María en Belén de Judá


miércoles, 23 de diciembre de 2009
Josemaría Monforte
 



 

 

Nace el Ungido por el Espíritu Santo

Marco histórico del Nacimiento de Jesús

San Lucas quiso situar en la Historia el suceso del nacimiento de Jesús. «En los planes de Dios, a la Encarnación, realizada en la intimidad, seguía el Nacimiento, también en el silencio y la humildad. Sólo se comunica de inmediato a unos pobres pastores de los contornos de Belén, a unos sabios de Oriente, los Magos, y a muy pocas personas más. Aparentemente no había sucedido nada relevante. Pero, de hecho, se había producido el sesgo más importante en la historia de los hombres. Y sigue la paradoja divina: el Omnipotente, el Amo de universo, se nos muestra con el encanto y la debilidad de un niño, que necesita de todos» [1]. El relato lucano consta de tres partes. La primera, describe el tiempo y circunstancias del hecho, fijando así su marco histórico; la segunda, cuenta brevemente el nacimiento; y la tercera, relata la adoración de los pastores. El evangelista destaca hasta tal punto esta última, que las dos primeras vienen a ser como su prólogo.

«En aquellos días se promulgó un edicto de César Augusto, para que se empadronase todo el mundo. Este primer empadronamiento fue hecho cuando Quirino era gobernador de Siria. Todos iban a inscribirse, cada uno a su ciudad. José, como era de la casa y familia de David, subió desde Nazaret, ciudad de Galilea, a la ciudad de David llamada Belén, en Judea, para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta» (Lc 2,1-5). Desde el año 27 a.C., cuando el Senado Romano le concedió el título de Augusto, gobernó el Imperio hasta el 14 d.C. El empadronamiento entre los romanos tenía una doble finalidad: por una parte, se trataba de conocer el número de habitantes del Imperio; por otra, servía para la distribución y pago de los tributos. El edicto (dogma) se promulgó para la oikoumene, es decir, para «todo el mundo» dentro de las fronteras del Imperio.

La costumbre romana era censarse cada uno en su lugar de residencia. Es muy posible que Roma concediese una cierta autonomía para que cada uno se censara en su ciudad de origen, como era frecuente entre los pueblos orientales. Esto obliga a José, «de la casa y familia de David», y a María, su esposa [2], a «subir» [3] desde Nazaret, donde vivían, «a la ciudad de David, que se llama Belén» [4]. Para los escrituristas, en estos versículos se hace referencia velada a la profecía de Miqueas [5]. La providencia de Dios [6] crea la constelación perfecta que se requiere para el acto central de la historia de mundo. El Mesías debe no solamente descender de la estirpe de David, por medio de José, sino también nacer en la ciudad de David. El decreto del Emperador romano debe contribuir a ello. Es Dios quien mueve los hilos de la historia para el cumplimiento de las profecías del AT, de manera que los acontecimientos de la época y la normalidad del comportamiento de María y José, conducen a la Sagrada Familia al lugar donde debe nacer el Mesías.

Luz de pobreza: el Ungido por el Espíritu brilla en Belén

El relato de san Lucas presenta algunas anotaciones, aparentemente poco importantes, con el fin de estimular al lector a una mayor comprensión del misterio de la Navidad y de los sentimientos de la Virgen al engendrar al Hijo de Dios. «Y sucedió que, estando allí, le llegó la hora del parto, y dio a luz a su hijo primogénito; lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el aposento» (Lc 2,6-7).

La descripción del acontecimiento del parto, narrado de forma breve y sencilla, presenta a María participando fiel e intensamente en los planes divinos con aquella disponibilidad plena, que ya manifestó en la Anunciación. El Verbo del Padre viene al mundo para salvarnos, en el silencio de la tierra, sin espectáculo, rodeado tan sólo de los cuidados amorosos de María y de José, únicos testigos oculares del evento. La expresión «primogénito» (prototokon) debe entenderse aquí como «unigénito» (monogenés), porque María no tuvo más hijos, si bien la ley mosaica exigía la donación a Yahwéh del «primer hijo» [7], y «primogénito» expresa también legalmente el derecho de primogenitura [8].

A continuación, el autor sagrado refiere dos cosas: la primera es un hecho totalmente normal —«lo envolvió en pañales»—; y la otra es bastante extraña —«y lo recostó en un pesebre»—, aportando enseguida su explicación: «porque no hubo lugar para ellos en el aposento (katalyma) [9]». Se trata de una afirmación que recuerda el texto del prólogo de san Juan: «vino a los suyos, pero los suyos no lo recibieron» [10], y anticipa proféticamente los numerosos rechazos que Jesús sufrirá en su vida terrena. Con los detalles del viaje y del parto, el evangelista nos presenta el marco de austeridad y pobreza, propio del reino mesiánico que ahora comienza: un reino sin honores ni poderes terrenos [11]. El Niño debe nacer en la pobreza del mundo —no es casual que no haya sitio en la posada—, para participar así desde el principio en su pobreza. Y si con este desprendimiento —un establo y un pesebre— se manifiesta todo el esplendor del cielo, es sólo para, desde el gran canto de alabanza, remitir a la gente sencilla al signo más adecuado: en la hora suprema del cumplimiento, ésta es la señal: «encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre». Entre la gloria más resplandeciente de arriba y la pobreza más extrema de abajo, se da, sin embargo, una perfecta correspondencia y unidad. María da a luz en una situación de escasez y penuria: no puede dar al Hijo de Dios ni siquiera lo que suelen ofrecer las madres a un recién nacido; al contrario, debe acostarlo «en un pesebre», una cuna improvisada que contrasta con la dignidad del «Hijo del Altísimo». Finalmente, la expresión «para ellos» indica un rechazo tanto para el Hijo como para su Madre e indica que Ella ya estaba asociada al destino de sufrimiento de su Hijo, participando en su misión redentora.

Luz de la «Buena Nueva»: ángeles y pastores

Entramos en la tercera y más importante parte del relato: «Había unos pastores por aquellos contornos, que dormían al raso y vigilaban por turno su rebaño durante la noche. De improviso un ángel del Señor se les presentó, y la gloria del Señor los rodeó de luz y se llenaron de un gran temor. El ángel les dijo: No temáis, pues vengo a anunciaros una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy os ha nacido, en la ciudad de David, el Salvador, que es el Cristo, el Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis a un niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre» (Lc 2,8-12). Estamos ante un típico anuncio angélico bíblico, que guarda gran parecido con los anuncios a Zacarías y a María, que ya comentamos. Hay una diferencia clara entre ellos: aquí no hay pregunta de aclaración de cómo se llevará a cabo el mensaje angélico, porque lógicamente ahora se trata del anuncio de algo que ya ha sucedido.

Siguiendo el texto de la narración podemos desglorsarlo en las siguientes etapas: la presentación (v. 8); la presencia del enviado divino (v. 9); el temor que despierta el enviado divino (v. 9); unas palabras de consuelo (v. 10); llega el mensaje (v. 11); y, finalmente, los signos que ratifican el mensaje (v. 12). Comienza, pues, a cumplirse lo que hemos escuchado a María en el Magnificat sobre los anawim, los pobres y los humildes. En efecto, los judíos incluían a los pastores entre los «publicanos y pecadores», por su ignorancia religiosa, inflingían continuamente las prescripciones de la Ley de Moisés, y se les consideraba testigos no válidos en los los juicios... Sin embargo, fueron los primeros invitados a ser testigos del mayor acontecimiento hasta entonces acaecido en el mundo. Jesús, rechazado por los «suyos», es acogido por los sencillos y rudos pastores, primeros destinatarios de la Buena Nueva de salvación. El Buen Pastor ha querido que los primeros en conocer su nacimiento en Belén fueran unos sencillos pastores que hacían la guardia nocturna de sus rebaños.

