Como la serpiente de bronce en el desierto!

Párrafo 4º. «Amor sacerdos immolat»

En todos los casos es el amor del sacerdote quien ofrece.

Un verso del Himno de Vísperas para el tiempo Pascual «Ad regias Agni dapes» («Vayamos al banquete del Cordero») dice: «Amor sacerdos immolat», su estrofa completa es:

«Divina cujus caritas

Sacrum propinat sanguinem,

Almique membra corporis

Amor sacerdos immolat».

Francisco Luis Bernárdez la traduce así:

«La caridad de Dios es quien nos brinda

Y quien nos da a beber su sangre propia,

Y el Amor sacerdote es quien se ofrece

Y quien los miembros de su cuerpo inmola».

1. Immolat

Enseña Santo Tomás: «Se dice con propiedad que hay sacrificio, cuando se hace algo en las cosas ofrecidas a Dios, como cuando los animales eran muertos o quemados … y esto lo indica el mismo nombre: ya que el sacrificio es así llamado porque el hombre hace algo sagrado. Se llama empero oblación cuando se ofrece algo a Dios, aunque no se haga nada en el don, como se dice ser ofrecido los denarios o los panes del altar, en los que no se hace nada. Luego todo sacrificio es oblación, pero no inversamente».

 

El signo sacrificial implica dos cosas:

a. La materia sensible del sacrificio

Es necesaria la materia sensible del sacrificio, por eso se enseña en la carta a los Hebreos: Porque todo Sumo Sacerdote está instituido para ofrecer dones y sacrificios: de ahí que necesariamente también él tuviera que ofrecer algo (Heb 8,3). Hay que ofrecer algo. Ofrecer nada es un absurdo. Nunca la nada puede ser don. La materia sensible del sacrificio es expresión del afecto interior con el que el hombre quiere y debe consagrarse a Dios.

b. La acción sacrificial o el rito sacrificial

La acción sacrificial, como ya vimos, se compone de dos aspectos correlacionados: la oblación y la inmolación.

1º. La oblación: es el desprenderse de un objeto mediante la entrega que se hace a otro. Hay «oblación cuando se ofrece algo a Dios aunque no se haga nada en el don». El autor de la carta a los Hebreos lo dice: Todo Sumo Sacerdote está instituido para ofrecer dones y sacrificios (8,3). En un sacrificio, ofrecer equivale a sacrificar. Y es el elemento esencial del sacrificio. De ahí que: «Procede de la razón natural el que el hombre use de algunas cosas sensibles, ofreciéndoselas a Dios como signo de la debida sujeción y honor, según la semejanza de aquellos que ofrecen algo a sus dueños para reconocer su dominio».

2º. La inmolación era, entre los romanos, el acto por el cual se esparcía la harina sagrada, o los granos de trigo tostados mezclados con sal, –la mola salsa– sobre las cabezas de las víctimas que se querían ofrecer a la divinidad. Inmolar es sinónimo de ofrecer en sacrificio, de sacrificar, y tratándose de víctimas animales, de «matar», «degollar» para el sacrificio. La inmolación expresa una idea genérica de inmutación en orden al sacrificio.

La mactación expresa cualquier occisión (esté o no orientada al sacrificio). En un sentido estricto es el acto de dar muerte a la víctima destinada al sacrificio. La acción de matar, expresado por la palabra mactación, significaba degollar para el sacrificio. Dice San Gregorio Nacianceno que el sacerdote del Nuevo Testamento, al consagrar, separa «con tajo incruento el Cuerpo y la Sangre del Señor, usando de su voz como de una espada».

Los nombres de víctima y hostia, que son casi sinónimos, indican la materia destinada al sacrificio.

En el lenguaje corriente son equivalentes los términos: oblación, inmolación, mactación.

«En la cruz Cristo se ofreció como verdadero sacerdote en verdadero sacrificio. Y bien, de todos los elementos sacrificiales que intervinieron en el rito sacrificial de este sacrificio, Cristo no pudo poner más que la oblación, la aceptación voluntaria y ofrecimiento libre de aquellos sufrimientos, oblación interior que se traslucía en una oblación sensible y pragmática en sus mismos padecimientos exteriores, no en cuanto eran infligidos por sus verdugos, sino en cuanto eran por Él libremente aceptados ».

Por eso dice San Pablo: Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado (1Cor 5,7), incruentamente en la Última Cena y cruentamente en la cima del Calvario, y agrega: Cristo… se entregó por nosotros en oblación y sacrificio de fragante y suave olor (Ef 5,2). En la carta a los Hebreos se enseña: (Cristo) se ha manifestado … para la destrucción del pecado mediante el sacrificio de sí mismo (9,26); Somos santificados, merced a la oblación del cuerpo de Jesucristo (10,10); Habiendo ofrecido por los pecados un solo sacrificio (10,12).

Los cristianos, y con mayor razón los sacerdotes, también debemos inmolarnos espiritualmente con Cristo: Os exhorto… a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva (Ro 12,1). Ofrezcamos sin cesar, por medio de él, a Dios un sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de los labios que celebran su nombre. No os olvidéis de hacer el bien y de ayudaros mutuamente; esos son los sacrificios que agradan a Dios (Heb 13,15–16) y San Pedro nos exhorta: Acercándoos a Él, piedra viva, desechada por los hombres, pero elegida, preciosa ante Dios, también vosotros, cual piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo (1Pe 2,5).

El sacerdote ministerial inmola y ofrece la Víctima del sacrificio eucarístico, junto con los sacrificios espirituales propios y de los fieles; los sacerdotes bautismales, por las manos del sacerdote y junto al sacerdote ministerial ofrecen la Víctima inmolada y sus propios sacrificios espirituales.

2. Sacerdos

La idea de sacerdote es correlativa a la idea de sacrificio. No hay sacerdote sin sacrificio, ni hay sacrificio sin sacerdote. El acto principal del sacerdote es el sacrificio, es el ofrecer, el oblar, el inmolar. El sacerdote es el mediador entre Dios y los hombres. Aquel que une ambos extremos:

En Cristo esto se da, por la unión hipostática de ambas naturalezas divina y humana y por el sacrificio de la cruz: Jesucristo tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos, para ser misericordioso y Sumo Sacerdote fiel en lo que toca a Dios, en orden a expiar los pecados del pueblo (Heb 2,17). Así es el Sumo Sacerdote que nos convenía: santo, inocente, incontaminado, apartado de los pecadores, encumbrado por encima de los cielos, que no tiene necesidad de ofrecer sacrificios cada día, primero por sus pecados propios como aquellos Sumos Sacerdotes, luego por los del pueblo: y esto lo realizó de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo (Heb 7,26–27).

En los sacerdotes bautismales se da el oficio sacerdotal, por ofrecer la Víctima divina del altar y a ellos mismos con Ella, por ser los ministros que a sí mismos se administran el santo sacramento del matrimonio. Ellos son verdaderos sacerdotes, a su manera: Para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo (1Pe 2,5); Vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz (1Pe 2,9). Jesucristo ha hecho de nosotros un Reino de Sacerdotes para su Dios y Padre, a él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén (Ap 1,6).

