Javier Pikaza

MESÍAS JUDÍO, CRISTO UNIVERSAL (Mt 1-4)

LA FIGURA DE JESÚS ANTE EL TERCER MILENIO

Universidad Pontificia – Salamanca

 

El texto base de este trabajo, leído en la semana XXXIII de Estudios Trinitarios (octubre 1998), situaba la figura de Jesús en el contexto del diálogo inter-cultural e inter-religioso de este tiempo, comparando al Cristo de la Iglesia con las figuras salvadoras o iluminadoras de las grandes religiones del oriente. He pensado que aquella reflexión debe ser profundizada analizando de manera más concreta el evangelio. Por eso he decidido presentar para las Actas de aquella semana este nuevo texto, de carácter más bíblico-teológico, partiendo del evangelio de Mt, cuyos cuatro primeros capítulos he querido comentar en perspectiva de universalidad, en diálogo con las religiones y culturas de nuestro tiempo. He escogido este evangelio porque esos capítulos (1. Nacimiento mesiánico; 2. Apertura misionera; 3. Diálogo con Dios; 4. Riesgo diabólico) ofrecen uno de los esquemas cristológicos más fecundos de todos los tiempos.

Ofrezco mi reflexión siguiendo el mismo texto de Mt. No adelanto conclusiones, pues el texto de Mt sigue y yo me he detenido en Mt 4, pero pienso que he podido trazar un camino a partir del evangelio. Como he indicado ya, mi texto tiene cuatro partes, que corresponden a los cuatro primeros capítulos de Mt, con una breve introducción y una más breve nota conclusiva.

 

INTRODUCCIÓN

A principios de este siglo, reaccionando contra el dogmatismo antiguo de la tradición escolar, R. Bultmann afirmaba que los cristianos sólo podían descubrir o elaborar una cristología subjetiva, de tipo existencial, confesando los beneficios personales que Jesús les había ofrecido. Mediado el siglo, desarrolló O. Cullmann una cristología objetiva, pero de carácter funcional, no ontológico, interpretando a Jesús en claves de historia de la salvación. Casi a finales de siglo ha escrito J. Moingt un largo trabajo intentando recrear la tradición cristológica, pero en línea narrativa, no ontológica.

Esos autores han supuesto que el tiempo de la cristología ontológica ha pasado: los evangelios no han querido definir el ser de Cristo, sino su influjo en nuestras vidas (Bultmann), dentro de un proceso de historia de la salvación (Cullmann), que podemos narrar, no demostrar (Moingt). Sus trabajos nos siguen ayudando a comprender el NT. Pero pienso que ellos pueden y deben completarse en perspectiva de apertura universal del evangelio: Cristo aparece de nuevo como Alguien a quien debemos sentir y contar, más que demostrar; él forma parte de una historia que nosotros compartimos con los pueblos de la tierra.

Con cierta frecuencia hemos pensado que el proyecto y camino de Jesús puede ofrecerse de manera casi impositiva a los diversos pueblos de la tierra: tenemos la verdad universal, debemos lograr que los demás entiendan; sólo nuestra visión de la historia es salvadora, los demás deben aceptarla… Así hemos pensado muchas veces, desarrollando una especie de cristología colonialista, que se cree capacitada a expandir (casi a imponer) su valor sobre la tierra.

Queremos pasar de una cristología de la verdad ontológica y de la plenitud o imposición histórica, a una cristología dialogal y/o ecuménica, pero sin caer en la pura individualidad existencial (peligro de Bultmann), ni en el riesgo de la banalización (entender el evangelio como un pequeño relato intrascendente, junto a miles de otros simples y pequeños relatos). Este es, a mi juicio, el reto y novedad de la cristología: ella puede y debe elaborarse en forma misionera, pero no de adoctrinamiento o conquista religioso/cultural, sino de apertura dialogal y comunión con las restantes tradiciones sagradas de la humanidad.

No se trata de rechazar sin más la tradición onto-lógica, sino de acoger y expandir el más hondo logos del evangelio en diá-logo con las otras formas de cultura y vida de la tierra. La cristología aparece de esa forma como una parte integrante del diálogo humano. Los cristianos no han reflexionado sobre el Cristo por puro afán de pensamiento, sino por exigencia misionera: para ofrecer por él y en él, una palabra de discipulado (encuentro con Dios, encuentro humano) a todos los pueblos de la tierra, como pide Mt 28,16-20.

Para terminar su libro con ese mandato de envío y diálogo misionero universal, Mt recreó la tradición en momentos de ruptura y crisis como los actuales, re-interpretando la tradición de una iglesia judeo-cristiana que corría el riesgo de cerrarse en sí misma, encerrando a Jesús en la ley particular (¿ontológica?) de la propia nación sagrada. A fin de superar la crisis de particularismo nacional judío y actualizar la herencia de Jesús, en formas significativas, Mt tuvo que expandir el evangelio en clave misionera, como principio de salvación universal gratuita, no impositiva ni uniformadora.

También nosotros, cristianos occidentales, herederos de una tradición muy centrada en conceptos ontológicos e instituciones sacrales neonacionalistas, debemos entender y extender el evangelio en claves dialogales, para no acabar encerrados en nuestros discursos particulares de nacionalismo occidental o pequeño catolicismo. Ciertamente, nuestra apertura cristológica está condicionada por los signos de los tiempos, pero ella brota de la misma raíz del evangelio.

Para ser fiel al mensaje y vida de Jesús, superando el riesgo de un particularismo nacional judío, Mt elaboró una cristología que pudiera dialogar con todos los humanos. También nosotros queremos exponer el evangelio de tal forma que se abra a todas las culturas de la tierra, desde el mismo fondo humano de Dios, hecho evangelio (= Dios con nosotros, Cf. Mt 1,23), elaborando una cristología narrativa, misionera, eclesial.

Es narrativa más que argumentativa: no queremos demostrar dogmas o verdades, sino mostrar los elementos y valores del despliegue salvador de Jesús, desde el relato base de Mt.

Es misionera: ella nos abre a la riqueza de lo humano, como quiso en su tiempo Mt. No es cristología «sacral», sólo de buenos cumplidores, sino profana y dialogante, para todos los pueblos.

Es eclesial, arraigada en el camino creyente de la comunidad de discípulos de Jesús. Así podemos afirmar que ella forma parte del proyecto y misión de la Iglesia.

Mt ha escrito su evangelio al final de una larga disputa entre partidarios de una integración de la Iglesia dentro del judaísmo y partidarios de una apertura universal. Unos y otros tenían razones. Unos y otros expresaban elementos del auténtico evangelio. Pues bien, Mt ha valorado sus posturas, re-elaborando a partir de ellas la experiencia fundante de Jesús (cuya historia vuelve a contar), para mostrar que el mismo evangelio conduce a los creyentes a la montaña de la Pascua (Mt 28,16-20) donde se inicia el camino de apertura universal a la Iglesia.

Para trazar la historia de Jesús, desde el nacimiento (Mt 1,2) hasta la Pascua (Mt 28), Mt ha utilizado dos fuentes básicas: el relato de Mc (centrado en la historia mesiánica de Jesús, muerto y resucitado) y la colección de dichos (fuente Q), que recoge de manera memorable el mensaje de Jesús, actualizado, al parecer, por «cristianos» galileos. Por eso es un testigo de las tradiciones anteriores de la Iglesia. Pero, al mismo tiempo, como buen escriba de los tiempos mesiánicos (Mt 13,52), Mt ha querido recrearlas desde la perspectiva universal del servicio a los pobres (Mt 25,31-46), que vincula a todos los humanos en el Cristo.

Es evidente que Mt no ha resuelto todos los problemas que la tradición le planteaba. Es claro que no ha podido responder a todas las preguntas que la historia posterior puede plantearle. Pero ha ofrecido un camino ejemplar de cristología misionera, que nos permite dialogar con todos los humanos, en clave de acogida mutua y de búsqueda común, no impositiva. Su verdadero Cristo (que aparece como misionero universal en 28,16-20) no actúa en los grandes triunfadores del sistema, ni en las instituciones «verdaderas» y autosuficientes de la misma Iglesia sacramental, deseosa de mostrar su verdad entre los pueblos. Paradójicamente, el más hondo Cristo de Mt se revela en aquellos que no saber ni siquiera que son cristianos: en los hambrientos de paz, en los que vagan sin patria humana, en los expulsados de todos los sistemas (Mt 25, 31-46). Según eso, los misioneros de Jesús no van sin más llevando al Cristo (como portadores privilegiados de su verdad colonialista), sino que a encontrarle a lo largo y ancho de la tierra, en los creyentes de las otras religiones, en los sufrientes de todos los lugares, para dialogar con ellos, haciendo así un camino compartido.

Por todo eso, he querido volver a Mt, elaborando a partir de su texto un proyecto cristológico: quiero pasar del mesías judío (o del Cristo encerrado en una iglesia o institución particular de la cristiandad dominante) al mesías universal, capaz de abrir un camino de diálogo en el momento actual de la historia. Con la ayuda de Mt he trazado la figura de Cristo ante el tercer milenio. Por eso, he debido situarme en el lugar donde concluyen y se funden (sin mezclarse nunca del todo) el horizonte de Mt y nuestro propio horizonte cultural, a finales del s. XX. Casi dos milenios nos separan del tiempo en que Mt redactó su texto. Todo parece hoy distinto de aquello que había en su tiempo. Sin embargo, la preocupación de fondo es semejante: que se abra el evangelio como evangelio (buena nueva de comunión universal) y no como imposición de un grupo a todos los humanos.

Mt ha elaborado su texto partiendo de su propia fuente narrativa (Mt 1-2) y de los relatos anteriores de Mc y Q (Mt 3-4), para exponer de esa manera la raíz israelita y la apertura universal de Cristo. También nosotros partimos de textos anteriores, aceptando la base tradicional de la Iglesia (con sus leyes «ontológicas», en la línea del antiguo judeo-cristianismo), pero, al mismo tiempo, queremos recrear la apertura misionera del evangelio, que interpretamos como levadura y/o principio de diálogo salvador para el conjunto de la humanidad.

 

Cristo israelita, salvador universal (Mt 1,1-25)

Mt ha titulado su evangelio Libro del surgimiento de Jesús, el Cristo, Hijo de David, Hijo de Abraham (1,1). Ese título, que sólo se comprende desde la tradición bíblica, centrada en las promesas de Abraham y la realeza de David, nos obliga a situar el comienzo del camino en una tradición cultural y religiosa muy particular, en aquella que define a Jesús como Cristo israelita. Esa tradición, Mt asume para recrearla a lo largo de su texto, resultará en principio extraña a otras culturas religiosas, que no conocen la figura de un mesías. Por eso, ella debe ser asumida y elaborada de manera expresa: sólo cuando empezamos conociendo y aceptando el carácter particular (israelita) del símbolo mesías podemos universalizarlo después, abriéndolo al más amplio espacio de lo humano. Eso implica dos tareas:

Debemos recuperar la singularidad israelita. Al iniciar el camino en Abraham y David, Mt arraiga su cristología en un fondo semita, dentro de la tradición mesiánica de Israel. Ciertamente, Jesús acabará mostrándose como el Cristo de todas las naciones (de griegos y judíos, de hindúes y chinos); pero en su principio ha empezado siendo un israelita; su mesianismo está encarnado en el camino de la búsqueda humana y religiosa de los judíos. Por eso, toda cristología tiene que empezar encarnándose en Israel; las restantes formas de encarnación (helenista o china, latina o germana) serán posteriores. Jesús sólo ha podido convertirse en salvador de todas las naciones porque ha empezado siendo el mesías concreto de la nación israelita.

Debemos destacar la apertura universal. Siendo un judío ejemplar (fiel a las tradiciones de Israel), Jesús ha podido presentarse como signo y fuente de humanidad para todos los pueblos de la tierra. No ha sido un hombre en abstracto, sino un «mesías judío» (nacional) que ha realizado de tal forma el camino de lo humano que, al final de su trayecto ha podido ser interpretado como salvador universal. El comienzo particular (israelita) de Jesús recibe así un sentido nuevo, a través de un camino de ahondamiento y ampliación humana de tal forma que el mismo mesías judío ha enviado a sus discípulos a todas las naciones, para que extiendan su discipulado y ofrezcan su nuevo nacimiento (bautismo trinitario, no israelita) a la totalidad de los humanos (Mt 28,16-20).

Desde este fondo evocamos los elementos cristológicos fundamentales de Mt 1, comenzando por el libro familiar de Jesús, precisando después el sentido de su genealogía, para detenernos en la presencia del Espíritu en María y en la palabra del Ángel a José. Significativamente, la misma presencia del Espíritu en María (que es mujer como humanidad materna) hará que José supere el nivel de una Palabra intra-judía, poniéndose al servicio de la salvación universal. Leído de esta forma, el mismo libro del origen de Jesús, que empieza situándonos a nivel de judaísmo particular, se abre y nos abre al plano de la presencia de Dios en el conjunto de lo humano.

1. ¿Libro de familia de Jesús? (1,1)

Significativamente, Mt presenta su obra como Libro: documento del origen o Genealogía. En contra de lo que pudiéramos pensar, el Libro, entendido como garantía de firmeza de su mensaje no aparece al final, sino al principio del texto. Mt comienza su evangelio presentando el documento de familia, donde se constata el origen legítimo de Jesús, conforme a los principios de legalidad israelita.

Ciertamente, Mt conoce y emplea con toda precisión las Escrituras, pues ofrecen el testimonio básico o fuente que debe confirmarse en la historia de Jesús (Cf. 2,4; 4,2.6.7.10; 21,13; 26,24), conforme a un esquema que empleaba ya Mc 1,1-3. Pues bien, de manera significativa y única, en el principio de la vida de Jesús, Mt no apela a la Escritura en cuanto tal, sino a un documento de familia, que garantiza el valor legal judío del origen de Jesús.

Al final del camino (28,16-20), Jesús no necesita ningún libro: no le hace falta palabra escrita o documentación de tipo genealógico (como en Mt 1,1), ni profético o legal, como en otros casos. La Escritura y Ley se ha cumplido, al fin queda y vale el mensaje-vida de Jesús, abierto hacia todos los pueblos a través de la vida/enseñanza de los enviados mesiánicos.