La aparición inesperada del «ángel del Señor», acompañada de la «gloria del Señor» [12], produjo un razonable temor en los pastores. El mensaje que les dirige es una invitación a la alegría, acompañada por una exhortación a vencer el miedo: «¡No temáis!». La noticia del nacimiento de Jesús representa para ellos, como para María en el momento de la Anunciación, el gran signo de la benevolencia divina hacia los hombres. Aunque toda esta escena está enmarcada en un ambiente universalista —la cita del Emperador y el censo para todo el mundo—, san Lucas se refiere sólo al pueblo (laos) judío.

Se inicia, pues, una época nueva (hoy, semeron). El gran anuncio, hecho con cierta solemnidad y con claro sabor mesiánico —os ha nacido "un niño" [13]—, es el nacimiento de un Niño Salvador-Cristo-Señor, títulos que nos revelan la divinidad del Salvador del pueblo y esperado Mesías. Aunque los pastores no reclaman ningún signo, el ángel les da una triple señal: encontraréis a un niño; envuelto en pañales; y reclinado en un pesebre. La primera señal viene a decirles que el Mesías prometido, que es Dios y Salvador, no viene con fuerza y poder, sino inerme y débil, próximo o semejante a nosotros y que salvará a todos compartiendo nuestra misma condición y vida. La segunda señal, es interpretada por unos como una alusión a la realeza del niño; por otros, como acogida cariñosa de María y José; e incluso para otros, llega simplemente para decirnos que viene a la tierra como cada uno de nosotros, naciendo de una madre. Finalmente, la tercera señal —reclinado en un pesebre— es, para unos, un referente del sepulcro donde será enterrado; otros ven un paralelismo antitético con Is 1,3 [14]: los pastores, primicia del pueblo escogido, obedecen al mandato evangélico y conocen el pesebre del Señor; y, finalmente, según otros lo que pretende es sólo ratificar que el recien nacido desciende de David.

Acto seguido, el evangelista interrumpe el hilo de la narración y muestra otro hecho portentoso que completa el mensaje. Los cielos de Belén se llenaron entonces de ángeles cantores que alaban al Señor por el nacimiento de un Niño: «De pronto apareció junto al ángel una muchedumbre de la milicia celestial, que alababa a Dios diciendo: Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad» (Lc 2,13-14). El cántico de los ángeles revela a los pastores lo que ya María había expresado en su Magnificat: el nacimiento de Jesús es el signo del amor misericordioso de Dios, que se manifiesta especialmente a los pobres y humildes. De algún modo nos recuerda aquella teofanía que narra el profeta Isaías, en la que oyó cantar a un coro de serafines [15]. La «gloria» expresa el honor que se debe tributar a la Majestad de Dios. La «paz», en cambio, indica el efecto que va a tener el nacimiento del Niño: es decir, la felicidad que nos trae el amor de Dios para su pueblo por la llegada del Mesías.

A la invitación del ángel los pastores responden con entusiasmo y prontitud: «luego que los ángeles se apartaron de ellos hacia el cielo, los pastores se decían unos a otros: Vayamos hasta Belén, y veamos este hecho que acaba de suceder y que el Señor nos ha manifestado» (Lc 2,15). Deciden comprobar ocularmente el mensaje angélico. También quieren obedecer con presteza y su búsqueda tiene éxito: «vinieron presurosos, y encontraron a María y a José y al niño reclinado en el pesebre» (Lc 2,16). La Madre muestra con alegría a los pastores a su Hijo primogénito [16]. Es un acontecimiento decisivo en sus vidas. «Al verlo, reconocieron las cosas que les habían sido anunciadas acerca de este niño» (Lc 2,17). Después de la admirable experiencia del encuentro con la Madre y su Hijo, los pastores se convierten en los primeros evangelizadores de todos los tiempos. «Y todos los que escucharon se maravillaron de cuanto los pastores les habían dicho» (Lc 2,18). ¡Qué importante es que existan estos mensajeros del gozo que anuncian la venida del Señor! Sin esta llamada permanente y este «regocijo» de los mensajeros, tal vez olvidáramos la actualidad de la venida de Señor. Mensajeros fueron los profetas, mensajeros fueron los autores humanos de la Sagrada Escritura; mensajeros son —y serán siempre— en la Iglesia los santos y todos aquellos impulsados por el Espíritu Santo.

La luz del Espíritu en la oración de María

Frente a estos acontecimientos extraordinarios, san Lucas nos dice que María «guardaba todas estas cosas ponderándolas en su corazón» (Lc 2,19). Mientras los pastores pasan del miedo a la admiración y a la alabanza —«y los pastores regresaron, glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto, según les fue dicho» (Lc 2,20)—, la Virgen, gracias a su fe, mantiene vivo el recuerdo de los acontecimientos relativos a su Hijo y profundiza en ellos a través de su oración personal. María conserva todas estas cosas en su corazón. No olvida nada de lo que tiene relación con el Niño; sabe que todo tiene un significado también para ella y para su misión. En último término, en la historia de cualquier vida cristiana, todo lo que ha sucedido forma —si no se deja caer ninguno de los hilos— un tejido pleno de significado. Si se tiene presente todo lo que ha sucedido hasta ahora y se intenta captar su sentido más profundo, lo inesperado jamás aparece como algo imprevisto. La permanente contemplación por parte de María de todos los acontecimientos de la vida de su Hijo, no es superflua para la renovación y profundización constantes de su fiat hasta la Cruz.

La vida de oración es, desde luego, un camino de encuentro con el Espíritu Santo. Pero rezar es una cuestión de fe y de amor, «y el amor —escribe el Beato Josemaría— lleva al trato, a la conversación, a la amistad. La vida cristiana requiere un diálogo constante con Dios Uno y Trino, y es a esa intimidad a donde nos conduce el Espíritu Santo. "¿Quién sabe las cosas del hombre, sino solamente el espíritu del hombre, que está dentro de él? Así las cosas de Dios nadie las ha conocido sino el Espíritu de Dios" [17]. Si tenemos relación asidua con el Espíritu Santo, nos haremos también nosotros espirituales, nos sentiremos hermanos de Cristo e hijos de Dios, a quien no dudaremos en invocar como a Padre que es nuestro [18]. Acostumbrémonos a frecuentar al Espíritu Santo, que es quien nos ha de santificar» [19].

Ahora bien, los exegetas nos descubren cómo san Lucas, desde una perspectiva literaria, sitúa el marco ambiental de la oración de la Sierva del Señor. Por una parte, el evangelista usa con frecuencia un esquema literario propio —«contexto de admiración-temor-incomprensión»—; y, por otra, concede gran valor e importancia a lo que llama testimonio. Y de aquí concluyen que el texto de Lc 2,19, sobrio en apariencia, tiene un valor excepcional, porque María es el primer eslabón de la tradición sobre el nacimiento del Salvador.

