FAMILIA
En el origen del apego está el miedo
Por Yusi Cervantes Leyzaola
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En el origen del apego está el miedo, y el miedo, además, alimenta y hace permanecer al apego.

El miedo es una emoción necesaria. Nos permite darnos cuenta de que existen los peligros y defendernos de ellos. Podemos huir o luchar, pero con frecuencia el miedo nos paraliza. Como seres racionales que somos, también podemos experimentar un miedo anticipado, prevenir el peligro y protegernos de él. Cuando los mecanismos del miedo están alterados, podemos sentir un miedo desproporcionadamente grande respecto al peligro real; o, por el contrario, no sentirlo en absoluto y volvernos temerarios. Un conductor que maneja un automóvil en una autopista tranquila a no más de 110 Km. por hora y se siente asustado por ello, probablemente está sintiendo un miedo excesivo; pero ese otro que va a 180 Km. por hora, y se siente muy tranquilo, no está experimentando el miedo necesario para proteger su vida y la de las personas con quienes se cruza en el camino.

El miedo más grande, me parece, es el de no ser amado. Se trata, en su origen, de un asunto de vida o muerte, y así es como puede quedar en nuestra fantasía inconsciente. ¿Cómo surge este miedo? Un bebé, cuando nace, necesita ser amado. Depende por completo de sus padres. El tener su amor es un asunto de vida o muerte, porque si no lo tuviera en lo absoluto, literalmente, moriría. De modo que cualquier amenaza de no tener ese amor le provoca un miedo profundo. El niño necesita ser amado, de modo que decide que tiene que hacer algo para lograr ese amor. Desde esa corta edad llega a la creencia equivocada de que el amor hay que merecerlo y de que es necesario portarse bien, ser niño bueno para obtener la atención y la aprobación de los padres. Este es el campo propicio para que se desarrollen los apegos no sanos.

Es necesario que los niños están apegados a sus padres, es parte de su proceso de crecimiento. Un apego no sano, por el contrario, es el de una persona adulta que ha sido incapaz de desarrollar plenamente su individuación y crea dependencias emocionales respecto a otras personas, objetos o circunstancias.

En un proceso normal, o más bien, ideal de crecimiento, el bebé nace, y lee en la mirada de los padres que es bienvenido, que su presencia en el mundo les provoca una gran dicha, que lo consideran un regalo, un don del cielo. El bebé se siente seguro. El mundo es buen lugar para vivir. Él es una persona adecuada, tiene derecho a estar aquí. Si el bebé entra, tal vez en brazos de su madre, en una habitación donde se encuentran familiares y amigos, la habitación se ilumina, hay sonrisas, alguien se levanta y acaricia al bebé, le hace gracias... ¿Qué hizo el bebé para lograr esto, para merecer estas muestras de alegría y cariño? Nada, sencillamente existir. Para cuando el niño cumple dos años está tan seguro de que es amado y de que el mundo es un lugar seguro para vivir, que puede arriesgarse a ser cada vez más autónomo. Puede pararse frente a un hombre cinco veces más grande que él, y de quien depende para vivir, y con todo, decirle: «¡no quiero!», puede hacer un berrinche fenomenal y sabe que los padres siguen ahí, con su amor inalterable. A los cinco años puede explorar y experimentar; sus padres son respetuosos de su creciente ejercicio de la libertad, y el niño se siente seguro y protegido por los límites que ellos le marcan. En la edad escolar el niño descubre, día con día, sus capacidades y talentos, desarrolla su responsabilidad y continúa en su camino hacia la independencia. Sabe que sus padres se alegrarán con él por sus logros, y que lo apoyarán a superar sus fracasos, pero que el amor y la aprobación de sus padres no depende de sus calificaciones, de sus logros, ni de su conducta en general. En la etapa de la adolescencia el chico debe cuestionar las ideas, los valores y las normas de sus padres para luego formar sus propias ideas, valores y normas. Si hasta este momento ha sido guiado, respetado y amado, este momento crítico en la vida de todo ser humano será superado con éxito, con un mínimo de malestar en la familia. Para cuando esta persona llega a la edad adulta, es un ser humano independiente, libre, seguro de sí mismo, con un firme amor por sí mismo y capaz de amar en forma auténtica y sin apego. Ya no necesita apegarse a sus padres, ni a ninguna otra persona. No depende de la aprobación, de la atención o de la presencia de otras personas para ser feliz.

