A un cristiano desconocido de los primeros tiempos, mientras peregrinaba en la
vasta necrópolis calixtiana, le pareció de repente haber entrado en la mística
Jerusalén, en la ciudad teñida de púrpura por la sangre de los mártires y
refulgente de su gloria. Al salir de ahí grabó con mano elegante, sobre una
pared, estas palabras que hoy todavía se pueden leer: Jerúsalem cívitas et
ornaméntum mártyrum Dei..." (Jerusalén, ciudad y ornamento de los mártires
de Dios).
También el peregrino de hoy, con ánimo conmovido, entrevé en las catacumbas el
íntimo secreto de la espiritualidad de esos pontífices mártires, de esas
vírgenes y de esa innumerable multitud de oscuros cristianos.
Las inscripciones y las pinturas, que sobrevivieron a tantas devastaciones y
depredaciones, revelan, al menos en parte, tal secreto y repiten todavía las
palabras de un antiguo epitafio cristiano: "Táuta o bíos" (Esta es
nuestra vida).
La
espiritualidad de las catacumbas es la misma de la Iglesia primitiva en su
juventud de conquista y de martirio. Nutrida con el meollo de las Escrituras,
sencilla y potente, ella es hermana de las más antiguas liturgias; de suerte que
quien visita las catacumbas bebe en las fuentes de la espiritualidad cristiana.
Son varios los aspectos de semejante espiritualidad:
Espiritualidad cristocéntrica
Esta espiritualidad pone a Jesucristo como figura dominante. Lo que para el
católico de hoy es el Sagrado Corazón de Jesús, es decir, el signo de la bondad
de Cristo, para el cristiano antiguo era el Buen Pastor. Entre las
representaciones de las catacumbas, esta es la más frecuente: aparece pintada en
los cielos rasos entre decoraciones florales, grabada torpemente en las losas
sepulcrales, modelada en relieve sobre los sarcófagos y, finalmente, esculpida
con griega elegancia en una de las más antiguas estatuas cristianas que se
conocen (IV siglo, Museos Vaticanos). El cordero sobre los hombros que el pastor
tiene fuertemente asido con sus manos es el cristiano. Alrededor hay una
atmósfera de confianza que le hacía decir a San Pablo: "¿Quién nos separará
del amor de Cristo? ¿La tribulación?,¿la angustia?,¿la persecución?, ¿ el
hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?" (Rm 8, 35).
A menudo el Salvador está representado como obrando entre los hombres: en los
bajorrelieves o sobre las paredes se ve a Jesús que toca los ojos del ciego o
que hace resurgir a Lázaro de la tumba; que multiplica los panes o cambia el
agua en vino: es el Cristo que pasa haciendo el bien.
Están después los símbolos. Las representaciones más significativas tal vez sean
aquellas en las que Cristo aparece bajo el velo de un símbolo. Antes de
Constantino, cuando la cruz era usada diariamente como patíbulo de esclavos y
extranjeros, el cristiano velaba piadosamente su aspecto repulsivo a través de
los símbolos, como, por ejemplo, al ancla.
Junto a Jesús, los cristianos de las catacumbas gustaron de representar, con
afecto filial, a su Virgen Madre. Y he aquí, a comienzos del siglo III, en las
catacumbas de Priscila, la figura suave de María, que aprieta contra su seno a
Jesús, mientras Balaam señala la estrella que resplandece sobre su cabeza.
He aquí todavía la Virgen que tiene en su regazo al Hijo, mientras los Magos se
acercan para ofrecer sus dones. La adoración de los Magos se repite, en las
varias catacumbas, a través de pinturas, esculturas y otros objetos preciosos
(relicarios, objetos de marfil, colgantes, anillos).
Espiritualidad sacramental
La espiritualidad de las catacumbas es también sacramental. En los sacramentos
cristianos el mundo exterior de la materia entra, como signo y como instrumento,
para realizar la redención y la salvación del hombre: Bautismo y Eucaristía.
En ningún cementerio nuestro se encuentran tantas representaciones sacramentales
cuantas hallamos en los Cubículos de los Sacramentos en San Calixto. Nos
referiremos ahora brevemente a aquellos sacramentos sobre los cuales existe una
documentación más copiosa.
Bautismo.
No estamos todavía en la época en la cual en honor de este sacramento se
erigirán espléndidos edificios (recuérdese el bautisterio de San Juan en Letrán).