San Lucas en los llamados textos de admiración [20] sigue los siguientes pasos: primero, narra un evento fuera de lo ordinario, donde está en juego una revelación; después, los destinatarios ante él se maravillan; luego, ofrece la interpretación del hecho, dada por un ángel o por la persona que realizó el milagro o que ha pronunciado las palabras de revelación; y, finalmente, cuenta la reacción de los destinatarios, que o bien se acogen al mensaje o lo rechazan, o bien manifiestan la ignorancia o la incomprensión. Pues bien, en Lc 2,8-20, falta precisamente el paso tercero —la explicación o interpretación del suceso— y en su lugar coloca san Lucas la oración de María (Lc 2,19). ¿Qué explicación podríamos dar? La respuesta se encuentra en la doctrina lucana del testimonio. Es decir, san Lucas parte de un principio rotundo y claro: sólo pueden testimoniar sobre Cristo los testigos oculares de los hechos desde el principio [21]. Por esta razón, tan sólo los Doce —testigos oculares del ministerio público y de la muerte y resurrección de Jesucristo—, pueden dar un testimonio válido. Y como sólo María ha sido testigo de la concepción, nacimiento y años de infancia de Jesús..., sólo Ella —frente a la admiración suscitada por la predicación de los pastores (los Doce) sobre la Resurrección del Señor—, podía pensar de nuevo en las circunstancias del nacimiento de Jesús «ponderándolas en su corazón» (Lc 2,19b), es decir, interpretándolas en su oración. Se comprende entonces por qué el el texto de Lc 2,19, dentro del esquema de admiración-temor-incomprensión, san Lucas ha sustituido —en el tercero de los cuatro pasos— a las personas que podían dar una explicación del hecho y ha puesto en su lugar a la Madre de Jesús, porque Ella, como en su caso los pastores, es testigo para todos los tiempos de los hechos primeros de la vida de Jesús [22].

Luz de Pascua y Pentecostés en el corazón de María

Podemos, por tanto, atribuir la actitud orante de María en la escena lucana de la adoración de los pastores a la acción del Espíritu Santo, teniendo en cuenta cómo el evangelista anticipa lo que la Iglesia comprenderá y vivirá sólo a partir de la Resurrección de Jesús. ¿Cómo está presente la Pascua en la Navidad? ¿Qué "ecos pascuales" contiene el relato de Lc 2,8-20? Lo resumiremos sucintamente en cuatro aspectos: primero, en la gloria del Señor, que envuelve con su luz a los pastores [23] y que guarda cierta semejanza con la glorificación pascual de Jesús [24]; segundo, en los títulos de Salvador y Cristo Señor [25], que sólo son conocidos a partir de la Pascua [26]; tercero, la presencia en el texto de una cristología muy desarrollada; y, además, su vocabulario ofrece un claro paralelismo con aquellos pasajes del libro de los Hechos, que nos cuentan lo que hacen los pastores de la Iglesia primitiva: hablan a todos los que les escuchan de lo que han visto y oído [27]; y, cuarto, hay claras analogías entre Lc 2,8-20 y los pasajes relativos a la sepultura y resurrección de Jesús del tercer Evangelio [28]: en todos ellos hay una palabra reveladora [29] y un signo [30]. Todos estos indicios muestran, pues, que la catequesis del nacimiento del Señor se hace a la luz de su Resurrección, de modo que la Pascua nos invita a mirar hacia la Navidad, como expresa la frase de los pastores tomada simbólicamente: «Volvamos a Belén y veamos...» [31].

Es más, muchos autores llegan incluso a decir que del éxito de esta visión retrospectiva nacerán los Evangelios de la Infancia. «El corazón de María resulta ser así el arca donde se conservaron las revelaciones sobre el ser y la misión salvadora de Jesús hechas en su Encarnación y en su nacimiento; el laboratorio donde se fue comprobando día a día la veracidad de las mismas, y el altavoz que las hizo llegar a los testigos de la Pascua para que tuvieran el convencimiento de que los esplendores de la Resurrección eran ya luz en el Niño que Ella concibió y trajo al mundo varias décadas antes» [32]. Luego ya la Iglesia apostólica era consciente de que la Virgen de Nazaret era «un trámite obligado para llegar a conocer los albores de la Encarnación. Solamente ella tuvo una experiencia directa de los hechos y los recordó asiduamente hasta conseguir la plena inteligencia de los mismos, gracias sobre todo a la revelación pascual» [33].

Luz de la estrella y del Espíritu: la adoración de los Magos

Seguimos en Belén de Judá, pero cambiamos de evangelista. En el nacimiento del Ungido por el Espíritu, la adoración de los pastores es completada por la adoración de los Magos. Dejamos, de momento a san Lucas, para seguir a san Mateo en un pasaje que cuenta lo que sucedió meses después: la visita de los Magos de Oriente a Jerusalén. El evangelio describe la llegada de los astrólogos paganos que han visto salir la estrella de la salvación y la han seguido. Dios les ha dirigido una palabra mediante una estrella insólita en medio de sus constelaciones habituales; y esta palabra les ha sobresaltado y les ha hecho aguzar el oído, mientras que Israel, acostumbrado a la palabra de Dios, ha cerrado sus oídos a las palabras de la revelación: no quiere que nada turbe el curso habitual de sus dinastías. Suele ocurrir algo parecido en algunos cristianos, cuando se siente molestos por el mensaje inesperado de un santo. San Agustín, testigo atento de la tradición de la Iglesia, explica sus razones de alcance universal afirmando que los Magos, primeros paganos en conocer al Redentor, merecieron significar la salvación de todas las gentes. Es también muy clarificador que el relato de san Mateo ponga a la Virgen en el centro de esta extraña visita. Si los pastores representan a los humildes del pueblo escogido, estos misteriosos personajes del Oriente son un signo de la universalidad de la Buena Nueva que nos trae el Salvador.

El relato de la adoración de los Magos es el más derásico [34] de los relatos evangélicos de la Infancia; es decir, el evangelista redacta una pieza catequética —con una base histórica— sobre la realeza de Jesús. Contiene dos escenas distintas —con alusiones a textos del AT— concatenadas en su desarrollo: la primera, gira en torno a la profecía de Miqueas (Mt 2,1b-9a); la segunda, lo hace en torno a una estrella que les conduce a la adoración del Niño (Mt 2,9b-12), momento cumbre de la narración. No hay ningún diálogo o conversación; es el evangelista quien cuenta lo acaecido de forma escueta [35].

El término griego «epifanía» significa manifestación. La presencia de los Magos en Belén es la primera revelación del Salvador recién nacido al mundo pagano. Toda la narración tiene como telón de fondo la profecía de Miqueas [36], que canta la grandeza de Belén, patria de David. Tiene una gran fuerza expresiva y una plasticidad que atrae la atención del lector. «La Jerusalén de la Epifanía no es sólo la Jerusalén de Herodes. Es, al mismo tiempo, la Jerusalén de los Profetas. Hay en ella testimonios de quienes, bajo el influjo del Espíritu Santo, preanunciaron desde hace siglos el misterio. Está el testimonio de Miqueas sobre el nacimiento del Rey mesiánico en Belén. Está sobre todo el testimonio de Isaías. Un testimonio verdaderamente singular de la Epifanía: "¡Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti!. Mira: las tinieblas cubren la tierra, la oscuridad de los pueblos, pero sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti" [37]» [38].

Si en el capítulo primero de su Evangelio, san Mateo nos ha desvelado que Jesús es el Mesías esperado, hijo de David, hijo de Abrahán, engendrado en María por obra del Espíritu Santo, ahora enmarca histórica y cronológicamente el evento. Es decir, si antes nos ha contado el quien y el cómo, ahora va a relatar el dónde y el cuándo de Jesús de Nazaret.

