PROFUNDIZACIONES E INVESTIGACIONES


1. LAS CATACUMBAS EN LOS UMBRALES DEL TERCER MILENIO
Calixto y su comunidad al comienzo del tercer siglo


Enrico dal COVOLO,
Decano de la Facultad de Letras Cristianas y Clásicas (Pontificium Institutum Altioris Latinitatis) en la Universidad Pontificia Salesiana - Roma, donde es docente de «Literatura Cristiana Antigua Griega». Miembro de la Comisión Teológico-Histórica del Gran Jubileo. Autor de obras tales como «I Severi e il Cristianesimo», «Chiesa, Società e Politica», «Storia della Teologia», «Introduzione allo studio dei Padri della Chiesa».
E-mail: lettere@ups.urbe.it


Introducción

Las catacumbas han sido definidas «los grandes archivos» de la Iglesia. Ellas representan el más conspicuo testimonio monumental de la fe cristiana de los orígenes, y son el templo de los primeros mártires, que sellaron con la sangre la fidelidad a su Maestro.
«Estos monumentos», así dijo Juan Pablo II en una reciente audiencia a la Pontificia Comisión de Arqueología Sacra, «revisten un alto significado histórico y espiritual. Visitando estos monumentos, uno entra en contacto con sugestivas huellas del cristianismo de los primeros siglos y puede, por así decirlo, tocar con mano la fe que animaba a esas antiguas comunidades cristianas... ¿Cómo no conmoverse ante los vestigios humildes, pero tan elocuentes, de estos primeros testigos de la fe?»
Considerando después la meta del Dos Mil, el Papa concluía: «La mirada se proyecta ahora hacia la histórica cita del Gran Jubileo, durante el cual las catacumbas de Roma llegarán a ser lugar privilegiado de oración y peregrinación... Juntamente con las grandes basílicas romanas, las catacumbas deberán representar una meta irrenunciable para los peregrinos del Año Santo».
Así, de modo muy oportuno, el Santo Padre enlazaba su referencia a las catacumbas con lo que había escrito en la Carta apostólica Tertio millennio adveniente: «La Iglesia del primer Milenio», se lee ahí en el n. 37, «nació de la sangre de los mártires: Sanguis martyrum - semen christianorum. Los acontecimientos históricos ligados a la figura de Constantino el Grande, nunca hubieran podido garantizar un desarrollo de la Iglesia como el que se verificó en el primer Milenio, si no hubiera sido por esa siembra de mártires y por ese patrimonio de santidad que caracterizaron a las primeras generaciones cristianas».
Las notas que aquí proponemos entienden evocar situaciones y personajes de la comunidad cristiana de Roma a comienzos del tercer siglo. Un rol de privilegio lo ocupa el obispo Calixto (217-222), quien dio su nombre a las famosas catacumbas de la Vía Apia.

1. La historia de Calixto

Según el Liber Pontificalis (la sección que aquí nos interesa fue compilada en el siglo VI), Calixto era natione Romanus, ex patre Domitio, de regione Urberavennantium: había, pues, nacido en el Transtíber, la zona portuaria de Roma, donde estaban acuartelados los marineros de la flota de Ravena.
El «primer acto» de su historia es narrado por una fuente para nada imparcial. Se trata de una serie pseudo-origeniana de libros Contra todas las herejías, publicada por vez primera en Oxford en 1951. Muy pronto ellos fueron atribuidos a cierto Hipólito, de quien hablaremos más adelante.
Ateniéndonos al libro noveno de esta obra, en tiempos del emperador Cómodo (180-192) Calixto se encuentra en Roma como esclavo de Carpóforo, a su vez liberto de la casa imperial. Sufre dos procesos, uno por la quiebra del banco de Carpóforo, y el otro por ultrajes inferidos durante ritos religiosos de los judíos. Condenado ad metalla en Cerdeña, es liberado por los buenos oficios de Marcia, concubina del emperador.

