Naturaleza y dinamismo de la vida espiritual


Javier Sesé
 



 

 

Artículo publicado en "Scripta Theologica" 35 (2003/1), 55-88.

Sumario

1. Vida espiritual.- 2. Amor.- 3. Humildad.- 4. Santidad.- 5. Oración.- 6. Ascética.- 7. Cruz.- 8. Mística y Contemplación.

 

1. Vida espiritual

La vida espiritual cristiana es una realidad unitaria y simple, pues participa de la unidad y simplicidad del mismo Dios; pero, al mismo tiempo, contiene una enorme riqueza, pues participa también de la infinita riqueza del Ser divino. Esto hace que la Teología Espiritual esté siempre centrada en el estudio de un objeto bien preciso y determinado, del que nunca se separa; pero que lo contemple desde una multitud de perspectivas complementarias y enriquecedoras entre sí.

Cada uno de esos acercamientos teológicos nos dice mucho sobre la vida espiritual, pero, a la vez, se queda corto; y sólo cuando se ha complementado con los demás, se puede valorar y admirar de verdad toda la riqueza y profundidad de su maravilloso objeto: la vida del cristiano en Dios y de Dios en el cristiano, la intimidad que se establece entre el alma y las tres Personas divinas, las alturas sublimes que puede alcanzar la santidad cristiana.

El objeto de estas líneas es presentar algunos de esos elementos esenciales de la vida espiritual: los que me parecen más característicos, más decisivos, más imprescindibles en un estudio teológico profundo de la materia.

No pretendo ser exhaustivo: no mencionaré todo lo que puede aparecer en un manual o en unas lecciones de Teología Espiritual, pero sí lo que, a mi juicio, no debería faltar. Lo que no debería faltar en cuanto a los contenidos, pero más todavía en cuanto al enfoque: a lo que podríamos llamar el "tono", el "estilo" de la explicación teológica de la vida espiritual.

En efecto, la intrínseca unidad de toda la Teología lleva, lógicamente, a que muchos de los contenidos concretos de esta parte de la Teología se estudien también en otras partes, con enfoques diversos. Por eso, sin entrar aquí en más pormenores, establecer lo específico de la Teología Espiritual no me parece tanto un problema de identificar bien su objeto, como, más bien, de precisar ese enfoque peculiar, ese estilo, ese tono característicamente "espiritual" con que se estudia en nuestra materia la vida cristiana. Un acercamiento teológico diverso, en particular, a los que ponen en práctica la Teología Moral o la Dogmática cuando estudian también la realidad de la vida cristiana.

Por eso, mucho de lo que a continuación se dirá no tiene por qué ser expresamente, quizá, un tema concreto de un manual o de unas clases –aunque personalmente me inclino a que sí lo sea: más aún, a que sean los temas principales que estructuran y desarrollan la materia-; sino, sobre todo, como una "forma mentis" del teólogo, del profesor, de lo que se escribe y se enseña, procurando que adquieran ese fondo y esa forma de hacer teología el alumno de las clases o el lector del manual o la monografía.

Me voy a centrar así, más exactamente, en siete conceptos clave de la espiritualidad cristiana (ocho, si incluimos la misma expresión "vida espiritual", que utilizo preferentemente como común y abarcante de todas las perspectivas): Amor, Humildad, Santidad, Oración, Ascética, Cruz, Mística (incluyendo Contemplación).

Probablemente muchos echarán en falta, en ese elenco, entre otras ausencias, una referencia más explícita al mismo misterio de la Trinidad y a Jesucristo, a la Iglesia y los Sacramentos, a nuestra Madre Santa María, a la gracia y las virtudes, etc. Todos esos temas centrales de nuestra fe deben estar, sin duda, presentes -y presentes de forma decisiva- en algo que es, ante todo, verdadera Teología, independientemente del apellido. La vida espiritual, en efecto, es una íntima relación de amor con la Trinidad, un desarrollo de la filiación divina, una progresiva identificación con Jesucristo, vivida por y en la Iglesia y alimentada de los Sacramentos, con la imprescindible mediación materna mariana, un desarrollo progresivo de la gracia y las virtudes, etc. Pero lo propio de esta rama de la Teología es estudiar esa "intimidad", esa "relación", ese "desarrollo", ese "progreso", en cuanto tales, y no directamente las realidades que los sustentan, ya presentadas por otras disciplinas teológicas.

Dicho de otra forma, la Teología Espiritual se apoya muy directamente en la Dogmática y en la Moral, y está continuamente dependiendo de ellas, aprendiendo de ellas, recurriendo a ellas; pero debe ir más allá, tanto en beneficio propio como en beneficio de esas otras partes de la Teología, y de la Teología en su conjunto. Pues me parece indudable que una mejor comprensión de la vida íntima de amor con Dios da muchas luces nuevas sobre el misterio del mismo Dios y sobre el misterio del cristiano; una profundización en lo que significa e implica el desarrollo de las virtudes en tensión hacia su heroísmo, hacia la santidad, ilumina el estudio del comportamiento moral virtuoso; etc.

Me parece que no siempre se consigue esto entre los tratadistas y profesores de nuestra materia; y uno de los motivos puede ser, justamente, el mismo planteamiento de fondo que se tiene de un programa o de un proyecto de Teología Espiritual, que, buscando quizá ser demasiado abarcante, acaba perdiendo de vista u oscureciendo su objeto principal, y adentrándose de hecho en cuestiones más propias de la Dogmática o de la Moral. Además, como, necesariamente, en buena lógica teológica, esas cuestiones deben ser previas al estudio de la vida espiritual en cuanto tal, llegan a ocupar demasiadas páginas o demasiadas lecciones, reduciendo casi lo espiritual a un apéndice o a unas consecuencias "prácticas" de los principios dogmáticos y morales.

Soy consciente de que, en la práctica, en el desarrollo de la materia propiamente espiritual, no habrá más remedio que recordar o apuntar, al menos en determinados momentos, esas cuestiones dogmáticas o morales que sustentan el estudio espiritual; porque, siendo realistas, no se puede dar todo por supuesto o por conocido por el alumno o el lector. Pero me parece que, si el enfoque de toda la temática se centra bien desde el principio en lo propio de la espiritualidad, y se procura mantener en todo su desarrollo ese "estilo" característico, esa "forma mentis" que aquí pretendo mostrar, se pueden solucionar dichos inconvenientes, y presentar una materia teológica con entidad propia, unitaria, rica y enriquecedora de toda la Teología.

Como una manifestación directa de estas ideas, he incluido en el título de este artículo la palabra dinamismo, porque precisamente refleja uno de los aspectos más importantes de esa "forma mentis" teológica característica de la Teología Espiritual. En efecto, no nos fijamos aquí tan sólo, ni siquiera principalmente, en lo que es la vida espiritual cristiana (en su naturaleza), sino en cómo esa vida crece, se desarrolla, evoluciona, avanza, tiende hacia la santidad.

Basta fijarse en los mismos términos vida y espíritu, para comprender que ese dinamismo es algo intrínseco e irrenunciable al enfoque típicamente espiritual del estudio del existir cristiano. O se puede recordar la importancia que han tenido en la tradición espiritual cristiana, incluso en los títulos de tantos libros clásicos famosos, las palabras itinerario, camino, subida, etc.

Lo podemos decir todavía mejor, con más propiedad y precisión: el dinamismo forma parte, y parte constitutiva, de la misma naturaleza de la vida espiritual. En particular, los siete elementos característicos que enseguida comentaré deben ser siempre vistos y estudiados teológicamente desde esta perspectiva: en su dinamismo, en su evolución, en su desarrollo, en su tendencia hacia el fin, hacia la meta.

Junto al dinamismo, otro elemento constitutivo debe estar también siempre presente: el aspecto relacional de la vida espiritual. Los protagonistas principales de esta maravillosa historia son siempre dos: Dios y el alma[], Dios y cada uno o cada una. Un Dios que es Trino, desde luego; que se ha encarnado en Jesucristo; que nos ha ofrecido la mediación irrenunciable de su Santísima Madre, de la Iglesia, etc. Un alma que es miembro de esa Iglesia, que no vive aislada sino en comunión con millones de almas en el Cielo y en la tierra, y en estrecha relación humana y espiritual, en particular, con muchas de ellas; un alma cuya vida espiritual se proyecta necesariamente en frutos apostólicos, etc. Pero, en el fondo, todas estas precisiones no hacen sino reconducirnos a lo mismo: la vida espiritual es un encuentro personal, íntimo, único e irrepetible de cada cristiano con el Señor; la santidad es una tarea personal, de cooperación responsable con la gracia de Dios, que es el único que santifica en sentido propio; cada uno debe recorrer personalmente el camino de su vida cristiana, acompañado del Señor, tomado de su mano y dirigiéndose a Él, cuya posesión es la única que puede colmar las ansias de felicidad del corazón humano. Por eso, toda la realidad espiritual gira en torno a esa relación íntima y personal entre el cristiano y Dios, con sus diversas manifestaciones; y su estudio teológico debe reflejarlo así.