En primer lugar afirma que Jesús nació en Belén de Judá [39]. «Nacido Jesús en Belén de Judá en tiempos del rey Herodes, unos Magos llegaron de Oriente a Jerusalén preguntando: ¿Dónde está el Rey de los Judíos que ha nacido? Pues vimos su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarle» (Lc 2,1-2). «Los Magos de Oriente —comenta el Papa— entran en Jerusalén precisamente con esta noticia: ¡Llega tu Luz! ¿Dónde encontrar el lugar del nacimiento? Jerusalén es la ciudad de un Gran Rey. Él es más grande que Herodes, y este soberano temporal, que se sienta en el trono de Israel con el beneplácito de Roma, no puede ofuscar la promesa de un Rey mesiánico. Y la luz resplandece en las tinieblas» [40]. Herodes el Grande es un personaje bien documentado en la historiografía. Nació unos 70 años antes que Cristo. Era hijo de Antipatro, mayordomo de Juan Ircano II. En el año 41 a.C. fue nombrado tetrarca de Judea y en el año 40 a.C. rey de Judea, por un decreto del Senado Romano. Exterminó a los Asmoneos y recibió de Augusto la Traconítide y la Auranítide. Murió, según Flavio Josefo, en Jericó a finales de marzo o comienzos de abril del año 750 de la fundación de Roma (4 d.C.).

Los Magos (magoi) es una palabra de origen persa y de significación amplia. En Persia los magos eran los estudiosos de la doctrina ética y religiosa de Zoroastro. Posteriormente, se dedicaron al estudio de las estrellas, ya que para los babilonios los astros determinaban los sucesos presentes y futuros. Parece ser que con este término san Mateo se refiere a unos astrólogos de Oriente [41], que tenían un cierta relación con el mundo judío. Aunque, desde un punto de vista exgético no hay razón para afirmar que fueran reyes, ya Tertuliano sostiene que en su tiempo se les consideraba como tales [42]. Respecto al número de Magos tampoco hay dato alguno. La tradición se ha decantado por tres —por simetría al número de dones ofrecidos—, aunque también se han barajado las cifras de dos, cuatro y doce.

El título Rey de los judíos tiene, por una parte, resonancias nacionalistas —así se designaba, por ejemplo, al mismo Herodes el Grande— y por eso se verá ensegida en el relato los celos que despierta en él; y, por otra, es una expresión que encontramos a menudo en los Evangelios para nombrar a Cristo [43]. Así, los Magos reconocen desde el nacimiento del Mesías la prerrogativa que será el título de su muerte. La referencia a la estrella [44] que vieron en el Oriente condiciona el relato, pues fue el motivo por el que emprendieron tan largo viaje [45]. Los Magos terminan su primera intervención explicando los motivos de su viaje: «hemos venido a adorarle»; expresión que tiene un claro aspecto cultual, aunque «la asociación del acto con el título rey de los judíos, lleva al lector a pensar que el homenaje se rinde a la realeza y no en la adoración a la divinidad» [46].

La reacción no se hace esperar: «Al oír esto, el rey Herodes se turbó, y con él toda Jerusalén. Y, reuniendo a todos los príncipes de los sacerdotes y a los escribas del pueblo, les interrogaba dónde había de nacer el Mesías» (Mt 2,3-4). Es lógico que la frase de los Magos causase tal perturbación a Herodes y a los habitantes de Jerusalén. Son motivos de sobresalto políticos: Herodes pensaba que el recién nacido le podía arrebatar el trono y el pueblo temía la reacción del monarca, teniendo en cuenta sus precedentes. De todas formas llama la atención que el mismo Herodes identifique al rey de los judíos con el Mesías, aunque él se mueve siempre en el plano terreno y politico.

Se trata de la profecía de Miqueas que anuncia el nacimiento del Mesías en Belén. «En Belén de Judá, le dijeron, pues así está escrito por medio del Profeta: "Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres ciertamente la menor entre las principales ciudades de Judá; pues de ti saldrá un jefe que apacentará a mi pueblo, Israel"» (Mt 2,5-6). Ahora bien, san Mateo presenta este texto profético con cierta libertad [47], siguiendo las reglas de la lectura derásica [48], y contra su costumbre no es una «cita de cumplimiento» [49]. Todas estas variantes dan al texto mayor riqueza de contenido, del que se debe destacar tres cosas: primera, se reafirma la ascendencia davídica de Jesús, que ya sostiene en Mt 1; segunda, se insiste en el carácter regio de Cristo, al incluir la cita de 2 Sam; y, tercera, se señala que Jesús como Mesías es el encargado de apacentar a todo el pueblo, no sólo a unos pocos privilegiados.

«Entonces Herodes, llamando en secreto a los Magos, se informó cuidadosamente por ellos del tiempo en que había aparecido la estrella; y les envió a Belén, diciéndoles: Id e informaos bien acerca del niño; y cuando lo encontréis, avisadme para ir yo también a adorarle. Ellos, después de oír al rey, se pusieron en marcha» (Mt 2,7-9a). Por tanto, Herodes, al escuchar la información recibida sólo le falta saber cuándo, porque sabe por los Magos que ya ha nacido el rey de los judíos y por el Sanedrín que nacerá en Belén. Tiene, pues, la convicción de la fecha de nacimiento debe coincidir con el momento de la aparición de la estrella. Además finge unirse a la adoración de los Magos, aunque sus pretensiones, como se verá después, son otras: acabar con aquel niño que se presenta como rival de su trono. Los Magos, finalizan su estancia en Jerusalén poniéndose en camino a la cercana Belén.

Se inicia la segunda parte del relato con la reaparición de la estrella. «Los Magos han visto una estrella, una sola estrella y ésta se covierte en signo de discernimiento. Decidieron seguirla. El camino de los pastores fue corto. El de los Magos, largo. Los pastores marcharon directamente hacia la luz que les había envuelto en la noche de Belén. Los Magos tuvieron que indagar con esperanza siguiendo la estrella y dejándose guiar por su luz» [50]. «Y he aquí que la estrella que habían visto en el Oriente iba delante de ellos, hasta pararse sobre el sitio donde estaba el niño» (Mt 2,9b). En el umbral del NT se creía que, desde la profecía de Balaam [51], el nacimiento del Mesías tendría como señal divina la aparición de un estrella que guiase a los gentiles al rey supremo que nacería. Se ha comentado muchas veces que la estrella realiza una doble función: al principio actúa como signo del nacimiento del Rey de los judíos; y después ejercita la función de guía. Pero esto no es exactamente así. Los Magos son «guiados» a Belén por la información de los escribas del pueblo. Por eso, la estrella, a lo sumo «les acompaña». La luz del libro sagrado y la luz de la estrella conducen a Belén.

Los Magos siguen otro lógica a la común lógica humana. Siguen la luz del Misterio divino, la luz del Espíritu Santo. Participan de esa luz mediante la fe. Y tienen la certeza de encontrarse cara a cara con Aquél que ha de venir. Lo Magos de Oriente se encuentran al comienzo de un gran itinerario, cuyo pasado se remonta al principio de la historia del Pueblo elegido de la Antigua Alianza y cuyo futuro alcanza a todos los pueblos de la tierra.

A la luz de esta gozosa epifanía, Dios se revela en Jerusalén a todos los pueblos. «Al ver la estrella se llenaron de inmensa alegría» (Mt 2,10). «Con solo ver la estrella —comenta san Basilio— los Magos experimentaron una inmensa alegría. Acojamos también nosotros en nuestro corazón esa alegría (...). Adoremos al Niño junto a los Magos (...). Dios el Señor es nuestra luz: no en la forma de Dios, para no aterrar nuestra debilidad, sino en la forma de siervo, para llevar la libertad a quien yacía en la esclavitud. ¿Quién tiene el ánimo tan insensible, tan ingrato que no sienta la alegría de expresar con dones la propia exultación? Las estrellas se asoman al cielo, los Magos dejan su país, la tierra se recoge en una gruta. Que no haya nadie que no lleve algo, nadie que no sea agradecido» [52].