Este desarrollo ideal, sin embargo, rara vez ocurre en forma perfecta. La inmensa mayoría de los seres humanos encontramos dificultades en este proceso. Puede ser desde que el bebé no haya sido deseado, que la noticia de su existencia haya sido mal recibida, que durante la gestación la madre se haya sentido angustiada o deprimida. Puede ser que al nacer el bebé en la mirada de los padres haya leído «Esta es demasiada responsabilidad para mí» «Eres una carga», «No eres bienvenido». Puede ser porque los padres eran demasiado jóvenes, o tenían conflictos, o la madre estaba enferma, no importa, el mensaje es el mismo. En la mente del bebé se va formando la idea de «no merezco ser amado», «necesito luchar por ganar la atención». Después pueden venir un sin fin de errores y de mensajes equivocados. Por ejemplo, el de una educación autoritaria, que no permite al niño desarrollar su independencia; la violencia, mental, emocional o física, que lastima gravemente la seguridad del niño; la sobreprotección, que es una forma de manifestarle al niño que no sirve; y especialmente, toda forma de amor condicionado: si te portas bien y haces lo que quiero, te quiero mucho. ¿Y si no…?

La persona que no recibió amor incondicional, perdió su centro. Vive para complacer a otros, con tal de obtener su atención, su afecto, su aprobación, que no un verdadero amor. No logró su independencia ni su individuación, siente que necesita de los demás para ser feliz, y se apega a ellos como cuando era bebé, con un sentimiento, probablemente inconsciente pero igualmente fuerte, de que el ser aprobado y aceptado es un asunto de vida o muerte. Esta dependencia puede trasladarse al trabajo, al éxito, al prestigio, al poder, a los bienes materiales… pero en el fondo sigue siendo el mismo asunto: el miedo a no ser aceptado.

Vivir sin apego significa amar desde la libertad, no desde el miedo. Yo te amo porque lo decido, porque me da la gana, porque para mí es un inmenso placer amarte... y si me correspondes, el gozo es inmenso; pero si no, de todos modos estoy bien, y disfruto de tu presencia cuando es posible.

Vivir con apego significa amar, o pretender amar, desde el miedo. Tengo miedo de amarte, de que me lastimes, sin ti no puedo vivir, no puedo respirar, te necesito... ¡Qué horror!

Vivir sin apego es conservar el poder sobre mí mismo. Vivir con apego es otorgar el poder sobre mí mismo a otras personas, a las cosas o a las circunstancias.

Es difícil soltar a las personas que amamos. Estamos llenos de mensajes equivocados. El miedo nos paraliza. Escuchamos, e incluso lo creemos, que podemos ser libres interiormente, que podemos ser felices aun si las personas de quienes estamos apegados no nos amaran. Que podemos ser felices aun en el utópico caso de que ningún ser humano nos amara. Pero no lo hemos experimentado. Sería como dar un salto al vacío. Para lograrlo, no podemos sentarnos a esperar a que pase el miedo, podríamos quedarnos sentados toda la vida. El miedo no va a desaparecer tampoco a base de reflexión y de argumentos lógicos. No. Las cosas en las que creemos hay que hacerlas pese al miedo, con todo y miedo; ya desaparecerá éste al enfrentarse a la realidad. Si soltamos el apego, pese al miedo, descubriremos el gran gozo de permitirnos ser auténticamente nosotros mismos y de, por primera ver, amar verdaderamente.

(Participación en la mesa redonda sobre el miedo, del Seminario de Cultura Mexicana, corresponsalía Querétaro, febrero de 2004)