El «segundo acto» de su historia nos lleva nuevamente a Roma. Ceferino, sucesor del Papa Víctor (189-199), pone a Calixto al frente del complejo de las catacumbas de la Vía Apia: un encargo de prestigio y de mediación entre la comunidad cristiana de Roma -que legalmente poseía y administraba el inmueble en virtud de los derechos de asociación- y las autoridades civiles. Al morir Ceferino en el año 217, Calixto es elegido obispo. Se compromete a fondo en un diálogo, ciertamente no fácil, con los dos opuestos bandos teológicos de la comunidad romana: por un lado, los sostenedores del Logos y de su personal subsistencia; por el otro, los fautores de la monarchia, es decir, de la rígida unidad de Dios. El riesgo extremo de los primeros era el «diteísmo» (confesar a dos dioses, el Padre y el Hijo), mientras que el riesgo de los segundos era el «modalismo» (el Padre y el Hijo no serían sino dos «modos de manifestarse» del único Dios). Entre los partidarios del Logos el autor de la Confutación se incluye a sí mismo, mientras que acusa al Pontífice de hacer liga común con los segundos. «Después de la muerte de Ceferino», atestigua nuestra fuente, «juzgando haber conseguido lo que anhelaba [es decir, el episcopado], Calixto excomulgó a Sabelio», el abanderado de la herejía monarquiana, «pensando así poder alejar de sí mismo la acusación de heterodoxia por parte de la Iglesia: de hecho, él era un tramposo sin escrúpulos, y por algún tiempo se ganó a todos para su facción. Tenía el corazón lleno de veneno y la mente vacía de ideas. Hasta se avergonzaba de decir la verdad , porque nos había públicamente insultado como diteístas, y por otro lado era continuamente acusado por Sabelio de haber traicionado la primera fe».
El testimonio, gravemente viciado por el apasionamiento del autor, es útil, sin embargo, para reconstruir la extrema dificultad en la que vino a encontrarse el obispo Calixto, quien por cierto no era un individuo especulativo, pero sentía gravemente la responsabilidad de su oficio. De hecho, su comportamiento manifiesta al pastor, mucho más que al teólogo.
Hasta tanto le parece posible, el Pontífice busca un camino intermedio, que consienta el pluralismo teológico y salve la comunión eclesial. Pero cuando se da cuenta de que la transacción es peligrosa para la ortodoxia, excomulga las dos alas extremas (primero a Sabelio, y después al mismo autor de la Confutación), y así refuerza la comunión en el cuerpo de la Iglesia.
De esta manera Calixto -muy diversamente de como aparece en el libro noveno de la Confutación- se revela pastor prudente y solícito, capaz de gobernar con energía a la comunidad que le estaba confiada.

El «último acto» de la historia de Calixto descubre al pastor, que da la vida por sus ovejas. Aquí abandonamos la Confutación de todas las herejías y tomamos en consideración las Acta Martyrii del pontífice.
No obstante estén marcadas por los rasgos hagiográfico-legendarios de una tardía elaboración, estas Actas, entre tantas referidas al imperio de Alejandro Severo (222-235), son probablemente las únicas en contener un núcleo históricamente aceptable y una correcta referencia a los emperadores en cuestión (el mismo Alejandro y su predecesor Antonino Helagábalo). Ahora bien, por cuanto resulta de la fuente, parece que en el 222 -consiguientemente en el mismo contexto cronológico de los motines que acompañaron el trágico fin de Helagábalo y su madre Soemia- el pontífice fue precipitado desde la casa donde habitaba en el Transtíber, arrojado a un pozo, y aquí apedreado (... per fenestram domus praecipitari, ligatoque ad collum eius saxo, in puteum demergi, et in eo rudera cumulari).
La narración de las Actas resulta sustancialmente confirmada por las excavaciones y las relaciones de A. Nestori (1968-1985) referentes a las catacumbas de Calepodio sobre la Vía Aurelia.
Como se sabe, en efecto, Calixto no fue sepultado en «sus» catacumbas, evidentemente porque los cristianos del Transtíber hallaron más cómodo llevar furtivamente sus despojos (juntamente con los de los sacerdotes Calepodio y Asclepíades, muertos con él) sobre la Vía Aurelia y no sobre la Vía Apia.
Pues bien, el descubrimiento del sepulcro originario de Calixto -transformado en el siglo IV por el papa Julio en basílica cementerial- viene a confirmar la perentoria afirmación de la Depositio Martyrum (14 de octubre), según la cual Calixto fue sepultado en la tercera milla de la Vía Aurelia.
Las excavaciones de Nestori, finalmente, han vuelto a proponer al estudio algunas pinturas de la basílica cementerial que se remontan, a más tardar, a los siglos VII-VIII, que a su vez confirman la cruel dinámica del martirio transmitida por las Actas (escenas de la lapidación en el pozo y del entierro del mártir).