Es muy posible que María y José, tras el nacimiento del Niño en el establo de Belén y una vez que se marcharon los que ya se empadronaron, se trasladasen a una casa del pueblo. «Y entrando en la casa, vieron al niño con María, su madre, y postrados le adoraron; luego, abrieron sus cofres y le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra. Y, habiendo recibido en sueños aviso de no volver a Herodes, regresaron a su país por otro camino» (Mt 2,11-12). El centro de este relato, lo ocupa desde luego el niño con María, su madre [53]. También se aprecia en esta escena un ambiente «regio», tanto por la actitud de los Magos, como por los dones ofrecidos. En efecto, «postrados, le adoraron», supone una veneración, un acto de sumisión y de reconocimiento de la autoridad del niño; y en el AT las ofrendas de oro, incienso y mirra [54], guardan cierta relación con el Rey-Mesías.

En suma, «los Magos, representantes de los pueblos paganos, sirven de ejemplo para nuestra búsqueda de Dios; en efecto, ellos perciben su silenciosa presencia en los signos de la creación. Para hallar la Verdad, que sólo habían entrevisto, emprenden un viaje lleno de incógnitas y de riesgos; su itinerario se concluye con un descubrimiento y un acto de profunda adoración hacia el Niño Jesús, que ellos ven junto a su Madre: le ofrecen sus tesoros, recibiendo a cambio el don inestimable de la fe y el gozo cristiano» [55].

Nuevos títulos de María: la «Theotokós» y la «Gebiráh»

La contemplación del misterio del nacimiento del Salvador ha impulsado al pueblo cristiano no sólo a dirigirse a la Virgen santísima como a la Madre de Jesús, sino también a reconocerla como Madre de Dios. En la primera comunidad cristiana, mientras crece entre los discípulos la conciencia de que Jesús es el Hijo de Dios, resulta cada vez más claro que María es la Theotokos, la Madre de Dios. Se trata de un título que no aparece explícitamente en los textos evangélicos, aunque en ellos se habla de la «Madre de Jesús» y se afirma que él es Dios [56]. Por lo demás, presentan a María como Madre del Emmanuel, que significa Dios con nosotros [57]. Ya en el siglo III, como se deduce de un antiguo testimonio escrito, los cristianos de Egipto se dirigían a María con el nombre de la Theotokos [58].

En el siglo IV, el término Theotokos ya se usa con frecuencia tanto en Oriente como en Occidente. La piedad y la teología se refieren cada vez más a menudo a ese término, que ya había entrado a formar parte del patrimonio de fe de la Iglesia. Por ello se comprende el gran movimiento de protesta que surgió en el siglo V cuando Nestorio puso en duda la legitimidad del título «Madre de Dios» [59]. Esa verdad fue profundizada y percibida, ya desde los primeros siglos de la era cristiana, como parte integrante del patrimonio de la fe de la Iglesia, hasta el punto de que fue proclamada solemnemente en el año 431 por el concilio de Efeso. Cuando proclama a María «Madre de Dios», la Iglesia profesa con una única expresión su fe en el Hijo y en la Madre. Con la definición de la maternidad divina de María los Padres conciliares querían poner de relieve su fe en la divinidad de Cristo.

Las dificultades y las objeciones planteadas por Nestorio nos brindan la ocasión de hacer algunas reflexiones útiles para comprender e interpretar correctamente ese título. La expresión Theotokos, que literalmente significa «la que ha engendrado a Dios», a primera vista puede resultar sorprendente, pues suscita la pregunta: ¿cómo es posible que una criatura humana engendre a Dios? La respuesta de la fe de la Iglesia es clara: la maternidad divina de María se refiere sólo a la generación humana del Hijo de Dios y no a su generación divina. El Hijo de Dios fue engendrado desde siempre por Dios Padre y es consustancial con él. Evidentemente, en esa generación eterna María no intervino para nada. Así pues al proclamar a María «Madre de Dios», la Iglesia desea afirmar que ella es la «Madre del Verbo encarnado, que es Dios». Su maternidad, por tanto, no atañe a toda la Trinidad, sino únicamente a la segunda Persona, al Hijo, que, al encarnarse, tomó de ella la naturaleza humana.

«La maternidad es una relación entre persona y persona: una madre no es madre sólo del cuerpo o de la criatura física que sale de su seno, sino da la persona que engendra. Por ello, María, al haber engendrado según la naturaleza humana a la persona de Jesús que es persona divina, es Madre de Dios (...) En la Theotokos la Iglesia, por una parte, encuentra la garantía de la realidad de la Encarnación, porque "si la Madre fuera ficticia, sería ficticia también la carne (...) y serían ficticias también las cicatrices de la resurrección" [60]. Y, por otra, contempla con asombro y celebra con veneración la inmensa grandeza que confirió a María Aquel que quiso ser hijo suyo. La expresión «Madre de Dios» nos dirige al Verbo de Dios, que en la Encarnación asumió la humildad de la condición humana para elevar al hombre a la filiación divina. Pero ese título, a la luz de la sublime dignidad concedida a la Virgen de Nazaret proclama también la nobleza de la mujer y su altísima vocación» [61]. En suma, Dios trata a María como persona libre y responsable, no lleva a cabo la Encarnación de su Hijo sino después de haber obtenido su consentimiento y, así, «en María el Espíritu Santo realiza el designio benevolente del Padre. La Virgen concibe y da a luz al Hijo de Dios con y por medio del Espíritu Santo. Su virginidad se convierte en fecundidad única por medio del poder del Espíritu y de la fe» [62].

A partir del siglo V, poco después que el Concilio de Éfeso proclamara a María con el título de Theotokos, se comienza a atribuirla el título de Reina. Precisamente en la escena de la adoración de los Magos, san Mateo presenta a María a sus lectores judíos, implícta pero claramente, como la nueva gebiráh del reino mesiánico que Jesús va a instaurar con su venida al mundo. En efecto, si nos centramos en los aspectos marianos de este pasaje, advertimos dos características muy significativas. Por una parte, todo el pasaje de los Magos está centrado en el homenaje que se desea rendir al «Rey de los judíos»; un rey de la estirpe de David y profetizado como Rey-Mesías en el AT [63]. Y, por otra, la protagonista es María y el Niño, sabiendo que san Mateo tiene como protagonista de su Evangelio de la Infancia a san José. Aquí desaparece de la escena del relato, y no es razonable suponer que el santo Patriarca estuviera ausente en un momento tan importante y delicado.

«En la corte de Judá, la madre del rey ocupa un lugar honorífico y goza de ciertas prerrogativas. Se la llamará gebiráh [64], la que da origen al héroe (geber) que es el rey [65]. Betsabé será la primera "gran dama" en Israel. Sin que se pueda precisar exactamente su poder, está claro —si se compara la postración que hace ante David, su esposo [66], con la que recibe de Salomón, su hijo [67]—; que después de la muerte de David se transformaron por completo su relación con el poder real y su dignidad. A continuación, al comienzo de cada reinado en Judá, el autor del libro de los Reyes anotará con cuidado, al lado del nombre del rey, el nombre de su madre» [68]. Por esto, muchos estudiosos ven en estos dos detalles una intención teológica del hagiógrafo, que asocia a María en la función regia de su Hijo, como Madre del Rey [69].

