La mujer en la Iglesia Católica


Antoni Carol i Hostench


Por la ya mencionada concomitancia entre los ámbitos teológico y cultural, es comprensible que la mayor presencia social de las mujeres tenga su repercusión también a nivel de comunidad eclesial. Y esto no a modo de "mal menor", sino que resulta muy enriquecedor el hecho de que la mujer tenga conciencia de estar llamada a un papel más activo en la vida de la Iglesia. En realidad, así fue en los comienzos de la era cristiana.

Pablo VI, adelantándose al debate actual, encargó a la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe (en adelante SGDF) un estudio al respecto. He aquí algunas de sus palabras: "Como en nuestros tiempos participan las mujeres cada vez más activamente en toda la vida social, es de gran importancia su mayor participación también en los campos del apostolado de la Iglesia" (CONCILIO VATICANO II, Decreto Apostolica actuositatem, 9). Esta consigna del Concilio Vaticano II ha dado origen a una evolución que está en marcha (...). Son ya muy numerosas las comunidades cristianas que se están beneficiando del compromiso apostólico de las mujeres. Algunas de estas mujeres son llamadas a participar en los organismos de reflexión pastoral, tanto a nivel diocesano como parroquial; la misma Sede Apostólica ha dado entrada a mujeres en algunos de sus organismos de trabajo" (SCDF, Declaración sobre la admisión de la mujer a los ministerios, 15.X.1976, Introducción).

La participación más activa de las mujeres en la vida eclesial no es un eufemismo, ni una concesión caritativa para con ellas: es una necesidad vital. Por lo pronto, hay sectores sociales que sólo podrán ser recristianizados (recuperados para Cristo) con la intervención de la mujer. Incluso, el mismo quehacer teológico necesita la aportación del punto de vista femenino: cada vez son más las mujeres que, con la debida preparación, están trabajando muy eficazmente en la reflexión teológica.

Conste, por lo demás, que la promoción social de la mujer es algo que se debe especialmente al cristianismo. En esto, e interesa mucho subrayarlo, Cristo jugó un papel auténticamente revolucionario en los años de su vida terrena. "Él -en efecto-, superando las normas vigentes en la cultura de su tiempo, tuvo en relación con las mujeres una actitud de apertura, de respeto, de acogida y de ternura" (JUAN PABLO II, Carta a las mujeres, 3). Basta pensar, por ejemplo, en el pasaje de la mujer adúltera sorprendida por los judíos y presentada ante Jesucristo para que Él ratificara la sentencia de lapidación (cf. Jn 8, 3-11). También acoge con profundo y sereno cariño a la Magdalena (cf. Lc 7, 36-50); a ella misma -como primicia- se le revela Cristo resucitado (cf. Jn 20, 11-18); se entretiene con la Samaritana en el pozo de Sicar (cf. Jn 4, 1-45), etc.

Así, "Jesucristo no llamó ninguna mujer a formar parte de los Doce. Al actuar así, no lo hizo para acomodarse a las costumbres de su tiempo, ya que su actitud respecto a las mujeres contrasta singularmente con la de su ambiente y marca una ruptura voluntaria y valiente (...)". Jesús no duda en alejarse de la ley de Moisés para afirmar la igualdad en los derechos y en los deberes, por parte del hombre y de la mujer, en lo que se refiere a los vínculos del matrimonio.

Durante su ministerio itinerante, Jesús se hace acompañar no sólo por los Doce, sino también por un grupo de mujeres: "María la Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, intendente de Herodes; Susana y otras muchas que le ayudaron con sus bienes" (Lc 8, 2-3). Al contrario de la mentalidad judía, que no concedía gran valor al testimonio de las mujeres, como lo demuestra el derecho judío, son éstas las primeras en tener el privilegio de ver a Cristo resucitado y son ellas las encargadas por Jesús de llevar el primer mensaje pascual, incluso a los Once, para prepararlos a ser "testigos oficiales de la resurrección" (SCDF, Declaración sobre la admisión de la mujer a los ministerios, II).

El vivísimo diálogo que en nuestros días se está manteniendo en torno al sacerdocio de la mujer es la ocasión ideal para que comprendamos que todos, hombres y mujeres, tenemos sacerdocio común (también llamado bautismal) que nos habilita para participar en el culto sagrado de la Iglesia y para edificar "la Ciudad de Dios". Sería una lástima no captar el ilimitado valor vocacional que esto supone para nuestras vidas y, en cambio, malgastar tiempo y energías exigiendo explicaciones a la Iglesia por la presunta discriminación que supondría el hecho de no recibir a las bautizadas que lo desearan al ministerio sacerdotal.

Por otra parte, dando por aceptado el hecho de que Dios ha querido expresamente entre varón y hembra una constitución diversa -pero complementaria-, tanto en lo físico como en lo psíquico, la mujer no debe sentirse desconsiderada al no poder gozar de la llamada a las órdenes sagradas, como tampoco el varón debe sentirse desplazado por el hecho de serle negada la grandeza de la maternidad. Ambos impedimentos tienen su raíz precisamente en la diversidad de constitución física, que nos orienta hacia una diversidad funcional en igualdad de dignidad: desde luego, en el caso de la maternidad, nadie tiene dudas al respecto y, en lo que a las órdenes sagradas concierne, la voluntad de Cristo ha sido clara, aunque no arbitraria, pues existe un motivo de conveniencia litúrgico-sacramental muy importante, asunto al que le dedicamos el próximo capítulo de esta serie de artículos.

Un párrafo de la Carta a las mujeres servirá -a la vez- de brillante colofón de este apartado y de introducción del siguiente: "Si Cristo -con una elección libre y soberana- ha confiado solamente a los varones la tarea de ser 'icono' de su rostro de 'pastor' y de 'esposo' de la Iglesia a través del ejercicio del sacerdocio ministerial, esto no quita nada al papel de la mujer, así como al de los demás miembros de la Iglesia que no han recibido el orden sagrado. Por lo demás, todos somos igualmente dotados de la dignidad propia del 'sacerdocio común', fundamentado en el Bautismo. En efecto, estas distinciones de papel no deben interpretarse a la luz de los cánones de funcionamiento propios de las sociedades humanas, sino con los criterios específicos de la economía sacramental, o sea, la economía de 'signos' elegidos libremente por Dios para hacerse presente en medio de los hombres" " (JUAN PABLO II, Carta a las mujeres, 11).