El bautismo era administrado todavía en las domus Ecclésiae, que eran las
residencias familiares, a menudo secretamente. Pero se conocía la grandeza del
sacramento. Pablo había hablado de él con términos grandiosos precisamente en la
Carta a los Romanos (capítulo 6). Los cristianos sabían que mediante el rito
bautismal el hombre muere y resurge místicamente con Cristo, y por la eficacia
de estos actos redentores es asociado a la vida divina.
Una de las más antiguas pinturas en los así llamados Cubículos de los
Sacramentos, en las Catacumbas de San Calixto, representa el bautismo. Junto a
un espejo de agua está sentado un pescador que con el sedal saca un pez: nos
gusta ver en este personaje a un apóstol, que cumple la orden de Jesús:
"Síganme; los haré pescadores de hombres" (Mc 1, 17).
Muchos cristianos, "conquistados por Cristo" (Flp 3, 12), después de
angustiosas experiencias interiores, sentían que el momento del bautismo había
marcado el inicio de una vida nueva. De aquí proviene ese nombre que se lee en
una lápida de la tricora de San Calixto, nombre que después se volvió tan común
en la cristiandad: "Renatus" (¡Nacido de nuevo!).
Eucaristía.
Y henos ahora ante la joya de las capillas de las catacumbas: la trilogía
eucarística.
En el fresco, los cristianos sentados a la mesa eucarística son siete, como los
discípulos que se reunieron alrededor de Jesús resucitado a orillas del lago; en
los platos delante de ellos está el pez: Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador.
En la escena de la izquierda el sacerdote extiende las manos sobre una pequeña
mesa con el pan eucarístico: clara figura del acto consagratorio reservado a los
ministros; en el otro lado de la mesa, un orante con los brazos levantados nos
recuerda que, para ir al cielo, hay que nutrirse de ese pan consagrado (la
Eucaristía).
El tercer panel, a mano derecha , es de clara significación para quien recuerde
las palabras del himno eucarístico de Santo Tomás de Aquino: "In figuris
praesignátur cum Ísaac immolátur" (En la inmolación de Isaac se prefigura el
sacrificio de Cristo).
No podemos omitir una figuración que es preciosa por su antigüedad y por su gran
valor espiritual. En la Cripta de Lucina, que se remonta a fines del siglo II,
sobre la pared frente a la entrada, están representados simétricamente dos
peces, delante de los cuales están colocados dos canastos repletos de panes.
Dentro de los canastos se entrevén dos vasos de vino. El pez es Cristo; el pan y
el vino, en cambio, son las especies bajo las cuales El se hace presente en la
Eucaristía.
Estamos en las fuentes de la cristiandad. El cristiano antiguo, consciente de
que "no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres, por el que nosotros
debamos salvarnos" (Hch 4, 12), sabe también que a Cristo no podemos
asociarnos si no es mediante los sacramentos que El ha instituido para tal
finalidad.
Espiritualidad social
La espiritualidad de las catacumbas es, además, "social": el cristiano
acostumbrado a decir en la oración, no ya "Padre mío", sino "Padre nuestro",
sabe que en la familia de Dios no se vive aislada sino socialmente:
"Nosotros, siendo muchos, no formamos más que un solo cuerpo en Cristo" (Rm
12, 5). Las catacumbas nos brindan la imagen de este cuerpo místico dentro del
cual conviven ordenadamente los cristianos en jerarquía de funciones y en unidad
de espíritu. Aquí los pontífices mártires reposan en medio de la humilde
multitud anónima de su grey.
En la parte frontal de un sarcófago un jovencito levanta las manos en la actitud
del orante feliz en la visión de Dios: a sus lados Pedro y Pablo, los fundadores
de la Iglesia de Roma, parecen introducirlo en la patria bienaventurada.
En las Catacumbas de Domitila, en la pintura de un arcosolio, llega Veneranda en
traje de viaje, peregrina que ha terminado su destierro, a los umbrales de la
patria: la santa del lugar, Petronila, con semblante suave, la acoge y la
introduce.
Hay un intercambio de plegarias entre las diversas partes de la Iglesia.
Centenares de peregrinos se encomiendan a Pedro y a Pablo sepultados en la
Memoria de la Vía Appia Antica (las Catacumbas de San Sebastián), grabando
breves oraciones en el revoque de la triclinia (ambiente para banquetes
funerarios, a cielo abierto): "Pablo y Pedro, recen por Víctor. Pedro y
Pablo, tengan presente a Sozomeno".
A la entrada del sepulcro de los papas en San Calixto, la pared está constelada
de plegarias: "San Sixto, ten presente a Aurelio Repentino". "Espíritus
Santos... que Verecundo junto con los suyos, navegue bien". A veces no hay
una oración explícita: para implorar basta una calificación añadida al nombre:
"Felición, sacerdote, pecador".