En los sacerdotes ministeriales, sobre todo, por inmolar y ofrecer, sacramentalmente, en la persona de Cristo la Víctima del Gólgota en nuestros altares, ya que a los Apóstoles y a sus sucesores se les mandó: Haced esto en memoria mía (Lc 22,19; 1Cor 11,24).

3. Amor

No maneja Cristo –ni el sacerdote ministerial– el sagrado cuchillo y lo hunde en el Cuerpo de la Víctima, la violencia queda para sus verdugos: «¡Su arma sacerdotal es el amor, verdadero sacerdote que le inmola!».

La cruz es indisolublemente un sacrificio y un acto de amor. Un sacrificio, un acto cultual exterior, una liturgia que encierra el más puro e intenso acto de amor que jamás haya salido de un corazón humano.

Es un acto sacrificial; libre: Nadie me quita la vida sino yo por mi mismo la doy (Jn 10,18).

Por tener un poder sobrehumano, Cristo fue a la vez Sacerdote y Víctima y cambió la horrible muerte en cruz en sacrificio adorable: Es Víctima de propiciación por nuestros pecados (1Jn 2,2); Ofreció un único sacrificio por los pecados (Heb 7,27).

Y es un acto de amor: Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin (Jn 13,1); como me amó el Padre, también yo os amo (Jn 15,9); Nadie tiene mayor amor que aquel que da la vida por los amigos (Jn 15,13); En esto hemos conocido el Amor: en que dio su vida por nosotros (1Jn 3,16).

Dos hechos –sacrificio y amor– forman uno solo: Caminad en el amor, como Cristo nos amó y se entregó por nosotros en oblación y sacrificio de fragante y suave olor (Ef 5,2).

«No se presenta el agua sola ni el vaso solo, sino el agua en el vaso: el vaso es el sacrificio, el agua es el amor». Sacrificio y amor son inseparables en este mundo. Aunque vale más el amor que el sacrificio.

En el cielo se separarán, ya que el sacrificio no tendrá lugar en el cielo, el amor, sí: El amor no morirá jamás (1Cor 13,8).

A ejemplo del Maestro y Señor debemos ofrecer toda nuestra vida, privada y pública, con sus sacrificios por amor: el estudio, apostolado, oración, servicio, la familia, el trabajo, vacaciones, entretenimientos, cultura, deporte, amistades…, todo. En especial, la caridad fraterna, ya que el amor no hace mal al prójimo: La caridad no hace mal al prójimo (Ro 13,10); el amor es la plenitud de la ley: La caridad es la ley en su plenitud (Ro 13,10); la única deuda sea el amor mutuo: Con nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor (Ro 13,8).

Porque «Amor sacerdos immolat»: Donde el ser sacerdote, por naturaleza o por participación –ministerial o bautismal–, es la causa eficiente; donde el amor es la causa final; donde la oblación, la inmolación, es la causa formal; donde la causa material que se ofrece es el cuerpo y el alma, es decir, toda nuestra vida, con sus alegrías y penas. Podemos decir que el Amor–sacerdote inmola su cuerpo y su sangre por caridad.

 

Artículo 4º. Tres actos de un solo drama

Nuevamente Cristo elevado por las manos del sacerdote entre el cielo y la tierra, para unir a Dios con los hombres y mujeres, y a los hombres y mujeres con Dios.

En la consagración del Cuerpo y la Sangre del Señor se pone de manifiesto, de modo particular, que la Misa dice relación esencial al Sacrificio de Cristo en la Cruz, anticipado en la Última Cena, de tal manera que el Sacrificio de la Cruz es el único sacrificio cruento de Cristo, de valor infinito (al que es imposible e impensable agregarle algo), por la salvación de todos los hombres y mujeres, de todos los tiempos y de todos los lugares.

Tres son las cosas esenciales y principales del sacrificio:

1. La víctima inmolada que es ofrecida por el sacerdote;

2. La oblación, o sea, el acto voluntario y libre del sacerdote por el cual ofrece la víctima.

3. La inmolación o sacrificio.

Párrafo 1º. En la Misa

La Misa es la obra maravillosa del Dios–hombre, Jesucristo, para perpetuar su único Sacrificio cruento de la Cruz, sacramentalmente, para todas las generaciones sucesivas de los hombres, hasta el fin de los tiempos y para quedarse como comida y bebida espiritual para sus hermanos, reiterando el sacrificio incruento de la Cena.

Tenemos a la Víctima que se inmola, Jesucristo, con su cuerpo entregado y su sangre derramada bajo las especies sacramentales. Es el Sacerdote principal que sacrifica y se ofrece a sí mismo, como debemos entender en las mismas palabras de la consagración «Éste es mi Cuerpo... éste es el cáliz de mi Sangre...», «que se profieren in persona Christi que habla, para dar a entender que el ministro al hacer el sacramento no hace otra cosa más, que decir las palabras».

Tenemos la Oblación puesta por el mismo Jesucristo en la Cruz: «No ofrecemos otra oblación que la que Cristo ofreció por nosotros; esto es, su sangre. No es otra cosa, sino la conmemoración de aquella Víctima que Cristo ofreció».

Y tenemos la inmolación sacramental. Un teólogo, A. Piolanti, lo señala de este modo: «Ninguno de los elementos de la cruz puede faltar en el altar si se quiere establecer una continuidad y una unidad orgánica entre los dos momentos del único drama de la redención. Por tanto, en el sacrificio eucarístico es preciso encontrar de algún modo la misma víctima, la misma oblación, la misma inmolación del Calvario, como afirma el Concilio de Trento:

1. "Una sola y la misma es la víctima";

2. "y el que ahora se ofrece por el ministerio de los sacerdotes es el mismo que entonces se ofreció en la cruz, siendo sólo distinta la manera de ofrecerse";

3. "en este divino sacrificio, que en la misa se realiza, se contiene e incruentamente se inmola aquel mismo Cristo que una vez se ofreció Él mismo cruentamente en el altar de la cruz".

Ahora bien, precisamente sobre las huellas del Concilio de Trento distinguimos en el sacrificio eucarístico tres momentos, en cada uno de los cuales está presente de algún modo idéntico uno de los tres elementos constitutivos del sacrificio de la cruz. En efecto, el misterio eucarístico ha de concebirse como la presencia de la humanidad de Jesús, de la cual brota un acto de amor y de alabanza al Padre externamente manifestado por un rito inmolaticio. Hay, por tanto, tres momentos:

1. El momento interior, que contiene la víctima (y el sacerdote);

2. El momento intermedio, en el que obra la oblación sacerdotal;

3. El momento externo, el cual es como el envoltorio y el signo de las otras dos realidades: la inmolación del Calvario, bajo los velos sacramentales.

Por eso tenemos que:

1. En el primer momento está presente "verdadera, real, sustancialmente" el mismo Jesús, que "nació de María Virgen, padeció bajo Poncio Pilatos y está sentado a la diestra del Padre". Está presente la misma víctima y el mismo sacerdote del Calvario con identidad absoluta, ontológica.