Pero la historia de Calixto no acaba con su muerte, si es verdad que los cristianos, en litigio con los mesoneros del Transtíber (zona portuaria célebre por la cantidad de cellae vinariae y de popinae), acudieron a los recursos legales con tal de disfrutar, para el ejercicio del culto, del mismo lugar santificado por el martirio de él. De su parte, el emperador Alejandro Severo, quien sucedió a Helagábalo en el 222, tomó oficialmente posición para que fuera resuelto el pleito en favor de los cristianos. «Declaró (rescripsit) más oportuno», expresa textualmente la Historia Augusta, «que ese lugar fuera dedicado del modo que fuere al culto divino, antes que ser dado a los popinarii».
En definitiva -por cuanto nos es dado entender- los hechos deben de haberse desarrollado de la siguiente manera. Sabemos que en el Transtíber se levantaba la casa natal del pontífice. Con toda probabilidad, el mismo Calixto la transformó en domus Ecclesiae y la destinó a las celebraciones litúrgicas. Desde esta casa, como ya hemos dicho, él fue arrojado abajo y martirizado. Por el recuerdo de su obipos, los cristianos quisieron sustraer ese lugar a la profanación de los popinarii, a costa de implicar en la causa al mismo emperador (por lo demás, era muy conocida la tolerancia, cuando no inclusive la simpatía, de Alejandro Severo hacia los cristianos).
Y así Matthiae, en su célebre volumen sobre Le chiese di Roma dal IV al X secolo, llega a afirmar que entre los primeros centros de culto de los cristianos de la urbe «el más antiguo, del cual hoy podemos con absoluta certeza conocer los orígenes históricos y con buena aproximación precisar el lugar, es el titulus Callisti ... Junto a la actual Santa María en el Transtíber la pequeña iglesia de San Calixto podría señalar el lugar exacto donde se levantaba el antiguo titulus».
Mucho más tarde, en el siglo IV, los cuerpos de los mártires Calixto y Calepodio fueron trasladados justamente a la iglesia de Santa María en el Transtíber. Desde entonces Calixto descansa junto a su casa.

2. La «cuestión» de Hipólito

Según la reconstrucción acreditada por la crítica histórica durante más de un siglo, Hipólito -prestigioso exponente de la comunidad cristiana de Roma, docto teólogo del Logos y fautor de una rígida disciplina moral- entró en conflicto con el obispo Ceferino, y sobre todo con su sucesor Calixto.
A las divergencias doctrinales, atestiguadas por la Confutación de todas las herejías, se habrían añadido, en efecto, motivos personales de solapada envidia, porque Calixto había sido preferido a él como obispo de Roma. La oposición llegó a la ruptura total. Hipólito se hizo nombrar obispo y fundó una Iglesia propia, arrastrando al cisma parte del clero y de los fieles de Roma. De esta manera Hipólito vino a ser el primer «antipapa» de la historia. El cisma continuó durante el pontificado de Ponciano (230-235), pero este -como veremos- logró reconducir a Hipólito y su grupo a la unidad de la Iglesia.
Los dos, Ponciano e Hipólito, fueron implicados en la persecución que -al decir de Eusebio- Maximino el Tracio desencadenó contra los cristianos «por odio respecto a la casa de Alejandro Severo, compuesta en su mayor parte por cristianos». Y así, al morir Alejandro en el año 235, Ponciano e Hipólito fueron desterrados a Cerdeña y condenados ad metalla.
Entonces Ponciano, primero en la historia, dimitió el cargo de obispo de Roma. Supuestamente lo hizo para no dejar en situación dificultosa a la Iglesia con su ausencia forzada, pero también para hacer más simple a Hipólito el retorno a la comunidad. Así Ponciano tuvo la alegría de recibir a Hipólito reconciliado, y los dos juntos compartieron la palma del martirio.
Por último, en la lista de las Sepulturas de los obispos de Roma que precede al Liber Pontificalis, se lee que Hipólito fue sepultado in Tiburtina, mientras que el obipso Ponciano lo fue en las catacumbas de Calixto.