La Iglesia posterior, al exigir de nuevo libros de genealogía (de pureza de sangre, de buena conducta) e incluso al canonizar el texto de Mt, convirtiéndolo de alguna forma en ley o norma de vida para los cristianos, vuelve al nivel de este comienzo, pero va en contra de lo que será (como iremos viendo) el mensaje más profundo del evangelio. Ciertamente, Mt ha comenzado con un documento genealógico sobre Jesús; pero, como pronto indicaremos, el mismo despliegue de la genealogía y el conjunto del texto de Mt supera ese nivel.

Mirado en su conjunto, Mt no es un documento jurídicamente valioso sobre Jesús; ni es un libro canónico donde se recopilan sus leyes, ni una norma de vida general que debe imponerse a todas las naciones, sino una narración donde se muestra que la vida y palabra de Jesús es principio de discipulado (de fraternidad) entre todas las naciones. Este documento de «buena familia» está al origen, no al centro ni final del evangelio.

2. Genealogía de Jesús

Conforme a la tradición israelita, la identidad personal de un hombre o mujer no se define en clave idealista (desde la pertenencia a la especie humana) o en línea existencial (por su conciencia particular como individuo), sino en perspectiva genealógica: Jesús es judío porque nace de una familia judía. Para mostrarlo, Mt ha recogido (y elaborado) esta tabla o libro de sus antepasados «israelitas» (1,2-17), organizándola sistemáticamente en tres conjuntos dobles de 14 generaciones.

Según la visión septenaria de la cronología judía, esto significa que se han cumplido ya seis septenarios o semanas de la humanidad. Con Jesús empieza la 7ª y última, el final o cumplimiento de la historia. De esa forma asume Mt la tradición israelita, empeñada en mantener la pureza de sangre como principio de genealogía nacional. Esa pureza define al pueblo de elegidos, herederos de Abraham, frente a las restantes naciones de la tierra. Jesús se ha «encarnado» según eso en la tradición del pueblo limpio, como buen judío entre buenos judíos.

El conjunto del evangelio de Mt destacará la crisis de esa visión de identidad nacional: Jesús rechazará el principio judío de separación de los limpios (fundada en la sangre familiar pura, en los buenos ritos de comida…) ofreciendo el Reino de Dios a los impuros y expulsados del pueblo. Pues bien, la genealogía de Jesús ha querido situarnos en el lugar paradójico donde, por un lado, la Iglesia admite el «buen origen» de Jesús (nacido de «limpia» familia judía), para superar, por otro, ese principio y norma de buen origen (Jesús nace también de mujeres que rompen la regla de pureza).

Jesús ha nacido por un lado de «buena» familia (en perspectiva israelita) naciendo, por otro, de la familia total de lo humano (en perspectiva de genealogía universal). De esa manera ha podido superar toda norma de limpia familia, de tal forma que el mandato misionera de 28,16-20 no distingue ya entre nacidos de buena y «mala» familia, ni encuentra ya separación entre los diversos pueblos de la tierra. Desde este fondo, el evangelio puede interpretarse como proceso de universalización mesiánica (o supra-mesiánica) de la identidad judía. Ahora se entienden ya los dos rasgos cristológicos más significativos de la genealogía:

Por un lado, Jesús nace del «mejor» judaísmo, de manera que puede llamarse Hijo de Abraham (1,1-2: heredero de las promesas patriarcales) e Hijo de David (1,1.6: portador de la esperanza mesiánica). Además, su nacimiento se encuentra vinculado al retorno de los exiliados de Babilonia (1,12), es decir, a la esperanza de restauración nacional del pueblo, que también ha destacado el mejor fariseísmo de su tiempo. Jesús asume de esta forma la perspectiva israelita más oficial de los varones, que aparecen como portadores de la acción positiva de Dios, en una línea genealógica bien codificada por la ley. Desde este fondo, podemos llamarle «mesías de Israel», con todos los honores que ese nombre implica. Pero, al mismo tiempo, como seguiremos viendo, su misma genealogía y mensaje (que culmina en la cruz) nos hace superar ese nivel: Jesús no se limita a ampliar el mesianismo judío a todas las naciones, sino que supera ese nivel de mesianismo.

Por otro lado, Jesús nace de cuatro mujeres que, en perspectiva judía, podemos llamar «irregulares»: Tamar, Rahab, Rut, la esposa de Urías (1,3-6). Este dato nos obligan a superar el principio de pureza nacional israelita: por medio de esas mujeres, Jesús se ha insertado en el ancho espacio de la historia universal de exclusión y sufrimiento humano, pues ellas han padecido como familiarmente rechazadas (Tamar), no integradas en el grupo dominante (Rahab), exiliadas (Rut) o adúlteras (mujer de Urías). Con su capacidad creadora o su opción a favor de la vida, más allá de sus diferencias nacionales, familiares o sociales, superando el nivel patriarcalista del «buen» Israel, estas mujeres han podido presentarse como verdadero espacio de surgimiento mesiánico universal. Por medio de ellas, Jesús empieza a presentarse desde ahora como mesías de todas las naciones (de la plenitud y reconciliación humana).

La historia de estas mujeres irregulares nos sitúa en el centro de la humanidad, en el ancho lugar de las situaciones «irregulares» de los diversos pueblos de la tierra, que un judaísmo nacional tendía a tomar como impuros o menos capacitados para recibir la elección de Dios. Por medio de ellas, Mt nos dice que el Espíritu de Dios actúa a través de caminos que, en perspectiva israelita, pueden parecer irregulares; los pueblos de la tierra aparecen así inscritos en el mesianismo de Jesús. Contra posibles purismos posteriores de una Iglesia o teología empeñadas en mantener la nueva identidad y pureza cristiana, éstas mujeres expresan la apertura universal del evangelio de Jesús, para todas las naciones.

De todas formas, la genealogía no resuelve por sí misma el problema de Jesús: ella no basta para ofrecernos una comprensión definitiva de su vida y obra. Mt ha introducido en este contexto la tradición más honda del surgimiento virginal que servirá precisamente para romper el esquema genealógico (nacional) del judaísmo, situándonos en el ancho espacio de la presencia y acción de Dios dentro de lo humano.

3. Concepción virginal, presencia del Espíritu (1,18-25)

Desde el fondo anterior se comprende la figura de María y la forma virginal en que ha venido a presentarse como madre de Jesús, llamado el Cristo (Cf. 1,16). El relato de la concepción y nacimiento de ese Cristo incluye aspectos de carácter teológico y antropológico, cristológico y sacral, que ahora no podemos estudiar con más detalle. Debemos, sin embargo, evocar desde el principio los tres más significativos, en perspectiva cristológica:

Nacimiento irregular de Jesús. En clave de ley, desde el punto de vista de José, que es hijo de David y portador de su promesa israelita, el surgimiento de Jesús resulta «contrario al orden patriarcal», situándose en las fronteras del mayor «pecado» posible, que es el adulterio o ruptura del orden familiar. El esposo/padre José, que quiere abandonar a María, dejándola a su suerte, con el hijo en las entrañas, es el signo del mejor judaísmo (nacionalismo o legalismo religioso de cualquier tipo), que es capaz de abandonar a los humanos necesitados por extraños, impuros, diferentes, no queriendo acogerlos con su vida.

Presencia superior de Dios. En contra de lo que podía esperar el judaísmo, Dios mismo se expresa y actúa en la mujer «irregular» María, fecundándola por medio de su Espíritu Santo, introduciendo así su gracia creadora dentro de la humanidad. Ciertamente, el buen judaísmo de José es signo y lugar de la acción de Dios; pero ese Dios actúa por ley, dentro de unos esquemas de nación sacral y familia ya fijada: la fidelidad a su acción y presencia se identifica con la obediencia a las estructuras de legalidad que defiende al propio grupo. Pues bien, el Dios de María supera los esquemas de esa legalidad y viene a mostrarse, de un modo inmediato, en el proceso de surgimiento mesiánico de Jesús, por medio del Espíritu Santo.

Universalidad humana. Está expresada por la acción de Dios, que actúa creadoramente, y por el gesto acogedor de María, que supera la ley de los varones. Allí donde parecía reinar el orden de los padres varones, según buena ley (patriarcalismo de José), emerge la más alta función de María, mujer y madre, que aparece como signo de presencia salvadora de Dios, en línea de gratuidad. Por ella vemos que lo que importa no es obedecer a teorías, no creer verdades generales, sino aceptar la vida que nace, desbordando los cauces que la ley quiere ponerle. Por eso, José (varón israelita) debe «convertirse», superando la ley de los varones, para aceptar la más alta acción y presencia creadora de Dios en María.

Los tres aspectos se encuentran vinculados: la presencia directa de Dios, expresada por la acción del Espíritu Santo en María, supera el nivel de paternidad humana (israelita, masculina) de José. Naciendo de María virgen, Jesús desborda el patriarcalismo legal en que se mueve la genealogía anterior de los varones, abriéndose a la universalidad de lo humano. Por eso, debemos afirmar que el origen de Jesús resulta legalmente irregular. Por medio de José, Jesús será asumido en la familia israelita, pero no por sangre, sino por obediencia a Dios y decisión creyente, en la línea de aquello que Pablo ha llamado la descendencia según la promesa, y no según la carne (Rom 9,8). Siendo judío (como muestra su genealogía anterior de varones y su misión dirigida al pueblo de la alianza: Cf. 1,21), Jesús viene a presentarse desde ahora como más que un simple judío, como nuevo ser humano.

Hemos dicho ya que, según la visión israelita, el origen conforma a una persona. Es lógico que Mt quiere expresar la novedad de Jesús presentando el sentido más profundo de su origen. Para ello ha proyectado sobre su concepción aquellos dos momentos que Pablo separaba en Rom 1,3-4 (Hijo de David según la carne, Hijo de Dios por la resurrección). Según Mt 1,18-25, Jesús nace al mismo tiempo como Hijo de David israelita (por José) e Hijo de Dios universal (por la acción del Espíritu en María). Desde ese fondo podemos evocar su genealogía completa, destacando tres momentos:

(i) María, su madre, estaba encinta por obra del Espíritu Santo (1,18). No se dice cómo ha sido, no tiene que decirse, aunque por todo el contexto sabemos que la acción maternal de Dios sobrepasa el nivel legal-patriarcal de los varones, para inscribirse en el plano más hondo de la maternidad humana, representada por María. Conforme a Lc 1,26-38, María dialoga con Dios, en palabra de fidelidad y colaboración personal. Mt ha preferido dejar la función de María en un rico silencio apofático. ¿Cómo explicar la acción de Dios en nuestra historia? ¿cómo decir lo que es más hondo que todas las palabras? En el origen de la vida hay un silencio superior, que no es ausencia de voz sino lugar donde toda voz se funda y recibe su sentido. Este es el nivel del mito, que ha de entenderse no como irracionalidad, sino como proto-racionalidad: origen y fuente de donde brotan todas las palabras. El ser humano no «inventa» su vida, ni logra encerrarla por leyes patriarcales, pues la fuente de la vida es el Espíritu de Dios, que se expresa ahora de forma ejemplar por medio de María.

(ii) Su padre humano (José, hijo de David: 1,20) ha de acoger ese misterio en fe, superando el patriarcalismo genealógico y convirtiéndose al Espíritu de Dios que actúa por María, pues el nacimiento y obra de Jesús desborda el nivel de esperanza nacional, apareciendo como misterio de fe, por encima de los datos legales y biológicos. La ley judía ha regulado de forma minuciosa (alguien diría obsesiva) la identidad patriarcal de los varones, que quieren asegurar con toda fuerza su poder (su propiedad) sobre los hijos, imponiendo así una serie de normas muy minuciosas sobre la sexualidad (sangre menstrual, pureza…) de las mujeres. José supera ese nivel, apareciendo así como creyente que acoge la obra de Dios y no como patriarca que define y regula con su acción la realidad (la vida humana). Entendido así, el relato de la concepción por el Espíritu nos sitúa ante el misterio de la creatividad supra/histórica e histórica de Dios, que, siendo fuente de vida primigenia/eterna se ha expresado, de forma ejemplar y para siempre, en el signo maternal de María, dentro de la historia.

(iii) Espíritu Santo. Por medio de la mujer/María y superando el nivel del patriarcalismo legal de José, viene a expresarse la creatividad del Espíritu de Dios (1,18.20), anticipando el despliegue posterior del evangelio: el bautismo en el Espíritu (3,17), el envío final en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu (28,16-20). Por nacer del Espíritu de Dios (no de la ley humana), Jesús será mesías universal. De esa forma, su misma biografía humana (nacimiento, decurso vital, muerte/Pascua) son signo y presencia del Espíritu divino, revelación humana de Dios sobre la tierra. Pues bien, el Espíritu no sustituye a María/madre, sino que actúa por ella. Tampoco niega o destruye la función de José, sino que le sitúa en el lugar de la palabra y receptividad creyente: debe acoger a María, aceptando a Jesús como hijo, dentro de la estructura de la ley israelita. José es por tanto el primer creyente explícito, el primero que acepta la presencia y acción del Espíritu de Dios, por medio de María.

4. Espíritu y Palabra, el nacimiento de Emmanuel (1,18-25)

Seguimos con el texto anterior, destacando las palabras de cita y cumplimiento (1,22-23). El personaje principal de la escena es Dios, a quien el texto presenta como Señor, conforme a la terminología usual de las traducciones griegas de la Biblia israelita. Pues bien, ese Dios se expresa y actúa de tres formas que se encuentran implicadas, conforme a un esquema que puede interpretarse a la luz de Gen 1 (que vincula acción del Espíritu y Palabra de Dios), culminando en el surgimiento del Humano, que es signo y presencia del mismo Dios sobre el mundo:

(i) Espíritu Santo, maternidad de María. Ella aparece silenciosa, acogiendo en su seno (en su vida) el fruto del Espíritu, como ha dicho ya el narrador (1,18) y confirma luego el ángel (1,20) . El texto supone así que hay cierta connaturalidad entre Espíritu Santo (santidad de Dios expresada como fuente de vida, poder generador) y persona de María (humanidad que es lugar de surgimiento de la vida). El silencio de María no es por falta de palabras, sino porque ella acoge el misterio y lo expresa donde anidan y se fundan todas las palabras. A ese nivel, no debe decir nada: ella es y se expresa, desde la fuente de vida (fe fecunda), en la raíz de todas las palabras.