Se cuentan por millares las inscripciones con plegarias de los vivos por los
difuntos o con solicitaciones a los muertos para que recen por los
sobrevivientes. En la dimensión social del cuerpo místico, cada persona está
vinculada con la Iglesia entera.
Espiritualidad escatológica
El cristiano está en tensión hacia los "éschata", es decir, hacia las realidades
definitivas de la vida eterna: "No tenemos aquí ciudad permanente, sino que
andamos buscando la del futuro" (Hb 13, 14). "Nosotros somos ciudadanos
del cielo" (Flp 3, 20). Basta un breve recorrido en una catacumba para ver
brillar esta verdad con la más viva luz.
Y henos aquí en la escalera que baja hacia la Cripta de los Papas. En la pared
izquierda una lápida nos habla de Agripina, "cuius dies inlúxit" (cuyo
día amaneció): el día de la muerte fue el día de su ingreso en la luz, en la
bienaventuranza esperada. Un poco más abajo hay una inscripción griega de Adas,
la cual "ecoiméte" (se durmió), al igual que la hija de Jairo, que -según
dice el evangelio- "no ha muerto: está dormida" (Lc 8, 52) y aguarda la
llamada de Aquel que es la resurrección y la vida.
En una capilla, Jonás, escapado de las fauces del monstruo que simboliza la
muerte, reposa plácidamente a la sombra de un emparrado. Más adelante, el Buen
Pastor aprieta contra sí tiernamente al cordero que lleva sobre sus hombros: la
muerte no es más terrorífica para el cristiano, llevado por Jesús hacia los
verdes pastos.
Desde la pared de un cubículo cinco cristianos levantan los brazos en la actitud
de adoración; alrededor, un hermosísimo jardín cubierto de flores: es el
paradisus, el jardín celestial. Desde una lápida entre las más antiguas, una
cruz-ancla nos anuncia que llegó al puerto del paraíso una cristiana que lleva
el luminoso nombre de una estrella: "Hésperos" (sobrent. astér, la
estrella de la tarde).
Estos cementerios, además, están llenos de paz. La respuesta se halla en la fe
de los antiguos cristianos, que habla a menudo en el silencio de las catacumbas:
"¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?" (Lc 24, 5). "Yo
soy la Resurrección y la Vida" (Jn 11, 25). "No temas; solamente ten fe"
(Mc 5, 36).
Espiritualidad bíblica
Pintores y entalladores, escultores y epigrafistas, se nos muestran embebidos e
inspirados en la Palabra de Dios. Aquí el Antiguo Testamento torna a ser
meditado e interpretado por completo a la luz del Nuevo. De los evangelios y de
las epístolas aparecen particularmente sentidos los temas centrales. Como la
liturgia y la literatura patrística, así la espiritualidad de las catacumbas se
alimenta con las Sagradas Escrituras, a ejemplo de la mártir santa Cecilia que,
según las Actas, "sémper evangélium Christi gerébat in péctore" (llevaba
siempre sobre su pecho el evangelio de Cristo), y en el acto supremo del
martirio indica con los dedos la Unidad y la Trinidad de Dios.
Espiritualidad nueva y transformadora
Aquí se descubre la verdadera revolución llevada a cabo por el cristianismo. En
particular están presentes dos tipos de personajes de gran fuerza espiritual: el
"mártir" y la "virgen". El "mártir" da su vida para atestiguar la certeza de la
propia fe; la da con serenidad y sin pesadumbre en medio del desencadenamiento
de brutalidades y torturas; muere sin odio hacia quien lo mata, implorando, por
el contrario, el perdón para él. Muchos cristianos sepultados en las catacumba
realizaron de manera sublime y en innumerables casos el martirio cruento.
La figura de la "virgen" cristiana no falta en las catacumbas. A este respecto
es significativo el poema damasiano en honor de su hermana Irene, sepultada en
el complejo calixtiano:
"... Ella, mientras alentó su
vida, a Cristo se entregó en arras,
manifestando así su virginal mérito
el santo candor de su alma...
Ahora, como virgen que eres,
acuérdate de nosotros cuando Cristo llegue
a fin de que tu antorcha, por el Señor,
a mi alma luz otorgue".