Semejante reconstrucción se basa, en realidad, sobre una hábil combinación de las fuentes. Ella representa el extremo resultado de una confusión de personajes, probablemente homónimos, que debió de verificarse muy pronto. Víctimas de la misma fueron ya los primeros historiadores de la Iglesia, Eusebio y Jerónimo, en el siglo IV. Eusebio, en particular, habla de Hipólito como del «jefe de una Iglesia», y refiere de él cierto número de obras literarias, entre las cuales un Cómputo Pascual; Jerónimo explicita que Hipólito fue obispo, pero confiesa que no logró averiguar la sede.
Esta confusión de personajes se vio agravada por un par de hechos, que llevan dos fechas simétricas: 1551 y 1851.
En 1551 vino a la luz una estatua muy mutilada de un personaje en trono. Sobre los dos costados del trono y sobre el estribo posterior derecho estaban grabadas algunas inscripciones. Ahí se leía una lista de obras y un Cómputo Pascual, que fue en seguida identificado con el atribuido por Eusebio a Hipólito. Así, restaurando la estatua entre 1564 y 1565, Pirro Ligorio le asignó el nombre «de Hipólito, obispo de Portus, que vivió durante el reinado del emperador Alejandro». De aquí la atribución a Hipólito de la lista de obras grabadas en el trono, juntamente con el Cómputo Pascual.
En 1851, en cambio, E. Miller publicó por primera vez, bajo el nombre de Orígenes, la Confutación de todas las herejías. El primer libro era conocido desde 1701; el segundo y el tercero faltan hasta el presente; los libros del cuarto al décimo, dcscubiertos en un códice griego del Monte Athos, se encuentran ahora en París. Muy pronto el conjunto de los diez libros fue atribuido a ese mismo Hipólito, representado en la estatua descubierta trescientos años antes.
La brillante reconstrucción, sellada por la autoridad de A. von Harnack y generalmente acogida en los manuales, terminó así identificando a Hipólito con un autor muy prolífico -comparable con Orígenes por vastedad de intereses, si no por profundidad especulativa-, exegeta y muy versado en homilías, escritor antiherético, cronógrafo y polemista.
Pero precisamente la dificultad de atribuir al mismo autor obras cultural, teológica y lingüísticamente dispares, se ha manifestado como una cuña capaz de demoler la entera construcción. El primer ataque a la «tradición» fue lanzado en 1947 por P. Nautin, y otros dos en 1976 y en 1988 por un grupo de estudiosos italianos; entre ellos, V. Loi, fallecido prematuramente, M. Simonetti y -en lo que atañe a la célebre estatua- M. Guarducci.

En el estado actual la «cuestión sobre Hipólito», sea cual fuere la hipótesis que se quiera adoptar, queda lejos de una solución satisfactoria en todos sus aspectos: de todos modos, la propuesta de Loi y Simonetti de repartir las obras de Hipólito entre los dos escritores homónimos parece interpretar mejor que cualquier otra los datos de que disponemos.
Ateniéndonos a esta hipótesis -que aparece muy verosímil-, haría falta distinguir por lo menos a dos Hipólitos: un Hipólito asiático, al cual se ha de atribuir sobre todo el conjunto de las obras exegéticas, y un Hipólito romano, que podría coincidir con el mártir, de quien se habla en la lista de las Sepulturas. De la existencia histórica, del martirio y de la sepultura de este Hipólito no hay razón para dudar, aun cuando los datos de su biografía hayan de ser sometidos a una atenta criba crítica.

Conclusiones

La memoria histórica de las catacumbas calixtianas ha consentido evocar una síntesis vivaz e interesante de la comunidad cristiana de Roma al comienzo del tercer siglo.
De ahí podemos recabar por lo menos dos órdenes de reflexiones, que quizás puedan resultar algo útiles a los operadores culturales y pastorales que conduzcan peregrinos a las catacumbas.