2. En el segundo momento actúa la misma oblación de la cruz, con una identidad relativa y psicológica. En efecto, Cristo se encuentra en la Eucaristía con las prerrogativas de la gloria: La muerte no le dominará más (Ro 6,9). Su cuerpo está glorificado, su alma está fija en el "ahora siempre presente" de la visión beatífica. La orientación inicial del alma de Jesús, rica de amor ilimitado hacia el infinitamente amable y de misericordia sin medida hacia una inmensa miseria, se desarrolló durante toda su vida a la luz discreta de la ciencia infusa y tuvo su epílogo en el acto infinitamente meritorio de su muerte. En aquel momento culminante en que desde la cima del Gólgota el Salvador, en una mirada panorámica, conoció una a una todas las oblaciones que la Iglesia habría de hacer de su muerte expiatoria en el rito eucarístico, y todas en conjunto se las apropió presentándolas al Padre, en aquel momento cesó para Cristo el "estado de viador" y comenzó el "estado de gloria", y, por consiguiente, lo que era una disposición alimentada de continuos actos de oblación se cambió en aquel instante en un estado de perenne oblación ("estado de oblación perpetua") como cristalizado en la inmutabilidad participada de la gloria: Jesús se hace presente sobre el altar con esta disposición de su corazón divino. Del momento de la presencia ontológica de la víctima sacerdotal sube y como circula (formando el momento psicológico) la oblación viva del corazón de Cristo, oblación actual como la visión beatífica, inmutable como el estado de gloria. Es como la eternidad inserta por un instante en el curso del tiempo.

3. En el momento externo se desarrolla la misma inmolación del Calvario, no con una identidad ontológica, sino simbólica o mística o sacramental o en especie ajena. En efecto, por las palabras de la consagración ("vi verborum"): "Esto es mi cuerpo ... ésta es mi sangre", está presente bajo las especies de pan el Cuerpo y de vino la Sangre de Jesús; el cuerpo está a un lado, la sangre en otro; esta separación es idéntica no física, sino sacramentalmente, a la del Calvario. La muerte de cruz está presente en el altar in sacramento. La multiplicidad de las inmolaciones místico sacramentales no compromete la unidad del Calvario porque acaecen en el orden de los signos. Es propio del signo traer a la mente una realidad con la que está íntimamente conexo por un vínculo natural o por una relación convencional, y multiplicando los signos no se multiplica la realidad significada: así con mil banderas amarillas y blancas se indica siempre la única idéntica Santa Sede, como miles de copias de la Divina Comedia contienen el mismo poema del Dante, como colocando miles de espejos alrededor de un candelabro, la luz, a pesar de refractarse miles de veces, permanece la misma. Sobre el altar pasa algo similar. En el altar, el sacrificio de la cruz es reproducido precisamente in signo: se multiplican las inmolaciones místicas, pero, por tener éstas un carácter esencialmente representativo de la inmolación del Calvario, no multiplican la realidad a que se refieren (valor relativo): la muerte cruenta en la cruz sigue siendo siempre el mismo idéntico suceso, que se hace realmente presente en la eucaristía en forma sacramental (in mysterio, decían los antiguos), pero no se multiplica.

Así en la Misa se dan las mismas realidades del Calvario:

1. En el momento interior están contenidos la misma víctima y el mismo sacerdote del Calvario (identidad ontológica y absoluta);

2. En el momento intermedio circula la oblación, que es una e inmutable, como la continuación cristalizada del Calvario (identidad psicológica y relativa);

3. En el momento externo se perpetúa, pero no se multiplica, in signo, in sacramento, la misma muerte de la cruz (identidad mística y sacramental).

En un blanco disco de pan ácimo y en una gema de vino se encierra el misterio de la cruz: "Este sacramento contiene todo el misterio de nuestra salvación". "El Verbo ... está entre nosotros extendido por todo este universo ... la crucifixión del Hijo de Dios tuvo lugar en esas (dimensiones) en la forma de cruz trazada (por Él) en el universo", afirmó San Ireneo. Y el Santo Cura de Ars decía que si un cristiano conociese lo que es una Misa, moriría.

El único sacrificio de la redención en el múltiple rito de la Misa se dilata, pero no se multiplica, se efunde (se vierte, se comunica, se derrama...), pero no se disipa; en contacto con lo múltiple, no se disgrega, sino que agrega; hecho coextensivo a todos los tiempos y a todos los lugares, los unifica. La Misa es la prolongación, el pleroma de la cruz: el altar, plenitud de la cruz; es la cruz, que se adelanta en los siglos en los altares: Refulge, resplandece, el misterio de la cruz».

Siendo uno y el mismo el Sacerdote, una y la misma la Víctima, una y la misma la Oblación del Sacrificio de la Cruz y del sacrificio de la Misa, una y la misma la inmolación, el sacrificio de la Misa es esencialmente el mismo Sacrificio de la Cruz. Las diferencias que hay son meramente accidentales.

Párrafo 2º. En la Cruz

Allí nos encontramos con el Sumo Sacerdote, Jesucristo: verdadero Dios, pero también verdadero hombre (condición indispensable para ser sacerdote), llamado a las funciones sacerdotales, consagrado, santo, inmortal eterno–, único. Quien se sacrifica y se ofrece.

Al mismo tiempo es la Víctima ofrecida por Él mismo: consagrándola al Padre, por un acto de su voluntad, siendo aceptado por el Padre.

Es un sacrificio único: en su objeto, en la forma interna, en su eficacia y en su forma externa.

Es un sacrificio definitivo: destruyó el pecado, alcanzó su fin, realizó una Alianza eterna, los hombres son definitivamente incorporados a Dios.

Es un sacrificio eterno.

Su Oblación es libérrima, nadie lo fuerza, nadie lo coacciona, nadie lo obliga ni lo vence. Su acto de ofrecimiento es sólo suyo, de Él: Doy mi vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo; esa es la orden que he recibido de mi Padre (Jn 10,17–18).

Como decía San Juan Gabriel Perboyre: «No hay más que una cosa necesaria, Jesucristo».

Diferencias entre el Sacrificio de la Cruz y el sacrificio de la Misa:

La Misa perpetúa el sacrificio de la cruz.

¿Cuáles son las diferencias? Son tres: por parte del Sacerdote oferente, por parte de la Víctima, y por parte del efecto; y son diferencias secundarias:

1. En la Cruz Cristo se ofreció, visiblemente, por sí mismo al Padre; en la Misa se ofrece de modo invisible por manos de sus ministros.

2. En la Cruz Cristo era pasible y mortal, pero en la Misa se ofrece Cristo impasible e inmortal.

3. En la Cruz gana, sobreabundantemente, todas las gracias para salvar a todos los hombres y mujeres de todas las partes del mundo, de todas las edades, de todos los siglos; en la Misa se aplican, a cada nueva generación, los méritos y satisfacciones consumadas por Cristo en la Cruz, de una vez para siempre.