Una última observación general sobre el origen de estas reflexiones. Son fruto, sin duda, de varios lustros ya de dedicación a estas materias, de muchas clases impartidas sobre estos temas, y con la ilusión, además, de que sirvan de avance de un manual de Teología Espiritual que puede ver la luz dentro de un tiempo prudencial. Recogen ideas suscitadas por la lectura de numerosos manuales, monografías y estudios de muchos especialistas clásicos y actuales. Pero, sobre todo, son ideas suscitadas por la lectura directa de los escritos de los principales maestros de vida espiritual de todos los tiempos, de muchas biografías de santos y santas de toda época y condición –también algunos muy recientes, que aún no han subido a los altares, pero es muy probable que lo hagan-, y extraídas además de la experiencia pastoral y de dirección espiritual práctica de mis años de sacerdocio.

Estoy convencido, en efecto, de que éstas últimas deben ser –después de la Revelación, que siempre es la fuente principal de la Teología- las fuentes características de la Teología Espiritual; como algo propio, justamente, de su carácter vivo y dinámico, muy pegada siempre a la realidad cristiana concreta de cada día, y alejada de reflexiones frías y abstractas, quizá útiles y necesarias en otras partes de la Teología (aunque dudo que deba ser así en ningún caso), pero que, en el nuestro al menos, podrían llegar a traicionar, a mi entender, la misma esencia de lo que llamamos Teología Espiritual.

Dicho de otra forma: aquí, más que en ninguna otra materia teológica, me parece fundamental seguir recuperando el sentido "sapiencial" que el término "teología" tuvo hasta el siglo XVI (por ejemplo, el sentido con el que Santa Teresa y San Juan de la Cruz, sin ir más lejos, hablan de "mística teología"); sin pensar que, por ello, hacemos una teología menos "científica", menos "seria"; y sin que esto signifique tampoco dejar de lado las aportaciones de otros métodos más "sistemáticos", "racionales" o "críticos".

Por otra parte, una Teología más sapiencial significa también -me parece- una Teología más viva, más cercana a su objeto -al mismo Dios-, más cercana a las personas, más influyente en la santidad personal de las almas, más influyente en la sociedad actual… Y si alguna parte de la Teología debe buscar decididamente esa cercanía, es justamente la Teología Espiritual.

2. Amor

La vida espiritual es, ante todo, sobre todo y por encima de todo, una vida de amor: una aventura de amor, la más maravillosa aventura de amor en la que el hombre se puede embarcar… Por eso la Teología Espiritual debe hablar continuamente de amor, debe estar empapada de amor, debe mover al amor…

Debe saber mostrar, primero, las grandezas del Amor divino: del Amor trinitario, del Amor paterno de Dios, del Amor divino-humano de Jesucristo, del Amor personal enviado a nuestras almas, inhabitante y vivificante en el interior de cada uno, que es el Espíritu Santo.

Debe mostrar, sobre todo, el carácter personal de ese Amor: lo que significa que Dios sea mi Padre (y en ese mi estamos incluidos todos y cada uno, sin excepciones de ningún tipo); y que me ame a mí, personal y singularmente, de forma única e irrepetible, como el hijo o la hija más queridos… Lo que significa que Jesús sea mi hermano, mi amigo, mi maestro, mi amante, mi esposo[], … Que el Padre y el Hijo me den su mismo Amor, su mismo Espíritu, para que pueda amar a Dios como Él me ama, para que pueda llenarme, "encenderme", "emborracharme", transformarme en su Amor y con su Amor…

Después, pero siempre en la medida en que se capte en profundidad el Amor que Dios nos tiene y nos manifiesta, la Teología Espiritual debe mostrar y enseñar el camino de la respuesta personal de amor al Amor de Dios: el itinerario de la vida espiritual como un camino de progresivo enamoramiento del Señor, de crecimiento en el amor y en todas sus manifestaciones, de manifestación cada vez más continua e intensa del amor, de obras de amor, de llenar de ese mismo amor divino a otras almas, etc.

En particular, convendrá explicar bien, y mantener de forma viva y práctica en todo momento del desarrollo teológico, la unidad esencial que se da, en la caridad cristiana, entre el amor a Dios y el amor al prójimo, y por tanto entre santidad y apostolado, entre vida interior y evangelización de las almas y el mundo, entre el amor mismo y la difusión de ese amor…

Me permito insistir todavía más, porque me parece decisivo. La "ciencia de los santos" es sobre todo una ciencia de amor, y la Teología Espiritual debe ser, por tanto, una "Teología del amor": de amor vivo y vivido, de la intimidad de amor entre el alma y Dios, de las obras de amor por amor a Dios; una Teología que intente acercarse lo más posible a las maravillas que el Amor divino puede llegar a hacer -que ha hecho, que hace- en las almas, y procure mostrar hasta qué punto esas almas pueden llegar a corresponder -han correspondido ya, están correspondiendo, tantas y tantos- con auténticas "locuras de amor"…

"Dios es Amor" (1 Jn 4, 8).

"En esto se demostró entre nosotros el Amor de Dios: en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que recibiéramos por Él la vida. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino que Él nos amó, y envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados" (1 Jn 4, 9-10).

"Y nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene. Dios es Amor, y el que permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él (…) Nosotros amamos, porque El nos amó primero" (1 Jn 4, 16.19).

"No temas, que yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre. Tú eres mío (…) eres precioso a mis ojos, eres estimado y yo te amo" (Is 43, 1-4).

"Aunque no se dijera absolutamente nada más en las páginas de las Sagradas Escrituras, y solamente oyéramos de boca del Espíritu Santo que Dios es Amor, nos bastaría"[].

"Oye cómo fuiste amado cuando no eras amable; oye cómo fuiste amado cuando eras torpe y feo; antes, en fin, de que hubiera en ti cosa digna de amor. Fuiste amado primero para que te hicieras digno de ser amado"[].

"El regreso del alma es su conversión al Verbo, para ser reformada por Él y conformada a Él. ¿Cómo? En el amor. Escuchadlo: ‘Procurad pareceros a Dios como hijos queridísimos y vivid en mutuo amor, igual que os amó Cristo’ (Ef 5, 1). Esta conformación desposa al alma con el Verbo, pues ya que es semejante a él por naturaleza procura también ser semejante a él por el amor, amando como es amada. Y si ama perfectamente, se desposa. ¿Hay algo más gratificante que esta conformación? ¿Hay algo más deseable que el amor? Gracias a él, oh alma, prescindes del magisterio humano y te acercas al Verbo tú misma con toda confianza; te adhieres con insistencia al Verbo; preguntas y consultas familiarmente al Verbo sobre cualquier cosa; y cuanto más se despierta tu inteligencia más audaces son tus deseos"[].

"La caridad es una participación en la caridad infinita que es el Espíritu Santo"[].

"Ama el alma a Dios, no por sí, sino por Él mismo; lo cual es admirable primor, porque ama por el Espíritu Santo, como el Padre y el Hijo se aman"[].

"¿Cuál fue la razón de que colocases al hombre en tanta dignidad? El amor inestimable con que contemplaste dentro de ti a tu criatura. Y te enamoraste de ella. Luego la creaste y le diste el ser por amor, a fin de que paladease tu sumo y eterno bien. Veo que por el pecado cometido perdió la dignidad en que la pusiste (…) Tú, movido por el mismo ardor con que nos creaste, quisiste establecer el remedio (…) Por ello nos diste el Verbo de tu Hijo unigénito, que fue intermediario entre nosotros y Tú (…) ¡Oh insondable caridad! ¿Qué corazón puede ser tan fuerte que no se quiebre?"[].

"¡Oh inestimable, dulcísima caridad! ¿Quién no se enardece con tanto amor? ¿Qué corazón puede resistir sin desfallecer? Tú, abismo de caridad, parece que enloqueces por tus criaturas, como si no pudieses vivir sin ellas, aunque seas un Dios que no precisa de nosotros. Por nuestras buenas obras no crece tu grandeza, porque no puede sufrir mutación; de nuestro mal no se te sigue daño, porque eres el sumo y eterno Bien. ¿Quién te mueve a tanta misericordia? El amor no forzado ni necesario que nos tienes, ya que somos culpables y malvados deudores"[].

"¡Oh Señor mío, qué bueno sois! ¡Bendito seáis para siempre!; alaben os, Dios mío, todas las cosas, que así nos amasteis de manera que con verdad podamos hablar de esta comunicación que aún en este destierro tenéis con las almas; y aún con las que son buenas es gran largueza y magnanimidad; en fin, Señor mío, que dais como quien sois. ¡Oh largueza infinita, cuán magníficas son vuestras obras! (…) Pues que hagáis a almas que tanto os han ofendido mercedes tan soberanas, cierto, a mí me acaba el entendimiento; y cuando llego a pensar en esto, no puedo ir adelante. ¿Dónde ha de ir que no sea tornar atrás? Pues daros gracias por tan grandes mercedes no sabe cómo. Con decir disparates me remedio algunas veces"[].

"Comunícase Dios en esta interior unión al alma con tantas veras de amor, que no hay afición de madre que con tanta ternura acaricie a su hijo, ni amor de hermano ni amistad de amigo que se le compare. Porque aún llega a tanto la ternura y verdad de amor con que el inmenso Padre regala y engrandece a esta humilde y amorosa alma -¡oh cosa maravillosa y digna de todo pavor y admiración!-, que se sujeta a ella verdaderamente para la engrandecer, como si Él fuese su siervo y ella fuese su señor; y está tan solícito en la regalar, como si Él fuese su esclavo y ella fuese su Dios. ¡Tan profunda es la humildad y dulzura de Dios!