(ii) Ángel del Kyrios, palabra a José. La obra del Espíritu en María era misterio apofático, que no se puede decir. Pero la acción de Dios en José necesita la palabra clarificadora del Ángel o enviado del Señor, que le habla en sueños, penetrando con su luz en la noche de su duda y de su decisión contraria al Espíritu divino (dejar a María). El Ángel habla desde fuera (como enviado y mediador), sin identificarse con aquel a quien dirige su palabra. El Espíritu, en cambio, actúa por dentro, sin necesidad de palabras, pues se identifica con la vida más profunda de aquel o aquella a quien ofrece su presencia (en este caso, a María). Significativamente, la palabra del Ángel a José está al servicio de la obra del Espíritu en María.

(iii) Dios con nosotros, Emmanuel. Las dos líneas anteriores de acción/presencia de Dios (el Espíritu en María, el Ángel a José) se identifican y culminan en el surgimiento del niño, acogido por ambos. Niño que, conforme a una valiosa experiencia de Israel, recibe el nombre de Emmanuel, Dios con nosotros. Aquí no hay mediación interior (Espíritu en María), ni exterior (Ángel a José), sino identidad plena de Dios con el que nace. El mismo niño, engendrado en María y anunciado a José, viene a mostrarse como Dios en Persona, en medio de la historia.

Los tres elementos se encuentran implicados: la presencia fecundante del Espíritu en María, la palabra del Ángel a José y la identidad de Jesús y Dios (= Dios con nosotros). María aporta la experiencia fundante de la vida, el don materno del Espíritu, que alienta por encima de todas las palabras. José debe acoger en fe el regalo del Espíritu en María, obedeciendo de esa forma a la palabra del Ángel de Dios. Ambos, María y José, deben unir sus experiencias, vinculando así el aspecto materno y paterno de la visión de Dios y de la misma cristología.

La cristología del s. XXI deberá recuperar los elementos maternos y paternos de este camino que lleva a Jesús, integrando el Espíritu de María y el Ángel de José. Es evidente que, cerrados a nivel de Mt 1,18-25, esos símbolos resultan insuficientes y deben ser ampliados y fecundados de forma evangélica: el Ángel aparecerá como testigo de la Pascua, sacándonos de la tumba vacía de Jesús, para llevarnos a la montaña de la Pascua (28,1-7); el Espíritu actuará como don divino y principio de misión universal, junto al Padre y el Hijo (28,16-20). Pero desde aquí se hallan unidos y deben vincularse como principios permanentes de toda interpretación cristológica.

Pudiéramos dar un paso más. La madre que engendra, apareciendo como signo del Espíritu, es una experiencia religiosa universal. Pues bien, para destacar el valor de su Dios trascendente y de su ley, los israelitas han debido marginar de alguna forma esta experiencia. Por eso, ellos se encuentran más cerca de José, hijo de David, a quien el Ángel le pide que obedezca a la palabra de Dios.

Pues bien, en inversión gozosa (quizá un poco irónica), al culminar su camino de obediencia, José, el israelita, no viene ya a ponerse ante una ley nueva y más alta, sino ante el misterio de la vida divina que se expresa y nace a través del signo de la mujer. Ciertamente, a nivel de historia, tanto María como José son igualmente israelitas. Pero simbólicamente, a nivel de experiencia y respuesta personal, ellos han venido a situarse en dos planos bien distintos y complementarios:

María, ampliando el nivel israelita, simboliza la humanidad entera, como lo ha sentido y expresado pronto la fe de la Iglesia, al situarla en un espacio de maternidad universal. Ella es anterior a todas las leyes, ella aparece en el trasfondo de todas las religiones de la historia: por ser mujer y madre es signo de Dios, de esa manera representa al conjunto de los pueblos.

José empieza siendo solo israelita, pero debe superar ese nivel. Por eso, el Ángel le pide conversión: que acepte a María, es decir, que acoja y se ponga al servicio del despliegue de la vida. Mt anticipa de esa forma un tema esencial del evangelio: Jesús pedirá a los judíos («buenos» viñadores) que pongan los frutos de su viña al servicio del Reino, es decir, de todos los humanos (Cf. 21,33-45); ellos no responderán, José si ha respondido.

Estamos ante una bella y profunda inversión de lo que suele presentarse como carácter lineal de la historia que iría avanzando de lo menos a lo más perfecto, sin necesidad de rupturas interiores. El mismo Dios de Israel (que es K u v r i o ~ ) ha pedido a José la más fuerte ruptura: que ponga su camino anterior al servicio de la Mujer que engendra y da a luz; que supere su ley israelita, para abrirse de esa forma al servicio de la vida que se expande a todas las naciones. Como la Iglesia antigua ha descubierto, aquí parece repetirse el esquema de Gen 3,20, donde se dice que Adán, varón, llamó a su mujer Eva «por ser madre de todos los vivientes».

Según Gen 3,20, era Adán quien reconocía a Eva como madre de los vivientes. Aquí es José el israelita, hombre de ley, quien debe aceptar a María, sabiendo que el Espíritu de Dios actúa en ella y reconociendo el valor salvador de su Hijo; de esa forma asume y elabora la primera cristología de la historia, según Mt:

Esta es una cristología materna, elaborada desde la fecundidad de la vida humana reflejada en la mujer. Ella, que está grávida y dará a luz (1,23), empieza a ser para José el signo de Dios. Quedan en segundo lugar todas las leyes sacarles del pueblo, las instituciones religiosas o sociales. La Palabra del Ángel de Dios lleva a José hasta María. El texto no la justifica, no dice nada de ella, sino que se limita a presentarla como p a r q e v n o ~ , es decir, como virgen o, mejor dicho, como doncella/joven que puede dar a luz, conforme al sentido original de la palabra hebrea de Is 7,14, «joven».

Esta es una cristología dirigida hacia la salvación: José debe llamar al niño Jesús, pues salvará a su pueblo de sus pecados. José impone al niño un título mesiánico, implicado en el sentido hebreo del término Jesús, «Yahvé salva». El contenido y alcance de ese título (con la identificación más concreta de los miembros de su pueblo) sólo puede concretarse desde el conjunto del evangelio.

Esta es una cristología teológica, pues llamarán a Jesús Emmanuel: Dios con nosotros: Pasamos así del plano del actuar/salvar (Jesús, como nombre de acción) al plano de la presencia/ser (Emmanuel, Dios con nosotros). Antes de hacer nada, Jesús es presencia universal de Dios, abierta a todos los humanos. La ley de Israel les divide y distingue conforme a su origen y a sus obras. El nacimiento de Dios en Jesús les unifica. De esa forma, siendo israelita (cumpliendo la palabra de Is 7,14), Jesús es presencia universal de Dios.

Al llegar a este plano (del Emmanuel) pasamos de la cristología de José (que acoge y nombra al niño) a la cristología universal de la Iglesia, expresada por la cita reflexiva de 1,22-23: el mismo autor del evangelio reflexiona, desde la base de la Escritura israelita y resume todo lo anterior presentando a Jesús como Emmanuel y abriendo de esa forma un arco (o puente) que se cerrará al final del evangelio: sólo este Dios-con-nosotros podrá decir sobre el monto de la Pascua Yo-estaré-con-ustedes (con misioneros y pueblos humanos) hasta el final de los tiempos (28,16-29).

La cristología expresa la presencia divina en el nosotros de la comunidad y el evangelio de Mt traza un camino que lleva de la madre con niño y del padre legal hacia la comunidad fraterna donde el Cristo se expresa plenamente. La tarea de Jesús consistirá en suscitar esa fraternidad mesiánica fundada en el don del Padre y el amor del evangelio: «Pero ustedes no se dejen llamar Rabí; porque uno es su Maestro y todos ustedes son hermanos. Y no llamen a nadie Padre de ustedes sobre el mundo, porque uno es su Padre, el de los cielos…» (Mt 23,8-9). Sólo podemos entender a Mt en la medida en que, partiendo de María y José, recorremos su camino de fraternidad, desde el sermón de la montaña. Este no es un tema teórico, propio del logos helenista (no se trata de pensar sin más), ni de organización eclesial o experiencia de misterio (no se trata de construir una nueva comunidad o pueblo de seguidores de Jesús), sino un tema de búsqueda y experiencia fraterna de vida: allí donde los humanos aprendan a compartir en amor mutuo, conforme al camino de Jesús y a su mensaje (sermón de la montaña) sabrán que es Emmanuel, Dios con nosotros.

 

 

 

 

 

 

Magos de Oriente: Rey de los judíos, Jesús universal (2,1-23)

Avanzando en la línea anterior, Mt ha evocado en torno al nacimiento de Jesús la expansión misionera de la Iglesia, recuperando un tema clásico de la tradición israelita: la peregrinación de los magos (= pueblos), que vienen a Sión para ofrecer sus dones en el templo. Pues bien, según Mt, ellos no se quedan en Sión (ciudad del templo), sino que continúan hacia Belén, lugar de las promesas mesiánicas. No adoran al Dios judío, que reina glorioso desde el santuario nacional de Jerusalén, sino que vienen a inclinarse ante el niño que ha nacido en Belén, como signo de bendición para las naciones.

De esa forma se empieza a superar la cristología centrípeta (centrada en la gloria de Jerusalén o de la Iglesia) y se puede presentar al final del evangelio (Mt 28,16-20) una cristología y misión centrífuga, de manera que el centro y sentido de la revelación de Jesús se encuentra en el conjunto de los pueblos de la tierra. En el camino que lleva de los magos peregrinos de Belén a los discípulos misioneros universales, que comparten desde Jesús la vida de los pueblos de la tierra, seguimos encontrándonos nosotros, como iremos mostrando en lo que sigue.

Los magos. Rey de los judíos y mesías pascual

Los magos vienen a Jerusalén porque han visto en oriente la estrella del Rey de los judíos. Ese tema nos sitúa en el centro de una extensa tradición astro-lógica (-nómica) que vincula al ser humano (y especialmente al salvador) con un (= el) Astro del cielo: es como luz en el firmamento y futuro de la historia. Por eso, allí donde ha nacido el Rey de los judíos ha debido encenderse una luz, se expande una esperanza de salvación sobre la tierra. Esa luz atrae a los «magos» que vienen hacia Jerusalén, iniciando la marcha de los pueblos hacia el futuro de su plena humanidad. Por eso, como venimos suponiendo, este pasaje debe interpretarse en la línea que lleva al mesianismo universal de Mt 28,16-20.

Los magos preguntan por el mesías en Jerusalén, pero no lo encuentran allí (en la ciudad del templo, donde habita un rey de este mundo), sino en Belén, capital donde se centran y cumplen las promesas. De esa forma, este segundo capítulo de Mt, con su procesión de pueblos buscando al mesías, puede entenderse ya como un anuncio de la culminación pascual del evangelio: una prolepsis de lo que será la misión final cristiana, interpretada aquí en forma centrípeta (desde el modelo de la gran peregrinación de pueblos hacia el centro de la tierra, que es Jerusalén).

La cristología de los magos brota de la tradición israelita: los pueblos paganos de Oriente vienen hacia Jerusalén, para adorar al Rey de los judíos, que ha nacido ya, pues ha surgido su estrella. Ellos, los magos, son signo de un camino de búsqueda y fe universal, que desborda el nivel israelita, tanto por su origen como por su meta. Por su origen: la fuerza que les lleva hacia Jesús no es la ley de Israel, sino la luz o estrella de su propia religión (de su paganismo). Por su meta: tras adorar a Jesús no se quedan allí, para formar parte del pueblo judío, sino que vuelven a sus tierras, como indicando que el camino y luz del Rey israelita ha de interpretarse desde sus propias tradiciones religiosas y culturales.

La cristología del envío final (Mt 28,16-20) empalma con los magos, pero invierte y completa su sentido: no son ellos (magos gentiles) los que deben buscar en Jerusalén al Rey israelita, para encontrar al niño de Belén y marchar por otro camino hacia su tierra; son los mismos cristianos quienes deben expandir la experiencia mesiánica a todos los pueblos de la tierra, como enviados del Cristo pascual, desde la montaña de su resurrección (en Galilea, no en Jerusalén). Los cristianos ya no esperan la venida de los pueblos, como parece haber hecho la Iglesia primera de Jerusalén y la tradición de las comunidades judeo-cristianas, cuya doctrina ha recogido (y superado) Mt en su evangelio, sino que deben ir a las naciones (y no sólo a las de Oriente), llevando la buena nueva del discipulado, de la comunicación fraterna, poniéndose así en manos de la cultura y vida de los pueblos.

De esa forma se distinguen y completan los dos tipos de cristología y misión que han definido el comienzo de la Iglesia: una centrípeta (los gentiles vienen a adorar al Dios israelita, revelado en su mesías) y otra centrífuga (los enviados del Cristo pascual salen a ofrecer a todas las direcciones su visión del discipulado). La primera tradición (Mt 2) es más judía y puede entenderse como principio del evangelio. La segunda (Mt 28,16-20) es más pascual, expresando mejor la novedad cristiana. Entre ambas se extiende el evangelio, que ahora interpretamos como relato de transformación cristológica y misionera. Ambos modelos resultan paradójicos:

Los magos (gentiles) buscan en Jerusalén al Rey de los judíos, como suponiendo que deben aceptar sus leyes nacionales (la forma de vida israelita). Vienen pero no encuentran al Rey en Sión, sino en Belén; no lo descubren honrado y victorioso, sino escondido y perseguido; por eso tienen que volver a su país, no pueden quedarse en Judea, ni cultivar de una forma nacional el mesianismo. Ese retorno de los magos es un signo del carácter todavía incompleto de la vida y obra de Jesús.

Los discípulos de Jesús llevan su mensaje y vida (su discipulado), pero no desde Jerusalén sino desde la montaña de la Pascua. No van para retornar a Jerusalén (donde está el centro de la iglesia establecida), sino para ofrecer su fermento de vida (su discipulado) en todos los pueblos de la tierra. Son portadores del mensaje-vida de Jesús, pero no de una forma nacional judía (o cristiana) de existencia, de manera que deben aceptar el esquema de vida (cultura, religión fundante) de los pueblos hacia donde se dirigen.

Jesús ha muerto en Jerusalén, pero allí sólo ha dejado la tumba vacía: no ha instituido una autoridad central, ni unos escribas que avalen y confirmen la buena interpretación mesiánica de su vida y mensaje. El principio de la cristología de Mt es la montaña de Pascua en Galilea, una capital que no puede encontrarse en los mapas, «cabeza» sin templo, ni funcionarios sacrales. La autoridad de Jesús Mesías está en sus misioneros (estoy con ustedes hasta el fin de los tiempos: 28,20.