Párrafo 3º. En la Cena

La víspera de su Pasión se reúne con sus Apóstoles el Sumo y Eterno Sacerdote, Jesucristo, para sacrificar y ofrecer, anticipadamente, en forma sacramental, el Sacrificio cruento del Gólgota, que ofrecería al día siguiente la Víctima divina, que es Él mismo. Instituye así la Eucaristía y el ministerio sacerdotal.

Nos encontramos en la Última Cena con el mismo Sacerdote, la misma Víctima y la misma Oblación que en la Cruz, lo cual nos indica a las claras que estamos ante el mismo Sacrificio. Sólo cambia el modo. En la Cruz es en especie propia, con su Cuerpo y con su Sangre naturales; en la Cena es en especie ajena, ofrece su Cuerpo y su Sangre bajo las especies de pan y de vino.

Como enseña el Concilio de Trento, Jesucristo en el Cenáculo, «declarándose constituido eternamente sacerdote según el orden de Melquisedec, ofreció a Dios Padre su Cuerpo y su Sangre bajo las especies de pan y vino [...] y mandó a los Apóstoles (a los que entonces constituía sacerdotes del Nuevo Testamento), a ellos y a sus sucesores en el sacerdocio, que bajo los mismos símbolos lo ofrecieran diciéndoles: Haced esto en memoria mía (Lc 22,19; 1Cor 11,24)».

Por eso el sacrificio de la Misa es el mismo sacrificio de la Cena, identificándose no sólo por ser el mismo Sacerdote, la misma oblación y la misma Víctima, sino aún, identificándose en la misma inmolación incruenta y en el modo de ofrecer.

Diferencias entre el sacrificio de la Cena y el sacrificio de la Misa:

Asimismo, la Misa reitera el mismo sacrificio de la Cena, como ya hemos visto.

Con todo, hay diferencias, aunque las diferencias con el sacrificio de la Cena, también son secundarias:

1. En la Cena, el Sacerdote visible se ofreció por sí mismo; en la Misa, el ministro es el sacerdote visible, mediante el cual se ofrece Cristo, Sacerdote invisible.

2. En la Cena la Víctima era mortal; en la Misa es inmortal.

 

3. En la Cena, el sacrificio, representaba la muerte futura de Cristo (fue sacrificio por anticipación del de la Cruz); en la Misa se representa, viva y eficaz, la muerte sufrida en el pasado por Cristo (es sacrificio por derivación del de la Cruz).

4. En la Cena, el sacrificio fue meritorio; el sacrificio de la Misa no es meritorio, sino aplicativo de sus méritos y satisfacciones recapitulados y consumados en la Cruz.

Párrafo 4º. Tradición y Magisterio

«Ofrecemos a Cristo inmolado por nuestros pecados».

«Qué, pues; ¿acaso no ofrecemos todos los días? [...] Ofrecemos siempre el mismo; no ahora una oveja y mañana otra, sino siempre la misma. Por esta razón es uno el sacrificio; ¿acaso por el hecho de ofrecerse en muchos lugares son muchos Cristos? De ninguna manera, sino un solo Cristo en todas partes: aquí íntegro y allí también, un solo cuerpo. Luego así como ofrecido en muchos lugares es un solo cuerpo y no muchos cuerpos, así también es un solo sacrificio».

«¿No es verdad que una sola vez fue inmolado Cristo en sí mismo? Y, sin embargo, en este sacramento es inmolado no sólo durante todas las solemnidades de Pascua, sino todos los días en todos los pueblos, ni miente el que preguntado respondiere que Él es inmolado».

«¿Salva singularmente al alma de la eterna perdición esta Víctima, la cual por el misterio (sacramento) nos renueva la muerte de su Unigénito, porque una vez resucitado de entre los muertos ya no muere, la muerte no tiene ya dominio sobre Él (Ro 6,9)? Sin embargo, viviendo en sí mismo inmortal e incorruptible, de nuevo se inmola por nosotros en este misterio de la sagrada oblación».

«No ofrecemos otra oblación que la que Cristo ofreció por nosotros; esto es, su sangre. No es otra oblación, sino la conmemoración de aquella Víctima que Cristo ofreció».

El Concilio de Trento: «Una ... y la misma es la Víctima, uno mismo el que ahora se ofrece por el ministerio de los sacerdotes y se ofreció entonces en la Cruz; sólo es distinto el modo de ofrecer».

El Papa Pío XII en la «Mediator Dei»: «Idéntico, pues, es el sacerdote, Jesucristo, cuya sagrada persona está representada por el ministro. [...] Igualmente idéntica es la Víctima; es decir, el mismo divino Redentor, según su naturaleza humana y en la realidad de su cuerpo y de su sangre. Es diferente, sin embargo, el modo como Cristo es ofrecido. Pues en la Cruz se ofreció a sí mismo y sus dolores a Dios; y la inmolación de la Víctima fue llevada a cabo por medio de su muerte cruenta sufrida voluntariamente. Sobre el altar, en cambio, a causa del estado glorioso de su humana naturaleza, la muerte no tiene ya dominio sobre Él (Ro 6,9) y, por tanto, no es posible la efusión de la sangre. Mas la divina Sabiduría ha encontrado un medio admirable de hacer patente con signos exteriores, que son símbolos de muerte, el sacrificio de nuestro Redentor».

Pablo VI, en la encíclica «Mysterium fidei»: «En el misterio eucarístico se representa, de modo admirable, el sacrificio de la cruz de una vez consumado para siempre sobre el Calvario; perennemente se revoca en su memoria, y es aplicada su virtud salutífera en remisión de los pecados que se cometen cotidianamente».

«El Señor se inmola de modo incruento en el sacrificio de la Misa, representando el sacrificio de la cruz y aplicando su virtud salutífera, en el momento en el cual, por las palabras de la consagración, comienza a estar sacramentalmente presente como alimento espiritual de los fieles, bajo las especies del pan y del vino».

También Pablo VI, en el «Credo del Pueblo de Dios»: «Nosotros creemos que la Misa, que es celebrada por el sacerdote representando la persona de Cristo, en virtud de la potestad recibida por el sacramento del orden, y que es ofrecida por él en nombre de Cristo y de los miembros de su Cuerpo místico, es realmente el sacrificio del Calvario, que se hace sacramentalmente presente en nuestros altares. Nosotros creemos que, como el pan y el vino consagrados por el Señor en la última Cena se convierten en Su Cuerpo y en Su Sangre, que enseguida iban a ser ofrecidos por nosotros en la cruz, así también el pan y el vino consagrados por el sacerdote se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, sentado gloriosamente en los cielos; y creemos que la presencia misteriosa del Señor bajo la apariencia de aquellas cosas, que continúan apareciendo a nuestros sentidos de la misma manera que antes, es verdadera, real y sustancial».