Porque Él, en esta comunicación de amor, en alguna manera ejercita aquel servicio que dice Él en el Evangelio que hará a sus escogidos en el cielo, es a saber, que, ‘ciñéndose, pasando de uno en otro, los servirá’ (Lc 12, 37). Y así, aquí está empleado en regalar y acariciar al alma como la madre en servir y regalar a su niño, criándole a sus mismos pechos; en lo cual conoce el alma la verdad del dicho de Isaías que dice: ‘A los pechos de Dios seréis llevados y sobre sus rodillas seréis regalados’ (Is 66, 12)"[].

"Jesús, déjame que te diga, en el exceso de mi gratitud, déjame, sí, que te diga que tu amor llega hasta la locura… ¿Cómo quieres que, ante esa locura, mi corazón no se lance hacia ti? ¿Cómo va a conocer límites mi confianza…?"[].

"¿Saber que me quieres tanto, Dios mío, y… no me he vuelto loco?"[].

3. Humildad

El amor es el concepto clave, a mi entender, de la Teología Espiritual. Pero hay un segundo concepto que está íntimamente unido a él, que aparece como el complemento más necesario e imprescindible de ese amor, como la condición fudamental sin la cual el amor no pude arraigar, crecer y desarrollarse en el alma, y, sobre todo, no es capaz de alcanzar las alturas y la intensidad propias de la santidad: me refiero a la humildad.

La ciencia de la santidad es también una ciencia de humildad. Una ciencia que enseña quién es Dios y quién es el hombre, pero de nuevo, en su sentido más personal y relacional entre los dos. Es decir: quién soy yo delante de Dios; su grandeza frente a mi pequeñez; la total necesidad que tengo de Él; y cómo Él quiere salvar, y salva de hecho, esa enorme distancia que nos separa, a pesar de mis miserias, si yo le dejo libremente actuar en mi alma.

Una humidad que es, pues, reconocimiento de una verdad honda y radical: la nada miserable y pecadora que cada uno es ante el Todo santo e inmaculado de Dios. Pero, al mismo tiempo y como consecuencia, la humildad es también apertura hacia otra Verdad: hacia ese mismo Todo que quiere llenar nuestra nada, que puede transformar nuestra miseria en santidad; una Verdad maravillosa que encandila al alma y le mueve impetuosamente, justamente en la medida en que percibe más y mejor el contraste con la otra verdad, la de sí mismo.

Por eso, la humildad de los santos, la verdadera humildad, es una humildad audaz, osada, atrevida: con el atrevimiento del que no se fía nada de sí, pero se fía totalmente de Dios.

Junto a esa audacia, íntimamente unidas a la humildad, aparecen otras virtudes y actitudes básicas de una auténtica vida espiritual cristiana, que deben también dar forma a todo el estudio teológico que nos ocupa: docilidad, confianza, abandono, sencillez, sinceridad,…

En definitiva, estoy convencido de que una auténtica Teología Espiritual debe hacerse eco de una u otra forma, prácticamente en cada una de sus páginas, de esa verdad y esa actitud honda y decisiva del alma que, partiendo de la Sagrada Escritura y del ejemplo y las palabras del mismo Jesucristo, la tradición espiritual ha designado con el riquísimo término humildad y todos sus derivados.

"Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón" (Mt 11, 29).

"Porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava; por eso desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones. Porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso, cuyo nombre es Santo" (Lc 1, 48-19).

"Sin mí, no podéis hacer nada" (Jn 15, 5).

"Todo lo puedo en aquél que me conforta" (Fil 4, 13).

"Antes eligió Dios la necedad del mundo para confundir a los sabios y elegió Dios la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes" (1 Cor 1, 27).

"Él me dijo: Te basta mi gracia, porque la fuerza resplandece en la flaqueza. Por eso, con sumo gusto me gloriaré más todavía en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por lo cual me complazco en las flaquezas, en los oprobios, en las necesidades, en las persecuciones y angustias, por Cristo; pues cuando soy débil, entonces soy fuerte" (2 Cor 12, 9-10).

"Dios resiste a los soberbios, pero a los humildes da su gracia" (1 Ped 5,5).

"Cristo pertenece a los humildes, no a los que se exaltan sobre su rebaño. El cetro de la grandeza de Dios, el Señor Jesucristo, no vino al mundo con aparato de arrogancia ni de soberbia, sino en espíritu de humildad, conforme lo había anunciado el Espíritu Santo (Is 53, 1-12)... Pues si hasta este extremo se humilló el Señor, ¿qué será bien que hagamos nosotros, los que por Él nos hemos puesto bajo el yugo de su gracia?"[].

"Si me preguntáis qué es lo más esencial en la religión y en la disciplina de Jesucristo, os responderé: lo primero, la humildad; lo segundo, la humildad; y lo tercero, la humildad"[].

"La humildad es el fundamento de todas las virtudes y disposición para recibir todas las gracias"[].

"¡Oh Bondad sobre toda bondad! Tú solo eres sumamente bueno, y hasta nos diste al Verbo de tu unigénito Hijo para que tratara con nosotros, que somos hedor y plenitud de tinieblas. ¿Cuál fue la causa de eso? El Amor, porque nos amaste antes de que existiéramos. ¡Oh Bondad y eterna Grandeza! Te hiciste bajo y pequeño para hacer grande al hombre. A cualquier parte que me vuelvo, no encuentro otra cosa que el abismo y fuego de tu caridad.

¿Y seré yo la miserable que pueda responder a las gracias y a la ardiente caridad que has manifestado y manifiestas con tan ardiente amor en particular, además de la caridad común y amor que manifiestas a las criaturas? No, sino únicamente Tú, dulcísimo y amoroso Padre, serás lo que te puede agradar a ti en lugar mío, es decir, que el afecto de tu misma caridad te dará gracias, puesto que yo soy la que soy nada. Si dijese que era algo por mí misma, mentiría de pies a cabeza, sería mentirosa e hija del demonio, que es padre de la mentira. Pero como Tú eres el que es, mi ser, toda la gracia que me has otorgado la tengo de ti y me la has dado por amor y no porque debieras hacerlo"[].

"Una vez estaba yo considerando por qué razón era nuestro Señor tan amigo de esta virtud de la humildad, y púsoseme delante -a mi parecer sin considerarlo, sino de presto- esto: que es porque Dios es suma Verdad, y la humildad es andar en verdad, que lo es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y quien esto no entiende, anda en mentira. A quien más lo entienda agrada más a la suma Verdad, porque anda en ella. Plega a Dios, hermanas, nos haga merced de no salir jamás de este propio conocimiento, amén"[].

"¿Qué soy yo, Señor, sino miseria, nada criminal? ¿Qué tengo yo, Señor, que Tú no me hayas dado? (...) He comprendido que lo que más me aparta de Dios es mi orgullo. Sin la humildad las demás virtudes son hipocresía. Sin ella las gracias recibidas de Dios son daño y ruina. La humildad nos procura la semejanza de Cristo, la paz del alma, la santidad y la unión íntima con Dios"[].

"Eres polvo sucio y caído. -Aunque el soplo del Espíritu Santo te levante sobre las cosas todas de la tierra y haga que brille como oro, al reflejar en las alturas con tu miseria los rayos soberanos del Sol de Justicia, no olvides la pobreza de tu condición. Un instante de soberbia te volvería al suelo, y dejarías de ser luz para ser lodo"[].

"Buen Jesús: si he de ser apóstol, es preciso que me hagas muy humilde. El sol envuelve de luz cuanto toca: Señor, lléname de tu claridad, endiósame: que yo me identifique con tu Voluntad adorable, para convertirme en el instrumento que deseas... Dame tu locura de humillación: la que te llevó a nacer pobre, al trabajo sin brillo, a la infamia de morir cosido con hierros a un leño, al anonadamiento del Sagrario. -Que me conozca: que me conozca y que te conozca. Así jamás perderé de vista mi nada"[].

4. Santidad

El concepto de santidad es, en cierto sentido, intercambiable con el de vida espiritual. Más de una vez, por ejemplo, se ha designado, en manuales y planes de estudio, a lo que comúnmente llamamos Teología Espiritual como Teología de la santidad. Esto no hace sino confirmar la idea inicial que hemos propuesto sobre la unidad y riqueza, a un tiempo, del objeto de nuestra disciplina teológica. De todas formas, me parece mejor reservar el término vida espiritual como el más general y abarcante para designar dicho objeto, y utilizar santidad como otro de esos aspectos esenciales e imprescindibles que, a la vez que iluminan todo el conjunto, subrayan algunos puntos clave.

Por otra parte, he colocado con intención el concepto de santidad -que podía haber sido con propiedad el primero a tratar de los siete- tras los de amor y humildad, sobre todo por una motivación pedagógica: me parece, en efecto, que se capta mucho mejor la trascendencia de lo que significa la santidad cristiana, la llamada universal a dicha santidad, y cómo se puede y debe alcanzar esa meta, después de haber entendido bien el binomio amor-humildad, y haber captado su dinamismo como la clave del proceso de santificación del alma.