Saliendo de las Catacumbas de San Calixto, la última gran lápida que se encuentra al final de la escalera es la de Baccis. Grandes y rudos caracteres rojos sobre la piedra cenicienta cuentan una humilde historia. Quien la medite verá , con los ojos de la fe, transparentarse a través de las letras dos rostros: el delicado de la niña muerta y el rudo del padre, sobre el cual, sin embargo, brilla una tierna sonrisa llena de lágrimas. He aquí el texto: "Baccis, dulce alma. En la paz del Señor. Vivió 15 años y 75 días. (Murió) el día anterior a las calendas (el 1º) de diciembre. El padre a su hija dulcísima". Una onda divina de pureza y ternura había entrado también en las familias más humildes con la fe en Cristo.
En las mismas catacumbas bajó un día a buscar consuelo un peregrino. Entró rezando, y al final de la escalera, confió a la pared un deseo de vida feliz entre las almas dilectas para su difunta: "Sofronia vivas cum tuis" (Que vivas, Sofronia, con los tuyos). Debajo de la escalera el querido nombre reaparece con un deseo de vida en Dios: "Sofronia, vivas in Dómino" (Que vivas, Sofronia, en el Señor). Finalmente, en un cubículo al lado de un arcosolio, la leyenda aparece por tercera vez. En la oración el luto ha perdido su amargura y se ha vuelto una esperanza llena de inmortalidad: "Sofronia dulcis sémper vives in Deo" (Dulce Sofronia, vivirás siempre en Dios), escribe en alto el peregrino. Pero parece que de su corazón serenado rebosa la ternura, y él graba todavía: "Sofronia, vives..." (¡Sí, Sofronia, tú vivirás!...). Maravillosa síntesis en que se funde un drama humano de muerte y luto con la expresión apasionada de la fe consoladora: vida más allá de la muerte, vida entre los seres queridos, vida perenne, vida en Dios.
Finalmente, con las relaciones familiares aparecen ennoblecidas las relaciones
sociales. Las tumbas cristianas ignoran las frases que indican cargos y honores,
habituales en los epitafios paganos.
Frecuentes, en cambio, son las indicaciones, no solo de las profesiones
elevadas, como la de Dionisio médico y sacerdote, sino también de los más
humildes oficios, de los pobres "banausói" (obreros), despreciados por
los sabios del paganismo. He aquí, tan solo en las catacumbas de San Calixto, el
campesino Valerio Pardo que lleva en la izquierda un manojo de hortalizas y en
la derecha el hocino; Marcia Rufina, la digna patrona, a la que Segundo
Liberto le dedica una inscripción con la insignia del taller: un mazo y el
yunque. En un arcosolio la verdulera está sentada entre manojos de verduras,
etc. La religión del Artesano de Nazaret había ennoblecido el trabajo.
A estos aspectos de la espiritualidad ilustrados por el difunto estudioso, Pbro.
Hugo Gallizia, sdb, profesor de Exégesis del Nuevo Testamento y de Arqueología
Cristiana en el Pontificio Ateneo Salesiano de Turín (Italia), puede ser útil
agregar otro aspecto de la espiritualidad de las catacumbas a menudo descuidado,
es decir, la espiritualidad del silencio.
Espiritualidad del silencio
Puede parecer extraño hablar de una espiritualidad del silencio, porque el
silencio, a primera vista, es solamente una vacuidad sin sentido. En realidad,
el silencio de la palabra, de la imaginación y del espíritu es una dimensión
humana fundamental: pertenece a nuestra esencia, porque es el custodio de
nuestro mundo interior, la condición previa de la escucha, la necesaria premisa
de toda comunicación humana.
Recorriendo las galerías de las catacumbas o deteniéndonos en las criptas, nos
encontramos sumergidos en una atmósfera de silencio, que, sin embargo, es tan
solo el silencio de un antiguo cementerio. Pero nos afecta íntimamente, porque
no es el silencio de la muerte, de la añoranza sin esperanza de todo lo que los
cristianos querían durante su vida. Es un silencio de plenitud, llenado por las
voces de los mártires que vivieron nuestra vida, pero que valiente y
constantemente testimoniaron su fe, no solo en tiempos de paz religiosa, sino
especialmente durante las persecuciones.
Este silencio está lleno de paz, de esperanza en una vida futura mejor, en la
luz de la resurrección de Cristo. El silencio de las catacumbas está lleno de
historia y de misterio; es sagrado, significativo y más elocuente que las mismas
palabras; es enriquecedor, porque nos induce a reflexionar sobre la Iglesia de
los orígenes, sobre el heroico testimonio de los mártires, como sobre el
testimonio ordinario de los simples cristianos, que no sepultaron su fe bajo
tierra, sino que la vivieron en la vida de cada día, en la familia, en la
sociedad, en el trabajo, en cada tarea y profesión.