Juan Pablo II en la carta del Jueves Santo a los sacerdotes del año 1989: «La Eucaristía sacramento del sacrificio redentor de Cristolleva consigo este "signo". Cristo, que ha venido para servir, está presente sacramentalmente en la Eucaristía precisamente para servir».

«El único sacerdocio de Cristo es eterno y definitivo, al igual que es eterno y definitivo el sacrificio que Él ofrece. Cada día y, en particular, durante el triduo sacro, esta verdad se hace viva en la conciencia de la Iglesia: Tenemos un Sumo Sacerdote (Heb 4,14)».

«El memorial de la última Cena se reaviva y actualiza en este día, y nosotros encontramos en él lo que nos hace vivir, es decir, lo que somos por la gracia de Dios. Volvemos nuevamente a los orígenes mismos del sacrificio de la Nueva y Eterna Alianza y a la vez, a la fuente de nuestro sacerdocio, que tiene ser y plenitud en Cristo. Contemplamos a Aquel que durante la Cena pascual pronunció las palabras: Esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros; éste es el cáliz de mi sangre... que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados ; en virtud de estas palabras sacramentales Jesús se nos reveló como Redentor del mundo y, a la vez, como Sacerdote de la Nueva y Eterna Alianza».

«¡Sí, hermanos, nosotros somos deudores! Como deudores de la inescrutable gracia de Dios, nosotros nacemos al sacerdocio; nacemos del corazón del Redentor mismo, en el sacrificio de la Cruz».

«Como hombre, Cristo es sacerdote, es el "Sumo Sacerdote de los bienes futuros"; mas este hombre–sacerdote es, a la vez, el Hijo consustancial al Padre. Por ello su sacerdocio el sacerdocio de su sacrificio redentor es único e irrepetible. Es el cumplimento trascendente de todo el contenido del sacerdocio».

Y en el Catecismo de la Iglesia Católica: «Por ser memorial de la Pascua de Cristo, la Eucaristía es también un sacrificio. El carácter sacrificial de la Eucaristía se manifiesta en las palabras mismas de la institución: Esto es mi cuerpo que será entregado por vosotros y Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre, que será derramada por vosotros (Lc 22,19–20). En la Eucaristía, Cristo da el mismo cuerpo que por nosotros entregó en la cruz, y la sangre misma que derramó por muchos para remisión de los pecados (Mt 26,28).

El sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son, pues, un único sacrificio: «Es una e idéntica la víctima que se ofrece ahora por el ministerio de los sacerdotes y la que se ofreció a sí misma entonces sobre la cruz. Sólo difiere la manera de ofrecer»: «En este divino sacrificio que se realiza en la Misa, este mismo Cristo, que se ofreció a sí mismo una vez de manera cruenta sobre el altar de la cruz, es contenido e inmolado de manera no cruenta».

Por todo esto, es una verdad de fe definida que en cada Misa se hace presente, reiterándose, lo que ocurrió en el Cenáculo la víspera de la Pasión del Señor, y se perpetúa lo que ocurrió en la cima del Calvario, de modo tal, que podemos decir en verdad, y no por un desborde poético o un pietismo exacerbado, que en cada Misa el Cenáculo y el Calvario vienen a nosotros y nosotros podemos participar de lo que allí ocurrió de manera semejante a como lo hicieron los Apóstoles, la Santísima Virgen y las Santas mujeres.

 

Artículo 5º. Tres Protagonistas... (y María)

Nunca será el sacerdote el personaje principal, ni siquiera en la celebración del augusto sacramento del altar. En rigor, los grandes protagonistas son Tres, de quienes los sacerdotes, por la ordenación sacerdotal, fueron constituidos ministros y servidores, de manera especial en la Santa Misa.

Tres son los grandes Protagonistas de todas las Misas, más aún, Tres serán los grandes Protagonistas que intervienen y se manifiestan en toda vida sacerdotal y cristiana: el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo.

Las Tres Divinas Personas desempeñan la parte principal y deben desempeñar la parte principal en el ejercicio de los que ejercen el orden del sacerdocio y de los que deben dar el testimonio de fidelidad al bautismo.

Párrafo 1º. El Hijo hecho carne: Jesucristo

Uno de los Protagonistas principales de la Misa es Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote. De hecho, el misterio del sacerdocio católico sólo se entiende a la luz del misterio del Verbo Encarnado, de Jesucristo, parafraseando al Concilio Vaticano II.

Y es Jesucristo el Sacerdote principal en la Santa Misa y en los demás sacramentos. Enseña el Concilio Vaticano II siguiendo a San Agustín: «Cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza».

¿Por qué es el Sacerdote principal? Porque es Él mismo el que se ofrece en cada Misa. Digo «principal», porque hay otros sacerdotes secundarios en la Misa: todos los fieles cristianos laicos que tienen por el bautismo el sacerdocio común y nosotros, los sacerdotes ministeriales quienes, además del sacerdocio común recibido por el bautismo, poseemos una configuración especial con Cristo Cabeza y Pastor recibido por el sacramento del Orden. La Misa no sólo es acto de Cristo Cabeza, sino que también es acto del Cuerpo de Cristo, la Iglesia.

También Cristo es la Víctima principal que se inmola. Digo «principal», porque hay otras víctimas que se ofrecen en la Misa: todos los que participan –también el ministro– ofrecen sus sacrificios espirituales. La Misa no sólo es acto de Cristo Cabeza, sino que también es acto del Cuerpo de Cristo, la Iglesia.

Es el mismo Cristo que obra a través de sus ministros.

Es el mismo Cristo que se hace físicamente presente bajo las especies de pan y de vino.

Es el mismo Cristo que reitera lo que hizo en la Última Cena y que perpetúa sacramentalmente su Sacrificio del Calvario.

Párrafo 2º. El Espíritu Santo

Nos podemos preguntar: ¿Cómo es posible que Cristo se encuentre verdadera, real y sustancialmente presente bajo las apariencias de pan y vino? ¿Cómo es posible que «se haga una selección [no se transforman las especies] que indica penetración extraordinaria [se transforma sólo y totalmente la sustancia]». ¿Cómo es posible que se perpetúe el Sacrificio cruento de la cruz de manera incruenta? ¿Cómo seres falibles y pecadores, débiles y capaces de error, pueden obrar, y de hecho obran, in Persona Christi?

Es posible la presencia real. Es posible la conversión total de la sustancia del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, permaneciendo las especies. Es posible que en el altar se renueve el sacrificio de la Última Cena y del Calvario. Es posible que nos identifiquemos con Cristo. Todo ello es posible por el poder de otro gran Protagonista de la Misa: ¡el Espíritu Santo!

En efecto, en «la acción sagrada por excelencia» obra el Espíritu Santo. En las oraciones llamadas epíclesis (= invocación sobre) se invoca al Espíritu Santo para que por su poder se convierta el pan y el vino en el Cuerpo y Sangre del Señor, y también se invoca al Espíritu Santo para que quienes tomamos parte de la Eucaristía recibamos sus frutos, siendo un sólo cuerpo y un sólo espíritu, y los fieles se conviertan ellos mismos en ofrenda viva para Dios. Más aún, el Espíritu Santo nos va preparando antes y después de la Misa, de modo tal, que cada Misa es única, singular. Por eso no hay lugar para la rutina, ni para el tedio, si el sacerdote es dócil al Espíritu Santo.