El don de Ciencia

Quiso Dios que las criaturas todas, hechura de sus manos, fueran como un espejo en el que se reflejara su gloria, y que el hombre llegase a conocerle siguiendo ese rastro que Él mismo dejó en los seres creados, porque —como dice el salmista— «los cielos pregonan la gloria de Dios y le anuncia el firmamento, que es la obra de sus manos» [70]. Sin embargo, el pecado original y los pecados personales han enturbiado sus ojos, y tantas veces —en lugar de glorificar a su Hacedor— el hombre queda preso en los encantos de las criaturas. Los Magos de Oriente, a través de una estrella, encontraron al Dios verdadero para adorarlo; a María todas las criaturas la conducían a alabar a su Dios. El don de ciencia es una cierta participación sobrenatural de la misma ciencia de Dios, que nos descubre y hace apreciar rectamente la relación que se da entre las cosas creadas y su fin último sobrenatural. Mediante este don, el mismo Espíritu Santo nos ilumina para distinguir con claridad diáfana lo que lleva a Dios de lo que de Dios aleja [71].

El hombre en general y el hombre contemporáneo en particular, precisamente por el actual desarrollo de las ciencias y de la tecnología, «está expuesto a la tentación de dar una interpretación naturalista del mundo; ante la multiforme riqueza de las cosas, de su complejidad, variedad y belleza, corre el riesgo de absolutizarlas y casi de divinizarlas hasta hacer de ellas el fin supremo de su misma vida. Esto ocurre sobre todo cuando se trata de las riquezas, del placer, del poder que precisamente se pueden derivar de las cosas materiales. Éstos son los ídolos principales, ante los que el mundo se postra demasiado a menudo» [72].

Para resistir esas tentaciones y para remediar las consecuencias nefastas a las que puede llevar, el Espíritu Santo ayuda a la criatura humana con el don de ciencia a valorar rectamente las cosas en su dependencia esencial del Creador [73]; nos da a conocer el verdadero valor de las criaturas en su relación con el Creador. Y así logramos descubrir el sentido teológico de todo lo creado, viendo las cosas como manifestaciones verdaderas y reales, aunque limitadas, de la verdad, de la belleza, del amor infinito que es Dios. La consecuencia es que se siente impulsado a traducir este descubrimiento en alabanza, cantos, oración, acción de gracias [74]. Es una luz sobrenatural que el Espíritu Santo da a cada cristiano para ver, con claridad suma, «que la creación entera, el movimiento de la tierra y de los astros, las acciones rectas de las criaturas y cuanto hay de positivo en el sucederse de la historia, todo, en una palabra, ha venido de Dios y a Dios se ordena» [75]. Se trata de un conocimiento sobrenatural que supera, en cuanto al modo deiforme de conocer, lo que el hombre es capaz de obtener mediante el fatigoso trabajo de su inteligencia, incluso iluminada por la luz de la fe [76].

Actúa especialmente en las almas contemplativas, llevándolas a reconocer la mano amorosa y paterna de Dios en la creación y a darle gloria [77]. Ningún aspecto de la realidad creada, ni aun el que podría parecer menos importante, carece de sentido cuando se posee este don [78], y facilita el captar la necesidad de los recursos que Dios nos ofrece para recorrer nuestro camino en la tierra [79]. Y de modo especial, impulsa y dirige el empeño por adquirir un conocimiento más profundo de Dios [80]. Además, «el hombre, iluminado por el don de la ciencia, descubre al mismo tiempo la infinita distancia que separa a las cosas del Creador, su intrínseca limitación, la insidia que pueden constituir, cuando, al pecar, hace de ellas mal uso. Es un descubrimiento que le lleva a advertir con pena su miseria y le empuja a volverse con mayor ímpetu y confianza a Aquel que es el único que puede apagar plenamente la necesidad de infinito que le acosa» [81]. Por encima de todo, el don de ciencia lleva a valorar las realidades sobrenaturales: «nada hay mejor en el mundo que estar en gracia de Dios» [82].

En la vida cotidiana, el don de ciencia se manifiesta, de modo particular, en la visión sobrenatural y en la virtud de la humildad. En la visión sobrenatural, que impulsa a enfocar todos los acontecimientos desde el punto de vista de Dios [83]. Es frecuente, sin embargo, que incluso los cristianos caigan en esa lamentable ceguera de fondo, o al menos en el engaño de poner su confianza en las riquezas o en los recursos materiales, olvidando la advertencia del Señor: «¿de qué sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?» [84]. Dicho de otra manera, la misión del don de ciencia es iluminar el valor relativo de las cosas y preocupaciones temporales, selladas con el timbre de la caducidad, y admirar por contraste la perennidad de los bienes eternos. Si no se deja actuar al don de ciencia, fomentando constantemente la visión sobrenatural, esa visión humana acaba por desembocar en la ignorancia de las cosas divinas, que es la negación misma de este don: muchas personas tienen fe, pero una fe ineficaz, que no se refleja en su conducta diaria.

Y también, por la humildad; una humildad profunda, real, que procede de reconocer nuestra absoluta dependencia de Dios. Una humildad que resplandece en la Santísima Virgen, y que ha hecho de Ella —como confiesa la Iglesia en su liturgia— «Madre del Amor Hermoso, y del temor, y de la ciencia, y de la santa esperanza» [85]: «Madre de la ciencia es María, porque con Ella se aprende la lección que más importa: que nada vale la pena, si no estamos junto al Señor; que de nada sirven todas las maravillas de la tierra, todas las ambiciones colmadas, si en nuestro pecho no arde la llama de amor vivo, la luz de la santa esperanza que es un anticipo del amor interminable en nuestra definitiva Patria» [86]. Ésta ha sido siempre la experiencia de los santos, pero de forma absolutamente singular esta experiencia fue vivida por María, con el ejemplo de su itinerario personal de fe, su desprendimiento de las cosas terrenas y su entrega a Dios.

Notas

[1] J.M. Casciaro-J.M. Monforte, Jesucristo, Salvador de la Humanidad. Panorama bíblico de la salvación, Eunsa, 2ª ed., Pamplona 1997, p. 132.

[2] El evangelista nos informa indirectamente que ya se habían celebrado la nupcias entre María y José, al usar el término gynaiki (esposa), en lugar de emnesteumene (prometida) que utilizó en Lc 1,27 en la Anunciación.

[3] La palabra «subir» (anabainein) es el término designado de forma usual para ir a las montañas de Judea, y en particular a Jerusalén. Y para ir a Belén, que está muy cerca, lo normal era pasar por la Ciudad Santa.

[4] Cfr 1 Sam 20,6.

[5] Cfr Mich 5,2. El evangelista usa términos empleados en el contexto de la profecía, como «dar a luz», «tiempo del parto», «pastores / pastorear», «gloria de Yahwéh / gloria del Señor», paz, etc.

[6] Cfr J. Morales, El Misterio de la Creación, Eunsa, Pamplona 1994, pp. 285-296. «El hombre recibe seguridad en la Providencia no principalmente a partir de una visión racional sobre la armonía del universo, sino por la proximidad a Jesús y la meditación de su vida» (p. 290). Es más, «el equilibrio del alma que ha encontrado a Dios en sí misma, y está abismada en Él, desafía todos los poderes creados. Está situada en el centro único donde convergen las líneas de fuerza de la Providencia» (Un cartujo, La Trinidad y la vida interior, Rialp, 3ª ed., Madrid 1992, p. 90.

[7] Cfr Ex 13,12; 34,19; Num 13,13.

[8] Cfr Ex 25,29-33; Dt 21,15-17.

[9] El término katalyma sugiere la idea de un lugar en el que uno «se pone aparte» —corresponde al término latino diversorio— para encontrar donde comer y refugiarse. ¿Se puede decir que en Lc 2,17 era un albergue? No se puede fijar con exactitud su significado porque podría traducirse con varios sinónimos: mesón, albegue, hospedería, posada, etc. Por ejemplo, la «posada» en la que entra el buen samaritano es llamada pandojéidon (Lc 10,34).

[10] Ioh 1,11.

[11] Jesús lo ratificará en su Vida pública, diciendo de sí mismo: «el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (Lc 9,58).