Mt elabora una cristología del camino misionero. Por eso irá mostrando, a partir del relato de los magos, que buscan al Rey de los judíos, la expansión del mensaje y vida de Jesús a todas las naciones para ofrecerles el discipulado. Este Jesús pascual no quiere adoctrinar a los humanos, ni imponer sobre la tierra unos esquemas culturales o sacrales. De manera sorprendente, sus testigos van sin libros (no llevan unas normas escritas de conducta, aunque se inspiran en la experiencia israelita). Van sin una lengua sagrada, sin tablas de leyes y preceptos. Simplemente llevan la experiencia de la Pascua, que les capacita para entender la vida de Jesús, revelación de Dios y fuente de amor para todos los humanos.

Cristología centrípeta: Rey de los judíos (Mt 2,2)

Conforme a la esperanza israelita, la ciudad-santuario de Sión y la tierra de Israel constituyen el centro del universo, hacia el que un día vendrán los pueblos y reyes de la tierra, para reconocer la soberanía de Yahvé (Is 42,1-6; 51,4-5; 56,1ss). Esta visión expresa la certeza esperanzada y muy gozosa de que Dios actúa de un modo especial en Israel, expandiendo desde allí su soberanía. Pero ella incluye también elementos de triunfo partidista, como si Dios quisiera ofrecer un premio más alto a los judíos en cuanto tales, de manera que los otros pueblos resultan secundarios o subordinados.

El templo de Jerusalén es foco y centro de la manifestación de Dios, en línea de mesianismo real: Dios mismo ha ofrecido su triunfo al rey mesías, haciéndole portador de su soberanía sobre el mundo. Pues bien, los magos de Oriente han llegado cumpliendo esta esperanza de los buenos israelitas y muchos judeocristianos de Jerusalén y la diáspora: unos y otros sabían que los pueblos de la tierra han de venir trayendo sus dones, para culminar su camino en Sión.

Por eso, más que la apertura misionera de la Iglesia a los pueblos de la tierra, los judeocristianos destacaron la venida de los pueblos a la Iglesia: enriquecidos por Jesús, sus discípulos debían mantenerse fieles a la herencia nacional, esperando en la casa israelita (junto al templo) la venida de las gentes. Pues bien, Mt 2 empieza aceptando esa esperanza, para transformarla de manera significativa:

(i) Jesús, Mesías de Dios, no está encerrado en el templo y ley de Jerusalén, sino abierto en Belén para todos los que vengan. No es Rey que impone su derecho en Sión, sino niño necesitado, en brazos de su madre. No es Sacerdote que expande la sacralidad divina desde el tabernáculo del templo, sino un pobre amenazado, que debe exiliarse en Egipto, asumiendo así la historia del auténtico Israel, Hijo de Dios (Cf. 2,15).

(ii) Los representantes religiosos y sociales de Israel no han venido a Belén para adorar al Rey de los judíos. Ellos conocen de algún modo el misterio (saben que el mesías debe nacer en Belén), pero no quieren buscarle, ni le ofrecen el tesoro de su vida (Cf. 2,11), pues están fijados en sus sacralidades nacionales y sociales. Esta es la paradoja de un mesías de Israel que los israelitas no aceptan. La subida mesiánica de los pueblos hacia Jerusalén queda truncada, pues Jerusalén no les recibe.

(iii) Herodes rey no acepta el mesianismo de Jesús y decide matarlo. De manera consecuente, la venida de los magos se inscribe en un contexto de persecución: el rey envidioso persigue al verdadero Rey de los judíos, obligándole a exiliarse, mientras los buscadores mesiánicos de Oriente vuelven a sus tierras por otro camino. De esa forma, el Israel histórico de Herodes queda en manos de su propia violencia destructora (relato de los inocentes). Eso significa que la búsqueda de los pueblos que quieren adorar en Jerusalén al Rey Mesías ha fracasado, pues el mesías no se encuentra allí.

(iv) A pesar de todo, el camino de los magos forma parte del mesianismo de Jesús: los gentiles lo han buscado ya y lo siguen buscando, para ofrecerle el homenaje de sus dones, el oro de la realeza, el incienso de la sacralidad, la mirra del perfume gozoso. Entendido así, este relato puede interpretarse como expresión de la paradoja evangélica, en la línea de Mt 11,20-24 (lamento de Jesús por las ciudades galileas que no se han convertido al evangelio). Nos hallamos ante una cristología fracasada: el conjunto de los judíos no han querido aceptar a su rey mesiánico, los gentiles han tenido que marcharse. Pero, al fondo de ese fracaso, leyendo Mt 2 a la luz de 28,16-20, emerge una cristología abierta y triunfadora, paralela a Rom 9-11: el rechazo de la misión judía ha dejado las puertas abiertas para la apertura universal del evangelio.

Relacionamos así las visiones de Mt y de Pablo, pero debemos resaltar una diferencia muy significativa. Pablo y muchos antiguos misioneros se han dirigido al Occidente (a la tradición greco-romana y europea), encarnándose en la cultura helenista (Cf. Hechos). Mt 2 ha destacado el camino del Oriente (de Mesopotamia y Persia, India y China), abriendo en esa dirección la tarea de la Iglesia: los «magos» de Oriente han sido los primeros en descubrir la identidad de Jesús, Rey de los judíos, descubriendo el valor universal de la «luz» (estrella) que les guía hacia el mesías.

A lo largo de la historia de la cristiandad, muchos han aplicado y siguen aplicando ese modelo de cristología centrípeta, vinculando a Jesús con la cultura dominante de la nueva Jerusalén, en el centro de una iglesia occidental, que tiende a confundir el evangelio con sus intereses culturales o sociales, en Roma o Londres, en Moscú o América. Ciertamente, en contra de los magos, fuimos y vamos como misioneros a otros pueblos, pero lo hacemos llevando nuestra propia cultura, como sacerdotes y escribas del buen pueblo (2,4), aliados del poder político (de Herodes).

Este ha sido quizá el mayor problema cristológico moderno: la vinculación de Jesús con los poderes dominantes de Occidente. Los magos antiguos tuvieron más suerte, pues, con la ayuda de sacerdotes y escribas, hallaron al Rey fuera de la ciudad triunfadora, al exterior de la cultura dominante, como niños perseguido. Muchos de nosotros (y, de algún modo, la Iglesia) hemos secuestrado a Jesús en los muros de nuestra cultura dominante, sea filosófica o social, económica o militar.

Cristología centrífuga: el Cristo universal (28,16-20)

Los magos buscaron en Jerusalén al Rey de los judíos, pero al final de su evangelio Mt no presenta ya a Jesús en Jerusalén, sino en el monte de Galilea, enviando a sus discípulos a todas las naciones. Con Jn 4,20-23, podría haber afirmado que el culto de Dios no se realiza en Garicím ni Jerusalén, sino en «Espíritu y verdad». Por eso, pide a sus discípulos que vayan a todas las naciones de la tierra, para bautizarlas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu (Cf. 28,16-20). No les sitúa en un centro, no les impone ninguna ideología cultural o religiosa, sino que les acompaña donde quiera que vayan hasta el final de los tiempos.

La cristiandad posterior ha sentido miedo de esta universalidad del Cristo, encerrándole en claves religiosas, dentro de estructuras de poder cultural o social; no ha dejado que emerja el Cristo verdaderamente ecuménico, capaz de unificar en amor a todas las naciones de la tierra. Se plantea así uno de los grandes retos de la Iglesia ante el siglo XXI: o la cristología se vuelve católica (universal), capaz de abrirse a todas las culturas de la tierra, en respeto fuerte y búsqueda de amor, o ella termina convirtiéndose en ideología particular de un pequeño grupo de cristianos, cada vez más perdidos dentro de una humanidad que busca otros caminos de realización, en clave de violencia.

Mt 2 comenzaba evocando una geografía sacral israelita, con los valores simbólicos de Oriente y Occidente, pero al final del evangelio, desde el nuevo centro pascual, desaparecen las direcciones parciales y Jesús envía a sus discípulos por todos los caminos de la tierra. Ya no existe judío ni griego, miembro de cultura buena o mala; el mensaje y vida de Jesús puede vincular en diálogo de salvación (de misterio y experiencia evangélica) a todos los pueblos de la tierra.

El resucitado tiene supremo poder en cielo y tierra: no espera que vengan los magos de Oriente, ni tiene que escapar como exilado e Egipto, sitio que se eleva sobre el monte de la plenitud pascual, ofreciendo salvación a todas las naciones. Pero su poder no puede interpretarse en claves de imposición social o uniformidad cultural; no es poder de un pueblo sobre otro, ni de una Iglesia o religión determinada sobre las restantes.

Los que intentan entender o aplicar la cristología de Mt en claves de imposición eclesial o superioridad de grupo destruyen su evangelio). Jesús no viene a crear un grupo nuevo, una nación o iglesia diferente entre las muchas iglesias de la tierra, sino un camino de discipulado y fraternidad que se abre hacia todas las naciones/religiones de la tierra. El mensaje de los misioneros de Jesús no quiere destruir las culturas religiosas o sociales de los pueblos, sino ofrecerles el ideal y camino del discipulado, conforme al sermón de la montaña.

El camino de Jesús no se vincula a los triunfadores de los diversos sistemas eclesiales, sino, al contrario, a los perdedores de todos los sistemas. Por eso, el Señor escatológico dirá «tuve hambre, tuve sed, estuve exilado o desnudo, enfermo o encarcelado» (Mt 25,31-45); su discípulos no quiere «convertir» o cambiar a los demás, privándole de sus propias ideas religiosas, sino todo lo contrario: ponerse en el lugar del marginado, por cualquier razón social o cultural, económica o religiosa. Sólo de esa forma, el seguidor de Jesús puede ofrecer una experiencia de discipulado (comunicación) a todos los pueblos de la tierra. Así podemos precisar ya las dos formas de misión señaladas:

La misión centrípeta supone que Cristo (o su Iglesia) tiene razón, posee una superioridad sobre las restantes religiones o iglesias del mundo. Por eso, ella se puede presentar como modelo para que vengan y aprendan los humanos. Como hemos visto ya, este modelo de misión cristológica corre el riesgo de volverse impositivo, contrario al evangelio.

La misión centrífuga empieza valorando a los diversos pueblos de la tierra, a los que el misionero ofrece la experiencia animadora del evangelio. El misionero no quiere convertir a los demás, ni ganarles para la causa de la Iglesia, sino ayudarles para que sean ellos mismos: que cada pueblo desarrolle sus propia experiencia y valores de vida, desde el don del Padre, del Hijo y del Espíritu, según el evangelio.

El misionero de Mt 28,16-20 no quiere ganar a los demás para una Iglesia grande o triunfadora, consiguiendo así nuevos «cristianos», bien socializados en claves de administración eclesial. Jesús ha proclamado el reino y sus discípulos ofrecen su camino a todos los humanos; no quieren que los pueblos gentiles se conviertan e inscriban en la iglesia verdadera (conforme a una dialéctica de grupo, de buenos y malos, de dominio espiritual y social de los que tienen razón), sino, al contrario, quieren servir a los pueblos, ofreciéndoles una experiencia de plenitud y unos caminos de comunicación evangélica que les permitan reasumir y recrear sus propias creencias y formas de vida. La misión de los enviados de Jesús no quiere fundar una posible iglesia dominante, sino servir a los pueblos. Los que aceptan el camino de Jesús no se bautizan para así formar un pueblo que al fin tiene la vida y verdad sobre la tierra, sino para volverse plenamente humanos, cada uno en su propia cultura y religión básica, en el nombre del Padre, Hijo y Espíritu Santo, según el mensaje y vida de Jesús.

4. Misión universal e Hijo de Dios nazareo.

Al final del relato de los magos ha incluido Mt dos citas cristológicas que enmarcan su más honda intención teológica, definiendo el origen y sentido de Jesús.

De Egipto llamé a mi Hijo (1,15; con cita de Os 11,1). La historia de Jesús no es totalmente nueva, sino que reasume (para todos los humanos) el camino de liberación y amor del pueblo Israelita. Oseas había recreado ya, con amor de padre y ternura de esposo, la vieja historia salvadora: «Cuando Israel era niño, yo lo amé y desde Egipto yo llamé a mi Hijo». El mismo Dios de Oseas guía ahora la trama fuerte de la vida de Jesús, instaurando en él la historia humana, en amor creador. No es fácil proclamar esta palabra allí donde parece dominar la muerte y exilio, donde los niños sufren y los mayores siguen siendo perseguidos, pero el evangelista sabe y puede afirmar, mirando en Jesús a todos los necesitados de la tierra: «de Egipto llamé a mi Hijo».

Se llamará nazareo (Mt 2,23). Lógicamente, conforme a la esperanza nacional judía (ligada al templo de Sión y al reinado mesiánico de Jerusalén), Jesús tendría que haber triunfado en la Ciudad Sagrada, para expandir de allí su gloria y acoger a los peregrinos sometidos de los pueblos de la tierra. Pues bien, en contra de eso, la situación política y social le ha llevado a Galilea, para ser educado y crecer en Nazaret. Paradójicamente, este trastorno se vuelve para Mt designio salvador, pues sólo así ha podido cumplirse la palabra de los profetas: se llamará nazareo (= nazareno). No sabemos a qué profetas alude Mt, ni conocemos el sentido preciso de «nazareo». Pero hay dos cosas claras: Jesús no ha sido mesías nacional, desde Jerusalén, sino mesías marginal, desde una pobre ciudad de Galilea; tampoco ha sido mesías triunfador, sino hombre de experiencia, dedicado al despliegue de la gloria de Dios, desde las márgenes del pueblo, como los antiguos nazareos.

Estos títulos definen a Jesús: es Hijo a quien Dios llama de Egipto para realizar su acción; es Nazareo, lleno de experiencia de Dios, voluntario al servicio de su obra. Lógicamente, de ahora en adelante, Mt irá contando la vida/mensaje de ese Hijo de Dios Nazareo, que aparecerá al final como portador de salvación (Cf. 1,21: Jesús) y Dios con nosotros (Cf. 1,23: Emmanuel) para todos los pueblos de la tierra. Los temas básicos de la cristología se encuentran ya anunciados, pero Jesús debe asumirlos y realizarlos en su vida.