Es un silencio comunicativo, que habla al corazón y a la mente de los
peregrinos, que les revela el mundo desconocido de la Iglesia primitiva, con sus
clases sociales, sentimientos y afectos; con las penas y esperanzas de los
cristianos sepultados en las catacumbas. No podemos sofocar este silencio, que
habla por sí mismo, o que más bien grita imperiosamente. San Gregorio Magno
habló del "strépitus siléntii" (fragor del silencio), un distintivo que
se adapta perfectamente al silencio de las catacumbas.
Esta atmósfera de silencio, que evoca la vida y el sacrificio de los primeros
cristianos, constituye un lugar privilegiado de meditación espiritual, de
revisión de vida, de renovación de la fe. Su testimonio valiente y fiel nos
interpela personalmente. ¿Cuál es hoy "nuestra" respuesta al amor de Dios, en
una sociedad que quizá no es tan hostil como la de ellos, pero que es
principalmente indiferente a los valores religiosos?
Las catacumbas nos dejan un mensaje de fe silencioso, pero nítido, tanto más
necesario por el hecho de que nuestro tiempo está enfermo de ruido,
exterioridad, superficialidad . Aquí las palabras no son necesarias, porque las
catacumbas hablan por sí solas.
Este es el cristianismo, en su máximo grado de sencillez e intensidad, encarnado
en figuras de mártires, confesores y vírgenes, que hablan desde las criptas y
pasillos, desde las pinturas y las lápidas consagrados por casi dos milenios de
veneración. Es precisamente este carácter de esencialidad fundamental, eficaz,
inagotable, que hizo de las catacumbas romanas una de las metas predilectas de
la cristiandad peregrinante.
Sobre los pasos de los mártires y de los primeros cristianos, la espiritualidad
de las catacumbas nos ayudará a celebrar el Jubileo con una verdadera y profunda
renovación de nuestra fe para "vivir en la plenitud de la vida en Dios" (Tertio
Millennio Adveniente, n. 6).
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7. HABITAR LA ETERNIDAD
Los cristianos, como se decía, vivían igual que todos. Pero hay un punto
que de manera particularmente evidente los diferencia de los demás, y es la
concepción de la muerte y de la vida más allá de la muerte. Desde fines del
siglo II, fue justamente la concepción de la muerte y del más allá lo que los
impulsó a distinguirse resueltamente de las costumbres de los paganos, que hasta
entonces también los cristianos habían seguido. En todo y por todo los
cristianos aceptaban la vida de los paganos, cumplían su deber de soldados, de
comerciantes, de esclavos. Pero ante el concepto de la muerte se sintieron
demasiado diversos. Hasta fines del siglo II, para los cristianos no había sido
un problema el ser sepultados juntamente con los paganos en áreas comunes. El
mismo san Pedro, como se sabe, fue sepultado a pocos metros de distancia de
tumbas paganas, e igualmente san Pablo en la Vía Ostiense. Pero a fines del
siglo II los cristianos quisieron aislarse en las prácticas funerarias y
separaron sus cementerios de los de los paganos. ¿Por qué?
El concepto pagano de la
muerte era frío, desesperante: el pagano sabía que existía la supervivencia
y creía en la misma, pero para él era una supervivencia sin sentido. En efecto,
para el paganismo el alma sobrevivía en los Campos Elíseos o en otros ambientes
ultraterrenos, pero solo hasta tanto fuera recordada. No bien el difunto fuera
olvidado, sería absorbido en la masa amorfa, sin sentido y carente de
personalidad, de los dioses Manes. Es por esto, como fácilmente se puede
observar, que las tumbas paganas se hallan todas a lo largo de las vías
consulares. Sus restos están alineados por kilómetros a lo largo de esas
carreteras (particularmente, de la Vía Apia) en gran evidencia, precisamente
porque los titulares de las tumbas querían hacerse recordar: sabían que hasta
tanto hubiera alguno que los viera, leyera sus nombres, pensara en ellos, viera
su imagen, ellos sobrevivirían. Terminado el recuerdo, todo estaba terminado. Es
por esto que hacían testamentos con legados aun muy costosos, para obligar a
recordarlos. Tenemos textos conservados en las inscripciones donde se recuerda
que los propietarios de los sepulcros dejaron gruesas sumas de dinero a los
libertos a fin de que cada año, en el aniversario de su muerte, fueran a
encender una lamparilla sobre su tumba u ofrecieran un sacrificio: todo para ser
recordados. Para poner un solo ejemplo de gran sepulcro que atraía la atención
de los vivientes, baste mencionar la tumba de Cecilia sobre la Vía Apia. Para
los cristianos todo esto no tenía sentido: creían seriamente en la otra vida,
pero no de manera tan desesperante, tan fría. Por tal motivo querían crearse
áreas cementeriales propias y distintas. Construyeron así los koimeteria,
término que significa literalmente "dormitorios". Esta palabra era para los
paganos del todo incomprensible. Ellos, en efecto, no comprendían para nada este
término aplicado a las áreas funerarias. Así, en el edicto de confiscación del
emperador Valeriano en el 257, que nos es referido por Eusebio de Cesarea, se
dice que sean confiscados a los cristianos los bienes y lugares de reunión (aquí
en el Transtíber fueron evidentemente confiscados los "títulos" de Calixto,
Crisógono y Cecilia) que pertenecían a la comunidad. Además de estos bienes,
fueron confiscados también los así llamados koimeteria, "dormitorios".