Me parece claro que la llamada universal y personal a la santidad debe ser principio iluminador y estructurador de todo el estudio teológico del proceso de la vida espiritual. Pero dejando muy claro constantemente el sentido fuerte, radical, de los cuatro términos utilizados: llamada (o vocación), universal, santidad y personal. A la luz de una correcta comprensión de esa íntima relación de amor que el mismo Dios establece con nosotros, a pesar de nuestras miserias, es cómo mejor se puede explicar y comprender la radicalidad de esa llamada personal a la santidad, sin rebajar por una parte la grandeza de la meta, ni cuestionar, por otra, la posibilidad real de alcanzarla.

En efecto, el gran reto, en este punto decisivo de la Teología Espiritual, es saber individuar y explicar correctamente los elementos esenciales de esa santidad a la que todos estamos llamados, de tal forma que el concepto no pierda universalidad -quepamos de verdad todos en él-, no pierda contenido -no sea una "santidad rebajada", "de segundo nivel", o se subdivida en varios "grados", pretendiendo "facilitar" la universalidad-, ni parezca inalcanzable o utópica.

Una vez más, sólo puedo apuntar aquí los "desiderata" que me parecen más importantes, sin desarrollarlos en detalle; pero sí quiero insistir, también en este caso, en que, casi más importante que explicar bien estas cuestiones en un lugar oportuno del tratado, es que toda la Teología Espiritual mantenga, por decirlo así, una fuerte tensión hacia la santidad: que en todos los temas, en todo lo que se diga y se plantee, queden clarísimos, a la vez, la grandeza de intimidad con Dios y de perfeccionamiento personal a que la vida espiritual cristiana tiende por su misma naturaleza, y cómo ese altísimo y maravilloso objetivo es realmente alcanzable por cualquiera, porque Dios a todos proporciona los medios necesarios y suficientes para ello.

"Conviene descubrir en todo su valor programático el capítulo V de la Constitución dogmática Lumen gentium sobre la Iglesia, dedicado a la ‘vocación universal a la santidad’. Si los Padres conciliares concedieron tanto relieve a esta temática no fue para dar una especie de toque espiritual a la eclesiología, sino más bien para poner de relieve una dinámica intrínseca y determinante. Descubrir a la Iglesia como ‘misterio’, es decir, como pueblo ‘congregado en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo’[], llevaba a descubrir también su ‘santidad’, entendida en su sentido fundamental de pertenecer a Aquél que por excelencia es el Santo, el ‘tres veces Santo’ (cf. Is 6,3). Confesar a la Iglesia como santa significa mostrar su rostro de Esposa de Cristo, por la cual él se entregó, precisamente para santificarla (cf. Ef 5,25-26). Este don de santidad, por así decir, objetiva, se da a cada bautizado.

Pero el don se plasma a su vez en un compromiso que ha de dirigir toda la vida cristiana: ‘Ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación’ (1 Ts 4,3). Es un compromiso que no afecta sólo a algunos cristianos: ‘Todos los cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor’[].

(…) Poner la programación pastoral bajo el signo de la santidad es una opción llena de consecuencias. Significa expresar la convicción de que, si el Bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu, sería un contrasentido contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial. Preguntar a un catecúmeno, ‘¿quieres recibir el Bautismo?’, significa al mismo tiempo preguntarle, ‘¿quieres ser santo?’ Significa ponerle en el camino del Sermón de la Montaña: ‘Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial’ (Mt 5,48).

Como el Concilio mismo explicó, este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos ‘genios’ de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno. Doy gracias al Señor que me ha concedido beatificar y canonizar durante estos años a tantos cristianos y, entre ellos a muchos laicos que se han santificado en las circunstancias más ordinarias de la vida. Es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este ‘alto grado’ de la vida cristiana ordinaria. La vida entera de la comunidad eclesial y de las familias cristianas debe ir en esta dirección"[].

5. Oración

Continuamente se ha destacado y se destaca la importancia de la oración en la vida espiritual cristiana; pero se corre el riesgo de reducir este concepto a unas prácticas de piedad concretas, y no captar su sentido más hondo como expresión, precisamente, de otro de los aspectos esenciales de toda la vida espiritual en cuanto tal.

Basta fijarse en que, justamente bajo la palabra oración, el Catecismo de la Iglesia Católica, siguiendo una antiquísima tradición catequética, incluye la parte más propiamente espiritual de la doctrina cristiana, después de haber desarrollado lo dogmático, lo litúrgico y lo moral; aunque, por lo demás, la espiritualidad impregne toda la enseñanza de dicho texto, de una forma particularmente lograda[]. O basta recordar que los primeros tratados de la historia de la literatura cristiana que podemos considerar específicamente espirituales versan justamente sobre la oración (Orígenes, Tertuliano, S. Cipriano); y que algunos de los más importantes maestros espirituales de la historia, como la propia Santa Teresa de Jesús, estructuran y desarrollan prácticamente toda su rica enseñanza espiritual en torno a la vida de oración.

En efecto, podemos decir que la oración, en el fondo, no es sino la expresión viva y el alimento de esa progresiva intimidad de amor con Dios en que consiste esencialmente la vida espiritual cristiana. El estudio teológico-espiritual de la oración, en consecuencia, debe ante todo subrayar y explicar esa naturaleza profunda que posee como diálogo de amor con Dios, como don de Dios al alma y respuesta de ésta a ese don, como entrega mutua, como apertura de la intimidad divina y entrada del cristiano en esa intimidad, como apertura de la intimidad del alma a Dios y penetración de Dios en ella,…

Puesto bien ese fundamento, cobra después su más hondo sentido el oportuno estudio de las diversas formas y manifestaciones de la oración, de las orientaciones prácticas para vivirla mejor, para superar las dificultades, para que conduzca realmente a la contemplación, etc. Cuestiones tan amplia, variada y profundamente tratadas en la historia de la espiritualidad, que constituyen uno de los temas más ricos de todos los que conforman este ámbito teológico.

"La oración es hablar con Dios"[].

"Tu oración es un coloquio con Dios"[].

"Conversación y unión del hombre y Dios"[].

"La oración es una elevación de la mente hacia Dios"[].

"El santo deseo, la buena y santa voluntad, es oración"[].

"No es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama"[].

"Siendo coloquio, plática y conversación del alma con Dios, es cierto que por ella le hablamos, y que Él nos habla recíprocamente; que aspiramos a Él y respiramos en Él, y que Él inspira y respira en nosotros"[].

"La oración es un impulso del corazón, una simple mirada lanzada hacia el cielo, un grito de gratitud y de amor, tanto en medio del sufrimiento como en medio de la alegría"[].

"No sufra por nada; V., con paz y tranquilidad; ame a Dios en todas las obras de su obligación. A Él acuda; háblele como una buena hija a su padre, como una buena hermana a su hermano mayor, como dos esposos que se aman y se cuentan todo. Háblele de las suyas, de sus proyectos, de sus dificultades, de sus defectos, de sus deseos; de las señoras, y eso no sólo en la Capilla, sino en los pasillos, en las conversaciones con los de fuera, con los de casa. De todo llévele de compañero. Eso quiere Dios"[].

"Me has escrito: ‘orar es hablar con Dios. Pero, ¿de qué?’ -¿De qué? De Él, de ti: alegrías, tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles, preocupaciones diarias..., ¡flaquezas!: y hacimientos de gracias y peticiones: y Amor y desagravio. En dos palabras: conocerle y conocerte: ¡tratarse!"[].

"‘Si conocieras el don de Dios’ (Jn 4, 10). La maravilla de la oración se revela precisamente allí, junto al pozo donde vamos a buscar nuestra agua: allí Cristo va al encuentro de todo ser humano, es el primero en buscarnos y el que nos pide de beber. Jesús tiene sed, su petición llega desde las profundidades de Dios que nos desea. La oración, sepámoslo o no, es el encuentro de la sed de Dios y de la sed del hombre. Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de Él (cf. San Agustín, quaest. 64, 4)"[].

6. Ascética

Como es sabido, durante varios decenios del siglo XX, se utilizó preferentemente la expresión Teología Ascética y Mística para designar nuestra especialidad. No es el momento de detenerse en la historia de esa expresión, pero sí es oportuno recordar que fue un primer paso importante en la recuperación de una visión unitaria de la vida espiritual, durante mucho tiempo erróneamente dividida entre lo ascético y lo místico.

La actual denominación de Teología Espiritual va todavía más allá en ese subrayar la unidad del objeto de nuestra ciencia, pero eso no significa la superación de esos componentes ascéticos y místicos de la vida cristiana, sino, más bien, entenderlos y explicarlos en su justo sentido, recuperando buena parte de la tradición espiritual anterior al siglo XVII, antes de que se produjera esa fractura.