[12] En el tercer Evangelio la «gloria del Señor» (doxa Kyriou) es el signo característico de la presencia de Dios en la tradición sacerdotal (cfr. Ex 24,10) y está relacionada con la glorificación pascual de Cristo por parte del Padre (cfr Lc 9,26.31.32; 21,27). Ahora bien, «por la iluminación del Espíritu —comenta san Basilio— contemplamos propia y adecuadamente la gloria de Dios; y por medio de la impronta del Espíritu llegamos a aquel de quien el Espíritu Santo es impronta y sello» (Sobre el Espíritu Santo, 6).

[13] Cfr Is 9,6.

[14] «Conoce el buey a su dueño y el asno el pesebre de su amo. Israel no conoce, mi pueblo no discierne».

[15] «Santo, santo, santo Yahwéh Seboat, llena está toda la tierra de tu gloria» (Is 6,3).

[16] LG, 57.

[17] 1 Cor 2,11.

[18] Cfr Gal 4,6; Rom 8,15.

[19] ECP, 136.

[20] Cfr por ejemplo, Lc 1,26-38 y Act 3,1-4,4 entre otros veinte pasajes más.

[21] Cfr Act 1,21-22.

[22] «Pienso que para el autor de Lc 1-2 María está en el centro del Evangelio de la Infancia. No porque ella sea el personaje más importante —por encima de ella está Jesús—, sino porque ella fue la destinataria cualificada de aquellas revelaciones como la única superviviente que las había de conservar, comprobando el alcance de las mismas, a lo largo de la trayectoria de Jesús hasta depués de Pentecostés» (S. Muñoz Iglesias, Los Evangelios de la Infancia, vol. III, BAC, Madrid 1989, p. 155).

[23] Lc 2,9.

[24] Cfr Lc 9,26.31.32; 21,27; 24,26...

[25] Lc 2,11.

[26] Cfr Act 5,31; 13,23 y 2,36. Ahora bien, ¿el anuncio a los pastores tiene como transfondo la misión apostólica? Podría ser, puesto que el propio Cristo antes de su glorificación, prohibió a sus discípulos que dijeran que Él era el Cristo de Dios (Lc 9,20-21).

[27] Basta comparar Lc 2,20 con Act 4,20.

[28] Lc 23,53 y 24,1-35.

[29] Lc 2,11 y 24,6.

[30] Un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre (Lc 2,12) y el sepulcro vacío (Lc 24,3.23.24), respectivamente.

[31] Lc 2,15. Cfr A. Bandera, El Espíritu que ungió a Jesús, Edibesa, Madrid 1995, pp. 54-58.

[32] S. Muñoz Iglesias, Nacimiento e Infancia de Juan y Jesús, BAC, Madrid 1987, p. 156.

[33] A. Serra, voz Biblia, en NDM, p. 333.

[34] Cfr nota 6 del Cap. I.

[35] Seguiré de cerca en el comentario a este pasaja a J.L. Bastero, María, Madre del Redentor, Eunsa, Pamplona 1995, pp. 121-130.

[36] Mich 5,1-2.

[37] Is 60,1-2.

[38] Juan Pablo II, Homilía de Epifanía, 6-I-1984.

[39] Hay otra Belén de Zabulón, situada a unos 11 km al NO de Nazaret. Belén de Judá se encuentra a solo 9 km al sur de Jerusalén. Era entonces una pequeña aldea rural, poco importante en el mundo judío.

[40] R.E. Brown, El nacimiento del Mesías, Madrid 1982, p. 174.

[41] La expresión «de Oriente» (apo anatolon) no indica un lugar exacto, sino tan sólo el Levante, en oposición al Poniente. La misma expresión se usa en Num 23,7, en la versión de los LXX de la profecía de Balaam.

[42] Cfr Tertuliano, Adv. Marc., III,13. Parece ser que el título de rey procede de la influencia de algunos pasajes del AT en los que se dice que los reyes traerán sus ofrendas al futuro Mesías.

[43] Cfr Mt 27,11.29.37; Mc 15,2.9.12.18.26; Lc 23,3.37.38; Ioh 18,33.39; 19,3.19.

[44] Los datos precisos que encontramos en el relato evangélico sobre la estrella hacen pensar que se trata de un fenómeno físico concreto. Además el uso singular de la palabra aster indica una estrella determinada. Este hecho celeste no extrañó a los judíos, pues en el AT y en el judaísmo rabínico las estrellas, como testimonios divinos, anunciaban hechos en los que Dios intervenía de modo extraordinario (cfr Gen 37,9; Is 40,26, Ps 148,3), como ocurre con el nacimiento del Mesías.

[45] Herodes se informa del momento de su aparición (Mt 2,7), se alegran los Magos cuando reaparece (Mt 2,10) y es la estrella al detenerse la que les indica dónde está el niño (Mt 2,9).

[46] El verbo proskynein usado tres veces por san Mateo en este pasaje, significa «rendir homenaje» y comporta siempre una actitud de reverencia y acatamiento ante la divinidad.

[47] Porque combina Mich 5,1 con 2 Sam 5,2. Esta combinación de ambos textos es original del hagiógrafo y no tiene precedentes, ni en los LXX, ni en le texto masorético. Además la adición de 2 Sam 5,2 es una ténica deráshica de una actualización por sustitución; es decir, la promesa hecha a David por Yahwéh («Tú apacentarás a mi pueblo Israel»), ahora se aplica al Mesías, hijo de David. Esto es muy frecuente en el Targum. Cfr S. Muñoz Iglesias, Los evangelios de la Infancia, vol. III, Madrid 1990, p. 254.

[48] Debido a que san Mateo convierte la frase afirmativa de Mich 5,1 («Tú Belén de Efratá aunque eres la menor...») en negativa («Tú Belén, tirra de Judá, no eres la menor...». Así expresa la grandeza de esta pequeña aldea, cuna de David y del Mesías. Cfr A. Macho, La historicidad de los evangelios de la Infancia, Madrid 1977, pp. 21-22.

[49] Llama la atención que no lo haga como en otras ocasiones, usando una expresión parecida a esta: «para que se cumpliera lo que dijo el Señor por medio del profeta» (cfr Mt 1,22; 2,15; 2,17; 2,23). Sin embargo, esto es lógico porque la cita está puesta en boca de los sacerdotes y de los escribas del pueblo y así confirma a sus lectores que se ha realizado el evento que anuncia el AT.

[50] Juan Pablo II, Homilía, 6-I-1983.

[51] Num 22-24; cfr J.M. Casciaro-J.M. Monforte, Jesucrisro, Salvador de la Humanidad. Panorama bíblico de la salvación, Eunsa, 2ª ed., Pamplona 1997, pp. 55-56.

[52] San Basilio, Homilía VI, PG, 31,1471ss.

[53] Parece que éste es el motivo principal de Mt 2, pues se repite cuatro veces más (cfr Mt 2,13.14.20.21).

[54] El Salmista (Ps 72,15) afirma que el futuro Rey-Mesías «se le dará el oro de Sabá mientras viva». La mirra, en cambio, es usada en el AT como uno de los ingredientes del óleo con que son ungidos los sacerdotes y los reyes; y esta unción les confiere un carácter «sagrado» (cfr Ex 30,23; 1 Sam 24,7). También se dice en el Ps 45,9 que la mirra es también uno de los elementos con que se ungirá al Rey-Mesías. Según una profecía de Isaías (Is 60,6): oro e inciendo son las ofrendas que los habitantes de Sabá entregarán en Jerusalén en la época mesiánica.

[55] ANG, 6-I-1986.

[56] Cfr Ioh 20,28; cfr 5,18; 10,30.33.