Los romanos no entendían qué significaba esto. Para un pagano, en efecto,
"dormitorio" era la pieza donde uno se acuesta por la noche y se levanta por la
mañana. Para el cristiano era una palabra que lo indicaba todo: se va a dormir
para ser despertado; la muerte no es el fin, sino el lugar donde se reposa; y
hay un despertar seguro.
Encontramos aquí conceptos con los cuales los cristianos pensaban en la
muerte y los volvemos a encontrar en las catacumbas: por ejemplo, el concepto de
Depositio. Las lápidas con la palabra Depósitus, a veces abreviada
(depo, Dep o solo D) se cualifican en seguida como cristianas. En
efecto, Depositio es un término jurídico, usado por los abogados, que
quería decir "se da en depósito": los muertos eran confiados a la tierra como
granos de trigo, para ser devueltos luego en las mieses futuras. Es, este, un
concepto que los paganos no tenían.
Por todos estos motivos, por una teología de la muerte tan diferente de la
de los paganos, los cristianos quisieron aislarse y crear sus propios
cementerios. Lo mismo pasó con los judíos, pero solo posteriormente.
Las excavaciones en Villa Torlonia han demostrado con seguridad que las
catacumbas hebraicas fueron creadas por lo menos 50-60 años después de las
cristianas. Son los judíos quienes en este tipo de sepultura imitaron a los
cristianos.
Esta concepción cristiana de la muerte, o mejor dicho, este mundo de los
muertos que es sentido como viviente, nos hace entrar en la mentalidad de los
primeros cristianos, de los habitantes del Transtíber de entonces: externamente
eran alfareros, molineros, changadores, soldados, pescaderos, barqueros, etc.,
como todos los demás (sabemos incluso que eran apreciados por sus conciudadanos
como gente que sabía cumplir con su deber). Pero en lo íntimo de su conciencia
tenían algo profundamente diverso de los demás.
En el Cementerio Mayor sobre la Vía Nomentana se encontró una hermosa
inscripción cristiana: externamente es una pequeña lápida de mármol que no
presenta características particulares, pero por los conceptos que expresa yo la
considero uno de los hallazgos más bellos. Se habla ahí de un siciliano
fallecido en Roma, el cual quiso recordar en griego, con estas brevísimas
palabras, su concepción de la vida: "He vivido como debajo de una tienda (es
decir, he vivido provisoriamente) por cuarenta años; ahora habito la eternidad".
Encontramos aquí toda la diferencia en la concepción de la vida entre los
cristianos y los paganos. Para los primeros se trataba de entender el presente
como un vivir provisoriamente para ir hacia la verdadera habitación, la
verdadera morada; para los paganos la vida tenía un sentido cerrado: la muerte,
en efecto, era el fin. En cambio, el momento trágico de la muerte venía a ser
para los cristianos el ingreso a un ambiente gozoso. Jesús lo compara con la
fiesta de bodas. Es por esto que los cristianos en sus tumbas pintan rosas,
aves, mariposas; en las decoraciones de las catacumbas, a menudo se vuelve a
hallar pintado este ambiente alegre, sereno, con símbolos que expresan serenidad
y tranquilidad.
De:
Umberto Fasola, Le origini
cristiane a Trastevere, Fratelli Palombi Editori, Roma, 1981, pp. 61. Por gentil
concesión de los Editores.
Nota sobre el autor:
Umberto Fasola (+ 1989), padre Servita, se
graduó en Sagrada Teología, en Arqueología Cristiana, en Letras y Filosofía. Fue
Profesor de Topografía cementerial de Roma Cristiana, Rector del Pontificio
Instituto de Arqueología Cristiana, Secretario de la Pontificia Comisión de
Arqueología Sacra, Curator del Collegium Cultorum Martyrum. Descubrió y estudió
diversas catacumbas, entre las cuales el Coemeterium Majus sobre la Vía
Nomentana. Escribió muchos libros y artículos de Arqueología.