Ante todo, una reflexión general sobre el método. Los primeros siglos de la Iglesia, y en particular las memorias de las catacumbas, son a menudo encarados de modo «pre-crítico». Se deja todavía demasiado espacio al cuentito edificante, que no resiste al análisis histórico. Y así la emoción superficial, que entra en crisis en la confrontación con la ciencia, corre el riesgo de volverse «piedra de tropiezo» en vez de ocasión para crecer en la fe.
Desde este punto de vista será oportuno revisar cuidadosamente también los materiales para los peregrinos.
En verdad, se trata de un empeño ya loablemente iniciado: sirva como ejemplo el afortunado volumen de A. Baruffa, Le catacombe di san Callisto. Storia - Archeologia - Fede, impreso en tercera edición por la Librería Editora Vaticana, y traducido ya a diversas lenguas.

La otra reflexión se refiere a los contenidos que hemos tratado. ¿Qué eneñanza se puede sacar? Más en general, ¿qué clase de enseñanza se puede extraer de la historia de la Iglesia antigua?
La cuestión es muy compleja, y exige una respuesta articulada.
Para recoger la herencia y la enseñanza de la Iglesia antigua, en efecto, es necesario superar dos riesgos extremos, contrapuestos entre sí.
Existe, por una parte, el riesgo de quien pretende rastrear en los orígenes cristianos fórmulas idealizadas o recetas inmediatamente utilizables en el hoy de la Iglesia.
Viceversa, las «historias» paradigmáticas de Calixto e Hipólito demuestran que la Iglesia peregrina en el mundo es epifanía de lo divino y lo humano: en su campo crece la buena semilla, pero el enemigo ha sembrado ahí la cizaña. Y así el recurso a la experiencia de la Iglesia antigua no puede nunca exonerar al creyente de un serio discernimiento.
Es verdad, por ejemplo, que ante la sociedad del II-III siglo los cristianos vinieron a ser sujetos de «nueva cultura» en el acercamiento y confrontación entre herencia clásica y mensaje evangélico; pero las soluciones patrísticas del diálogo fe-cultura (como lo demuestran la personalidad de Calixto y, por cuanto podemos saber, la de Hipólito) no fueron en absoluto unívocas. En todo caso, ellas han de valuarse como «realizaciones históricas, y no poseen, en cuanto tales, otro magisterio sino aquel -altísimo, sin embargo, por sí mismo- de la historia» (R. Cantalamessa).
El otro riesgo es el de quien no está dispuesto a aceptar el «carisma de los orígenes».
Por nuestra parte, estamos convencidos de que el estudio de los antiguos testimonios cristianos es importante, y hasta imprescindible, para la Iglesia de todo tiempo.
De hecho, el período de los orígenes -del que Nicea representa en muchos aspectos una meta objetiva- conserva su carisma: es el momento en que el depósito de la fe apostólica se consolida en la tradición de la Iglesia.
Ateniéndonos al ejemplo recién citado, es preciso reconocer que el encuadre del encuentro entre fe y cultura en los tres primeros siglos ha producido frutos decisivos -tales que nunca más habría que echarlos al olvido- en los planos del lenguaje, de la recuperación de las diversas culturas y de la historia entera, de la individuación de una común «alma cristiana» en el mundo y de la formulación de nuevas propuestas de convivencia humana.

Por esto, el recurso atento y vigilante a la «Iglesia de las catacumbas» resulta muy útil para comprender e interpretar nuestra estación eclesial, ahora ya en los umbrales del tercer milenio.

«Las reuniones de los creyentes para las liturgias eucarísticas y los bautismos, la instrucción religiosa y la ayuda a los necesitados, se llevaban a cabo en sus casas. En el siglo III un cierto número de estas moradas se había transformado en lugares habituales de propagación del cristianismo, función muy similar a la de las modernas parroquias. En el siglo IV llegaron a ser 25. Se las denominaba 'tituli' y a cada una se la individualizaba con el nombre de su propietario, quien era responsable del lugar y de lo que allí ocurría frente a las autoridades civiles. La comunidad conservó durante mucho tiempo el recuerdo de aquellos benefactores. Cuando en el período de la paz se construyeron majestuosas iglesias que suplantaron a aquellas casas, en casi todas se conservó la primera denominación. En el correr del siglo V, el pueblo consideró incluso como santos a algunos de los antiguos propietarios, o los confundió con mártires homónimos, tales como Sabina, Balbina, Cecilia, Anastasia, Crisógono, Eusebio, Pudente» (Fabrizio Mancinelli, Catacumbas de Roma. Origen del cristianismo, Scala, Firenze, p. 6).