Sólo cuando haya recorrido su camino adulto, que se Inicia ahora en Galilea (como nazareo) y culmina en Jerusalén (como crucificado Cf. 28,5), Jesús podrá mostrarse en su verdad como auténtico mesías de Israel (se llama Jesús-Cristo, salvador de su pueblo: 1,21) y portador de la gracia de Dios (del Padre, Hijo y Espíritu Santo) para todas las naciones (Cf. 28,16-20). De ese forma han terminado vinculándose en Mt despliegue cristológico y envío misionero: sólo al culminar su camino mesiánico, tras entregar su vida en favor de los humanos, Jesús ha podido elevarse sobre la montaña de la salvación universal (Cf. 4,8; 28,16), para enviar a sus discípulos a todos los espacios y tiempos de la historia, no para imponer un tipo de organización religiosa, sino para ofrecer (a cada uno en su lugar y pueblo) una misma fraternidad salvadora.

Desde este fondo ha de entenderse el sentido (=misterio) misionero de la cristología. Afirmar que Jesús es Hijo de Dios o ser divino, declarar incluso que tiene la naturaleza de Dios Padre (como dice Nicea), acabaría siendo un dato secundario o no cristiano, si lo separamos de la historia mesiánico/pascual de Jesús y de la oferta misionera de su Iglesia. Lo que define al cristianismo es la confesión de Jesús como aquel que posee (ha recibido por la entrega de su vida) todo «poder» en cielo y tierra, de tal modo que puede enviar a sus discípulos al mundo en tarea salvadora, no para imponer una verdad, sino para iniciar un camino de fraternidad, abierto a todas las naciones. Por eso, la confesión cristológica resulta inseparable de la misión universal cristiana.

La cristología tiene, por tanto, una estructura y forma misionera, de tal modo que en ella se vinculan pensamiento y praxis, lo que Jesús es (ha vivido) y lo que hace a través de sus discípulos. Una confesión cristológica conceptual o sacralista, independiente de la apertura misionera es contraria al evangelio. Por eso, en lenguaje de 0. Cullmann, evocado al principio de estas reflexiones, afirmamos que la cristología ontológica (o dogmática, en sentido clásico) resulta inseparable de la funcional. Pero añadimos que la cristología es ante todo misionera: sólo puede llamarse Hijo de Dios o Señor aquel que sigue ofreciendo un mensaje salvador a todas las naciones.

Biografía particular, salvación universal

El mensaje universal de Jesús se identifica con su vida mesiánica. Por eso, la cristología de Mt es misionera siendo biográfica, recreando (desde la aportación del Q y su propia experiencia teológica) los momentos básicos del despliegue de Jesús que ofrece Mc. Ciertamente, Mt no ha escrito una «vida» de Jesús en sentido moderno, pero su obra es un bios, en sentido clásico (helenista), pues describe los elementos fundamentales de su despliegue humano y de su apertura misionera:

Mt ha escrito una cristología biográfica, destacando el despliegue vital de Jesús, cuya historia no puede interpretarse en perspectiva de esencia, como si él fuera sólo un ser general de cuerpo y alma. Al contrario (utilizando el lenguaje formal de Calcedonia), debemos afirmar que es hombre (=humano) verdadero porque ha ido realizando su vida en tres momentos básicos: origen (nace), trama o decurso vital (asume y realiza su tarea, en libertad y apertura a los demás) y meta (muerte y Pascua). Es evidente que Mt no despliega de manera programada esos momentos de Jesús, pero los supone y va desarrollando, de manera que al fin puede presentarle como principio y, garantía de unidad para todos los humanos.

La misma biografía de Jesús es misionera, culminando en el envío de los discípulos pascuales, a quienes él confía la tarea de ofrecer a todos los humanos su camino de experiencia y esperanza mesiánica (28,16-20). Sólo un Jesús como el de Mt, con su sermón de la montaña y su entrega pascual en el Calvario, puede ser fuente de culminación y de unidad para todos los humanos. Según eso, el mismo elemento biográfico y más personal de su vida (desarrollada entre nacimiento y muerte) puede y debe abrirse en forma misionera (como fuente de salvación y vida universales). La misma vida de Jesús se expande a todos los humanos, a través de los discípulos.

En el lugar donde confluyen y se implican biografía mesiánica y misión universal del Hijo de Dios se ha situado Mt, planteando y resolviendo un tema que Pablo no había destacado (no sintió la necesidad de narrar el bios de Jesús) y que Mc sólo había evocado de un modo inicial (su bios carece de nacimiento y culminación pascual explícita). Sólo Mt (y en perspectiva convergente Lc) ha ofrecido una visión biográfica y misionera del misterio de Jesús. Es normal que su texto haya venido a convertirse en esquema general para la comprensión del NT.

La cristología clásica ha relacionado vida temporal de Jesús (su breve historia humana) y hondura eterna de Hijo de Dios, destacando así su preexistencia. Pues bien, pensamos que resulta más urgente relacionar la vida humana particular de Jesús con su apertura universal, es decir, con la aportación que ofrece a todos los humanos. Eso significa no sólo que Jesús puede abrirse como salvación a todos los humanos, sin destruir sus valores culturales y sociales (como saben Mt 28, 26-30 y 25,31-46), sino que él ya se encuentra presente como Cristo en el conjunto de los pueblos. ;'

Así lo vieron los antiguos Padres de la Iglesia al afirmar con 1Cor 10,4 que Cristo mismo iba actuando en las teofanías de la historia israelita. Así lo vieron esos mismos Padres, al llamarle logos spermatikos o palabra seminal que está latente en la cultura de los pueblos. Para que su vida particular pueda abrirse de forma universal y él aparezca como aquel donde se vinculan todos los humanos, en discipulado y gratuidad, es necesario que en ella se integren de algún modo todas las vidas humanas.

Este es el tema clave de la cristología: relación entre individualidad histórica de Jesús y universalidad humana. La misión de Jesús ya no se puede interpretar en clave de conquista o sustitución de cultos y culturas anteriores, sino de diálogo, de manera que reconozcamos la presencia de Jesús (Hijo del humano) no sólo en los «pobres» (hambrientos, sedientos, exilados) del mundo (Cf. 25,31-46), sino en los creyentes de las varias religiones. La misión cristiana cobra en este fondo una nueva hondura eclesiológica y cristológica. Más que enseñar a los demás lo que han de hacer (para imponerles nuestra religión «más alta») debemos aprender a dialogar con ellos, desde el Cristo universal. Se abre así un camino religioso apenas recorrido. Lo inició Mt, debemos seguirlo nosotros, si creemos de verdad en su evangelio, no como imposición religiosa sobre el mundo, sino como servicio fraterno.

 

ESPÍRITU DE DIOS Y FILIACIÓN DIVINA, BAUTISMO DE CRISTO (3,1-17)

De la misión (expresada en la escena de los magos) pasamos a la fundamentación teológica (bautismo). Los temas anteriores reciben ahora nueva hondura: Jesús aparece ya expresamente como aquel que ha recibido el Espíritu, que le unge mesías y/o superado por Jesús. De esta forma llegamos al lugar y momento de la cristología estrictamente dicha.

5. Cristología de Juan, cristología de Jesús. Dos bautismos

La escena comienza con la presentación y promesa del Bautista, que, en la línea de la mejor tradición israelita, ha sido un profeta escatológico de conversión, que bautiza a los pecadores con agua, culminando en ellos el camino penitencial, para que puedan un día mantenerse ante Dios. Pues bien, Juan culmina su mensaje anunciando la llegada del Más Fuerte «que los bautizará en Espíritu Santo y fuego» (3,11-12). Sólo ese más fuerte, a quien se llama «Venidero», realizará la obra de Dios, desplegando su ira cercana (3,7), que se manifiesta a través de unos signos fuertes de ruptura y destrucción, dejando quizá abierto un breve resquicio para la esperanza.

Juan pertenece a la búsqueda humana de la salvación, al anuncio de un Dios que sigue estando lejos de la humanidad y que por tanto ha de venir a juzgarla (Cf. 11,11-15). Por el contrario, Dios llamará a Jesús su Hijo querido, dándole su poder de salvación (Espíritu Santo), para que realice su obra escatológica, ofreciendo el bautismo en el Espíritu. Desde ese fondo debemos distinguir las teologías y/o cristologías de Juan y Jesús. Empezaremos presentando los rasgos con que Juan alude al Venidero:

(i) Es portador de la Ira (3,7). Conforme a una extensa experiencia israelita, la humanidad se hallaba envuelta en pecado; por eso, muchos sacrificios expiatorios del templo tenían como fin el aplacar a Dios. Para Juan, eso es inútil: va a estallar la Ira de Dios.

(ii) Trae en su mano el hacha, para cortar los árboles que no produzcan fruto (3,8-10). No es Sembrador, sino recolector y Leñador, vigilante que mira y distingue, árbol tras árbol, para separar a los buenos de los malos. No es mensajero de1 amor de Dios, ni de su Paternidad, sino de su justicia destructora.

(iii) Bautizará a los suyos en Espíritu Santo (3,11) realizando así el juicio divino. Espíritu significa aquí viento: es huracán que sopla con fuerza aterradora, desgajando y destruyendo aquello que se encuentra poco cimentado sobre el mundo; es santo, en línea de separación, para destruir aquello que se opone a la pureza de Dios.

(iv) Les bautizará con Fuego (3, 11). Al Viento de Dios sigue su Incendio. Ambos unidos, huracán y fuego, expresan la fuerza judicial y destructora (escatológica) de Dios y se vinculan mutuamente, como indica la tradición del AT (falta el terremoto de 1Rey 19,11-13).

(v) Tiene en su mano el Bieldo y limpiará su era (3,12). Así culminan las imágenes anteriores: el Espíritu/Viento sirve para separar la paja del trigo, el Fuego para quemarla. El Venidero, antes Leñador (tenía en su mano el hacha para cortar y quemar los árboles sin fruto), se vuelve así Trillador o Aventador (con la horquilla o bieldo separador en su mano).

¿Quién es ese Leñador, Aventador? ¿Directamente Dios? ¿Un Delegado suyo? El texto no responde, aunque probablemente aluda a Dios. Según eso, el Bautista habría preparado una teología judicial, más que una cristología salvadora. Pero los cristianos han recreado ese mensaje y palabra de Juan, aplicándolo a Jesús, el Venidero, verdadera presencia de Dios: Emmanuel (Dios con nosotros).

A la luz de lo anterior, Jesús debería haber surgido (y realizado su acción) como Leñador/Aventador del huerto y trigal de Dios, mensajero de su destrucción purificadora, abierta sólo de manera implícita y velada a la esperanza escatológica: el texto supone que quedan (se salvan de la quema) los árboles que producen fruto bueno (3,10); el texto afirma expresamente que el Venidero reunirá su trigo en el granero (3,12).

Pues bien, asumiendo y, cumpliendo (de algún modo) el mensaje de Juan, Jesús ha invertido su proyecto escatológico, en gesto que define su visión teológica y su cristología. Esta es la experiencia básica que Mt asume de la tradición cristiana (especialmente de Mc), situándola al comienzo de la vida (= bios) mesiánica de Jesús, que cumple (como en 5,17) el bautismo de Juan y su justicia, Para así expandirla en gesto universal.

(i) Dos bautismos, una Justicia. (3,13-17). Mt ha sentido la dificultad del gesto. Juan se resiste (3,14: ¡Soy yo quien debería ser bautizado por ti!), pero Jesús insiste y le responde: ¡Es necesario que cumplamos toda justicia! (3,15). Ambos quedan de esa forma vinculados dentro de un mismo cumplimiento de la justicia de Dios. De esa forma se incluyen y completan mensaje de juicio de Juan (expresado en su bautismo penitencial, de agua) y nuevo nacimiento de Jesús (expresado en el bautismo misionero en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu).

(ii) Principio penitencial. Juan ha tenido que llegar hasta el final en su camino de amenaza y juicio para que se exprese el Reino de los cielos que él mismo ha proclamado (Cf. 3,2): su llamada a conversión incluye una promesa de Reino. Mt es el autor del NT que más ha vinculado al Bautista con Jesús, presentando a los dos como mensajeros de una misma justicia y un Reino de los cielos. Eso significa que Juan ha sido necesario: sólo allí donde él proclama ese mensaje, que Jesús asume en unidad con los pecadores (Cf. 21,31-32), podrá iniciarse el nuevo bautismo de gracia.

(iii) Bautismo de Jesús. Gracia universal (28,16-20). Como cristiano anticipado, desde las mismas aguas de juicio y conversión de su bautismo, Juan ha pedido a Jesús el nuevo bautismo de su gracia (1,14). Jesús le escucha, pero no puede responderle aún. Lo hará al final de su camino, en la montaña de la Pascua, cuando diga a sus discípulos que vayan, ofreciendo a los pueblos el bautismo en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (28,19).

 

2. Bautismo de Cristo, ritual de la iglesia

Debemos distinguir entre ritual (signo poderoso y libre del misterio) y ritualismo (sometimiento a normas separadas de la vida), entre y ritos igualitarios, abiertos por igual a todos los creyentes, y signos particulares o clasistas, exclusivos de algunos privilegiados (circuncisión de varones, imposición de manos sobre algunos sabios y/o rabinos). Entre los ritos igualitarios se encuentra el bautismo, que se realiza sólo una vez (no como los baños de inmersión/bautismos reiterativos de los puros judíos) e iguala a varones y mujeres, judíos y gentiles. El bautismo ha venido a ser (por la Pascua de Jesús, entendida como bautismo: muerte y nuevo nacimiento), el signo del nuevo nacimiento en Cristo.

Antes que posible rito, objetivado en forma de inmersión en el agua, el Bautismo de Jesús es una gracia y experiencia de renacimiento. Juan bautiza, evidentemente, en agua, como él mismo ha querido resaltarlo, situándose de esa forma a nivel de penitencia (Cf. 3, 11). Pero Jesús no bautizará en agua sino en Espíritu Santo y Fuego (3,11), llevándonos así del plano de la purificación penitencial al de la experiencia escatológica. Desde ese fondo debemos entender aquellos textos básicos donde se dice que Jesús y/o sus discípulos actúan con la fuerza del Espíritu:

Espíritu, bautismo del Siervo. En su origen, el bautismo en Espíritu/Huracán y Fuego podía verse como signo del Juicio final. Pero en el centro de su evangelio (12,18-21), Mt ha mostrado el valor histórico de ese bautismo, al evocar la llamada y acción de Jesús, que ha recibido el Espíritu para realizar la obra mesiánica, ofreciendo libertad y justicia a los posesos: por eso puede liberar en amor, con el Espíritu de Dios, a los humanos.