8. ORACIÓN, ESPERANZA, DEVOCIONES
En los cementerios subterráneos, además, encontramos numerosos signos que
nos manifiestan tantos aspectos de la espiritualidad de los primeros cristianos.
Uno de los temas más a menudo recurrentes es representado por la oración. Esta
era realizada con un ademán significativo, que todavía ahora se conserva en los
ademanes litúrgicos del celebrante: extender los brazos hacia el cielo, para
ofrecer a Dios la súplica y para aguardar Su gracia. Es, en efecto, un ademán
doble, de oferta y de recepción. No es, sin embargo, un ademán de origen
cristiano. El famoso Orante de Berlín, estatua conservada justamente en el museo
de esa ciudad, representa a un hombre completamente desnudo que levanta los
brazos y los ojos al cielo, en el ademán de la oración.
A mediados del III siglo los cristianos de Roma debieron afrontar la
espantosa persecución de Decio. No solo hubo una masa de gente que por miedo
renegó de la fe, sino que en cierto momento el mismo papa Fabián y sus siete
diáconos, es decir, casi todos los que gobernaban a la Iglesia, fueron
asesinados. Apenas siete años más tarde, con la persecución de Aureliano,
ocurrió lo mismo. Primero el papa Sixto II (en el 258) sorprendido en una
catacumba y asesinado ahí mismo juntamente con cuatro diáconos; en seguida
después, otros dos diáconos, asesinados y sepultados en el cementerio de
Pretextato. Quedaba tan solo Lorenzo para gobernar a la Iglesia.
También él fue asesinado algún día después. Lo más espantoso en esos terribles
días fue el número extraordinario de lapsi, es decir, de aquellos que por
miedo habían renegado de la fe. Sabemos por las cartas de Cipriano, asesinado
también él en setiembre del año 258, que fue este un momento muy feo para la
Iglesia de Roma y por lo tanto también para la del Transtíber.
Un pintor de esos años
pintó una barca que está por hundirse. Pareciera que todo está acabado: el palo
mayor roto, las velas desgarradas, pero el hombre está con los brazos levantados
y tranquilo. Su ademán expresa serenidad. Desde lo alto, en efecto, aparece Dios
que le pone una mano sobre la cabeza. Alrededor hay náufragos. Pero él tiene la
seguridad compartida por todos los cristianos: no obstante la situación
espantosa, la esperanza prevalecerá. Las pinturas en las catacumbas nos revelan
siempre la mentalidad de los cristianos, sus devociones, sus creencias.
Para los habitantes del Transtíber era importante María. La dedicación de
la basílica de Santa María a la Virgen se remonta al siglo VI; por cierto, es
anterior a Santa María Antigua; probablemente es posterior a Santa María Mayor ,
que se remonta al año 432. Algunas pinturas en las catacumbas revelan cómo
estaba difundida esta devoción a la Virgen. En un famoso fresco de la catacumba
de Priscila está representada la Virgen con el Niño y el profeta que señala una
estrella para significar la realización de la profecía de Balaam ("Cuando
aparezca la estrella, de una virgen nacerá el Salvador"). Y probablemente el
profeta que señala la estrella es el mismo Balaam. Algunos estudiosos piensan
que es Isaías quien proclama la realización de la profecía relativa a la
maternidad de una virgen.
También la adoración de los Magos es una escena que se repite muy a menudo
en las catacumbas. Los Magos, en las pinturas antiguas, no siempre son tres; a
veces son cuatro; otras veces, dos. En el Evangelio no se dice que fueran tres:
se habla de tres regalos, no de tres personas: tres regalos, bien podían ser
presentados por cuatro o dos o cinco sujetos. En las representaciones más
antiguas, hay que advertirlo, no existe para nada el pesebre, la cuna con el
buey y el asno. Es esta una escena más tardía, que aparece en algún sarcófago ya
en el siglo IV, mientras que en la pintura hay un solo ejemplo en la catacumba
de San Sebastián. La preferencia otorgada a los Magos se explica justamente por
el hecho de que los cristianos de Roma provenían del mundo pagano, idolátrico.
La Virgen pintada en un fresco del Cementerio Mayor, la única Virgen orante
que tenemos, le reza a su Niño, pidiéndole una gracia.
