No podemos regresar auténticamente a Dios si no es desde el corazón.
Autor: P. Cipriano Sánchez
Es demasiado fácil dejar pasar el tiempo sin
profundizar, sin volver al corazón. Pero cuando el tiempo pasa sobre
nosotros sin profundizar en la propia vocación, sin descubrir y aceptar
todas sus dimensiones, estamos quedándonos sin lo que realmente importa
en la existencia: el corazón (entendido como nuestra facultad espiritual
en la que se manejan todas las decisiones más importantes del hombre).
El corazón es el encuentro del hombre consigo mismo.
“Volved a mí de todo corazón”. Son palabras de Dios en la Escritura. No
podemos regresar auténticamente a Dios si no es desde el corazón, y
tampoco podemos vivir si no es desde el corazón. Dios llama en el
corazón, pero, en un mundo como el nuestro, en el cual tan fácilmente
nos hemos olvidado de Dios, en un mundo sin corazón, a nosotros, hombres
y mujeres del siglo XXI, nos cuesta llegar al corazón. Dios llama al
corazón del hombre, a su parte más interior, a ese yo, único e
irrepetible; ahí me llama Dios.
Yo puedo estar viviendo con un corazón alejado, con un corazón distraído
en el más pleno sentido de la palabra. Y cuánto nos cuesta volver.
Cuánto nos cuesta ver en cada uno de los eventos que suceden la mano de
Dios. Cuánto nos cuesta ver en cada uno de los momentos de nuestra
existencia la presencia reclamadora de Dios para que yo vuelva al
corazón. El camino de vuelta es una ley de vida, es la lógica por la que
todos pasamos. Y mientras no aprendamos a volver a la dimensión interior
de nosotros mismos, no estaremos siendo las personas auténticas que
debemos de ser.
Podría ser que estuviésemos a gusto en el torbellino que es la sociedad
y que nuestro corazón se derramase en la vida de apariencia que es la
vida social. Pero es bueno examinarse de vez en cuando para ver si
realmente ya he aprendido a medir y a pesar las cosas según su dimensión
interior, o si todavía el peso de la existencia está en las
conveniencias o en las sonrisas plásticas.
¿Pertenezco yo a ese mundo sin corazón? ¿Pertenezco yo a ese mundo que
no sabe encontrarse consigo mismo? Dios llama al corazón para que yo
vuelva, para que yo aprenda a descubrir la importancia, la trascendencia
que tiene en mi existencia esa dimensión interior. Estamos terminando la
Cuaresma, se nos ha ido un año más de las manos, recordemos que es una
ocasión especial para que el hombre se encuentre consigo mismo.
Curiosamente la Cuaresma no es muy reciente en la historia de la
Iglesia, los apóstoles no la hacían. La Cuaresma viene del inicio de la
vida monacal en la Iglesia, cuando los monjes empiezan a darse cuenta de
que hay que prepararse para la llegada de Cristo. Todavía hoy día hay
congregaciones que tienen dos Cuaresmas. Los carmelitas tienen una en
Adviento, cuarenta días antes de Navidad, y tienen cuarenta días antes
de Pascua, de alguna manera significando que a través de la Cuaresma el
espíritu humano busca encontrarse con su Señor. Las dos Cuaresmas
terminan en un particular encuentro con el Señor: la primera en el
Nacimiento, en la Natividad, en la Epifanía, como dicen estrictamente
hablando los griegos; y la segunda, en la Resurrección. Si en la primera
manifestación vemos a Cristo según la carne; en la segunda manifestación
vemos a Cristo resucitado, glorioso, en su divinidad.
De alguna manera, lo que nos está indicando este camino cuaresmal es que
el hombre que quiera encontrarse con Dios tiene que encontrarse primero
consigo mismo. No tiene que tener miedo a romper las caretas con las que
hábilmente ha ido maquillando su existencia. El hombre tiene que
aprender a descubrir dentro de su corazón la mirada de Dios.
Para este retorno es necesario crear una serie de condiciones. La
primera de todas es ese aprender a ensanchar el espacio de nuestro
espíritu para que pueda obrar en nuestro corazón el Espíritu Santo.
Ensanchar nuestro espíritu a veces nos puede dar miedo. Ensanchar el
corazón para que Dios entre en él con toda tranquilidad, no significa
otra cosa sino aprender a romper todos los muros que en nosotros no
dejan entrar a Dios.
¿Realmente nuestro espíritu está ensanchado? ¿Mi vida de oración
realmente es vida y es oración? ¿Realmente en la oración soy una persona
que se esfuerza? ¿Consigo yo que mi oración sea un momento en el que
Dios llena mi alma con su presencia o a veces con su ausencia? Dios
puede llenar el corazón con su presencia y hacernos sentir que estamos
en el noveno cielo; pero también puede llenarlo con su ausencia,
aplicando purificación y exigencia a nuestro corazón.
Cuando Dios llega con su ausencia a mi corazón, cuando me deja
totalmente desbaratado, ¿qué pasa?, ¿Ensancho el corazón o lo cierro?