Párrafo 3º. El Padre

El otro gran Protagonista es Dios Padre celestial. A Él se ofrece el sacrificio, a Él se ofrecen la Víctima principal –su Hijo único hecho hombre con su cuerpo entregado y su sangre derramada– y las víctimas secundarias –nosotros– con nuestros sacrificios espirituales, a Él se dirigen las oraciones del sacrificio. Él es el que acepta o no el sacrificio nuestro. Hay dos cuadros: en uno, Abel sacrificando y el humo del sacrificio subía derecho al cielo, era aceptado por Dios; el otro, el sacrificio de Caín, el humo de su sacrificio no subía al cielo, porque no era aceptado por Dios, ya que sus disposiciones interiores eran malas. La aceptación del sacrificio por parte de Dios, es un aspecto muy importante de la consumación del sacrificio. Consumar es llevar a término el sacrificio, es cuando el sacrificio alcanza su perfección.

Pareciera que algunos ya consideran que respecto al sacrificio ya está todo, sin embargo, a veces, les falta un elemento muy importante referente a la consumación del sacrificio, que forma parte de la integridad del mismo: la aceptación por parte de Dios y la comunión por parte del hombre. (Nos referimos a la consumación de la Eucaristía en sí misma considerada; la consumación, en cuanto a los bienes eternos producidos por la Eucaristía en aquellos por quienes es ofrecido el sacrificio, es la vida eterna del cielo).

Aquí nos referiremos a la aceptación del sacrificio, por parte de Dios. «El sacrificio realiza su esencia ante todo como una oblación. El hombre en la donación sacrificial de un don, reconoce a Dios como a causa Primera y Fin último, y le expresa la entera oblación de sí mismo. La donación, por su noción misma, tiende a trasladar a otro un derecho propio: Encierra, pues, en su concepto, una tendencia hacia la aceptación de parte de aquel a quien se hace, sin la cual la dádiva no se transfiere. Es un contrato que requiere un asentimiento bilateral. Por eso nuestro sacrificio ni siquiera existiría, sería inválido si no fuese aceptado por Dios: no se realizaría entonces su esencia, que es ante todo de oblación. La hostia permanecería en poder del hombre sin pasar al dominio de Dios, no quedaría consagrada por su aceptación. La definición del sacrificio de San Isidoro no tendría su cumplimiento: "El sacrificio es así llamado en cuanto que la cosa [ofrenda] es hecha sagrada [por la aceptación de Dios]". "Inválido es el sacrificio que no es aceptado por Dios. Írrito el sacerdocio que no puede hacer llegar el don hasta Dios, ni a su vez llevar a los hombres los dones divinos". Írrito, nulo, sin fuerza ni obligación, en su existencia física, el sacrificio no lo sería menos en su realidad simbólica, en su significación: Dios no aceptaría el reconocimiento y oblación interior del hombre, en el rito externo expresada, al menos en cuanto se la hace por este determinado sacrificio; ni obtendría el hombre los deseados efectos de propiciación e impetración. Supuesta, en cambio, la aceptación, se realiza plenamente la oblación real y simbólica del sacrificio. Al aceptarlo, Dios acepta un contrato, se obliga (en cuanto puede Dios obligarse con sus criaturas) a sus condiciones. Y como en el sacrificio actual (propiciatorio e impetratorio), los hombres le ofrecen un don a cambio del perdón de sus pecados y concesión de sus gracias y favores: la aceptación del sacrificio de parte de Dios, trae consigo la concesión infalible de esos bienes. He ahí el fundamento del valor del sacrificio.

Necesidad de la significación sensible de esta divina aceptación. Así como la oblación del hombre debe ser externa –expresando la disposición interna–, también la aceptación de Dios ha de ser externa en los sacrificios cruentos. La naturaleza de contrato que hemos atribuido al sacrificio, reclama de él no sólo el consentimiento de ambas partes, sino también su significación, que el hombre no puede alcanzar sino por una expresión sensible. De aquí el afán de los hombres por obtener un signo de aceptación divina, de la que –como acto interno de Dios– no podrían directamente cerciorarse.

Esta significación, dice el P. De La Taille, se expresaba sensiblemente en el Antiguo Testamento, bien por arte humano, bien por intervención divina.

1. Por arte humana obteníase de dos modos: Primeramente por la oblación en el altar de los dones sacrificiales, v. gr. por la efusión de la sangre de la víctima, no en cuanto era oblación del hombre, sino en cuanto era aceptación de parte del altar, que, en el concepto de los hombres, simbolizaba a la divinidad y era juzgado como compenetrado por ella: La recepción de los dones por el altar, simbolizaba así la aceptación de ella por parte del Señor. Esto aparece en varios pasajes de la Escritura:

Tomó Moisés la mitad de la sangre y la echó en vasijas; la otra mitad la derramó sobre el altar (Ex 24,6);

Una vez inmolado el carnero, tomarás su sangre y la derramarás en torno al altar (Ex 29,16);

Lo inmolará al lado septentrional del altar ante Yahvé, y los hijos de Aarón los sacerdotes, derramarán la sangre alrededor del altar (Lv 1,11);

En el lugar donde inmolan el holocausto inmolarán la víctima de reparación, y su sangre se derramará sobre todos los lados del altar (Lv 7,2);

El sacerdote derramará la sangre sobre el altar de Yahvé, a la entrada de la Tienda del Encuentro... (Lv 17,6);

Pero al primogénito de vaca, o de oveja, o de cabra, no lo rescatarás: es sagrado. Derramarás su sangre sobre el altar y su grasa la harás arder como manjar abrasado de calmante aroma para Yahvé (Nm 18,17).

Pero más perfecta era la significación de la aceptación expresada por el holocausto. En él, la ofrenda después de ofrecida era quemada, simbolizando así el fuego a la divinidad, que consumía y hasta como participaba de la víctima. Así aparece en varios textos de la Escritura:

Mandó quemar sobre el altar su holocausto y su oblación, hizo su libación y derramó la sangre de sus sacrificios de comunión ... El rey Ajaz ordenó al sacerdote Urías: «Sobre el altar grande quemarás el holocausto de la mañana y la oblación de la tarde, el holocausto del rey y su oblación, el holocausto de todo el pueblo de la tierra, sus oblaciones y sus libaciones, derramarás sobre él toda la sangre del holocausto y toda la sangre del sacrificio. Cuanto al altar de bronce, yo me ocuparé de él» (2Re 16,13.15);

Después inmoló la víctima del holocausto y los hijos de Aarón le presentaron la sangre, que derramó sobre todos los lados del altar. Le presentaron la víctima del holocausto en trozos, juntamente con la cabeza, y lo quemó todo sobre el altar. Y habiendo lavado las entrañas y las patas, las quemó encima del holocausto sobre el altar (Lv 9,12–14).