Espíritu, exorcismo y Reino (12,28). Jesús se enfrenta a los «espíritus» del mal que mantienen cautivados a los humanos. Le acusan de endemoniado. Él responde diciendo: «si yo expulso a los demonios con la fuerza del Espíritu es que el Reino de Dios ha llegado a ustedes». Esta es la forma en que Jesús bautiza a los humanos en el Espíritu: liberándoles del poder demoníaco, ofreciéndoles la gracia y, amor de Dios.

Espíritu y palabra en la persecución (Mt 10,20). Antes era Jesús quien actuaba con la fuerza del Espíritu, «bautizando» (trasformando) de esa forma a los humanos. Ahora son estos, los creyentes, quienes aparecen enriquecidos y sostenidos, pues Jesús promete una especie de «bautismo en el Espíritu» a quienes se encuentren sometidos a la persecución: la Fuerza de Dios les sostendrá en la prueba, dándoles palabras para defenderse.

Desde este fondo ha de entenderse en Mt la promesa de Juan, cuando afirmaba que Jesús los bautizará con Espíritu Santo (y fuego: Cf. 3,11l). Veinte siglos de tendencia al ritualismo nos han hecho entender este pasaje en forma sacramental (aquí se anunciaría la institución del bautismo) o carismática (se prometería la efusión entusiasta del Espíritu de Dios, como en Pentecostés: Cf. Hch 2). Pues bien, Mt desconoce (o no destaca) la experiencia carismática emocional, de forma que el bautismo en el Espíritu Santo no puede interpretarse en ese plano. Posiblemente, al fondo del mandato de 28,16-20 (bautizándoles en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu) haya una alusión al bautismo sacramental de la Iglesia, como la tradición posterior ha interpretado. Pero el sentido primero de ese nuevo bautismo pascual (universal) de Jesús no es ritualista (cosa que todos admiten), ni siquiera sacramental, en sentido estricto, sino teológico y antropológico, es decir, integral.

Bautizar significa «introducir en». Juan podía introducir a sus penitentes en el agua del Jordán, en signo penitencial de esperanza de liberación. Culminado su camino, desde la montaña (no río) de la Pascua, Jesús ofrece a los suyos la experiencia y vida del Padre, el Hijo y el Espíritu, para que puedan expandirla y compartirla a todos los humanos. Es evidente que Espíritu (Trinidad) y agua sacramental no se oponen, como dirá de forma programática Jn 3,5 (superando quizá el riesgo de un bautismo espiritualista sin agua). Pero debemos añadir que, tomado estrictamente, el pasaje final de Mt 28,19 no exige (o no supone en primer lugar) el bautismo en agua.

Hemos estado quizá muy influidos por una cristología sacramentalista, que define como cristianos a quienes cumplen el rito del agua o un determinado tipo de normas externas. Hemos identificado demasiado fácilmente la cristología (y el cristianismo) con un orden o esquema de creencias, muy vinculadas a la cultura de Occidente. Pues bien, el bautismo de Jesús (de tipo trinitario) nos sitúa ante una gracia y tarea más honda: bautizar (introducir vitalmente) a los pueblos en el misterio de gracia que forman el Padre, Hijo Jesús y Espíritu Santo.

Desde ese fondo queremos volver a la experiencia post-bautismal de Jesús (3,16-17). Ha realizado el rito de Juan (que puede y debe compararse a los ritos de los penitentes o devotos que se siguen bañando en el Jordán o el Ganges), ha salido del agua (3,13-15). Ahora y sólo ahora ha vivido el rito personal de su transformación por el Espíritu y su encuentro con el Padre. Él podrá realizar la obra de Dios y bautizar a los humanos con Espíritu Santo y Fuego Salvador (es decir, en el Nombre del Padre, Hijo y Espíritu) y no con puro viento/fuego de juicio, porque él mismo ha recibido el Espíritu del Alto, escuchando la voz del Padre Dios que le engendra (=constituye) como Hijo.

Este escena (recreada por la Iglesia en clave pascual) constituye la definición más honda de la identidad de Jesús, el comienzo de su obra mesiánica. Este es el nuevo comienzo de su biografía, que reasume y explicita lo anterior: Mt 3,16-17 (que reasume el material básico de Mc 1,9-11) pertenece, por un lado, al tiempo de la vida y misión salvadora de Jesús, pero, al mismo tiempo, nos sitúa en un nivel de Pascua: los cristianos de Mt 28,16-20 deben ofrecer a todas las naciones la riqueza fundante del Padre, el Hijo y el Espíritu, tal como lo indica esta escena del Bautismo de Jesús.

3. Descendió como paloma. Cristología pneumatológica.

Lo primero no es la Voz de Dios (encuentro del Padre con Jesús), sino la presencia y acción de su Espíritu en Jesús, como destaca la Spirit Christology o Cristología Pneumatológica, desde Mt 3,16:

He aquí que se abrieron los Cielos sobre él. Cielo es la Morada de Dios, que aparecía cerrada, separada de la historia de la humanidad. Pues bien, ellos se abren, mostrando así que ha terminado el tiempo de las separaciones: Dios mismo viene así a comunicarse de un modo directo con Jesús.

Y vio al Espíritu de Dios, bajando como paloma y viniendo sobre él. Este Espíritu pertenece al nivel del Cielo: es presencia y poder creador del mismo Dios. Antes era Viento-huracán/Fuego, ahora aparece como paloma, con rasgos claros de presencia materna.

Aquí hallamos una fuerte disonancia significativa. La palabra del Bautista nos hace temblar ante la venida del huracán -Fuego, que azota y destruye lo que existe, pero lo que desciende desde el cielo (desde Dios) es más bien como paloma, que se posa en Jesús, indicando así que ha pasado el tiempo del juicio o diluvio. Jesús no ha quedado detenido en el bautismo (vinculado al huracán/Fuego del juicio), sIno que saliendo del agua (3,16), ha recibido el Espíritu de vida (en forma de paloma), para escuchar después a la Palabra de Dios. Este orden aparecía ya en Gen 1, 2ss y Mt 1 18-25 : primero Dios, luego Palabra.

La paloma de Noé volvió la primera vez al arca de inmediato, pues no había vida sobre el mundo cubierto por las aguas; luego se detuvo todo un día y volvió con una rama de olivo, indicando que la vida triunfaba sobre la muerte; a la tercera vez no volvió, quedándose a cantar la paz sobre una tierra liberada (Gen 8,8-12). Pues bien, tras este nuevo diluvio de juicio y destrucción que Juan ha proclamado, cuando Jesús sale del agua del bautismo y/o penitencia (=diluvio), desciende sobre él la paloma de Dios, su Espíritu de vida, no para quedarse un rato y marcharse después, sino para permanecer con él. La presencia (Espíritu) de Dios es signo de nueva y definitiva creación.

Jesús ha recibido en plenitud el Espíritu divino, de tal forma que tiene al mismo tiempo naturaleza de Dios (ha sido habitado, enriquecido, por ella) y naturaleza humana (es persona histórica). No podemos llamarle ontológicamente Dios (persona divina, distinta del Padre), pero es divino: un hombre totalmente penetrado por la fuerza y realidad de Dios que es el Espíritu. Dios se ha expresado de tal forma como Espíritu de vida-amor en Jesús que ambos quedan vinculados, en comunión definitiva. Sólo el Padre es Dios es sí, Jesús es humano (una persona finita y limitada de la historia); pero ambos se vinculan de tal forma, en el Espíritu de amor, que permanecen unidos para siempre.

Según esta visión de la Spirit Christology, el rasgo dominante y distintivo del evangelio no es la identidad divina de la persona de Jesús, sino la acción-presencia del Espíritu que le llena y enriquece, divinizando su vida y acción misionera. Por eso, algunos han podido afirmar que Jesús como persona histórica ha terminado: ha muerto como individuo, ha concluido su misión. Él se ha ido, queda su Espíritu; por eso, el mismo Dios que actuaba en su persona sigue actuando entre nosotros, de manera que su gracia y misterio continúa. Ciertamente, el protagonista del evangelio no es Jesús en cuanto Hijo de Dios y realidad histórica, sino el Espíritu universal que se ha expresado de manera ejemplar en su persona. Por eso, se puede añadir que ese Espíritu actúa por encima de su vida histórica (tras ella, por ella) en todos los creyentes (los humanos) y por eso le llamamos desde ahora Espíritu de Cristo.

4. Este es mi Hijo. Cristología filial y pneumatológica

Conforme a la imagen anterior, Dios rompía su cielo y enviaba su Espíritu a Jesús. Ahora, completando esa imagen, el texto dice que Dios habla, revelando el misterio filial de Jesús: ¡Este es mi Hijo el Predilecto, en el cual me he complacido! (3,17). Mc 1,11 utilizaba el discurso directo: ¡Tú eres mi Hijo! El Dios de Mt habla en tercera persona, para los oyentes de la escena o, quizá mejor, para los lectores del evangelio, a quienes dice, señalando a Jesús: ¡Este es mi Hijo!, destacando así el carácter abierto (eclesial) del pasaje: no es una experiencia privada de Jesús, sino una escena de revelación mesiánica abierta a todos los humanos.

Lo que el Espíritu expresaba como experiencia de cercanía divina se vuelve Palabra de Dios que llama a Jesús Hijo querido, apareciendo así veladamente como Padre y revelando su deseo más profundo: que todos conozcan a su Hijo. Dios no es Señor de juicio, alguien con autoridad para imponerse sobre todos por la fuerza; es Padre amoroso que no quiere castigar por su pecado a los humanos, con huracán y fuego, sino expandir el gozo de su Hijo querido. Por eso, en el principio de la biografía madura de Jesús (que no es niño, sino adulto que asume su propio destino en el mundo) se eleva y expande la Palabra de Amor de Dios Padre, que despliega el sentido de su vida (en el Espíritu) para que en él y por él descubramos a su Hijo.

Según eso, la cristología proviene del misterio intra-divino: sólo porque el Padre le ha presentado como Hijo, Jesús podrá ofrecer a los humanos el bautismo de su Padre en el Espíritu (28,19). De ese forma superamos el nivel de pura trascendencia (Dios incognoscible que escoge a un pueblo separado), para llegar hasta la fuente de amor universal de Dios Padre en su Hijo Jesucristo. El evangelio es según eso experiencia radical de filiación (¡Este es mi Hijo) y encuentro de amor del Padre con el Hijo Jesús, a quien descubrimos en perspectiva histórica (bautismo: economía de la salvación) e intradivina (inmanencia trinitaria).

Con cierta frecuencia se han opuesto estos modelos: uno más personal y biográfico (historia de amor del Hijo con el Padre), otro más vital, de inhabitación divina (el Espíritu de Dios llena a Jesús e inspira sus acciones salvadoras). Pues bien, pensamos que ellos deben vincularse: una cristología de pura filiación, que olvide la obra del Espíritu, encerrándose en el simple encuentro trinitario (del Padre con el Hijo), se vuelve inoperante; una cristología del puro Espíritu, que olvide la relación especial del Padre con el Hijo, pierde su base personal, destruyendo la identidad de Jesús.

Ambas cristologías (una más personalista, otra más sacral) se delimitan y completan mutuamente, entrelazadas en la historia mesiánica de Jesús. Mt no ha planteado su vinculación en perspectiva abstracta, como puede hacer la teología moderna, sino en el mismo despliegue de Jesús, que aparece por un lado como Hijo de Dios (en relación biográfica con el Padre) y por otro como portador de su Espíritu, abriéndose a la vez a los humanos (en línea más misionera y salvadora) Tampoco Dios es sólo Amor genérico o Espíritu expandido hacia todos los humanos: es Padre personal que envía, reconoce y, ama a Jesucristo en el Espíritu.

A nivel de efusión pneumatológica podemos comprender mejor la humanidad de Jesús, que aparece como simple ser de la historia, a quien llena y enriquece el Espíritu divino. Permaneciendo así distintos, desde la infinita distancia que les separa, ambos se unen por medio del Espíritu, que puede presentarse, a la vez, como divino y humano, eternidad y tiempo. Esta perspectiva nos ayuda a plantear el tema, en diálogo cultural. Pero, llevada al extremo nos impide descubrir la encarnación de Dios en Cristo, pues ambos seguirían separados: Dios no estaría presente (como divino, eterno) en la historia, ni dialogaría de verdad con Jesucristo.

A nivel de comunión personal intradivina Dios se vuelve humano y el humano divino en el Cristo. Jesús no es pura creatura a la que enriquece luego Dios con su Espíritu, sino Hijo a quien el Padre entrega todo lo que tiene, entregándose a sí mismo y manteniendo con él una relación de encuentro personal. Con eso no se niega la presencia del Espíritu en el Cristo, sino que se arraiga y constituye. Este es el milagro, la novedad del cristianismo, evocada por Mt, partiendo del bautismo: siendo «emisor» del Espíritu, Dios es Padre que suscita al Hijo (Jesús) en donación de amor, acompañándole a lo largo de su biografía. Con esto no negamos los problemas de la cristología, sino que los planteamos en una dimensión más honda, tal como Mt lo ha indicado en su evangelio.

La perspectiva puramente pneumatológica resultaría más fácil de entender, pues los actores del drama seguirían separados (Dios arriba, el hombre abajo; Dios eternidad, el hombre tiempo), vinculándose sólo a través de un Espíritu impersonal. Pero sin negar ese nivel, hemos querido destacar y destacamos la perspectiva de tipo personal y encarnatoria: Dios y los humanos se vinculan por el Cristo que es, por un lado, el Hijo eterno de Dios, y por otro, un ser humano de la historia.