La perspectiva ascética de la vida espiritual, en particular, es algo que debe también, a mi juicio, permear todo el tratamiento de nuestra materia. En efecto, el sentido de lucha, de esfuerzo, de ejercicio, todo lo relativo a la cooperación personal a la gracia a través de las propias acciones, en el proceso de santificación, no es algo propio sólo de los que inician su camino hacia Dios, o de un primer periodo más o menos largo de ese proceso, sino algo inherente a la vida espiritual en cuanto tal y, por tanto, a todos los momentos y todos los aspectos de su desarrollo. Más aún, los más santos son los que más luchan, en todos los sentidos (también suelen tener más dificultades): ¡Jesucristo mismo tuvo que luchar…, y como!

Quizá, parte del error que a veces se ha tenido y se tiene al plantear esta materia, viene de una consideración de la ascética cristiana en un sentido demasiado "negativo", es decir, como lucha contra: sobre todo, contra el pecado. Sin embargo, su sentido más profundo -del que lo anterior es sólo una de sus consecuencias o manifestaciones principales- me parece que es plenamente "positivo" y enlaza con el mismo núcleo de la vida espiritual: es el esfuerzo personal por avanzar, por progresar, por poner todos los medios a nuestro alcance para responder al mismo don que se nos da, por cooperar con Él en todo lo que nos pide, por cumplir su voluntad (y cumplirla por amor, porque le queremos y queremos quererle cada vez más), por manifestar con obras nuestro amor, por desarrollar las virtudes (no tanto en beneficio personal, como en servicio a los demás y por la gloria de Dios), etc.

Desde esta perspectiva, resulta claro que la ascética cristiana no sólo no desaparece o se apaga conforme avanza la vida espiritual, sino que crece con ella; y que la armonía con la mística, de la que hablaremos enseguida, es algo mucho más profundo y decisivo de lo que parece a simple vista.

Aprovecho para insistir, una vez más, en la unidad de nuestro objeto de estudio y, por tanto, en la conveniencia de mantener siempre ante los ojos todos los elementos esenciales que estamos subrayando; de tal forma que, al hablar o escribir sobre cuestiones más de tipo ascético, se haga siempre con continuas referencias al amor y a la humildad, en tensión hacia la santidad y la mística, en un clima de intimidad con Dios; y no de mero ejercicio práctico, o de casuística y solución de problemas psicológico-espirituales, etc.

Lo cual no quita que sea también conveniente -más aún, necesario; porque la vida espiritual real y concreta de cada uno lo está pidiendo así- descender a detalles, y recoger, en particular, tantas manifestaciones y criterios eficaces y prácticos de la ascética cristiana que la tradición espiritual ha acumulado durante siglos; pero siempre presentados en su auténtico contexto de verdadera santidad cristiana, y en un tono atractivo, optimista, esperanzado: bien apoyado en la humildad, y motivado por el amor y orientado hacia él.

"¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos, sin duda, corren, pero uno solo recibe el premio? Corred de tal modo que lo alcancéis. Todo el que toma parte en el certamen atlético se abstiene de todo; y ellos para alcanzar una corona corruptible; nosotros, en cambio, una incorruptible. Así pues, yo corro no como a la ventura, lucho no como el que golpea al aire, sino que castigo mi cuerpo y lo someto a servidumbre, no sea que, habiendo predicado a otros, sea yo reprobado" (1 Cor 9, 24-27).

"He luchado en el noble combate, he alcanzado la meta, he guardado la fe; por lo demás, me está reservada la merecida corona que el Señor, el Justo Juez, me entregará en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que desean con amor su venida" (2 Tim 4, 7-8).

"Con respecto a la virtud, hemos aprendido del Apóstol que el único límite de la perfección consiste en no tener límite. Aquel divino Apóstol, grande y elevado de pensamiento, corriendo siempre por el camino de la virtud, jamás cesó de ‘tender hacia delante’ (cfr. Fil 3, 13), pues le parecía peligroso detenerse en la carrera. ¿Por qué? Porque todo bien, por propia naturaleza, carece de límites, y sólo es limitado por la presencia de su contrario, como la vida es limitada por la muerte y la luz por la tiniebla; en general, todo aquello que es bien tiene su término en aquello que es considerado lo opuesto del bien. Así como el final de la vida es el comienzo de la muerte, así también el pararse en la carrera hacia la virtud es el principio de la carrera hacia el vicio"[].

"‘Olvidándome de lo pasado y tenso hacia lo que está delante, en mi intención lo persigo’. Todavía lo persigo: ‘hasta lograr la palma de la suprema vocación de Dios en Cristo Jesús’ (Fil 3, 13-14). Todavía voy en pos de ello, aún avanzo, aún camino, todavía estoy en ruta, todavía estoy en tensión, aún no he llegado. Por lo tanto, si también tú caminas, si estás en tensión, si piensas en lo que ha de venir, olvida el pasado, no pongas tu mirada en él, para no anclarte en el lugar donde has puesto los ojos (…)

Avanzad, hermanos míos; examinaos continuamente sin engañaros, sin adularos ni pasaros la mano. Nadie hay contigo en tu interior ante el que te avergüences o te jactes. Allí hay alguien, pero a ése le agrada la humildad; sea él quien te ponga a prueba. Pero hazlo también tú mismo. Desagrádete siempre lo que eres si quieres llegar a lo que aún no eres, pues donde encontraste agrado, allí te paraste. Cuando digas: ‘es suficiente’, entonces pereciste. Añade siempre algo, camina continuamente, avanza sin parar; no te pares en el camino, no retrocedas, no te desvíes. Quien no avanza, está parado; quien vuelve al lugar de donde había partido, retrocede; quien apostata, se desvía. Prefiero a un cojo por el camino antes que a un corredor fuera de él"[].

"No os espantéis, hijas, que es camino real para el cielo. Gánase por él gran tesoro, no es mucho que cueste mucho, a nuestro parecer. Tiempo vendrá que se entienda cuán nonada es todo para tan gran precio (…) importa mucho, y el todo (…) una grande y muy determinada determinación de no parar hasta llegar a ella, venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabaje lo que se trabajare, murmure quien murmurare, siquiera llegue allá, siquiera me muera en el camino o no tenga corazón para los trabajos que hay en él, siquiera se hunda el mundo"[].

"Viendo el alma que para hallar al Amado no le bastan gemidos y oraciones, ni tampoco ayudarse de buenos terceros (…), por cuanto el deseo con que le busca es verdadero y su amor grande, no quiere dejar de hacer alguna diligencia de las que de su parte puede -porque el alma que de veras a Dios ama no empereza hacer cuanto puede por hallar al Hijo de Dios, su Amado-, y aun después que lo ha hecho todo no se satisface ni piensa que ha hecho nada. Y así en esta tercera canción dice que ella misma por la obra le quiere buscar, y dice el modo que ha de tener en hallarlo, conviene a saber: que ha de ir ejercitándose en las virtudes y ejercicios espirituales de la vida activa y contemplativa; y que para esto no ha de admitir deleites ni regalos algunos; ni bastarán a detenerla e impedirla este camino todas las fuerzas y asechanzas de los tres enemigos del alma, que son mundo, demonio y carne"[].

"Oigamos al Señor, que nos dice: ‘quien es fiel en lo poco, también lo es en lo mucho, y quien es injusto en lo poco, también lo es en lo mucho’ (Lc 16, 10). Que es como si nos recordara: lucha cada instante en esos detalles en apariencia menudos, pero grandes a mis ojos; vive con puntualidad el cumplimiento del deber; sonríe a quien lo necesite, aunque tú tengas el alma dolorida; dedica, sin regateo, el tiempo necesario a la oración; acude en ayuda de quien te busca; practica la justicia, ampliándola con la gracia de la caridad.

Son éstas, y otras semejantes, las mociones que cada día sentiremos dentro de nosotros, como un aviso silencioso que nos lleva a entrenarnos en este deporte sobrenatural del propio vencimiento. Que la luz de Dios nos ilumine, para percibir sus advertencias; que nos ayude a pelear, que esté a nuestro lado en la victoria; que no nos abandone en la hora de la caída, porque así nos encontraremos siempre en condiciones de levantarnos y de seguir combatiendo.

No podemos detenernos. El Señor nos pide un batallar cada vez más rápido, cada vez más profundo, cada vez más amplio. Estamos obligados a superarnos, porque en esta competición la única meta es la llegada a la gloria del cielo. Y si no llegásemos al cielo, nada habría valido la pena"[].

7. Cruz

A simple vista este tema debería quedar ya incluido en el anterior. Por lo menos, parece claro que están muy relacionados, y no sólo por su referencia respectiva a la vida espiritual en su conjunto. Pero me he decidido a tratarlos de forma independientemente, porque quiero subrayar con cada uno de estos términos -ascética y cruz- dos aspectos diversos, aunque complementarios: dos acentos que me parecen tener fuerte entidad propia en la tradición espiritual cristiana; acentos que, presentados juntos, tienden a difuminarse y a empobrecer lo que tanto la doctrina como la experiencia viva de santidad nos enseñan, pero vistos por separado cobran una claridad y una hondura especiales.

En efecto, luchar no es necesariamente equivalente a sufrir, por lo menos en el nivel espiritual cristiano en el que nos movemos aquí (el sentido "deportivo" de la lucha, tradicional en la Iglesia desde San Pablo, como acabamos de ver, lo demuestra); pero tanto lo uno con lo otro aparecen como elementos irrenunciables en el verdadero discípulo de Cristo.