(Umberto Fasola)
9. FRACTIO PANIS
La imagen de la Eucaristía, la fractio panis, la hallamos bien
expresada en la catacumba de Priscila y nos evoca lo que debía ser el rito
esencial que se celebraba en todos los títula, en las varias domus
ecclesiae, como aquellas que existían aquí en el Transtíber (títula
de Cecilia, Crisógono, Calixto). La fracción del pan no era un ademán que
abriera un ágape cualquiera, sino que estaba rodeada por todo un conjunto
litúrgico: canto de los salmos, lectura de los profetas, homilía del celebrante,
etc. Entre las varias representaciones de banquetes alusivos a la Eucaristía
elegimos profundizar la de la catacumba de Priscila, donde hay una mujer
cubierta con velo entre los comensales. En un banquete cualquiera, en el mundo
pagano, una mujer con velo no tenía sentido. Al lado hay siete canastillos de
panes, que son el elemento clave que especifica el significado simbólico
eucarístico de la escena.
En el cementerio de San Calixto, en el área de Lucina, reaparecen en otra
pintura los mismos canastillos de panes, acompañados de un pez: ciertamente
evocan el milagro de la multiplicación de los panes en el desierto; pero debajo
de los canastillos y el pez está la hierba. El pintor quiso traer a la memoria
ese milagro, pero puso entre los juncos del canastillo, dabajo de los
panecillos, un vaso de vino tinto. En el desierto Jesús no dio a beber vino,
sino que habló claramente de que aquel milagro lo hacía en previsión de alguna
otra cosa. Los panes, si bien evocando el milagro del desierto, expresan, con la
presencia del vino, la Eucaristía. Volviendo a la pintura de la fractio panis
en la catacumba de Priscila, el ademán eucarístico es indicado y cumplido
muy bien por el presidente del banquete representado en la cabecera de la mesa
(en el mundo antiguo el personaje más importante se colocaba en la cabecera de
la mesa).
(Umberto Fasola)
10. EL BAUTISMO COMO RESURRECCIÓN
Las catacumbas nos transmiten también la mentalidad de los primeros
cristianos con respecto al bautismo. Nosotros administramos el bautismo a
nuestros niños derramando sobre su cabeza un poco de agua. Para los primeros
cristianos no era así. Su rito era quizás mucho más expresivo, y manifestaba de
lleno la teología paulina. En las catacumbas el bautizando es representado
siempre desnudo, porque debía ser sumergido en el agua. El, en efecto, se debía
despojar del hombre viejo y revestirse del nuevo.
Los antiguos comprendían muy bien esto: también en la conformación de los bautisterios, ubicados fuera de la iglesia, se expresaba tal concepto. Eran, en efecto, ambientes que tenían la forma de un sepulcro, octogonal o hexagonal, precisamente como un mausoleo. Cuando la noche del sábado santo los cristianos veían esta procesión de bautizados que se encaminaban con sus trajes y entraban en el bautisterio, pensaban en seguida en la muerte: aquellos entraban adentro para morir, para despojarse de la vida vieja, morir a ella y después resurgir. Por la mañana los veían salir, vestidos con el hábito blanco, signo de la vida nueva. Esta es una concepción que debió de tener un gran significado para los primeros cristianos, también del Transtíber.
(Umberto Fasola)
11. LA GRACIA DEL PERDÓN
Calixto sufrió de modo particular por su concepción del perdón, en polémica
con las varias sectas de rigoristas de la época: todo se perdona, él afirmaba,
con tal de que haya arrepentimiento. Recordamos a este propósito cómo viene
representado Pedro en las catacumbas: a menudo teniendo a su lado el gallo que
le recordó su traición... Es raro que en Roma, la Iglesia fundada por Pedro, se
enfatice tanto esta página tan fea de la vida del apóstol, una página que habría
sido mejor olvidar.
En muchos sarcófagos y en los cubículos de
las catacumbas está ese bendito gallo; está Jesús que con unos dedos hace el
ademán de indicar "tres veces", y Pedro con la cabeza gacha. Podríamos
preguntarnos: ¿Por qué a los romanos les gustaba tanto recordar esta página tan
fea de la vida de su fundador? La única explicación convincente es que lo hacían
para afirmar la misericordia de Dios, su voluntad de perdonar los pecados,
justamente en un ambiente donde había quien rehusaba el perdón, en esos tiempos
tan difíciles.
"A Pedro - parecen decir estas imágenes- le ha sido perdonado el mismo
pecado que ustedes más rigoristas dicen que no debe ser perdonado". Calixto,
gran propugnador del perdón universal, tenía bien presente este episodio de la
vida de Pedro y hizo de él, probablemente, uno de los temas más frecuentes de su
predicación a los feligreses del Transtíber.
(Umberto Fasola)