5. Conclusiones. Eternidad, comunión, presencia del Espíritu

Esta unión de Dios y el humano en Cristo nos sitúa en la raíz de la cristología, allí donde se anudan sus tres planos. 1) Eternidad: Dios Padre llama a Jesús ¡Hijo querido!, integrándole en su comunión intradivina. 2) Biografía histórica: el Hijo eterno de Dios es hombre histórico, de forma que su vida es biografía del Hijo divino. 3) Misión: Jesús ofrece el Espíritu de Dios, realizando la efusión pneumatológica que marca el surgimiento de la Iglesia. Esos planos son heterogéneos y no pueden sumarse uno tras otro; sin embargo, por afán de claridad, los presentamos vinculados:

(i) Plano de eternidad. Cristología ontológica. Desde un fondo cultural más helenista, destacamos la vinculación eterna (de «ousia» o esencia) entre Hijo y Padre, afirmando que Jesús es Logos divino preexistente y, añadiendo que posee realidad eterna, fuera de la historia (antes de la encarnación). Llegando hasta el final en este línea, la biografía humana de Jesús resulta derivada respecto a su más honda identidad de Hijo eterno de Dios; la trinidad inmanente (unión divina del Hijo con el Padre en el Espíritu) sería un misterio previo o separado, independiente del Jesús de la historia.

Este planteamiento resulta menos apropiado para comprender la historia de Jesús, tal como ha sido narrada por Mt en su evangelio, pues aquí es difícil hablar de la persona eterna del Hijo de Dios, sin referencia a Cristo. Además, la misma confesión dogmática fundante de la Iglesia dice creo en Jesucristo, Hijo de Dios (y no creo en el Hijo eterno). Sólo la fe en el Cristo histórico permite confesar al Hijo eterno. Pero, dicho eso, debemos añadir que sólo donde se confiesa la comunión del Padre con el Hijo puede mantenerse en su verdad y sentido la formulación cristológica.

(ii) Plano de comunión. Cristología biográfica. La biografía personal de Jesús, que Mt ha narrado, resulta inseparable de la persona del Padre que le envía (= engendra), le acompaña en el decurso de su despliegue humano y le acoge en la muerte. Según eso, el Dios eterno (= Padre) forma parte de la historia de Jesús tal como Mt la cuenta, en un nivel creyente. El protagonista o «sujeto» de la confesión de fe cristiana, no es un Logos eterno (Hijo divino, separado de la historia), sino el mismo Jesús de la entrega mesiánica, a quien llamamos Cristo, Señor, Hijo de Dios. Para mostrar que es salvador final de la humanidad (y ser divino), Mt ha contado su biografía mesiánica, vinculando su vida a la de Dios (en nacimiento, decurso vital y muerte/Pascua)

Mt se ocupa de Dios Padre eterno al ir trazando la biografía de Jesús (pues nadie conoce al Hijo, sólo el Padre, y nadie conoce al Padre, sólo el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiera revelárselo: 11,27). Por eso, la relación de Jesús con el Padre (la unión de sus biografías) no es un misterio puramente histórico (Trinidad económica), sino despliegue del proceso original de Dios (Trinidad inmanente). Por eso, la cristología y trinidad inmanente resulta inseparable de la historia de Jesús, de su comunión biográfica de amor con el Padre.

(iii) Plano de efusión pneumatológica. Cristología misionera. La biografía de Jesús, que en un sentido se vincula con Dios Padre, resulta inseparable de la acción del Espíritu Santo. Nacimiento, vocación y Pascua de Jesús forman parte del «despliegue» del Espíritu de Dios, que expresa en su vida mesiánica (vida histórica) la hondura y plenitud del amor intra-divino: Jesús brota del Espíritu (relatos de concepción y bautismo); Jesús obra con la fuerza del Espíritu (Mt 12,28); por su muerte y Pascua, Jesús puede ofrecer el Espíritu a los perseguidos (10,19-20), concediendo a sus discípulos el poder de bautizar en ese Espíritu a los fieles (28,19).

La biografía de Jesús como Cristo sólo tiene sentido porque nace del Espíritu de Dios, lo asume (humaniza) en su existencia y finalmente, lo envía: al ofrecerse a sí mismo, al entregar lo que ha sido y es a los humanos, les regala la presencia de Dios, el Espíritu divino, entendido ya como principio de encarnación y comunión radical con Dios y entre los humanos. Por eso, la Spirit Christology (vinculada a la Spirituque), resulta inseparable de la Christ-spiritology, es decir, de la pneumatología cristológica: sólo allí donde Jesús viene a presentarse como aquel que bautiza a los humanos en el Espíritu Santo (en el misterio trinitario, que es la totalidad divina: 28,19), puede afirmarse que la cristología ha culminado.

Vinculamos esas perspectivas de un modo ascendente; partimos de la historia de Jesús y del Espíritu (economía trinitaria) para subir al nivel de ontología divina (trinidad inmanente). Así desarrollamos una cristología evangélica, recorriendo el evangelio de Mt y uniendo el encuentro de Jesús con el Padre y su apertura salvadora a los humanos. El mismo Mt es así texto base de cristología.

La cristología se vuelve tarea personal de envío y seguimiento. Sólo si llegamos con Jesús a la montaña de la Pascua (28,16-20), culminando el camino ascendente (se me ha dado todo poder), podremos iniciar el descendente, descubriendo que el mismo Jesús nos envía a realizar su obra, bautizando a los humanos en el nombre sagrado (Padre, Hijo y Espíritu Santo). Mt nos introduce así en el interior de la misma historia trinitaria: Dios no ha querido ser divino sólo en sí, sino introduciéndonos en su proceso de amor trinitario. Por eso hay una historia trinitaria de Dios.

 

HIJO DE DIOS Y MESÍAS DIABÓLICO, TENTACIONES (4,1-25)

Las reflexiones anteriores nos han servido para situar la cristología en línea biográfico-filial (despliegue de Jesús, Hijo de Dios) y pneumatológico-misionera (efusión liberadora del Espíritu de Cristo en los seres humanos). Ambas se vinculan, de forma paradójica, en el texto de la tentación, que recoge y supera los riesgos principales de una cristología al servicio de los poderes de este mundo. Frente al Espíritu de Dios emerge el Diablo, ofreciendo a Jesús un camino apetecible de culminación mesiánica, que acaba siendo contrario a su verdad de Hijo de Dios y a la verdadera libertad humana.

La cristología estudia y sistematiza el despliegue mesiánico de Jesús que, arraigándose en la promesa de Israel, pero superando la clausura nacional judía, ofrece a los humanos (a todas las naciones) un proceso de realización abierto a lo divino. Tres son sus riesgos (nuestros riesgos), tres los problemas que el mesías debe resolver para mostrarse Hijo de Dios y salvador de los humanos. Esto significa que nuestra cristología, con la de Mt, es una cristología tentada, es decir, combatida desde una perspectiva económica y social. Siguiendo al Jesús de Mt 4, nuestra cristología sólo será verdadera y significativa si supera sus antiguas y nuevas tentaciones. Así lo mostraremos, precisando el sentido de cada tentación, para evocar después, de forma telegráfica el inicio de la misión de Jesús en Galilea. Con esto podrá terminar nuestro trabajo.

 

 

 

6. Cristología y pan: ¡Dí que las piedras se vuelvan alimentos! (4,1-4)

El primer problema humano es el hambre, la primera acción mesiánica será ofrecer comida (pan), seguridad económica. A ese nivel nos situaba Gen 2-3: Eva sintió «hambre» de un pan especial (del fruto del conocimiento pleno); también a Jesús le llega el hambre, necesita colmar su deseo. Esta es la tentación principal de nuestro tiempo: saciar para siempre a los humanos (como sabemos en otro texto de Jn 4,15). Parece evidente que sólo es mesías verdadero quien ofrece pan a los humanos, en programa integral de transformación económica. La cristología se volvería de esa forma.

Pues bien, en contra eso, Mt 4, aun admitiendo que resulta necesario alimentar a los hambrientos, sabe que la solución del Diablo (que actúa como la serpiente de Gen 3), resulta peligrosa para los humanos: les abandona en manos de su propio poder, les encierra en su necesidad económica, para que ellos vendan su misma dignidad personal (de seres que escuchan y responden a nivel de gratuidad) por alimento o dinero.

El tentador intenta clausurar a los humanos en el círculo de su propio poder; al fondo de Gen 3 hay un «tú puedes» absoluto, un deseo de comer (de poseer) que se presenta como solución y plenitud de todos los problemas. El Diablo de Mt 4,1-4 recuerda a Jesús lo que debería ser su poder creador (transformador), interpretado como signo mesiánico: «si eres Hijo de Dios, dí que esas piedras». Ser Hijo de Dios significa para él imponerse sobre el mundo, comer todo. El triunfo mesiánico supondría el cumplimiento inmediato de los deseos, el control material sobre la vida.

Esta es la aspiración primera, la tentación adámica (de Eva, en Gen 3) y antropológica (de Jesús en Mt 4). El humano se descubre como ser necesitado, limitado por el mandato (¡no comas!) e inquietado por el deseo (¡Jesús sintió hambre!). romper el límite, saciar inmediatamente la necesidad: esa sería la señal del mesianismo, la divinización del humano. Hacernos o ser dioses: poder o tener todo. Tal sería la misión de Jesucristo, la tarea del Espíritu divino (a quien Mt llama Diablos o tentador).

¿Ha triunfado el Diablo? La mandad actual sabe producir, de forma que parece estar capacitada para realizar el deseo satánico: convertir la piedra en pan, saciar el hambre. En conjunto, la cultura de Occidente, con su desarrollo científico y técnico, puede resolver el problema de la producción, alimentando a todos los hambrientos de la tierra. De esa forma ha logrado aquello que quería el Diablo, pero no lo ha hecho sólo a través de un pecado (vendiendo el alma al Diablo), sino en un proceso también positivo de conocimiento y transformación técnica de los bienes de la tierra.

Verdad de Jesús. Dialogar es más que producir, la comida sola no resuelve el tema humano. Nuestra humanidad sabe producir, no ha aprendido de verdad a compartir, no ha conseguido que sus miembros dialoguen de un modo fraterno, desplegando su vida a nivel de palabra, es decir, de búsqueda compartida de fraternidad, en apertura a Dios, en participación de los bienes humanos (no sólo económicos). Allí donde la economía es sólo economía (que acaba quedando en manos del deseo impositivo de los potentados) y el poder puro el humano corre el riesgo de perderse a sí mismo, cayendo en manos del Diablo tentador.

Jesús rechaza la petición del Diablo absteniéndose de convertir las piedras en pan, no porque desprecie la necesidad de los pobres, o quiera condenarlos al hambre, sino porque les ama de un modo más alto y porque quiere situar su entrega al nivel de la comunicación de amor gratuito y personal, afirmando con Dt 8,3, que no sólo de pan vive el humano, «sino de toda palabra que brota de la boca de Dios». De esta forma nos sitúa en el lugar del verdadero mesianismo, que consiste en dialogar y/o compartir a nivel de comunicación humana. La cristología del s. XXI debe situarse en este mismo fondo de búsqueda de pan (saciedad) y de comunicación personal interhumana.

El Diablo de Mt 4 es panadero: produce panes suficientes, pero no sabe (no quiere) compartir ni dialogar, pues compartir es amar, dialogar es cultivar la libertad en plano de palabra. No toda producción es diabólica: la cultura de Occidente, especializada en producir, no es por ello perversa, sino al contrario: puede hacerse humana. Pero una producción convertida en «capital» egoísta (Mamôna: Mt 6,24) suele acabar sacralizando el satanismo.

Jesús, por el contrario, viene a presentarse como mesías de la palabra, es decir, de una producción que recibe su sentido (se hace mesiánica) poniéndose al servicio de la comunicación gratuita interhumana. Sólo donde pasamos del puro pan (que se puede hacer Mamôna) a la palabra del diálogo gratuito, en libertad fraterna y entrega de la vida, puede hablarse de Jesús como mesías, Hijo de Dios.

No queriendo ser productor egoísta del pan convertido en capital, sino sembrador de la palabra creadora y dialogante (Mt 13), Jesús se mostrará en el ancho campo de la tierra, donde los humanos sufren hambre como mesías de los panes compartidos (Mt 14,13-21; 15,29-39). No es mesías de «pan milagroso» (de la abundancia cerrada del dinero o alimentos), como quiere el Diablo, sino portador de un mesianismo fundado en la palabra dialogada, abierta a todos los humanos.

En el camino que lleva del rechazo del pan diabólico (4,1-4) al pan compartido de las multiplicaciones (14,13-21; 15,29-39), culminará la cristología de la primera parte de Mt (del mensaje de Galilea), para expandirse en el camino que lleva a la ciudad (segunda tentación: 4,5-7), donde Jesús presentará su propio cuerpo (vida) como pan, en la eucaristía (26,26-29), para ser condenado por sus sacerdotes (Mt 27). Frente al deseo diabólico de convertir todo lo que existe en pan de posesión (Mamôna), expande así Jesús la gracia de su vida, hecha don (pan que alimenta y vincula en gratuidad a los humanos) por la Pascua.

Nosotros, cristianos de Occidente, productores de un pan que puede volverse diabólico, debemos rehacer el camino de Jesús, convirtiendo la producción (nuestra riqueza) en medio de comunicación humana. Quizá podamos afirmar que el s. XXI será siglo de pan y palabra compartida (conforme al testimonio de Jesús) o acabara perdiéndose en la lucha infinita por la economía (por el control egoísta de los panes), que lleva al gran combate entre todos los humanos. O Jesús nos enseña a compartir en gratuidad el alimento, escuchando la palabra de Dios y convirtiéndola en principio de comunicación y entrega personal, o acabamos destruyendo en la lucha por los panes (disputa del dinero) nuestra misma vida. El misterio cristológico del s. XXI resulta inseparable del problema económico. Una cristología ontológicamente perfecta, pero que no nos hiciera compartir en gratuidad palabra y/o panes, sería contraria al evangelio de Mt.

7. Cristología y templo. Tírate y los ángeles de Dios te sostendrán (4,5-7)

La cristología de Occidente se ha desarrollado de forma sacral, vinculándose con frecuencia a los signos que maneja (y controla) este Diablo tentador del santuario: así ha vuelto a construir una teología de la ciudad santa (iglesia) y los milagros ante el alero del templo. Pues bien, Mt nos obliga a superar ese nivel de sacralidad mágica, llevándonos al espacio de la fe.

