La cananea, la fe que vence a Dios
Parece que Dios muchas veces no nos escucha. Y es ahí cuando Dios está esperando
ese último gesto de fe y confianza en su amor de Padre.
Autor: P. Juan J. Ferrán
Fuente: Catholic.net
Encontramos el relato en Mt. 15, 21-28 y en Mc 7, 24-30.
Nos encontramos el ejemplo de una mujer anónima, llamada "La Cananea" por su
origen, no por nombre propio. Nos va a enseñar cómo la fe es capaz de ganarle
a Dios ese pulso que Dios le echa. Es un relato tan hermoso que parece casi un
cuento de hadas. Sin embargo, aquella mujer se llevó en el corazón aquello que
tanto quería: la curación de su hija.
"Ten piedad de mí, Señor. Mi hija está malamente endemoniada". Esta mujer
parte de una realidad: nadie, a excepción de Dios, puede solucionarle eso que
atormenta tanto su corazón, el tormento de su hija a manos del demonio. En
nuestras vidas cuántas veces Dios no entra en nuestros cálculos humanos: son
nuestras propias fuerzas, son los demás, es la esperanza en el progreso, es el
psicólogo, las primeras puertas a las que llamamos. Cómo nos cuesta poder
decir que aquella sencillez de Marta y María: "Señor, el que amas, está
enfermo" Cómo nos cuesta ser niños ante Dios y decirle con esta mujer: "Ten
piedad de mí".
Parece que Jesús no escucha aquel grito desgarrado, porque no le responde. Sin
embargo, cómo le dolió a Cristo aquella súplica. Quiere poner a prueba la fe
de aquella mujer para que su fe fuera más grande si cabía. Y son los
discípulos quienes intervienen abogando en favor de ella, pero no por motivos
profundos, sino para quitársela de encima, pues ya molestaba. Parece que Dios
muchas veces no nos escucha, no nos oye. Nos llega a desesperar a veces el
silencio de Dios. Es posible que hasta a veces pensemos que a Dios no le
interesamos. Y es ahí justamente cuando Dios está esperando ese último gesto
de entrega a él, de confianza en su amor de Padre.
Jesús responde a los discípulos, no a ella, que él no ha sido enviado más que
a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Es como un gesto de desprecio, de
rechazo, como queriendo zanjar todo aquello de golpe. Pero ella insiste en su
oración: "Señor, socórreme". Hay que ser humildes para aceptar a Dios. "Si no
os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos". Ante aquel
grito de dolor, Cristo va a poner la última prueba. Le dice que no está bien
quitarle el pan a los hijos para dárselo a los perritos. Es como un insulto.
Hoy diríamos que Cristo ha pisoteado la dignidad humana de aquella persona.
Pero Él sabe lo que está haciendo, y lo que está haciendo es purificar aquel
corazón plenamente antes de hacer el gran milagro.
Por ello responde la mujer que también los perritos comen de las migajas que
caen de la mesa de sus señores. Aquello doblega el corazón de Cristo que ya
desde antes venía sufriendo junto con aquella mujer aquel dolor terrible que
experimentaba por la enfermedad de su hija. Ya no puede más, y ante tanta
humildad dice: "Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas". Y la hija
quedó curada. La fe siempre lo puede todo hasta lo imposible. La fe y la
humildad de una pobre mujer cananea habían doblegado el Corazón de Dios. "A
los humildes Dios los bendice". ¡Cómo se llenaría de gozo el corazón de
aquella mujer que ahora contemplaba a su hija curada! Diría: "Ha valido la
pena pasar por esto mil veces", y tal vez no se daba cuenta del todo de que
había sido su fe perseverante quien había ganado aquel duelo.
Nosotros los cristianos tenemos que aprender de esta mujer muchas cosas
hermosas y bellas. A Dios se le vence con la fe, no con el orgullo. De Dios se
obtiene todo no con el racionalismo, sino con la confianza. En Dios siempre
encuentra uno acogida cuando se le acerca con humildad, no con
auto-suficiencia. Por ello, estos ejercicios nos dan la oportunidad de revisar
nuestra fe.
¿Es mi fe la primera actitud que define mi relación personal con Dios? O más
bien, ¿la fe es el último recurso, cuando ya no cabe ninguna otra esperanza? A
Dios le gusta que mi relación habitual, diaria, personal con Él se de siempre
en el campo de la fe. Dios quiere que me fíe de Él, que tenga la suficiente
confianza como para pedirle cosas de niño, que nunca ponga en duda su amor y
su poder.
¿Es mi fe humilde? Parecería una contradicción porque la fe sin humildad no es
tal. Pero conviene preguntarse si sé agarrarme de Dios incluso cuando no
entiendo nada de nada, cuando no comprendo sus planes, cuando me resulta
imposible ver su amor en algo que me ha sucedido. Entonces, tengo que hacerme
pequeño y decirle a Dios: "No te entiendo, pero me fío de ti", como tuvo que
hacer María al comprobar que duros eran los planes de Dios sobre el modo y el
cómo del Nacimiento de su Hijo, o al ignorar cómo se iba a resolver el tema de
su embarazo con José, o al escuchar que una espada iba a atravesar su corazón
por culpa de aquel niño que llevaba a presentar ante el Señor.
¿Es mi fe tan grande que, incluso no entendiendo nada de nada de los planes de
Dios sobre mí o sobre los demás, pongo por delante siempre mi fe absoluta en
Él? ¡Cómo nos gustaría escuchar de los labios del mismo Dios: "Qué grande es
tu fe. Que se haga como quieres"! Hay que apostar en la vida por Dios y
aceptar que Dios nos sobrepasa y nos supera. No somos nada a su lado. Todo lo
que de Él venga será bienvenido. No dejemos nunca que el orgullo nos someta y
dejemos de curarnos porque se nos hace humillante bañarnos en el río que nos
ha aconsejado Dios cuando tenemos ríos tan bellos en nuestra tierra (2 Re 5,
1-15).
El Evangelio de la gracia, la Buena Nueva de Cristo, nos ha enseñado que la fe
es fundamental en el cristiano. Incluso cuando uno ve el futuro y siente
ansiedad, incluso cuando uno ve los problemas y siente impotencia, incluso
cuando uno constata los graves problemas que afligen al mundo, al hombre, a la
familia. No hay otra solución que la fe. Dios es más grande que todo eso. Dios
es quien me garantiza mi alegría y mi salvación.