La cruz, en efecto, lo es. No sólo debido al acontecimiento central de la misma Cruz de Jesucristo, sino que la constatación, por ejemplo, de la realidad del martirio y su estrecha relación con la santidad en todas las épocas de la historia de la Iglesia -y muy particularmente en nuestros días, como no deja de recordarnos Juan Pablo II-, bastaría para apoyar la importancia de la cruz en el estudio de la espiritualidad cristiana. Pero, mucho más en general, una lectura atenta de la vida y experiencia de cualquier alma santa nos muestra siempre, no sólo la presencia de algún sufrimiento concreto especial, sino de dolores numerosos, variados y, con frecuencia, particularmente duros y persistentes.

A ello hay que añadir la enorme generosidad en la mortificación voluntaria de todo tipo que contemplamos en la historia de la espiritualidad, hasta el punto de que, en ocasiones, puede llegar a abrumarnos y desconcertarnos; sobre todo, en contraste con nuestro actual ambiente tan materializado, tendente al hedonismo, y centrado en el bienestar y el placer, a veces a cualquier precio y por encima de todo.

De nuevo estamos ante un tema que, me parece, no sólo debe ser estudiado en lugar destacado como propio de nuestra materia, sino que deber permear todo buen tratado de Teología Espiritual, de la primera a la última lección, si no queremos desvirtuar la radicalidad del seguimiento de Jesucristo, la centralidad del misterio de la Cruz en el mensaje cristiano y, por tanto, en su realización viva y personal en cada uno, que constituye la vida espiritual.

Pero, también en este caso, hay un sensible peligro, agravado en nuestra época justamente por ese ambiente hedonista al que acabamos de hacer referencia: el peligro de un planteamiento sólo "negativo" de la cruz cristiana, aunque sea con la recta intención de "aceptar" el dolor, de "resignarse" con la voluntad de Dios, "aunque" ésta implique el sufrimiento.

No es ese el verdadero sentido de la cruz -sea cual sea su manifestación concreta en la vida de cada uno: física o moral, externa o interna, personal o derivada del sufrimiento de personas queridas-, el sentido que encontramos en los grandes santos y maestros de espiritualidad de todos los tiempos. La cruz cristiana, en efecto, ha sido contemplada siempre -salvo por tendencias marginales de corte rigorista o tremendista- desde la Cruz de Cristo, y, por tanto, inmersa en todo el conjunto del misterio pascual y redentor, que incluye, necesariamente, no sólo la Pasión y Muerte de Jesucristo, sino también su Resurrección y Ascensión: los misterios dolorosos y los gloriosos íntimamente unidos; el triunfo, la victoria en la Cruz; la Cruz de Cristo como fuente de todas las gracias, de todos los dones, de la santidad misma.

Más aún, tantos santos y santas nos hablan de un auténtico deseo de la cruz, de sinceras ansias de sufrimiento; porque contemplan, ante todo, en la cruz, una ocasión de encuentro -incluso la mejor ocasión de encuentro- con la persona amada: Jesucristo, Dios… Contemplan la cruz no sólo como una prueba, una ocasión de penitencia, de purificación, de vencimiento, que facilita el camino hacia un amor más puro y recio al Señor, sino como la gran manifestación del Amor divino, como el gran encuentro con la Persona amada en esta tierra (porque, en el Cielo, todos tienen muy claro que el dolor desaparece por completo).

Alcanzamos así un punto teológico, sin duda, muy delicado -como delicado es el misterio del mismo sufrimiento del Verbo Encarnado, su relación con el misterio de la Trinidad, etc.-; pero decisivo en la espiritualidad cristiana, y al que, más que nunca en nuestro tiempo, hay que entrarle con valentía, pues la mayoría de nuestros contemporáneos, incluidos muchos buenos cristianos, se desconciertan, como mínimo -si no se rebelan-, ante esta realidad.

Además, me parece que hay que prestar particular atención -como han hecho siempre los buenos maestros espirituales- a la cruz que aparece, de distintas formas, en el mismo desarrollo de la vida interior de tantas personas, por no decir de cualquiera que aspire en serio a la santidad: desde la sequedad en la oración hasta las posibles dificultades en la fidelidad a la propia vocación, pasando por las contradicciones en la labor apostólica, etc.

Espero poder pronto desarrollar personalmente por escrito este tema, al que he dedicado desde hace años particular atención en mis estudios. Vaya por delante, de momento, como estoy haciendo en cada apartado, una selección de citas que hacen pensar y meditar a fondo y dan magníficas pautas para el desarrollo teológico de la cuestión.

"El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Mt 16, 24).

"Porque el mensaje de la cruz es necedad para los que se pierden, pero para los que se salvan, para nosotros, es fuerza de Dios (…) Pues los judíos piden signos, los griegos buscan sabiduría; nosotros en cambio predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, judíos y griegos, predicamos a Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Porque lo necio de Dios es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres" (1 Cor 1, 18.22-25).

"Con Cristo estoy crucificado: vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí" (Gal 2, 19-20).

"Lejos de mi gloriarme sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mi y yo para el mundo" (Gal 6, 14).

"Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, el cual, siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios, sino que se anonadó a si mismo tomando la forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres; y, mostrándose igual que los demás hombres, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre; para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese: ¡Jesucristo es el Señor!, para gloria de Dios Padre" (Fil 2, 5-11).

"Por lo que a mí toca, escribo a todas las iglesias, y a todas les encarezco que yo estoy pronto a morir de buena gana por Dios, con tal que vosotros no me lo impidáis. Yo os lo suplico: no mostréis para conmigo una benevolencia inoportuna. Permitidme ser pasto de las fieras, por las que me es dado alcanzar a Dios. Trigo soy de Dios y he de ser molido por los dientes de las fieras a fin de ser presentado como limpio pan de Cristo (...)

A Aquél quiero que murió por nosotros. A Aquél quiero que por nosotros resucitó. Mi partida es ya inminente. Perdonadme, hermanos: no me impidáis vivir. No os empeñéis en que yo muera. No entreguéis al mundo a quien no anhela sino ser de Dios. No me tratéis de engañar con lo terreno. Dejadme contemplar la luz pura. Llegado allí, seré de verdad hombre. Permitidme ser imitador de la pasión de mi Dios"[].

"Si sufres con Él, con Él reinarás; si lloras con Él, con Él te gozarás; si mueres en su compañía en la cruz de la tribulación, poseerás con Él las moradas celestes en el esplendor de los santos, y tu nombre será inscrito en el libro de la vida y se hará famoso entre los hombres. Por eso mismo, poseerás por toda la eternidad y por todos los siglos la gloria del reino celestial, en lugar de los honores terrenos, que son tan caducos; participarás de los bienes eternos, en lugar de los bienes perecederos, y vivirás por todos los siglos"[].

"Anégate en la sangre de Cristo crucificado; báñate en su sangre; sáciate con su sangre; embriágate con su sangre; vístete de su sangre; duélete de ti mismo en su sangre; alégrate en su sangre; crece y fortifícate en su sangre; pierde la debilidad y la ceguera en la sangre del Cordero inmaculado; y con su luz, corre como caballero viril, a buscar el honor de Dios, el bien de su santa Iglesia y la salud de las almas, en su sangre"[].

"En la cruz está la salud y la vida. En la cruz, la defensa contra los enemigos. En la cruz, la infusión de la suavidad soberana. La cruz es la fortaleza del corazón. En la cruz está el gozo del espíritu. En la cruz está la suma virtud. En la cruz está la perfección de la santidad. No está la salud del alma ni la esperanza de la vida eterna en otro lugar, sino en la cruz"[].

"Porque, si el hombre se determina a sujetarse a llevar esta cruz, que es un determinarse de veras a querer hallar y llevar trabajo en todas las cosas por Dios, en todas ellas hallará grande alivio y suavidad para andar este camino así, desnudo de todo sin querer nada (...) Y cuando viniere a quedar resuelto en nada, que será la suma humildad, quedará hecha la unión espiritual entre el alma y Dios, que es el mayor y más alto estado a que en esta vida se puede llegar. No consiste, pues, en recreaciones y gustos y sentimientos espirituales, sino en una muerte de cruz sensitiva y espiritual, esto es, interior y exterior"[].

"La Sabiduría eterna quiere que su Cruz sea la insignia, el distintivo y arma de todos sus elegidos. En efecto, no reconoce como hijo a quien no posea esta insignia, ni como discípulo sino a quien la lleve en la frente sin avergonzarse, en el corazón sin protestar y sobre los hombros sin arrastrarla o rechazarla"[].

"No es posible separar el amor del dolor ni el dolor del amor; por esto, el alma enamorada se alegra en sus dolores y se regocija en su amor doliente"[].

"Le decía yo a Jesús que lo quería amar muchísimo, pero que tengo el corazón pequeño y no lo sé hacer. Jesús, entonces, se me mostró cubierto de llagas, y me dijo: ‘Hija mía, mírame y aprende cómo se ama: ¿no sabes que a mí me ha matado el amor? Mira estas llagas, esta sangre, estos cardenales, esta cruz, todo es obra del amor. Mírame, hija mía, y aprende cómo se ama’. Yo le respondí: ‘Pero, Jesús mío, entonces, si yo sufro, es señal que te amo’. Jesús me contestó que la señal más clara que puede ofrecer a un alma predilecta suya, es el sufrimiento y hacerla caminar por la vía del Calvario. ‘La cruz -decía Jesús- es la escalera del paraíso y el patrimonio de todos los elegidos, en esta vida. ¿Te desagradaría -me dijo Jesús- que yo te diese a beber mi cáliz hasta la última gota? (...) Le respondí: ‘Jesús, hágase tu Santísima Voluntad’"[].