El Diablo que tienta a Jesús, desde la antigua o nueva ciudad Jerusalén (templo), encaramado en el pináculo sagrado, a la vista de todos, proponiéndole que se eche en las manos de Dios, arrojándose al vacío, es un espíritu exegeta y religioso, experto en prodigios, que sabe citar la Biblia y apelar a la «providencia» de Dios: «tírate hasta el suelo, pues, como dice la Escritura, mandará a sus ángeles, para que te tomen en sus manos, y tus pies no se quiebren en las piedras» (4,6; Cf. Sal 91,11-12).

Diablo religioso. Piedad y magia. Un tipo de religión ha funcionado desde antiguo como obediencia a un Dios que parece externamente providente (protege a los suyos de manera demostrable) o como magia (sus devotos lo utilizan, poniéndolo al servicio de sus propios intereses). A ese nivel se ha colocado en este texto el Diablo: quiere que Jesús se arriesgue y se lance en el vacío, para forzar así el cuidado de Dios, superando por religión la racionalidad o prudencia humana. Este es un Diablo que no quiere aceptar y no acepta la dura realidad del mundo, pidiendo a sus devotos que se evadan de ella por milagro. No es un Diablo de obras «malas» en sentido moralista (tentaciones sexuales o torturas exteriores, miedos fantásticos o muertes violentas), sino seductor piadoso, experto en ilusiones religiosas.

Cristo a-religioso. Mesianismo y confianza en Dios. Frente a la magia del Diablo, que tienta a Dios, buscando la prueba sacral del milagro, Jesús es un creyente realista, que acepta la trascendencia de Dios y que, precisamente por eso, ni pide ni quiere los milagros que una tradición inmemorial vinculaba a Jerusalén, con la estructura sagrada de su templo. Es evidente que muchos seguidores de Jesús esperaron el «milagro» en la ciudad sagrada, conforme a las antiguas profecías. Confiaban primero que no moriría, pensaron después que resucitaría exactamente, con gran fuerza. Pero vino Jesús y, en vez de triunfar en lo externo, quedó amenazado de muerte y murió en la ciudad de las grandes promesas, gritando «Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado? (27,26), sin que nadie respondiera, sin resurrección externa.

Desde ese contexto de tentación diabólica y deseo de milagro, en la ciudad del templo, puede interpretarse mejor la segunda parte de Mt (16,21-27,66). Jesús cumple de algún modo aquello que le pide el Diablo: se introduce (arroja) en el santuario de Jerusalén, pero no de forma espectacular (para que admiren su arrojo y Dios haga el milagro de salvarle), sino por fidelidad a su mensaje mesiánico. No lo hace para «honrar» al Dios de sacerdotes y milagros (del Diablo), sino para mostrar que el templo está manchado con dinero (tema anterior), es cueva de bandidos (Cf. 21,12-17). Humanamente hablando, lo que el Diablo le pedía era menos peligroso que lo que él ha realizado, pues algunos se salvan al lanzarse de la altura, pero nadie se libera de la autoridad sacral de los sacerdotes. Desde ese fondo, con la ayuda de Jer 7, podemos entender la relación de Jesús con el Templo:

Los sacerdotes buscaban la seguridad del santuario, lugar de refugio para tiempos de crisis: Dios hará el milagro, no dejará que su santo templo caiga y que sus adoradores mueran, en manos de invasores. Pensaban así en tiempos de Jeremías, lo mismo pensarán muchos judíos sublevados contra Roma (66-70 d. C.).

Jeremías acusó a los sacerdotes, diciendo que su forma de apoyarse en la sacralidad del templo era no solamente mágica, sino perversa, pues la confianza en la inviolabilidad del templo les mantenía en la injusticia. A su juicio, el culto injusto es pecado contra Dios, de tal manera que el mismo templo puede convertirse en signo de mentira; no existe más milagro de Dios que el vinculado a la justicia y fidelidad humana.

Jesús, siguiendo a Jeremías, quiere que el templo aparezca como expresión de fe y no como lugar de tentación antidivina. Por eso ha rechazado el «milagro sacral» y ha realizado un signo profético de amenaza y destrucción contra este templo de injusticia vinculada con la magia (21,12-16). En ese contexto se sitúa su palabra contra el Diablo religioso que le acecha con milagros: «No tentarás al Señor, tu Dios» (Mt 6,7; Cf. Dt 6,16).

No tentar a Dios significa aceptar su diferencia: no introducirle en la espiral de favores sacrales o milagros con que Dios defendería a los «piadosos». Jesús no quiere ese tipo de milagros: no exige que Dios (o sus ángeles) garanticen la seguridad externa de su vida. El mesianismo de Jesús no puede interpretarse como maravilla externa, sino como expresión de fidelidad radical, en fe profunda: sólo es mesías (verdadero Hijo de Hombre) aquel que sabe morir por los demás (Cf. 16,61). El mesianismo diabólico quiere el triunfo externo de Jerusalén, busca el milagro. Jesús, en cambio, es mesías porque acepta en fidelidad el camino de Dios: no busca el milagro, está dispuesto a morir por el Reino.

El deseo de un mesianismo milagroso ha seguido influyendo en la primera comunidad, como indica el hecho de haber creado un relato como este. Parece que muchos cristianos antiguos, cuyo lenguaje reflejan este y otros textos (Cf. 5,35; 27,53), siguieron tomando a Jerusalén como ciudad sagrada, que Dios debe defender con sus milagros: por eso aguardan allí la manifestación pascual de¡ Cristo, el milagro externo del fin de los tiempos. Pues bien, esa esperanza ha sido vana: Mt recuerda que Jerusalén ha condenado a Jesús a muerte (sin que Dios le defienda externamente y le libere del patíbulo infamante); por eso, sus creyentes han abandonado la «capital sagrada», anunciando el Reino de Dios, desde la montaña de Galilea (28,16-20), en todo el mundo (como supone la tercera tentación).

La respuesta de Jesús ante el «milagro» de Jerusalén continúa siendo normativa. Muchos seguimos aferrados a portentos, interpretando la Iglesia como casa o corte de prodigios, lugar que Dios mismo debería defender, con fuerte ayuda, contra los perversos invasores. Pues bien el Cristo de Mt no admite más milagro mesiánico que el de Jonás, el profeta enterrado (en ballena o tierra) por tres días (Cf. 12,39-41). Según Mt no existe más «milagro» que la entrega de la vida.

Jesús no se ha tirado caprichosamente del pináculo de templo, sino que ha entrado en sus patios por fidelidad mesiánica, aceptando la muerte. Dios no le ha liberado de la «caída», agarrándole en sus manos, sino que le ha acompañado en la muerte, culminando su tarea mesiánica. Sólo es verdadero mesías quien entrega su vida por el reino. A muchos, dentro y fuera de la jerarquía eclesial, les cuesta aceptar este Cristo sin milagros y siguen aferrados a la magia de apariciones y tejidos «milagrosos». Si quiere ser fiel al Cristo de Mt y asumir con seriedad y gozo el diálogo religioso y cultural del siglo XXI, la cristología deberá oponerse a todas las magias (pseudo-) religiosas.

8. Cristología y poder. Todo esto te daré (4,8-10)

El proceso cristológico culmina allí donde el humano quiere hacerse dueño de todo lo que existe. Del pan (economía) y la ciudad sagrada (religión) hemos pasado a la montaña cósmica, altura desde donde pueden contemplarse y dominarse los reinos de la tierra. El Diablo de la tentación anterior no actuaba de una forma abierta, sino que conducía a Jesús hasta el misterio de su filiación (si eres Hijo de Dios: 4,3.6), pidiéndole que dedujera sus propias consecuencias. Ahora, apareciendo como dueño de los reinos de la tierra, el Diablo promete a Jesús directamente: «todas estas cosas te daré, si postrándote me adoras».

En otro contexto, más cercano a la primera tentación, Mt 6,24 ha contrapuesto a Dios y la Mamôna (capital divinizado) separando el verdadero y falso mesianismo. Pues bien, en nuestro caso, lo que se contrapone a Dios no es el dinero/pan, sino un Diablo que se muestra como fuente de dominio, exigiendo adoración de sus devotos, especialmente al que debiera ser dueño del mundo (el mesías). Proponiendo una cristología del Poder el Diablo se presenta corno enemigo (antítesis) de Dios.

Cristología del poder, hijo del Diablo. En el monte cósmico emerge el Diablo, como «padre» de Jesús, ofreciéndole el dominio sobre los humanos. Los fariseos de Mt 12,22-32 acusan a Jesús de estar «poseído» por el Diablo, pues realiza con el poder de Belcebú estos exorcismos. Como delegado diabólico, Jesús habría podido convertirse en Cristo político del cosmos, dueño de todos los poderes de la tierra. Su padre, el Diablo, le habría dado autoridad sobre los humanos en línea de imposición (adoración). Como la literatura ha destacado con frecuencia, para conseguir el poder sobre la tierra es necesario vender el alma al Diablo. Del templo, lugar de la religión sacralizada, hemos pasado al ancho mundo de la vida donde la falsa religión se expresa en forma de imposición humana.

Cristología de la gracia, Hijo de Dios. Al oponerse a la adoración diabólica, expresada como poder (= imposición) sobre la tierra, Jesús viene a presentarse como verdadero Hijo que adora y sirve a Dios en libertad, al entregar su vida para bien de los humanos. Culmina así el camino de la cristología, iniciado en las tentaciones anteriores (pan y templo). Jesús no intenta dominar el mundo con dinero 0 milagros, no pretende ser mesías para dominar sobre los humanos, organizando de esa forma el mundo, sino para servirles, en gesto de liberación gratuita. Por eso expulsa al Diablo, utilizando las palabras que más tarde empleará cuando rechace a Pedro, que ha querido separarle del camino de la entrega de la vida: «apártate, (de mí) Satanás».

Desde este fondo ha de entenderse el final del evangelio. El Diablo de Mt 4,8 promete a Jesús todos los reinos del cosmos, con su gloría, un camino de triunfo sobre el mundo. Jesús rechaza ese camino, para entregar su vida en gratuidad, de tal manera que al final puede presentarse ante los discípulos, en la montaña pascual, como aquel a quien Dios (y no el Diablo) ha concedido todo poder en cielo y tierra (28,18), en palabra que recuerda Gen 1,1: creó Dios el cielo y la tierra». La creación aparece ya como obra de Dios y Jesús como verdadero Adán o humano culminado, que expande a todos su camino fraternidad, centrado en el bautismo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu.

Culmina con esto el proceso de las tentaciones, que nos lleva del pan (economía), por la religión (milagro), hasta el poder donde se expresa el más hondo misterio divino. Este no es un proceso teórico, despliegue de ideas o razones primeras, en plano conceptual, sino un itinerario práctico de transformación del mundo: sólo puede entender la cristología quien asume el evangelio de Jesús, oponiéndose al proyecto y métodos del Diablo. Por eso, la cristología de Mt resulta inseparable del despliegue del auténtico poder, del señorío del humano sobre el mundo, de manera que se cumpla la palabra de la creación: «Crezcan, multiplíquense, dominen la tierra» (Gen 1,27-28).

De esa forma, el problema cristológico viene a situarnos en el centro de la problemática social que Mt ha recreado en el camino de Jesús hacia Jerusalén (especialmente en 20,20-28). La cristología del siglo XXI debe plantear con nitidez el tema del poder, no sólo en la lglesia, sino en el ancho camino de la vida económica, política y social de los humanos. Este no es problema de teoría, sino de realización humana: o Jesús nos permite enfocar y resolver los problemas de comunicación y poder o su figura acaba siendo inoperante y banal, puro recuerdo de un pasado que ha perdido su sentido.

Conclusión: cristología ampliada, pescadores de hombres (4,11-25).

Estrictamente hablando, este trabajo ha terminado, pues hemos venido ofreciendo nuestras reflexiones conclusivas al final de cada apartado. Pero, a manera de conclusión, recordaremos que, superado el riesgo satánico (4,11) y después que el Bautista ha culminado su anuncio profético, Jesús puede venir a Galilea (4,12), para anunciar allí el Reino de Dios (4,17), iniciando así su cristología activa.

De esa forma inicia su tarea mesiánica, presentando su misión como prueba y signo del valor de su mensaje. De manera lógica, llegando a la meta del despliegue biográfico, Jesús volverá a encontrar a sus discípulos en la montaña de Galilea (28,16), para enviarlos desde allí a todas las naciones. De esa forma, ellos han de expresar en su palabra y tarea misionera la verdad de su cristología.

Este momento misionero de la cristología eclesial está vinculado al biográfico de Jesús. En gesto de magisterio personal, que irá desarrollándose a través de todo el evangelio. Jesús llama a cuatro pescadores, para que le sigan o vayan tras él (4,19), descubriendo así que la doctrina de Jesús es su persona. Por eso, en lugar de una ley o sabiduría genérica, a lo largo de Mt irá emergiendo el «yo» de Jesús, su biografía mesiánica de Hijo de Dios, que los discípulos pueden y deben expandir a las naciones, ofreciendo a todos los humanos el bautismo en el nombre del Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Momento misionero. Jesús llama a los cuatro (signo de totalidad) para convertirles en pescadores de hombres (4,19), mediadores de su tarea mesiánica de reunión de los pueblos. A lo largo del evangelio, ellos se harán Doce, signo del Israel escatológico (Cf. 10,1-2), para convertirse al fin en Once (la defección de Judas simboliza el fracaso de la mediación israelita), viniendo a presentarse como portadores de la misión universal humana (28,16).

Ellos, los once enviados mesiánicos, en quienes se reasume la tarea de la Iglesia, expresan y condensan la verdad de la cristología, que ha de entenderse así como proceso de seguimiento de Jesús y anuncio de su reino. En ese camino mesiánico, de comprensión y anuncio salvador del evangelio/vida de Jesús nos hallamos implicados. Eso significa que nuestra cristología (a principios del tercer milenio) sólo tiene sentido si podemos presentarla como expresión y signo del anuncio cristiano, en diálogo con todas las culturas de la tierra.

Si la cristología fuera sólo un tratado acerca de Jesús, si se ocupara solamente de su vida y obra individual, separándola del seguimiento y misión de sus discípulos, perdería su sentido. Como hemos venido indicando en todas las reflexiones anteriores, ella aparece como disciplina biográfica (despliegue de la vida de Jesús) y testimonial o misionera. Así puede culminar nuestra lectura de Mt 1-4. El resto debe hacerlo y decirlo el conjunto de la Iglesia misionera.