Ambos medios para expresar la aceptación de Dios eran imperfectos, sujetos a falsificación como estaban: Al símbolo humano de aceptación divina, podía faltar la realidad de la aceptación.

2. Por eso sobre estos signos de la aceptación divina, estaba el signo de que Dios mismo directamente se valía para expresar dicha aceptación. Tal el fuego milagroso que hacía descender del cielo para consumir el sacrificio que le era agradable. Algunos textos de la Escritura:

Y, puesto ya el sol, surgió en medio de densas tinieblas un horno humeante y una antorcha de fuego que pasó por entre aquellos animales partidos (Gn 15,17);

Erigió con las piedras un altar al nombre de Yahvé, e hizo alrededor del altar una zanja que contenía como unas dos arrobas de sembrado. Dispuso leña, despedazó el novillo y lo puso sobre la leña. Después dijo: «Llenad de agua cuatro tinajas y derramadla sobre el holocausto y sobre la leña». Lo hicieron así. Dijo: «Repetid» y repitieron. Dijo: «Hacedlo por tercera vez». Y por tercera vez lo hicieron. El agua corrió alrededor del altar, y hasta la zanja se llenó de agua. A la hora en que se presenta la ofrenda, se acercó el profeta Elías y dijo: «Yahvé, Dios de Abraham, de Isaac y de Israel, que se sepa hoy que tú eres Dios en Israel y que yo soy tu servidor y que por orden tuya he ejecutado toda estas cosas. Respóndeme, Yahvé, respóndeme, y que todo este pueblo sepa que tú, Yahvé, eres Dios que conviertes sus corazones». Cayó el fuego de Yahvé que devoró el holocausto y la leña, y lamió el agua de las zanjas (1 Re 18,32-38).

Sin embargo, no era esta tampoco la expresión más perfecta de la aceptación divina, ya que ella no trascendía el orden figural. "Porque las hostias carnales aun en el caso de ser devoradas por el fuego divino, no pasaban en sí mismas a la santidad divina, sino que prefiguraban una víctima perfecta, que iba a ser devorada más adelante por el fuego de la divina gracia y llevada al templo de la divina santidad, al Santo de los Santos". [Alude el P. De la Taille al estado de Víctima aceptada en que Cristo está en los Cielos]».

¿En qué momento de la Misa Dios Padre acepta el sacrificio?

Nosotros ya hemos visto que en la consagración, en la transustanciación, se tienen tres formalidades:

1. Con ella se hace el sacramento o manjar o comida o banquete;

2. Con ella se hace presente la Víctima y se realiza el sacrificio;

3. Con ella se ofrece a Dios lo victimado o sacrificado.

Pero, además, hay una cuarta formalidad:

4. Con la transustanciación manifiesta Dios su aceptación del sacrificio.

«Para que el sacrificio sea auténtico o rato, debe ser aceptado por el Señor. En definitiva, Él es quien hace las cosas verdaderamente sagradas» («sacrum facere», significa hacer sagrado). El hecho de transustanciar el pan y el vino en el Cuerpo y en la Sangre de Jesucristo, su Hijo, «implica ya una verdadera aceptación por parte de Dios. No sólo porque basta la presencia del Hijo para que le sea acepta, y la presencia la hace la transustanciación; sino, además, porque la transustanciación no se hace sin la intervención divina, y cuando Dios la hace es porque la quiere. Todo esto se ha hecho en un solo instante; en el momento en que el sacerdote termina la última palabra sacramental y Cristo se hace presente bajo las especies: se ha hecho el sacramento de la Eucaristía, se ha hecho también el sacrificio, se ha ofrecido a Dios lo sacrificado y Dios lo ha aceptado. Después, las oraciones del canon van explicitando o explicando lo que se acaba de realizar; hay oraciones de ofrecimiento, como la "Unde et memores"; de súplica al Señor para que acepte lo que se acaba de consagrar y se le acaba de ofrecer, como la "supra quae". Pero en realidad todo está hecho y aceptado ya».

Por eso pedimos en la Santa Misa a los hermanos: «Orad, hermanos, para que este sacrificio ... sea aceptable...»; y a Dios Padre que: «...Aceptes ... este sacrificio»; «Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda...»; «Mira con bondad esta ofrenda y acéptala, como aceptaste los dones del justo Abel...»; «...Que esta ofrenda sea llevada a tu presencia...»; «Dirige tu mirada sobre la ofrenda de la Iglesia...»; «...Te ofrecemos su Cuerpo y su Sangre, sacrificio agradable a ti...»; «Dirige tu mirada, Padre Santo, sobre esta ofrenda...»; «Acéptanos también a nosotros, Padre Santo, juntamente con la ofrenda de tu Hijo...».

Al pronunciar la oración «Suplices te rogamus...», se inclina el sacerdote haciendo una reverencia profunda, según una antigua costumbre, en señal de humilde actitud de oblación, diciendo:

«Te pedimos humildemente,

Dios todopoderoso,

que esta ofrenda sea llevada a tu presencia

hasta el altar del cielo,

por manos de tu ángel,

para que cuantos recibimos

el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo,

al participar aquí de este altar,

seamos colmados

de gracia y bendición».

Que «esta ofrenda sea llevada...». Enseña Santo Tomás: «No pide el sacerdote que las especies sacramentales sean transportadas al cielo ni que el cuerpo verdadero de Cristo deje de estar en el altar, sino que pide esto para el Cuerpo místico, significado en este sacramento; desea que el ángel asistente a los divinos misterios presente a Dios las oraciones del pueblo y del sacerdote, a tenor de lo que se lee en el Apocalipsis: El humo del incienso subió de la mano del ángel con las oraciones de los santos (8,4). El "altar sublime" es la Iglesia triunfante, en la que rogamos ser inscriptos, o el mismo Dios, de quien pedimos participar».

O sea, pide que las oraciones del pueblo y del sacerdote, los sacrificios espirituales, sean presentados a Dios por el ángel asistente a los divinos misterios. Y por mano del Angel subió delante de Dios la humareda de los perfumes con las oraciones de los santos (Ap 8,4) y por él las «envía».

Nos podemos preguntar, ¿acaso la Víctima no es perfecta?, ¿no es el único sacrificio agradable al Padre?, ¿acaso falta algo al sacrificio de Cristo?, ¿puede ser que el Hijo no sea agradable al Padre? No, de ninguna manera. El sacrificio de Jesucristo es agradabilísimo al Padre. Cuando hablamos de que Dios acepte el sacrificio nos referimos a nuestros sacrificios. Nosotros presentamos junto con la Divina Víctima nuestros dones, nuestros sacrificios espirituales, etc., y eso es todo lo que podemos hacer. Lo demás depende de Dios: si quiere hacer descansar indulgente su mirada sobre nuestros dones y aceptarlos, es cosa de su libérrima voluntad. Por eso decimos en la Plegaria Eucarística: «Mira con ojos de bondad esta ofrenda y acéptala, como aceptaste los dones del justo Abel ... Te pedimos que esta ofrenda sea llevada a tu presencia, hasta el altar del cielo, por manos de tu ángel...».