"Me has preguntado si tengo cruz. Y te he respondido que sí, que nosotros siempre tenemos Cruz. -Pero una Cruz gloriosa, sello divino, garantía de la autenticidad de ser hijos de Dios. Por eso, siempre caminamos felices con la Cruz"[].

"Tú has hecho, Señor, que yo entendiera que tener la Cruz es encontrar la felicidad, la alegría. Y la razón -lo veo con más claridad que nunca- es ésta: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo, y por eso, ser hijo de Dios"[].

"La naturaleza humana que Él asumió le dio la posibilidad de padecer y morir; la naturaleza divina que Él poseía desde toda la eternidad le dio a su pasión y muerte un valor infinito y una fuerza redentora. La pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo se continúan en su cuerpo místico y en cada uno de sus miembros. Todo hombre tiene que padecer y morir, pero si él es un miembro vivo del cuerpo místico de Cristo, entonces su sufrimiento y su muerte reciben una fuerza redentora en virtud de la divinidad de la Cabeza. Esa es la razón objetiva de por qué los santos anhelaban el sufrimiento. No se trata de un gusto patológico por el sufrimiento. A los ojos de la razón natural puede parecer esto una perversión, pero a la luz del misterio de la salvación es lo más razonable"[].

8. Mística y Contemplación

En un sentido estricto y preciso de los términos, mística y contemplación no son exactamente equivalentes e intercambiables; pero muchos autores clásicos los han usado, cuando menos, íntimamente unidos, y se complementan muy bien para expresar con mayor riqueza y profundidad el importante y decisivo aspecto de la santidad y la vida espiritual cristiana al que aquí queremos hacer referencia.

Estamos, por lo demás, ante uno de los temas más delicados y difíciles de la Teología Espiritual, pero, quizá precisamente por ello, de los más apasionantes y atractivos para la reflexión teológica. Lo que ahora quiero sobre todo subrayar, en coherencia con el resto del artículo, es la conveniencia de iluminar decididamente todo el estudio y la exposición de la vida espiritual con la luz de la contemplación, y encenderlo con el fuego de la mística.

Esto me parece imprescindible para mantener, precisamente, la tensión hacia la santidad de la que ya hemos hablado, para no vaciar de contenido dicha santidad y para mostrar con propiedad toda la riqueza que poseen, no sólo la meta a la que aspiramos, sino todos y cada uno de los pasos del camino espiritual que recorremos: que puede y debe recorrer cualquier cristiano.

Porque la dimensión mística y contemplativa de la vida cristiana -al menos en su sentido más amplio de don divino misterioso, inmerecido e inefable, que nos adentra en su intimidad, que ilumina la inteligencia e inflama la voluntad- está presente ya en el mismo Bautismo y en los demás Sacramentos, en los momentos de conversión personal, en las diversas llamadas divinas, en las decisiones de mayor entrega, etc.; y acompaña todo el itinerario espiritual. No es algo exclusivo de los últimos estadios de la santidad, algo propio sólo de las almas más santas; aunque sí es verdad que brota y domina con particularísima fuerza en esos momentos, y que, por ello, ayuda poderosamente a caracterizar las grandezas y maravillas de la verdadera santidad.

Más todavía, no sólo es difícil -más aún, imposible- entender el verdadero concepto de santidad cristiana sin adentrarse en el de mística, sino que, coherentemente con lo que estamos diciendo a lo largo de todas estas páginas: sin la riqueza y hondura propia del amor y el abandono místico, no se comprende ni se alcanza el verdadero sentido del amor ni de la humildad; la oración sin contemplación se desvirtúa y pierde su verdadero fin y sus mayores alicientes; la ascética y la cruz sin mística se vuelven meras prácticas duras, amargas y masoquistas; etc.

Por otra parte, la mística y la contemplación son, a mi entender, las realidades de la vida espiritual que más nos ayudan a enlazar -en la medida en que esto es posible antes de dar el "gran salto"- la gracia con la gloria, la santidad en la tierra con la santidad en el cielo, la fe con la visión, la esperanza con la posesión, la intimidad de amor con Dios en este mundo, maravillosa pero aún incompleta e imperfecta, con la plenitud de amor insospechable e inimaginable de la otra vida, de la definitiva; y al darnos a gustar un poquito al menos de esa felicidad infinita que nos espera en el Cielo, estos maravillosos dones divinos nos espolean más en nuestro camino de santidad y nos ayudan a recorrerlo con más ilusión, garbo y alegría.

"El progreso espiritual tiende a la unión cada vez más íntima con Cristo mediante los sacramentos -‘los santos misterios’- y, en Él, en el misterio de la Santísima Trinidad. Dios nos llama a todos a esta unión íntima con Él, aunque las gracias especiales o los signos extraordinarios de esta vida mística sean concedidos solamente a algunos para manifestar así el don gratuito hecho a todos"[].

"Abandona los sentidos y las operaciones intelectuales, todos los sensibles y los inteligibles, todo lo que no es y lo que es, y en la medida de lo posible, por vía de negación, extiéndete hacia la unión con aquel que está por encima de toda substancia y todo conocimiento. Con la absoluta y libre salida de ti mismo y de todas las cosas, habiéndolo dejado todo y habiéndote desvinculado de todo, serás elevado al rayo sobrenatural de la tiniebla divina"[].

"Fija tu mente en el espejo de la eternidad, fija tu alma en el esplendor de la gloria (cf. Heb 1, 3), fija tu corazón en la figura de la divina sustancia (cf. Heb 1, 3), y transfórmate toda entera, por la contemplación, en imagen de su divinidad (cf. 2 Cor 3, 18), para que también tú sientas lo que sienten los amigos cuando gustan la dulzura escondida (cf. Sal 30, 20) que el mismo Dios ha reservado desde el principio para quienes lo aman (cf. 1 Cor 2 ,9)"[].

"Y en este tránsito, si es perfecto, es necesario que se dejen todas las operaciones intelectuales, y que el ápice del afecto se traslade todo a Dios y todo se transforme en Dios. Y esta es experiencia mística y secretísima, que ‘nadie la conoce, sino quien la recibe’ (Apc 2, 17), ni nadie la recibe, sino quien la desea; ni nadie la desea, sino aquel a quien el fuego del Espíritu Santo lo inflama hasta la médula. Por eso dice el Apóstol que esta mística sabiduría la reveló el Espíritu Santo (cf. 1 Cor 2, 10 s).

Y así, no pudiendo nada la naturaleza y poco la industria, ha de darse poco a la inquisición y mucho a la unción; poco a la lengua y muchísimo a la alegría interior; poco a la palabra y a los escritos, y todo al don de Dios, que es el Espíritu Santo; poco o nada a la criatura y todo a la esencia creadora, esto es, al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo (...)

Y si tratas de averiguar cómo sean estas cosas, pregúntalo a la gracia, pero no a la doctrina; al deseo, pero no al entendimiento; al gemido de la oración, pero no al estudio de la lección; al esposo, pero no al maestro; a la tiniebla, pero no a la claridad; a Dios, pero no al hombre; no a la luz, sino al fuego, que inflama totalmente y traslada a Dios con excesivas unciones y ardentísimos afectos"[].

"Tú, Trinidad eterna, eres un mar profundo, donde cuanto más me sumerjo, más encuentro, y cuanto más encuentro, más te busco. Eres insaciable, pues llenándose el alma en tu abismo, no se sacia, porque siempre queda hambre de ti, Trinidad eterna, deseando verte con luz en tu luz"[].

"Quiere ya nuestro buen Dios quitarla las escamas de los ojos, y que vea y entienda algo de la merced que le hace, aunque es por una manera extraña; y metida en aquella morada, por visión intelectual, por cierta manera de representación de la verdad, se le muestra la Santísima Trinidad, todas tres Personas, con una inflamación que primero viene a su espíritu a manera de una nube de grandísima claridad, y estas Personas distintas, y por una noticia admirable que se da al alma, entiende con grandísima verdad ser todas tres Personas una sustancia y un poder y un saber y un solo Dios; de manera que lo que tenemos por fe, allí lo entiende el alma, podemos decir, por vista, aunque no es vista con los ojos del cuerpo ni del alma, porque no es visión imaginaria.

Aquí se le comunican todas tres Personas, y la hablan, y la dan a entender aquellas palabras que dice el Evangelio que dijo el Señor: que vendría Él y el Padre y el Espíritu Santo a morar con el alma que le ama y guarda sus mandamientos. ¡Oh, válgame Dios! ¡Cuán diferente cosa es oír estas palabras y creerlas, a entender por esta manera cuán verdaderas son! Y cada día se espanta más esta alma, porque nunca más le parece se fueron de con ella, sino que notoriamente ve, de la manera que queda dicho, que están en lo interior de su alma, en lo muy muy interior; en una cosa muy honda, que no sabe decir cómo es, porque no tiene letras, siente en sí esta divina compañía"[].