[57] Cfr Mt 1,22-23.

[58] Concretamente con esta oración que se recoge en la Liturgia de las Horas: «Bajo tu amparo nos acogemos, santa Madre de Dios: no desoigas la oración de tus hijos necesitados; líbranos de todo peligro, oh siempre Virgen gloriosa y bendita». En la mitología pagana a menudo alguna diosa era presentada como madre de algún dios. Por ejemplo, Zeus, dios supremo, tenia por madre a la diosa Rea. Ese contexto facilitó, tal vez, en los cristianos el uso del título Theotokos, «Madre de Dios», para la madre de Jesús. Con todo, conviene notar que este título no existía, sino que fue creado por los cristianos para expresar una fe que no tenia nada que ver con la mitología pagana, la fe en la concepción virginal, en el seno de María, de Aquel que era desde siempre el Verbo eterno de Dios.

[59] En efecto al pretender considerar a María sólo cómo madre del hombre Jesús, sostenía que sólo era correcta doctrinalmente la expresión «Madre de Cristo». Lo que indujo a Nestorio a ese error fue la dificultad que sentía para admitir la unidad de la persona de Cristo y su interpretación errónea de la distinción entre las dos naturalezas —divina y humana— presentes en él. El concilio de Éfeso en el año 431 condenó sus tesis y al afirmar la subsistencia de la naturaleza divina y de la naturaleza humana en la única persona del Hijo, proclamó a María Madre de Dios.

[60] San Agustín, Tract. in Ev. loannis, 8, 6-7.

[61] AUG, 27-XI-1996.

[62] CEC, 723; cfr Lc 1,26-38; Rom 4,18-21; Gal 4,26-28.

[63] San Andrés de Creta es unos de los Padres de la Iglesia que más se distingue en la proclamación de la realeza de María. A Ella aplica las palabras del Salmo 44: «Atu derecha está la Reina con vestido recamado de oro y con variedad de adornos»: cfr Andrés de Creta, Homilías marianas, Ciudad Nueva, Madrid 1995, pp. 19-21.

[64] Cfr 1 Reg 15,13.

[65] Cfr 2 Sam 23,1.

[66] Cfr 1 Reg 1,15-16.

[67] Cfr 1 Reg 2,19.

[68] J.P. Michaud, María en los Evangelios, Verbo Divino, "Cuadernos Bíblios", nº 77, 2ª ed., Estella 1992, p. 26.

[69] Un breve resumen de la realeza de María se encuentra en A. Orozco, Madre de Dios y Madre nuestra, Rialp, Madrid 1996, pp. 59-64.

[70] Ps 19,1-2.

[71] Como enseña la Sagrada Escritura, «el Señor conduce al justo por caminos rectos comunica la ciencia de los santos» (Sap 10,10). Por eso, como fruto propio nos proporciona el sentido de la fe que lleva a discernir con facilidad lo que acerca o aparta de Dios en las ciencias, las artes, las leyes, las modas, las tendencias o instituciones humanas; es decir, percibe fácilmente el sentido sobrenatural o la carencia de esa ordenación a la Voluntad divina. En consecuencia, el don de ciencia, por una parte, facilita la santificación de cualquier actividad humana noble y convertirla en instrumento de santidad personal y apostolado; y, por otra, nos conduce a descubrir el rastro del pecado que considerar las cosas creadas como fines, y no como medios para llegar al Señor.

[72] ANG, 23-IV-1989.

[73] Gracias a ella —como escribe Santo Tomás—, el hombre no estima las criaturas más de lo que valen y no pone en ellas, sino en Dios, el fin de su propia vida (cfr S. Th., II-II, q. 9, a. 4). Cfr A. Royo Marín, El Gran Desconocido, BAC, 5ª ed., Madrid 1981, pp. 163-172.

[74] Esto es lo que tantas veces y de múltiples modos nos sugiere el Libro de los Salmos. ¿Quién no se acuerda de alguna de dichas manifestaciones? «El cielo proclama la gloria de Dios y el firmamento pregona la obra de sus manos» (Ps 18/19, 2; cfr Ps 8,2); «Alabad al Señor en el cielo, alabadlo en su fuerte firmamento... Alabadlo sol y luna, alabadlo estrellas radiantes» (Ps 148, l.3).

[75] ECP, 130.

[76] "Yo te glorifico, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque has tenido encubiertas estas cosas a los sabios y prudentes, y las has revelado a los pequeñuelos" (Mt 11,2).A. Riaud narra varias anécdotas de san Francisco de Asís y de santa Teresea de Lisieux, donde se cumplen estas palabras de Jesús (La acción del Espíritu Santo en las almas, Palabra, Madrid 1983, pp. 51-61.

[77] «Bendecid, cielos, al Señor, cantadle y ensalzadle por los siglos (...). Bendecid al Señor, lluvias y rocío, cantadle y ensalzadle por los siglos (...). Fuego y calor, bendecid al Señor, cantadle y ensalzadle por los siglos» (Dan 3,59.64.68).

[78] La flor más sencilla, el corpúsculo más elemental, la tarea más oculta hecha con amor, pregonan la bondad divina. Este don del Espíritu Santo «ilumina los ojos del corazón» (Eph 1,18), los abre al valor inmenso de lo pequeño, de lo escondido: «hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir» (Beato Josemaría Escrivá, Amar al mundo apasionadamente, 8-X-1967). E insistía: «cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios. Por eso os he repetido, con un repetido martilleo, que la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día. En la linea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones. cuando vivís santamente la vida ordinaria... » (Ibid).

[79] Es decir, la Iglesia, con su Jerarquía y su Magisterio; el auxilio de todo el Cuerpo Místico, con la oración y méritos de la Virgen y de los Santos; los sacramentos, que santifican por la virtud de Cristo; el valor de la oración, de la mortificación y de los demás medios de la piedad cristiana, etc.

[80] No exime del estudio —tiempo y esfuerzo—, porque no consiste en el carisma extraordinario de la ciencia infusa, que llevase a conocer mejor las cosas en sí mismas, sino en el don de conocer con prontitud y profundidad la relación de esas cosas con Dios y con nuestra salvación. Pero nunca es invitación a la pasividad: «¿crees que por vago y comodón vas a recibir ciencia infusa?» (CAM, 340).

[81] ANG, 26-IV-1989.

[82] CAM, 286.

[83] Precisamente el mayor obstáculo para su acción reside en la visión humana: esa «concupiscencia de los ojos» (1 Ioh 2,16), que oscurece poco a poco la visión de la fe «que lleva a no valorar sino lo que se puede tocar. Los ojos que se quedan como pegados a las cosas terrenas, pero también los ojos que, por eso mismo, no saben descubrir las realidades sobrenaturales» (ECP, 6). Se pierde así el sentido divino de los acontecimientos y de las personas; se pervierte el recto uso de los medios materiales; se ciega la mente, que renuncia a la verdadera luz. Por eso, la humildad es requisito esencial para recibir el don de ciencia sin empequeñecer la inmensidad divina en la limitación del hombre.

[84] Mt 16,26. Entonces las criaturas dejan de ser reflejo de las grandezas divinas, para convertirse —por culpa del hombre— en velos que le ocultan a su Creador, ofreciendo una engañosa seguridad que sólo en el momento decisivo demostrará su falsía. «Mienten los hombres, cuando dicen para siempre en las cosas temporales. Sólo es verdad, con una verdad total, el para siempre cara a Dios; y así has de vivir tú, con una fe que te ayude a sentir sabores de miel, dulzuras de cielo, al pensar en la eternidad que de verdad es para siempre» (ADD, 200).

[85] Sir 24,24.

[86] ADD, 278.