Enseñaba el sabio Papa Benedicto XIV, citando a San Roberto Belarmino, que en ese lugar no rezamos para que el Padre acepte el sacrificio de Cristo, sino por nuestra debilidad: «Aún cuando la oblación consagrada siempre agrada a Dios (tanto) de parte de la cosa que se ofrece (de la Víctima), como de parte de Cristo, el oferente principal; sin embargo, puede no agradar de parte del ministro o del pueblo asistente, que al mismo tiempo también ofrecen". Por eso siempre tenemos que esforzarnos por agradar a Dios con nuestras disposiciones interiores, ya que de nada vale alabarlo con los labios si nuestra mente y nuestras disposiciones interiores están lejos de Él, tal como se lamenta nuestro Señor citando al profeta Isaías: Este pueblo me alaba con sus labios, pero su corazón está lejos de mí (Mt 15,8).

Las disposiciones principales deben ser: «La sumisión completa de la criatura al creador, la conformidad de nuestra voluntad con la de Dios, la identificación más completa con los sentimientos de Jesucristo».

A veces vemos que alguno después de muchos años de Misa se corrompe: ¿No será porque le faltaban las debidas disposiciones al participar en la Misa?, ¿no será porque sus disposiciones ponían obstáculo para recibir la gracia?, ¿no será porque sus sacrificios espirituales no eran agradables a Dios?

Resumiendo, Dios Padre siempre acepta el sacrificio de su Hijo, absolutamente, como es obvio, en el momento mismo de la transustanciación; pero, nuestros sacrificios los acepta si son buenas nuestras disposiciones interiores y, si no son buenas las disposiciones interiores, no acepta nuestros sacrificios. De ahí que debamos trabajar siempre para que nuestras disposiciones interiores concuerden con nuestra voz y para que todo lo que hacemos en la vida concuerde con lo que hacemos en el sacrificio de la Misa.

* * *

Hemos de rezar por los sacerdotes y por todos los cristianos para que siempre tengan clara conciencia de que los Tres principales Protagonistas de la Misa –y de toda la vida sacerdotal y cristiana– son el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

Sólo las Tres Divinas Personas nos pueden salvar para que no relativicemos nuestro ministerio sacerdotal y nuestro testimonio cristiano. Sólo las Tres Divinas Personas son la «vacuna» eficaz para no desbarrar en la desacralización ni en el secularismo que están destruyendo no sólo la vida sacerdotal y religiosa, sino más aún la misma vida cristiana. Sólo las Tres Divinas Personas, con su misterio sobrenatural en cuanto a su misma sustancia, son capaces de hacer que siempre seamos sal de la tierra (Mt 5,13) y luz del mundo (Mt 5,14). Sólo las Tres Divinas Personas, con sus misiones, son capaces de enardecer nuestros corazones para que «no seamos esquivos a la aventura misionera», como escribía Santo Toribio de Mogrovejo.

Párrafo 4º. La Misa y la Virgen

1. Pedro Crisólogo afirmó que Cristo «es el pan, que sembrado en la Virgen, leudado en la carne, en la pasión amasado, cocido en el horno del sepulcro, conservado en la Iglesia y ofrecido en los altares, suministra cada día a los fieles un alimento celeste».

Santo Tomás de Aquino estableció una comparación, citando a San Ambrosio, entre el nacimiento virginal, que es de orden sobrenatural, y la conversión eucarística, que es también sobrenatural.

En la liturgia etiópica, también se ve ésta relación, en efecto se recita: «Tú eres el cesto de este pan de ardiente llama y el vaso de este vino. Oh, María, que produces en el seno el fruto de la oblación». Y también: «Oh, Virgen, que has hecho fructificar lo que vamos a comer y que has hecho brotar lo que vamos a beber. Oh, pan que viene de ti: pan que da la vida y la salvación a quien lo come con fe».

2. Enseña el Catecismo: «La Iglesia ofrece el sacrificio eucarístico en comunión con la Santísima Virgen María y haciendo memoria de ella, así como de todos los santos y santas. En la Eucaristía, la Iglesia, con María, está como al pie de la cruz, unida a la ofrenda y a la intercesión de Cristo».

3. Por ser acción de Cristo y de la Iglesia es también de María Santísima, pues ella «tiene una gran intimidad tanto con Cristo como con la Iglesia; es inseparable de uno y de otra. Está unida, pues, a ellos, en lo que constituye la esencia misma de la Liturgia: la celebración sacramental de la salvación para gloria de Dios y santificación del hombre. María está presente en el memorial –la acción litúrgica– porque estuvo presente en el acontecimiento salvífico».

4. «En la penetración de este misterio viene en nuestra ayuda la Virgen Santísima, asociada al Redentor, porque "cuando celebramos la Santa Misa, en medio de nosotros está la Madre del Hijo de Dios y nos introduce en el misterio de su ofrenda de redención. De este modo, se convierte en mediadora de las gracias que brotan de esta ofrenda para la Iglesia y para todos los fieles". De hecho, "María fue asociada de modo único al sacrificio sacerdotal de Cristo, compartiendo su voluntad de salvar el mundo mediante la cruz. Ella fue la primera persona y la que con más perfección participó espiritualmente en su oblación de Sacerdos et Hostia. Como tal, a los que participan en el plano ministerial del sacerdocio de su Hijo puede obtenerles y darles la gracia del impulso para responder cada vez mejor a las exigencias de la oblación espiritual que el sacerdocio implica: sobre todo, la gracia de la fe, de la esperanza y de la perseverancia en las pruebas, reconocidas como estímulos para una participación más generosa en la ofrenda redentora"».

5. «Cuando celebramos la santa misa... junto a nosotros está la Madre del Redentor, que nos introduce en el misterio de la ofrenda redentora de su divino Hijo». «La relación del sacerdote con María no se reduce sólo a la necesidad de protección y ayuda; se trata ante todo de tomar conciencia de un dato objetivo: "la cercanía de la Señora", como "presencia operante junto a la cual la Iglesia quiere vivir el misterio de Cristo"».

6. La parte de la Hostia que se echa en el cáliz «simboliza el Cuerpo de Cristo resucitado, y con Él a la bienaventurada Virgen María, y si hay ya algún santo con el cuerpo en la gloria». Afirma Santo Tomás con rigurosa lógica litúrgica, que sabe del lenguaje de los signos; así como la separación de la Sangre del Cuerpo significa muerte, su unión significa resurrección.

7. En el capítulo «En la escuela de María, Mujer "eucarística"», nos enseña Juan Pablo II: «Puesto que la Eucaristía es misterio de fe, que supera de tal manera nuestro entendimiento que nos obliga al más puro abandono a la palabra de Dios, nadie como María puede ser apoyo y guía en una actitud como ésta».

8. Así como estuvo de pie al pie de la cruz, así está de pie al pie de cada altar donde se celebra la perpetuación del sacrificio de la cruz.