"Esta noche oscura es la contemplación en que el alma desea ver estas cosas. Llámala ‘noche’, porque la contemplación es oscura; que por eso la llaman por otro nombre ‘mística Teología’, que quiere decir sabiduría de Dios secreta o escondida, en la cual, sin ruido de palabras y sin ayuda de algún sentido corporal ni espiritual, como en silencio y quietud, a oscuras de todo lo sensitivo y natural, enseña Dios ocultísima y secretísimamente al alma sin ella saber cómo; lo cual algunos espirituales llaman ‘entender no entendiendo’, porque esto no se hace en el entendimiento que llaman los filósofos activo, cuya obra es en las formas y fantasías y aprehensiones de las potencias corporales, mas hácese en el entendimiento en cuanto posible y pasivo, el cual, sin recibir las tales formas, etc., sólo pasivamente recibe inteligencia sustancial desnuda de imagen, la cual le es dada sin ninguna obra ni oficio suyo activo"[].

"‘Allí me enseñó ciencia muy sabrosa’: La ciencia sabrosa que dice aquí que le enseñó, es la Teología mística, que es ciencia secreta de Dios, que llaman los espirituales contemplación; la cual es muy sabrosa, porque es ciencia por amor, el cual es el maestro della y el que todo lo hace sabroso. Y, por cuanto Dios le comunica esta ciencia e inteligencia en el amor con que se comunica al alma, esle sabrosa para el entendimiento, pues es ciencia, que pertenece a él; y esle también sabrosa a la voluntad, pues es en amor, el cual pertenece a la voluntad"[].

"Él, que en los días de su vida mortal exclamó en un transporte de alegría: ‘Te doy gracias, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a la gente sencilla’ (Lc 10, 21), quería hacer resplandecer en mí su misericordia. Porque yo era débil y pequeña, se abajaba hasta mí y me instruía en secreto en las cosas de su amor. Si los sabios que se pasan la vida estudiando hubiesen venido a preguntarme, se hubieran quedado asombrados al ver a una niña de catorce años comprender los secretos de la perfección, unos secretos que toda su ciencia no puede descubrirles a ellos porque para poseerlos es necesario ser pobres de espíritu…"[].

"Primero una jaculatoria, y luego otra, y otra..., hasta que parece insuficiente ese fervor, porque las palabras resultan pobres...: y se deja paso a la intimidad divina, en un mirar a Dios sin descanso y sin cansancio. Vivimos entonces como cautivos, como prisioneros. Mientras realizamos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de nuestro oficio, el alma ansía escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán. Se comienza a amar a Jesús, de forma más eficaz, con un dulce sobresalto (…)

El corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas. De algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida sobrenatural, como los de una criaturica que va abriendo los ojos a la existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador, que se nos entrega sin merecerlo: ¡los dones y las virtudes sobrenaturales!

Hemos corrido ‘como el ciervo, que ansía las fuentes de las aguas’ (Sal 41, 2); con sed, rota la boca, con sequedad. Queremos beber en ese manantial de agua viva. Sin rarezas, a lo largo del día nos movemos en ese abundante y claro venero de frescas linfas que saltan hasta la vida eterna (Cfr. Jn 4, 14). Sobran las palabras, porque la lengua no logra expresarse; ya el entendimiento se aquieta. No se discurre, ¡se mira! Y el alma rompe otra vez a cantar con cantar nuevo, porque se siente y se sabe también mirada amorosamente por Dios, a todas horas"[].

Notas

[] Es muy habitual en la tradición espiritual cristiana usar el término "alma" como equivalente a toda la persona humana, buscando subrayar, justamente, el carácter profundamente íntimo y abarcante de la relación con Dios, y no debido a un dualismo que desprecie el valor de lo corporal en la santificación humana; aunque no han faltado tendencias equivocadas en este sentido a lo largo de la historia.

[] Nos llevaría demasiado lejos entrar ahora en el sentido teológico -sin duda diverso- de cada una de estas expresiones -todas ellas clásicas en la literatura espiritual cristiana-, y, en particular, de las palabras "esposo" o "amante", que son las que pueden plantear más problemas o recelos en algunos. Baste recordar aquí, al menos, que el Cantar de los Cantares, con su lenguaje esponsal, ha sido tradicionalmente una de las fuentes principales de inspiración de los autores espirituales de todas las épocas y de muy diversas sensibilidades; y que el amor humano entre hombre y mujer es una de las más maravillosas huellas del amor divino y, por tanto, camino más que adecuado para expresar las relaciones espirituales más íntimas entre el alma y Dios, como han hecho tantos santos.

[] San Agustín de Hipona, Comentario a la Primera Epístola de San Juan, 7.

[] San Agustín de Hipona, Sermones, n. 142.

[] San Bernardo de Claraval, Sermones sobre el Cantar de los Cantares, 83, 2-3.

[] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, q. 24, a. 7.

[] San Juan de la Cruz, Llama de amor viva, 3, 82.

[] Santa Catalina de Siena, Diálogo de la Divina Providencia, n. 13.

[] Santa Catalina de Siena, Diálogo de la Divina Providencia, n. 25.

[] Santa Teresa de Jesús, Vida, c. 18, 3.

[] San Juan de la Cruz, Cántico espiritual B, 27, 1.

[] Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscritos autobiográficos, Ms. B, 5 vº.

[] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Camino, n. 425.

[] San Clemente Romano, Epístola a los corintios, 16.

[] San Agustín de Hipona, Cartas, n. 118.

[] Fray Luis de Granada, Memorial de la vida cristiana II, V.

[] Santa Catalina de Siena, Diálogo de la Divina Providencia, n. 134.

[] Santa Teresa de Jesús, Moradas VI, c. 10, 7.

[] Santa Teresa de los Andes, Diario, n. 29

[] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Camino, n. 599.

[] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Surco, n. 273.

[] San Cipriano, De Oratione Dominica, 23: PL 4, 553; cf. Lumen gentium, n. 4.

[] Conc. Ecum. Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 40.

[] Juan Pablo II, Novo millennio ineunte, nn. 30-31.

[] Por otra parte, el mismo Catecismo de la Iglesia Católica ofrece un excelente exquema y desarrollo de contenidos para una profunda exposición teológica sobre la oración cristiana.

[] San Juan Crisóstomo, Comentarios al Génesis, 30, 5.

[] San Agustín de Hipona, Ennarrationes in Psalmos, 85, 7.

[] San Juan Clímaco, La Escalera del Paraíso, PG 88, 1129.

[] San Juan Damasceno, Sobre la oración, PG 94, 1089.

[] Santa Catalina de Siena, Diálogo de la Divina Providencia, n. 66.

[] Santa Teresa de Jesús, Vida 8, 5.

[] San Francisco de Sales, Tratado del Amor de Dios, VI, c. 1.

[] Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscritos autobiográficos, Ms C, 25 rº.

[] Santa Genoveva Torres Morales, Cartas, n. 452.

[] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Camino, n. 91.

[] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2560.

[] San Gregorio de Nisa, La vida de Moisés, I, 5.

[] San Agustín de Hipona, Sermones, n. 169, 18.

[] Santa Teresa de Jesús, Camino de perfección, c. 35, 1-2.

[] San Juan de la Cruz, Cántico espiritual B, canción 3, 1.

[] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, n. 77.

[] San Ignacio de Antioquía, Epístola a los Romanos, 4-7.

[] Santa Clara de Asís, Carta 2 a Santa Inés de Praga.

[] Santa Catalina de Siena, Cartas, n. 333.

[] Imitación de Cristo, II, 12, 2.

[] San Juan de la Cruz, Subida del Monte Carmelo, II, c. 6.

[] San Luis María Grignion de Montfort, El amor de la Sabiduría eterna, n. 173.

[] San Pablo de la Cruz, Cartas, n. 1.

[] Santa Gema Galgani, Cartas a Mons. Volpi, n. 13.

[] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Surco, n. 70.

[] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Meditación, 29-IV-1963: Registro Histórico del Fundador, n. 20119, p. 13, citado por Mons. Alvaro del Portillo en VV.AA., Santidad y mundo. Estudios en torno a las enseñanzas del beato Josemaría Escrivá, Pamplona 1996, p. 286.

[] Santa Edith Stein, El misterio de la Nochebuena, conferencia pronunciada en 1930, recogida en Los caminos del silencio interior, pp. 54-55.

[] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2014.

[] Dionisio Areopagita, Teología mística, 1.

[] Santa Clara de Asís, Carta 3 a Santa Inés de Praga.

[] San Buenaventura, Itinerarium mentis in Deum, VII.

[] Santa Catalina de Siena, Diálogo de la Divina Providencia, n. 167.

[] Santa Teresa de Jesús, Moradas VII, c. 1, 6-7.

[] San Juan de la Cruz, Cántico espiritual B, canción 39, 12.

[] San Juan de la Cruz, Cántico espiritual B, canción 27, 5.

[] Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscritos autobiográficos, Ms. A, 49 rº.

[] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Amigos de Dios, nn. 296, 306-307.