Cuando la ausencia de Dios en mi corazón es una constante —no me refiero
a la ausencia que viene del sueño, de la distracción, de la pereza, de
la inconstancia, sino a la auténtica ausencia de Dios: cuando el hombre
no encuentra, no sabe por dónde está Dios en su alma, no sabe por dónde
está llegando Dios, no lo ve, no lo siente, no lo palpa—, ¿abrimos el
espíritu?, ¿Seguimos ensanchando el corazón sabiendo que ahí está Dios
ausente, purificando mi alma? O cuando por el contrario, en la oración
me encuentro lleno de gozo espiritual, ¿me quedo en el medio, en el
instrumento, o aprendo a llegar a Dios?
Cuando nuestra vida es tribulación o es
alegría, cuando nuestra vida es gozo o es pena, cuando nuestra vida está
llena de problemas o es de lo más sencilla, ¿sé encontrar a Dios, sé
seguirle la pista a ese Dios que va abriendo espacio en el corazón y por
eso me preocupo de interiorizar en mi vida? Uno podría pensar: ¿Cuál es
mi problema hoy? ¿Hasta qué punto en este problema —un hijo enfermo, una
dificultad con mi pareja, algún problema de mi hijo—, he visto el plan
de Dios sobre mi vida?
Tenemos que experimentar la gracia de esta convicción, hay que ensanchar
el corazón abriéndolo totalmente a la acción transformadora del Señor.
Sin embargo, nunca tenemos que olvidar, que contra esta acción
transformadora de Dios nuestro Señor hay un enemigo: el pecado. El
pecado que es lo contrario a la Santidad de Dios. Y para que nos demos
cuenta de esta gravedad, San Pablo nos dice: “Dios mismo, a quien no
conoció el pecado, lo hizo pecado por nosotros”. Pero, mientras no
entremos en nuestro corazón, no nos daremos cuenta de lo grave que es el
pecado.
Cuando yo miro un crucifijo, ¿me inquieta el hecho de que Cristo en la
cruz ha sido hecho pecado por mí, de que la mayor consecuencia del
pecado es Cristo en la cruz? ¿Me ha dicho Dios: quieres ver qué es el
pecado? Mira a mi Hijo clavado en la Cruz.
Cuando uno piensa en el hambre en el mundo; o cuando uno piensa que en
cada equis tiempo muere un niño en el mundo por falta de alimento y por
otro lado estamos viendo la cantidad de alimento que se tira,
preguntémonos: ¿No es un pecado contra la humanidad nuestro despilfarro?
No el vivir bien, no el tener comodidades, sino la inconsciencia con la
que manejamos los bienes materiales. ¿Nos damos cuenta de lo grave que
es y lo culpable que podemos llegar a ser por la muerte de estos
hermanos?
¿Me doy cuenta de que cada persona que no vive en gracia de Dios es un
muerto moral? ¿No nos apuran la cantidad de muertos que caminan por las
calles de nuestras ciudades? Tengo que preguntarme: ¿Me preocupa la
condición moral de la gente que está a mi cargo? No es cuestión de
meterse en la vida de los demás, pero sí preguntarme: ¿Soy justo a nivel
justicia social? ¿Me permito todavía el crimen tan grave que es la
crítica? ¿Me doy cuenta de que una crítica mía puede ser motivo de un
gravísimo pecado de caridad por parte de otra persona?
Siempre que pensemos en el pecado, no olvidemos que la auténtica imagen,
el auténtico rostro donde se condensa toda la justicia, todo desamor,
todo odio, todo rencor, toda despreocupación por el hombre, es la cruz
de nuestro Señor.
El abandono que Cristo quiere sufrir, el grito del Gólgota: “¿Por qué me
has abandonado?” pone ante nuestros ojos la verdadera medida del pecado.
En Cristo esta medida es evidente por la desmesurada inmensidad de su
amor. El grito: “¿Por qué me has abandonado?” es la expresión definitiva
de esta medida. El amor con el que me ha amado, el amor que ama hasta el
fin. ¿He descubierto esto y lo he hecho motivo de vida; o sólo motivo de
lágrimas el Viernes Santo? ¿Lo he hecho motivo de compromiso, o sólo
motivo de reflexión de un encuentro con Cristo? ¿Mi vida en el amor de
Dios se encierra en ese grito: ¿“Por qué me has abandonado”?, que es el
amor que ama hasta el último despojamiento que puede tener un alma?
En esta Cuaresma es necesario volver al interior, descubrir la llamada
de Dios a la entrega y al compromiso, volver a la propia vocación
cristiana en todas sus dimensiones. Y para lograrlo es necesario abrir
primero nuestro espíritu a Dios y comprender la gravedad del pecado: del
pecado de omisión, de indiferencia, de superficialidad, de ligereza. Es
ineludible volver a la dimensión interior de nuestro espíritu, en
definitiva, no ir caminando por la vida sin darnos cuenta que en
nosotros hay un corazón que está esperando ensancharse con el amor de
Dios.